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El oscurantismo posmoderno

Significado y alcance
En el curso de las últimas décadas, ha irrumpido, en el campo de las ideas, el llamado “posmodernismo”. Dicha corriente, lejos de revelarse como una moda efímera y pasajera, ha ido extendiendo su influencia y ganado adeptos no sólo en el marco de las actividades intelectuales más especulativas sino también en las ciencias sociales y hasta en las denominadas ciencias “duras”.
Esta circunstancia ya es una razón harto suficiente para prestarle una merecida atención a dicho fenómeno, analizarlo y extraer las debidas conclusiones.
Una primera dificultad con que tropezamos es que, bajo el paraguas común del “posmodernismo” se reúne una cantidad numerosa de exponentes diseminados en distintas disciplinas. Sin embargo, tras esa diversidad de expresiones y tendencias, es posible distinguir un cuerpo común y central de ideas, de modo tal que es pertinente hablar de “posmodernismo” sin que esto resulte una quimera como hubiera ocurrido de tratarse simplemente de una bolsa de gatos o un cambalache.
En las páginas de En Defensa del Marxismo, han aparecido referencias y críticas a diversas facetas del posmodernismo, entre otras, “El fetichismo del lenguaje”, de Hernán Díaz; “Un largo camino hacia ninguna parte”, de Eduardo Sartelli y, por sobre todo, el artículo “Engels, ciencia y socialismo”, de Pablo Rieznik. Dichas contribuciones son retomadas en este trabajo, pero en el marco de una crítica integral de dicha tendencia ideológica.
Tan o más importante que ello es explicar las bases materiales que dan origen a esa corriente y permiten su florecimiento y persistencia en el tiempo. La conexión entre determinada concepción y el contexto histórico es una cuestión que despierta particularmente la ira de los posmodernos para quienes una relación causal de esa índole es un sacrilegio que debe ser rigurosamente condenado.
A título de una primera aproximación, el posmodernismo es “un estilo de pensamiento que desconfía de las nociones clásicas de verdad, razón, identidad y objetividad, de la idea de progreso universal o de emancipación, de las estructuras aisladas, de los grandes relatos o de los sistemas definitivos de explicación” (1).
Como su nombre lo indica, se plantea a sí mismo como una reacción y superación de la “modernidad”, cuyo vicio habría consistido en pretender explicar el mundo y hasta moldearlo en torno de la razón. Contra esta tendencia “racionalista” (cuyo origen se remonta al iluminismo y, sin solución de continuidad, se le adjudica a todo el pensamiento contemporáneo y, en especial, al marxismo) se “considera el mundo como contingente, inexplicado, diverso, inestable, indeterminado, un conjunto de culturas desunidas o de interpretaciones que engendra un grado de escepticismo sobre la objetividad de la verdad, la historia y las normas” (2).
Historia
Los posmodernistas consideran que constituye un acto de violencia teórica procurar establecer una explicación unitaria y monista de la realidad y aspirar a un conocimiento de carácter universal y de alcances generales.
La novedad posmoderna reside en que hay que aferrarse a los “pequeños relatos”, circunscribiéndonos al tratamiento de eventos aislados y fragmentarios. Es necesario apartarse de las “grandes narraciones” cuyo secreto mecanismo suponemos erróneamente poseer. “El tiempo de los grandes relatos ha pasado”, aunque (el autor) no desprecia “el sacrificio de quienes creyeron en ellos” (3).
Hay que rebajar “las ambiciones, banalizar el lenguaje y poner a los filósofos en su sitio, que no puede ser otro que uno más humilde. En lugar de aspirar a ser reyes, como recomendaba Platón, los teóricos deberían satisfacerse en dialogar con la tradición en la que se especializan y comentar los desarrollos sociales sin pretender dominarlos con la mirada, ni mucho menos guiarlos hacia una presunta meta inexorable (4).
Desechado un hilo conductor y una comprensión unitaria y abarcativa de los hechos, la historia pasa a ser una sucesión interminable de episodios fortuitos. “Se ha llegado a estas formas políticas (en referencia a la democracia liberal) por casualidad”. Dichas formas “no son el punto donde desemboca un desarrollo necesario, como suponen quienes aún confían en una filosofía de la historia. No tenemos la clave de la evolución humana” (5). En síntesis, no sabemos de dónde venimos ni a dónde vamos ni por qué estamos parados en el lugar en que estamos si es que lo estamos en algún lado.
La antitotalidad u holofobia viene como anillo al dedo para considerarse eximidos de cualquier consideración del régimen capitalista en su conjunto. No es necesario abrir un juicio favorable o desfavorable, pues tal categoría sistémica no existe.
No es ocioso señalar que tal estrechez equivale a una aceptación resignada del orden social imperante. Excluida una perspectiva general para la actividad humana, la acción política debería circunscribirse a objetivos modestos, pero al menos realizables.
“También en política… lo pequeño es hermoso. En lugar de apasionarse por los movimientos históricos de largo aliento (el socialismo), los filósofos deberían reconocer que son en realidad las campanas por temas puntuales las que permiten un mayor margen para el progresismo” (6).
Racionalidad e irracionalidad
Bajo este ángulo, no hay historia propiamente dicha ni proceso. El propio “posmodernismo” rechaza verse como una narración, pues niega que la historia esté armada en algún sentido “narrativo”.
Los posmodernos cuestionan la pretensión de colocar la historia como una entidad provista de un propósito que se desarrollaría secretamente a nuestras espaldas. La historia, de acuerdo con ese punto de vista objetado, ya tendría trazada una dirección inexorable, definido un final. Dicha estación terminal estaría a la espera de que el hombre la descubra; la historia no sería más que aproximaciones sucesivas hacia el reino de la razón.
Dicho itinerario “racional” es propio de las corrientes liberales, empezando por el iluminismo y siguiendo luego por los positivistas, y neo positivistas pero es ajeno al marxismo, el cual surgió como una delimitación y superación de dichas concepciones.
“La historia de la sociedad difiere de la historia del desarrollo de la naturaleza. En la historia social actúan hombres con su propia pasión, sus intereses, su conciencia y voluntad. Dicho de otro modo, se trata de una historia humana, por oposición a la pura y estrechamente natural…”(7). “La voluntad está determinada por la pasión o por la reflexión. Pero los resortes que, a su vez, mueven directamente a éstas, son muy diversos. Unas veces, son objetos exteriores; otras veces, motivos ideales: ambición, pasión por la verdad y la justicia, odio personal y también manías individuales de todo género. Pero, por una parte, ya veíamos que las muchas voluntades individuales que actúan en la historia producen casi siempre resultados muy distintos de los propuestos a veces, incluso contrarios y, por lo tanto, sus móviles tienen también una importancia secundaria en cuanto al resultado total. Por otra parte, hay que preguntarse qué fuerzas móviles, qué causas históricas son las que en el cerebro de los hombres se transforman en estos móviles” (8).
“Pero esta distinción, por muy importante que ella sea para la investigación histórica, sobre todo la de épocas y acontecimientos aislados, no altera para nada el hecho de que el curso de la historia se rige por leyes generales de orden interno” (9). Como decía Marx, “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en condiciones elegidas por ellos, sino en las condiciones dadas y heredadas del pasado”. Pero esta constatación no es de ningún modo sinónimo de fatalismo. Contra la idea de un proceso lineal, ininterrumpido e inexorable de progreso y un desarrollo “racional” de la historia, el marxismo pone de relieve más bien el proceso inverso, a saber, el carácter contradictorio e “irracional” de ese desarrollo, fundado en la base antagónica de una sociedad dividida en clases. Lo que prevalece, y en forma abrumadora, son las fuerzas ciegas e “irracionales” que fue lo que llevó a los fundadores del socialismo científico a calificar como “prehistoria” la historia humana conocida hasta el presente. Esa “irracionalidad” no sólo es un factor decisivo y primordial al momento de considerar la historia hasta el día de hoy sino que tampoco podemos sustraernos a ella a la hora de empeñarnos por ponerle fin y procurar organizar la sociedad sobre bases “racionales”.
“Las revoluciones no se hacen en el orden más cómodo. En general, no se hacen arbitrariamente. Si se les pudiera designar un itinerario racional, probablemente no sería menos posible evitarlas. Pero la revolución expresa justamente la imposibilidad de reconstruir con ayuda de métodos racionalistas una sociedad dividida en clases. Los argumentos lógicos, aun elevados por Russell a la altura de fórmulas matemáticas, son impotentes en presencia de los intereses materiales. Las clases dominantes condenarán a perecer a toda la civilización, comprendidas las matemáticas, antes que renunciar a sus privilegios … Los mismos factores irracionales de la historia obran de la manera más brutal a través de los antagonismos de clase. No se puede saltar por encima de estos factores. Así como los matemáticos, operando con magnitudes irracionales llegan a conclusiones perfectamente racionalistas, la política no puede ejercer una acción racional, es decir, instituir en la sociedad un orden racional, sino cuando tiene en cuenta claramente las contradicciones irracionales de la sociedad a fin de reducirlas definitivamente, no apartando la revolución, sino gracias a ésta” (10).
Para el marxismo, por lo tanto, el “progreso” no es “inevitable”. Sí lo es el choque y el entrenamiento de las fuerzas sociales en pugna, pero de ningún modo está asegurado de antemano un desenlace de ese conflicto. El pronóstico es alternativo: existe la posibilidad de avanzar, pero también de retroceder, del progreso y del no progreso, del socialismo o de la barbarie.
Que el fiel de la balanza se incline para un lado o para el otro dependerá, en tanto factor insustituible e indeleble, de la propia acción de los actores sociales, de cómo se organicen, de cómo se preparen para esa instancia y la determinación que pongan en la conquista de sus objetivos.
Azar y necesidad
Del rechazo al “fatalismo” pasamos de la mano de los posmodernistas al extremo opuesto, al de la ambigüedad y la indeterminación. Negar, sin embargo, que la historia esté provista de un proyecto propio y un destino predeterminado no es lo mismo que negar toda clase de leyes o causas determinantes.
En lo que a las relaciones causales se refiere, algo que se suele olvidar es que el marxismo no sólo toma distancia con el idealismo, que sostiene que la realidad no existe independientemente del pensamiento o el sujeto, sino también con el llamado materialismo de carácter “mecanicista”.
Para este último, toda condición del fenómeno entraba como un componente necesario en la determinación del resultado final. Todas las condiciones, todas las causas estaban así colocadas en el mismo plano, influyendo de la misma manera en el desarrollo de los fenómenos. Desde ese punto de vista, el mínimo accidente era elevado al rango de necesidad o, lo que es lo mismo, la necesidad era rebajada al nivel de accidente. Esta lógica aplicada escrupulosamente fue lo que llevó a Holbach (11) a sostener, a título de ejemplo, que la mala digestión de un monarca bastaba para engendrar una guerra y concluir modificando el desarrollo histórico. Este determinismo mecanicista con la ambición de darnos un cuadro rígido del orden de la naturaleza y de la sociedad, procurando descubrir el encadenamiento riguroso de los acontecimientos con tanta precisión como los engranajes y agujas del reloj, nos pone, en realidad, en presencia de un caos. Es decir, por otra vía llegamos al mismo resultado que los partidarios de la indeterminación absoluta.
La causalidad que es el defecto que encierra el materialismo vulgar no debe ser confundido con la necesidad, que expresa lo que hay de esencial y de general en un fenómeno. “La causa y el efecto escribía Lenin no son sino los momentos de la interdependencia y del vínculo universal, de la conexión de los acontecimientos; no son sino eslabones en la cadena del desarrollo de la materia” (12).
La descripción de un fenómeno por las causas sigue siendo exterior; la necesidad expresa, por el contrario, la ley interna fundamental del desarrollo.
Un ejemplo nos permitirá percibir esta distinción. La muerte del hombre está incluida en la ley interna de su desarrollo. Pero la causa de la muerte, ya sea por un epidemia, ya por un accidente o directamente de viejo es subalterno, accesorio respecto de la necesidad general de la muerte de todo organismo vivo.
“La universalidad es el carácter que abarca, en la conexión universal, todo lo que la causalidad no expresa sino unilateral, incompleta y fragmentariamente” (13).
El marxismo no niega la existencia de lo accidental o fortuito. Ese fue el error de los materialistas franceses del siglo XVIII quienes habían suprimido la cuestión negando directamente su existencia. Esa era la tesis de Spinoza quien asociaba la casualidad a la insuficiencia de nuestros conocimientos.
Hegel notaba ya que “lo casual es necesario y la misma necesidad se determina como casualidad”. Semejante enunciado subraya primeramente la existencia independiente de lo fortuito, pero va más allá de ello. La casualidad no es un hecho sin causa sino un hecho que no es fruto de un desarrollo necesario.
Se advierte aquí toda la importancia de la distinción entre causalidad y necesidad. La casualidad no es ausencia de causalidad sino ausencia de necesidad. No existe la contingencia “pura”, como si un hecho pudiera fundarse o surgir misteriosamente de la nada. En todo fenómeno, hay una relación causa-efecto.
De la misma manera que no hay casualidad “pura”, tampoco hay necesidad “pura”. Así como la casualidad tiene sus causas, la necesidad no se abre camino sino a través de una multitud de casualidades. La casualidad es la forma de existencia de la necesidad. El hecho de que yo me alimente es una necesidad, pero no lo es el que yo coma a las doce y no a la una. Esta necesidad va a expresarse a través de una serie de actos contingentes al igual que la ley de la evolución de las especies animales se abre camino a través de un multitud de actos fortuitos (la selección natural opera a través de las mutaciones al azar presentes en el proceso de reproducción).
Lejos de haber una oposición entre lo aleatorio y lo necesario, necesidad y casualidad constituyen dos momentos de la universal vinculación de los fenómenos, dos momentos de la acción recíproca. Aunque no lo adviertan, los posmodernistas tienen la misma matriz teórica que el “determinismo vulgar” que dicen denostar. Ambos parten del carácter irreconciliable de lo contingente y lo necesario. La diferencia consiste en el término que excluyen.
Llegado a este punto, no nos debería llamar la atención que ambos también arriben a iguales consecuencias en el plano del conocimiento. Si es verdad que todas las causas están en el mismo plano, no sería posible establecer ninguna ley científica, que es, en definitiva, lo que sostienen los teóricos posmodernos.
“La historia… escribe Marx a Kugelmann en abril de 1871 sería de naturaleza harto mística si las casualidades no representaran algún papel. Estos casos fortuitos entran naturalmente en la marcha general de la evolución y se encuentran compensados por otras casualidades. Pero la aceleración o el retardo del movimiento dependen mucho de semejantes casualidades, entre las cuales figura también la casualidad del carácter de los jefes llamados, en primer término, a conducir el movimiento” (14). Pero “allí donde superficialmente está en juego la casualidad, esta causalidad se revela sometida a leyes científicas. Lo esencial es descubrir tales leyes” (15).
Libertad
No es ocioso señalar que “el libre albedrío”, la “libre elección”, tan caros al pensamiento posmodernista quedan reducidos en los términos de su propia lógica, a la nada. El individuo es “libre”, según su curioso punto de vista, no porque pueda ejercer cierto control o dominio sobre el mundo y la sociedad que lo rodea, sino porque… el mundo no puede ejercer ninguna influencia o condicionamiento significativo sobre él. “El dilema entre libertad y fundamento queda así resuelto, pero sólo a riesgo de eliminar al propio sujeto libre. Pues es difícil ver que se pueda hablar aquí en absoluto de libertad, no más que lo que es libre una partícula de polvo en un rayo de sol” (16). En otras palabras, el sujeto posmoderno pasa a tener la misma categoría que la materia inerte o inanimada. Sin quererlo o queriendo, el posmodernismo termina abrazándose teóricamente con el determinismo vulgar.
La libertad, en cambio, para el marxismo se plantea en términos concretos: la libertad del hombre no puede desenvolverse sino sobre la base de la necesidad histórica, del conocimiento de las leyes de esa necesidad y en la práctica fundada en el conocimiento de esas leyes. El “hombre” fuera de la naturaleza y la historia es una abstracción. Aunque pretendamos ignorar o desconocer los mecanismos internos que gobiernan las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad humana, como hacen nuestros sabios posmodernos, ese hecho no nos evita que tales fuerzas, mal que les pese a éstos, siguen actuando, producen su efecto, a espaldas nuestras y en contra nuestro. Esas fuerzas nos dominan.
“La libertad no es otra cosa que el conocimiento de la necesidad. La necesidad sólo se ciega en cuanto no se la comprende. La libertad no reside en la sonada independencia de las leyes naturales sino en el conocimiento de estas leyes y en la posibilidad que lleva aparejada de hacerlas actuar de un modo planificado para fines determinados (…).
“El libre arbitrio no es, por tanto, según eso, otra cosa que la capacidad de decidir con conocimiento de causa” (17).
Verdad y discurso
Otro de los supuestos hallazgos teóricos que el posmodernismo lega a la humanidad consistiría en liberarla definitivamente de la tiranía de la “verdad”.
“La unidad antaño provista por la razón como facultad trascendental que sintetizaba los datos empíricos en categorías propias, hoy se ha desvanecido en una multiplicidad de campos divergentes y hasta antagónicos” (18).
El saber posmoderno constituye “más bien una superposición arbitraria de juegos de lenguaje acotados según las distintas disciplinas científicas, en los que no solamente se renuevan constantemente los elementos del juego los datos empíricos y los participantes los científicos sino también las mismas reglas o jugadas” (19).
La palabra “juegos” no es arbitraria. La teoría posmoderna afirma que los hechos adquieren o toman significado o valor dentro de ciertas convenciones o reglas, de la misma forma que las piezas del ajedrez adquieren el suyo dentro de las reglas del juego y lo pierden al margen de éste.
Estamos recorridos, de acuerdo con esta óptica, por lenguajes, cada uno con sus reglas cerradas, independientes el uno del otro, lo cual hace impracticable cualquier intento de dilucidar un problema, ni siquiera pretender una comprensión común. “Dado que los diversos lenguajes no admiten la existencia de un metalenguaje al cual pudieran recurrir los distintos participantes con el fin de entenderse y de establecer criterios comunes de evaluación, comenzando por el criterio de verdad, éstos se definen fáctica o, como dice Lyotard, performativamente, es decir, mediante el uso de un cierto poder de decidir por parte de los participantes. Así, todo consenso será puramente contingente, dependerá en cada caso de las constelaciones internas u externas que determinan cada disciplina y, por último, se evaporará tan rápidamente como se formó al cambiar el cuadro de dominios e influencias” (20).
Conclusión: cada grupo social y hasta cada individuo construyen sus propias verdades sin que haya modo racional de unificarlas.
Si algún mérito hay que adjudicarle a esta apreciación es que desmistifica el lugar de la ciencia y de los medios “académicos”, los saca de su altar inmaculado, como si los mismos pudieran abstraerse y estar por encima de los conflictos y antagonismos sociales.
Esto es particularmente válido en el momento actual, pues como nunca antes en la historia, la actividad intelectual y científica, en especial, ha pasado a girar bajo la órbita del capital. La investigación y el quehacer científico, junto con sus protagonistas, pierden toda independencia y se transforman en un coto cerrado de la corporación privada, la cual decide qué, cómo y cuándo se debe investigar y quién debe hacerlo.
Pero el defecto de Lyotard y sus seguidores es que, en lugar de ver en este fenómeno la forma peculiar que adopta la actividad intelectual bajo el régimen social vigente, se la atribuye a la propia naturaleza de ésta. Importa destacar que, de todos modos, este fenómeno se expresa como tendencia o, mejor dicho, como contratendencia pues no puede anular la tendencia al conocimiento, es decir, los límites que el capital coloca al desarrollo del conocimiento son “relativos” (por referencia a las posibilidades que ofrecen los recursos y la condiciones materiales y humanas que cuenta la sociedad), aunque no excluye que, bajo ciertas circunstancias, en determinadas coyunturas o áreas y por cierto tiempo, esto pueda alcanzar un carácter “absoluto”.
No hace falta ningún metalenguaje para establecer una conexión y un vínculo universal entre las diferentes expresiones y construcciones intelectuales, como no lo necesitamos cuando pasamos del inglés al castellano o al chino, o a la inversa, aunque sus reglas gramaticales, su fonética y sus estructuras sintéticas sean radicalmente diferentes. La humanidad se las ha ingeniado para establecer una comprensión común de los problemas, interrogantes y enigmas que debía enfrentar, sin tropezar con obstáculos insalvables como pretenden intimidarnos los posmodernos. El fantástico y gigantesco acervo cultural y científico, heredado de generación en generación, renovado y ampliado, es la constatación más concluyente de dicho proceso.
Verdad, creencias e intereses sociales
Lo que luego va a transformarse en una verdadera “moda” arranca en los años 60, cuando los precursores del posmodernismo “sostuvieron que no hay diferencias entre conceptos observacionables y conceptos teóricos: que todos los primeros tienen una carga teórica, porque toda observación es guiada por alguna teoría, explícita o tácita. No advirtieron la diferencia entre conceptos tales como hueso y carga eléctrica, ni el hecho de que en una ciencia se necesitan ambos” (21).
De acuerdo con esta óptica, estamos atrapados sin salida en un círculo vicioso epistemológico, dado que cualquier interpretación está sesgada por nuestras creencias e intereses. “La racionalidad que podemos ofrecer para evaluar (la realidad) … opera sólo dentro de esas creencias, es un producto de ellas” (22).
El remedio a este dilema que los positivistas ofrecieron en el pasado y que, agreguemos, siguen planteando en el presente es que el hombre debería despojarse de sus intereses. La creación científica sería un acto supremo y sublime de desinterés, con lo cual lograríamos distanciarnos, de alguna manera, de nuestra situación histórica. El posmodernismo comparte esta concepción, pero difiere con sus antagonistas en que tal baño de asepsia no puede consumarse, con lo cual da por cancelado todo acto genuino de conocimiento.
Huelga señalar que estamos ante una pretensión metafísica, pues el individuo existe solo en la historia y no fuera de ella. Como lo señaló Bertolt Brecht alguna vez, “sólo alguien que está dentro de una situación (refiriéndose a la historia) puede juzgarla”. Al margen de la historia, es una abstracción hablar de sujeto.
La labor intelectual tomada de conjunto como un fenómeno colectivo, incluida la capacidad para hacer un análisis desprejuiciado de la realidad, no sujeto a preconceptos y esquemas inconmovibles, más aún cuando nos acercamos al campo de las ciencias sociales, no es ajena al tiempo histórico y tampoco al lugar en que sus autores están parados y se ubican en el escenario social.
La historia contemporánea es el mejor testimonio de ello pues la revolución científico técnica y cultural más grande de la humanidad tuvo como fundamento y motor la aparición en escena de nuevos actores y fuerzas sociales.
Otro de los blancos predilectos de los posmodernistas consiste en arremeter contra la “verdad absoluta”, un “conocimiento acabado”, como si ésa fuese una premisa del marxismo al cual le adjudican tamaña ambición cuando “es lo primero que liquidaron como pretensión Marx y Engels en el mismo momento en que accedieron a definir al socialismo como ciencia” (23). “Apenas conseguimos comprender (…) que la tarea que así se coloca la filosofía no quiere decir sino que un filósofo individual debe realizar lo que sólo puede ser realizado por el género humano entero en su desenvolvimiento gradual; apenas comprendimos eso, toda la filosofía, en el sentido que hasta entonces se dio a esta palabra, está terminada. Se abandona la verdad absoluta que no puede ser alcanzada por ese camino ni por cualquier individuo aisladamente y se pasa a buscar, al contrario, las verdades relativas, accesibles a través de la ciencias positivas y de la síntesis de sus resultados por medio del pensamiento dialéctico” (24).
La postura posmoderna es una copia de la de los agnósticos, de Kant en adelante, con la única diferencia de que, en lugar del lenguaje, la barrera para el conocimiento según estos últimos, eran los sentidos (en qué medida éstos eran capaces de darnos una información confiable y fidedigna de los objetos por ellos percibidos). El hombre “había resuelto escribe Engels la dificultad mucho antes que las cavilaciones humanas la inventasen. La prueba del budín es el comerlo” (25).
“Desde el momento en que aplicamos estas cosas, con arreglo a las propiedades que percibimos en ellas, a nuestro propio uso, sometemos las percepciones de nuestros sentidos a una prueba infalible en cuanto a su exactitud o falsedad. Si estas percepciones fuesen falsas lo sería también nuestro juicio acerca de la posibilidad de emplear la cosa de que se trata y nuestro intento de emplearla tendría que fracasar forzosamente. Pero si conseguimos el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea que nos formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla, tendremos la prueba positiva de que, dentro de estos límites, nuestras percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades coinciden con la realidad existente fuera de nosotros” (26).
Pluralismo
Este relativismo epistemológico llevado al absurdo se compadece con el culto que el posmodernismo cultiva por el “pluralismo”: “todo es interpretable”, “todo es relativo”, “todo depende de las creencias de cada uno”, una serie de vulgaridades llevadas a la categoría de máximas indiscutibles. Sería, según este prisma, una imposición y un ejercicio autoritario querer hacer prevalecer cierta idea o concepción y excluir otra pues “nadie es dueño de la verdad”.
Lo menos que puede decirse es que, con este método, lo único que puede florecer es el eclecticismo y la ambigüedad, pues todo enunciado o afirmación de algo supone exclusión.
Este mismo principio lo extienden al campo social. El orden social ideal que proclaman los posmodernos es aquel en que no haya que “excluir a alguien”. Pero lo que no han podido resolver, es cómo se puede no excluir a alguien, incluyendo a los “excluidores”. El régimen social capitalista es una poderosa maquinaria de exclusión (de las riquezas, de los recursos, del esfuerzo y del producto ajeno, de la salud, de la educación y de la vida) de la abrumadora mayoría de la población, la más grande que haya conocido la historia. Para avanzar, para que la humanidad dé un salto hacia adelante, lo primero que hay que hacer, aunque no sea del agrado de los posmodernistas, es excluir acto coactivo y autoritario mediante a los excluidores.
El pensamiento posmoderno, pese a hacer gala de pluralismo, se caracteriza por una extremada unilateralidad. Está fuera de su modo de operar tener en cuenta los dos términos de la contradicción. Los conceptos de “pluralidad”, “diferencia”, “cambio”, “diversidad”, “heterogeneidad” coexisten con los de “unidad”, “identidad”, “totalidad”, “universalidad”. En lugar de examinar sus vínculos y acción recíprocos, los posmodernistas tienden a suprimir, a “excluir” (aun a costa de violentar sus principios) uno de esos términos, por supuesto, el que más les conviene.
Esto vale a la hora de considerar la historia rindiéndole pleitesía al “cambio”, como si éste consistiera en la entrada en acción de una coyuntura que reemplaza a otra, sin conexión con lo que pasó ni influencia sobre lo que vendrá; una suerte de eterno presente. Aunque todo cambio supone ruptura, pero también continuidad. “La tácita reducción de la historia al cambio una especie de hiperhistoria (…) es el más comprensible de los hábitos polémicos pero perpetúa una verdad a medias que confunde. La historia es también y decisivamente, en su mayor parte continuidad. El proceso histórico es diferencial: está modelado por una pluralidad de ritmos y temporalidades, algunos medibles con relojes y calendarios, otros que pertenecen a la eternidad práctica del tiempo profundo. Las estructuras y los acontecimientos históricos (…) son, por lo tanto, de carácter complejo y nunca pertenecen a un único modo (continuidad/discontinuidad) o temporalidad. Los contextos son breves y estrechos (una generación, una crisis política), pero también prolongados y amplios (un lenguaje, un modo de producción, un privilegio de género sexual) y todo esto al mismo tiempo” (27).
Idealismo
Pero el posmodernismo va aún más lejos. Del cuestionamiento sobre la capacidad de discernir la verdad en términos racionales se pasa a proclamar la abolición de la distinción entre hecho y teoría. No es un asunto menor, pues saltamos de una tesis concerniente al conocimiento a otra que se refiere a la propia naturaleza del mundo, aunque es fácil percibir que una desemboca en la otra.
Dicha tendencia también ha encontrado sus adeptos en el propio ámbito científico. En su influyente libro Laboratory Life: The Social Construction of Scientific Facts (1979, pág.182), Latour y Woolgar afirman dogmáticamente que “el allí afuera (el mundo exterior) es la consecuencia del trabajo científico antes que su causa”.
Y agregan: “La naturaleza es un concepto utilizable sólo como producto secundario de la actividad agonística”. Otros constructivistas concuerdan. Por ejemplo, H. M. Collins escribe que “el mundo natural desempeña un papel pequeño o nulo en la construcción del conocimiento científico. K. D. Knorr-Cetina sostiene que “en ningún lugar de laboratorio encontramos la naturaleza o la realidad que es tan crucial en las interpretaciones descriptivistas [no constructivistas] de la investigación” (28).
El fetichismo del lenguaje es llevado a su máxima expresión: ya no sólo es un obstáculo para el conocimiento de la realidad sino que directamente la crea.
El lenguaje pasa a ser el eje constitutivo del mundo. Es el regreso al pensamiento oscurantista de Wilgenstein, quien sostiene que, como “nuestro lenguaje nos da al mundo, no puede comentar su relación con él” (29). Ingresamos en el universo de los discursos hasta tal punto que se comienza a hablar de “prácticas discursivas” (como si fuera lo mismo hablar de un asesinato que el acto de cometerlo).
Este punto de vista tuvo, entre sus adherentes en las filas del marxismo, a Althusser quien pasó a hablar de la “práctica teórica”, con la cual el propio término pasa a carecer de significado, pues si todo es “práctica”, el concepto ya no sirve para distinguir nada. Dicho sea de paso, semejante categoría en el sistema althusseriano está al servicio de romper la unidad de teoría y práctica, es decir de la praxis, que concibe la actividad revolucionaria práctica como la realización indispensable de una parte de la ciencia, que se abre paso en la historia través de la revolución social.
La posición posmoderna tiene una innegable filiación nietzscheana. Para Nietzsche, el mundo es un caos inefable: “El significado es cualquier cosa que construimos arbitrariamente mediante nuestros actos de dar sentido. El mundo no se clasifica espontáneamente en especies, jerarquías causales, etc., como podría pensar un realista filosófico; por el contrario, somos nosotros los que hacemos todo esto al hablar sobre él. Nuestro lenguaje no refleja tanto la realidad como la significa, le da forma conceptual. Así, pues, es imposible responder a la pregunta de qué es aquello que recibe una forma conceptual: la realidad misma, antes de que lleguemos a constituirla mediante nuestros discursos, es sólo una X inexpresable” (30).
La razón, según Nietzsche, es una facultad subalterna y acomodaticia al servicio de la verdadera sustancia del ser humano que residiría en sus facultades más instintivas e impulsos primarios, en particular en “su irreprimible voluntad de poder, cuya más alta expresión se encuentra en la figura del superhombre nietzscheano” (31).
En este marco, la pretensión de establecer una correspondencia entre teoría y realidad es una pretensión sin sentido. No podemos utilizar los hechos que nos proporciona la realidad para poner a prueba las teorías y ninguna teoría serviría para guiar la búsqueda de nuevos hechos. “Dado que los hechos son productos del discurso, sería circular comparar nuestro discurso con ellos. El mundo no interviene en nuestra conversación, aun cuando estemos hablando de él. ¡No interrumpas! ¡Estamos hablando sobre ti! es la respuesta de los pragmáticos a cualquier débil chistido que pueda emitir el mundo, como una pareja de padres imponentes que discuten acerca de su hijo timorato” (32).
Los posmodernistas se autoproclaman herederos de Saussure, fundador de la lingüística moderna, pero éste de ninguna manera otorgó al lenguaje un carácter “determinante” del individuo y menos aun “constituyente” del mundo. El punto de partida de su análisis es, precisamente, el proceso inverso al destacar los factores que intervienen en su conformación. Es decir, no en la calidad de factor “determinante” sino de fenómeno “determinado” por diferentes dimensiones biológicas y anatómicas, psíquicas, sociales e históricas.
Saussure destaca que “no hay sonidos sin los órganos bucales”. El sonido, por otro lado, “no es más que el instrumento del pensamiento y no existe por sí mismo”. El lenguaje “tiene un lado individual y un lado social y no puede concebirse el uno sin el otro”. Implica a la vez “un sistema establecido y una evolución: en cada momento es una institución actual y un producto del pasado” (33).
Fijado este cuadro, su labor consiste en establecer el objeto específico de estudio destinado a justificar a la lingüística, en proceso de formación en ese entonces, como una disciplina científica independiente. El signo “sausseriano” no es el demiurgo de lo real sino que cumple una función más modesta (para desilusión de los posmodernistas), apenas de un entidad lingüística.
Lugar histórico del posmodernismo
Aunque no sea del agrado de sus partidarios y representantes, el posmodernismo es una constatación de que el “determinismo” existe si entendemos por éste la existencia de conexiones y relaciones necesarias que explican y dan cuenta del desenvolvimiento social.
La crisis y descomposición de un régimen social no puede dejar de invadir todos los poros de la actividad humana y, entre ellos, uno tan sensible como es la producción intelectual y creativa. La negación de cualquier criterio de verdad y comprensión común de los fenómenos, el rechazo a cualquier explicación unitaria de alcance general, el descrédito de la razón, el idealismo y ecleticismo, todos estos elementos que configuran los rasgos salientes de dicha corriente nos hablan de un acentuado oscurantismo.
Nuevamente, ha quedado demostrado que, cuando algo ha llegado al final de su vida útil y no es reemplazado a tiempo, comienza a pudrirse. El oscurantismo posmoderno es un testimonio de que tampoco este proceso es ajeno al campo de las ideas, como lo revela la extensión que ha adquirido dicha corriente ideológica en el mundo intelectual, en la opinión pública, en las ciencias y hasta en la propia educación. La innovación científico-técnica y cultural, originada en la incesante renovación de los métodos de producción y aumento de la productividad del trabajo, inherentes al modo de producción capitalista, chocan con las relaciones de producción imperantes de las cuales el oscurantismo posmoderno es un subproducto.
La burguesía ya no puede, como en el pasado, presentar sus propias aspiraciones e intereses como encarnación de los intereses generales de la humanidad. El orden social, resultante de su irrupción como clase social dirigente, fue exhibido en su momento como la consagración de la razón. Esto se reveló tempranamente como una estafa (un falso universalismo que no era más que una envoltura para encubrir sus intereses particulares como clase), pero siguió valiéndose de dicho recurso para justificar sus actos y acciones.
Una medida del retroceso que el posmodernismo implica es que la Iglesia ha irrumpido en escena reivindicando la “razón”. La última encíclica papal “Fides et Ratio (Fe y Razón)”, de reciente aparición, sostiene la posibilidad de reconciliación de ambos términos. Nos encontramos con la paradoja de que el reducto histórico del oscurantismo ha terminado convirtiéndose en el abanderado del conocimiento científico. Dicho aggiornamiento de la Iglesia está al servicio de preservar ciertos principios y posiciones muy caras para ésta (el aborto, la educación confesional) y, por sobre todo, el oscurantismo mayor, el de la creación divina, principio medular y primario de la fe (34).
Pero al margen de lo irónico de este hecho, no deja de expresar una formidable bancarrota intelectual con implicancias para el funcionamiento del sistema capitalista en su conjunto. Consagrar como principio la falta de principios y verdades es una base muy endeble para suscitar el entusiasmo de alguien, actuar de fuerza convocante y aglutinadora y menos aun para motivar su identificación política. Por lo pronto, quien no tenga un cuerpo de ideas con alcance universal carece de título suficiente para reclamar un liderazgo o supremacía política y social. En ese sentido, el posmodernismo, a su modo y especialmente en alguna de sus expresiones, mina esa autoridad al presentar la verdad como función del poder y del deseo (léase, los apetitos y voracidad capitalista), desenmascarando el verdadero rostro de la sociedad moderna.
Por eso, el sistema no puede evitar insistir en la naturaleza universal de sus fundamentos. En este contexto, es donde adquiere un renovado e inusitado impulso la Iglesia, la cual se autopostula para ocupar ese lugar y función ideológica unificadora.
El hecho de que el posmodernismo asuma una envoltura progresista y que, en muchos casos, quienes más devotamente lo cultivan provengan de estos círculos e incluso de las filas de la izquierda no desmiente el carácter retrógrado y regresivo del posmodernismo sino que delata el desplazamiento político e ideológico de sus partidarios. No por casualidad es una matriz teórica donde se nutre la centroizquierda y la izquierda democratizante. “Proviene de intelectuales que no tienen particularmente ninguna razón apremiante para ubicar su propia existencia social dentro de un marco político más amplio” (35).
No se trata simplemente de un error teórico o una diferencia de estilos. “Pensarlo como una elección de estilos intelectuales es en sí un movimiento idealista. Cuán global sea un pensamiento no depende de cuán impresionantemente gruesos sean nuestros libros sino de dónde se está parado, a menos de que no se quiera estar parado en ninguna parte” (36).
La imposibilidad de la burguesía para enarbolar un pensamiento de conjunto, abarcativo y general, sus limitaciones específicas como clase, la burguesía pretende transferírselas a la sociedad en su conjunto.
El oscurantismo posmoderno es una constatación más, y no por cierto menor, de que el interés universal de la humanidad reclama de otros actores sociales y otro régimen social. La “necesidad histórica” reclama la aparición protagónica de la clase obrera y el socialismo.
Notas:
1. Terry Eagleton, Las ilusiones del posmodernismo, Ed. Paidós, 1998.
2. Idem.
3. Richard Rorty, Pragmatismo y Política. Citado por el diario Clarín, 3/1/99.
4. Idem.
5. Idem.
6. Idem.
7. Pablo Rieznik. “Engels, Ciencia y Socialismo”, En Defensa del Marxismo Nº 8, Setiembre 95.
8. Marx, Obras escogidas, Ed. Sociales, 1948, pág. 173.
9. Marx. La lucha de clases en Francia, Ed. Sociales, 1948, pág. 173.
10. León Trotsky, ¿A dónde va Inglaterra?, El Yunque, junio de 1974, pág. 200 y 201.
11. Filósofo francés (1723/89), uno de los exponentes más destacados del enciclopedismo, cuyas ideas inspiraron la revolución francesa. Materialista y ateo es autor del tratado Sistema de la Naturaleza.
12. Lenin, Cuadernos filosóficos, págs. 97/134.
13. Idem, págs. 98/135.
14. Marx, Cartas a Kugelmann, publicadas en anexo a La guerra civil en Francia 1871, Ed. Sociales, París, 1952, pág. 78.
15. Marx y Engels, Obras escogidas, pág. 354.
16. Terry Eagleton, op. cit., pág. 73
17. Federico Engels, Anti-Duhring, Ed. Pueblos Unidos, 1948, pág. 139.
18. Jean-Francois Lyotard, La condición posmoderna, trad. esp. Madrid: Cátedra, 1986. Citado por La Nación, “Teoría critica y posmodernismo”, por Osvaldo Guariglia, Buenos Aires, julio de 1992.
19. Idem.
20. Idem.
21. Mario Bunge, Elogio de la curiosidad. Sudamericana, editado en julio de 1998, pág. 194.
22. Terry Eagleton, Las ilusiones del posmodernismo, pág. 64.
23. Pablo Rieznik, op. cit. Para un mayor desarrollo del tema, consultar el artículo citado.
24. Federico Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Ed. Polémica, agosto de 1975, pág. 69.
25. Federico Engels, Anti-Duhring, pág. 139.
26. Idem, pág. 411.
27. Mulhern, Francis (comp.), Contemporary Marxist Literary Criticism, Londres, 1992, pág.22. Citado por Terry Eagleton en Las ilusiones del posmodernismo.
28. Mario Bunge, op cit., pág 195.
29. Terry Eagleton, Las ilusiones del posmodernismo, pág. 67.
30. Terry Eagleton, Ideología, Ed. Paidós Básica,1997, pág. 255.
31. Ludovico Geymonat, Historia de la filosofía y de la ciencia, Ed. Crítica,1985, pág. 290.
32. Terry Eagleton, Las ilusiones del posmodernismo, pág. 66.
33. Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general, Ed. Planeta, pág. 21 y 22.
34. Fernando Savater, La Nación, 12/11/98.
35. Terry Eagleton, Las ilusiones del posmodernismo, pág. 29.
36. Idem, págs. 29 y 30.

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