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Daniel Muchnik: “Negocios son negocios”


En 1941, Fritz Thyssen, el magnate alemán del acero escribió en el exilio un libro-confesión, titulado Yo pagué a Hitler. Allí revelaba el papel jugado por el gran capital alemán en la llegada del nazismo al poder. Desde entonces, la cuestión de la financiación del ascenso del nazismo y de su relación con la gran industria y las altas finanzas ha sido un tema recurrente de la investigación histórica.


 


En su libro Negocios son negocios (1 ), Daniel Muchnik pasa revista a las más recientes investigaciones sobre el tema, a las que añade un capítulo especial sobre las relaciones políticas y financieras del capital alemán y el nazismo con la Argentina de la década infame y el naciente peronismo. El resultado es un libro con una notable masa de información, histórica y políticamente valiosa, aun cuando no siempre el autor saque las necesarias conclusiones políticas de los hechos que relata.


 


Hitler, una excrecencia de la democracia


 


Desde sus inicios hasta salir de la cárcel por el fracasado putsch (golpe) de la cervecería de 1923, relata Muchnik, Hitler tuvo dos fuentes fundamentales de financiamiento: los exiliados rusos, anticomunistas y antisemitas, y los fondos reservados del Ejército alemán. Con esos fondos reservados se compró el primer periódico del nazismo y se sostuvo el funcionamiento del partido durante los primeros cinco años. El propio Hitler figuró hasta 1920 en la nómina del Ejército como "agente de inteligencia". En esa primera época, el partido nazi recibía ocasionalmente fondos de simpatizantes de los círculos de la alta burguesía, basados en una adhesión puramente ideológica a su agitación antisemita y anticomunista, pero no de los capitanes de la industria. Nada de esto, sin embargo, podía reemplazar (en monto y en sistematicidad) los fondos aportados secretamente por el Ejército (2 ).


 


"El potencial de crecimiento del partido (nazi), bajo la iniciativa de Hitler *escribe Muchnik* entusiasmaba al Ejército, que buscaba con interés un líder popular de masas y que, por lo tanto, invertía, secretamente, en iniciativas y proyectos de este tipo". Los "proyectos e iniciativas" que financiaba secretamente el Ejército eran las decenas de grupos anticomunistas y antisemitas similares al de Hitler, que pululaban por entonces en Alemania, y en especial las formaciones paramilitares como los Freiekorps (Cuerpos Francos) y los Sthalhelms (Cascos de Acero). Estos cuerpos armados fueron la cabeza de la contrarrevolución que aplastó, en nombre de la República de Weimar, la revolución obrera de 1918 y asesinó a sus dirigentes, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. El fracaso del putsch de Kapp en 1920 y luego el de Hitler en 1923 revelaron, sin embargo, que la burguesía no los respaldaba políticamente, todavía, como una alternativa de poder frente a la República.


 


Todo esto, que Muchnik señala en su libro, es de la mayor importancia. Revela que el nazismo nació y se desarrolló bajo el auspicio financiero y político de los cuerpos armados y de seguridad de la "democracia". Y no importa cuán antidemocráticas, monárquicas y antisemitas hayan sido las jerarquías del Ejército alemán (el propio Muchnik da cuenta del carácter antisemita y racista de la estructura militar de la democracia norteamericana); lo que importa es que el Ejército alemán actuaba, incluso en su financiamiento secreto a Hitler y a los grupos paramilitares, como el brazo armado de la república democrática contra la revolución socialista que amenazaba a Alemania como consecuencia del colapso de posguerra. Para decirlo en forma resumida, el nazismo es una excrecencia de la democracia. Y aunque el autor desdeñe al marxismo (volveremos más tarde sobre esto), la incubación de los movimientos nazis en los aparatos que constituyen el corazón del régimen democrático *el Ejército y los organismos de seguridad* (algo que, digamos de paso, no es un fenómeno alemán ni, tampoco, circunscripto al período de entre-guerras) sólo puede ser explicado a la luz de la teoría marxista del Estado. La democracia, como una forma de Estado, es una máquina de opresión clasista; el fascismo es la forma extrema de esta opresión, cuando la dominación de clase adquiere la forma de una guerra civil abierta contra el movimiento obrero y sus organizaciones. Entre una y otro hay una continuidad de clase.


 


La financiación masiva de los grandes capitalistas a Hitler comenzó recién en 1924/25 y se liga a un giro en la orientación nazi. Al salir de la cárcel luego del fracaso de la intentona de golpe de Estado de noviembre de 1923 (3 ), los nazis adoptaron una orientación legalista. Se presentaron a las elecciones y actuaron en el Parlamento (lo que no significaba, claro, que sus formaciones especiales, las SA y las SS, dejaran de apalear obreros y atacar locales sindicales y de partidos de izquierda). Hitler no abandonaría este rumbo legalista hasta la conquista del poder en 1933, al que llegó por la vía parlamentaria. El nexo entre los nazis y el gran capital alemán fue el ya citado Fritz Thyssen, anticomunista fanático y dueño de uno de los mayores imperios siderúrgicos de Alemania.


 


La burguesía se convertía al nazismo en la misma medida en que el régimen constitucional, al que había apoyado por casi 15 años, se demostraba incapaz de arbitrar las contradicciones que desgarraban a Alemania, preñada de revolución desde la derrota en la guerra. Las sucesivas crisis parlamentarias *cada una de las cuales agregaba nuevas adhesiones para la causa nazi entre el gran capital* y los cambios de gobierno traducían una crisis de dominación política de los explotadores. Si inmediatamente después de la guerra, la República de Weimar se había demostrado efectiva para derrotar a la revolución proletaria (con el concurso de la socialdemocracia), ahora estorbaba a la burguesía por las posiciones que el proletariado todavía conservaba en ella. La envergadura de la crisis, que llevó a la virtual disolución social de Alemania en la época de la hiperinflación, obligaba a la burguesía a destruir las organizaciones obreras y, en consecuencia, el régimen político en que éstas existían. Esta necesidad social de la burguesía alemana se replantea con enorme fuerza con el estallido de la crisis de 1929. Hitler fue elevado por la burguesía porque era el que mejor encarnaba este programa de guerra contra la clase obrera.


 


Desde entonces, el entrelazamiento entre los nazis y el gran capital alemán fue total y completo. Muchnik muestra la fenomenal concentración de la propiedad que tuvo lugar bajo el gobierno de Hitler. El régimen ilusorio de la pequeñoburguesía se transforma en la dictadura efectiva del capital financiero. Con la victoria del nazismo, el capital financiero *que utiliza a las clases medias exasperadas como un ariete contra las organizaciones obreras* copa de manera inmediata y efectiva todos los órganos e instituciones del Estado. Los grandes capitalistas siderúrgicos del Ruhr y la química IG Farben se convierten en el verdadero gobierno económico de Alemania; los planes económicos del gobierno nazi, cuenta Muchnik, se delínean en las oficinas de esta última compañía que, además, aportó numerosos cuadros al aparato estatal nazi. Más tarde, la IG Farben fabricaría el gas "Zyklon B" utilizado en las cámaras de gas de los campos de la muerte.


 


Llegados a este punto, corresponde analizar uno de los planteos centrales de la obra. El autor rechaza lo que define como "la explicación marxista clásica (que) sostiene que Hitler fue un simple agente de la gran empresa al rescate del Estado burgués". Prefiere situarse "en un punto intermedio entre la posición contrarrevisionista (que) trata de demostrar con ensayistas como James Pool, que los contactos entre los capitales alemanes y los nazis eran extensos aunque sin la fuerza de la acusación marxista (…) y la de Abraham (4 ) (…) quien concluye que, más allá de la evidencia ausente o existente, las acciones resultantes favorecieron a los sectores económicos más conservadores (…)".


 


Después de lo que se explica en el libro acerca del intenso proceso de concentración económica que tuvo lugar bajo Hitler, de la defensa del capital alemán frente a la competencia externa, de la responsabilidad de los grandes grupos capitalistas en los planes armamentistas y de guerra de los nazis, parece incongruente negar que Hitler haya sido un agente del gran capital financiero alemán. Claro que esto no era una originalidad del nazismo: Hitler fue un agente del capital alemán al igual que, en otras condiciones y bajo otro régimen político, lo fueron los socialdemócratas Ebert y Scheidemann. En la época del imperialismo no existe, ni puede existir, un gobierno que, cualquiera fuere su forma política, no sea "un comité ejecutivo del capital financiero".


 


También parece incongruente negar que el objetivo de Hitler haya sido el rescate del Estado burgués por los métodos de la guerra civil contrarrevolucionaria. Hitler no sólo destruyó las organizaciones obreras alemanas con ese fin sino que fue mucho más lejos al plantear, desde muy temprano, que la "misión histórica" del nazismo era la liquidación de la Unión Soviética. Es decir que Hitler no sólo actuaba para rescatar al Estado burgués alemán sino también la cadena internacional de opresión y relaciones interestatales quebrada por la Revolución de Octubre.


 


En resumen, no fue el "pragmatismo" (es decir, el oportunismo) de unos y otros lo que unió a los nazis y al gran capital alemán; fue un planteamiento político común. Hitler se propuso llevar a cabo lo que fue el objetivo estratégico del capital financiero, no ya alemán sino mundial, desde el 7 de noviembre de 1917: derrocar el régimen de los soviets en Rusia.


 


Los marxistas, sin embargo, jamás consideraron a Hitler como un "simple" agente del gran capital, como pueden haberlo sido Churchill o Roosevelt. El nazismo representa un régimen particular de dominación política de la burguesía, cuya especificidad consiste en la destrucción sistemática de todas las formas de organización independiente de las masas. Hitler fue el agente del gran capital alemán; de ningún modo el simple "reflejo" de éste, de la misma manera que ninguna dirección política es el "simple reflejo" de la clase social que representa. Si así fuera, ¿cómo podría explicarse que una clase social cambie su dirección política en el curso de una lucha determinada? El proceso que llevó a Hitler al poder, y antes que eso, a la conquista política de la burguesía, fue un proceso de lucha de clases y de fricciones y choques dentro de las distintas capas de la propia burguesía (y como reflejo de esto último, dentro del propio nazismo). La relación que existe entre una clase social y su dirección política es dialéctica, no lineal.


 


Los marxistas han sabido ver y explicar los elementos de ruptura y de continuidad que tuvo el régimen nazi respecto de los que lo precedieron; el nazismo era, al mismo tiempo, la negación burguesa de la democracia y la afirmación del Estado burgués. Fueron los stalinistas, no los marxistas, los que separaron en forma absoluta, escolástica, no dialéctica, estos elementos de continuidad y ruptura. Primero, cuando afirmaban que "el nazismo y la socialdemocracia son hermanos gemelos", dividieron al proletariado y abrieron el camino para la victoria del nazismo. Más tarde, cuando caracterizaron que había una oposición de principios entre el nazismo y la democracia, subordinaron al proletariado a la burguesía imperialista a través de los frentes populares.


 


Los nazis y las democracias occidentales


 


Uno de los capítulos más significativos del libro de Daniel Muchnik es el que se refiere a las relaciones políticas y financieras establecidas entre el nazismo y el gran capital norteamericano e inglés, que veían en Hitler "un freno al comunismo".


 


Los mayores pulpos de los Estados Unidos (Ford, General Motors, Dupont, el Chase Manhatan Bank, la Texaco y la Standard Oil) y de Inglaterra (la Imperial Chemistry Industries y la Shell) desarrollaron importantes negocios con los nazis antes de la guerra y financiaron abundantemente al partido de Hitler (Henry Ford comenzó a financiar a los nazis en 1922, mucho antes que la mayoría de los grandes capitalistas alemanes). Como fruto de estos negocios, por ejemplo, Henry Ford y el vicepresidente de la GM recibieron la más alta condecoración otorgada por Alemania a ciudadanos extranjeros.


 


Pero no se trataba sólo de negocios sino también de política: Muchnik muestra que el antisemitismo y el anticomunismo reinantes en el Departamento de Estado norteamericano, en el Foreign Office británico y en los ejércitos de los dos países no tenían nada que envidiarles a los de los nazis. Entre las clases dominantes de estos dos países existía una abierta simpatía y admiración por el hitlerismo y una franca disposición a "dejar hacer" a Hitler en el este y el sur de Europa y en la URSS; sostenían, incluso, que los nazis debían ser ayudados en esta cruzada. Como ejemplo de este estado de ánimo de la clase dominante en las democracias occidentales, Muchnik cita a Joseph Kennedy, embajador norteamericano en Londres y padre del futuro presidente, que aconsejaba a Roosevelt "no dejarse influir por los judíos" y preguntaba "por qué demonios tenemos que ir a la guerra en salvataje de esos checos".


 


Lo más notable, sin embargo, es que los negocios de estos grandes capitalistas norteamericanos e ingleses con los alemanes continuaron durante todo el transcurso de la guerra, con el pleno conocimiento del gobierno norteamericano. De las plantas de las filiales de la Ford y la GM en Francia, Alemania y en los países europeos neutrales salieron motores para los aviones y los tanques nazis; las utilidades, vía Suiza, llegaban a las casas matrices en Detroit. Muchnik cuenta que los soldados norteamericanos que desembarcaron en Normandía se sorprendieron al enfrentar tropas alemanas que se movilizaban en camiones Ford y Opel (subsidiaria alemana de la GM). Los aviones alemanes que bombardeaban Londres volaban con aditivos esenciales para el combustible cuya patente pertenecía a la ICI y a la Dupont y que llegaban a Alemania a través de las empresas mixtas que estos pulpos habían establecido en el exterior con la alemana IG Farben (la fabricante del gas utilizado en las cámaras de los campos de la muerte). Tan decisiva resultó esta colaboración que un autor citado por Muchnik señala que General Motors, en ese aspecto, fue más importante para los nazis que Suiza: "Suiza era nada más que un depositario de los fondos saqueados por los nazis. General Motors, en cambio, fue parte del esfuerzo bélico alemán. Los nazis podrían haber invadido Polonia y Rusia sin Suiza. Pero no podrían haberlo hecho sin la General Motors" (5 ).


 


Uno de los aspectos más repugnantes de esta colaboración, relata Muchnik, es que los aliados podrían haber reducido de una manera significativa el exterminio de judíos y eslavos en los campos de la muerte. Es que estos campos eran, también, campos de trabajo esclavo; junto a cada uno de ellos se alzaba una gran planta industrial que utilizaba la mano de obra de los campos. Los aliados se negaron a bombardear estas instalaciones, en parte porque estaban asociados a sus propietarios (como ya se mencionó, el caso de la IG Farben con ICI y Dupont) o porque esperaban apropiarse de ellos al fin de la guerra.


 


En este capítulo, también, Muchnik desmitifica una de las mayores novelas románticas de este siglo: la abdicación por amor de Eduardo VII, duque de Windsor, al trono británico. Windsor era la cabeza de la muy poderosa fracción pro-alemana de la burguesía y la oligarquía inglesas, en las que revistaba el futuro héroe aliado Winston Churchill, un furioso anticomunista. La abdicación no fue otra cosa que un golpe de Estado anti-alemán.


 


Si algo confirma este capítulo es que el nazismo es una excrecencia de la democracia, no ya en el plano nacional sino, fundamentalmente, en el internacional. No fue la supuesta debilidad de las democracias o de sus dirigentes ocasionales lo que las llevó a conciliar con el nazismo, sino el hecho de que ambos, con distintos métodos, perseguían los mismos objetivos de clase. Esta combinación se puso perfectamente en evidencia en la Guerra Civil española: mientras las democracias armaban un "pacto de no intervención" para bloquear el armamento de la República, Alemania e Italia abastecían y entrenaban al ejército de Franco.


 


Los nazis y la Argentina


 


Daniel Muchnik dedica el primer capítulo de su libro a las relaciones políticas y financieras del nazismo en Argentina, tanto con los regímenes oligárquicos de la década del 30 como con el peronismo.


 


A pesar de sus abundantes simpatías nazis, sostiene Muchnik, la oligarquía nativa no pudo reemplazar la asociación con la decaída Gran Bretaña por otra con Alemania. Esta pretendía encontrar en el este de Europa y en la URSS los productos que podría venderle Argentina. Alemania seguía siendo una potencia esencialmente europea y Argentina estaba fuera de Europa. Esto, claro, no impidió que representantes de la rancia oligarquía o de la novel burguesía industrial, como los Zorraquín o Alfredo Fortabat, establecieran alianzas comerciales con empresas alemanas, cuyas oficinas eran utilizadas como cobertura para la acción de agentes nazis en Argentina.


 


Donde las ideas nazis ejercieron una influencia más prolongada, incluso cuando el curso de la guerra señalaba su inevitable derrota, fue en el Ejército. Muchnik cita las conocidas simpatías de los militares del GOU y de Perón por el fascismo italiano. Claro que el hecho de que las condiciones sociales (Argentina era un país semicolonial, no un Estado imperialista), políticas (las masas obreras argentinas estaban en ascenso, no en retroceso) e históricas (el peronismo llega al poder cuando los fascistas habían sido derrotados en Europa) impiden que el peronismo se consolide como un régimen fascista; pero esta combinación de factores objetivos no debe esconder que el propósito subjetivo de Perón era instalar un régimen político similar al instaurado por Mussolini en Italia tres décadas antes (6).


 


Muchnik destaca el papel que jugaron numerosos nazis escapados de Europa durante el primer gobierno peronista: Jacques de Mahieu, nazi belga que fue secretario de la Escuela Superior de Conducción Peronista y redactor de los "Fundamentos de la Doctrina Nacional Justicialista"; los técnicos aeronáuticos franceses y alemanes que desarrollaron los primeros aviones a reacción argentinos (el Pulqui I fue desarrollado por el criminal de guerra francés Emile Dewoite; el Pulqui II, bajo la supervisión del oficial de la Luftwaffe Kurt Tank). Muchnik hace hincapié también en el viaje de Eva Perón a Suiza en 1947 y la posterior "apertura de una oficina en Berna para coordinar la emigración a la Argentina de europeos con antecedentes nazis".


 


El autor, sin embargo, evita caer en la tentación de decir que Argentina fue el refugio de los nazis, como martilló la propaganda norteamericana durante el gobierno de Perón. Argentina fue, apenas, uno de esos refugios; los otros fueron las propias democracias occidentales que asilaron a miles de científicos y técnicos nazis que aunaban una gran formación profesional y un acendrado anticomunismo. Von Braum, el padre de la cohetería (y no sólo espacial) norteamericana, es el ejemplo más conocido, pero no el único.


 


Conclusiones


 


Lo más notable de Negocios son Negocios es la viva contradicción entre la información política e histórica que contiene y las conclusiones políticas más generales (democratizantes) del autor.


 


Para Muchnik, la lucha política que se desarrolló en Europa en la entre-guerras fue una lucha entre el fascismo y la democracia. Por eso condena como "divisionistas" los levantamientos revolucionarios de este período, como dice respecto al de los obreros de Barcelona en 1937 (cuya derrota allanó el camino a la victoria de Franco), o defiende al Frente Popular francés, que estranguló el desarrollo revolucionario en nombre de la democracia, abriendo así el camino al régimen de la República de Vichy.


 


Pero si algo revela la información que contiene el libro es precisamente lo contrario, que el nazismo es una excrecencia de la democracia. Fueron la democracia alemana y las democracias occidentales las que incubaron el huevo de la serpiente.


 


En condiciones normales, un régimen democrático puede incubar este huevo en los entresijos de sus aparatos represivos durante largo tiempo. El peligro fascista es utilizado como sucede hoy en Europa, como un chantaje contra la clase obrera.


 


La hora del fascismo llega cuando los métodos policíaco-militares normales de la dominación de la burguesía, con su cobertura parlamentaria, se tornan insuficientes para mantener el equilibrio de la sociedad. Es la hora en que la burguesía recurre a los métodos de la guerra civil. En esas condiciones, la defensa de la democracia *es decir de la propiedad privada capitalista y de los aparatos represivos normales* es la defensa de los que empollan el huevo de la serpiente y la antesala de la inevitable victoria del fascismo.


 


Cuando la burguesía recurre a los métodos fascistas, la lucha contra la forma más extrema de la barbarie capitalista no tiene futuro sin una dirección revolucionaria y un programa de transformación social. Esto es lo que enseña la historia.


 


 


NOTAS: 


 


1. Daniel Muchnik, Negocios son Negocios. Los empresarios que financiaron el ascenso de Hitler al poder. Buenos Aires, Editorial Norma, 1999. (Salvo indicación en contrario, todas las citas corresponden a este libro.)


 


2. "No existe ninguna evidencia de que las verdaderas grandes industrias alemanas (…) y las grandes familias y los banqueros líderes dieran algún apoyo a los nazis desde 1918 hasta 1923. La mayoría de las donaciones a Hitler provinieron de ciudadanos nacionalistas radicales o antisemitas y lo hicieron por una motivación ideológica." (Pool, James; Who Financed Hitler. New York, Pocket Books, 1997; citado por Daniel Muchnik.)


 


3. "El juicio (a Hitler) fue uno de los más grandes encubrimientos de la historia judicial alemana. No para salvar al líder nazi, sino para dejar incólume el buen nombre de aquellos que había financiado y apoyado el putsch."


 


4. Abraham, David; The Collapse of the Weimar Republic. Political Economy and Crisis. New York, Princeton University Press, 1986.


 


5. The Washington Post, 1º de diciembre de 1998.


 


6. Muchnik dedica un capítulo de su trabajo al fascismo italiano, en el que se destaca un hecho significativo: Agostino Rocca, que luego se instalaría en Argentina con Techint, fue uno de los principales financistas de Mussolini hasta el estallido de la guerra. Rocca rompió con Il Duce cuando éste le declaró la guerra a Gran Bretaña, una guerra que, según Rocca, Italia no podría ganar.


 


 

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