El triunfo de Jair Bolsonaro, hace poco más de un año, encendió todas las alarmas acerca de un posible desarrollo del fascismo en Brasil. Abierto defensor de la dictadura militar, el ex capitán de navío llevó a cabo una campaña electoral en que planteó “barrer con los rojos” y formó un gabinete poblado de militares, evangelistas y toda clase de figuras reaccionarias. Esto en total consonancia con una trayectoria personal de agravios contra la población afrodescendente, indígena, LGTBI y contra las mujeres.
A un año, el régimen Bolsonaro expresa una tentativa de régimen bonapartista de ataque a las masas, pero con un desarrollo condicionado por la lucha de clases, por un lado, y la bancarrota capitalista mundial, del otro.
Bolsonaro cosechó en las elecciones presidenciales de octubre de 2018 casi 50 millones de votos y le sacó una distancia de 17 puntos al candidato del PT, Fernando Haddad, que reemplazó al proscripto líder Luis Inacio Lula da Silva. En cuarto lugar quedó Geraldo Alckmin, del PSDB, que era, al comienzo de la campaña, uno de los favoritos del establishment económico, con menos del 5%. Posteriormente, en el balotaje, el ex militar se impuso cómodamente.
¿Cómo logró un abierto defensor de la dictadura militar, que no contaba ni siquiera con una fuerza política sólida, tan alta performance electoral? Para responderlo, es necesario indagar en el pasado político inmediato de Brasil. El triunfo del ex capitán de navío es inexplicable si se lo escinde del creciente rol de las Fuerzas Armadas en la vida política y del fracaso de los gobiernos del golpista Michel Temer y Dilma Rousseff.
Los militares contribuyeron, en consonancia con la burguesía brasileña, a que se consumara el golpe de Estado contra Rousseff, en 2016, que se ejecutó bajo el ropaje parlamentario de un impeachment. Pero la experiencia golpista resultó un fiasco.
En medio de una fuerte crisis económica, Temer (hombre del MDB, que asume la presidencia porque era el vice de Dilma) llevó a cabo un congelamiento del gasto público y una agenda de privatizaciones masivas que incluyó puertos, aeropuertos, hidroeléctricas y petróleo (se eliminó la obligatoriedad de que la estatal Petrobras participe en la explotación de todos los yacimientos del pre-sal).
Impuso también una reforma laboral que habilita las jornadas laborales de hasta 12 horas, amplía la tercerización, fracciona las vacaciones e instituye la jornada intermitente (pago por hora o jornada, y no por mes). Pero fracasó en el tratamiento en el Congreso de la reforma jubilatoria, un punto clave de la agenda de ajuste.
Lejos de reactivar la economía a través de nuevas inversiones, este plan de guerra contra las masas, agravó la crisis. El desempleo trepó al 13% y en el primer año de gobierno sumó dos millones de pobres. El ajuste no logró estabilizar las cuentas públicas, la deuda externa creció y el déficit fiscal cayó pero quedó en el orden del 7% del PBI.
En pleno desarrollo de su mandato, apareció un video, difundido por un empresario de la carne, en que el presidente avalaba el pago de sobornos. Esto hundió aún más su imagen, que llegó a concentrar el rechazo de más del 90% de la población. Para darse una idea de la impopularidad de su gobierno, señalemos que el candidato del MDB en las elecciones de octubre de 2018, el ministro de Economía, Henrique Meirelles, obtuvo apenas el 1% de los votos.
La crisis que tiene como emergente a Bolsonaro se venía incubando desde el gobierno de Rousseff, quien asume su primer mandato en 2011, en un período marcado por una crisis económica. El PBI pasó de crecer un 7,5% en 2010 a caer al 2,7% al año siguiente y al 0,9% en 2012. En 2013 se desarrollan multitudinarias protestas contra el gobierno, que tienen como desencadenante el aumento en los precios del transporte público.
Un año más tarde hay protestas contra la corrupción en los gastos del mundial de fútbol. Rousseff designa, en 2014, como ministro de Economía al “Chicago boy” Joaquim Levy, también conocido como “manos de tijera”, por su afición ajustadora. Brasil se sumerge en una brutal recesión, que algunos califican como la peor en 80 años. Con esta designación, Rousseff intentó encarnar desde el propio PT la agenda de ajuste de la burguesía, que reclamaba las reformas laborales, recortes fiscales y reformas jubilatorias, que luego llevaron adelante Temer y ahora Bolsonaro.
El PT fue golpeado por el destape de sus pactos corruptos con la “patria contratista” brasileña.Ya en los primeros años de gobierno de Lula, el “Mensalão” reveló un esquema de sobornos de diputados opositores. En 2014, esos hechos quedaron empequeñecidos frente al Lava Jato, operativo encabezado por el actual ministro de Justicia, Sergio Moro, que deschavó una red de sobornos y sobrefacturación en la obra pública que afectó a figuras importantes del partido de gobierno y de toda la oposición. El imperialismo yanqui lo fogoneó para desplazar a las contratistas brasileñas (OAS, Odebrecht y otras) en la región y ganar posiciones para los capitales norteamericanos.
Dirigido de manera absolutamente discrecional y corrupta, ese Lava Jato sería usado también como herramienta de persecución política, al punto de servir de coartada para la proscripción política de Lula en las elecciones de 2018. El Lava Jato fue un terremoto político y potenció la crisis económica.
La deriva del PT impulsó el cambio de frente en la burguesía brasileña y en el imperialismo, que se habían apoyado en dos períodos en Lula y uno en Dilma. Alentaron el golpe contra Rousseff, la que termina, asimismo, sus días como presidenta con una tasa de popularidad casi tan baja como la de Temer (en octubre, quedó fuera del Senado al ocupar el cuarto lugar en Minas Gerais). La agenda de los golpistas fue muy clara: ajuste fiscal, rebaja de las jubilaciones, reforma laboral, liberalización económica y copamiento de los negociados de las empresas contratistas beneficiadas por Lula en favor de sectores del imperialismo.
Pero, como dijimos, esta agenda ajustadora golpeó todavía más fuertemente al pueblo brasileño. El fracaso del gobierno de Rousseff y del golpe pavimentaron el camino de Bolsonaro. En un convulsivo contexto que combina una debacle económica, una crisis del régimen político y un salto en la criminalidad (60 mil homicidios anuales), Bolsonaro se presenta a sí mismo como un salvador con un planteo de mano dura contra el crimen, inflexibilidad contra la corrupción (asociando a ella a la izquierda y el PT) y recuperación de los “valores morales”.
La candidatura de Bolsonaro
Desde que en 1991 ingresó por primera vez al Parlamento como diputado por Río de Janeiro, Bolsonaro pasó por numerosos partidos, siendo siempre una especie de “outsider”. Desde allí realizó algunas de sus más conocidas provocaciones, como cuando le dijo a una diputada que no la violaba porque no lo merecía. Un año antes de las elecciones se integró al pequeño Partido Social Liberal (PSL), que usó como plataforma de campaña, y que se rompió con él ya en el poder.
Bolsonaro empleó como eslogan de campaña “Brasil por encima de todo. Dios por encima de todos”, con el que logró atraer al poderoso sector evangélico. En el mismo sentido, atacó la educación sexual y el “adoctrinamiento” en las escuelas, un anticipo del plan “escuela sin partido” que lanzaría al llegar al gobierno.
Frente a la inseguridad, planteó el reforzamiento de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior, la flexibilización de la venta de armas y el amparo legal de la brutalidad policial y del “gatillo fácil”, al estilo de la doctrina Chocobar de la ex ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, en Argentina. Bolsonaro se posicionó además como un acérrimo defensor de los terratenientes, cuestionando las tomas y planteando “tipificar como terrorismo las protestas de sindicatos o trabajadores agrarios sin tierra si son en terrenos privados” (El País, 29/10/18).
Con esta batería de planteos seducía a los sectores de la poderosa bancada BBB (Buey, Bala y Biblia), que agrupa al lobby ganadero, armamentístico y evangelista.
El ataque a la izquierda y a los movimientos de lucha, que eligió personificar en el PT dado que era su adversario principal de campaña, fue una constante. En marzo justificó la agresión a balazos contra una caravana de Lula. Llamó luego a “barrer a los rojos”, “fusilar a los petistas de Acre”, etc. Esta línea se profundizó tras el atentado que el mandatario sufrió durante un acto de campaña, cuando el jefe de su partido llama a la “guerra”. Su candidato a vice, Hamilton Mourão, responsabilizó falsamente por el ataque al PT y amenazó con que “si quieren usar la violencia, los profesionales de la violencia somos nosotros”. No fue pura retórica: el triunfo de Bolsonaro en primera vuelta dio paso a una multitud de agresiones fascistas. El músico de capoeira, Moa do Katendê, murió luego de ser apuñalado por un seguidor del ex militar, tras reconocerse como votante de Haddad (se puede consultar “Ataques fascistas en Brasil tras el triunfo de Bolsonaro, en Prensa Obrera online, 12/10/18). Al ganar el balotaje, Bolsonaro declaró que “no podemos seguir coqueteando con el socialismo, con el comunismo, el populismo o el extremismo de izquierda” (El País, 29/10/18).
En el plano económico y de la política exterior, Bolsonaro postuló un alineamiento total con Estados Unidos, en detrimento de China, que se convirtió durante el gobierno del PT en el principal socio comercial del país. El ex militar acusó al país asiático de querer comprarse el país e incluso visitó Taiwán, la isla que Beijing reclama como parte de su territorio. Como veremos, el vínculo con China sería fuente de disputas al interior del flamante gobierno y Bolsonaro terminaría desandando sus pasos.
Como señal a los mercados, Bolsonaro reclutó como asesor y futuro ministro de Economía al ultraliberal Paulo Guedes. Prometió eliminar el déficit fiscal para el segundo año de su mandato y bajar la inflación, así como un agresivo plan de privatizaciones.
La candidatura de Bolsonaro fue apoyada por Trump, pero despertó recelos entre los demócratas y la Unión Europea. También de Beijing, que fijó posición en un áspero artículo en el China Daily, ligado al PCCh. Allí lo bautizó como un “Trump tropical” y advirtió los grandes negocios que estaban en juego (“China es el mercado de exportación más grande de su país y la fuente número uno de excedentes comerciales”).
Al apoyo inicial de grupos de latifundistas y religiosos, Bolsonaro fue sumando -a medida que crecía en las encuestas- el apoyo de otros grupos empresarios, incluyendo una parte de la federación industrial de San Pablo (Fiesp). Su titular, Paulo Skaf, que fue candidato a gobernador del MDB, expresó su adhesión al ex militar para el balotaje. “Los empresarios que antes se apartaban [de Bolsonaro] por encontrarle chabacano y vulgar, han decidido cruzar la línea animados por el gobierno liberal y las bajadas de impuestos que promete. Los mercados también le hicieron campaña: la Bolsa de São Paulo subía a cada sondeo ganador” (“Vida y ascenso del capitán Bolsonaro”, El País, 21/10/18).
La proscripción de Lula
Si el ascenso de Bolsonaro fue uno de los datos sobresalientes de la elección brasileña, el otro fue la proscripción de Lula. En marzo de 2016 fue acusado de aceptar refacciones en un departamento que frecuentaba en Guarujá (San Pablo) a cambio de facilitar contratos para la constructora OAS. El proceso estuvo impulsado por el entonces juez Sergio Moro.
En julio de 2017 es condenado en primera instancia a nueve años de prisión. En las vísperas de la campaña electoral de 2018 se aumenta su condena en segunda instancia a doce años de cárcel. Lula interpone un hábeas corpus ante el Tribunal Supremo de Justicia para evitar ir tras las rejas, pero éste es rechazado. En los primeros días de abril queda preso.
El escándalo del Lava Jato puso de relieve una red de sobornos en los contratos de obra pública, que salpicaba a las grandes contratistas y a referentes de todos los partidos. Pero ese proceso fue conducido de manera absolutamente irregular y discrecional, por medios como la “delación premiada”, que direccionaban arbitrariamente las investigaciones. El trasfondo, como ya hemos señalado, era el propósito del capital yanqui de ganar terreno en la región a expensas de la burguesía local.
En el caso de Lula, la irregularidad más notable fue la abierta injerencia de las Fuerzas Armadas en el proceso, impulsando su encarcelamiento.
Por todo esto, sin negar la existencia de una red de negociados que involucraba a altas figuras del gobierno petista y de otros partidos, el PO repudió la condena de Lula “como parte de una manipulación y proscripción política” y llamó a “derrotar esta tentativa reaccionaria” (ver comunicado publicado en Prensa Obrera, 24/1/18).
Lula logró su libertad provisional en noviembre de 2019, en un fallo dividido de la Corte brasileña, pero aún sigue en curso el proceso, en tanto que también recibió una condena en otra causa semejante.
Un gobierno dividido
Bolsonaro gana las elecciones con más del 55% de los votos, pero debe recurrir a todo tipo de sostenes políticos ante la falta de una fuerza política de peso. El núcleo político más íntimo del mandatario está integrado por sus hijos (Flavio -senador-, Eduardo -diputado- y Carlos -concejal en Río de Janeiro, influidos por el “gurú” Olavo de Carvalho, intelectual de derecha, conocido por sus ataques al “marxismo cultural”) y el canciller Ernesto Araújo, llamado “trumpista y antiglobalista” por los medios. Este sector pujaba por un alineamiento total con Estados Unidos, incluyendo la cruzada de Trump contra Venezuela. Araújo fue clave para el rápido reconocimiento del autoproclamado Juan Guaidó como presidente.
Un elemento de peso del gobierno es el ultraliberal Paulo Guedes, a cargo de un “superministerio” que concentra Hacienda, Planificación, Industria y Comercio Exterior. Los llamados “antiglobalistas” le entregaron el Ministerio de Hacienda a un liberal aperturista a ultranza. Guedes es partidario de una liberalización total de la economía, de una agenda de privatizaciones masivas y de la búsqueda de acuerdos de libre comercio. Además, claro, de las llamadas “reformas estructurales” y el ajuste contra las masas. Para darse una idea de su drasticidad, en ocasión del envío al Congreso del plan de recorte del gasto público le dijo al Financial Times: “Dejamos de dar aumentos. No hay aumento salarial, no hay ascensos, se congela el gasto salarial durante dos años. Así que ninguna crisis fiscal durará más de un año y medio en Brasil a partir de ahora” (reproducido por El Cronista, 12/11/19).
Bolsonaro integró como ministro a Sergio Moro, que encabezó la operación Lava Jato. Moro ha tenido choques con el Supremo Tribunal Federal por este operativo y por la liberación de Lula. Una investigación reciente del portal The Intercept Brasil, del periodista norteamericano Glenn Greenwald, mostró, a partir de escuchas telefónicas, el carácter discrecional y corrupto del operativo. Como represalia, se le ha iniciado una investigación al periodista vía el Ministerio Público Fiscal. Moro ha protagonizado varios chispazos con Bolsonaro. Los rumores de un despedazamiento de su ministerio lo llevaron a amenazar con su renuncia. Al mismo tiempo, tiene también aspiraciones presidenciales.
El operativo Lava Jato fue respaldado por el imperialismo norteamericano, que lo vio como una posibilidad de desplazar a contratistas locales. En el marco de aquel proceso, terminaron presos directivos de Odebrecht, Camargo Correa, Andrade Gutiérrez y OAS. Recientemente, el anuncio de Guedes en el Foro de Davos de que el país se pliega a un Acuerdo de Compras Gubernamentales (GPA, por sus siglas en inglés), que implica la apertura total de las licitaciones públicas al capital extranjero y elimina las preferencias para los grupos locales, fue calificado por algunos portales como el golpe de gracia para las contratistas locales. Guedes hizo expresas referencias al Lava Jato para justificar su decisión, lo que confirma la trama de negocios y disputas económicas que se esconden detrás del escándalo.
Finalmente, están los ministros y funcionarios que provienen de las Fuerzas Armadas. Hay quienes opinan que Bolsonaro ha tenido que recurrir a ellos ante la ausencia de un verdadero partido propio. En primer lugar, aparece el vicepresidente Hamilton Mourão, que en cuestiones importantísimas (Venezuela, China) ha jugado como contrapeso de Bolsonaro. Luego están los ministros, empezando por el de Seguridad Institucional, Augusto Heleno (comandó las fuerzas de ocupación en Haití; tiene, entre otras cosas, el control de los servicios de inteligencia). También poseen el Ministerio de Defensa, el de Ciencia y Técnica, y el de Minas y Energía.
En total, cuentan con 11 de 21 ministros y son quizás el factor de poder más importante del país. Mourão emerge como pieza de relevo ante un fracaso de Bolsonaro, caso en el que el gobierno quedaría virtualmente en manos de las Fuerzas Armadas.
En el año y monedas de gobierno de Bolsonaro, se han producido todo tipo de disputas palaciegas y peleas intestinas en el gobierno. Es una coalición caracterizada por violentos choques.
El caso más notable es el de las relaciones comerciales con China. El ala militar incidió para evitar un choque con el país asiático. Después de sus diatribas de campaña contra el gigante asiático, Bolsonaro visitó Beijing en octubre y expresó su disposición a aumentar las exportaciones agrarias y a recibir inversiones en el sector de infraestructura. Asimismo, planteó la apertura a China en lo que hace a la privatización de las empresas públicas. China se ha quedado recientemente con algunas licitaciones petroleras. El ministro Guedes, incluso, no descartó un posible acuerdo de libre comercio.
Los vínculos entre Brasil y China se acrecentaron durante los gobiernos del PT. Brasil exporta fundamentalmente materias primas (soja, petróleo, mineral de hierro) e importa bienes industriales, lo que implica una amenazante competencia para el sector industrial nativo. Si bien el saldo comercial resulta favorable a Brasil, es un vínculo que induce a una primarización de la producción.
Entre 2007 y 2018, las inversiones chinas alcanzaron los 100 mil millones de dólares. Además, “Brasil es el segundo país con más préstamos chinos de la región después de Venezuela (…) recibió once créditos por un monto total de 28.900 millones de dólares entre 2007 y 2017” (Foreign Affairs Latin, 25/11/19).
América Latina es un escenario de la guerra comercial y las disputas entre Estados Unidos y China. Bolsonaro, en estas condiciones, no pudo llevar su alineamiento indudable con Trump a una crisis con China y oscila en un equilibrio precario.
Pero además de las luchas de poder y de orientaciones al interior del gabinete, debemos tener presente la debilidad de Bolsonaro en el Parlamento. El partido con el que compitió, el PSL, ganó cuatro senadores (en una cámara con 54) y 51 diputados (en una cámara sobre 513).
Pero ni siquiera todos estos son hombres propios, puesto que en medio de una puja con su directiva partidaria, el año pasado, Bolsonaro decidió abandonarlo y crear una nueva formación, la Alianza para Brasil (APB), que sería el vehículo para competir en las elecciones municipales de este año. La extrema fragmentación del Parlamento brasileño es un indicio de la crisis del régimen político brasileño. En el Senado hay más de 20 fuerzas (la primera minoría es el MDB, con doce escaños). Un escenario similar se da en Diputados (la primera minoría es el PT, con 56 legisladores).
Con esta debilidad, una gran prueba de fuerza para Bolsonaro fue la aprobación de la reforma previsional. La debilidad de Bolsonaro en el Parlamento lo hacía depender de la colaboración de otras fuerzas políticas, empezando por la poderosa bancada BBB ya mencionada. La reforma, que no había logrado aprobar Temer, incluye una baja generalizada en las jubilaciones y un aumento de la edad jubilatoria. La versión final aprobada no logró incluir el régimen de capitalización privada contenido inicialmente ni la reforma de los regímenes de los estados y municipios. Sin embargo, se trata de un golpe muy duro a los trabajadores. La CUT, luego de la huelga general del 14 de junio, en la cual la clase obrera se movilizó masivamente, descomprimió la movilización, con lo que allanó el terreno para la reforma.
El gobierno delegó su tratamiento parlamentario en el presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia (MDB), quien redactó el proyecto final y negoció las enmiendas con la oposición, utilizando masivamente los fondos estatales para consolidar el apoyo de los diputados, estado por estado. De esta forma, la reforma, un punto central, reforzó un arbitraje de la Cámara de Diputados más que un régimen personal de Bolsonaro, mostrando los límites de su proyecto bonapartista.
Contradicciones económicas
El núcleo de la política económica de Bolsonaro-Guedes pasa por un plan de guerra contra las masas, basado en el ataque a los salarios y las condiciones laborales, así como en el recorte del déficit fiscal y un plan de privatizaciones masivas en función del pago de la deuda externa.
Este eje definido es el que hace que la mayor parte de la burguesía acompañe al gobierno, especialmente los bancos, que han obtenido ganancias récord. Sin embargo, pese a este eje articulador de la coalición oficial, hay todo tipo de cortocircuitos y la política económica carece de coherencia.
Un ejemplo es el del Mercosur. Cuando asumió en su cargo, el ministro Guedes señaló que el bloque dejaba de ser una prioridad para Brasil y que, en cambio, se orientaría hacia acuerdos de libre comercio. Bajo el mismo espíritu “liberalizador”, planteó a fines de 2019 una reducción del arancel externo común del bloque en un 50%. Con Bolsonaro y Macri se negoció el acuerdo Mercosur-Unión Europea, que beneficia fundamentalmente la exportación agropecuaria latinoamericana, incrementando la primarización económica.
Estos planteos despertaron alarmas en sectores de la burguesía industrial brasileña y argentina. La Confederación Nacional de la Industria (CNI) emitió un comunicado en 2018 en que señala que “Brasil precisa fortalecer su posición en los mercados del Mercosur (…) Argentina, en particular, es uno de los mercados más importantes para las exportaciones e inversiones brasileñas en el exterior, en especial para las pequeñas y medianas empresas”. En relación con la reducción de aranceles, la CNI advierte incluso que “el único ganador será China, que ya viene tomando el mercado brasileño en toda la América del Sur” (Letra P, 31/10/18).
Bolsonaro ha conseguido, sin embargo, el apoyo entusiasta de Paulo Skaf, el titular de la Federación de Industrias del Estado de San Pablo (Fiesp), a su gobierno. En un artículo en el que defiende al Mercosur, éste aclaraba que “[la Fiesp] durante años abogó por una mayor apertura de la economía brasileña, negociada en acuerdos de libre comercio, siempre que esté acompañada de reformas internas que garanticen a las empresas brasileñas las mismas condiciones de competitividad de otros países” (La Nación, 20/11/19). Lo que quiere decir, de manera eufemística, con “reformas internas”, es una mayor explotación de la fuerza de trabajo local que posibilite esa competencia. Sin embargo, en la propia Fiesp hay resistencias: un sector acusa al presidente y a Skaf de promover una “muerte anunciada” de la industria.
Una semana después del pacto Mercosur-Unión Europea, Bolsonaro prometió un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos. Algunos creen que el planteo recoge la presión y preocupación norteamericana ante un potencial avance europeo en el país. Si a todo esto añadimos los vaivenes en la relación con China, queda claro que Bolsonaro hace equilibrio entre enormes presiones, producto de la guerra comercial.
Las privatizaciones y la reforma previsional han sido una fuente importante de recursos para el gobierno. Con la reforma jubilatoria, el ahorro previsto sería de 200.000 millones de dólares. Aún así, el déficit fiscal se mantiene -cuando se computa el pago de deuda- casi en el 6% del PBI y recién se lograría -ajuste brutal del gasto público mediante- un superávit primario para 2022. La deuda externa cayó levemente, sigue siendo una hipoteca: alcanza 1,4 billones de dólares. El peso de la deuda y su impacto presupuestario fueron conduciendo a una creciente devaluación del real, que alcanzó el punto más alto desde que fue creado, 4,20 reales por dólar.
También, recientemente, el gobierno fracasó en atraer a las grandes petroleras a una megalicitación de cuatro bloques del presal (reservas de crudo y gas en aguas profundas), pese a las enormes concesiones oficiales. En dos casos la licitación quedó desierta y en otros dos quedó para Petrobras, en un caso asociada a las chinas CNODC y CNOOC. El capital internacional en la industria petrolera reclama nuevas modificaciones al régimen de explotación petrolera para ingresar masivamente a las concesiones en el presal.
En este escenario, Brasil no logra salir de la crisis. En 2019, el crecimiento fue prácticamente nulo. A su vez, las proyecciones para 2020, que prevén un leve despegue económico, se dan en un contexto internacional signado por una fuerte desaceleración de la demanda china y por la guerra comercial.
Por lo demás, la política económica agrava las penurias populares: hubo una pequeña caída de la desocupación, pero crece la informalidad laboral (41,1% de la población ocupada) y los ingresos de los trabajadores en 2019 quedaron por debajo de la inflación. “En promedio, un brasileño ganó 2.330 reales mensuales en 2019, un 0,4% más que en 2018” (ídem).
La lucha de las masas
Las masas han tenido, frente al ascenso de Bolsonaro, una saludable actitud de lucha. La primera reacción fue “Ele Não”, la formidable y masiva reacción protagonizada por el movimiento de mujeres contra el ex capitán de navío, durante la campaña electoral. A fines de septiembre de 2018, cientos de miles de brasileñas marcharon en todo el país. Las protestas continuaron durante octubre.
Ya con Bolsonaro en el poder, una de las grandes pulseadas se dio a raíz del intento del gobierno de recortar los fondos de mantenimiento de las universidades en un 30%. El 15 de mayo de 2019, más de un millón de personas se movilizaron en las principales ciudades. Quince días más tarde, cientos de miles volvían a las calles (150 mil en San Pablo, 100 mil en Río de Janeiro, 70 mil en Pernambuco, 50 mil en Minas Gerais), con un protagonismo del movimiento estudiantil universitario y de la docencia del nivel superior, aunque con la participación también de trabajadores metalúrgicos, del subte y estatales (“Segunda ola de la marea educativa en Brasil”, Prensa Obrera online, 1/6/19).
Aquellas jornadas actuaron también como un factor de repudio a proyectos fascistizantes como el de “escuela sin partido”, que impulsa la prohibición de la enseñanza de la educación sexual y el “adoctrinamiento ideológico”, y que postula un sistema de denuncias anónimas contra los docentes. Ese proyecto debió ser archivado, aunque el gobierno podría intentar volver a la carga.
Frente a estos movimientos de masas, el bolsonarismo impulsó convocatorias propias, que en ambos casos estuvieron muy por detrás de las movilizaciones críticas.
Las marchas en defensa de la educación rechazaron también la reforma previsional, cuyo tratamiento empezó en el Parlamento unas semanas más tarde. El 14 de junio se produjo, por esta razón, el primer paro general contra el gobierno. La medida fue convocada por las doce centrales sindicales y la jornada se destacó por una gran cantidad de piquetes, actos y movilizaciones. El paro resultó masivo en el transporte, en algunas fábricas del ABC paulista -como Mercedes Benz y Volkswagen-, en el sector petrolero y en la docencia (“Brasil: millones paran contra la reforma previsional”, Prensa Obrera online, 14/6/19).
El gobierno logró imponer la reforma previsional, en lo que constituye su logro más importante. Se consideraba a esta reforma como la madre de todas las batallas. Impuso un aumento de la edad jubilatoria, el congelamiento de la jubilación hasta 2024 y aumentó los años de contribución para poder jubilarse. Sin embargo, el gobierno debió suavizar el proyecto para conseguir su aprobación: tuvo que eliminar la posibilidad de crear un régimen de capitalización y quedaron fuera los estados provinciales y municipios. De entrada, además, quedaban fuera de la reforma los militares.
Si la reforma previsional logró abrirse paso no fue por una falta de energías entre las masas sino por la política de las direcciones sindicales mayoritarias, que evitaron el desarrollo de un plan de paros progresivos hasta la huelga general.
Entusiasmado por la aprobación de la reforma, el ministro Paulo Guedes anunció un plan de privatización de doce empresas estatales importantes, entre ellas Eletrobras (energía), Telebras (teléfonos) y la Casa de la Moneda, con el propósito de recaudar 20 mil millones de dólares. Los trabajadores del Correo iniciaron el 11 de septiembre pasado una huelga general contra los despidos, el ataque a las condiciones salariales y laborales, y la privatización. Por otro lado, la política de privatización en Petrobras (entrega de empresas subsidiarias) ha desatado paros y luchas en el sector petrolero.
En febrero de este año, los petroleros entraron en huelga general ante el anuncio de cierre de una fábrica de fertilizantes controlada por Petrobras, que amenaza con dejar mil trabajadores en la calle. Se trata de una pulseada clave contra las políticas privatistas. En su 13ª jornada, la medida abarcaba a 20 mil trabajadores, en 100 unidades de 13 estados diferentes. A instancias del gobierno, la Justicia impuso multas al sindicato convocante y ordenó el mantenimiento del 90% de las tareas, en un escandaloso desconocimiento del derecho a huelga.
La CUT y el PT han jugado, frente a la movilización contra el gobierno derechista, un papel de contención, que no se plantea derrotar al gobierno en las calles sino encauzar las energías detrás de una salida electoral. El PT pone todas sus fichas en las elecciones municipales de 2020 y las presidenciales de 2022, lo que recuerda el operativo “Hay 2019” del kirchnerismo para tratar de abortar la lucha de los trabajadores en las calles contra el gobierno macrista. Aspira a seducir a sectores de la burguesía golpeados por la liberalización extrema de Guedes, y en nombre de la lucha contra Bolsonaro, pretenderá hacer pasar todo tipo de acuerdos políticos y electorales con fuerzas reaccionarias. En los estados que gobierna viene aplicando todo tipo de políticas antipopulares.
Finalmente, señalemos también que la homofobia de Bolsonaro encontró una respuesta en la organización y movilización del colectivo LGTBI. Durante la campaña electoral, seguidores del ahora presidente asesinaron a puñaladas a una mujer trans al grito de “Bolsonaro sí” en San Pablo. La Marcha del Orgullo de 2019 se transformó en un escenario de lucha contra el gobierno, con tres millones de personas marchando en el centro paulista.
La movilización democrática ha pasado a jugar un rol muy importante en la lucha política en Brasil en estos años. En marzo de este año fueron detenidos los presuntos autores materiales del crimen de Marielle Franco, concejala del Psol (Partido Socialismo y Libertad) en Río de Janeiro, asesinada el 14 de marzo de 2018. Marielle enfrentaba la intervención militar en Río y era una destacada luchadora contra el racismo y la homofobia. Pocos meses después se descubrieron conexiones del clan Bolsonaro (incluyendo al Presidente) con los acusados del homicidio. La sospechosa muerte de uno de los responsables del asesinato, Adriano Magalhães da Nóbrega (líder de la milicia Oficina del Crimen), durante un operativo de la policía estadual de Bahía en febrero de 2020, despertó sospechas sobre un posible abatimiento para borrar pruebas.
Brasil fue, en 2017, el país que encabezó el listado de activistas ambientales asesinados, que elabora la ONG Global Witness. Sólo ese año hubo 57 crímenes registrados. El 90% de los casos, según el informe, se vinculan con la depredación del Amazonas y la apropiación de tierras por parte de empresarios. “En uno de los ataques más brutales, indígenas Gamela fueron atacados con machetes y rifles por agricultores brasileños, dejando 22 heridos graves; algunos con las manos cortadas” (“Más de 200 activistas ambientales fueron asesinados en 2017”, Prensa Obrera online, 30/7/18). Bolsonaro ha entregado el Ministerio de Agricultura a una de las exponentes de los hacendados y prometió eliminar las tierras indígenas protegidas.
En este contexto cobran valor las movilizaciones a raíz de los incendios en el Amazonas, que tuvieron un impacto global. La depredación ambiental (que tiene otro ejemplo en el derrumbe de una presa en Brumadinho) es un punto de movilización popular.
La política de amparo al “gatillo fácil” de las fuerzas represivas aplicada por Bolsonaro ha tenido estos resultados: “en Río, el 30% de los asesinatos son perpetrados por los operativos policiales, los cuales se realizan principalmente en las favelas y en los barrios pobres” (“Bolsonaro: ‘tolerancia cero’ y licencia para matar”, Prensa Obrera online, 26/12/19). En el primer semestre de 2019, la policía de esa ciudad mató a una persona cada cinco horas (881 casos).
Bolsonaro otorgó un “indulto navideño” para integrantes de las fuerzas represivas condenados por homicidios e impulsó un endurecimiento del Código Penal, que aumenta las condenas y da mayor impunidad a las fuerzas de seguridad. Esa normativa recogió 400 votos a favor en la Cámara de Diputados, entre ellos diputados del PT y tres del Psol, que lo acompañaron argumentando que se logró limar los aspectos más brutales del proyecto original.
La izquierda
El Psol, que realizará su 7° congreso este semestre, ha publicado en su sitio un pequeño texto que resume las deliberaciones de la reunión de su Directorio Nacional, en el que plantea la “enorme responsabilidad de representar el proyecto de una nueva izquierda en las elecciones [municipales de 2020], enfrentado a la extrema derecha y los viejos partidos de la derecha golpista” y que llama a “aumentar la presencia del Psol en las cámaras legislativas”. No hay ninguna referencia crítica al PT. El Psol, que comenzó queriendo reeditar la experiencia del PT de sus orígenes, está muy por detrás de la misma, donde confluían corrientes de izquierda y el movimiento obrero de Brasil. Se trata de un partido totalmente integrado al régimen, que orbita fundamentalmente en torno del PT. Y que actúa más como una federación de tendencias y figuras políticas que como un partido.
En él revisten la mayoría de las corrientes de la izquierda local, como el MES, la CST (afín a Izquierda Socialista de Argentina) y el Mais (un desprendimiento del PSTU).
El MRT (ligado al PTS argentino) votó, en su I Congreso de 2015, una campaña para ingresar al Psol. Y llamó, en 2018, a un voto crítico por él. Presentó candidatos “anticapitalistas” en sus listas y reivindica la posibilidad de haberlo realizado con libertad de crítica. En una declaración, el MRT sostuvo que es un partido que “oficialmente se posicionó contra el golpe institucional, contra la prisión arbitraria de Lula y contra el veto a su candidatura, al mismo tiempo que desde el punto de vista electoral se mantuvo separado del PT”. Sin embargo, el mismo MRT denuncia que el Psol no levanta la consigna del no pago de la deuda y, firmando manifiestos como “unidad para reconstruir Brasil”, se ofreció para terminar siendo “base parlamentaria de un gobierno del PT” (La Izquierda Diario, 5/10/2018).
El PSTU, en tanto, ha rechazado su integración a ese armado, pero se ha caracterizado por una política profundamente sectaria. En medio del golpe contra Rousseff, desestima las denuncias de golpe como “análisis superestructurales” (“El significado del impeachment contra Dilma”, sitio del PSTU, 31/8/16), señalando que “por abajo” hay un proceso de rechazo a Rousseff y al gobierno, y llega a titular un artículo “Fuera Dilma, fuera Temer, fuera todos ellos” (25/4/16), reclamando nuevas elecciones. El planteo “Fuera Dilma”, en medio de la ofensiva golpista de la derecha y los militares, era obviamente funcional al golpe.
Esto le granjeó la ruptura de una parte importante de su dirección y numerosos militantes, que adopta el nombre de Movimiento por una Alternativa Independiente y Socialista (Mais) y que posteriormente se integra al Psol. El Mais señala que “después de que la mayoría de la burguesía se unificó en torno de la propuesta de impeachment, a partir de febrero de 2016, defendimos internamente que era vital luchar contra esta maniobra parlamentaria, sin que eso significara, evidentemente, dar ningún apoyo político a Dilma. Porque evaluábamos que la caída del gobierno del PT solo tendría un sentido progresivo si era realizada por las manos de la clase trabajadora, por medio de sus propias organizaciones. Al contrario, si era liderada por la oposición de derecha, la caída de Dilma sería una salida reaccionaria a la crisis política”.
Conclusiones
El gobierno de Bolsonaro ha sufrido un desgaste acelerado al frente del palacio de gobierno, que se verifica en la caída de su imagen. Esto tiene que ver con los fuertes condicionamientos bajo los que opera: la crisis económica (una deuda externa exorbitante), la división interna y la respuesta popular. Posee una agenda oscurantista y ajustadora de gran alcance (ataque a los derechos democráticos, a la educación, privatizaciones masivas, despidos y congelamiento salarial, reforma tributaria, etc.), que solo ha podido dar sus primeros pasos (reforma previsional). Para abrirse camino deberá pasar por grandes convulsiones políticas y sociales.
Para la derrota de los planes reaccionarios de Bolsonaro resulta clave un congreso de bases del movimiento obrero que discuta un plan de lucha. Para enfrentar las privatizaciones, las reformas antiobreras, el asesinato de luchadores sociales, el ataque a la educación. Para la derrota de las provocaciones fascistas se impone el frente único de las organizaciones obreras, estudiantiles, ambientales, de la mujer y la diversidad.