Olvidados por el Marxismo (Milcíades Peña – Silvio Frondizi)


Horacio Tarcus ha escrito "El Marxismo Olvidado”, un libro cuyo propósito es, según su propio autor, “inventar una tradición" argentina de intelectuales marxistas críticos, contrapuestos a los "intelectuales orgánicos” ligados a los partidos (1). “Inventar" (siguiendo a Hobsbawm, dice Tarcus) en el sentido de que las tradiciones “no son meras supervivencias del pasado en el presente, sino construcciones hechas desde el propio presente sobre el pasado”. Para crearla, Tarcus elige a Silvio Frondizi y a Milcíades Peña, a quienes considera arquetipos de intelectuales marxistas “outsiders, enfrentados con el conjunto del arco político cultural”. Para Tarcus fueron “olvidados” y hoy no son patrimonio de ninguna de las “tradiciones reconocidas en el campo del pensamiento izquierdista argentino”. Tarcus se asombra y se queja por el “olvido" en que los dejó el mundo académico, pese a que él hace uso de muchos de los aportes, de Peña en particular.


Para Tarcus, ellos comparten un “marxismo crítico” y hasta un “ajuste de cuentas con el trotskismo argentino”, también una “visión trágica del mundo contemporáneo” y hasta un trágico destino: Peña se suicidó a los 32 años, en 1965, y Frondizi fue asesinado en 1974 por la Triple A.


 


Fracaso y marginación


 


El primer problema del libro es este propósito inicial. Un intelectual marxista es, por sobre todo, un militante de la causa de los explotados, un organizador revolucionario del movimiento obrero. Ya Marx había señalado, a poco de romper con la izquierda hegeliana, que la tarea del intelectual revolucionario no consiste en interpretar al mundo sino en transformarlo. O para decirlo en los términos del propio Marx —que usa Tarcus—, en la praxis. En los propios casos elegidos por Tarcus, de Peña y Frondizi, sus mejores momentos han coincidido con sus esfuerzos militantes por construir y participaren la construcción de una organización revolucionaria. Sólo el fracaso de estos propósitos los lleva a quedar marginados de una militancia orgánica; en ningún caso es una elección consciente y voluntaria. Tarcus, que presume de historiador, ni siquiera se preocupa por entender y explicar las circunstancias históricas de estos fracasos, integrarlos como un aspecto del desarrollo de una con-ciencia y una práctica revolucionarias y superar las limitaciones que llevaron a estos fracasos. Esa sería una manera de construir una verdadera tradición marxista, siendo además fieles a sus objetivos revolucionarios. Hacer un culto del fracaso, erigirlo en “programa” y pretender “inventar” una tradición con ello, es inevitable que conduzca también al fracaso.


 


El culto al fracaso es el eje del libro y su principal conclusión. “Ni la visión de Frondizi ni la de Peña organizan el pensamiento según certezas ni se constituyen ellos en modelos ‘positivos’ para armar linajes, que cohesionen fuerzas políticas según líneas de acción claras y definitivas" (2). En realidad, la verdadera tragedia de Peña, como de Frondizi, fue el fracaso en sus pretensiones de construir o de colaborar para poner en pie organizaciones revolucionarias. La tragedia de Tarcus es pretender hacer de estos fracasos una tradición y hasta un programa. Este carácter desmoralizado y derrotista del planteo queda en evidencia desde el vamos. Tarcus señala: “Es posible que los años 90 permitan esa recuperación (de Peña y de Frondizi pues)…ya no hay espacio para la euforia militante. Acaso la contundente evidencia de la derrota que se vive en estos desconsolados 90 permita un acercamiento más apropiado a esta tradición".


 


Intelectuales y partido


 


Tarcus va a partir de un axioma que constituye su propia versión de la "tragedia nacional”: “la relación de los intelectuales marxistas argentinos (sic) con las direcciones políticas fue siempre tensa, y colocaba a los primeros en un dilema costoso: quedarse en las filas del partido para ilustrar teóricamente la línea oficial bajo la tutela de la dirección, o alejarse a producir en libertad al precio de un aislamiento gravoso… los intelectuales marxistas argentinos de esta época liberan sus potencialidades creativas cuando, no sin dificultades y costos graves, logran romper con las estructuras políticas que los constriñen”. En 1993, Tarcus había adelantado estos mismos planteamientos en un artículo (3). Como señalaba acertadamente Osvaldo Coggiola al comentar un pasaje de ese artículo, "quien crea que estas palabras se ajustan como anillo al dedo a la relación entre el stalinismo y la intelectualidad de izquierda, se llevará una gran desilusión… pues Tarcus se refiere al conjunto de los partidos de izquierda ‘desde el viejo Partido Socialista hasta la más pequeña organización trotskista, pasando desde luego por el poderoso Partido Comunista “(sic)” (4). Y continúa Coggiola: “Se prescinde pues, de la diversa base de clase y de los diferentes (y a veces hasta opuestos) objetivos políticos e históricos de dichos partidos, para caracterizarlos en común como enemigos iguales de la actividad intelectual 'en libertad’, y esto vale tanto para los que defendían los campos de concentración stalinistas y rompían huelgas en la Argentina, como para los que luchaban contra esos campos y desarrollaban una actividad clasista en el movimiento obrero".


 


Ya que se ha mencionado la crítica de Coggiola, digamos que Tarcus se esfuerza por criticar a Coggiola… pero no sabe cómo hacerlo. Ignora la crítica al argumento central de “El Marxismo Olvidado", que Coggiola formulara en el artículo antes mencionado, y aunque se refiere a él por lo menos veinte veces en su largo libro, no lo cita nunca (y no son citas las que faltan en el libro). Pero si quiere criticar a Coggiola, ¿por qué no se refiere al único texto en que Coggiola se ocupa de él? Tarcus le atribuye a Coggiola cosas que éste no dice. Según Tarcus, Coggiola habría enjuiciado a Peña y a Frondizi “desde la perspectiva de un presunto trotskismo ortodoxo”, “apelando a la clásica fórmula adocenada según la cual son intelectuales pequeñoburgueses”. ¿Dónde y cuándo Coggiola reivindicó la “ortodoxia trotskista”? Más adelante, Tarcus dice que Coggiola estaría “disgustado” (sic) porque Peña habría puesto en cuestión “el supuesto izquierdista (que sería el de Coggiola, AR) de que la clase obrera es ontológicamente revolucionaria”. Tarcus se atribuye aquí el don de leer el pensamiento y hasta de percibir las emociones de los demás. Se trata no ya de un intelectual pequeñoburgués, sino de un pequeño- burgués intelectualmente irresponsable.


Hecha esta digresión, volvamos a Peña y a Frondizi. Tarcus afirma que “Peña y Frondizi… eran los intelectuales orgánicos de un partido inexistente”. En sentido estricto, esto no es verdad (¿qué fueron el Mir, Praxis, las sucesivas organizaciones morenistas?). Admitámoslo en sentido genérico (eran grupos u organizaciones pequeñas que no llegaron a ser partidos): ¿qué queda entonces de la “tensión intelectual/partido” que presidiría la trayectoria de ambos? Nada, pues faltaba uno de los términos de la contradicción. O si no, eran "precursores intelectuales” de un futuro partido —algo así como los Plejanovs argentinos—, con lo que toda la base de la “tragedia” (libertad intelectual versus disciplina partidaria) se cae como un castillo de naipes. En resumen, Tarcus ni sabe de lo que habla.


 


Tarcus no se preocupa por ubicar históricamente ni por caracterizar con un criterio de clase a los “intelectuales" a los que se refiere. De ese modo, aparecen formando parte del equipo de los creativos libertarios junto a Peña y Frondizi, figuras como Puiggrós y Laclau, que devinieron intelectuales “orgánicos” de la burguesía después de sus rupturas con el stalinismo y la “izquierda nacional”, respectivamente. Tarcus extraña, en realidad, una tradición de marxismo académico, no militante ni partidario, por eso glorifica a los Puiggrós y Laclau, naturalmente que sin aportar ninguna evidencia de que tengan algo que ver con el marxismo ni durante su paso por los “partidos” ni cuando rompieron con ellos. Al comienzo del libro Tarcus se lamenta de que “a diferencia de lo ocurrido en otros países, el marxismo argentino no ancló en las universidades”.


Detrás del ataque a los opresivos aparatos partidarios, el blanco principal de Tarcus son las pequeñas organizaciones trotskistas a las que dedica sus más despectivas observaciones: “El trotskismo orgánico, partidario, nunca dio muestras de orientar una política intelectual destinada al estudio de la historia argentina, la estructura de clases de su sociedad, o sus tradiciones políticas… el trotskismo vernáculo fue, de las corrientes políticas argentinas, el más renuente a concebirse a sí mismo como una tradición política o cultural local… su esfuerzo por destacar un internacionalismo militante, lo condujo a instituirse imaginariamente como continuidad pura y simple del bolchevismo internacional… el desencuentro entre la tradición trotskista y la historia es un fenómeno no sólo local sino mundial”.


 


Quizás ésta sea la causa por la cual, a pesar de que Peña y Frondizi son identificados hasta el presente como “trotskistas”, no hay en las 450 páginas del libro de Tarcus ninguna referencia a la IVa Internacional, su historia, su organización, sus divisiones y sus debates. Los diversos autores que se han ocupado del asunto — Robert Alexander, "Trotskysm in Latín América", “International Trotskysm Pierre Frank, “Historia de la IVa Internacional”-, Livio Maitán, “Apuntes a la Historia del Trotskismo en América Latina”— sí se ocupan de las corrientes políticas de Peña y de Frondizi y hasta de sus personas. Livio Maitán, dirigente del Secretariado Unificado de la IVa Internacional, se entrevistó con Frondizi, en viaje a la Argentina en los años 60. El propio Tarcus transcribe fragmentos de Peña en los que éste reivindica el "trotskismo ortodoxo", ignorando que ésa era la denominación de lafracción internacional en la que se encontraba la corriente morenista (el “Comité Internacional" y su “Slato": Secretariado latinoamericano del trotskismo ortodoxo). La historia y posiciones de la IVa iluminan diversos aspectos de las trayectorias de Frondizi y Peña: al despreciarlas, Tarcus revela desprecio por sus propios biografiados.


 


Como señalara Coggiola en el artículo antes citado, “la artillería de Tarcus tiene un blanco preciso, pero es una artillería leve: no consigue sino repetir el cliché histórico del nacionalismo contra el internacionalismo marxista (preocupación con la lucha de clases mundial, en detrimento del conocimiento de la realidad y tradiciones nacionales, que el nacionalismo separa meta- físicamente de las internacionales), que fue también el pretexto de todos los marxistas pasados con armas y bagajes al nacionalismo o al peronismo” (5).


 


Inventando” la biografía: Peña


 


Para sostener sus tesis, Tarcus se ve obligado a deformar e "inventar” (esta vez no en el sentido de Hobsbawm sino en simple castellano) la propia biografía de sus elegidos, a desmerecer sus esfuerzos militantes y presentarlos como trágicos fracasados que sólo se liberaron al romper con la militancia.


 


En el caso de Peña, la tesis de que liberó su fuerza creadora a partir de romper con el “partido” es insostenible. Como relata Coggiola (6), “Peña fue un precoz militante trotskista. En el primer congreso del POR (liderado por N. Moreno), en diciembre de 1948, ya encontramos a Radio (seudónimo de Peña) como delegado, cuando debía contar entre los 16 y 17 años… Sin duda es ya desde esa época uno de los principales (si no el principal) teórico. En 1956 teoriza, desde las páginas de Estrategia, el 'entrismo orgánico' en el peronismo de la corriente morenista, de la que se desvincula orgánicamente hacia 1957, manteniéndose políticamente solidario con ella”.


 


Sólo mediante una arbitraria y prejuiciosa dicotomía, Tarcus va a pretender escindir la obra política de Peña de sus creaciones “intelectuales” (no políticas). Llega incluso a presentar a Peña como un escriba. El artículo de Peña en Estrategia, que según Tarcus es “la más sólida justificación teórica de la táctica entrista del grupo morenista” (tiene un) “carácter de escrito 'por encargo’, o a lo sumo de trabajo nacido, antes que de la conclusión necesaria de su propia concepción histórica sobre el peronismo, de la solidaridad política y afectiva con el que había sido su grupo político”. Tarcus utiliza esa dicotomía para presentarla como “la tensión entre el intelectual revolucionario y el intelectual orgánico del partido, entre el antiperonismo de Peña y el ‘peronismo-trotskismo’ de Radio (su seudónimo en el morenismo) había llegado a su punto máximo". Tarcus ni se interroga sobre las razones de esta tensión, pues ya tiene su esquemita pre armado, es la tensión entre el intelectual creador y el partido opresivo, y su solución liberadora, romper con “el partido". En realidad, como ocurre a lo largo de todo el libro, los verdaderos problemas comienzan allí donde Tarcus los deja. Develar esa contradicción, explicar las circunstancias políticas en las que se desplegó, permite comprender el enorme valor y a la vez los límites de la obra de Peña, a la luz de la propia historia y las limitaciones de la corriente política en la que se formó y en la que militó.


Hay páginas francamente cómicas. En 1956 Peña publicó un folleto: "Profesores y revolucionarios. Un trotskista ortodoxo responde al profesor Frondizi", criticando sus posiciones políticas, su “movimientismo”, su “personalismo’, etc., Tarcus se pregunta: ¿cómo se pudo llegar a una confrontación de este tipo?”, de la cual “no resultan evidentes las razones de aquel trágico desencuentro’’, etc. Peña escribió, como militante de su corriente, contra el dirigente del Mir-Praxis, exponiendo claramente sus divergencias: para Tarcus, éstas no tienen importancia, lo que revela que no se toma en serio ni a Peña ni a Frondizi. No se trata de un “desencuentro”, sino de una divergencia. Pero Tarcus tampoco formula la pregunta como lo haría un historiador (¿por qué motivo se publicó el folleto, en aquella oportunidad, en esa circunstancia?). Y se mete a pontificar sobre sus “diferentes idiosincrasias", diversos orígenes familiares, la “arrogancia paternalista de Frondizi”, “el resentimiento de Peña, el advenedizo”, e idioteces semejantes que no vienen al caso. En el folleto, según Tarcus, “Peña se nos presenta tironeado internamente entre Moreno y Frondizi, entre el partido y la teoría”. Como no hay nada en el folleto que pruebe semejante “tironeo”, cabe suponer que Tarcus incorporó el ectoplasma de Peña en 1956, como en el candomblé. Todo esto es absurdo y revela que Tarcus, so pretexto de biografía, se limita a incorporar sus pobres prejuicios presentes en dos intelectuales revolucionarios del pasado.


Tarcus, que se declara ferviente admirador de la obra histórico intelectual de Peña y, en especial, de sus aportes en relación a la caracterización de las clases dominantes argentinas, escinde metafísicamente estas elaboraciones de su rol como militante de una corriente política trotskista, y de la lucha política e ideológica para imponer esta concepción enfrentando a las variantes stalinistas y nacionalistas, que efectuaban la apología del liberalismo burgués en un caso (stalinismo) y del peronismo en el otro. Tarcus va a presentar aislada y deformadamente sus aportes a la investigación marxista de la historia argentina. Tarcus afirma que “Peña termina por desvincularse definitivamente del grupo morenista entre 1958 y 1959”. Pero resulta que los trabajos históricos fueron “escritos por Peña durante los años 1955 a 1957”, tal como informan los propios editores póstumos de su obra. Uno de sus principales discípulos y editor de sus obras, Jorge Schvarzer, sostiene en la presentación del propio libro de Tarcus (7) que todo lo que viene escribiendo sobre la burguesía industrial argentina “no hacía más que decir, de manera reiterada, renovada, actualizada, en otro lenguaje, lo mismo que Milcíades Peña había dicho en 1957". 


 


¿Dónde queda, después de esto, la famosa creatividad que Peña habría adquirido después de su ruptura con el “partido"?


 


En realidad, el único verdadero “aporte” de Peña posterior a su ruptura con el morenismo es su tesis sobre el "quietismo y conservatismo" de la clase obrera argentina, que publica en la revista Fichas en 1964. Pretender, como hace Tarcus, que con esta tesis Peña demuestra su ruptura con el morenismo y con el "entrismo”, es por lo menos unilateral. En realidad debemos considerar esas tesis como un esfuerzo desmesurado por salvar lo que se pudiera de su pasado fervor “entrista”. Es que con la tesis del “quietismo" Peña elude el balance sobre la responsabilidad de la izquierda, del trotskismo y, en particular del morenismo, donde militó tantos años, en la derrota sufrida por el proletariado en ese período, y en el reflujo posterior, achacando la responsabilidad a cierta naturaleza “conservadora" de la clase obrera argentina. El morenismo había ingresado al peronismo y había militado “bajo la disciplina del General Perón” desde 1956 (duró hasta 1964). Durante ese período, no sólo atacó a quienes intentaban desde otras posiciones una política clasista en el movimiento obrero, sino que llegó al extremo de acatar la orden de Perón de votar por Frondizi en 1958, estrangulando todo el esfuerzo de la resistencia obrera al golpe gorila del 55. Esta posición fue tan rabiosamente capituladora, que ni siquiera pudo explicarse por la presión del supuesto "atraso político” de las masas. Pese a la orden de Perón (apoyada, además del  morenismo, por el PC), un millón de trabajadores votaron en blanco (una cifra enorme para los padrones de la época). Al apoyar a Arturo Frondizi, stalinistas y morenistas facilitaron la recomposición del Estado y desarmaron a la vanguardia obrera, que se enfrentó valerosa,  combativa pero políticamente en forma desorganizada, a la ofensiva antiobrera, privatizadora y entreguista del frondicismo (que no por nada es reivindicado por el menemismo). Así fue como se llegó a la huelga general semiinsurreccional de enero del 59, que es derrotada por el frondicismo, que instaura un régimen de terror contra el movimiento obrero (Plan Conintes) y que lleva al reflujo posterior. Peña, en medio del reflujo, desprecia a la clase obrera, a la que acusa de aburguesamiento porque había logrado un nivel de consumo superior al de los demás trabajadores latinoamericanos (pero sin reconocer tampoco que no fue un simple don del cielo, como pretende Peña y avala Tarcus, sino que fue el resultado de una vigorosa lucha, desplegada especialmente entre 1942-46 y toda vez que la burguesía amenazó con quitar esas conquistas; algunas de las cuales, aunque muy devaluadas, continúan hasta hoy). De todos modos, si en Peña es por lo menos comprensible su visión de una clase obrera quietista durante el reflujo, ¡qué se puede decir de Tarcus, que conoce perfectamente que sólo cuatro o cinco años después de escritas las tesis de Peña, el mismo proletariado “quietista" y especialmente el del "alto consumo”, el proletariado de las fábricas automotrices de Córdoba, iba a inaugurar con el Cordobazo de 1969 un ciclo de características espectaculares en lo que hace a la combatividad del movimiento obrero, que va a durar hasta el golpe militar de 1976!


 


En relación a la obra histórico política de Peña, a sus valiosos aportes y limitaciones, debemos tener presente que cuando Peña se incorpora, el morenismo estaba marcado por un profundo sectarismo de características antiperonistas: Perón era caracterizado como agente inglés y oligárquico, al igual que los demás movimientos nacionalistas de la región (Moreno llegó a apoyar el golpe gorila y rosquero contra el nacionalista Villaroel en Bolivia, que inauguró el famoso sexenio negro que va a culminar con la revolución boliviana del 52). Para el morenismo de ese entonces, el 17 de octubre fue un movimiento demagógico motorizado y controlado por la policía. En ese ambiente se formó el joven Peña, que va a demostrar sus mejores virtudes en sus implacables combates contra stalinistas y nacionalistas burgueses (incluidos los ex trotskistas devenidos alcahuetes del nacionalismo como Ramos). Frente a los primeros va a demostrar el embellecimiento que hacía toda la historiografía stalinista glorificadora de la línea liberal Mayo Caseros para anclar a la burguesía ‘democrática’ en una “tradición" pertinente, usando la terminología de Tarcus (el stalinismo apoyó a la proimperialista Unión Democrática del 45). Peña también va a denunciar a los “revisionistas”, que tras el embellecimiento del supuesto linaje "nacional” de Rosas y hasta de Roca, pasando por Yrigoyen, van a desembocar en el apoyo incondicional y desembozado al peronismo.


 


La fuerza de Peña va a residir en mostrar los rasgos parasitarios de la burguesía argentina, la profunda ligazón y entrelazamiento con la oligarquía y el imperialismo, su falta de agallas para emprender una efectiva resistencia al imperialismo y su postración ante él.


Su falta de autonomía y de voluntad industrialista y su acomodamiento parasitario a los superbeneficios de las ventajas naturales del país (la pampa). Pretender colocar estos análisis al margen del esfuerzo por desarrollar una corriente política trotskista revolucionaria es desmerecer lo que el propio Peña hizo y buscó hacer conscientemente, para inventar otro Peña, un “intelectual" con añoranzas académicas al gusto de Tarcus.


 


Es la propia formación de Peña la que permite ubicar sus limitaciones, en particular su comprensión unilateral del impacto de las crisis y de la lucha de clases; por un lado, en la estructura de la clase dominante, así como en sus consecuencias políticas y en sus efectos en el desarrollo del movimiento popular y la diferenciación política de la clase obrera. Peña desmerece el significado de la crisis de 1890 y la de 1930, que a su tumo van a dar lugar al radicalismo y al peronismo. Si bien es correcto caracterizar sus limitaciones, no pueden ser identificados con los partidos conservadores en el primer caso, y con el gorilismo en el otro. Esto también lleva a una unilateral visión de la intervención de las masas en esa crisis, y del 17 de octubre, como protagonismo popular y de intervención de la clase obrera en todo el período del 43/46, y luego en el período 55/59. En este segundo período, el morenismo ya había pegado un profundo viraje que Peña acompaña y hasta ayuda a justificar teóricamente (el “entrismo” en el peronismo).


 


Silvio Frondizi


 


En relación a Frondizi, Tarcus fuerza de un modo casi grotesco su ubicación como marxista, desde el momento que el propio Frondizi jamás pretendió serlo. Frondizi, en sus momentos de mayor influencia (1955-1965), se consideraba en forma mesiánica un factor de síntesis superadora de los movimientos existentes (peronismo y antiperonismo, marxismo y humanismo, stalinismo y trotskismo), pero de ningún modo reconocía una filiación que lo identificara y lo comprometiera con un movimiento práctico determinado. En ese sentido, si bien Silvio Frondizi reconoció haber recibido influencias marxistas y trotskistas, de ningún modo se lo puede calificar de marxista. El propio Tarcus lo encuadra entre los marxistas humanistas, es decir, los antecesores del  eurocomunismo y del restauracionismo gorbachoviano. Frondizi, de lo que se ufanaba, era de no ser encasillado ni como marxista ni como trotskista.


 


Pero aun este aparente modelo de independentismo termina siendo la mejor demostración del absurdo de la tradición de fracasados que quiere inventar Tarcus. Porque Frondizi deambuló durante años en el medio académico e intelectual, pero tuvo un solo período de cierta influencia, desde mediados de la década del 50 a comienzos de la del 60. Esto coincidió, y no es casualidad, con su intento, por más limitado que fuese, de construir una organización política revolucionaria. Al fundar Praxis, Frondizi no abandona sus veleidades. Los militantes lo llamaban profesor y ellos se consideraban sus discípulos. Pero ante el empantanamíento de las principales corrientes de izquierda de la época tuvo una virtud, lo que determinó su momento de mayor influencia: supo desmarcarse de las ilusiones que despertó el frondicismo (de su hermano Arturo) en la pequeña burguesía, que se volcó tras el apoyo de Perón a esa candidatura en las elecciones de febrero de 1958 (incluyendo, como ya se vio, al grupo morenista —con Peña incluido— como al Partido Comunista). La pequeña organización liderada por Silvio Frondizi criticó duramente ese alineamiento y llamó a votar en blanco, coincidiendo con esa enorme masa de trabajadores peronistas que así lo van a hacer.


 


Este período es importante también porque coincide con la revolución cubana, que aportaba una superación al ciclo revolucionario de la década del 50 (Bolivia, revolución obrera estrangulada; Guatemala, movimiento nacionalista pequeño burgués derrotado). La oportunidad de Silvio Frondizi, al igual que lo ocurrido con las elecciones del 58, provenía menos de sus virtudes que de los tremendos errores de los demás. No olvidemos que el PC no sólo apoyó a Arturo Frondizi, sino que caracterizaba a las guerrillas castristas como aventureras (en su momento, el PC había sido aliado de Batista durante la segunda guerra mundial). El morenismo, por su parte, además de haber votado a Frondizi, cargaba con su entrismo en el peronismo y, como consecuencia, consideraba a Batista como el Perón cubano y a Fidel como el golpe gorila contrarrevolucionario. Frondizi, que tempranamente salió en defensa de Fidel y hasta se pronunció por el socialismo, incrementó con esto su influencia en los medios estudiantiles.


 


Como Tarcus huye de la lucha de clases como de la peste, evita cualquier balance político y se pierde este rico período que va a desembocar en la huelga general de enero del 59. Ricardo Napurí, dirigente peruano que en ese entonces era uno de los principales activistas de Praxis y dirigente sindical, recuerda con nostalgia, en un reciente artículo en Página/12, sus sugerencias a Silvio Frondizi, en ese período, para incorporar trabajadores frente al partido de “cuadros”  estudiantiles e intelectuales que pretendía Frondizi. Silvio Frondizi, sin embargo, no fue  consecuente con sus propios logros, y también sucumbió a la presión movimientista properonista. Al poco tiempo se orientó hacia un movimientismo progresista. Tras sucesivas rupturas, terminó postulando un trabajo vecinal en los barrios y disolviendo su grupo político a comienzos de la década del 60. 


 


Suicidio y asesinato: una tragedia moral


 


La cuestión del suicidio de Peña y de la muerte de Frondizi, asesinado por la Tripie A, ya supera el  nivel de las divergencias políticas para convertirse en una cuestión de moral revolucionaria. Es miserable comparar el asesinato al suicidio y casi presentar al asesinato como un suicidio, como si lo correcto en el caso de Silvio Frondizi habría sido abandonar el país y exiliarse como sugiere Tarcus. En la presentación del libro publicado por El Rodaballo, su sobrino, Marcelo Frondizi, destaca el carácter militante de Silvio al permanecer en el país. Porque si seguimos el  razonamiento de Tarcus, ¿los que seguimos militando éramos suicidas y teníamos una visión trágica del mundo? ¿Y Fisher y Búfano, militantes de Política Obrera y dirigentes fabriles asesinados por las 3A, eran suicidas también? Es indudable que a Tarcus no sólo le falla la comprensión histórica de la huelga general del 59 y de la etapa previa al Cordobazo. Tampoco tiene la más remota idea de la Argentina del 74/76 y en especial de las condiciones que permitieron la emergencia de la huelga general de junio-julio del 75, que expulsó a López Rega del gobierno y que abrió una de las experiencias más ricas de lucha de la clase obrera contra el peronismo en el gobierno, aunque hubiera terminado en derrota. 


 


La trayectoria y la obra de Milcíades Peña y de Silvio Frondizi plantean un gran problema histórico: el de la formación de una intelectualidad revolucionaria en la Argentina, en condiciones de dominio político del movimiento obrero por el peronismo, y de la intelectualidad de izquierda por el stalinismo. Peña y Frondizi fueron, junto a otros, creadores de una tradición intelectual y política que se manifestó de diversos modos. No fueron "olvidados” sino que fueron superados. Para salir de ese cliché —creado por la voluntad simiesca de Tarcus de parecerse a Michael Lowy—, Tarcus tendría que haberse planteado este gran problema histórico e investigarlo … algo que no realiza porque está más preocupado en proyectar sobre el pasado, su mezquindad política e ideológica presente.


 


 


Notas:


1. Horacio Tarcus, El marxismo olvidado en la Argentina; Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires. 1996, p. 21 (salvo indicación en contrario, todas las citas corresponden a este libro).


2. Horacio Tarcus, en Página ¡2,21/12/96.


3. “La visión trágica en el pensamiento marxista argentino: Silvio Frondizi y Milcíades Peña”, en la revista “El cielo por Asalto” N* 5, Otoño 1993.


4. O. Coggiola, “Trotskismo y 1hnguedia en En Defensa del Marxismo n° 6, julio de 1993. 


5. Ídem anterior.


6. Osvaldo Coggiola, El trotskismo en América Latina (1960/1985); CEAL, Buenos Aires, 1986.


7. Ver El Rodaballo n° 5 verano 1996/7.

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