Aunque el tiempo transcurrido pueda parecer aún muy reducido, lo cierto es que las señales dadas por el gobierno de Alberto Fernández permiten sacar una conclusión clara de cuáles son los objetivos y la orientación social de su presidencia. No se puede pasar por alto, por ejemplo, que haya elegido como su primer destino al extranjero a Israel, para participar de un evento montado por el sionismo y entrevistarse de modo amistoso con Benjamín Netanyahu. El club de amigos de Irán, que milita al interior del gobierno, no abrió la boca ante este hecho, ignorando incluso que las alabanzas al sionismo se realizaron en momentos que éste se apresta a aplicar junto con Donald Trump un plan de pillaje territorial contra el pueblo palestino de proporciones inauditas. El silencio de estos amigos de Irán se explicaría por una información que difundieron ampliamente los medios de comunicación: la autora ideológica del viaje a Israel fue Cristina Fernández de Kirchner. Tampoco puede ignorarse el sentido de la gira europea realizada luego de finalizado el periplo prosionista. En un mensaje de cuño macrista, Alberto Fernández fue a buscar fotos con los jefes de Estado más importantes de la imperialista Unión Europea, para afirmar luego de que “el mundo nos apoya”. Su visita al Vaticano estuvo lejos de reducirse a un evento simbólico o espiritual, pues fue la oportunidad para buscar un acercamiento directo al FMI, bendecido personalmente por el Papa. Tampoco las alabanzas a los jefes de Estado de la Unión Europea cuidaron ni las formas más elementales. A Emmanuel Macron le regaló un “pensamos igual”, sin importarle que en Francia está en marcha un levantamiento obrero y popular contra la reforma jubilatoria de su “nuevo amigo” y que éste, desde hace más de un año para aquí, recurre a represiones contra los trabajadores con detenciones masivas y procesamientos judiciales. Por último, el poco tiempo transcurrido alcanzó y sobró para aprobar un paquete de ajuste en el Congreso, denominado hipócritamente “ley de solidaridad”, que anuló la movilidad jubilatoria e impuso un impuestazo contra los trabajadores, y luego una ley reclamada por los acreedores internacionales para reestructurar la deuda. El apoyo dado por el macrismo a esta iniciativa debiera alcanzar para despejar toda duda sobre su naturaleza antinacional.
“Es la deuda, estúpido”
El propósito explícito de estas giras y las primeras leyes enviadas y aprobadas por el Congreso es muy claro: llevar adelante el proceso de reestructuración de la deuda pública argentina, que está en un virtual default. Todas las medidas del gobierno han quedado subordinadas a este objetivo. La prueba más clara de ello es lo que sucede con el Presupuesto 2020, que ha quedado postergado hasta nuevo aviso. La decisión adoptada ha sido que su elaboración se realizará solo luego de que haya concluido el proceso de reestructuración de la deuda. La decisión fue fundamentada en que no se puede determinar los gastos del Estado en materia de salud, educación, jubilaciones y coparticipación federal, entre otras erogaciones, si antes no se establece junto con los acreedores y el FMI, cuánto va a insumir el gasto público en materia de deuda, sean intereses o capital. El sentido proimperialista de esta decisión salta a la vista. Es una confesión indisimulada de que todos los gastos del Estado quedarán subordinados a la deuda y que la decisión final quedará en manos de los acreedores y del FMI. El Congreso, que tiene la facultad de votar el Presupuesto, quedará reducido a la nada. Los opositores macristas tampoco han protestado, por verse reducidos a una escribanía de los pactos acordados por los acreedores y el gobierno. Es más, asumen gustosos esa función. Elisa Carrió fue la más enfática en defender un acto antirrepublicano cuando pidió en la sesión que aprobó la autorización para reestructurar la deuda que debía votarse rápido, antes de que cerrara la ronda de Wall Street, y que convenía no hacer discursos, porque luego las palabras de los diputados podrían ser usadas por los abogados de los fondos buitre en juicios contra el país. Nadie se indignó ante pedido semejante, siendo que equivalía a admitir una autocensura del Congreso Nacional, colocado en estado de vigilancia por los fondos de inversión. La ley de reestructuración de deuda votada por peronistas, kirchneristas y macristas delega al Poder Ejecutivo los arreglos referidos a la reestructuración en todo lo que importa -o sea, determinar el capital, los plazos y la tasa de interés. Lo que sí precisaron fue la autorización para prorrogar la jurisdicción de los tribunales extranjeros de los bonos que vayan a emitirse, un requisito innegociable del capital financiero internacional. Pero la falta de elaboración del Presupuesto 2020 no solo equivale a un acto de entrega de la soberanía nacional, sino que revela también la pretensión de gobernar arbitrariamente, sin control alguno del Parlamento y, lo que es más importante, ahorrándose el costo de pasar por un debate público sobre cuál debe ser el sentido del gasto del Estado. En ausencia de una ley de Presupuesto o al menos de un proyecto del gobierno, nadie sabe a ciencia cierta cuáles son los fondos que se destinan para salud, educación, etc.; tampoco si éstos cubren o no la inflación del período y cuál es la relación entre el Estado nacional y las provincias.
La promesa de que esta ausencia se subsanaría rápidamente, dado que el gobierno puso como fecha límite para la reestructuración de deuda el 31 de marzo, es por completo inverosímil. Como lo han probado los reveses de Kicillof para reestructurar la deuda de la provincia de Buenos Aires, y el fracaso de Guzmán con el vencimiento de 100.000 millones de pesos del Bono Dual en febrero, la renegociación de la deuda debe ser caracterizada como un proceso de crisis y choques en el que intervienen intereses enfrentados de distintos sectores capitalistas a nivel local e internacional. Con una deuda que se acerca al 90% del PBI y que está nominada mayormente en moneda extranjera, la posibilidad de una reestructuración en un plazo muy breve suena a ilusión. Esto porque requiere de una quita significativa, que enfrentará con seguridad la resistencia de al menos un sector de los bonistas. Este sector está representado por los que adquirieron los bonos al momento de la emisión. Para estos, una quita conlleva admitir pérdidas importantes, que quieren evitar o al menos reducir. En cambio, para quienes adquirieron los bonos en el mercado secundario a la cotización actual, que ronda un 45% de su valor de emisión, una quita, por ejemplo, del 20% representaría beneficios cercanos al 90%. Una quita importante, sin embargo, plantea otro tipo de problemas, pues podría llevar a que los actuales tenedores vendan los bonos para hacerse rápidamente de dinero. Los compradores podrían ser los fondos buitre, cuyo negocio consiste en comprar a precio de remate, no admitir quitas y litigar para cobrar el valor original. Según varios cronistas, esto ya estaría sucediendo, al menos desde el derrumbe de la cotización de los títulos de deuda que se operó con la derrota de Mauricio Macri en las Paso. De ser así, al gobierno se le hará cuesta arriba reunir el piso mínimo del 75% para llevar adelante la reestructuración. Pero como ese piso se aplica a cada bono en particular y no a la totalidad de la deuda, puede crearse un escenario de default parcial, en el cual el gobierno logre arreglar algunos bonos y otros no. Esto estiraría el default en el tiempo y hasta abriría la posibilidad de que los bonistas hagan uso del derecho a reclamar la aceleración de los pagos, una cláusula que habilita a los acreedores a reclamar la devolución de la totalidad de la deuda ante un incumplimiento parcial.
El peso de la deuda alcanza también a la emitida en moneda nacional y a la que tienen las provincias y las corporaciones capitalistas. En relación con la primera, solo en el primer semestre se acumulan vencimientos del Estado nacional del orden de los 500.000 millones de pesos. Originalmente se afirmaba que esa deuda no era preocupante, porque se la podía renovar con facilidad o en su defecto recurrir a la emisión para cancelar los vencimientos. Sin embargo, una emisión de esa magnitud provocaría mayores desequilibrios, empezando por su impacto en la inflación y en los tipos de cambio paralelos. La renovación, por otro lado, reclama ofrecer una tasa de interés superior, lo que tiene su impacto sobre el nivel de actividad, agudizando las tendencias recesivas preexistentes. En relación con las provincias, las deudas acumuladas superan los 20.000 millones de dólares, de los cuales 4.000 deben pagarse en 2020 y 4.100 en2021. Como casi el 90% de los vencimientos son en dólares, el peso de la devaluación representó un salto enorme en relación con los presupuestos provinciales que dependen de una recaudación en pesos. Por esto mismo, las deudas provinciales se entrelazan con la deuda del Estado nacional, porque aún en el caso de que los gobiernos locales logren reunir los pesos necesarios para pagar los vencimientos, los dólares deberán obtenerlos del Banco Central, cuyas reservas deben actuar como garantía de la totalidad de la deuda, sea del Estado nacional o de las provincias. Bien visto, sucede algo similar con las corporaciones capitalistas, cuyas deudas también requieren la utilización de esas reservas del Banco Central. La deuda corporativa se ha puesto sobre el tapete por la situación de Vicentin, una de las grandes agroexportadoras del país, que se ha presentado en concurso de acreedores porque no puede enfrentar sus vencimientos, que rondan los 1.300 millones de dólares. Si esta situación alcanza a Vicentin, es de esperar que otras empresas sigan un camino similar.
El FMI
A la luz de lo expuesto, queda claro que la renegociación de la deuda se asoma como un vía crucis para el gobierno. La presión de los acreedores y el peso general de la deuda puede llevarlo al default, que es su escenario más temido. Ante esto, su decisión original de negociar con los acreedores privados primero, dejando al FMI en segundo plano, parece haber quedado en el olvido, para pasar sin estación intermedia a la búsqueda casi desesperada de un pacto con el Fondo y con los países imperialistas, que son sus principales mandantes. La nueva hoja de ruta coloca al FMI en primer lugar, buscando un apoyo no solo para refinanciar los vencimientos que superan los 40.000 millones de dólares, que deben ser cancelados con el organismo en los próximos años, sino por sobre todas las cosas queriendo tenerlo como aliado para imponerle a los bonistas una quita de la deuda privada. Como ya dijimos más arriba, la visita presidencial al Vaticano formó parte de este operativo político, cuya expresión mediática siguió la tónica macrista de hablar de un “nuevo FMI”, distinto al del pasado, que imponía ajustes
Así las cosas, el gobierno está jugando su futuro a un pacto con el FMI para poder llevar adelante la reestructuración de la deuda en virtual default. Pero colocar al FMI como una carta clave para enfrentar a los bonistas es una expectativa infundada. En la actualidad, hay un choque entre el Fondo y los bonistas. Dicho organismo internacional viene reclamando una quita que entra en colisión con las pretensiones de los acreedores privados de la deuda, pero esas contradicciones no nos pueden hacer perder de vista que el FMI es un representante de las grandes metrópolis imperialistas y, como tal, privilegia, por sobre todas las cosas, a sus propios capitales, que son justamente los poseedores de la deuda pública de nuestro país. Estamos lejos de un arbitraje neutral. Pero, lo más importante es que, más allá de las diferencias, ambos coinciden en la necesidad de un ajuste en regla de Argentina que asegure un superávit fiscal, de modo de reunir los recursos necesarios para hacer frente a sus compromisos. En ese plano, por más tensiones que hayan, los bonistas reconocen y delegan en el FMI un rol estratégico como auditor de las cuentas de la Argentina y garante, en última instancia, para el repago de la deuda.
Es cierto que en la negociación de la deuda el gobierno tiene a favor una de las manifestaciones de la crisis mundial, que es la baja tasa de interés internacional. Para sectores amplios del capital financiero, reciclar la deuda argentina podría ser un negocio jugoso si se lo compara con las tasas de interés del 1% que rige en los países centrales- ¡hay unos 15 billones de dólares invertidos en tasas negativas! Incluso con una rebaja de la tasa actual, los rendimientos ofrecidos por Argentina podrían representar beneficios superiores del 700% o más de lo que pagan los principales Estados. Este hecho a favor se ve contrarrestado por otras manifestaciones directas de la crisis mundial, empezando por la guerra comercial y las manifestaciones muy claras de que estamos ingresando en una fase recesiva internacional. Esto afecta los precios de las materias primas que Argentina exporta, empezando por la soja, y también bloquea un aumento de las exportaciones por cantidad. La cuestión de las exportaciones ocupa un lugar importante en el análisis, porque la posibilidad de repago de la deuda depende en buena medida de la relación que existe entre las ventas externas y los pasivos del país. Incluso esta relación es más adecuada que la medición de deuda vs. PBI, ya que la primera es un stock en divisas y el segundo es un flujo en pesos, cuya conversión en dólares puede estar inflada en momentos de atraso cambiario. En este punto debe subrayarse que el superávit comercial obtenido bajo el gobierno macrista en su última fase es por completo parasitario, pues se basa en una caída de las importaciones como resultado de la devaluación y, sobre todas las cosas, de la recesión. Una reactivación económica, aún leve, reduciría o anularía ese superávit comercial, porque implicaría una salida en dólares en la compra de insumos, maquinaria o tecnología que se paga en dólares, cerrando la única fuente de dólares que tiene la Argentina ante la ausencia de inversiones externas significativas o acceso al mercado de créditos internacional.
Contradicciones explosivas
Esta tendencia al default de la deuda argentina, tanto del Estado nacional como de las provincias e incluso de una parte de la deuda corporativa, opera en una realidad signada por contradicciones explosivas. Las medidas tomadas por Alberto Fernández en sus primeras semanas implican postergar la resolución de esas contradicciones, a la espera de que una reestructuración de la deuda podría ofrecer mejores condiciones para buscar una salida. En ese sentido juegan el congelamiento de las tarifas, del transporte, de los combustibles y también del tipo de cambio oficial. Es imposible que estos congelamientos decretados por seis meses se extiendan en el tiempo, dado el alto costo que imponen para la economía. Sucede que la contraparte de esos congelamientos es el crecimiento de los subsidios a las empresas privatizadas y del transporte público. Solo para estas últimas, el gobierno dispuso recientemente 1.500 millones de pesos de subsidios para compensar el congelamiento tarifario. Con un estado con déficit fiscal, esos subsidios solo pueden financiarse con más emisión o con nueva deuda. Una mayor emisión, como ya señalamos, choca con la inflación y con la política de reducción de la tasa de interés. Otra de las consecuencias del congelamiento tarifario es la falta de inversiones, como lo vimos de modo muy claro en los últimos años. Los subsidios tampoco alcanzan a convencer a los capitalistas para invertir, dado que parten de la comprensión de que la permanencia de los mismos está supeditada a la capacidad fiscal del Estado. Las consecuencias de la falta de inversión son los cortes de suministro y, en determinado momento, la necesidad de recurrir a importaciones para compensar la falta de producción interna. Bajo el gobierno kirchnerista una de las principales causas de crisis de divisas fue la caída de la producción hidrocarburífera, que requirió ser compensada con importaciones de gas y petróleo, que insumían miles de millones de dólares por año. Los monopolios petroleros exigen para realizar inversiones una dolarización de los precios internos, la habilitación para la exportación y la libre disponibilidad de las divisas para girarlas al exterior, todo esto sumado a mayores concesiones en materia laboral y fiscal. El gobierno había hecho un eje especial en la campaña con Vaca Muerta, colocándola como la salida a la crisis permanente de divisas del país, pero la ley especial que iba a regir su exploración ha quedado cajoneada. Al interior de las filas del gobierno existe una disputa de fondo entre distintos sectores. Las petroleras que no tienen posiciones en Vaca Muerta reclaman que los beneficios se extiendan a toda la industria y no queden reducidos solo a la cuenca neuquina. Dentro de esas disputas opera también la burocracia sindical. Sergio Massa, que ha sido financiado largamente por la familia Bulgheroni, que acapara el petróleo de Chubut junto con British Petroleum, encabeza este lobby que tiene en la vereda de enfrente a Guillermo Nielsen.
De más está decir que mientras la parálisis del gobierno en todos los terrenos se agudiza a la espera de un arreglo de la deuda, la inflación sigue estando en niveles muy altos a pesar del congelamiento de varios precios relativos clave de la economía. Si el gobierno debiera prontamente autorizar aumentos, la inflación entonces cobraría niveles aún mayores. Ni qué decir que una emisión monetaria para hacer frente a la deuda en pesos podría incluso derivar en una hiperinflación. Este cuadro choca directamente con el congelamiento virtual del dólar comercial, que se desvaloriza a la par del aumento de la tasa de inflación. Ya existe una fuerte presión de grupos exportadores para proceder a una nueva devaluación, para contrarrestar esta apreciación del peso y para reducir de hecho las retenciones medidas en moneda local. Ahora bien, una nueva devaluación tendría impacto directo sobre los precios, ya que en Argentina la principal causa de inflación son los saltos en el tipo de cambio que se traducen de inmediato en los precios internos.
Todas estas contradicciones de fondo plantean la necesidad de una reorganización general de la economía sobre nuevas bases sociales. La nacionalización de toda la industria hidrocarburífera sería necesaria para desarrollar la producción de petróleo y gas de modo compatible con el ambiente y a precios dictados por los costos internos. La nacionalización debería abarcar a la producción, transporte y distribución del gas y la electricidad, para evitar los tarifazos y las huelgas de inversiones. El transporte también debería pasar a manos públicas, para ser reorganizado bajo un plan único y centralizado. Y la administración de las divisas y del tipo de cambio debería estar garantizada por una banca única, que evite la fuga de capitales y la especulación con la moneda nacional. Se trata de medidas que no están en el radar del actual gobierno, ya que son incompatibles con su base capitalista. Pero resulta fundamental que las confrontemos con la demagogia “nacional y popular” en cada fase y oportunidad de la lucha política, porque contribuyen a nuestro desarrollo como alternativa política.
¿Reactivación?
Durante la campaña electoral, Alberto Fernández basó su discurso en la necesidad de poner plata en el bolsillo de la población e impulsar una reactivación de la economía que tenga al consumo como uno de sus pilares fundamentales. Sin embargo, a poco de asumir ha decidido en sentido contrario. La anulación de la movilidad jubilatoria y la eliminación de la cláusula gatillo en las paritarias, en un cuadro inflacionario que no cede, resentirán el consumo y con ello agravarán la recesión económica. En varios de sus discursos, Cristina Kirchner defendió una tesis de una suerte de capitalismo popular que, según ella, es el verdadero capitalismo. Palabras más, palabras menos, señaló que aumentar el consumo es el verdadero capitalismo, porque permite vender mercancías a los empresarios y con ello obtener ganancias. Claro que se le pasó por alto que el capital obtiene ganancias en tanto esa venta de mercancías se haga a un precio que asegure una determinada tasa de beneficio. Pero esos precios chocan con la capacidad de consumo de la población, que se ve condicionado por salarios que están lejos de una canasta familiar. El capital requiere reducir los salarios, porque la única fuente de beneficio es la explotación de la fuerza de trabajo. Cristina Kirchner debiera saberlo por experiencia propia ya que, bajo su presidencia de ocho años, la mitad de los trabajadores tenían salarios por debajo de la línea de pobreza, y quienes superaban esa línea se veían afectados por el impuesto a las “ganancias”, un mecanismo expropiatorio que se suma al que se desarrolla de modo directo en la relación obrero-capital.
Argentina enfrenta un estancamiento económico prolongado que lleva al menos ocho años. Desde el segundo mandato de Cristina Kirchner y bajo el gobierno de Macri, el país no creció e incluso retrocedió. Esto queda patente en la medición del PBI per cápita, que no está estancado sino en franco retroceso. Alberto Fernández, que conoce perfectamente esta realidad, cita como modelo al gobierno de Néstor Kirchner, en el que se operó un crecimiento económico. Pero se trató de un proceso endeble, apoyado en la devaluación de la moneda del 300% y en la utilización de una capacidad instalada ociosa que permitía crecer sin nuevas inversiones. Por último y más importante, por el salto operado en los precios de las materias primas. Con los gastos del Estado desvalorizados por la devaluación y el cambio favorable en los términos de intercambio, el gobierno logró superávit fiscal y comercial, ayudados además por la suspensión transitoria del pago de la deuda. La realidad ahora es de otro tipo. La capacidad ociosa es también altísima, pero venimos de un proceso devaluatorio. El cuadro internacional está signado por una tendencia pronunciada a la recesión, que se expresa en las tasas negativas y el aumento del precio del oro. La tendencia es generalizada y alcanza también a China, a diferencia de lo sucedido en las últimas recesiones internacionales. La guerra comercial, consecuencia directa de la sobreproducción de capitales y mercancías, inhibe una salida por el lado de las exportaciones. El precio de las materias primas no despega; la soja, por ejemplo, está casi en un 50% de su cotización máxima en 2008-2012. El crecimiento vía la inversión está fuera de toda posibilidad, porque choca con las tendencias recesivas ya señaladas. Alberto Fernández anticipó que buscaría focalizar la inversión en los hidrocarburos, especialmente en Vaca Muerta, pero eso reclama, antes que nada, tarifazos en los precios internos en los combustibles y libre acceso a las divisas, ambos puntos que chocan con la necesidad de superávit fiscal y comercial. La posibilidad de un crecimiento por el aumento del gasto público, por ejemplo mediante un plan de obras públicas de gran alcance, choca con la quiebra del Estado y el compromiso de utilizar el remanente para pagar la deuda. Por el lado del consumo, el deterioro es manifiesto, y los pronósticos para un futuro inmediato son negativos, como lo anticipa la eliminación de la movilidad jubilatoria y de la cláusula gatillo en las paritarias.
Esta descripción anticipa que incluso si el gobierno de Alberto Fernández lograra sortear la variante más catastrófica de un default y una hiperinflación, el escenario que debe esperarse es de un estancamiento prolongado con su correlato en aumento de la pobreza y la indigencia. El ejemplo de Grecia, donde una reestructuración de deuda condenó al país a una recesión económica muy prolongada, es un espejo adecuado para que se mire a un gobierno rehén del capital financiero y de la clase capitalista local.
Mendoza y Chubut
La presión de los fondos de inversión y de la banca acreedora no es la única que sufre el gobierno. La necesidad de avanzar contra las jubilaciones y los salarios, o de ceder al reclamo de los grupos mineros para avanzar en el saqueo de la Cordillera de los Andes, presenta de modo abierto la posibilidad cierta de desatar una rebelión popular. Fue lo que sucedió en Mendoza ante la decisión del gobierno provincial y de la Legislatura, con apoyo kirchnerista, de autorizar la megaminería contaminante. A pesar del apoyo que le había dado a la ley la burocracia sindical, se desató una rebelión popular de enorme magnitud, que obligó al gobierno a retroceder en chancletas y archivar sus compromisos asumidos con Barrick Gold. La rebelión mendocina pareció inspirada en la chilena. Con una participación protagónica de la juventud, adoptó el método de la lucha callejera e incluso de choques con las fuerzas de seguridad, que se propagaron durante varios días hasta que el gobierno reculó. La derrota golpeó a radicales y peronistas por igual, constituyendo un golpe a todo el régimen político.
Lo sucedido en Mendoza llevó a que el gobernador de Chubut desista de tratar en la Legislatura provincial su propia ley para autorizar la megaminería contaminante. Bastó que se convocara una movilización con bloqueo al edificio legislativo para que Mariano Arcioni desista de sus planes. Buscó curarse en salud ante un cuadro provincial que muestra grandes confrontaciones con los trabajadores por el ajuste que se viene llevando adelante desde hace meses. Durante ese período, los trabajadores han mostrado una gran disposición de lucha, realizando en determinados momentos una virtual huelga general, que obligó incluso a la Ctera a convocar a paros nacionales. Se trataron de medidas aisladas, hechas para zafar y ocultar que la burocracia sindical le daba la espalda a la Chubut obrera y popular.
Tomada la realidad nacional de conjunto, esta tendencia a la rebelión está contenida por un pacto político entre el gobierno, la clase capitalista y la burocracia sindical, y por una cooptación al funcionariado del Estado de innumerables y hasta ignotos grupos y fracciones entre los que se encuentran sectores de la izquierda. La Iglesia aporta su parte a esta contención, apoyando a un gobierno que a la vez ha cooptado a un sector considerable del movimiento de la mujer. Es probable que el oficialismo haya decidido aceptar el reclamo masivo de la legalización del aborto, ante el temor que una negativa provocaría una rebelión en el campo de la mujer y perjudicaría su política de cooptación. A la Iglesia, en este caso, se le ofrecería una “compensación”, brindándole un protagonismo político general y el compromiso a no afectar los beneficios económicos cuantiosos que recibe del Estado. Pero incluso en este cuadro, la movilización masiva por la conquista del aborto legal deberá desarrollarse con gran energía para que la conquista sea irrestricta frente a los condicionamientos clericales y porque nada quitará que será un triunfo popular inconfundible.
La política de la burocracia sindical en todas sus variantes es el apoyo al gobierno, aunque el gobierno se apoya centralmente dentro de este conglomerado en su ala derecha, encabezada por los “gordos”. La centroizquierda y todas las patas de la semidisuelta CTA, al igual que las organizaciones sociales del Trío Vaticano, también han pasado a integrarse al gobierno y reclaman más que nadie la formación del Consejo Económico y Social, prometido en la campaña por Alberto Fernández. Su formación, de concretarse, sería un salto en la estatización de las organizaciones obreras y la puesta en marcha de un gobierno de tipo corporativo -según los dichos del propio Presidente, el Consejo tendría autoridades que no coincidirían temporalmente con las elecciones presidenciales ni de medio término, todo esto en nombre de defender “políticas de Estado”. La denuncia de este tipo de iniciativas debe hacerse sin concesiones, reclamando la independencia política de las organizaciones obreras y populares, así como la soberanía de las decisiones de sus afiliados por medio de asambleas y congresos de bases.
La importancia del planteo de la independencia política de los sindicatos y de todas las organizaciones populares ocupa un lugar central, en tanto rechaza la política de cooptación que necesariamente va acompañada de la consolidación de una burocracia, sea sindical, piquetera, feminista o estudiantil. El punto de partida de la independencia política es defensivo, referido a la soberanía democrática de las decisiones a tomar, pero va más allá porque se conecta con un programa integral de transformación política y social que parta del no pago de la deuda, la ruptura con el FMI, la nacionalización de la banca, el comercio exterior y la industria hidrocarburífera, y el control obrero general en toda la economía. Es un programa que solo puede ser concretado por un gobierno de los trabajadores.
Las tareas del Frente de Izquierda
La cooptación alevosa de toda la centroizquierda y de parte de la izquierda, y los pactos urgidos con la burocracia sindical y piquetera, plantean un campo de acción enorme para el Frente de Izquierda. Quien quiera ocultar o ignorar el contraste entre la izquierda asimilada a la coalición de gobierno bajo distintos grados y formas de cooptación y el Frente de Izquierda, estará tapando el sol con la mano.
Aunque el punto de partida puede presentar un escenario de mayor aislamiento, lo cierto es que éste se ve compensado por la posibilidad de desarrollar una delimitación política nítida, que postule al Frente de Izquierda como alternativa obrera y popular ante un gobierno de ajuste. A esto debe sumarse que el kirchnerismo tiene metidos los pies en el plato al punto que ya no los puede sacar sin pagar su propio costo político. Los choques en torno de la política de seguridad en la provincia de Buenos Aires lo han colocado incluso a la derecha de otras fracciones del peronismo. La polémica por la existencia o no de presos políticos encubre una disputa por el control del Poder Judicial, que en el caso del kirchnerismo es de tipo defensiva ante la posibilidad de que una crisis política derive en un relanzamiento de los procesos judiciales en su contra. Finalmente, en Ecuador, el acuerdo del gobierno de Lenín Moreno con el FMI condujo al encarcelamiento de su vice, puesto por Correa -o sea, de los kirchneristas de Centroamérica.
El escenario latinoamericano se caracteriza por la irrupción de rebeliones populares y de contragolpes derechistas que anticipan una intensificación de los combates entre las clases. El trabajo de topo de la crisis mundial, socavando los cimientos de los distintos regímenes políticos, sean de derecha o “nacionales y populares”, está en marcha y nadie lo detendrá. La jactancia de Alberto Fernández de que el peronismo es el instrumento que evitará que Argentina se convierta en Chile o Bolivia carece de fundamentos. Ya en los ’70, el peronismo no pudo evitar que Argentina se transforme en Chile y al golpe de Augusto Pinochet le siguió el de Rafael Videla, con el apoyo del 90% del pejotismo de la época.
Nuestro pronóstico parte de caracterizar un agravamiento de la crisis mundial y de su impacto en una Argentina afectada por contradicciones explosivas. El partido ya se está jugando y cada clase social deberá mostrar su capacidad para derrotar por medio de la lucha a su adversario. La tarea del Frente de Izquierda en este cuadro es oponerle a esta cooptación al Estado, un planteo de independencia de clase y un programa obrero y socialista para que la crisis la paguen los capitalistas. En estos enfrentamientos de clase que están por venir deberá recorrerse una experiencia, en la que la izquierda que se reclama revolucionaria está llamada a jugar un papel protagónico. Deberá para ello participar de todas las luchas por las reivindicaciones populares, sea la batalla jubilatoria, las paritarias, la lucha por el aborto legal o por las libertades democráticas, jugarse por su triunfo e ir sacando las conclusiones que permitan superar a las actuales direcciones. La participación en esas luchas deberá realizarse junto con una crítica implacable a la política del gobierno y de la oposición de derecha, que acompañará al oficialismo en todas sus entregadas y agachadas. La realización de una Conferencia Latinoamericana de la izquierda revolucionaria y del movimiento obrero combativo convocada desde el FIT será también un aporte importante, porque ampliará notablemente el área de la acción de lucha de los que defendemos el socialismo y el gobierno de los trabajadores.