El siguiente texto es un resumen de las posiciones, caracterizaciones y pronósticos formulados en “Prensa Obrera” sobre temas internacionales desde el V° Congreso del Partido Obrero (mayo de 1992) y pretende servir como material preparatorio para el debate de la situación internacional de su VI(2) Congreso.
1. Caracterización del momento histórico
El presente momento histórico de la lucha de clases mundial está caracterizado por la crisis conjunta de los dos pilares principales del orden capitalista internacional: el imperialismo y la burocracia stalinista.
La economía mundial ha ingresado desde hace tiempo en un período de sobreproducción de mercancías y capitales, y de correlativo crecimiento explosivo de la miseria social. Ramas industriales, corporaciones capitalistas y naciones enteras se encuentran efectiva o potencialmente en bancarrota. Las conquistas históricas del proletariado mundial y de las naciones oprimidas han entrado en una violenta contradicción con la desvalorización de capitales y de fuerza de trabajo que es el producto necesario de la crisis mundial. La defensa de la jomada de ocho horas, del seguro de retiro, de los convenios colectivos, del derecho al trabajo, del derecho a la salud y a la educación se ve colocada objetivamente en el terreno de la revolución social.
El agotamiento de los regímenes burocráticos de la ex-URSS y de Europa del Este es un proceso político inseparable de la propia crisis capitalista. Como agente del imperialismo en el seno de los Estados obreros, la burocracia stalinista desarrolló un entrelazamiento creciente con el imperialismo y se integró al sistema financiero imperialista en la pretensión de encontrar una salida a la impasse de sus regímenes. La revolución política que se puso en marcha a partir de 1953, se reactualizó a partir de los acontecimientos polacos de 1980 como una doble respuesta a la opresión de la burocracia y a la penetración del imperialismo. El derrumbe de estos regímenes políticos, del muro de Berlín y la desintegración de la “federación” soviética son episodios políticos revolucionarios de alcance europeo e internacional. Han planteado la alternativa entre revolución y contrarrevolución en el corazón de los Estados desarrollados y en los que pasaron por la expropiación del capital.
El pasaje de la burocracia stalinista a la política de restauración capitalista fue acompañada desde el inicio por las direcciones pequeñoburguesas tributarias del stalinismo, como el sandinismo y el castrismo.
La crisis mundial se expresa, finalmente, en el agotamiento de los regímenes democratizantes de América Latina. La bancarrota económica y política de Brasil y de Perú, de Guatemala y de Venezuela, los síntomas de crisis en los mercados “emergentes” de Chile y México, revelan las “limitaciones insalvables de cualquier proceso democrático dirigido por los explotadores nacionales o la pequeñoburguesía” ( 1).
Tanto en el plano internacional como en el nacional, se desarrolla un creciente enfrentamiento entre los propios capitalistas, que ya está tomando la forma de crisis políticas y de guerras por procuración (Yugoslavia, Camboya). En la burguesía nacional de varios países de América Latina se pretende imponer un cambio de frente en la orientación del Estado, en primer lugar mediante la devaluación. Detrás de esta posición de la burguesía se encolumnan, en Argentina, Rico, la burocracia de la CGT, el centroizquierda y el stalinismo; el Frente Amplio, la burocracia del Pit-Cnt, el partido colorado, fracciones del gubernamental partido blanco y el centroizquierdista Nuevo Espacio, en el Uruguay.
Frente al generalizado ataque de la burguesía mundial a las conquistas históricas del proletariado (salarios, aumento del desempleo, liquidación de las jubilaciones, seguridad social) y de las masas explotadas en general (liquidación de la salud y la educación públicas, aumento de los impuestos al consumo), se levanta una creciente movilización obrera en todos los continentes: en Europa, huelgas metalúrgicas en Alemania, huelgas estatales, mineras, ferroviarias, metalúrgicas en Gran Bretaña, manifestaciones y huelgas de masas en Italia, huelgas en Bélgica, España y Grecia, huelgas mineras y ferroviarias en Polonia; en América del Norte, huelgas de los mineros del carbón, en la GM y docentes en los Estados Unidos, huelgas de los mineros del cobre en Canadá; en América del Sur, huelgas generales en Ecuador, Venezuela, Argentina y Uruguay, huelgas sistemáticas de los empleados públicos en Brasil; en Australia, huelgas mineras y manifestaciones contra la liquidación de los convenios colectivos; en la ex-URSS, huelga minera y general en Ucrania. Las manifestaciones, las movilizaciones y las huelgas son un componente inseparable de la presente crisis mundial.
2. Estados Unidos
La derrota de Bush fue el registro electoral, extremadamente tardío, del fracaso del “reaganismo”, la tentativa más profunda y persistente de contrarrevolución en un cuadro democrático llevada adelante por la burguesía norteamericana desde el macartismo en la década del ’50.
En el plano interno, el “reaganismo" significó un brutal intento de afirmación del capital sobre el trabajo. A partir de la derrota de la huelga de controladores aéreos, al inicio de su mandato, Reagan llevó adelante una violenta política de reducción de los salarios (directos e indirectos), de “flexibilización laboral”, de concentración de la riqueza y de desindicalización. Así, mientras que “en 1980, el salario medio industrial era 60% superior al de Japón, hoy es 10% inferior” ( 2)(3 )
En el plano externo, y bajo la excusa de la lucha contra “el imperio del mal”, el “reaganismo” fue un intento de restablecer la hegemonía mundial del imperialismo norteamericano y de la burguesía mundial, golpeada por la derrota en Vietnam y las victorias de las revoluciones en Irán y Nicaragua. Reagan armó a la “contra” nicaragüense, invadió Granada, llevó a Irak a la guerra contra Irán, exacerbó el militarismo con el despliegue de los misiles Pershing en Europa y con la promocionada “guerra de las galaxias”, y exigió que las burguesías europea y fundamentalmente japonesa, financiaran la “fiesta americana” mediante el crecimiento desenfrenado del déficit fiscal.
Este intento de reafirmación social de la burguesía norteamericana sobre “su” proletariado y “sus” aliados chocó con los límites insalvables que presentan las tendencias del capitalismo a la descomposición. Pese al aumento de la superexplotación obrera, la tasa de ganancia del capital norteamericano se derrumbó del 18 al 8% (5 ); la recesión lleva ya dos años; los sectores claves de la economía están al borde de la quiebra: un reciente informe señala que “el 10% de los bancos del país, incluidos algunos de los más grandes, están en problemas” y que “1179 bancos son funcionalmente insolventes” (6 ); la General Motors está en bancarrota después de acumular pérdidas por 7.000 millones en 1990/91 y por… ¡23.000 millones! en 1992, mientras que la Ford también registró pérdidas récord por 7.000 millones en 1992 (7 ); la General Dynamics, el mayor pulpo armamentista, debe deshacerse de ramas enteras de su producción para escapar a la quiebra, mientras que la McDonell Douglas (aeronáutica, armamentos) debió vender parte de sus activos a inversores de Taiwán para conseguir “fondos frescos”. La crisis de las industrias automotriz y armamentista es enormemente significativa, porque ambas constituyeron, luego de la Segunda Guerra Mundial, los principales pivotes de la expansión económica norteamericana. El total agotamiento de este ciclo no ha encontrado sustituto: ahí está para probarlo la caída de la IBM, obligada a liquidar el 40% de su capacidad productiva y despedir 100.000 empleados en todo el mundo… después de perder 5.000 millones de dólares tan sólo en 1992 (8).
La amenaza de huelga ferroviaria nacional de mayo de 1991, la prolongada huelga de la Eastern, la seguidilla de huelgas en las plantas de la GM y la amenaza de una “batalla general” en el curso de este año cuando deba discutirse la renovación del contrato, las “huelgas del verano” (9 ) de 1992 (docentes, aerolíneas, empleados municipales), las huelgas de los mineros del carbón, el desplazamiento de la vieja dirección ligada a la maffia por una dirección “centroizquierdista” en el sindicato de camioneros —uno de los más importantes del país— y, finalmente, la “pueblada" de Los Angeles, revelan un ascenso de las luchas populares que no se registraba desde fines de 1960. La sublevación de Los Angeles fue un síntoma inconfundible de la poderosa descomposición no ya social, sino política, acumulada en los Estados Unidos. Las "instituciones” de la “democracia”—la justicia, el parlamento y todos los niveles del ejecutivo, desde la Casa Blanca hasta el gobierno municipal, los partidos políticos y aun las iglesias— asistieron impotentes a un descontento que debió tomar el camino obligado de la sublevación, un índice de la total falta de autoridad de las instituciones políticas del Estado sobre las masas.
El “reaganismo” culminó su experiencia con el crack de Wall Street de 1987 y la agudización de la guerra comercial, que pusieron en evidencia no sólo que las burguesías rivales se negaban a “pagar la fiesta”, sino que muchas veces encontraban los medios para resistirse. Hoy, “Estados Unidos necesita desesperadamente exportar para que la gente vuelva a trabajar” (10), es decir que todavía necesita hacerlo a costa de sus rivales. El postrer intento de Bush de reforzar al imperialismo yanki mediante la guerra del Golfo acentuó su tendencia declinante, porque sólo pudo partir a la batalla gracias al financiamiento de los sauditas, japoneses y alemanes, lo cual agravó la crisis norteamericana ya que, por ejemplo, la financiación de Japón en la guerra del Golfo provocó… un aumento de las exportaciones de éste a Estados Unidos. “El Socialist Workers Party” (SWP) de los Estados Unidos, por ejemplo, llega a afirmar en un artículo titulado “Por qué las clases dominantes de los Estados Unidos perdieron su confianza en Bush” (11), que “la elección no fue decidida alrededor de la política económica sino de la política exterior. La verdad del asunto es que la clase dominante norteamericana se rompió los dientes en la guerra de Irak. No alcanzó ninguno de los objetivos políticos que pretendían obtener yendo a la guerra del Golfo… Desde la perspectiva de los capitalistas dominantes en Estados Unidos, la debacle política en la guerra del Golfo fue el mayor pasivo de la presidencia de Bush”.
Este fracaso, que no es el de un “modelo” sino el de todo un régimen social, plantea una crisis política de enormes dimensiones y la necesidad de un giro político. El carácter empírico, caótico y forzado de este giro político se manifiesta en la debilidad política de origen de Clinton, el hombre llamado a conducirlo. No es una figura nacional; era uno de los segundones del partido demócrata, gobernador del Estado más pobre del país, que sólo accedió a la candidatura presidencial porque ninguno de los “grandes” del partido demócrata quería sufrir una “segura” derrota a manos del "vencedor” de Saddam Hussein. Otra característica de Clinton, que no contribuye a pintarlo como “un piloto de tormentas” o “un innovador”, es que pertenece a la derecha de su partido y que cuenta también con el respaldo mayoritario de los grandes capitalistas que hasta hace poco sostenían a Bush. La “abrumadoramente republicana” Cámara de Comercio, el lobby capitalista más poderoso de los EE.UU., “ofreció una sorprendentemente positiva visión del avance de sus intereses en el comercio, en la tecnología y en la economía bajo una administración demócrata encabezada por Clinton” (12).
Las condiciones de la crisis norteamericana
El primer aspecto es la desocupación. Las estadísticas oficiales hablan de un 8% de desocupados pero no consideran a aquéllos que han dejado de buscar empleo, produciendo una discrepancia estadística con la sumatoria de la desocupación en cada Estado de la Unión (13). En esas perspectivas se inscribe el pronóstico de 1,5 millón de despidos en la industria de armamentos y los anuncios de 73.000 despidos en la GM y de 25.000 en la IBM. El empleo en la construcción se ha derrumbado y se adjudica a la firma del tratado de libre comercio con México una “fuga” de miles de puestos de trabajo.
En consecuencia, la tasa real de desocupación actual es del 15%, como lo reconoce Lester Thurow, uno de los "ideólogos” de Clinton (14). Aunque inferior a la de la crisis del ’30 (del 25%), responde a una caída de la producción del 1 al 3%, en tanto que la del ’30 fue provocada por una caída de la producción del 30%. Es decir que, por una parte, no sería necesario llegar a los extremos del ’30 para alcanzar su mismo nivel de explosividad social y que, por otra parte, una "recuperación” estaría muy lejos de promover la “paz social”.
El déficit fiscal está fuera de control… pese a la existencia de una legislación votada para reducirlo a un máximo de 500 millones en el plazo de cinco años. “Pero desde que se adoptó el paquete, las proyecciones oficiales del déficit entre 1991 y 1995 se han incrementado en un 70%, hasta 1,3 billones de dólares” (15). El descontrol presupuestario es una prueba de la impotencia del régimen político agravada por las consecuencias dislocadoras que este déficit tiene sobre el comercio mundial.
El déficit federal supera los 300.000 millones de dólares, pero si se le agregan los de los Estados, las municipalidades y las empresas avaladas por el Estado (defensa, investigación de punta, etc.) supera el billón al año. La deuda pública acumulada supera los cuatro billones (¡cuatro millones de millones!). El crecimiento descontrolado del déficit fiscal (algo que se repite sistemáticamente en todos los países) está determinado por el crecimiento geométrico del gasto en subsidios al capital, en desmedro de los llamados “gastos sociales”, que fueron sistemáticamente reducidos por los “reaganistas”. El desmoronamiento de las finanzas públicas está determinado además por la evasión fiscal, que es otro rasgo estructural del capitalismo actual. La burguesía necesita su Estado pero la crisis la impulsa a desentenderse de su funcionamiento: los objetivos inmediatos de los capitalistas entran en contradicción con el proceso capitalista en su conjunto, o sea, el proceso capitalista entra en contradicción consigo mismo.
En la deuda pública se resume toda la crisis capitalista: impone un refinanciamiento usurario que encarece el crédito y bloquea los procesos de reactivación, alimenta permanentemente la inflación, impidiendo la estabilización monetaria, condiciona los tipos de cambio y las tendencias del comercio mundial, es el principal campo de enfrentamiento entre las potencias imperialistas. Pero el capitalismo en declinación no puede emanciparse de las contradicciones que desata el déficit fiscal, del cual depende la sobrevivencia de los capitalistas. La crisis fiscal, a su vez, se transforma en un factor directo de crisis política, como lo atestiguan el “volcán” italiano o la caída de Collor en Brasil, y cuestiona los propios objetivos del Estado (o sea, del conjunto de los explotadores).
El déficit comercial crece año tras año. Una desvalorización del dólar, no sería más que una forma de desvalorizar la deuda externa de los Estados Unidos en poder de los ingleses, japoneses y argentinos, brasileños, peruanos que fueron forzados a recibir decenas de miles de millones bajo la forma de capital "golondrina" o de financiación de las privatizaciones. La política de “dólar barato” y tasas negativas de interés ha llevado a los inversores externos a huir del dólar y de los depósitos en bancos norteamericanos, obligando a la Reserva Federal a emitir moneda para la compra de títulos públicos. A principios de noviembre, se podía constatar que “la Reserva Federal está imprimiendo tanta moneda que no hay manera de que los precios financieros bajen” (16).
La situación de los bancos es considerada explosiva. A mediados de diciembre pasado entró en vigor una ley que, al exigirles una mayor proporción de capital propio con relación a sus deudas, obligará a alrededor de un centenar de bancos a dejar de operar porque no podrán cumplir esos requisitos, lo cual ocasionará pérdidas por entre 30 y 90.000 millones (17). Aún antes de que entrara en vigencia la ley, a fines de octubre, se produjo la quiebra del First City Bankcorp de Texas, la octava más grande de la historia bancaria del país. El Citibank, el mayor banco norteamericano, después de acumular enormes pérdidas por préstamos incobrables a los especuladores inmobiliarios y bursátiles, no lograba reunir los requerimientos de capital fijados por las leyes bancarias. Una intervención secreta de la Reserva Federal permitió el salvataje del Citi, pero no se sabe aún a qué costo fiscal, e incluso para el propio banco.
El pronóstico de una quiebra bancaria generalizada pareciera estar en contradicción con las ganancias “récord” que han obtenido los bancos en los últimos trimestres. Esas ganancias provienen de la política de la Reserva Federal (banco central) de reducción de las tasas de interés, lo que le ha permitido a los bancos aumentar excepcionalmente sus márgenes de intermediación, desplumando especialmente a los consumidores y propiciando una fuga de capitales hacia mercados con intereses más altos (Alemania, por ejemplo, o América Latina). El propio titular de la Reserva Federal, Alan Greenspan, reconoció que la rebaja de las tasas de interés fue “un esfuerzo para intentar asistir a los bancos en aumentar sus posiciones de capital” (18). Pese a esta “mejora”, enormemente costosa para toda la economía, “el problema de los bancos es todavía preocupante” (19) por la sencilla razón de que “han dejado de ganar dinero como bancos” (20) y dependen enteramente de la “plata dulce” que les entrega la Reserva Federal: “necesitamos 18 meses más de tasas bajas”, confiesa un banquero (21). Un alza de la tasa de interés, y el consiguiente achicamiento de los márgenes bancarios, llevaría a la lona a los “1179 bancos funcionalmente insolventes” y a alguno más.
Este cuadro no da aún una idea acabada de la explosividad de la situación norteamericana. California, el Estado más poblado e industrialmente más poderoso, se ha quedado sin presupuesto y paga sus obligaciones con bonos. La desocupación, del 20%, se concentra en la mayoría de las industrias, como la armamentista, la aeronáutica o la de la computación, que están al borde de la quiebra; el 25% de los trabajadores de la construcción ha sido despedido. Uno de cada cuatro bancos en California pierde dinero y sus carteras de préstamos incobrables son un 50% superiores a la media nacional de los bancos (22). El sur de California —¡Los Angeles!— concentra la mayor masa de pobres del país. California — como Nueva York— es un gigantesco polvorín social… lo que explica que la “ansiedad” de la burguesía norteamericana sea mucho más profunda que lo que emergería de las simples cifras.
La ley general que explica esta gigantesca crisis es el agotamiento de los recursos económicos, políticos e internacionales de que se valió el capitalismo después de la segunda guerra mundial para contrarrestar la tendencia histórica a la caída de la tasa de beneficios en toda la economía mundial. Esto está indicando que la masa del capital existente es excesiva con relación a la plusvalía que logra extraerle a los trabajadores pero, por sobre todo, demuestra el carácter histórico, no meramente cíclico, de la presente crisis y que, en consecuencia, no existe una salida que no sacuda, como ya lo está haciendo, todo el ordenamiento mundial de posguerra.
La función de la crisis es, por una parte, eliminar una gran parte del capital “sobrante” y, por otra, reestructurar las condiciones sociales y políticas del proceso de explotación de los trabajadores. La llamada “reestructuración del capital” efectuada en la última década y media no ha servido para superar esta crisis. Después de haber reducido en un 50% el número de obreros ocupados y en un 15% su capacidad productiva (23), la industria siderúrgica mundial tiene aún una capacidad excedente equivalente al 50%; habría que destruir la mitad de las empresas; lo mismo sucede con las industrias automotrices, químicas, petroquímicas o electrónicas, ni qué hablar de la producción agropecuaria. La meneada “reconversión industrial” adquiere la forma de una destrucción de las fuerzas productivas y de superexplotación del trabajo humano: una introducción masiva de las innovaciones logradas en el plano de la robótica y de la microelectrónica produciría inmediatamente una mayor sobresaturación de mercancías que el mercado mundial no está en condiciones de digerir. La aparición de nuevas ramas de producción y la consiguiente reestructuración de la división del trabajo son lógicamente incapaces de crear una nueva frontera de producción y de beneficios, porque un reemplazo en gran escala del trabajo vivo (obrero) por el trabajo muerto (maquinarias, técnicas, insumos) desplomaría la tasa de ganancia y acentuaría la sobreproducción.
En su descomposición, el capitalismo ha colocado en “excedencia” a la inmensa mayoría de la economía capitalista; el proceso de valorización del capital no puede continuar sin destruir todo ese capital excedente que no encuentra un lugar en el mercado. El desarrollo de la industria militar fue una de las “salidas”, completamente parasitaria, utilizada por la burguesía norteamericana para aplicar masas crecientes de capital a una rama protegida y con superbeneficios garantizados por el Estado. Por esta vía logró, durante un largo período, evitar una “superabundancia” de capitales en las ramas productivas. Una industria armamentista creciente —es decir, la creación de fuerzas destructivas en una relación creciente respecto de las fuerzas productivas— es una necesidad, no militar, sino económica, para el conjunto del capitalismo norteamericano y mundial, y constituye un retrato insuperable de su parasitismo. Pero con esto no ha hecho más que patear para adelante, porque si en alguna rama se crea más que en ninguna otra sobrante de capitales es en la producción armamentista, ya que en ella el componente de capital fijo, tecnología y materias primas es mucho más intenso en relación a la fuerza de trabajo que en cualquier otra industria.
Hoy, los métodos “clásicos” de salvataje estatal están agotados: el endeudamiento público y privado amenaza con un derrumbe monetario general, una caída del valor de las monedas, de los patrimonios, de los capitales, de los salarios, y la perspectiva de una hambruna generalizada en medio de la superproducción; la industria armamentista está al borde de la quiebra. Por estos motivos, por primera vez desde la década del ’30 se está entrando en una fase de deflación (los precios tienden a caer) y de depresión (a la caída de la producción se suma la liquidación de activos físicos o del capital constante invertido). Los métodos empleados hasta ahora para enfrentar la crisis han acentuado las características básicas del desequilibrio que esta crisis supone. La financiación, por ejemplo, de las “reestructuraciones” (o mejor dicho liquidaciones) industriales a través del endeudamiento bancario, o el salvataje estatal de grupos en quiebra mediante el recurso de la deuda pública, o la sobrevalorización de las Bolsas y del mercado inmobiliario a través de políticas monetarias y fiscales que incentivaban la especulación (cuando no directamente el crimen organizado), y el financiamiento inflacionario de guerras y masacres, todo esto, en definitiva, ha aumentado —en lugar de disminuir— la masa del capital, y en particular su componente ficticio, acentuando la crisis en el curso de la misma crisis.
El subsidio masivo al gran capital en quiebra deberá agudizar violentamente la crisis fiscal, en tanto que una guerra comercial y financiera con Europa y Japón plantearía el retiro masivo de los inversores externos de la financiación del déficit público norteamericano… y una emisión monetaria descomunal. Por otra parte, una política de subsidios digitada desde el gobierno agudizaría la división de la burguesía norteamericana por la monopolización de las prebendas, provocando una enorme tensión en todo el régimen político.
Crisis política
El principal sostén de Clinton en la campaña electoral fueron las empresas industriales más comprometidas por la recesión, como la IBM y el conjunto de la industria de la computación, las industrias armamentistas o las aeronáuticas, que reclaman una política de salvataje estatal. Por eso es que “Le Monde” (24) especuló que la nueva administración amenaza con no tolerar que los consumidores e inversores soporten todavía durante largo tiempo márgenes de intermediación financiera elevados para permitir que los bancos salgan a flote”.
pero pocos días después de la victoria de Clinton, "The Wall Street Journal" sacó su lenguaje de la advertencia para recordar que Clinton es rehén de un puñado de especuladores que no han sido elegidos y que incluso son desconocidos para el gran público. Pero los grandes inversores en bonos del Tesoro alrededor del mundo han ganado un poder sin precedentes, incluso quizás un poder de veto, sobre la política económica norteamericana” (25). Es visible un violento enfrentamiento en el interior de la burguesía yanqui, que hará temblar al régimen político de la potencia imperialista más poderosa del planeta.
El "plan económico" de Clinton no deja de reflejar este conjunto de contradicciones políticas. Su eje es la reducción del déficit fiscal, lo que ha llevado a “The Washington Post” a decir que “Clinton puede terminar pareciéndose mucho a Ross Perot”, el candidato derechista que en las recientes elecciones reclamó una política de guerra contra las conquistas sociales de los trabajadores. Clinton ha aceptado las “advertencias” de los banqueros y los tenedores de títulos de la deuda del Estado, de que cualquier señal de aumento del déficit fiscal desataría una “rebelión financiera”. “El mensaje a Wall Street—subrayó un asesor de Clinton citado por The Militant (26)— (es) firme: nada diferente o innovador para inquietarla”.
El crecimiento del déficit fiscal está completamente descontrolado: el semanario del "The Washington Post” (27) señala que “las últimas cifras computadas por el Comité de presupuesto del Senado calculan el déficit fiscal de 1997 en 333.000 millones, comparado con una proyección del año pasado del gobierno de Bush de 205.000 millones”. Semejante agujero negro” amenaza con un derrumbe de los valores, de las Bolsas y de los bancos y con desatar una espiral inflacionaria.
¿Qué "ofrece” Clinton para triunfar allí donde han fracasado rotundamente tanto el gobierno de Bush como el Congreso, dominado desde hace doce años por el partido demócrata? En primer lugar una reducción del gasto militar de 60.000 millones en cinco anos, equivalente al 5% del gasto actual apenas un bocadito” frente a los “mucho más profundos recortes… necesarios para una reestructuración fundamental del sistema militar” (28). Pero aun esta insignificancia ha despertado una enorme resistencia del "’triángulo de acero’, la íntima alianza del Pentágono, sus contratistas y sus amigos en el Congreso" (29). El jefe de las FF.AA., el general Powell, rechazó este recorte, oponiéndole un plan de reducción de gastos todavía “más modesto”, elaborado conjuntamente con el senador Sam Nunn, uno de los colaboradores más directos de Clinton en el Congreso. La plana mayor de las FF.AA. rechazó de plano tanto uno como otro plan, lo que ha llevado a “The Christian Science Monitor" (30) a decir que "los jefes de las FF.AA no parecen comprender quien gano las elecciones". La presión del Pentágono, los congresistas —incluidos algunos de los más firmes defensores de Clinton—y los gobernadores de los Estados donde se asientan las bases e industrias militares ya han comenzado a “agujerear” el plan de Clinton: el secretario de Defensa, Les Aspin, “dijo a un grupo de defensa de la industria que se harán algunos agregados al presupuesto para hacer entrar el avión experimental V-22” (31).
Otro “caballito de batalla” de Clinton es la reducción de los gastos de salud, al punto que colocó a su esposa, la promocionada Hillary, a la cabeza de una comisión para reformular el sistema de la salud pública. Estos gastos han crecido enormemente en los últimos años como consecuencia, no del aumento de las prestaciones, sino de las fenomenales super-ganancias que han embolsado las corporaciones médicas, los sanatorios, los laboratorios y las aseguradoras de salud, y del fenomenal despilfarro de recursos que implica la “competencia” de centenares de aseguradoras y sanatorios privados subsidiados por el Estado. El crecimiento del poder económico del lobby de la medicina ha sido verdaderamente espectacular: los costos del sistema de salud duplican a los del Pentágono, lo que lo convierte en “el grupo de interés más poderoso” (32). ¿Alcanzará entonces con “cortes en los pagos a los proveedores —médicos, hospitales y laboratorios— como medio para controlar los costos de la salud”, como anunció Clinton en el Congreso, cuando “no se puede arreglar el sistema de salud sin suprimir una parte de las aseguradoras” (33)? “¿La ‘microcirugía’ pondrá la economía en movimiento?”, se pregunta “Business Week ”(34).
Clinton también adoptó “represalias comerciales” contra casi todos los países del mundo, en primer lugar Japón y Europa, pero también Canadá y México, sus socios del “Merconorte”, y hasta la Argentina. Pero una “guerra comercial” con Japón y Europa plantearía el retiro masivo de los inversores externos que han venido financiando la deuda pública estadounidense. Clinton plantea la cuadratura del círculo: que sus competidores reduzcan su superávit comercial con EE.UU., ¡pero sigan invirtiendo allí sus excedentes financieros!
Saltan a la vista las enormes limitaciones del plan de Clinton. El déficit fiscal es la expresión más acabada del parasitismo del capitalismo norteamericano: su monto aumentó al ritmo de los salvatajes de compañías financieras en quiebra, de los subsidios al gran capital y a una agricultura desfalleciente, y del gasto armamentista. No existe posibilidad de superarlo sin atacar a fondo estos intereses capitalistas. Clinton, como antes Bush, no puede reducir el déficit fiscal porque ello disminuiría la demanda pública en proporciones catastróficas. El “problema clave” para Clinton es que "las medidas para fortalecer la economía a largo plazo reduciendo el déficit fiscal —como una reducción sustancial de los gastos de defensa— produciría una depresión de los negocios” (35). Por eso los “recortes presupuestarios” que plantea son insignificantes: apenas lograrían retrotraer el déficit a los niveles de comienzos de los ’80… agregando 100.000 millones de una deuda pública al final de su mandato. Clinton choca con las mismas contradicciones con que han chocado Bush y el Congreso: el déficit fiscal tapona todas las “salidas” a la crisis económica, pero su reducción radical plantea la quiebra de sectores enteros del capital norteamericano.
Pero la burguesía norteamericana está protagonizando una verdadera “rebelión” contra el aumento de los impuestos a la renta y a los beneficios empresarios que pretende imponer Clinton como parte de su “plan”. La “rebelión fiscal” ha abierto una crisis política apenas cuatro meses después del ascenso del nuevo gobierno. “Clinton tiene problemas —resume un columnista (36)— porque reclama un sustancial aumento de los impuestos”
El presupuesto que Clinton envió al Congreso incrementa los impuestos a la renta de las familias de altos ingresos y a los beneficios corporativos, aunque mucho menos que lo anunciado en la campaña electoral; crea un impuesto a la energía, que será enteramente cargado a los precios de las mercancías consumidas por los trabajadores; reduce las partidas destinadas al llamado “gasto social”, así como también, pero en una medida insignificante, el presupuesto militar.
Pero el presupuesto de Clinton está empantanado en el Congreso. Los senadores republicanos ya le bocharon un plan de corto plazo de gastos estatales por 16.000 millones de dólares, mientras que los demócratas, su propio partido, rechazaron su programa de “incentivos fiscales”. Aunque se vio obligado a aceptar imposiciones de última hora de los congresistas demócratas, que pusieron un techo a los gastos para la asistencia social, el presupuesto fue aprobado en la Cámara de Representantes (diputados) por un solo voto; ¡nada menos que 38 diputados oficialistas votaron en contra! A la Casa Blanca le espera ahora una “batalla sangrienta” con el Senado: varios senadores del propio partido demócrata rechazaron el impuesto a la energía, reclamaron reducir y posponer los aumentos en el impuesto a la renta y reducir, todavía más, los “gastos sociales”. Esto ha llevado a la prensa a pronosticar que el Senado le impondrá “modificaciones sustanciales” al presupuesto clintoniano.
La “rebelión” de los congresistas, en particular los demócratas, es una confesión de que la burguesía norteamericana no está dispuesta a poner un centavo para reducir el déficit fiscal —creado por la política de sostenimiento y “engorde” mediante mecanismos especulativos de una inmensa masa de capital excedente— y que su política es la guerra contra las masas. El famoso “plan Clinton” está a punto de ser despedazado en el Senado. Por eso, un columnista del “Washington Post ”(37) afirma que “lo que estará realmente en cuestión en las próximas semanas es si Clinton podrá gobernar”, es decir si será capaz de mantener la iniciativa o si será el rehén de un Congreso balcanizado por los grupos de presión y los intereses particulares de los distintos pulpos capitalistas.
La “rebelión fiscal” de la burguesía norteamericana —que ha sido siempre en la historia un síntoma político de extrema gravedad—, ha llevado a los clintonianos a discutir la creación de un impuesto al valor agregado y hasta la completa sustitución del actual sistema impositivo, basado en el impuesto ala renta y a los beneficios, por un impuesto al consumo. Evidentemente, el impuesto al consumo significaría un fenomenal ataque a las masas, que deberían financiar, directamente, al aparato estatal más hipertrofiado y endeudado de la historia humana, y aun una “redistribución del ingreso” al interior de la propia burguesía yanqui. Pero el debate sobre la aplicación del IVA es, sobre todas las cosas, una evidencia del carácter general de la crisis norteamericana. La perspectiva de semejante expropiación económica de las masas —y de todo un sector de la burguesía—, que por su magnitud podría ser la base para un “despegue del quebrado capital norteamericano, es el anuncio de crisis políticas y choques sociales de una enorme magnitud en los Estados Unidos.
Ciertamente, Clinton no chocará con la burguesía allí donde su plan golpea a las masas: despido de 100.000 trabajadores estatales y congelamiento salarial, aumento del impuesto al consumo de energía —que será pagado por los trabajadores, incluidos los desocupados y cortes en los servicios sociales. Como se demostró bajo el gobierno de Bush, que redujo sistemáticamente los “gastos sociales” y los salarios de los empleados públicos, nada de esto servirá para reducir el déficit fiscal.
Los caminos que pueden conducir a la crisis son diversos. Reagan y luego Bush llevaron a cabo un verdadero copamiento del poder judicial al punto que, según Richard Brookhisher, editor de la derechista Revista Nacional, “el mayor logro doméstico de Bush ha sido su designación de jueces” (38).La batalla por el copamiento del poder judicial se puso en evidencia en la cerrada defensa que hizo Bush del nombramiento del derechista Clarence Thomas, a pesar de las públicas acusaciones de Anita Hill, su ex empleada, de haberla sometido a “acoso sexual”.
La justicia, dominada por los elementos reaganianos, es la que va a intervenir precisamente en una etapa que se caracteriza por el crecimiento de las luchas por la recuperación de los “derechos civiles” liquidados judicialmente bajo el “reaganismo”. Clinton ha anunciado, por ejemplo, que permitirá el ingreso de homosexuales a las fuerzas armadas, prohibido por Reagan. Se abre pues una etapa de choques políticos entre el poder judicial —un poder decisivo, ya que a través de sus “interpretaciones” es el que verdaderamente dicta las leyes—y los poderes legislativo y ejecutivo, y aun de choques del poder judicial con las propias masas. Precisamente, los primeros fracasos de Clinton se produjeron en este campo, cuando debió retirar sucesivamente a dos candidatas a secretarias de Justicia para evitar su veto por el Congreso. Tampoco hay que olvidar que un fallo judicial desató la "pueblada” de Los Angeles, ni que en ocasión de las recientes huelgas docentes la justicia las declaró ilegales y encarceló a decenas de huelguistas. La crisis política gana en amplitud y se extiende a todos los poderes del Estado.
Las elecciones han puesto al desnudo la magnitud y profundidad de la crisis —política y económica— del capitalismo norteamericano, pero no le han brindado ninguna herramienta al régimen político para superarla. La “nueva etapa” no será de “paz social” ni de “reconstrucción”, sino de furiosa lucha de clases.
3. Alemania
Alemania ha caído en una recesión que todos coinciden en caracterizar como “profunda y duradera”. La recesión alemana puso fin a la última esperanza de encontrar una “locomotora” capaz de sacar a la economía mundial de la depresión y la recesión.
Alemania es un caso emblemático de la profundidad y agudeza de la crisis mundial, porque si había un país que tenía condiciones de escapar a la recesión ése era precisamente Alemania. Durante dos años, la excepcional demanda creada por la destrucción — subsidiada— de la industria del “este” sirvió para mantener a flote la industria del “oeste”… como antes lo había logrado el crédito de los bancos de la RFA (y del propio Estado occidental) a la burocracia “comunista" de la ex RDA para favorecer sus importaciones de productos occidentales. El "festival de bonos” armado por la banca internacional y la burocracia y la política de destrucción de la “competencia” de la industria oriental, reventaron el presupuesto y las finanzas públicas alemanas y deberá ser pagado por el consumidor y el contribuyente alemán, es decir, por los trabajadores.
Pero este enorme endeudamiento disimuló también el enorme potencial de sobreproducción de la industria capitalista, que sólo lograba dar salida a su producción mediante el crédito a las “naciones consumidoras”. La caída del Muro de Berlín significó la declaración de bancarrota de los deudores, la amenaza de quiebra de los acreedores y el fin de importantes mercados para la industria. Mientras la prensa internacional focaliza la atención de la opinión pública en los “costos de la reconstrucción del este”, la información especializada destaca que las regiones claves de Alemania capitalista se encuentran en situación de siniestro. Es “el Ruhr (que) necesita ser reconstruido y no hay milagros a la vista”(39). Esa región, que alimentó el boom económico de la posguerra, resulta ser ahora “un microcosmos de las calamidades económicas nacionales en la era post-unificación” (40). Es a este emblema mundial del capitalismo, y no a Europa del Este, que se refiere el investigador cuando señala que la recesión puso al desnudo que la economía alemana tiene "los costos operativos más altos de Europa, una estructura de gerenciamiento osificada y precios muy altos para productos que ya no son excepcionales”. Nada menos que la cuarta parte de los 50 principales pulpos alemanes tienen su sede en el Ruhr, “y sólo un puñado está prosperando” (41).
Los economistas identifican a la “recesión europea” como el “villano” que desencadenó la recesión alemana. ¡Pero la anexión de la ex-RDA fue un gigantesco incentivo para la producción europea! “El aumento masivo de las importaciones alemanas después de la unificación —señala el informe mensual de setiembre de 1992 del Commerzbank— incentivó significativamente el crecimiento económico en todo el resto de Europa y aún continúa sosteniendo la demanda”. Efectivamente, después de la “unificación” y por primera vez en décadas, Alemania tuvo un saldo comercial negativo. La recesión alemana es un síntoma de la profundidad de la crisis capitalista.
Con la recesión alemana, “el financiamiento de su unificación no puede asegurarse por medio del crecimiento”, afirma “Le Monde” (42). Pero las cosas fueron exactamente al revés: el crecimiento alemán de los últimos años se debió a la excepcional demanda subsidiada creada por la anexión de la RDA. Como lo reconoce el ex canciller Helmuth Schmidt, “la aparentemente generosa conversión uno por uno (del marco oriental por el occidental) fue uno de los motivos del rápido derrumbe de la economía de Alemania Oriental, la causa por la que el Este cayó en grandes demandas financieras y el sector público alemán debió recurrir al préstamo” (43). El "1 por 1” —una gigantesca revaluación del marco oriental— fue, en realidad, uno de los negociados más grandes de la historia, una enorme operación de “plata dulce” mediante la cual la burguesía occidental se anexó a un potencial consumidor y elevó la demanda de su industria gracias a los subsidios del Estado.
¿Dónde está el supuesto “costo” de la anexión para los capitalistas? “El llamado ‘costo’ de la unificación, en realidad, está expresando dos cuestiones fundamentales: de un lado, la falta de pujanza, el envejecimiento o la descomunal crisis del capitalismo mundial, y, del otro, los métodos de destrucción económica que inevitablemente ha tenido que imponer para encarar la 'unificación’. Todo esto importa porque demuestra los límites insalvables de la penetración capitalista en el Este y su tendencia a generalizar las condiciones revolucionarias al este y al oeste de Europa” (44).
Estos “límites insalvables de la penetración capitalista en el Este”, que señalábamos hace ya más de dos años, en medio de la “euforia capitalista” que siguió a la anexión, saltaron rápidamente al primer plano. En realidad, lejos de “penetrar”, los capitalistas alemanes se “fugan” del Este: Mercedes Benz y la papelera Hotzmann —dos pulpos gigantescos— decidieron posponer indefinidamente sus planes de inversión en el Este; otro gigante industrial —la Krupp— rechazó hacerse cargo de la mayor acería oriental… a pesar de las ofertas de “ayuda” de Bonn y del estado de Brandemburgo. El “retiro” de la burguesía de Alemania oriental pone en evidencia el verdadero carácter de la anexión de la ex RDA: una monumental operación de “take over” o de “adquisición hostil”, una típica maniobra especulativa mediante la cual un capitalista toma el control de un competidor “débil”, lo desmembra, vende sus equipos por separado, se apodera de sus clientes, proveedores y fuentes de materias primas y, de esta manera, realiza rápidas ganancias para luego mandar al competidor a la quiebra. Esto es lo que ha hecho la burguesía alemana, con el subsidio del Estado: una operación especulativa a la escala de todo un país, el más industrializado de Europa del Este (ahora, el más des-industrializado).
La “fiesta de la unificación” pasó: destruyó a Alemania oriental dejando una “resaca” monumental, el déficit presupuestario, que alcanza los 300.000 millones de dólares, a los que habría que sumarle una cifra similar de los “fondos especiales”, que se encargaban de la privatización de las empresas orientales “que han sido deliberadamente mantenidos fuera del presupuesto”(45).
El Estado alemán se hizo cargo de la enorme deuda externa acumulada por la ex RDA antes de la “unificación”, nada menos que 280.000 millones de dólares, que hoy pesa como una hipoteca sobre las masas alemanas. Bajo el “socialismo”, la RDA había acumulado una deuda equivalente a la de México, Brasil, Perú, Argentina y Uruguay, con el agravante de que estos cinco países tienen, en conjunto, 250 millones de habitantes, mientras que la RDA sólo tenía 17 millones. Semejante endeudamiento revela que, mucho antes de la caída del Muro de Berlín, Alemania oriental era una colonia financiera del imperialismo mundial y particularmente del alemán. Ahora, el Estado alemán “unificado” se ha transformado en un garante de primer nivel de los créditos que la burguesía mundial, y en primer lugar la alemana, otorgó a los “comunistas” del este. La operación de anexión del sector oriental fue, entonces, por sobre todas las cosas, una acción de rescate de los créditos que la burguesía mundial había echado al saco roto del saqueo de la burocracia “comunista”. Emerge de todo esto la enorme situación a la que se ven confrontados hoy los explotados de Alemania, que se verán obligados a pagar hasta el último centavo de este fondo perdido de los grandes capitalistas. El llamado “costo” de la “unificación” alemana no es otra cosa que el que deberán pagar los contribuyentes alemanes para rescatar el capital perdido por los grandes patrones en sus negocios con los “comunistas”. La deuda externa de la ex RDA equivale a 15.500 dólares por persona (aunque si se toma sólo la población activa de la ex república “democrática” el monto asciende a los 30.000 per cápita). Esto revela el lado oculto, es decir el lado real, de la llamada “guerra fría”, al menos en las dos últimas décadas: el meneado “choque entre los dos sistemas sociales” era el taparrabos de un gran negocio (y por supuesto, de grandes crímenes) contra los pueblos. El hundimiento de la burocracia stalinista representa, desde este ángulo, la bancarrota de uno de los socios de la “empresa” —el del socio que aportaba el “capital-trabajo”—, es decir, el que ponía a los trabajadores que indirectamente eran explotados por el capitalismo internacional, no sólo por la propia burocracia. Esto explica por qué Alemania no puede bajar las tasas de interés, por qué no puede aumentar los salarios, por qué impulsa una crisis monetaria en Europa, por qué ha ingresado a una recesión que puede adquirir proporciones inimaginadas hace poco tiempo.
“Guerra social”
A la hora de pagar la cuenta, la burguesía alemana ataca a los trabajadores: se han aumentado los impuestos a la nafta y al consumo, el desempleo en el Este es sencillamente brutal y el gobierno ha lanzado un paquete de “drásticos cortes en la asistencia social… que afectarán a los desocupados, las familias con muchos hijos, personas que reciben subsidios para pagar el alquiler, las mujeres solas con hijos, los que piden asilo, los enfermos y los estudiantes” (46). Después de meses de negociaciones, Kohl, la oposición socialdemócrata, los sindicatos y las cámaras patronales firmaron un “pacto de solidaridad” que establece una “transferencia" de gastos del Estado federal a los “lander" (47). Rápidamente,los trabajadores alemanes han debido aprender que las leyes del capital están por encima de las constituciones o, como dijo un funcionario oficial, que “es más fácil afirmar los derechos en un boom que en una recesión”.
Pero los trabajadores alemanes no están dispuestos a dejarse avasallar, como lo demostraron las fenomenales huelgas salariales de los trabajadores estatales de mayo de 1992. Durante diez días, el movimiento obrero se convirtió en un doble poder que fue capaz de reducir al Estado a la más completa inacción. Durante los diez días que duraron las huelgas estatales arreciaron los rumores de la formación de un gobierno de coalición cristiano-socialdemócrata; una victoria de la huelga hubiera llevado directamente a la caída de Kohl: el proletariado alemán volvió a crear, con sus luchas más elementales, una crisis histórica para el gran capital y el régimen político. La burocracia sindical y la socialde-mocracia se jugaron a fondo para evitar la victoria de la huelga: en ningún momento contemplaron la posibilidad de lanzar una huelga general del sector público, aplicando en su lugar las llamadas huelgas “rotativas”, y circunscribieron el movimiento al “oriente”. La socialdemocracia se opone a la unidad nacional, real, efectiva y volvió a levantar el Muro que las masas derribaron. Los burócratas evitaron la huelga general simplemente porque habría provocado la caída de Kohl y una situación deliberativa colectiva sobre el destino de la unidad de Alemania.
La burguesía alemana se ha lanzado a una guerra abierta contra las conquistas sociales del proletariado más fuerte de Europa, algo que se puso claramente en evidencia en la huelga de los metalúrgicos del este. El reclamo de los trabajadores era que se cumpliera el convenio colectivo, que establecía para los asalariados del este la igualación progresiva de los salarios con los vigentes en el oeste, lo que implicaba para 1993 un aumento del 26%. Aun con este aumento, el poder adquisitivo de los salarios de los trabajadores del este permanecería un 20% por debajo de los del oeste… sin considerar, además, que en el este las jomadas de trabajo son más largas, las vacaciones más cortas y los “beneficios sociales” de los trabajadores sustancialmente más bajos que en el oeste.
Las patronales afirmaban que las condiciones económicas no les permitían dar ese aumento, pero al mismo tiempo se rehusaban a establecer un cronograma alternativo para llegar a la igualdad. La interpretación natural de esta negativa es que pretenden llegar a la igualdad reduciendo los salarios del oeste, y no al revés. La crisis huelguística, confinada por la burocracia sindical a Alemania del Este, se revelaba desde el comienzo como una crisis de conjunto entre el proletariado alemán y la burguesía.
La orientación de la burocracia de confinar la huelga al Este e, incluso, sólo a algunos estados de la región, y de llevar adelante la huelga en forma parcelada —o dicho de otro modo, de apelar a la huelga general como recurso extremo, es decir, nunca— suscitó enormes reservas entre los trabajadores. La iniciativa huelguística tomada por la burocracia sindical, lejos de disminuir la jerarquía de la lucha entablada, la subrayó todavía más. Es que la política de la burocracia refleja la intención de impedir un conflicto aún más vasto y efectivamente fuera de control, como el que tendría lugar si las patronales avanzaran en sus planes de reducción de salarios, de eliminación de conquistas y de despidos, a la escala de todo el país.
El objetivo último de las patronales es acabar con los convenios colectivos y sustituirlos por acuerdos por empresas… tanto en el este como en el oeste. Por referencia a ese objetivo, el acuerdo con que la burocracia levantó la huelga constituye una enorme traición. La burocracia sindical aceptó posponer por dos años la igualación salarial entre el este y el oeste y una reducción (del 26 al 20%) del aumento para este año. Pero todo esto no es más que pura ficción, porque el acuerdo establece una “cláusula de opción de salida” que autoriza a las “empresas en dificultades” a posponer todavía más los aumentos o a reducir su monto … es decir, a quebrar “legalmente” el convenio colectivo. El acuerdo abrió lo que el “Financial Times ” (48) denominó una “nueva agenda para Alemania”: la reducción de los salarios reales en el oeste mediante la aplicación de una cláusula similar a la adoptada en el este, una mayor reducción de los gastos sociales y la imposición de jornadas de trabajo más largas y vacaciones más cortas.
A pocas horas del comienzo de la huelga, en Prensa Obrera se caracterizaba así la política de la burocracia de la IG Metall: “… la burocracia sindical no hace un planteo de conjunto; su esfuerzo huelguístico apunta, precisamente, a impedirlo. Tiene la expectativa de lograr que las patronales acepten un cronograma más dilatado para arribar a la igualación salarial, a pesar de que sabe que todos los pronósticos económicos conspiran contra la posibilidad de que los patrones puedan cumplir con esa eventual compromiso. Hasta cierto punto, a la burocracia ni siquiera le importa un acuerdo con características ficticias, porque lo que necesita es tiempo para adaptarse a las condiciones de crisis, recesión y depresión económica” (49). Semejante perspectiva plantea inevitablemente grandes choques de clase en Alemania. En estas condiciones, el desenlace de la huelga de la IG Metall ha puesto de manifiesto la inviabilidad de la política de la burocracia, que pretende salvar las conquistas del pasado sin marchar a un enfrentamiento fundamental con la burguesía.
Las masas del “este” y del “oeste” enfrentan un problema común, que las fuerza a una acción común: la destrucción de sus conquistas sociales históricas. “La ‘tragedia’ irremediable del capitalismo mundial es que la ‘caída’ del ‘comunismo’ tuvo lugar sin que antes hubieran sido liquidados los derechos democráticos y de organización de las masas de occidente, y de que fuera la voluntad de conseguir estos derechos lo que obró en muchos casos para que las masas del este marcharan hacia el derrocamiento de la burocracia stalinista. La imposibilidad para el capitalismo de satisfacer estas aspiraciones, en conjunción con su necesidad de acabar con las conquistas del proletariado occidental, era un dato harto suficiente para pronosticar la gigantesca crisis actual y es harto suficiente para prever que adquirirá características revolucionarias en un plazo no muy lejano” (50).
La clase obrera alemana ha comenzado a transformarse realmente en un factor político como consecuencia de la caída del Muro de Berlín. La destrucción del Muro tiene un alcance revolucionario, porque ha permitido que la clase obrera alemana retome su unidad histórica y tome, como una unidad de clase, los problemas políticos del país, y porque provocó la quiebra de las relaciones que estaban transformando a un país llamado “socialista” en una simple colonia financiera del imperialismo, unificando a las masas en la lucha directa contra esa opresión. La caída del Muro ha acelerado la crisis de conjunto del capitalismo, pues si ya era incapaz de darle empleo a los tres millones de desocupados antes de la “unificación”, ¿qué posibilidades tiene de darle empleo a 16 millones de “orientales”? El centro del problema no reside en los “costos” de la “unificación” sino en los costos de la crisis capitalista, de la sobreproducción y de la caída de la tasa de beneficios, que sólo pueden resolverse, desde un punto de vista capitalista, reduciendo salarios, incrementando los ritmos de trabajo y destruyendo una elevada proporción del equipo industrial “sobrante” creado en los ciclos expansivos anteriores… tanto en el “este” como en el “oeste”.
Es precisamente la necesidad para el capital alemán de liquidar las libertades democráticas y de organización de las masas lo que lleva al gobierno de Kohl a mostrar “una extremadamente débil acción”—según la expresión del escritor judío Ralph Giordano— contra las bandas de neonazis que aterrorizan a los trabajadores extranjeros, a los judíos y a los activistas de izquierda, y a imponer la derogación del derecho de asilo con el objeto de fortalecer los organismos represivos.
La recesión, el desempleo, los impuestazos al consumo y el apañamiento de las bandas neonazis han liquidado el “capital político” de Kohl. Como Bush, que se fue a la Iona un año después de la guerra del Golfo, la crisis capitalista hunde a Kohl apenas dos años después de su “hora de gloria”. Esto explica que “The Financial Times” (51) afirmo que Kohl “no tiene cómo evitar la necesidad de cierto grado de entendimiento con los socialdemócratas… sin cuya aprobación será imposible la necesaria reestructuración del sistema financiero y el acuerdo con los sindicatos”. Los socialdemócratas ya han dado un paso importante en este camino al aceptar la propuesta de Kohl de una enmienda constitucional que liquidará el derecho de asilo. La burguesía imperialista necesita la colaboración directa y abierta de las burocracias obreras para estabilizar los regímenes políticos en crisis, otro síntoma inocultable de la envergadura de la crisis mundial.
4. Crisis monetarias, guerra comercial y hundimiento de Maastricht
1992 debía haber sido, según los anuncios, el año de la “unidad de Europa”, pero terminó convirtiéndose, por obra de la crisis capitalista, en el año del dislocamiento europeo.
“Europa se encuentra a la deriva”, constata el corresponsal de “The Washington Post” en Londres (52). Este mismo corresponsal caracteriza la crisis europea como “una crisis de liderazgo”, una tesis que tiende a encubrir el carácter real de la cuestión (y que precisamente ha sido debatida y criticada en nuestro V° Congreso). El reemplazo de los conservadores por los laboristas en Gran Bretaña, o de los social-cristianos por la socialdemocracia en Alemania, esto es, un recambio de “liderazgos”, no resolvería la crisis europea como no la resuelve el reemplazo de Bush por Clinton. La crisis europea responde a causas mucho más profundas que el personal gobernante de los Estados: se trata de una crisis de los regímenes políticos —que alcanza a todos los partidos que los defienden— como consecuencia del agotamiento del régimen social al que sirven.
A mediados de setiembre del año pasado se produjo una violenta corrida cambiaría contra las “monedas débiles” (la libra esterlina, la lira italiana, la peseta, las monedas escandinavas), que liquidó las reservas de los bancos centrales de toda Europa, ocasionando en apenas dos días pérdidas a los fiscos por 6.000 millones de dólares, que fueron embolsados por un puñado de especuladores internacionales y que deberán ser sufragados por los contribuyentes; esta corrida llevó a la devaluación de la mitad de las monedas europeas y provocó la salida de Italia y de Gran Bretaña del “Sistema Monetario Europeo”.
El Partido Obrero previo, con diez meses de antelación, la “cadena devaluatoria” europea. “(La devaluación de la moneda finlandesa fue) una medida que tomó por sorpresa (al menos eso es lo que se dice) a todo el mundo. La importancia de la devaluación finlandesa reside en que en la Europa actual no se devalúa; se procura aplicar la ‘terapia‘ cavalliana de ‘bajar costos‘ aún si ello provoca depresión económica. Quizás la devaluación de Helsinki no sea, entonces, un hecho aislado, sino que preanuncie el comienzo de una ola devaluatoria, que bien podría arrancar por Francia o por Italia — ambos con monstruosos déficits fiscales (…) Una cadena de devaluaciones dislocaría el comercio internacional”(53).
La “cadena devaluatoria” europea de setiembre —que se repitió, aunque con menor intensidad, a comienzos de este año— condensa el conjunto de las contradicciones del capitalismo mundial: la creciente disparidad de las cotizaciones del dólar y del marco alemán, entre las cuales quedaron atrapadas todas las monedas europeas, provocó una fuga de capitales que abandonaron precipitadamente sus colocaciones en “monedas débiles”. El dólar viene declinando desde 1985, pero Bush le dio un impulso desenfrenado al reducir las tasas de interés. Esa política le fue impuesta al gobierno de Bush por la propia crisis, ya que era la única vía para rescatar al quebrado sistema financiero. La declinación del dólar está pulverizando su status de “señorazgo” (privilegio de emisión de moneda con aceptación internacional) (54). Un colapso de este “señorazgo” fracturaría el mercado internacional en áreas monetarias como ocurría antes de la segunda guerra mundial.
El descalabro europeo está, si no directamente alentado por el imperialismo norteamericano, al menos acicateado por éste, para que un bloque económico en el viejo continente no rivalice con el “Merconorte” y la “Iniciativa de las Américas” y sirva más bien para impulsar una colonización económica, controlada por Estados Unidos, de Europa del Este y de la ex-URSS. El caos monetario europeo devuelve al dólar su condición de “refugio”, lo cual no sólo alentaría la fuga de capitales europeos hacia Estados Unidos sino que serviría, por sobre todo, para “armonizar” las políticas económicas europeas a las condiciones del capital norteamericano.
El “supermarco”, por su parte, parecería representar la fortaleza de la economía alemana. La llamada “inflación subyacente” es la más alta de los últimos cuarenta años, como resultado de una constante emisión monetaria. El marco se desvaloriza en el mercado interno, lo que más temprano que tarde deberá reflejarse en el mercado internacional; su revaluación frente al dólar y a otras monedas refleja el derrumbe de estas últimas. El Bundesbank alemán forzó la “cadena devaluatoria” al revalorizar el marco y mantener altas tasas de interés. Antes de la anexión de la RDA, Alemania propulsaba la unidad europea para hegemonizarla, pero el vasto operativo germano de colonización financiera de Europa oriental (y la presión hacia el intervencionismo militar en Yugoslavia) serían reveladores de un creciente desplazamiento hacia otra variante del imperialismo, explícitamente alemana, que estaría muy favorecida por la cadena de devaluaciones en relación al marco. En Alemania, los diarios y los políticos se declaran cada vez más abiertamente partidarios de formar una “zona del marco” que sirva para la colonización crediticia de Europa oriental y organice la guerra comercial con los competidores. Pero este objetivo está en contradicción con la debilidad de la economía alemana, como consecuencia de su elevada deuda pública y su explosivo déficit presupuestario, y el choque que esta variante le ocasionaría con Estados Unidos.
Las políticas de Estados Unidos y Alemania tienen algo en común: producen un reforzamiento comercial de los Estados Unidos (dólar bajo) y un reforzamiento financiero de Alemania (marco fuerte, capaz de servir como unidad de cuenta), lo que a su vez lleva al choque del primero con Japón y del segundo con Francia y Gran Bretaña. Alemania se queda con el monopolio del crédito comercial en Europa, en especial en relación con Europa oriental y la ex URSS. Estamos asistiendo, entonces, a un acuerdo coyuntural entre Estados Unidos y Alemania, que deberá provocar un reajuste completo de las relaciones económicas y políticas internacionales.
Japón tampoco ha sido ajeno a la conmoción cambiaría europea, como consecuencia de estar sufriendo “la más demoledora deflación en los ’90” (55). Las acciones de la Bolsa de Tokio han perdido el 60% de su valor en los últimos dos años, pero aún todavía se las considera “sobrevaluadas” (56). Como consecuencia del derrumbe bursátil, los bancos acumulan préstamos hipotecarios incobrables por 155.000 millones de dólares y otros 340.000 millones en operaciones de alto riesgo en el sector financiero. “En los próximos meses es posible que Japón vea grandes bancarrotas y quizás también el rescate forzoso de uno o dos grandes bancos”, y se anticipa que “el costo per cápita para los contribuyentes japoneses (del salvataje de los bancos) podría igualar e incluso superar el costo del salvataje de las compañías de ahorro y préstamo en los Estados Unidos”, que le costó entre medio y un billón de dólares a los contribuyentes norteamericanos (57). El derrumbe de los beneficios especulativos llevó a la recesión industrial y al despido de miles de trabajadores. La crisis alteró sustancialmente los movimientos del capital japonés en el mercado mundial: durante la década pasada Japón financió el endeudamiento de sus competidores, en particular EE.UU., pero desde 1991, por el contrario, la tendencia es a la repatriación de capitales; Japón ha pasado a convertirse en una gigantesca “aspiradora” de capitales, que desestabiliza los mercados financieros de todo el mundo. La creación de beneficios ficticios como medio para contrarrestar la caída de la tasa de ganancia, ha agotado sus posibilidades provocando un desplome industrial en Japón.
El mismo acuerdo coyuntural entre Estados Unidos y Alemania se reprodujo, pocos meses después, en el acuerdo comercial EE.UU.-CEE sobre las oleaginosas. Horas después de su derrota electoral, Bush intimó a la CEE a limitar sus subsidios a la producción de oleaginosas bajo la amenaza de iniciar una escalada de represalias contra las exportaciones europeas a los Estados Unidos. La CEE aceptó las condiciones de Bush con las reticencias de Francia, que, “pour la galerie”, anunció que vetará el acuerdo.
El violento recule de la CEE en la cuestión de las oleaginosas es todo un símbolo del desmoronamiento del tratado de Maastricht, cuyo propósito era justamente conformar un bloque contra las presiones yanquis. La aceptación del acuerdo por la CEE produjo una nueva conmoción cambiaría europea: en la misma semana que se alcanzó el acuerdo hubo que reunir de urgencia a los ministros de finanzas para contener una nueva corrida, esta vez contra las monedas de España, Francia, Portugal, Dinamarca y Suecia, los países más perjudicados por el acuerdo. El escalamiento de la guerra comercial ha creado un tembladeral monetario en Europa: a fines de enero Irlanda debió devaluar su moneda, a la que se consideraba una de las más fuertes de Europa (58), pero pocos días después, a principios de febrero y como consecuencia del anuncio de medidas proteccionistas norteamericanas en el mercado del acero, se lanzó una nueva corrida contra las “monedas débiles”… que obligó al Bundesbank a reducir —contra su voluntad— las tasas de interés para evitar que se reprodujera la catástrofe de setiembre. Pero en medio de incontrolables devaluaciones es imposible que Europa pueda siquiera mantener una política agrícola común, cualquiera sea ella, esto porque la condición de una política presupuestaria común —el denominado PAC— es el funcionamiento de un sistema monetario coordinado.
La principal consecuencia del “round de las oleaginosas” es la ruptura del eje Bonn-París, que era el eje de la unidad europea. Francia quedó aislada y es la principal perdedora, porque es el país más dependiente de los subsidios a la agricultura y el más afectado por el proteccionismo norteamericano. El gobierno de Mitterrand está confrontado a una humillante derrota electoral en las próximas elecciones legislativas. Según “Le Monde” (59), esta debilidad podría repercutir en cualquier momento en el mundo financiero, desencadenando un nuevo derrumbe inmobiliario, bursátil y bancario.
La crisis monetaria o el “round de las oleaginosas” han servido para demostrar que ninguna burguesía del viejo continente puede, o quiere, prescindir de “su” Estado, o del derecho a manipular su propia moneda. Sólo la soberanía alemana sobre el marco le ha permitido subsidiar a sus capitalistas, un “derecho” al que no piensa renunciar. El gobierno alemán “prometió que el marco no será reemplazado por una moneda común si el parlamento no aprueba la acción, lo que equivale a una ‘cláusula de opción de salida‘ en la unión monetaria que da al parlamento alemán un poder de veto efectivo para la creación de una moneda europea única”. “Bonn ha creado su propia escapatoria a Maastricht”, concluye la información (60). ¡Pero el mismo “derecho” necesitan sus “aliados” para defenderse de Alemania! Esa manipulación acentúa la disputa entre los distintos Estados para atraer los capitales hacia sus propios países. La “unidad europea” y la moneda europea única se encuentran condenadas, por imperio de la crisis capitalista, a dormir en los archivos por muchos años.
El tratado de Maastricht ha agudizado las tensiones—económicas y políticas—en el seno de la propia Comunidad Europea. Con 14 millones de desocupados en toda la CEE, se hace cada vez más evidente “la tendencia que parecen mostrar algunas grandes empresas de trasladar sus plantas principales a zonas menos prósperas, donde los salarios son considerablemente más bajos. La alarma la dio la amover francesa (…) que anunció su decisión de trasladarse de Gijón (Francia) a Glasgow (Escocia). Este anuncio provocó una tormenta en Francia (…) si se tiene en cuenta que Gran Bretaña quedó exenta del capítulo social del tratado de Maastricht, el cual hace referencia a las condiciones de empleo y los derechos y beneficios de los trabajadores (…). Ahora, los once socios comunitarios han comenzado a pensar si no cometieron un error al permitir que Major se saliera con la suya y si el Tratado, imaginado como el motor de la unidad, no llevará en definitiva en dirección contraria a la prevista” (61). La desocupación crónica que atenaza a Europa no es sólo una expresión insuperable del agotamiento del capitalismo; es un arma en manos de la burguesía para quebrar la resistencia de la clase obrera y liquidar sus conquistas históricas: para facilitar la instalación de la planta de la Hoover en Glasgow, los trabajadores contratados debieron renunciar al derecho de huelga y aceptar el congelamiento de sus salarios. Alan Wheatley, de la agencia Reuter, formula acabadamente el programa de la burguesía europea: “para encarar de raíz la causa del desempleo, los gobiernos tendrán que ser mucho más audaces (…) en cuanto encarar ciertas ‘vacas sagradas’ como la práctica de las convenciones colectivas, los regímenes de previsión social y los sistemas de educación y capacitación” (62).
La “muerte” del tratado de Maastricht, sin embargo, se había prefigurado con mucha anterioridad a la crisis monetaria de setiembre. La “des-unión” europea se manifestó abiertamente en ocasión de la guerra del Golfo: Gran Bretaña—la más débil de las “grandes potencias” europeas— se colocó, desde el vamos, en la primera fila de la intervención militar; Alemania, la más fuerte, se negó obstinadamente a involucrarse en la guerra, mientras que Francia, por su parte, partió obligada a la guerra para salvar lo que pudiera, después de haber perdido el mercado de armas iraquí y su “influencia” en el Líbano y en el Magreb a manos de los yanquis. Otra expresión flagrante de la “des-unión” europea es la guerra de los Balcanes, donde alemanes y franceses se encuentran en trincheras hostiles: Bonn sostiene a la burocracia croata mientras que París apoya a la serbia.
Tampoco Japón ha consolidado un “bloque asiático”, donde su relación con los denominados “tigres exportadores” (Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong) es cada vez más competitiva. Los “tigres” forman el único grupo de economías que ha ampliado significativamente su participación en el mercado mundial y que mantuvo en las últimas dos décadas tasas de crecimiento equiparables a las del “boom de post-guerra”. Pero su dependencia de la exportación las convierte en las primeras víctimas de un reforzamiento de las tendencias proteccionistas, a lo que se suma el agotamiento de su “ventaja comparativa”, la superexplotación obrera, como consecuencia de las gigantescas luchas obreras y estudiantiles de las últimas décadas. El resultante desplazamiento de las corporaciones hacia otros países se verifica ya hacia Malasia, Tailandia o Filipinas y, especialmente, hacia China “comunista”.
¿Y el “Merconorte”? El londinense “The Financial Times” sacó como conclusión del referéndum constitucional de octubre de 1992 en Canadá —en el cual el primer ministro Brian Mulroney, los primeros ministros de las diez provincias canadienses y los tres partidos nacionales, el Conservador, oficialista, y los opositores Liberal y Nuevo Democrático, sufrieron una derrota abrumadora— que “Canadá se dirige a distanciarse de su acuerdo de libre comercio con Estados Unidos”. Clinton, por su parte, acaba de anunciar que aplicará sanciones “anti-dumping” a las exportaciones de acero canadiense y mexicano (al igual que a las exportaciones europeas y japonesas) y EE.UU. estudia la imposición de un impuesto a las exportaciones mexicanas de crudo a ese país (63). En represalia, México también aplicará aranceles “antidumping” a las exportaciones de acero norteamericanas.
Los procesos de integración y desintegración regional, las marchas y contramarchas proteccionistas, demuestran que la “inminente mundialización” de la economía capitalista en un todo armónico constituye otro juicio impresionista de quienes han reemplazado la categoría histórica de la ley del valor —que gobierna y desgobierna la producción anárquica del capitalismo— por el subjetivismo de sus protagonistas mercantiles. El capitalismo se fundamenta en la competencia y todos los acuerdos de distribución de mercados entre trusts son apenas la antesala de nuevos y mayores enfrentamientos. La decadencia del capitalismo se manifiesta en el carácter creciente y necesariamente destructivo que asume la neutralización de los competidores (en primer lugar, los Estados obreros). La política de “tierra arrasada” que desarrollan los monopolios alemanes en la ex RDA es la mayor ilustración de cómo opera el capital frente a la crisis.
Las oleaginosas son, naturalmente, apenas la punta de un iceberg. La tendencia a la guerra comercial se acentúa porque se alimenta de una crisis de sobreproducción, que en el terreno alimenticio asume dimensiones escandalosas. Europa está parada sobre “montañas de manteca y lagos de leche” y los subsidios comunitarios se destinan en gran medida a financiar el almacenaje de alimentos invendibles, que tarde o temprano habrá que destruir. En ningún otro terreno el parasitismo capitalista es tan visible: mientras hay 1.500 millones de hambrientos en el mundo, Europa destina el 70% de su presupuesto comunitario a impedir la caída de los precios de los excedentes agrícolas y Estados Unidos gasta cifras descomunales en subvencionar a los agricultores para que no cultiven la tierra.
“El problema no son las oleaginosas sino la industria” (64). La crisis de las oleaginosas es verdaderamente irrelevante frente al desplome de la General Motors, de la IBM o de la McDonell Douglas. Estados Unidos incrementó sus exportaciones a Europa en los últimos años gracias a la política de Reagan de desvalorizar el dólar. Esta tendencia tiende a revertirse desde que estalló la tormenta cambiaría en el viejo continente, porque la fuga de las monedas europeas al “refugio” del dólar está revaluando la moneda norteamericana. En estas condiciones, Estados Unidos necesita lograr fuertes concesiones comerciales para mantener su ofensiva exportadora.
Un aspecto particular de la guerra comercial desatada entre las grandes potencias es la lucha por el copamiento de los "países del Este”. Indudablemente, la colonización del “Este” es la gran oportunidad abierta para el gran capital, pero aún ésta deberá, primero, provocar una acentuación sin precedentes de la crisis mundial, antes de ofrecer una perspectiva.
Este “prospecto”, para nada idílico, asegura la emergencia de enormes crisis políticas, de violentos choques imperialistas y de gigantescas conmociones sociales. En primer lugar porque la “conquista de Rusia”, como la de Polonia o la de la ex-RDA, implicará el desguace de su industria —excedente en el mercado mundial— y, por sobre todo, quebrar la resistencia de los trabajadores. Pero antes, deberá resolverse la cuestión de quien se beneficiará con la re-colonización de la URSS: ¿los alemanes, los japoneses o los yankis? La crisis económica y las tendencias explosivas a la quiebra en todos los países excluyen cualquier posibilidad de un “reparto” pacífico.
La lucha interimperialista por el botín de los “países socialistas” está a la orden del día. La pretensión alemana de colonizar financieramente el Este europeo está en la base de la conmoción monetaria europea de setiembre; Estados Unidos y Japón están librando una batalla despiadada por la monopolización de los beneficios de las “reformas” chinas; en su rivalidad por los despojos de la ex Yugoslavia, las potencias imperialistas armaron y alentaron a las camarillas burocráticas que están masacrando al pueblo de los Balcanes. Un aspecto emblemático de esta guerra interimperialista por la colonización de los “países socialistas” es la lucha desatada entre Europa y Canadá (en verdad, las empresas norteamericanas radicadas en Europa y Canadá) y el gobierno norteamericano alrededor del comercio y las inversiones en Cuba.
Jeffrey Sachs señala que un “liderazgo político fuerte” en los Estados Unidos sería un factor fundamental para evitar una “recaída en el proteccionismo”, es decir una guerra comercial abierta y la dislocación del mercado mundial en “zonas de influencia”. Precisamente, fue el “liderazgo fuerte” norteamericano el que “ordenó”, a su favor naturalmente, el comercio mundial desde el fin de la guerra a través del GATT. Pero el estrecho círculo de las naciones imperialistas, el “G-7”, se ha agotado como un factor de decisiones políticas y lo mismo sucede con el “liderazgo mundial” norteamericano. La emergencia de una guerra comercial, algo prácticamente olvidado desde el fin de la guerra mundial, es la consecuencia inevitable de la completa ruptura de las relaciones políticas entre los Estados imperialistas y, de un modo general, del orden mundial armado por el stalinismo y el imperialismo desde el fin de la segunda guerra mundial.
5. Europa arrasada por las crisis políticas
La crisis capitalista tiene consecuencias devastadoras para los regímenes políticos de toda Europa.
Gran Bretaña
En Gran Bretaña, Major se vio obligado a devaluar la libra en medio de una dramática fuga de capitales: en un sólo día “desaparecieron” 17.000 millones de dólares, la mitad de las reservas del Banco de Inglaterra (65). “Como consecuencia de la devaluación, la política anti-inflacionaria está en ruinas”, afirmó entonces “The Guardian” (66). Major se quedó sin política frente a la crisis, como lo revelan sus ciclotímicos vaivenes en la manipulación de las tasas de interés, lo que explica la “rebelión ” del partido Conservador contra su jefe. Pero la devaluación no frenó ni la caída de la libra ni la fuga de capitales; ni siquiera sirvió para fomentar las exportaciones porque “los mercados del continente experimentan una notable contracción”, según Kevin Gardiner, un economista del banco mercantil S. G. Warburg. “La caída de las exportaciones —concluyó—va a seguir constituyendo la principal amenaza para la recuperación de Gran Bretaña” (67).
El panorama de la crisis económica en Gran Bretaña es de depresión. El derrumbe de los valores bursátiles e inmobiliarios, el 40% en dos años, ha llevado a la ruma a los cuatro mayores bancos británicos, a la aseguradora Lloyds y a la mayor constructora del país, la Olympia. Hoy, un millón de británicos de clase media tienen viviendas cuyo valor es inferior al de los créditos que tomaron para comprarlas; casi el 20% de los créditos hipotecarios son incobrables; las empresas están “altamente endeudadas” (68), pero “no tienen los medios para refinanciar (sus deudas)” (69), lo que las condena a la quiebra. La recesión, que comenzó hace ya 30 meses, se ha convertido en depresión, con la quiebra de decenas de miles de pequeñas y medianas empresas e incluso de algunos grandes pulpos como la fabricante de autopartes Luckas. El producto bruto británico es hoy un 5% menor que hace dos años y las perspectivas son negras: la desocupación alcanza hoy a casi 3 millones de trabajadores (10% de la población activa) y se pronostica su aumento ininterrumpido hasta 1994 (3,5 millones de parados, 16% de la población activa) (70), pero “los expertos afirman que no bajará de 2,5 millones hasta el fin del decenio” (71).
El “thatcherismo” agravó todos los males del capitalismo británico; esto es lo que deja en claro su agotamiento y caracteriza la amplitud de la crisis política. A mediados de noviembre del año pasado se desató un escándalo por las denuncias de ventas ilegales de armas a Irak —en las que están implicados Major, otros ministros y el hijo de Margaret Thatcher—; a mediados de octubre, Major se vio forzado a recular de su anuncio de cerrar las minas de carbón ante la rebelión popular y el “amotinamiento” de su propio partido conservador; a mitad de setiembre, el “caos financiero” hirió de muerte al gobierno. Otra expresión de la crisis política británica fue la humillante derrota que sufrió el partido conservador en las elecciones municipales de mayo de este año: fue derrotado en todos lados, pero esa derrota fue especialmente espectacular en los distritos del sur de Inglaterra, los más favorecidos por el “boom” especulativo thatcheriano y perjudicados luego por el derrumbe de los valores inmobiliarios. “Prensa Obrera” caracterizó entonces el resultado de esa elección como “una revuelta de los conservadores contra "la economía de mercado’”' (72). Todo esto sucede apenas pocos meses después de la victoria conservadora en las elecciones generales. En abril, la prensa conservadora atribuía la victoria de Major al “espíritu conservador del pueblo” y a la “inexistencia” de la oposición laborista. Pero estas “ventajas”, sin embargo, no alcanzaron para evitar la caída de la Thatcher, el derrumbe del gobierno de Major y la “muerte política” de Michael Heseltine, actual ministro de Energía, a quien se sindicaba como próximo líder conservador. En aquella oportunidad, “The Sunday Times” (73) escribía exultante que “Londres parece ser un oasis de estabilidad política”… El oasis se convirtió en un espejismo.
El “thatcherismo”, como el “reaganismo”, se asentó sobre una importante derrota del movimiento obrero, en este caso la prolongada huelga minera de 1984/85 y aún antes, en su victoria en la guerra colonial contra Argentina. Un síntoma del agotamiento del “thatcherismo” es el reanimamiento del movimiento de las masas que se puso de manifiesto, primero, con las enormes movilizaciones —sobre todo juveniles— contra el “poll tax” (impuesto personal) y, más recientemente, con las movilizaciones de los mineros contra los cierres de las minas anunciados por Major en octubre del año pasado. Desde el anuncio del cierre, se declaró la huelga general en las minas y los mineros protagonizaron las movilizaciones de masas más importantes desde la derrota de la huelga de 1984/85. Al grito de “despidan a Major, no a los mineros”, más de 250.000 mineros, sus familias y trabajadores de todos los gremios llenaron varias veces las principales plazas londinenses.
A partir de las movilizaciones mineras se sucedieron huelgas de mineros, ferroviarios, choferes de ómnibus, maestros, trabajadores de la Ford y de la fábrica Timex, bomberos, empleados públicos, trabajadores de la sanidad estatal y empleados municipales. El ascenso del proletariado británico es un aspecto inseparable del agotamiento del “thatcherismo”, por eso el “Financial Times” (74) encuentra que entre todas las manifestaciones de “hostilidad” que se manifiestan entre los afiliados de los sindicatos, las más profundas están dirigidas contra “las políticas de privatización (ferroviarios, choferes, mineros) y de competencia de mercado (docentes y empleados estatales)”. Otro síntoma del alza obrera británica es la pretensión del gobierno de Major de modificar la ley de empleo para atacar las huelgas y los sindicatos (prohibición de huelgas contra leyes votadas en el parlamento, prohibición de los piquetes de masas, autorización a los patrones a rehusar aumentos salariales a los trabajadores que se nieguen a firmar convenios individuales). Aunque el alcance de esta ofensiva le quede grande al súper-débil gobierno de Major, señala cuáles son los objetivos estratégicos del gran capital.
Estas crisis políticas pusieron el clavo final en el cajón del thatcherismo, que había comenzado a derrumbarse con la caída de los valores bursátiles e inmobiliarios y la expropiación de millones de británicos de clase media, que creyeron en el mito del “capitalismo popular” y terminaron sin ahorros y desalojados por no poder pagar sus hipotecas. La crisis minera ha golpeado ahora a las privatizaciones, el corazón de la “revolución conservadora”. La “reconversión industrial”, presentada durante años como la “solución”, ha terminado convirtiéndose en la causa de la crisis. Esto explica que los conservadores reclamen ahora el mantenimiento, y aún el subsidio, para la minería estatal. Sin embargo, en la reacción de los conservadores, como en el recule del gobierno, “hay mucho de pánico” (75) porque — según Patrick Worsnip, de la agencia Reuter— “el conservadurismo quedó finalmente exprimido” (76). Otra señal del “pánico” que la prensa conservadora le endilga a sus parlamentarios es su reclamo de “medidas demagógicas” como el retraso de la privatización del sistema de los ferrocarriles y del sistema de transportes colectivos de Londres, formulado pocas horas después de la derrota conservadora en las elecciones municipales (77). El agotamiento del “thatcherismo”, como el del “reaganismo”, se produce después de haber aplicado a fondo sus “soluciones” hasta el hartazgo… con el resultado de un agravamiento colosal de la crisis capitalista y de crisis políticas profundas en todos los Estados imperialistas. El hundimiento del “conservadurismo anglosajón" traduce la impotencia mortal de la burguesía mundial frente al agotamiento histórico del capitalismo.
Italia
En Italia, la caída de la lira y la fuga de capitales, precipitadas por la crisis fiscal (el monto de la deuda pública duplica el del producto bruto anual), han puesto al país al borde de la hiperinflación, el derrumbe del sistema financiero y la cesación de pagos. “La situación es tan delicada que nerviosos banqueros en Londres y en París están dibujando paralelos entre la Italia de hoy y el México de una década atrás, al comienzo de la crisis de la deuda externa” (78).
La salida capitalista a esta crisis es la guerra contra las masas: al día siguiente de la devaluación de la lira, el gobierno de Amato lanzó un violentísimo paquete de aumento de impuestos al consumo, reducción de gastos sociales, elevación de la edad jubilatoria, congelamiento de los salarios y jubilaciones, despido de empleados públicos y privatizaciones en masa. Ya en julio de 1992, el gobierno había exigido a los sindicatos la supresión de la escala móvil de salarios y la aceptación del congelamiento salarial por tres años. “La gravísima situación económica —dice el corresponsal de El Cronista en Roma (79) — había sugerido a los dirigentes de las tres centrales (una stalinista, otra socialista y la tercera democristiana) dar su apoyo a las medidas dictadas por el gobierno en julio”. El acuerdo fue violentamente rechazado por las bases y se convirtió en “sublevación popular” con huelgas regionales, municipales, por gremio y por rama, manifestaciones de masas en todo el país. Desde setiembre se asiste a una rebelión y radicalización en masa de los cuadros medios de los sindicatos, en particular de la Cgil stalinista, y a un proceso generalizado de elección de delegados y formación de comités de fábrica. Estos delegados y “comités de base” convocan huelgas al margen de la burocracia de las centrales sindicales, como las realizadas en Lombardía y Nápoles a fines de febrero, y a manifestaciones de masas como la de los 200.000 “autoconvocados” en Roma a fines de febrero.
La “rebelión de la base sindical” ha sacudido el cuadro político del país, mucho más incluso que el escándalo de la corrupción oficial. El hundimiento de la burocracia sindical marca el definitivo colapso del Partido Socialista —que ha desaparecido como partido— y también el de los “poscomunistas” del PDS, cuya función política para la burguesía era, precisamente, maniatar al movimiento obrero.
El ascenso obrero y antiburocrático ha levantado las acciones de la “Refundación Comunista”, una escisión del PDS, que reivindica el “marxismo-leninismo” del PCUS de Stalin y del PCI de Togliatti, y de los llamados “autónomos”. Pero unos y otros carecen de un planteamiento político a la altura de las circunstancias. Luigi Malarba, dirigente del Comité de Base de la Alfa Romeo de Arese, que ha estado a la cabeza de las movilizaciones, por ejemplo, plantea “construir una asamblea nacional de Consejos de fábrica” (80). Un planteamiento de estas características es una demostración inapelable del carácter explosivo de la situación italiana y de sus posibilidades revolucionarias: una asamblea de consejos de fábrica se convertiría inmediatamente en un punto de concentración de todas las fuerzas obreras, como clase, frente al Estado, es decir en un organismo de tipo soviético. Pero la perspectiva que le imprimen los “autónomos” es “el nacimiento de un sindicato nuevo, apoyado en los consejos, reglamentado por ley (sic)… un sindicato único, democrático, con derecho de tendencia proporcional al consenso obtenido en la base” (81). Los problemas que la crisis le plantea a la clase obrera, sin embargo, no son sindicales, y mucho menos legislativos, sino eminentemente políticos. En Italia, el problema de la dirección política de la clase obrera, el partido revolucionario, está planteado al rojo vivo.
"Tangente” y lucha interimperialista
El escándalo de las “tangentes” sacó a la luz la espesa red de intereses que unen a la “clase política” y a las empresas estatales con un amplio sector de la burguesía italiana, contratistas y monopolizadores de los subsidios estatales. Bajo esta “protección” ha tenido lugar un vasto proceso de acumulación privada de capital. Baste señalar que el monto de las coimas se calcula en más de 200.000 millones de dólares, nada menos que el 20% del producto bruto italiano y que en el norte han debido cerrar más de 80.000 empresas como consecuencia de la paralización de las obras “bajo investigación”.
¿Qué intereses capitalistas tienen interés en romper esa trenza capitalista? El “Financial Times” afirma que el escándalo estalló y se propagó cuando los directores “políticos” —y el conjunto de los intereses capitalistas que se mueven detrás de ellos— “lanzaron una lucha de retaguardia, retuvieron influencias y pusieron trabas a la privatización… Aquí es donde la acción de los jueces resulta tan significativa” (82). Precisamente, los jueces han puesto tras las rejas a los gerentes “políticos", opuestos a las privatizaciones, pero no a los representantes del Tesoro en las empresas públicas. El mismo diario londinense destaca que “ciertos ejecutivos sostienen que los arrestos pueden acelerar antes que obstruir los procesos de privatización… La salida de los altos ejecutivos del ENI y de sus poderosas subsidiarias puede reducir las disidencias internas y torcer la balanza en favor de una privatización rápida” (83).
En consecuencia, es pertinente suponer que los principales interesados en las denuncias son los bancos acreedores y, en particular, el imperialismo norteamericano. La presión de la banca acreedora puede explicar también el fenomenal derrumbe de la lira desde que comenzó el escándalo, la que ha perdido la tercera parte de su valor respecto del dólar y el marco. Alguien sobre el que no pueden pesar sospechas de enemistad con los banqueros, él mismo un banquero, el ex primer ministro de Francia, Raymond Barré, denunció en la supercumbre capitalista, en Davos, que las corridas contra el franco responden a una conspiración “anglosajona” (84)
El hundimiento del conjunto de las relaciones políticas montadas en Italia desde la posguerra pone en peligro la propia existencia del Estado unificado. El ascenso de la “Liga lombarda”—una agrupación regionalista que realiza una violenta demagogia antipartidos y que proclama la necesidad de la secesión del norte “rico” del sur “pobre” y de la “Roma corrupta”— “amenaza la trama misma del sistema político” (85), porque “pone en riesgo la unidad nacional… al cuestionar el pacto fundacional del Estado”, y hasta podría llevar a Italia a una “perspectiva yugoslava”. Mientras tanto, la guerra abierta que libran en el sur de Italia la maffia y las fuerzas represivas plantea el surgimiento de virtuales “colombias” en el corazón de Europa. La crisis capitalista no sólo ha convertido en ruinas al régimen político sino que también amenaza destruir la obra histórica de la burguesía, el Estado unificado.
El conjunto de contradicciones explosivas que sacuden el régimen político italiano plantea la posibilidad de que la única alternativa para imponer la “economía de guerra” contra las masas sea una dictadura. Así, el régimen pinochetista, deseado para imponer la restauración del capitalismo en Rusia, podría hacer su "debut europeo" en Italia… para salvar al capital.
Pero la burguesía está aterrorizada, sobre todo, por las enormes huelgas y movilizaciones de masas, que han superado el control de la burocracia staliniana. Como advierte La Malfa ón de los astilleros y el surgimiento de Solidaridad. La burocracia asistió aterrorizada a los acontecimientos polacos de res. Después de los girondinos—recuerda—vinieron los jacobinos”… es decir, la revolución.
Si esto ha pasado en dos “grandes potencias” como Italia y Gran Bretaña, y aún en Francia, donde los dirigentes de la socialdemocracia llaman a la “auto-disolución” del partido, como los del PC italiano después de la caída del Muro, ¡la situación en los “pequeños países” de Europa (Escandinavia, Portugal, España, Irlanda, Grecia, etc.) es infinitamente peor!
6. URSS
“La economía mundial no es la suma de sus partes componentes; entre la economía mundial como un todo y los distintos países, naciones y mercados nacionales existe una relación contradictoria. El derrumbe de los regímenes burocráticos (sus fuerzas productivas dejaron de crecer) es la consecuencia general de la política de estos Estados —no de la política de un gobierno o de una fracción determinada— que se desprende necesariamente de la estructura estatal burocrática de esos países. Esta política debía conducir al derrumbe porque pretendía desarrollar en un marco autárquico las fuerzas productivas que mucho antes habían adquirido una dimensión internacional, o alcanzar los estadios modernos del desarrollo económico al margen de la división internacional del trabajo. En tanto que naciones que expropiaron al capital, esos Estados sólo podían integrarse a la economía mundial por medio de la revolución en los principales países avanzados. Al contrario, la política de la burocracia en el campo económico ha sido la autarquía (socialismo en un solo país) y en el campo político, la coexistencia con el imperialismo, en calidad de nueva capa parasitaria que intermedia entre el imperialismo mundial y las masas de su propio país. Por lo tanto, no se trata, simplemente, de la superioridad de la economía mundial sobre las naciones atrasadas, incluso aquéllas que han expropiado al capital, sino que se trata de la impasse general a la que han llevado a esas sociedades los regímenes burocráticos” (86).
Lo que se dio en llamar el “fracaso del socialismo” no es, ni más ni menos, que la política consciente de la burocracia de la Unión Soviética para provocar la restauración del capitalismo en la URSS. No fracasó la burocracia; no sólo porque no había socialismo en la URSS sino también, y por sobre todo, porque lo que llevó adelante fue una política consciente de restauración. Cuando Gorbachov asumió la jefatura del gobierno y anunció que su tarea era alcanzar “más socialismo y más democracia”, la izquierda mundial, incluido Fidel Castro, saludó el planteo gorbachoviano. El Partido Obrero, por el contrario, caracterizó que no había ni socialismo ni democracia, sino una política de la burocracia de restauración del capitalismo desde arriba y que esas “reformas” eran inviables, porque ningún régimen del mundo se cambia desde arriba. La política de esta dirección — caracterizamos— es replantear aceleradamente un proceso de acumulación de capital. Fuimos la única corriente que en medio de una propaganda feroz en tomo de la “reforma del socialismo” planteó que la “perestroika” era una política contrarrevolucionaria lanzada con el apoyo del capital.
El carácter restauracionista de la perestroika salta a la vista al considerar su política exterior, aprobada por unanimidad en el XXVII° Congreso del PCUS. El “desmantelamiento de las barreras que se interponían a las relaciones con Occidente”, con que se propagandizaron los “acuerdos armamentistas” que consagraron la superioridad estratégica del imperialismo norteamericano en materia de armas nucleares, y el desmantelamiento del “glacis”, sólo podía significar derribar las diferencias sociales entre los Estados, es decir restaurar el capitalismo en la URSS y en Europa del Este. El fin político de la perestroika no era otro que llevar a cabo una liquidación “ordenada” y pautada con el imperialismo de los regímenes sociales anticapitalistas para preservar el aparato del Estado, es decir, la burocracia.
La burocracia no es una clase social, no explota a los trabajadores en forma capitalista sino que es una capa social parasitaria porque, teniendo en sus manos las riendas del Estado, utiliza el poder político para quedarse con la mayor parte del presupuesto nacional. El burócrata particular, y la burocracia como capa social, no son dueños de los medios de producción; sólo utilizan su calidad de burócratas, el poder político, para sacar de ello un mayor provecho. Sin embargo, esto sirve apenas para consumir, el burócrata no puede acumular, no puede convertir sus “ahorros” en capital de la misma manera que lo hace un capitalista, que separa una parte para el consumo y otra para continuar la acumulación. En consecuencia, la burocracia precisa de un cambio en la estructura social y jurídica del país, esto para acceder a la propiedad privada. La política de Gorbachov, desde el primer momento, tenía este fin.
Cuando Gorbachov afirmó que su objetivo era pasar de un régimen autoritario a un “Estado socialista de derecho”, donde cada persona tuviera “derechos”, era evidente que el contenido de su política era la restauración de la propiedad privada. En un régimen de derechos, por encima de todos los derechos está el derecho de propiedad, que es el derecho fundamental. La lucha por el socialismo es la lucha histórica por la abolición del derecho de la propiedad privada y de todos los demás “derechos”, porque el “derecho” no es más que un regulador de los antagonismos y las diferencias sociales.
La política que desarrolló la burocracia no era la expresión de un “fracaso del socialismo” sino del interés social de la burocracia de convertirse en una clase social propietaria y explotadora del trabajo ajeno. Esta caracterización —que se basa en la que formulara Trotsky sobre la naturaleza social compleja y contradictoria de la burocracia del Estado obrero— ha sido confirmada por los hechos, en abierta contradicción con los planteamientos del conjunto de las tendencias trotskistas que afirmaban que existía una reforma democrática y socialista y que hasta —como el Mas o el mandelismo—inscribieron el “socialismo con democracia” como su planteamiento estratégico.
Los que como Mandel pensaban que la “perestroika” era una política “democrática” y “socialista” también sostenían que era una política viable; que no existían contradicciones insolubles en la URSS bajo la dominación de la burocracia y que, en consecuencia, las “reformas” podrían realizarse pacíficamente. El PO, por el contrario, afirmó siempre que las contradicciones entre las masas obreras y la burocracia eran irreconciliables, con tendencia a tornarse explosivas hasta conducir a la guerra civil, porque la burocracia no podía “auto-reformar” el régimen político y social sin crear una situación revolucionaria.
El fracaso de la burocracia no es el “fracaso del socialismo” sino, por el contrario, el fracaso de la tentativa de restaurar pacíficamente el capitalismo, lo que abre un período de lucha de clases aguda en la URSS.
Revolución política
Los regímenes burocráticos habían agotado sus posibilidades mucho antes de su derrumbe. El saqueo desenfrenado de la propiedad estatal por parte de la burocracia había convertido a la URSS y a Europa del Este en países del “Tercer Mundo”, la acumulación de monumentales “deudas externas socialistas” revelaron la completa impotencia de la burocracia para resolver las contradicciones inherentes a la utopía reaccionaria del “socialismo en un solo país”.
Como todo proceso histórico, el hundimiento de los regímenes burocráticos es un proceso de luchas sociales concretas. El primer fenómeno que puso de manifiesto la inviabilidad política de los regímenes burocráticos fue la huelga polaca de 1980, la ocupación de los astilleros y el surgimiento de Solidaridad. La burocracia asistió aterrorizada a los acontecimientos polacos de 1980, “un movimiento apoyado— según Edouard Shevardnadze, ex canciller de Gorbachov— por la clase proletaria y la intelligentsia (o clase intelectual) (que) constituyó una verdadera amenaza capaz de desestabilizar el poder” (87) “¿Fue la perestroika la que contribuyó al surgimiento de Solidaridad?” (88), pregunta Shevardnadze a los conservadores que lo acusan de haber “abierto las puertas del infierno”. “Las fortificaciones exteriores creadas para defender la causa por la que trabajábamos—sigue el ex canciller— se desmoronaban… en casi todos los países de Europa (oriental) … los dirigentes políticos estaban perdiendo rápidamente el control de la situación y no podían encontrar respuestas adecuadas a los defensores de los cambios democráticos. En algunos casos, en su persistencia de rechazar las reformas fortalecían a la oposición desorganizada” (¡Solidaridad!). La burocracia no se bancaba más una revolución en sus fronteras porque, como reconoce Shevardnadze, no tenía condiciones, ni internas ni internacionales, para intervenir militarmente. “La perestroika — remata con razón— nació por la necesidad objetiva de superar la situación de crisis que amenazaba tanto la seguridad nacional como los intereses nacionales” (89) ¡La amenaza a la “seguridad” del régimen era la clase obrera!
Por eso, cuando una organización que se reclama trotskista como Lutte Ouvriere afirma que “El final de los años ochenta ya no era el final de los cincuenta. En el curso reaccionario general, y no sólo en la Unión Soviética, los burócratas no se sentían amenazados por el proletariado (con razón o no, eso lo dirá el porvenir)… (y buscaron) aprovechar la resignación (¿?) de la clase obrera soviética … Su codicia ya no se hallaba refrenada por el miedo “ (90), está claro que ha perdido el rumbo, porque no ha visto lo fundamental: el movimiento de masas contra la burocracia, que se vio obligada a lanzar la perestroika y el glasnost antes que para resolver sus problemas económicos como una medida de defensa contra la revolución proletaria y como un reclamo de apoyo al imperialismo contra esa revolución.
Precisamente por esto, el V° Congreso del PO caracterizó que “en la URSS y en Europa del Este se ha abierto un proceso de revolución política porque 1°-) los regímenes han sido quebrados por sus propias contradicciones; 2°) no han sido sustituidos por una contrarrevolución triunfante; y 3°) han caído porque ya no podían contener más a las propias masas. Se ha abierto un proceso revolucionario, una situación revolucionaria: o el régimen restablece, por vías democráticas o contrarrevolucionarias directas, un nuevo equilibrio o vamos a una revolución” (91).
En las condiciones terribles que viven las masas en la ex URSS —golpeadas por la inflación y el desempleo, lanzados adrede por la burocracia para desahuciar las reivindicaciones de los trabajadores, que se transforman en inviables— son inevitables las alzas y las bajas, los flujos y los reflujos de sus movimientos de lucha y de su organización. Más aún cuando no existe un partido revolucionario capaz de plantear la reivindicación política general de la toma del poder. Pero ni el reflujo actual ni, mucho menos, la inexistencia de un partido revolucionario pueden negar el carácter general de la etapa, que se manifiesta en la incapacidad absoluta de la burocracia de fortalecer al Estado; éste, por el contrario, se disgrega irremediablemente.
La propia destrucción de las condiciones sociales de vida de las masas —al desahuciar las ilusiones en las "soluciones" restauradoras— deberá servir para que penetren en las masas las consignas de conjunto, y para que se reaviven las tradiciones históricas de los explotados. Por otro lado, las ascendentes luchas de la clase obrera de Europa occidental —que recibieron un enorme impulso a partir del derrumbe de los regímenes burocráticos— servirán también para abonar la experiencia de la clase obrera rusa con los “beneficios del capitalismo".
El contenido objetivo del proceso de revolución política en curso es el derribamiento de la burocracia restauracionista, la expropiación de sus privilegios políticos y materiales y la restauración del poder de los consejos obreros, la dictadura del proletariado, y la reorganización de la economía del país a través de un plan centralizado y el control obrero, de arriba a abajo del país. Las consignas de la revolución política, además, deberán tomar los elementos de la descomposición de las relaciones sociales y de propiedad que plantea el curso restauracionista de la burocracia, levantando consignas frente a la cues-
tión de la propiedad (que no estaba planteada cuando Trotsky levantó la consigna de la revolución política) y el de la organización política del país frente al poder de facto —no constitucional— de la burocracia.
Desintegración económica y social
El V° Congreso del PO caracterizó que "los procesos de restauración capitalista que se iniciaron tímidamente bajo el período gorbachoviano adquieren, de golpe, características muy acentuadas con posterioridad a la toma del poder por Yeltsin. ¿Se trata solamente de que subió al poder la fracción restauracionista de la burocracia? No sólo es eso sino que, además, hay un fenómeno más complejo y profundo. Yeltsin, en realidad, no tiene una sola idea clara sobre cómo reintroducir el capitalismo en la URSS porque la restauración capitalista que no arranca con la victoria de la contrarrevolución y con la militarización de las masas es un proceso absolutamente caótico de descomposición económica… Cuando Yeltsin se lanza con mayor vigor ala restauración capitalista es porque la crisis del Estado llegó a un punto tan extremo que sin el sostén abierto y descarado del FMI y de la banca mundial la burocracia no puede hacer frente a las masas ni un instante. Tiene que dar un salto desesperadamente hacia el vacío para presentar un frente común con el imperialismo contra las masas” (92).
Esta caracterización se ha confirmado plenamente. La liberación de los precios y la liquidación de los subsidios a los artículos de primera necesidad — el “shock capitalista” de Yeltsin—han provocado un retroceso histórico en los salarios, un crecimiento descomunal del desempleo y una degradación generalizada de las condiciones de vida de las masas pero no han conseguido avanzar, ni un milímetro, hacia la reorganización económica del país. Sólo en los dos últimos años la producción ha caído en un 50%, en tanto que la inflación se encuentra en el 3.000% anual. Mientras que el 70% de la población se encuentra debajo de los niveles de pobreza, los directores de las principales empresas saquean sin misericordia los recursos de la nación y una parte de la juventud se ve obligada a sobrevivir por medio de la prostitución y la delincuencia en general.
Mediante la liquidación de cualquier forma de planificación centralizada y el mantenimiento de un remedo de monopolio del comercio exterior, las pandillas burocráticas han destruido todas las posibilidades de una estabilización económica capaz de servir de propulsión a la economía. Entre 1989 y fines de 1991, las reservas de divisas de la ex URSS cayeron de 15.000 a 1.500 millones de dólares, en tanto que la deuda externa subió de 60 a 110 mil millones de dólares. Estas cifras significan que se fugaron nada menos que entre 45.000 y 65.000 millones de dólares en poco más de dos años, que han servido para montar un “fondo de acumulación” de los 15.000 burócratas que manejan las empresas autorizadas a operar en el comercio exterior y a abrir cuentas en el extranjero. “El ministerio de Seguridad de Rusia dice que uno de cada tres barriles de petróleo y una de cada dos toneladas de níquel llega al exterior por "canales no oficiales"”(93). Es natural entonces que de cada cuatro dólares exportados, uno haya quedado en el exterior y que el International Institute of Finance evalúe la fuga de capitales, para los años 1991 y 1992, en 17.000 millones de dólares (94) ¡Así se va formando el “capital” con el cual la burocracia pretende convertirse en capitalista!
Semejante saqueo, que se agudizó bajo Yeltsin, provoca un completo dislocamiento social y económico que todavía deberá profundizarse. Sólo una nueva revolución proletaria, que expropie a todos los acaparadores y nuevos capitalistas, podría reunir la reserva monetaria necesaria para estabilizar la economía y relanzar la producción. Para ello es imprescindible cortar la fuga de divisas, parar la emisión de moneda y elaborar un presupuesto equilibrado, algo que en las actuales circunstancias es irrealizable, dada la dislocación del Estado, y que provocaría además el cierre masivo de empresas. Un parate a la emisión inflacionaria exige implantar el control obrero de la producción y el restablecimiento de los lazos de intercambio entre las empresas. Lejos de esto, la burocracia acaparadora ha impulsado la creación de Bolsas de materias primas y de productos industriales, donde anárquicamente se desvía la producción de las empresas del Estado, en un caso único de desabastecimiento planificado desde el Estado.
El carácter “primitivo” de la acumulación capitalista corresponde a las características del proceso de restauración capitalista en Rusia, incluso en la mayor parte del ex bloque oriental. La privatización de las empresas públicas significa, en general, un cambio de patrimonio pero no una inyección de capitales; los burócratas que se aprovechan de esas privatizaciones tienen poder de mando pero no capital. Es por eso que, sean públicas o privatizadas, las empresas dependen del crédito oficial, el cual es usado para fugar divisas al exterior y especular con la inflación. “El Banco Central de Rusia triplicó — dobló, en términos reales— sus préstamos a los bancos comerciales, en un intento de detener la caída de la producción industrial” (95). El gobierno ordenó el 1° de julio de 1992 el congelamiento y la compensación de las deudas interempresarias, pero desde entonces las deudas han crecido otra vez; las empresas no pagan intereses por sus deudas, ni siquiera repagan los capitales. Una privatización “más desarrollada” acentuaría las tendencias hiperinflacionarias, esto porque sería más intensa la presión por obtener financiamiento por parte de “ejecutivos” entrelazados en la banca y en la industria.
El otro escollo enorme que enfrenta la política de privatizaciones es que el patrimonio de las empresas poco tiene que ver con lo que sería su “valor de mercado”. La crisis capitalista ha desvalorizado las industrias en todo el mundo, obligando a una política de venta de activos y despidos en masa de trabajadores. En Rusia se han vendido importantes empresas a cambio de certificados de privatización que el gobierno entregó a todos los ciudadanos, pero que en realidad quedaron en manos de los directores y el personal de las empresas. Cumplido el operativo de apropiarse del patrimonio público, los directores enfrentan la necesidad de despedir en masa a sus “socios” obreros, de lo contrario no podrán imponer las tasas de explotación que los acreditarían para obtener préstamos internacionales o capitales extranjeros. Dada la “dificultad” que se han creado al “asociarse” con sus víctimas, estas empresas privatizadas están obligadas a depender del banco estatal. Pues bien, gran parte de la disputa entre Yeltsin y el Congreso; dentro de los diferentes bloques del Congreso; e, incluso, dentro del gabinete, consiste en quien controla el Banco Central. El otro obstáculo creado por estas privatizaciones es que el control de sus actuales directores depende de que el personal no venda las acciones que tiene en su poder. Como resultado de estos problemas, los principales beneficiarios de las privatizaciones reclaman, en muchos casos, una disminución en el ritmo de la “transición” al capitalismo, ya que ésta entrañaría, entre otras cosas, la instalación de mercados donde se podrían vender las acciones. Interpretar esta oposición a “más” privatizaciones como una resistencia al capitalismo por parte de los mismos privatizadores es confundir las contradicciones objetivas con sinrazón.
El problema que confrontan todas las alas de la burocracia es, precisamente, cómo hacer frente, de un lado, a la desocupación en masa y a la desintegración social que deberá provocar un impulso más consecuente a la privatización y, del otro, al empantanamiento completo y a la desintegración económica a que lleva el actual proceso privatizador.
Crisis políticas e hipótesis
Tanto Yeltsin corno el Congreso han agotado cualquier capital político que hubieran podido tener en el pasado. Ninguno de los dos goza de la confianza del país, al menos según los resultados del referéndum de abril. Tampoco tienen la confianza del Ejército, lo que explica la imposibilidad para el alto mando de inclinarse para uno u otro lado. Ninguna fracción tiene una mayoría decisiva en el Congreso, cuyos alineamientos se modifican con extrema rapidez, en función del vértigo de la propia crisis. Más importante aún, ni Yeltsin ni el Congreso ejercen efectivamente el poder del Estado a nivel nacional. En las regiones, o en las provincias, coexisten las autoridades electas hace cuatro años con los prefectos enviados por Yeltsin, quien nunca se atrevió a convocar a elecciones municipales. La situación así delineada exigiría un acuerdo entre todas las fracciones, el cual, sin embargo, no resolvería nada si no tiene, como no lo tendría, un programa para llevar al país hacia algún lado sin necesidad de guerra civil.
Estas características de la situación explican la falta de resolución que están demostrando los contendientes. En definitiva, la crisis deberá profundizarse aún más; deberá obligar a las masas a intervenir, al menos como una “advertencia” de lo que podría ocurrir; los alineamientos de fuerza deberán delimitarse con mayor precisión; todo esto es necesario antes que se pueda plantear una salida más duradera a la presente crisis.
Los jefes de Estado imperialistas se unieron en el apoyo a Yeltsin, en una acción que se parece más a la de un bombero que a la de un árbitro, no digamos ya a la de un juez. Pero para una fracción creciente del imperialismo, Rusia sería un caso perdido, que habría que permitir que se desintegre como un mal menor. Se trata de los partidarios de la “carta ucraniana” y de la formación de un bloque de países desde el Báltico al Mar Negro. El imperialismo está empezando a considerar la hipótesis de una catástrofe rusa como un “mal menor”.
La “primavera parlamentaria” que está viviendo Rusia refleja simplemente la indecisión de los poderes del Estado y el empate entre las diferentes fracciones políticas. Es muy improbable que el marco parlamentario pueda subsistir como marco para el delineamiento y la delimitación más clara entre las diversas fuerzas políticas.
La variante más probable sería un crecimiento de los conflictos interregionales y con la periferia nacional de Rusia, que progresivamente vaya habilitando al ejército a jugar un papel de árbitro y a ver nacer de su seno un Bonaparte. Esta tendencia se reforzaría con un desplazamiento del occidentalismo por el nacionalismo o el eslavismo. Un gobierno militar probablemente se vea obligado a recomponer parcialmente la propiedad estatal para reactivar las fuerzas productivas, antes de recomenzar el camino de la privatización.
Una parte importante de la clase obrera rusa apoyó a Yeltsin, cegada por la demagogia antiburocrática de este viejo burócrata y por la creencia de que los planteos independientistas y autonomistas de éste serían un sinónimo de autogestión obrera de las grandes empresas, yacimientos y minas. Estas expectativas se han revelado como una ilusión; la situación de los mineros que encabezaron la huelga contra Gorbachov, por ejemplo, ha empeorado extraordinariamente. En la reciente campaña electoral por el referéndum, los mineros amenazaron a Yeltsin con volver a ocupar las minas e ir a la huelga indefinida. La otra hipótesis es, en consecuencia, que el centro de gravedad lo pasen a ocupar las luchas obreras; que la situación se desplace hacia la izquierda; que surjan comités de huelga y consejos obreros. En esta última variante, dos factores son importantes, junto a la miseria de las masas y a la impasse de la política de mercado: un reagrupamiento socialista revolucionario de la vanguardia y la evolución de la lucha de clases en el ámbito internacional, y dentro del Este, en Polonia y la ex Checoslovaquia.
Un Estado obrero en disolución
La propiedad estatal, todavía eminentemente mayoritaria en la ex URSS, sólo sirve al acaparamiento individual de los burócratas restauracionistas. El Estado protege hoy, no la propiedad colectiva, sino el desenvolvimiento de la propiedad privada y el enriquecimiento individual capitalista. Por eso, “el Partido Obrero define el carácter del Estado en la ex-Unión Soviética como un Estado obrero en descomposición, Estado obrero en disolución, cuyos elementos dinámicos son, de un lado, la negación del Estado obrero a través de una política de restauración capitalista (y, en esa medida, el Estado obrero, como protección de las relaciones sociales de la Revolución, ha dejado de existir); y, de otro lado, la revolución política de las masas que potencialmente tiende a la expropiación de la burocracia” (96).
El régimen político está en manos de camarillas burocráticas restauradoras que utilizan conscientemente el poder político para destruir las relaciones sociales y de propiedad. Por eso es completamente falso, como afirman el PORE español y la “Liga Internacional por la Reconstrucción de la Cuarta Internacional”, que “esa alianza (entre ’la burocracia stalinista, cuyo poder no ha sido destruido, y las fuerzas emergentes de una nueva clase capitalista, todavía demasiado débil para pretender ejercer el poder por sí misma’)… no ha liquidado en ningún país las relaciones de propiedad y las conquistas sociales que caracterizan a estos Estados como Estados obreros gravemente deformados por el cáncer burocrático” (97). Entonces no habría proceso de restauración alguno en curso porque éste comporta fatalmente un pillaje y una destrucción sin precedentes de las fuerzas productivas que se encuentran estatizadas (”relaciones de propiedad”) y una enorme regresión social ("conquistas sociales"), imposible sin una victoria de la contrarrevolución en el plano político. Estos “trotskistas” olvidan que sin planificación ni monopolio del comercio exterior y las finanzas, el Estado obrero es una abstracción.
Esta caracterización es común a la inmensa mayoría de las corrientes trotskistas. Lutte Ouvriere, después de acumular estadísticas sobre el carácter mayoritariamente estatal de la propiedad en la industria, el campo y el comercio, afirma que “es prematuro abandonar la noción de Estado obrero degenerado para expresar lo que es la ex URSS o lo que queda de ella, principalmente la Rusia ex soviética… Si al cabo del período actual las relaciones sociales son trastocadas, la economía estatal heredada del pasado finalmente liquidada y los principales sectores de la economía devueltos a la propiedad privada; si entonces todo lo que queda de la herencia de la revolución proletaria debe encontrarse definitivamente liquidado, se planteará quizás la fecha de la muerte del Estado obrero luego de su muy larga agonía seguida del estado comatoso actual. Se podrá entonces discutir y ponerse de acuerdo entre diferentes fechas que han marcado enseguida o a posteriori, las diferentes etapas de regresión… pero sólo entonces” (98). Para LO, la caracterización de la naturaleza del Estado en la ex URSS sólo sirve para formular un juicio histórico, a posteriori, y no para definir exactamente cuál es el choque de fuerzas sociales y determinar una política.
La restauración capitalista no significa que sea necesario que se consume antes la privatización de todas y cada una de las empresas estatizadas. Bastaría con que la economía—aun cuando comporte un alto porcentaje de empresas estatizadas— se integre a la circulación del capital mundial a través del comercio exterior, de la deuda externa y de la progresiva formación de un mercado. A esto apuntaron precisamente la abolición del monopolio del comercio exterior y de las finanzas, la liquidación de la planificación estatal, la liberación de precios y la autorización a la formación de empresas mixtas. El contenido económico del proceso que se vive en la ex URSS es puramente capitalista: cada una de las medidas de la burocracia —incluso aquellas que pretenden preservar el saqueo de las empresas estatales por parte de las maffias— están en función de la restauración capitalista. Seguir hablando, en estas condiciones, de "Estado obrero degenerado", como si nada hubiera pasado, es negar la realidad. Como ya señalamos en nuestro V° Congreso, “estos ‘trotskistas’ desconocen la idea profunda que planteó Trotsky en ‘La Revolución Traicionada‘: que en caso de producirse una contrarrevolución en la Unión Soviética, el gobierno contrarrevolucionario no privatizaría sino que explotaría el conjunto de la propiedad estatal como una única empresa colectiva capitalista. Luego, progresivamente, una vez reintroducido por la fuerza y bajo control, en el marco de la economía mundial, comenzaría a privatizar” (99).
El Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, creado especialmente para “acompañar” la restauración en la URSS y Europa del Este, sostiene, sin embargo, que “la reforma hacia una economía de mercado y la transición no son hoy en día irreversibles” (100). ¡Naturalmente! Pero no es “la potencia de la herencia del pasado”, como afirma Lutte Ouvriere (101), ni las enormes contradicciones económicas que genera el proceso de restauración, lo que lo hace “reversible”. La restauración no está asegurada simplemente porque las masas no han sido derrotadas. El proceso de revolución política — que se expresa en el debilitamiento de las estructuras del Estado, en la incapacidad de Yeltsin para hacer cumplir sus órdenes, en la existencia de poderes locales que desconocen al poder central, en la fractura del ejército— bloquea el proceso de restauración. Esto explica la aparente contradicción de que las inversiones externas se derrumbaron —“de un total acumulado en varios años de 1.600 millones de dólares pasaron a 640 millones en 1989, a 480 millones en 1990 y a 249 millones en 1991” (102)— precisamente cuando se hacía cada vez más evidente el carácter restaurador de la política burocrática. Y explica también que en la ex URSS, donde la disolución del Estado obrero por el régimen burocrático está enormemente más avanzada que en China, el proceso de penetración capitalista sea irrelevante en comparación con el que se ha operado en la República Popular. Lo que bloquea la restauración son las libertades democráticas que las masas han sabido conquistar y que utilizan para defender sus condiciones de vida. Toda la prensa destaca el verdadero terror que sienten los burócratas a que el despido de 30 ó 40 millones de obreros provoque una revolución.
Sólo una revolución política que barra a la burocracia podrá evitar la restauración. La disyuntiva planteada por Trotsky como una perspectiva histórica—“una nueva revolución” que derroque a la burocracia o la restauración— está planteada hoy como un problema político inmediato.
La cuestión de las nacionalidades
La desintegración de la URSS como Estado federal primero, y la del Estado ruso posteriormente (declaraciones de independencia de los tártaros, chechenos, etc.; surgimiento de nuevas repúblicas dentro de la Federación Rusa) no es consecuencia de las tendencias centrífugas nacionales sino de los atropellos, primero, y del derrumbe, después, de la burocracia staliniana y del Estado burocrático. El contenido de todos los movimientos nacionales de las naciones periféricas e incluso de Rusia es progresivo porque consiste en la insurgencia contra la opresión burocrática. Como demócratas consecuentes —es decir, como partidarios del derrocamiento revolucionario de la burocracia— defendemos la vigencia irrestricta de todos los derechos políticos para las masas, el derecho a la independencia nacional (separación) en primer lugar.
Las posibilidades de un desarrollo nacional independiente de las repúblicas ex soviéticas es hoy infinitamente menor que cuando intentaron ese objetivo en 1917. Su único futuro realmente progresista consiste en una unión libre sobre bases socialistas. La “independencia” actual así lo demuestra, porque todas las repúblicas están bajo el control de las mismas camarillas burocráticas del período anterior; porque todas se proclamaron independientes pero ninguna lo es en la práctica; porque carecen de instituciones representativas; porque el planteo nacional, aislado en sí mismo, simplemente ha servido para azuzar el enfrentamiento entre los pueblos, los programas y las masacres y establecer dictaduras reaccionarias. La “independencia de las repúblicas” ha fracasado completamente, porque simplemente ha reemplazado la dictadura del “centro” por las dictaduras locales, no ha concretado ninguna independencia política ni ha logrado superar la desintegración del Estado soviético a través de la formación de Estados nacionales estables.
Rusia tutela a las demás repúblicas; detrás de las maniobras de Yeltsin, a veces amenazantes, a veces conciliadoras, se oculta el intento de imponer la dominación rusa; suplantar a la URSS por el imperio que añoró la burguesía liberal rusa superada por la revolución de 1917. La CEI (Comunidad de Estados Independientes) ha sido un intento extremo de salvar a la URSS cuando ésta había dejado de existir. La lucha por la apropiación del patrimonio estatal se ha acentuado en forma extrema, porque es a partir de cómo se resuelva el reparto de los despojos políticos del ex Estado soviético que se podrá dirimir, al menos con cierto orden, el reparto de sus riquezas y patrimonios entre las camarillas ex “comunistas”. Pero esto no aparece viable sin una guerra comercial y, eventualmente, una guerra civil. La CEI es un recurso transitorio —nacida de un compromiso entre las camarillas burocráticas y el propio imperialismo— para evitar una guerra porque la política de restauración conduce inevitablemente a la completa desorganización económica, y en última instancia, a la guerra civil, como ocurre en Yugoslavia.
Los nacionalismos de origen burocrático o pro capitalista han sido incapaces de realizar la independencia de las repúblicas. El rápido agotamiento del tema nacional se observa en la propia Rusia, donde lo “nacional” ha pasado de ser una reivindicación de la cultura y la libertad rusas a ser un instrumento de provocación contra las repúblicas vecinas y contra las regiones autónomas dentro de Rusia. El nacionalismo de la burocracia ha desnudado rápidamente su fibra reaccionaria. El agotamiento del “nacionalismo” burocrático actualiza el programa de la revolución, de la independencia nacional indisolublemente ligada al derrocamiento revolucionario de la burocracia restauradora y de la posterior unión libre y socialista de los pueblos.
7. China
China se encuentra al borde de un colapso financiero y económico de enormes proporciones. El promocionado “boom” chino amenaza ahora con convertirse en un “caos” (103) que será el detonante de una crisis política general del régimen burocrático.
Crisis financiera
“La crisis financiera se profundiza día a día”, anunciaba hace ya casi un mes “The Wall Street Journal” (104).
La inflación está fuera de control. Aunque “nadie sabe a ciencia cierta su nivel” (105), ronda entre el 15 y 20%, crece aceleradamente y amenaza convertirse en “hiperinflación” (106). Los costos de producción aumentan sostendidamente, lo mismo que los precios de los productos de consumo. “El crecimiento de los precios de los productos industriales es furioso” (107), al punto que en la zona costera se registra una inflación de tres dígitos (más del 100%) en los precios de ciertos productos industriales como el acero (108).
La inflación ha desatado una “corrida” contra el yuan, la moneda china, por parte de los capitalistas extranjeros, las empresas mixtas, y hasta los gobiernos provinciales y municipales y las empresas estatales. Aunque el yuan se ha devaluado casi un 10% desde los primeros días de junio, los dólares han “desaparecido” de la economía china y el mercado negro de divisas ha alcanzado el mismo volumen que el mercado oficial de cambios, síntomas inconfundibles de una inminente devaluación de gran magnitud, que ha “pinchado” a la Bolsa de Hong Kong, la “puerta” financiera de acceso a China.
La crisis fiscal aumenta en espiral. El gobierno central ha perdido el control de la recaudación impositiva y la capacidad de obligar a las empresas estatales a remitir sus beneficios al Tesoro, así como también ha perdido el control sobre los gastos e inversiones de gobiernos municipales, provincias y empresas.
“Los bancos se han quedado sin efectivo” (109)(110).
“El boom se está terminando”, sentencia “The Wall Street Journal” (111), como lo prueba que, después de muchos años de “boom exportador China haya registrado un déficit comercial de 1.700 millones en los primeros cuatro meses de este año.
Una crisis especulativa
El motor de tan fenomenal crisis es el espectacular crecimiento de la especulación inmobiliaria: sólo en los primeros cuatro meses de este año, la inversión en propiedades y construcción creció nada menos que un 70%.
“La construcción salvaje en las provincias es responsable del crecimiento del 30% en la circulación monetaria y de la inflación resultante”, sostiene el Business Week, (112). Los bancos, por su parte, “sobreprestaron” sus fondos a los especuladores inmobiliarios, incluso desviando los fondos girados por el gobierno central para el pago de las cosechas a los campesinos y para el funcionamiento de las empresas estatales. Los gobiernos provinciales y municipales, por su parte, pusieron sus presupuestos a disposición de los especuladores, no sólo en sus propios territorios sino además “exportando” fondos a la próspera zona costera. Después de haber “empapelado” el país para sostener a los especuladores, ahora, cuando la “ola” amenaza hundir al país, el gobierno de Pekín intenta restringir el crédito, lo que puede provocar una verdadera estampida de los inversores externos y una cesación general de pagos.
La especulación inmobiliaria y la construcción de hoteles, oficinas y residencias de lujo ha sido una fuente de enormes ganancias para los burócratas “comunistas” devenidos “inversores”; “Algunos funcionarios del PC bien ubicados para influir en la distribución de tierras pusieron en pie compañías de propiedades” (113): un ejemplo es la empresa dirigida por un hijo de Deng Xiaoping, asociado con capitalistas de Hong Kong, para construir lujosas “residencias a la americana” en Shangai y Guangdong (114).
La razón de la “fiebre” fue el relajamiento oficial de las restricciones a la compra-venta de bienes raíces a partir del 14° Congreso del PC (octubre de 1992), luego confirmada por la Asamblea Nacional; a partir de entonces, "las empresas chinas basadas en Hong Kong dejaron caer cataratas de fondos en la compra de propiedades y en proyectos de construcción. En Shangai, la Comisión Municipal de Inversiones aprobó 750 nuevos proyectos en el primer trimestre de este año, de los cuales más de la mitad fueron inversiones en propiedades" (115). De las inversiones de Hong Kong —el principal inversor externo en China— más de la tercera parte se destinó a la compra de tierras y propiedades y proyectos de construcción (116). Pero la especulación inmobiliaria no ha sido sólo un medio para llenar los bolsillos de los burócratas: ha sido, fundamentalmente, el medio elegido por la burocracia para sostener el “boom”… de la misma manera que la especulación inmobiliaria sostuvo el “crecimiento” de Japón y Estados Unidos en la década del ’80. Los efectos devastadores (depresión, recesión) de la pinchadura de la “burbuja” especulativa en China no serán menores que los ya sufridos por Estados Unidos o Japón.
El carácter puramente especulativo (capitalista) de la presente crisis china ilustra sobradamente sobre las características parasitarias y destructivas del “boom” sobre la avanzada transformación social de la burocracia china en clase capitalista y sobre el carácter del Estado que defiende estas relaciones sociales.
Perspectivas
Con salarios equivalentes al 1% de los países occidentales, enormes exenciones impositivas y materias primas subvencionadas, el capital ha encontrado en China un “refugio” indispensable para sostener la tasa de beneficio y hasta su misma capacidad productiva… en medio de la recesión mundial. Baste decir que, sin las compras chinas, un pulpo de la magnitud de la Mc Donell Douglas no habría vendido un sólo avión comercial en 1992. El hundimiento del “boom” chino agudizará brutalmente la recesión mundial.
Pero las principales consecuencias de un colapso del “boom” chino serán políticas. La prensa no deja de recordar que en ocasión del estallido inflacionario y la recesión de 1988/89, se levantaron los campesinos, cayó el gobierno de Zhao Ziyang y se produjo el levantamiento estudiantil que culminó en la masacre de Tiananmen.
“El gobierno de Pekín sabe bien el costo social (de la recesión y la inflación)… el inaceptable costo de la desestabilización” (117)… pero “hoy la situación es más combustible que en 1989… porque existe una gran fragilidad en la cumbre” (118).
El aumento de los precios de los fertilizantes y los combustibles, el no pago de las cosechas, el aumento de los impuestos locales, en resumen, el caos económico desatado por la especulación, ya han llevado a los campesinos a levantarse como en 1988. Si los levantamientos campesinos llegaran a unirse a los millones de desempleados de las ciudades, advierte “The Economist” (119), "los resultados pueden ser inimaginables”. Se comprende el temor del capitalismo mundial: “la brecha entre ricos y pobres… y la hostilidad entre ricos y pobres están creciendo tan rápido que pronto podrían compararse con las desigualdades inflexibles de 1910/30, que crearon las verdaderas condiciones que condujeron a la revolución china” (120).
Frente a semejante polarización social, que se agudizará brutalmente con el fin del “boom”, el régimen político chino aparece paralizado, en lo que un profesor de la Universidad de Princeton define como una “megacrisis”: un “gobierno inseguro y un Estado débil… si no es ya un Estado en desintegración” (121).
“En todo el país —resume Newsweek (122)— hay síntomas de que el espíritu de Tienanmen ha sobrevivido. (China) es como un área volcánica: está caliente por debajo de la superficie y, en algún momento, la lava va a surgir”. Frente a la agudización de las contradicciones sociales y frente a “un gobierno que es débil y que es percibido como tal” (123), una nueva revolución en China no sólo es posible. Es inevitable.
8. Yugoslavia
La guerra que ensangrenta a los pueblos balcánicos desde hace dos años es una concreta expresión del carácter mundial de la crisis porque: a) el derrumbe económico de Yugoslavia —antecedente directo de la guerra— reconoce las mismas razones que el derrumbe económico de cualquiera de los países del “Tercer Mundo”: deuda externa, saqueo imperialista, “ajustes” fondomonetaristas llevados adelante por la burocracia stalino-titoista, etc.; b) el interés que guía a cada una de las distintas camarillas burocráticas de la ex Federación, convertidas a un seudo “nacionalismo”, es repartirse sus recursos económicos (la propiedad) en el proceso de restauración capitalista; c) cada una de las fracciones burocráticas en pugna está asociada a una (o varias) potencias imperialistas (Serbia a Francia, Croacia y Eslovenia a Alemania); d) las rivalidades inter-imperialistas y la pretensión de cada potencia de jugar a favor de las camarillas burocráticas asociadas a ella, es decir, la lucha por apropiarse de la mayor tajada de la restauración yugoslava, empantanaron la guerra hasta convertirla en una masacre sin límites.
Ahora, después de las matanzas de las burocracias serbia y croata, está claro que como caracterizó el V° Congreso “no hay un enfrentamiento nacional en Yugoslavia sino una guerra de aparatos armados, de cliques armadas, de fracciones burocráticas, casi todas originadas en el partido comunista y en el ejército, tanto en Croacia como en Serbia y como en las demás repúblicas” (124). En Yugoslavia no se está poniendo en práctica el derecho a la autodeterminación nacional porque ni Serbia ni Croacia se asientan en los derechos de sus ciudadanos sino que están empeñados en una guerra que no es nacional sino “racial”, es decir manipulada por las burocracias.
La formación de un Estado yugoslavo unificado significó un progreso histórico para los pueblos de los Balcanes, condenados hasta entonces a vivir divididos en pequeñas repúblicas manipuladas y enfrentadas por las potencias imperialistas (Gran Bretaña, Alemania, la Rusia de los zares, el Imperio Austro-Húngaro y el Imperio Otomano). Tito intentó nivelar burocráticamente a los distintos componentes históricos de Yugoslavia siguiendo una política de integración basada en la distribución pactada de los cargos del Estado, la cohabitación multiétnica en el ejército y la promoción económica de las regiones más postergadas. La clase obrera yugoslava se constituyó efectivamente subordinada al partido comunista y al Estado burocrático, pero desde 1970 comenzó a protagonizar huelgas muy importantes de conjunto. Uno de los objetivos primordiales del chovinismo del conjunto de las fracciones burocráticas es, precisamente, romper esa unidad, cavando una fosa de sangre que separe a los pueblos.
Los conflictos “étnicos” sólo pasaron a primer plano cuando comenzó el derrumbe económico del país como consecuencia de la política fondomonetarista y del pago de la deuda externa. El de Tito fue el primer régimen burocrático en ingresar al FMI y al Banco Mundial, contraer deuda externa y aplicarlas consiguientes “reformas” fondomonetaristas. Durante veinte años, la burocracia aplicó sucesivos “planes de ajuste” (inflación y desocupación) para cumplir con los usureros internacionales; las presiones del imperialismo desbarataron el esquema burocrático al generar un extraordinario desarrollo desigual entre los distintos componentes nacionales de la Federación y acentuó sus tendencias centrífugas. El desplome económico de la burocracia llevó al país a la hiperinflación y a una crisis política enorme como consecuencia de las disputas interburocráticas por el monopolio del saqueo. De los conflictos entre los Estados se pasó a la desintegración abierta como consecuencia del desplome burocrático y de la presión del imperialismo a favor de la secesión de las regiones con mayor desenvolvimiento comercial.
Inicialmente, la burocracia serbia de Milosevic lanzó la guerra contra la rica Eslovenia, pero debió resignarse casi inmediatamente porque ésta se colocó bajo la protección del imperialismo alemán. Milosevic trasladó entonces la guerra a Croacia, donde la burocracia local de Tudjman respondió con el mismo envenenamiento nacionalista y la misma política de genocidio. Milosevic impulsa la formación de una “Gran Serbia” anexando todos los territorios que cuentan con alguna minoría serbia mediante la expulsión y la masacre de las otras etnias. Se apoya en el ejército federal y en las bandas armadas de reyezuelos autoproclamados jefes de “repúblicas serbias” que aterrorizan a la población civil, cavando una fosa de sangre entre los pueblos. La burocracia croata, por su parte, utiliza la misma metodología y propugna la reconstrucción de la “Gran Croacia” que existió como títere de la ocupación nazi en 1942.
En Bosnia los combates son los más violentos de toda la guerra (y las masacres contra la población civil las más horrorosas) porque tanto los serbios como los croatas pretenden expulsar a la mayoría musulmana para fundar, cada uno, su propia “república autónoma. Tudjman y Milosevic ya han negociado incluso la partición de Bosnia sin olvidar a su capital, Sarajevo. La burocracia musulmana mantiene el planteo de la unidad e integridad de Bosnia (un planteo progresivo, que equivale a plantear la unificación nacional de Yugoslavia), pero sobre la base de un reparto político con las pandillas de Milosevic y Tudjman. Un auténtico planteo revolucionario significaría llamar a la unidad de serbios, croatas y musulmanes para conseguir una Bosnia única e independiente, derrocando a las diques burocráticas.
El imperialismo dejó correrla guerra porque está directamente interesado en la destrucción de la Federación Yugoslava; y de aquí que impulse el desmembramiento de Bosnia en múltiples cantones que reconocerían gran parte de las “conquistas” de serbios y croatas, algo consagrado en el “plan Vance-Owen”. El “plan” establecía la partición de Bosnia en diez regiones: tres para los serbios, dos para los croatas y tres para los musulmanes. Los serbios (35% de la población) recibían el 50% de las tierras; los croatas (25% de la población) recibían el 25% de las tierras y los musulmanes (45% de la población) recibían apenas el 25% del territorio. El “plan depaz” consagraba la partición de Bosnia y las fronteras establecidas hasta ese momento por la guerra y la separación étnica de una población que hasta entonces había vivido fusionada. Más aún, el “plan” avanzaba hacia la completa desaparición de Bosnia como Estado independiente: con un territorio minúsculo, con fronteras discontinuas, separado en retazos unidos por estrechos “corredores” y rodeado de Estados hostiles, el “Estado bosnio musulmán” estaría condenado a ser absorbido rápidamente por sus vecinos más poderosos.
El “plan” fracasó por la negativa de los serbios bosnios a abandonar los territorios militarmente conquistados. Detrás del fracaso del “plan de paz” de la ONU se ha impuesto una política imperialista: la consolidación de las conquistas militares de Serbia y Croacia, como lo planteaba el reparto de tierras del propio “plan de paz”. Para el imperialismo mundial, las burocracias genocidas de Zagreb y de Belgrado son un factor de “orden” en los Balcanes, la base insustituible de una “estabilización política” .
Dejar hacer a los serbios y a los croatas y permitirles el reparto de Bosnia —manteniendo al mismo tiempo la “presión” para evitar que la guerra se extendiera a Kosovo y Macedonia—; en resumen, dejar la “estabilización” de los Balcanes en manos de los burócratas restauracionistas: ésta es la política imperialista que se ha impuesto a través del fracaso del “plan Vance-Owen”. Hay otro factor, además, de la política imperialista de complicidad con los genocidas: la burocracia rusa. El principal sostén, político, económico y militar de Milosevic es la burocracia rusa, que amenazó con vetar cualquier resolución de la ONU que “hostilizara” a Belgrado. Ante la amenaza de una ruptura con el Kremlin, la masacre de miles de civiles indefensos es, para el imperialismo, un “mal menor”.
Frente a la tragedia de esta guerra reaccionaria se viene desarrollando un movimiento antibelicista en Serbia. En junio y julio de 1992, durante varias jornadas, decenas de miles de personas ocuparon el centro de la capital, Belgrado, reclamando la caída de Milosevic. En las elecciones celebradas a fines de 1992, Milosevic sólo pudo triunfar organizando un fraude “patriótico” a la escala de la “década infame” argentina. La vanguardia de este movimiento son los estudiantes, que protagonizaron las mayores movilizaciones desde 1968, y que han contado con el apoyo activo de los trabajadores y campesinos. Los agricultores de Voivodine, la región más fértil y mayor proveedora de alimentos, donde reside la minoría húngara, se han levantado contra la política de requisa, altos impuestos y bajos precios agrícolas que impuso Milosevic para sostener la guerra. Las protestas populares fueron una reacción ante el escandaloso pillaje del tesoro por parte de la camarilla militar, que financia la guerra emitiendo moneda, lo que ya provocó una hiperinflación del 120.000% anual. En el desarrollo de este movimiento popular radica la superación de este conflicto reaccionario fabricado por las burocracias restauracionistas y el imperialismo.
La guerra ha terminado de destruir lo que el saqueo burocrático había dejado en pie de la economía de la vieja Federación yugoslava. Tanto en Croacia como en Serbia, la caída de la producción es abismal, el desempleo supera el 30% de la población y el número de empresas en funcionamiento apenas alcanza al 10%. La hiperinflación—mediante la cual las burocracias de Tudjman y Milosevic financian la guerra genocida— ha convertido en nada el salario de los pocos obreros que mantienen su empleo.
La política de restauración capitalista que ha llevado a la lucha armada entre las camarillas burocráticas para apoderarse de los medios de producción y de las tierras de la ex Yugoslavia, ha convertido la vida de las masas en una terrible pesadilla. Por eso, el descontento crece entre la población trabajadora, a pesar de la violenta represión desatada contra los “traidores” (opositores) tanto en Croacia como en Serbia.
En Croacia, “el gobierno del primer ministro Sarinic ha sido sacrificado por haber cristalizado el descontento de una población que debe hacer frente a una caída brutal del nivel de vida” (125). Pero la caída del gabinete no logró frenar el descontento popular, al contrario: pocos días después estalló un gran escándalo relacionado con las denuncias de enriquecimiento de los funcionarios gubernamentales, estafas, truchaje de los balances de las empresas a privatizar y su compra por parte de los burócratas mediante préstamos subsidiados de la banca estatal.
En Serbia, los sindicatos protestan y “sus reivindicaciones son frecuentemente satisfechas por un gobierno que recurre a la máquina de imprimir billetes para preservar la paz social” (126). Pero la quiebra de los dos mayores bancos privados de Serbia —y la consiguiente expropiación de decenas de miles de ahorristas— amenaza con liquidar la ansiada “paz social" ya se han registrado varias manifestaciones de los ahorristas estafados que fueron reprimidas por las fuerzas de seguridad.
“Los bancos privados (que acaban de quebrar) jugaron un papel central en la sobrevivencia del gobierno de Milosevic” (127). Por eso, la caída de esos grandes bancos privados amenaza llevar a Serbia a un auténtico colapso económico y a una hiperinflación aún más descontrolada que la actual. Pero, además, amenaza con derrumbar al propio gobierno de Milosevic, ya que la dueña del “Dafimet” —el mayor de los bancos privados serbios, en quiebra— “se había convertido en el poder detrás del trono del presidente serbio” (128). Las condiciones de vida de las masas se agravarán violentamente como consecuencia del colapso financiero y “Milosevic pagará las consecuencias”, advierte “The New York Times”.
El devastador efecto, económico y político, que tiene la quiebra de los bancos para el régimen burocrático, ilustra qué lejos han avanzado los burócratas en la destrucción de las relaciones sociales de la vieja Federación y en su conversión en propietarios. ¿Puede hablarse de la existencia de un “Estado obrero degenerado” cuando la banca privada es la columna vertebral —económica y política— de un régimen político?
El colapso económico plantea una crisis política y la lucha por el poder en Serbia. Buscando “tender puentes” con el imperialismo para encarar la “reconstrucción” del país, Milosevic intentó forzar a los serbios de Bosnia y de Croacia a aceptar el “plan Vance-Owen”, pero fracasó rotundamente. La ruptura de Milosevic con los serbios de Bosnia y Croacia llevó a la fractura de la coalición stalino-nacionalista gobernante en Belgrado. El Partido Serbio Radical —primera minoría del parlamento de Serbia y dirigente de las milicias que gobiernan las “repúblicas serbias” de Croacia y Bosnia— que hasta ahora sostenían a Milosevic, han comenzado a denunciarlo como “traidora la patria”. En la misma situación se encuentra el burócrata Tudjman de Croacia.
La fractura de la coalición stalino-nacionalista abre una lucha por el poder en Belgrado, que en las actuales condiciones sólo puede desencadenar una guerra civil al interior de Serbia. Una de las consecuencias que ya ha provocado la crisis política es la destitución del presidente de la “Federación Yugoslava” (Serbia y Montenegro) bajo la presión del Partido Serbio Radical. La burocracia stalino-titoís-ta, que se había travestido de “nacionalista” para ocultar sus fechorías y acometer la restauración capitalista, puede acabar siendo derrocada por la pequenoburguesía nacionalista en el mismo curso de la guerra.
El morenismo—en todas sus expresiones— se ha estrellado en la guerra yugoslava. Tanto el Mas como el Mst y el Pts parten de la caracterización de que existiría una guerra de liberación nacional —de contenido democrático— por parte de Croacia y Eslovenia primero, y por parte de Bosnia posteriormente. Precisamente por esto reclamaron el reconocimiento internacional de la independencia de Croacia y Eslovenia, algo que la ONU no tuvo empacho en hacer porque la política general de todas las potencias imperialistas es el desmembramiento de la Federación. La independencia de Croacia y Eslovenia —convertidas inmediatamente en semicolonias de Alemania—no significó un triunfo democrático de las masas sino una victoria de las burocracias croata y eslovena sobre la burocracia serbia y sobre sus propios pueblos y, al mismo tiempo, una victoria del imperialismo alemán sobre el francés.
La declaración de la LIT caracteriza a la política de la dirección serbia como “expansionista”. Se trata de una típica caracterización pequeñoburguesa, formal, que tiene un respeto sacramental por las fronteras establecidas; de ninguna manera una caracterización marxista. Todas las repúblicas —tanto la serbia como la croata o la bosnia— están gobernadas por pandillas stalino-titoístas cuyo objetivo social es la restauración capitalista, para lo cual necesitan derrotar a la clase obrera; el chovinismo —y su consecuencia, la guerra—, que quiebran la unidad del proletariado yugoslavo, es un instrumento que utilizan a fondo todas las camarillas burocráticas. Una derrota de la clase obrera yugoslava en este terreno significará un golpe para el proletariado mundial.
Plantear la cuestión nacional en el plano étnico, significaría favorecer la independencia de las fracciones más milimétricas del planeta. Así, si “el pueblo de los bosnios musulmanes” (como los llama el Mst) tiene derecho a tener “su país” (ídem), también deberían tenerlo los “bosnios croatas cristianos” y los "bosnios serbios ortodoxos”, lo cual nos lleva de cabeza al "plan Vance-Owen-Clinton” que el Mst rechaza, correctamente, con el argumento de que “descuartiza Bosnia” (129).
El reclamo de “armas para Bosnia” que levantan los tres grupos morenistas está dirigido, en concreto, a los gobiernos árabes y en particular a Turquía. Para los morenistas, una intervención militar turca en la guerra sería “progresiva”, porque “ayudaría” a obtener la independencia de Bosnia. ¿Exageración? El Mst cita como un ejemplo de la "solidaridad” que reclama, una noticia según la cual “unas 10.000 personas pertenecientes en su mayoría a grupos islámicos manifestaron en la plaza de Estambul (capital de Turquía) para pedir la intervención del ejército turco en Bosnia. El presidente turco dijo en un discurso que las miles de personas congregadas querían demostrar al mundo que los musulmanes de Bosnia (los musulmanes, no los bosnios) no están solos y que 60 millones de turcos están con ellos” (130). Ni qué decir que la intervención directa del gendarme turco —opresor histórico de los pueblos de los Balcanes y masacrador del pueblo kurdo— y la consecuente internacionalización de la guerra sería una enorme tragedia para todo el proletariado europeo, del "este” y del “oeste”, empujado a una espantosa carnicería en beneficio de un puñado de dictaduras—burocráticas o capitalistas—y sus mandantes, las potencias imperialistas.
El problema central, como siempre, no son las armas sino la política de quienes las empuñan. En las actuales condiciones, “armas para Bosnia” es "armas para Itzebegovich y la burocracia bosnia”, tan restauracionista como las de Belgrado y Zagreb y, como éstas, un residuo del viejo aparato burocrático-militar del stalino-titoísmo. La “defensa del país” no es, para los burócratas bosnios, la de la Bosnia multiétnica, donde la población de las diferentes etnias se había fusionado y convivía pacíficamente; su política es la de un Estado bosnio musulmán”,… en el camino de la restauración capitalista.
“Nuestro punto de vista respecto de la cuestión nacional es la democracia y las vías para el desarrollo de la conciencia de las masas. Por este motivo, los marxistas y la III- Internacional levantaron la consigna de ‘por una federación socialista de los Balcanes', es decir, una política de unidad estatal-nacional de los distintos componentes de los Balcanes” (131). Para los trabajadores yugoslavos, “el enemigo está en su propia casa”, son las pandillas burocráticas que los desangran y dividen. Por esta razón estamos en contra de todas las fracciones burocráticas, denunciamos su chovinismo y luchamos por la unidad libre y socialista del pueblo yugoslavo.
9. Cuba
El V° Congreso del PO caracterizó la estrategia de la dirección castrista como “un proceso de acercamiento al capital internacional absolutamente descomunal … detrás de una fachada de slogans socialistas” (132), basándose en: a) la política de “apertura al capital externo” y “radicación de capitales extranjeros” de la dirección cubana; b) su cerrada oposición a tolerar cualquier organización independiente de los trabajadores, y c) su política internacional de apoyo a Felipe González, al verdugo Carlos Andrés Pérez, a Salinas de Gortari, al PT y a los sandinistas. Caracterizamos que la política de Castro “tiende a reforzar el aislamiento de Cuba respecto del cerco capitalista, aunque de otro lado refuerza la confianza del capital internacional en Fidel Castro” (133).
Esta política ha agudizado enormemente las contradicciones sociales y políticas dentro de Cuba. La radicación de inversiones extranjeras (primero en complejos turísticos y más recientemente en diversas ramas de la economía) trae aparejado el “tráfico de influencias”, la extensión del mercado negro de divisas y bienes y una creciente diferenciación social entre la minoría de privilegiados que tiene acceso a estas operaciones y el resto de la población. Este fenómeno tiende a reforzarse con el vertiginoso incremento del número de compañías extranjeras en proceso de instalación en Cuba. Desde 1990, más de sesenta empresas —incluyendo a las principales multinacionales del mundo—firmaron convenios de radicación y existen tratativas con otras cien. De acuerdo con “Brecha”, este proceso está consolidando grupos acomodados que “gracias a la burocracia, al robo y el mercado negro (logran) un ingreso real que no tiene nada que ver con su ingreso nominal. La propiedad del Estado no beneficia a la sociedad en su conjunto sino sólo a aquellos que administran estos bienes” (134).
El mercado negro ha pasado a ocupar, en los últimos años, el lugar de regulador principal de la distribución del ingreso en Cuba, favorecido por la “apertura" al capital extranjero, las tiendas especiales y el dominio de una burocracia estatal. El mercado negro es, naturalmente, el resultado de la escasez, agravada por el derrumbe del comercio cubano con el Este y por la hipoteca que representa para su economía la deuda de 6.000 millones de dólares que contrajo en la década del ’80 con la banca internacional. Pero la solución al problema de la escasez no es la misma para las diferentes capas de la población: las cifras muestran que la burocracia y los privilegiados por la "apertura al exterior” han encontrado la vía para satisfacer sus necesidades en el sentido más amplio. No ocurre lo mismo con las grandes masas. Queda refutada así la tesis castrista según la cual la democracia en Cuba se percibe a la hora de comer, esta creciente desigualdad explica la falta de democracia política.
Este conjunto de contradicciones ha colocado al régimen cubano frente a una impasse, creando una situación de creciente deliberacionismo y sordos choques dentro del aparato. En octubre fue destituido Carlos Aldana, el funcionario cubano de mayor jerarquía después de Fidel y Raúl Castro, sin que se hubiera reunido el único organismo (el CC del PC) habilitado para ordenarlo. La mayoría de los medios de prensa (Newsweek, Cambio 16) interpretaron que su caída representa un golpe contra el grupo de los “reformadores”, en el que también sitúan a Lisandro Otero, vicepresidente de la Unión de Escritores y hombre del riñón del partido, que desató una gran conmoción al reclamar un giro político y económico total (”La revolución agotó las posibilidades de sus estructuras y se halla en el umbral de un cambio necesario”, incluida la renuncia de Fidel Castro, proclamó públicamente). El de Aldana fue el más sonado pero no el único de los "desplazamientos” en la cúpula cubana: en los últimos meses “cayeron” Manuel Piñeiro, jefe del departamento internacional, e Isidro Malmierca, veterano diplomático. Fuera del partido aparecieron también grupos de oposición semi-legales integrados por familiares de altos funcionarios.
Aldana cayó en momentos en que debía definirse la actitud a adoptar frente a las elecciones de diputados a la Asamblea Nacional. La definición frente a este problema es un aspecto de la impasse política general que reina desde la conclusión, en 1991, del IV° Congreso del PC. El Congreso reafirmó la vigencia del régimen de partido único, señalando que constituye el órgano de “toda la nación martiana”, como si la totalidad de la población —los beneficiarios del mercado negro y sus víctimas— pudiera estar representada en una creación vertical del Estado, que no surgió de la lucha de clases y que simplemente actúa como un canal de selección de los funcionarios. Negando el derecho de organización independiente de las masas, el Congreso aprobó fabricar un parlamentarismo sin partidos.
Navegando sin rumbo y en medio de una total indefinición política, la única resolución que adoptó el Congreso fue una ampliación de los poderes de Castro, cuyas atribuciones y competencias fueron especialmente reforzadas. Este reforzamiento del poder de arbitraje de Fidel, a cuyas espaldas complotan y traman todos los sectores, es un síntoma contundente del inmovilismo político que domina el régimen político.
El trasfondo del empantanamiento político es la sucesión de conflictos que crea el proceso de apertura al capital extranjero ratificado por el IV° Congreso. Por una parte se adaptó el programa del partido al nuevo rumbo, restringiendo la denominación “socialista" sólo a los principales medios de producción y poniendo fin al monopolio del comercio exterior. Con estas decisiones se dio por concluida la política de “rectificación” que había adoptado en 1986 el III Congreso, y que en contraposición formal a la “perestroika” rechazaba cualquier transición hacia una "economía de mercado”. La “rectificación” fue sepultada "de facto”con la misma falta de discusión con que fuera adoptada en su momento, y sin que nadie reconociera su abandono. Ahora Fidel defiende la asociación con el capital extranjero como un “camino cubano al socialismo”, presentando como modelo al “socialismo chino”, como si los masacradores de Tienanmen no fueran burócratas empeñados en la restauración capitalista, basada en el totalitarismo y en la superexplotación de la fuerza de trabajo.
Las elecciones parlamentarias de 1993 son parte de una política de conjunto votada en el IV° Congreso del PC cubano de 1992. El punto de partida de esta política ha sido la reforma constitucional “decidida por el IV° Congreso y aprobada por la Asamblea Nacional popular en julio de 1992, tendiente a promover una nueva política económica, asegurar la protección jurídica de los inversores extranjeros, garantizar los beneficios ofrecidos al capital venga de donde venga y establecer reglas claras sobre el derecho de propiedad (el Estado cubano, anteriormente propietario de ‘todos los medios de producción’ ahora no tiene más que los medios de producción calificados como ‘fundamentales‘); es reconocida la constitución de empresas mixtas y de asociaciones económicas y ha sido ablandado el monopolio del Estado del comercio exterior” (135). Estas garantías constitucionales eran necesarias para “consolidar” un conjunto de leyes al amparo de las cuales se produjo una verdadera avalancha de inversiones externas. El carácter restauracionista de esta política se hace evidente cuando los funcionarios cubanos, Fidel Castro en primer lugar, elogian los “éxitos” del “modelo chino”, que consiste en la penetración del capital imperialista en un Estado obrero más fabulosa de que se tenga memoria.
Las tensiones que desata el “crecimiento significativo de la participación extranjera en la economía cubana” (136) refractan a su vez en las crecientes rivalidades entre grupos monopólicos por el copamiento del negocio de la inversión en la isla y el control de sus exportaciones. El fuerte choque entre grupos y gobiernos imperialistas que se abrió con la aprobación por parte de los EE.UU. de la “ley Torricelli”—que estipula sanciones para los países que comercien con la isla, afectando especialmente a las empresas norteamericanas radicadas fuera de los EE.UU.— es una manifestación de este fenómeno.
La integración comercial de Cuba al mercado mundial a través de la intermediación de los pulpos imperialistas se ha desarrollado enormemente en los últimos años a partir de la “desaparición” de la URSS. El principal renglón del comercio exterior cubano, el azúcar, es objeto de una violenta disputa entre un conjunto de “tradings”. La norteamericana Cargill revende en todo el mundo el azúcar cubano desde su subsidiaria londinense, pero la francesa Denrées et Sucre le ha quitado el bocado de la ex URSS, ahora que el comercio con el Este ha dejado de ser entre Estados para transformarse en privado y con ajuste al pago de divisas. El pulpo japonés Nissho Iwai, la segunda comercializadora nipona, por su parte, le ha arrebatado a Cargill el sustancioso mercado del Lejano Oriente.
La tendencia del capital norteamericano a comerciar con Cuba es poderosísima como lo demuestra la cuadruplicación del monto del comercio de las subsidiarias norteamericanas con la isla entre 1989 y 1991. En un simposio sobre “oportunidades del comercio con Cuba", organizado por la revista “Euromoney” concurrieron representantes de grandes pulpos norteamericanos como Procter and Gamble, el mayor productor mundial de alimentos, Phillip Morris y Kodak, además de decenas de representantes de pequeñas empresas, que resaltaron las condiciones privilegiadas de Cuba para el comercio, ya que es el mayor mercado de América Central y la "vía natural” para la expansión del capital norteamericano. Naturalmente, estos pulpos son violentos opositores a la “ley Torricelli”. También son furiosos opositores la Comunidad Económica Europea, especialmente Gran Bretaña, y los “socios” norteamericanos del Merconorte, Canadá y México. Como el 85% (o más) del comercio “europeo", “canadiense” y “mexicano” con Cuba está en manos de subsidiarias norteamericanas, es claro que las protestas de los “aliados” forman parte de la campaña de los pulpos norteamericanos contra la “ley Torricelli”. Sin embargo, según la revista londinense “Cuba Business”, “existe la sospecha en círculos empresarios europeos que el propósito oculto de la nueva legislación es expulsar del mercado cubano a las empresas no estadounidenses para preparar un eventual regreso de las empresas norteamericanas. Esta sospecha se sostiene en la selectiva aplicación norteamericana de las actuales reglas de embargo” (137).
Todo esto ilustra la clara división del imperialismo respecto de la política frente a Cuba. Para una franja creciente del capital mundial, que comercia con Cuba y que ha realizado inversiones en la isla, la colonia capitalista de Miami es —como afirma un empresario norteamericano— “el peor problema para los negocios con Cuba” (138). La presión de la colonia gusana llevaría a una guerra civil implacable, ya que los exiliados reclaman la devolución de todas las propiedades expropiadas desde 1959… lo que incluye la expropiación de todas las inversiones extranjeras realizadas en los últimos años. Por eso, la política de Castro de mantener firmemente el Estado en sus manos mientras llega a acuerdos de distinto tipo con el capitalismo no es mal vista por amplios círculos del capital mundial: “la presencia de Fidel Castro en el gobierno significa ‘estabilidad’, lo que da garantía a las inversiones”, sintetizó uno de los asistentes al seminario de "Euromoney" (139).
El levantamiento del bloqueo pondría en evidencia con toda nitidez que Cuba tiene una deuda externa de 6.000 millones de dólares con la banca internacional, que no está pagando ni tiene condiciones de pagar; que su comercio internacional es estructuralmente deficitario, y que sus reservas metálicas o de divisas son mínimas. Es posible apostar con completa seguridad que las negociaciones internacionales para terminar con el bloqueo, que de una u otra manera nunca cesaron, pasan hoy en día por estos temas, en primer lugar la renegociación de la deuda externa, es decir, un “plan Brady” para Cuba y, consecuentemente, por un plan de reestructuración económico, es decir, de penetración del capital extranjero. El gobierno cubano ha efectuado una reforma constitucional entre cuatro paredes, precisamente, para otorgar las garantías reclamadas por sus “interlocutores” y ratificar la política de acuerdo en gran escala con el gran capital internacional que viene llevando adelante desde hace varios años.
10. América Latina: saqueo imperialista y agotamiento de los regímenes democratizantes
La crisis capitalista agudiza el saqueo financiero y comercial del “Tercer Mundo”. La inversión externa en América Latina ha desaparecido en beneficio de los “capitales golondrinas”, capitales especulativos de muy corto plazo que han convertido a todos los gobiernos latinoamericanos en sus rehenes.
La deuda externa, a pesar de las publicitadas “quitas” y “perdones” del “plan Brady” —o, más precisamente, a causa de él— es una carga que hipoteca toda posibilidad de desarrollo. En lo esencial, el “plan Brady” es la conversión de la “vieja deuda” en títulos al portador, de mayor rentabilidad y fácil realización, garantizados por la compra de bonos del Tesoro norteamericano por parte de los gobiernos latinoamericanos; la renovada carga que implica este proceso sólo podrá cubrirse con nuevo endeudamiento. Esto explica que “pese a los malabarismos financieros, los préstamos internacionales y al mismo ‘plan Brady‘, la deuda externa de América Latina sigue creciendo” (140). La “deuda nueva” crea una situación notoriamente más crítica, porque el endeudamiento reposa ahora en bases todavía más frágiles, una vez que se ha destrozado el patrimonio público que actuaba como garantía de la “deuda vieja”. Esto significa que la cuestión de la deuda externa, lejos de desaparecer con el inicio de los años ’90, está planteada con un carácter más explosivo. El proceso confiscatorio de la deuda es una manifestación del agotamiento del modo de producción capitalista y de sus limitaciones insuperables.
Los procedimientos que se utilizan en las privatizaciones, como la capitalización de los títulos de la deuda (¡Entel!), el saqueo puro (¡YPF!) y la disminución productiva revelan, precisamente, que se trata de un proceso de desvalorización (eliminación) del capital, algo que se pone de manifiesto dos años después del comienzo de las privatizaciones… cuando todas las empresas privatizadas están quebradas. Pero las privatizaciones reducen sólo una parte ínfima del capital “excedente” mundial.
Si la crisis mundial ha inviabilizado el acuerdo de Maastricht, ¡qué no hizo con “nuestro” Mercosur! La presión financiera y comercial norteamericana y los remezones de la guerra comercial con Europa han liquidado al Mercosur, que nunca llegó a constituirse en un mercado común. Las manifestaciones de la agonía del Mercosur son numerosas: el gobierno brasileño subsidia sus exportaciones y su producción agrícola y ha aceptado, en los dos últimos años, las exportaciones de trigo subsidiado norteamericano, todo lo cual está expresamente prohibido por el tratado del Mercosur. Precisamente, uno de los aspectos centrales del acuerdo de integración argentino-brasileño —antecedente inmediato del Mercosur— obligaba a Brasil a comprar cantidades crecientes de trigo argentino.
Las medidas unilaterales de Brasil indican que para éste el Mercosur no es una vía de salida a su crisis y no lo puede ser desde el momento en que sus socios comerciales absorben tan sólo el 4% de su comercio exterior. Para Brasil, el Mercosur es tan sólo un mercado auxiliar de provisión de materias primas y fuentes energéticas con vistas a la competencia en el mercado mundial. Pero los socios “sureños” del Brasil también han tomado medidas unilaterales. Argentina, por ejemplo, desde hace tiempo fija cuotas de importación para el papel de Brasil con el objeto de proteger a Celulosa y entre las condiciones para la privatización de Somisa figuraba la protección contra las exportaciones subsidiadas de acero. Por otro lado, mientras Argentina protesta por el subsidio norteamericano al trigo, los ingenios uruguayos denunciaron la venta de azúcar argentina subsidiada al Uruguay. La devaluación que provocó Cavallo al elevar las barreras aduaneras para proteger a la “industria nacional” de las exportaciones brasileñas, ha sido un golpe de gracia al Mercosur. En Uruguay, los subsidios agrícolas brasileños y la devaluación argentina han abierto una profundísima crisis porque esfuman, incluso, las posibilidades de los orientales como proveedores de leche y carnes. En Uruguay están apareciendo, cada vez más abiertamente, sectores patronales que reclaman “archivar el Mercosur” mientras que en Paraguay gana espacio un ala burguesa opositora al Mercosur, como se puso de manifiesto en la gran votación del candidato stronista Argaña —opuesto al “mercado común”— en las elecciones internas del oficialista partido colorado. La ausencia de inversiones y de empresas mixtas o binacionales son otra evidencia de que las burguesías no ven una perspectiva en el mercado común ni en la formación de un bloque comercial frente al mercado mundial.
Las brutales contradicciones de las burguesías del Mercosur, más aún en su etapa de mayor subordinación, económica y política, al imperialismo norteamericano y la presión imperialista, exacerbada por la crisis mundial, bastaban para caracterizar la inviabilidad de la integración capitalista en Latinoamérica. Esta sólo ha servido para que los monopolios radicados en cada uno de los países amasaran enormes superbeneficios aprovechando las diferencias salariales entre países y la disparidad de las cotizaciones de sus monedas. El fracaso de la integración capitalista deja en claro que la tarea de la integración latinoamericana ha quedado, por entero, en manos del proletariado del continente… pero no ya bajo el régimen capitalista sino como una federación de Estados obreros, los Estados Unidos Socialistas de América Latina.
Las explosivas contradicciones que sacuden a América latina han puesto en crisis al conjunto de los regímenes políticos del continente. La caída de Collor de Melo, el auto-golpe de Fujimori o el hundimiento del gobierno de Pérez en Venezuela constituyen un síntoma inconfundible del agotamiento de una experiencia política continental. Los regímenes democratizantes que aparecieron en América Latina en la última década son incapaces de dar cuenta de las contradicciones explosivas del régimen de explotación que sostienen. Sus instituciones políticas no resisten los embates sociales ni los fenomenales sacudones de un capitalismo en completa descomposición. Incluso allí donde han llevado a los explotados a condiciones inenarrables de miseria y elevado como nunca la tasa de explotación y de beneficios no han logrado reestructurar la sociedad sobre una base estable que reinicie un desenvolvimiento capitalista. El parasitismo económico crece en forma exponencial, al igual que el saqueo de las masas, pero en la misma medida avanza la crisis política. Una crisis que no sólo es del régimen sino del propio Estado, como lo prueba el hecho de que alcanza a las fuerzas de recambio (armadas y políticas).
Los economistas declaran que “México ya está en recesión” (141). La afirmación es, con todo, un pálido reflejo de la realidad y constituye, en verdad, una manera de desfigurar la verdadera bancarrota mejicana. La importancia del derrumbe azteca reside en sus dimensiones internacionales, toda vez que México fue el modelo de los planes que luego se aplicaron en la mayoría de los países latinoamericanos.
Según la revista “Business Week”, México atraviesa por una cesación de pagos. “El crecimiento económico se ha frenado y la carga del endeudamiento está agobiando a consumidores y comerciantes”. En verdad, la economía mexicana nunca tuvo un despegue ya que “el producto bruto nacional, que había estado creciendo en un promedio del 3,3% anual desde que Salinas se hizo cargo del gobierno en 1988, probablemente no aumentará más del 2,1% este año, cifra sólo un poco superior a la expansión poblacional de México”. Después de todo lo que se dijo del llamado “boom” azteca, México ofrece una economía de dimensiones similares a las de una década atrás. Pero con una aclaración importante: “el poder adquisitivo (del salario) ha caído un 60% con respecto al nivel de la década anterior”.
La cesación de pagos se manifiesta en despidos a granel. “El empleo en la industria ha caído un 5,6% respecto del año pasado y las horas trabajadas han bajado un 8,7%. Entre las industrias más afectadas se cuentan las textiles, electrónicas, petroquímicas y acero”. En la empresa estatal petrolera “hubo más de 90.000 despidos durante los últimos 18 meses”. En la plaza central de la Capital hay “un conglomerado de carpas emplazadas como protesta por los desocupados. Como no existe un seguro de desempleo en México, muchos se han convertido en vendedores callejeros, voceando productos que abarcan desde flores a radios portátiles”. En los primeros meses del año se produjo “la cancelación de 300.000 plazas de trabajo temporario o fijas de algunos sectores de la agricultura, la minería y la industria manufacturera” (142).
Como en Argentina, los sectores capitalistas que invirtieron lo hicieron “incurriendo en un enorme endeudamiento. Ahora tienen problemas para saldar los créditos obtenidos” (143). Cuando los bancos eran estatales, la burguesía mejicana era rescatada a través de moratorias y refinanciaciones. Con la privatización” del sistema bancario, la cosa ha cambiado. Por de pronto, los bancos cortaron los créditos y elevaron la tasa de interés al 28%, cuando la inflación es del 10%. Esta combinación de créditos suspendidos y tasas de interés por las nubes vaticina una ola de quiebras.
Para demorar la devaluación del peso, el gobierno se ve obligado a atraer capitales mediante elevadas tasas de interés”, provocando "la baja del mercado de valores de México en un 15% en lo que va del año” (144). Esta caída promete ser más pronunciada, porque los balances de las empresas que cotizan en la Bolsa están dando resultados negativos y porque el temor a una devaluación está llevando a que los fondos especulativos comiencen a “dolarizarse”.
El nudo corredizo está estrechándose en el pescuezo de México, que luego de haber privatizado decenas de bancos y empresas, tiene una deuda externa de 130.000 millones de dólares, superior a la que existía cuando provocó la crisis de la deuda externa. El Cavallo mexicano, Pedro Aspe, decía hasta hace muy poco que esta deuda no tenía importancia porque se pagaría con mayores exportaciones. Lo real es que las exportaciones aumentaron en los últimos seis años un 20%, mientras que las importaciones lo hicieron en un 400%, acumulando un déficit comercial de 55.000 millones de dólares a partir de 1988… Ahora la situación es más grave porque “hay una tendencia a la baja de la exportación manufacturera” (145).
La defenestración de Collor fue la expresión de un derrumbe general de la política de la burguesía brasileña, es decir, de su propio derrumbe, porque el gobierno de Collor fue el resultado de la mayor coalición de la historia de la burguesía brasileña contra un candidato de la clase obrera en las elecciones de 1989. En 1990 Collor congeló la deuda pública mediante el secuestro temporario de 80.000 millones de dólares colocados en los bancos; la inflación se transformó en deflación. Dos años más tarde, la deuda pública había vuelto al nivel del ’90, la inflación al 30% mensual y la desocupación, la caída industrial y comercial eran las más altas de la historia. La industria y la infraestructura paulista están en proceso de desguace y según estimaciones recientes sólo el 10% de la gran industria brasileña tiene condiciones de competitividad internacional. En resumen, el 90% de la economía no agraria del país enfrenta la perspectiva de quiebra: en esto consiste la base de la crisis del régimen político brasileño. La caída de Collor le ha servido a la burguesía brasileña para frenar la política de “apertura" al capital internacional, que hubiera signado su liquidación. Esto explica que el 90% de los “amigos” y de los partidos que lo llevaron y mantuvieran en el gobierno votara a favor de su destitución.
El escenario del enfrentamiento montado por la gran burguesía brasileña se trasladó al gobierno que sucedió a Collor. Las primeras medidas del gobierno de Itamar Franco se caracterizaron por su completo inmovilismo, que consistió en mantener rodando la gigantesca deuda financiera del Estado mediante altísimas tasas de interés (aunque últimamente comenzó a reducirlas). El cambio de gobierno no zanjó el tema de la salida de la inmensa crisis industrial ni tampoco el de la política a seguir frente a la tremenda presión del capital financiero internacional, que exige el remate del patrimonio del Estado y la liquidación de sectores enteros de la industria brasileña. La economía de Brasil se encuentra hoy en el punto en que la había encontrado Collor y aún mucho peor. La inflación es del 35%, hay un 30% de desocupados y la pobreza crece de un modo infernal. La deuda pública es aún superior a la que encontró Collor si se suman a los títulos públicos en circulación (50.000 millones de dólares) los depósitos en los bancos (100.000 millones) cuya garantía es del propio Estado. La tasa de interés de renovación de esta gigantesca deuda es del 50% mensual, un porcentaje que aplicado al crédito comercial comente deberá llevar a las empresas y a los consumidores a la quiebra. Como consecuencia de esta situación, el régimen brasileño se encuentra condenado, en tanto que régimen capitalista, a valerse de todos los recursos de liquidación, confiscación y desvalorización: hiperinflación, expropiación de los patrimonios, congelamientos salariales, devaluaciones sucesivas de la moneda. La aplicación de cualquier combinación de este tipo de medidas sería imposible sin la colaboración de las burocracias del PT y de la CUT: el empeño de Itamar Franco para llevar al PT al gobierno se explica por la enormidad de la crisis económica y política de Brasil, que exige que el único partido popular que existe en Brasil asuma la tarea de contribuir al salvataje del Estado capitalista.
A pesar de la política contrarrevolucionaria del PT, Brasil puede estar a la puerta de una situación revolucionaria, debido al nivel de disolución de su régimen político y social y a la agudeza de los enfrentamientos dentro de la burguesía y con referencia al capital financiero internacional. Enormes masas de capital corren el riesgo de evaporarse en función de las políticas que adopte el gobierno de Itamar, mientras que la iniciativa popular, por otro lado, es enorme, aunque vaya a la rastra de la burguesía a través del PT.
Brasil se ha transformado en un inmenso “laboratorio” de la crisis que afecta a América Latina, así como de las posibilidades y de las políticas de los distintos partidos. El otro “laboratorio” que prueba el agotamiento de los regímenes patronales latinoamericanos es Venezuela. El derrumbe fiscal —el déficit público supera el 35% del presupuesto nacional y va en acelerado aumento—, la caída del precio internacional del petróleo, la fuga de capitales y la consecuente necesidad de lanzar un nuevo y violento “ajuste” contra las masas venezolanas, soliviantadas y movilizadas, con el partido gobernante dividido, el parlamento en la oposición y las FF.AA. fracturadas, llevaron a la caída anticipada de Carlos Andrés Pérez, sometido a juicio político por el Senado bajo la acusación de corrupción.
Pero la crisis política está lejos de haberse cerrado. A diferencia de Brasil, donde la asunción de Itamar vino a cerrar la prolongada crisis presidencial, la crisis política venezolana recién comienza realmente con la asunción del reemplazante de Pérez, Octavio Lepage. El hombre es un absoluto “cero a la izquierda”, apoyado apenas por una fracción del partido gobernante, y que ha pretendido justificar su derecho a permanecer tres meses en la presidencia con el argumento de que “no tomaré ninguna decisión trascendental mientras dure mi mandato”. No es de extrañar, entonces, que varios observadores coincidan en señalar que la caída de Pérez ha abierto un “vacío de poder”.
La caída de Pérez tampoco ha servido para detenerlas manifestaciones populares y las huelgas, otro de los factores fundamentales de la crisis política: mientras los gremios docentes mantienen el paro por tiempo indeterminado que vienen cumpliendo desde hace un mes —e incluso lo radicalizan, ocupando el ministerio de Educación—, se prevén para los próximos días paros en siete distintas ramas de la producción. Al mismo tiempo, continúan las manifestaciones políticas, con una decisiva participación del estudiantado, que diariamente chocan con la policía y las fuerzas de seguridad.
La violenta disputa entre el Congreso y Lepage sobre la duración de su interinato está determinada por las elecciones presidenciales que se realizarán a principios de diciembre: el hombre que ocupe el Palacio de Miraflores tendrá un papel decisivo y preponderante en el dictado de la “sucesión”. El bloque que sostiene a Pérez y a Lepage ya ha elegido su candidato: en un reciente informe especial elaborado por el banco J. P. Morgan puede leerse que “el gobernador Alvarez (de la Copei) es el claro favorito del sector privado, de los analistas políticos y de la comunidad internacional… porque sostiene las reformas económicas y los objetivos fiscales de Carlos Andrés Pérez…” (146). El “pequeño problema” que tienen los banqueros para imponer a su candidato en las elecciones es que el pacto de reparto del poder, por el cual la AD y la Copei, han venido cogobemando Venezuela en los últimos 35 años, se ha hecho añicos; la AD está arrasada por la crisis del régimen de Pérez mientras que la Copei se ha fracturado: su principal dirigente, el ex presidente Rafael Caldera, se ha ido del partido para formar una alianza electoral con el Mas (ex guerrilleros “reconvertidos” a la democracia).
El candidato de la J. P. Morgan marcha tercero lejos en las encuestas presidenciales, detrás de la alianza entre Caldera y el Mas y de “Causa R”, un partido basado en los sindicatos que postula a la presidencia a un obrero metalúrgico, Andrés Velázquez, elegido recientemente gobernador del estado de Bolívar.
En menos de seis meses, Venezuela puede tener como presidente a un “Lula”… “La lógica de los hechos —declara un editorialista de “El Cronista” (147) — lleva a Venezuela a la izquierda en el futuro inmediato". Pero precisamente por esta razón, en Venezuela está planteado un golpe militar. No se trataría esta vez de una sublevación de los mandos medios nacionalistas (“bolivarianos”) sino de un golpe institucional, dirigido por los generales de Pérez, para mantener “las reformas fiscales y los objetivos fiscales que reclaman los bancos acreedores.
Las contradicciones de semejante régimen serían brutales. La primera de ellas es que los golpistas, para evitar la fractura del ejército en la calle, deberán cubrir su golpe “neoliberal” con algunos de los ropajes de los “bolivarianos". Esta "confusión”, naturalmente, informará a todo el régimen de los golpistas, que deberá lidiar con el conjunto de las contradicciones que hundieron a Pérez y al pacto Copei-AD y, además, evitar una fractura del ejército en el poder.
La caída de Pérez no ha dado solución a la crisis política venezolana sino que ha abierto paso a una sucesión de gobiernos inestables en medio de un cuadro de radicalización de las masas. En Venezuela, la crisis política recién comienza.
La caída de Pérez es un signo inequívoco del agotamiento de los regímenes patronales del continente, agobiados por el peso de la crisis mundial, que son absolutamente impotentes de contener. Nuestro inefable riojano ha opinado, sin embargo, que el caso de Venezuela, como antes el de Brasil, demostraría “el funcionamiento de los mecanismos constitucionales”, es decir, la vitalidad de los regímenes patronales. Es notable, que haya obviado los casos de Perú o Guatemala, que demostrarían exactamente lo contrario.
Hay, sin embargo, un rasgo común entre Pérez y Fujimori, entre Guatemala y Brasil. En todos los casos, el derrumbe de las finanzas públicas, impuesto por el pago de la deuda externa y los subsidios a los capitalistas nativos, y la destrucción productiva impuesta por la crisis mundial, inviabilizaron los regímenes constitucionales: entonces, o el parlamentó se deshizo de los presidentes, o éstos se deshicieron de sus parlamentos, siempre con el "fórceps” de las medidas de excepción (y el visto bueno, cuando no la participación activa, de las FF.AA.). Pero precisamente, porque todos los regímenes latinoamericanos enfrentan el derrumbe de sus finanzas públicas y la amenaza de su desaparición del mercado mundial es que, tarde o temprano, todos ellos oscilan entre el “autogolpe” y la destitución del presidente.
Pero ni Brasil ni Venezuela, ni tampoco Perú, son casos “excepcionales". Entre ellos y países como Argentina o Uruguay hay apenas una diferencia de grado: una situación similar a la de Collor puede presentársele a Menem en cualquier momento ante la crisis del “plan Cavallo”. Un hombre tan poco sospechoso de “radicalismo” como Abráham Lowenthal, director del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad del Sur de California, lo confirma: “El vuelco de la región hacia la democracia afirma— es muy vulnerable (porque) en muchos países de Latinoamérica la cuestión social está alcanzando dimensiones críticas (…). Todas estas condiciones hacen a la volatilidad y no al progreso firme y seguro” (148). ‘‘Vulnerabilidad”, “volatilidad”, ciertamente son palabras fuertes que retratan la conciencia del propio imperialismo del agotamiento de los regímenes patronales continentales.
11. La "izquierda” latinoamericana se convierte en “partido de gobierno”
Una expresión contundente del hundimiento de los regímenes patronales latinoamericanos es la creciente necesidad y urgencia de la burguesía —y del imperialismo— en incorporar al gobierno a las burocracias de los partidos que dirigen el movimiento de las masas y obligarlos a jugar un papel cada vez más decisivo en el salvataje del Estado y del régimen social capitalista. Como señala el ya citado Lowenthal, “las oportunidades de América Latina de encarar con éxito su agenda social pueden depender mucho de la izquierda. Existe ahora un espacio político en muchos países de América Latina para un movimiento moderno social democrático que acepte las reglas democráticas y los principios de una doctrina económica moderna” (149)… precisamente para evitar la “volatilidad” que tanto teme, es decir, para salvar los regímenes- patronales.
Por su orientación histórica —sea democratizante, sea stalinista, es decir, contrarrevolucionaria en cualquier caso—, por sus posiciones en el aparato del Estado y de los sindicatos, y por sus propios intereses sociales (se trata de una capa de burócratas estatales y sindicales "profesionales”, que viven del presupuesto estatal y de sus corruptelas), la "izquierda" latinoamericana se encuentra irrevocablemente atraída a cumplir esta sucia tarea. Está claro que para ello, esa “izquierda” ha renunciado a llevar adelante cualquier transformación social en el continente, y en cambio ha decidido adoptar, como le reclama Lowenthal, una “doctrina económica moderna”, es decir, apoyar las privatizaciones, el pago de la deuda externa, la “reconversión industrial”, con flexibilidad laboral incluida, y la “integración productiva” bajo el dominio de los pulpos imperialistas.
El FSLN de Nicaragua es un verdadero “adelantado” de la tendencia proimperialista que domina a la izquierda latinoamericana: después de sacrificar la revolución en el altar del tratado de Esquilpulas, estableció un co-gobiemo contrarrevolucionario con la Chamorro; el ejército y la policía sandinistas reprimen las huelgas y las manifestaciones populares contra la desocupación y la miseria.
El PT brasileño se ha convertido plenamente en un “partido de gobierno” con la integración al gabinete de Walter Barelli (un hombre con fuertes lazos con Lula y con la burocracia de la CUT) y de Luiza Erundina (ex intendente de San Pablo). Erundina— que mostró plenamente su carácter de “estadista” en la intendencia paulista reprimiendo huelgas, despidiendo activistas sindicales y protegiendo los negocios de los grandes contratistas municipales— no fue expulsada del PT por su ingreso al gabinete (aunque violó una expresa resolución partidaria), porque una fracción fundamental de la dirección del PT reclama que el partido ingrese al gobierno. El ingreso de Erundina al gobierno y la negativa del PT a sancionarla desnudó la hipocresía de la dirección del PT, que pretendía conducir un partido opositor mientras sus parlamentarios votaban las leyes fundamentales del gobierno (como la “reforma fiscal” que grava los salarios). Poco después del ingreso de Erundina al gabinete, Lula se entrevistó con Itamar para proponerle un demagógico e impotente “plan alimentario de emergencia” —que naturalmente fue “aceptado”— y prometerle la colaboración de los “técnicos” del PT para ponerlo en marcha.
El Frente Amplio uruguayo se ha convertido en un abanderado de la privatización de las empresas públicas y de la “gobernabilidad” de un régimen político en crisis. El FA se enorgullece de defender el pago de la deuda externa, las “privatizaciones periféricas”, es decir las que favorecen directamente a la burguesía uruguaya, y junto con ésta se ha lanzado a armar una reforma constitucional-electoral “consensuada” con los partidos patronales, las cámaras empresarias y el imperialismo. Pero para el FA, la reforma constitucional-electoral tiene un objetivo estratégico: habilitar los mecanismos para la formación de un “gobierno de mayorías nacionales" con los partidos patronales en 1994. Ya Tabaré Vázquez, el intendente de Montevideo y “presidenciable” del FA, señaló “la necesidad de un acuerdo pre-electoral entre el Frente y el Foro (del ex presidente Julio Sanguinetti) para asegurar la gobernabilidad de Uruguay”, es decir de su Estado (150). “The Economist” caracteriza que “el maravilloso intendente de Montevideo”, el frenteamplista Tabaré Vázquez, podría ser “el hombre que haga dar vuelta al país al estilo de Felipe González en España, de Salinas de Gortari en México” (151).
En Chile, la disgregación de la derecha política ha colocado el centro de la lucha interburguesa en el seno de la coalición DC-PS gobernante. Ricardo Lagos, dirigente del PS y ministro de Educación, lanzó su candidatura presidencial tomando las posiciones del capital financiero y el imperialismo. Su programa plantea “desregular las condiciones para la inversión externa directa”, “avanzar en la ampliación de oportunidades domésticas de inversión para las AFP (las administradoras de las jubilaciones privadas) y lograr la mejoría de la estructura de incentivos de las administradoras de dichos fondos”, esto es, elevar las comisiones y los beneficios de los pulpos que controlan las AFP; Lagos se pronunció contra los impuestos que “atentan contra la productividad de la inversión” (esto es, los impuestos al capital) para propugnar un impuesto “que gravará el gasto”. Tampoco descarta parcelar Codelco (compañía estatal del cobre) e iniciar luego un proceso de “privatizaciones periféricas” en sus áreas más rentables. La plataforma de Lagos lamenta que “la inflexibilidad de los salarios reales y el exceso de trabas de entrada y de salida (¡sobre todo de “salida”!) en el mercado de trabajo conspiren contra la dinámica económica”. ¡Cómo extrañarse entonces que "El Mercurio” constate que “muchos empresarios estarían dispuestos a darle su voto”! (152).
Las alas "izquierdas” de estos partidos (los mandelianos y lambertianos en el PT, los Tupamaros en Uruguay o el ala socialista encabezada por Luis María en Chile) y aún sectores que actúan fuera de estos partidos —como el morenismo, que llamó a votar por el PT en las últimas elecciones municipales brasileñas o a favor del "sí” propiciado por el FA y el Foro Batllista en el referéndum uruguayo— son prisioneros políticos de estas direcciones contrarrevolucionarias: sus propias anteojeras democratizantes les impiden ver el carácter contrarrevolucionario y proimperialista de las direcciones de la “izquierda”.
Esta “izquierda” no sólo está integrada a fondo a sus respectivos Estados burgueses sino, además, al "orden” imperialista continental, algo que se pone claramente de manifiesto en sus “relaciones diplomáticas”. Una información publicada a principios de este año por “Página 12” (153) indica que “los principales referentes del Foro de San Pablo, Chautemoc Cárdenas (del PRI de México), Lula (del PT brasileño), Daniel Ortega (del FSLN nicaragüense) y Tabaré Vázquez (intendente frenteamplista de Montevideo) aguardan la definición de la política de Clinton hacia Cuba para confirmar su asistencia al IV° Encuentro del Foro, a realizarse en junio en La Habana”. Si Clinton inaugura una política de diálogo con el régimen castrista, los “referentes” de la "izquierda" latinoamericana podrían entonces confirmar su concurrencia a La Habana sin temor a quedar "aislados" de los Estados Unidos. La dependencia política (e ideológica) de la "izquierda” stalino-democratizante respecto de los representantes "democráticos” del imperialismo —como ayer de la diplomacia soviética— retrata el hundimiento del Foro de San Pablo, al cual el PC argentino, sin motivo alguno, califica como la "prueba de la vitalidad de la izquierda continental”.
12. El movimiento de la clase obrera
El V° Congreso del Partido Obrero caracterizó la existencia de “un fenómeno político profundo” consistente en que “a nivel de las masas se ha impuesto la tendencia a luchar, lo que también se refleja en las tendencias huelguísticas que se desarrollan en Eu-
ropa Occidental (España, Francia) y en América Latina” (154). En el curso del año transcurrido desde entonces prácticamente no ha habido sector de la clase obrera mundial y de los pueblos oprimidos que no haya salido a la lucha.
El proletariado de Europa occidental ha comenzado lo que parece ser una nueva etapa de ascenso y libra luchas de enorme dureza en todo el continente.
En Gran Bretaña, durante los últimos meses se sucedieron las huelgas: mineros, ferroviarios, choferes de colectivos, trabajadores de la Ford y de la Timex. En esos mismos meses, el "Financial Times” tranquilizaba a la opinión pública burguesa repitiendo que no estábamos en presencia de un ascenso del movimiento sindical y que las huelgas se circunscribían, apenas, a sectores “condenados” por la recesión o por las "privatizaciones”. El diario de los financistas, incluso, llegaba a mofarse de quienes veían en las huelgas un despertar del movimiento obrero cuando afirmaba que “el límite (de aumento salarial) de 1,5% fijado por el gobierno para los empleados públicos viene siendo aceptado con apenas murmullos de protesta” (155).
Pero la gota horadó la piedra y la tranquilidad se ha convertido en preocupación: un informe especial del propio "Financial Times”, después de enumerar los gemios que estaban en conflicto (maestros, bomberos) y los que se preparaban para ir a la huelga (determinadas categorías de empleados estatales, personal de la sanidad pública, empleados municipales), debe reconocer que “hay un cambio de ánimo en los empleados del sector público” (156). Lejos de aquel movimiento obrero "condenado”, pasó a encontrar que la unánime votación del congreso de delegados de bomberos de someter a votación la huelga contra los despidos y contra el techo salarial, “refleja un estado de ánimo determinado y desilusionado". Más aún, el diario de los financistas hace propia “la sorpresa de algunos dirigentes de gremios del sector público por la profunda hostilidad que ahora muestran algunos de sus miembros”.
Un ejemplo de este "nuevo espíritu sindical” es la votación realizada en el “Sindicato de mineros democráticos” (UDM), en favor de una huelga de 24 horas contra la política gubernamental. La votación “representa una cambio agudo de su política moderada” (157). No es para menos, es la primera vez en toda su historia que la UDM pone a consideración de sus afiliados la realización de una huelga, a la que recurre, según sus dirigentes, “después de haber intentado salvar la industria del carbón por medio de cualquier vía inteligente y adecuada y haber fracasado” (158). Si ahora, para los dirigentes de un sindicato que se enorgullecía de no hacer huelgas, “la huelga es vista como la última oportunidad” (159), esto sólo puede significar que el movimiento obrero, tomado de conjunto, ha entrado en una etapa de grandes luchas. El crecimiento de la combatividad de los trabajadores ingleses se verifica en otro hecho notable: los afiliados del normalmente moderado sindicato docente ATL respaldaron con el 83% de los votos boicotear los exámenes curriculares que debían comenzar a principios de junio. La ATL es el segundo sindicato docente en sumarse al boicot, pero lo llamativo del espíritu de lucha de los trabajadores es que “la ATL —según su presidente— no es conocida como un sindicato al que lo hace feliz ir a la huelga” (160), es decir… un sindicato amarillo.
La causa de esta inesperada mudanza en el temperamento colectivo de la clase obrera británica serían "los recientes reveses políticos —particularmente el desastre conservador en la elección de Newbury y en las elecciones de los consejos municipales de Inglaterra y Gales dos semanas atrás—que han debilitado al gobierno” (161). En las mencionadas elecciones, el partido conservador sufrió la derrota más humillante de los últimos veinte años.
“Prensa Obrera” criticó reiteradamente la caracterización de que el movimiento sindical británico estaba “condenado". Afirmando que el “Financial Times” “vendía la piel del oso antes de haberlo cazado”, “Prensa Obrera” señaló que “el futuro del presente movimiento huelguístico está determinado por un conjunto de factores: por la recesión europea que se profundiza hasta extremos que tiene asustada a la burguesía; por la crisis de los regímenes políticos; por la agudización de la guerra comercial; por el hundimiento de la "unidad europea", y, finalmente, por la interacción del movimiento obrero y sus luchas en Europa y los Estados Unidos” (162).
Pero en Gran Bretaña, no sólo los trabajadores estatales están “determinados”. La huelga de la Timex, contra el despido de todos los trabajadores que se negaron a aceptar un cambio unilateral en las condiciones de trabajo, entró —a mediados de junio— en su cuarto mes. La huelga, muy combativa, se convirtió rápidamente en una causa célebre en toda Escocia, con marchas multitudinarias y la presencia permanente de centenares de activistas sindicales de distintos gremios en la puerta de la planta para reforzar a los piquetes, los cuales hostilizaron permanentemente a los rompehuelgas contratados por la patronal y chocaron con la policía, que intentó “liberar” el ingreso a la fábrica. La huelga de la Timex, aunque limitada a unos pocos centenares de obreros, es significativa porque en ella intervinieron varios otros centenares de activistas y miembros de base de los sindicatos de otras empresas. Mientras el “Financial Times” afirmaba que no cabía esperar ningún tipo de resurgimiento del "militantismo pre-thatcheriano”, la huelga de la Timex puede haber sido el “laboratorio” de las tendencias que bullen al interior del movimiento obrero británico: un vuelco hacia los métodos de la acción directa. Esta es la opinión que tienen, por lo menos, dos burócratas del AEEU, el gremio al cual están afiliados los obreros de la Timex. Su presidente, Bill Jordán, advirtió que “una recuperación económica puede ser acompañada del retorno de disputas industriales de tipo combativo como las de la Timex” (163) mientras que un subordinado suyo, un burócrata local no identificado, dijo “temer (!) que (la huelga de la Timex) sea el anuncio de una nueva, más agresiva fase” de las luchas obreras (164).
La “belicosidad” de la huelga de la Timex y las perspectivas que se plantean para el conjunto del movimiento obrero han llevado a un sector de la burguesía británica a reclamar al parlamento la sanción de “leyes más severas que pongan a los piquetes de masas fuera de la ley”. Ya hace tiempo, el “Financial Times” había reclamado el reforzamiento de la legislación antisindical y antihuelgas.
En Alemania, la huelga de los metalúrgicos del este ha planteado a la luz del día las condiciones de un enfrentamiento general entre la burguesía y el proletariado. La huelga en el este fue precedida —y acompañada— por gigantescas manifestaciones de trabajadores metalúrgicos en el oeste. En Duisburg, con huelgas y manifestaciones, los metalúrgicos lograron que la Krupp anulara el anunciado cierre de sus plantas en esa ciudad. Se trató de la segunda victoria de los metalúrgicos de Duisburg, que pocos años atrás, con los mismos métodos, lograron impedir un primer intento de cierre de las plantas de la ciudad. Lo mismo sucedió en Rheinhausen, en el corazón de la zona industrial de Alemania, la cuenca del Ruhr. Pocos días más tarde, “un ejército de 100.000 metalúrgicos… en la mayor manifestación desde la década del 80” (165) marchó desde el valle del Ruhr, en el corazón industrial del oeste alemán, a Bonn, para reclamar contra los despidos anunciados en la industria siderúrgica. El vigor que están adquiriendo las luchas obreras en las principales metrópolis imperialistas está determinado por la envergadura de la crisis capitalista; las luchas de los metalúrgicos y los mineros son un ejemplo. Después de haber reducido en un 50% el número de obreros ocupados y en un 15% su capacidad productiva en la última década, la Comunidad Económica Europea se apresta a lanzar un “nuevo” plan de “racionalización siderúrgica”, que reducirá la producción en 30 millones de toneladas anuales. El “plan” prevé el damente anticomunista porque fue invadido por los tanques rusos que le quitaron la independencia. Frente a la opresión burocrática, los lituanos estuvieron entre los primeros en movilizarse y el PC lituano, a los pocos meses, se dividió, perdió una enorme masa de afiliados y fue derrotado por una dirección nacionalista. ¿Qué ocurrió en los dos años siguientes? Aumento del desempleo, reducción salarial una crisis económica monumental. En las siguientes elecciones ganó el partido comunista; dos años de gobierno nacionalista consiguieron lo que no pudieron cincuenta años de stalinismo: que los lituanos votaran voluntariamente por el PC. Evidentemente, se trata de un partido pro-capitalista… pero precisamente por eso no podrá resolver la crisis contra la que se estrellaron los nacionalistas.
También en América Latina la izquierda crece: el PT ha sido el único partido que tuvo un avance en las últimas elecciones municipales brasileñas, la bancada parlamentaria del PT crece y también la CUT; el Frente Amplio venció en el plebiscito de diciembre; el M-19 colombiano se aproxima a convertirse en un partido mayoritario; el PRD mexicano ganó una serie de elecciones estaduales,y finalmente en Venezuela, un partido de las características del PT brasileño ganó las elecciones en la capital, eligiendo como intendente al secretario general del sindicato de profesores.
El avance de la izquierda es siempre síntoma de que vamos a entrar en una situación revolucionaria porque significa que: a) el eje político del Estado no se sustenta solo con el partido derechista; y, b) los explotados están abandonando una visión individual y están tomando una visión colectiva; no están intentando apenas resolver sus problemas personales a la hora de votar -apoyando a los candidatos que prometen "algo concreto" porque tienen influencia política en el Estado- sino que buscan una salida más general para el conjunto del pueblo. El punto más importante en el desarrollo de la crisis mundial en curso, y ciertamente al que el PO debe prestar la mayor atención, es de qué manera el movimiento obrero va procesando políticamente las enormes experiencias de lucha que protagoniza, cuál es la evolución de su conciencia y cómo se resume todo esto en su organización.
25/6/93
Notas
(*) Este análisis fue elaborado por Luis Oviedo, y Aprobado por el Comité Nacional del PO para la discusión preparatoria al VI° Congreso del Partido Obrero
1. Programa del Frente Mas-PO, 1985
2. Time, 9/11/92
3. Clarín, 15/2/93
4. The Washington Post, 6/11/91
5. The Washington Post, 3/4/91
6. La República, 1/11/92
7. El Cronista, 11/2/93
8. Clarín, 15/2/93
9. Business Week, 16/11/92
10. Time, 23/11/92
11. The Militant, 20/11/92
12. International Herald Tribune, 18/11/92
13. Business Week, 2/11/92
14. Clarín, 15/2/93
15. The New York Times, 5/11/91
16. International Herald Tribune, 7/11/92
17. La república , 1/11/92
18. The Wall Street Journal, .30/10/92
19. Busieness Week, 2/11/92
20. The Wall Street Journal, 30/10/92
21. Busieness Week, 2/11/92
22. The Economist, 10/10/92
23. Ambito Financiero, 10/2/93
24. Le Monde, 10/1/92
25. The Wall Street Journal, 6/11/92
26. The Militant, 29/1/93
27. The Washington Post, 18/1/93
28. Newsweek, 30/11/92
29. Idem
30. The Christian Science Monitor, 19/2/93
31. Idem
32. Newsweek, 30/11/92
33. Idem
34. Business Week, 25/1/93
35. The Washington Post, 3/5/93
36. The Washington Post, 27/5/93
37. The Washington Post, 27/5/93
38. The Wall Street Journal. 26/10/92
39. The New York Times, 4/5/93
40. Idem
41. Idem
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49. Jorge Altamira, en Prensa Obrera, n° 390, 5/5/93
50. Prensa Obrera n° 356, 9/5/92
51. Financial Times, 15/9/92
52. Reproducido por Clarín, 14/2/93
53. Prensa obrera n° 346, 20/11 /91
54. The Economist, 2/9/92
55. The Wall Street Journal, 1/10/92
56. The Economist, 1/10/92
57. Idem
58. The Economist, reproducido por El Economista, 12/2/93
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60. International Herald Tribune, 9/10/92
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62. Ambito Financiero, 9/2/93
63. El Cronista, 11/2/93
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81. Idem
82. The Financial Times, 11/3/93
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88. Idem
89. Idem
90. Informe Internacional al V° Congreso del PO
91. Idem
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93. Idem
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99. Le Monde, 9/7/92
100. Lutte de Classe, n° 50, noviembre de 1992
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109. Idem
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151. Financial Times, 24/3/93
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