La realidad histórica de la descomposición capitalista y el escepticismo “de los “izquierdistas”


La debacle de la burocracia stalinista sirve de pretexto para volver a poner en circulación las creencias, mitos y supersticiones más vulgares de la economía capitalista. Los propios burócratas, que hasta hace poco tiempo jamás omitían el homenaje ritual a la “superioridad del socialismo” son ahora los principales promotores de una oleada de reivindicaciones completamente irracionales y obsoletas de la “economía de mercado”.


Asocian al capitalismo con imágenes ingenuas del siglo XVIII. Hablan de la “competencia” de los mercados como si los monopolios no existieran, aplauden la “soberanía de los consumidores”, olvidando la manipulación de los precios por un puñado de grandes empresas. Desprecian cualquier mención a la planificación y realzan la libre acción de la oferta y la demanda como si el intervencionismo generalizado y creciente de los Estados en la economía no fuera la norma en todos los países. Borrando la palabra imperialismo de su lenguaje, e ignorando el saqueo de tres cuartas partes de la humanidad por parte de un puñado de grandes corporaciones, proclaman que la carrera de ingreso al (íprimer mundo” será ganada por los campeones del sometimiento al FMI y a los bancos usureros. Es natural que Pinochet sea el ídolo de todos los burócratas que han desempolvado inconsistentes supercherías sobre las virtudes del capitalismo para justificar su acelerada reconversión en clase explotadora y propietaria.


Quienes durante décadas aseguraron que los “éxitos económicos, militares o espaciales de la URSS” y la triunfal “competencia del campo socialista” en el marco de la “coexistencia pacífica”, aseguraban la superación del capitalismo sin la necesidad de la victoria de la revolución proletaria en los principales países avanzados, ahora postulan la “economía de mercado” como la forma perfecta y última de la civilización humana. De la utopía reaccionaria del “socialismo en un sólo país” han pasado a la fantasía aún más reaccionaria de un “humanismo” al fin reencontrado, que se asentaría en el “libre derecho” de la explotación del hombre por el hombre. Se forjaron como burócratas que negaban el carácter mundial de la dominación capitalista y la necesidad de la revolución internacional, para transformarse en restauracionistas que a través de un proclamado “universalismo* escamotean la feroz explotación de las dos terceras partes de la humanidad por un puñado de pulpos y Estados imperialistas.


La negación de las crisis capitalistas y de la decadencia histórica del capitalismo, es el eje de la moda actual que “redescubre” las ventajas de la “libre empresa”. Se ha vuelto usual la negación de que un régimen basado en la anarquía de la producción, en la producción a ciegas, en la necesidad creciente de ganancias y en la explotación del trabajo asalariado, se ve periódicamente conmocionado por crisis violentas, brutales y terribles — y qué decir de la tesis de que el capitalismo es un régimen social históricamente condicionado, transitorio, que tiende a su disolución cuando agota su capacidad para desenvolver las fuerzas productivas.


Solamente una inmensa regresión ideológica puede borrar de la memoria que la historia del capitalismo se ha caracterizado por desequilibrios económicos cada vez más incontrolables. Cualquier repaso de la escala de destrucción de fuerzas productivas y desvalorizaciones de capital y de fuerza de trabajo ocurridos en el último siglo bastaría para ilustrar la magnitud de los descalabros que produce el funcionamiento intrínseco del capitalismo en la época de su declinación histórica. Los ex-stalinistas, que están muy lejos de haber superado su pasado y su complicidad con los peores crímenes que se hayan perpetrado contra la causa del socialismo, simplemente pasan por alto como lo hacen sus maestros (ineo-liberales” la abrumadora experiencia de atrocidades del capitalismo. Demostrar la existencia de una crisis económica en curso, generalizada, internacional y condicionada por el avanzado estado de descomposición histórica del capitalismo (por lo tanto describir sus rasgos novedosos y caracterizarlos teóricamente) es el objetivo de las siguientes páginas polémicas contra una amplia gama de argumentos apologéticos o justificatorios de la “economía de mercado”.


 


Recesión, desocupación y pobreza


Desde que la crisis en las economías imperialistas puso fin al“boom de post-guerra” a mediados de la década del ‘70, se han registrado dos recesiones profundas y generalizadas en la economía internacional (1975/76 y 1979/82), una recuperación muy débil entre ambas, y otra posterior más prolongada que concluyó en 1990 (1). Desde ese momento existen pruebas abrumadoras del comienzo de otra recaída. El conjunto de las economías desarrolladas —nucleadas en la OCDE— crecieron un 2,1% el año pasado y apenas llegaron al 1,2% en 1991, dos porcentuales muy inferiores al crecimiento vegetativo.


 


La economía norteamericana, que lideró la recuperación de los ‘80 al costo de un descomunal endeudamiento público y privado, encabeza ahora el ciclo descendente, arrastrando a su socio más directo que es Canadá. La depresión también es muy profunda en Gran Bretaña y Australia. Japón y Alemania, los dos países que actuaron en las últimas dos décadas como “locomotoras” del comercio mundial, contrarrestando el deterioro creciente de la economía estadounidense, soportan actualmente impresionantes desequilibrios, desconocidos durante ese período. Japón es el centro de una bancarrota financiera y bursátil, en tanto que las tradicionalmente ((pulcras” finanzas públicas alemanas sé han convertido en un agujero negro desde la anexión de la ex-RDA. Se puede naturalmente debatir sobre el alcance, la duración y los efectos de la actual depresión, pero no desconocer su existencia. Quienes niegan la crisis capitalista en curso, comienzan por no tomar en cuenta los indicadores básicos de la producción y el comercio internacional.


La característica distintiva de todo el ciclo de la última década y media es el incremento general de la desocupación no sólo en las fases de recesión, sino también en las de reactivación. Sólo en el curso de la recesión actual de 1990/91, perderán su empleo cuatro millones de personas en los países avanzados. En Europa Occidental el número de desocupados se ha estabilizado por encima de la escalofriante cifra de 40 millones de individuos, y en países como España el porcentual de parados supera el 20% de la población activa. Ya se puede observar que estas cifras van quedando cortas para Alemania Oriental o Polonia, donde la introducción de la “economía de mercado” viene invariablemente acompañada por una explosión del número de parados. Este desempleo adicional está desatando una oleada de emigrados sin empleo que se desplaza masivamente desde el Este hacia el Oeste del Viejo Continente.


Las bajas tasas de crecimiento del PBI son naturalmente insuficientes para absorber la masa de expulsados de la industria y también para dar empleo a la masa de nuevos trabajadores surgida del simple crecimiento demográfico. El desempleo es mucho más agudo entre los jóvenes, las mujeres y los inmigrantes, al extremo de que existe una generación juvenil íntegra que no ha podido acceder a un trabajo estable. Todas las promesas capitalistas de una mejora del empleo cuando “concluya el ajuste” han quedado en la nada. La crisis está estabilizando un impresionante ejército de desocupados, que ha llevado a algunos economistas a hablar de una “sociedad dual”dividida en ocupados y desocupados en los países imperialistas.


 


El desempleo creciente está potenciando una pauperización escandalosa en las naciones más opulentas del planeta. En Estados Unidos hay 35 millones de personas que se encuentran por debajo del nivel de subsistencia; 37 millones que carecen por completo de protección sanitaria; 5,5 millones de niños que pasan hambre y que se alimentan exclusivamente del almuerzo escolar. La deserción escolar promedia el 60% en varias regiones del país; más de 100.000 desamparados viven en las calles, mientras las cárceles no dan abasto para albergar al actual millón de prisioneros. En Europa, un 15% de la población vive en condiciones de pobreza y este porcentaje es muy superior en España, Portugal y el sur de Italia. En centros imperialistas poderosos como Gran Bretaña hay 10- millones de pobres y en Alemania Occidental casi 5 millones.


 


La pauperización creciente está asociada tanto a la desocupación como al atropello a los sistemas de seguridad social, que constituyen una de las conquistas históricas de la clase obrera de Europa Occidental. En la década de“reaganismo” y “thatcherisnio”, la clase capitalista ha buscado incrementar la tasa de plusvalía mediante el ensanchamiento del ejército de desocupados, la “flexibilización la-boi'al” y el avasallamientos los regímenes de seguro al parado, pensiones y leyes protectoras de la educación y la salud. Para recuperar la tasa de ganancia reducida por la crisis, la burguesía recurre en primer término al clásico expediente de reducir los salarios, a los cuales pretende bajar en proporciones “latinoamericanas”, es decir más allá de la declinación del 10/15% promedio que han bajado los salarios de los países avanzados desde el inicio de la depresión. Esta ofensiva transita por la creación de una masa de desocupados que existió durante la crisis del ‘30.


 


El desmoronamiento del gasto social de los Estados capitalistas no tiene nada que ver con el pasaje hacia una “economía de libre mercado”, sin “ingerencia estatal ¡lo prueba el incremento de las subvenciones a los capitalistas y la consecuente explosión del gasto público que afecta a todas las economías desarrolladas! El Estado burgués actúa simplemente como un agente activo del proceso de pauperización en curso. En Europa Occidental la mitad de los parados carecen de seguro de desempleo y viven gracias a la beneficencia. La debacle financiera de las principales veinte ciudades estadounidenses ilustra este atropello, ya que en un típico “ajuste fondomonetarista” el Estado federal norteamericano se desentiende de los gastos sociales. Día a día se multiplican los municipios que deben cortar la luz, clausurar parques, cerrar escuelas o anular caminos. Nada menos que la rica California y la todopoderosa Nueva York son epicentros de estos desastres.


Se ha vuelto muy común disociar estos atropellos de su carácter de clase y de su función en el restablecimiento de la rentabilidad capitalista. Se habla encubridoramente (¡y esto lo hacen los “izquierdistas”!) de políticas “neo-conservadoras” o del “fin del Estado benefactor” como si se tratara de una opción “ideológica”, de una “forma de vida” aceptada con todo conocimiento por el electorado, es decir, como si el ataque a las condiciones de vida de las masas estuviera desvinculado de la necesidad del capital de estrujar la fuerza de trabajo para ampliar la extracción del plusvalor. Prolongar — y sobre todo intensificar— la jornada de trabajo es el sentido (¡no puede ser otro!) de todos los cambios tecnológicos que se vienen implementando en los países avanzados. El significado social de la generalización de la microelectrónica es acentuar la intensidad de la explotación de los trabajadores, como consecuencia de que le quita al operario hasta el más mínimo control sobre el proceso de trabajo.


Se habla de un “nuevo desempleo” que sería el producto “sui generis” de una igualmente novedosa característica del capitalismo, la “reconversión”, como si el ensanchamiento periódico del ejército de desocupados no fuera una de las principales leyes de la acumulación que al igual que la “reconversión” es tan antigua como la aparición del maquinismo y la sobrepoblación relativa. Pero mientras el maquinismo revolucionó las formas sociales de producción y explotación, desenvolviendo las posibilidades históricas del capitalismo, la “reconversión” actual ha acentuado la crisis de sobreproducción y ha acentuado las formas parasitarias de obtención de beneficios, como la especulación financiera y la explotación de la deuda pública internacional.


Se insiste en la tesis de una “nueva pobreza” que sería ajena a la descomposición capitalista y debida a formas de “exclusión” creadas por los “modelos post-fordistas”, como si Marx no hubiera escrito hace 100 años que el funcionamiento del capitalismo requiere la permanente existencia de una capa de miserables que forman (textual) el “leprosario de la clase obrera”. Los desocupados soportan todas las desdichas de la “miseria creciente” como reservorio permanente de mano de obra para el capital. Los apologistas de la “economía de mercado” indudablemente no sufren en carne propia la atormentada existencia de los cien millones de pauperizados en los países avanzados.


Es un rasgo de la crisis actual el acrecentamiento de estas formas de pauperización absoluta, no ya a escala internacional como resultado de la polarización entre naciones opresoras y oprimidas, sino al interior mismo de los países imperialistas. Lo que las estadísticas reúnen muy restrictivamente bajo el término “pobreza” es apenas una muestra de un fenómeno de mucho mayor alcance, que los marxistas denominan “miseria”, ya que la “pobreza” sólo considera el nivel de satisfacción de un conjunto de necesidades básicas que excluyen la opresión creciente de los asalariados como el desgaste físico y moral. Los países imperialistas no sólo no han podido erradicar las formas infrahumanas de subsistencia al interior de sus economías al cabo de siglos de explotación colonial, sino que han agravado estas lacras en la década de mayor expoliación de Asia, África y América Latina de toda la historia reciente.


Los trabajadores europeos y norteamericanos que conservan sus empleos y cubren sus necesidades mínimas, soportan una inseguridad de su existencia muy superior a la de períodos anteriores. El fantasma de la pérdida del empleo y la imposibilidad de cancelar las enormes deudas hipotecarias y de consumo que oprimen su vida cotidiana están presentes en cada familia obrera. De conjunto, la degradación de las condiciones de vida de las masas en los países desarrollados no es sólo una prueba visible de la crisis capitalista, sino una evidencia de la decadencia de este régimen social y del límite histórico que ha alcanzado la alienación del trabajo humano (al privar de su fuerza de trabajo a los que sólo poseen su fuerza de trabajo).


 


Superproducción, bloques y guerra comercial


El abarrotamiento de mercancías invendibles es un rasgo clásico de las crisis capitalistas que se verifica fácilmente en la coyuntura económica internacional actual. Esta abundancia de productos sin compradores solventes ha conducido al empantanamiento de las negociaciones del GATT, el organismo que arbitra y regula todo el régimen de aranceles y subsidios vigentes en el comercio mundial. Funcionó desde la post-guerra bajo la hegemonía del imperialismo norteamericano, que impuso sus intereses en cada una de las tratativas periódicas que realizó esta institución. Pero la última serie de negociaciones, denominada “Ronda Uruguay”, que comenzó en 1986 y no pudo concluir, como estaba agendado, el año pasado.


Existe un violento choque entre Estados Unidos, Europa y Japón por los subsidios a las exportaciones y los impuestos a las importaciones que cada uno ha ido introduciendo para doblegar al competidor en la guerra comercial. Entre 1966 y 1986 la proporción de nuevos gravámenes (denominados “no arancelarios” porque guardan la apariencia de respetar las cláusulas del GATT) se elevó en un 20% en Estados Unidos, un 40% en Japón y un 160% en Europa. Este giro proteccionista expresa la saturación de mercancías invendibles y la amenaza de quiebras aún más amplias.


La superproducción actual tiene carácter generalizado porque afecta sin excepción a todas las ramas significativas de la economía, tanto a las que han sido desde los años ‘50 los puntales de cualquier reactivación (automotriz y construcción), como a las que corresponden a nuevas esferas de actividad, especialmente la electrónica.


La sobreproducción automotriz ha determinado enormes pérdidas de las compañías en 1990, y enfrenta particularmente a Estados Unidos con Japón. Para sortear las reacciones proteccionistas, las corporaciones niponas instalaron plantas armadoras en las propias economías nacionales de sus rivales y se asociaron con industriales extranjeros en la fabricación de “autos mundiales”. La construcción es otra manzana de la discordia porque cada Estado imperialista pretende favorecer exclusivamente a sus propios grupos monopólicos en las concesiones de obra pública. Por eso Estados Unidos amenaza a Japón con graves represalias si le continúa bloqueando el ingreso de sus empresas a las grandes contrataciones de ese país. En la siderurgia subsiste la sobreoferta al cabo de una década de reconversiones en la aeronáutica se desenvuelve un agudo proceso de concentración de capitales y una lucha despiadada por el acaparamiento de las rutas comerciales.


Finalmente, los grandes grupos de la electrónica como IBM, Siemens y Apple han registrado fuertes pérdidas como consecuencia de la sobreproducción y la caída de precios, y de la competencia de Japón. Las empresas europeas no lograron montar una industria propia integrada y se están fracturando en asociaciones con Japón o Estados Unidos. En todos los casos el trasfondo de estas batallas es la plétora de productos de una industria que choca con los infranqueables límites del mercado para llevar adelante la tan propagandizada “revolución electrónica”.


Está reiteradamente demostrado que la economía capitalista actual sólo incorpora efectivamente al proceso de trabajo un porcentual insignificante del progreso técnico potencialmente alcanzando en las últimas décadas. Una introducción masiva de las innovaciones logradas en el plano de la robotización y en los usos de la microelectrónica produciría inmediatamente una sobre-saturación de productos que los mercados no podrían digerir. Quienes argumentan que el “capitalismo superó la crisis” como consecuencia de la “revolución informática”, ciertamente no saben de qué están hablando. Suponen ingenuamente que la aparición de nuevas ramas de producción y la reestructuración consiguiente de la división del trabajo en la industria, son sinónimos de una nueva frontera de producción y beneficios. No pueden explicar, entonces, por qué el capitalismo no generaliza los procesos de automatización conocidos y probados que permiten las nuevas tecnologías, a saber, porque un reemplazo en gran escala, del trabajo vivo (obrero) por el trabajo muerto (maquinarias, técnicas e insumos) desplomaría la tasa de ganancia y acentuaría la sobreproducción. Es evidente que no se han dado por anoticiados de la sobreabundancia de mercancías que afecta directamente al sector de la electrónica. Son víctimas del “fetichismo tecnológico” que difunden los medios de comunicación y olvidan que en el capitalismo en descomposición el único campo de irrestricta aplicación de la informática es la industria militar, encargada de destruir las fuerzas productivas creadas con antelación. ¡Ninguna expectativa de negocios supera a la reconstrucción de Kuwait!


La sobreproducción se manifiesta también en forma escandalosa en la agricultura, que constituye el principal terreno de enfrentamiento dentro del GATT. En medio de la atroz sub-alimentación de mil millones de personas y de terribles hambrunas en África y Asia, los Estados Unidos y Europa almacenan toneladas de trigo, manteca y carne, que periódicamente las corporaciones del “agro-bussines” mandan destruir para evitar el desplome de los precios. El parasitismo del capitalismo actual se expresa crudamente en la duplicación de los subsidios a las exportaciones y en la NO PRODUCCION agrícola en Europa y Estados Unidos entre 1980 y 1985. Sólo la CEE gasta 300.000 millones de dólares al año (es decir las tres cuartas partes de toda la deuda externa de Latinoamérica) en subvenciones de este tipo, que de conjunto representan el 50% de toda la producción agrícola de 1990. Estados Unidos tiene el objetivo estratégico de doblegar a Europa en este campo, precipitando el quebranto de agricultores franceses, alemanes e italianos con la apertura a la importación para cereales yanquis. Los mismos cañones apuntan contra los arroceros japoneses.


El clima de beligerancia comercial se pone de manifiesto cada año con mayor virulencia en las reuniones cumbres del “Grupo de los 7”. Las controversias sobre el nivel de las paridades monetarias ocupan invariablemente un lugar privilegiado, esto porque a través de la aceptación del “dólar bat'ato”, Estados Unidos viene forzando a sus competidores a compartir la carga del impresionante déficit comercial norteamericano. Mediante este mecanismo Estados Unidos incrementó en 76% sus exportaciones a Europa en sólo cuatro años. Las rivalidades también se dirimen en la política a seguir frente a la URSS, Europa Oriental y China, porque Estados Unidos disputa especialmente con Alemania la captura de los dos primeros y con Japón el dominio del gigante asiático. La superproducción desata un enfrentamiento por el copamiento de las fuentes de aprovisionamiento de insumnos y de las plazas de colocaciones de productos semejante a la que describieron los teóricos clásicos del imperialismo a principio de siglo. La exacerbación de las rivalidades comerciales es el telón de fondo de campañas antijaponesas como la desatada por la ministro Edith Cresson en Francia, y fue también un factor determinante de la guerra del Golfo. Una de las causas de la arremetida de Estados Unidos contra Irak fue el intento yanqui de contrarrestar su retroceso económico a través


de la primacía militar. Muchos economistas destacan que la batalla por el dominio del mercado mundial está provocando la formación de tres grandes bloques económicos, que se afianzarían mediante procesos de “integración regional”. Las “mega-fusiones” de grupos monopólicos en curso consolidarían las tendencias proteccionistas recreando el choque entre “areas monetarias” que se registró luego de la crisis del ‘30. Sin embargo esta tendencia a la “regionalización” coexiste muchísimo más que en el pasado con la internacionalización de las fuerzas productivas y el entrelazamiento comercial, productivo y financiero de corporaciones de distinto origen nacional. La crisis conduce así contradictoriamente tanto a la integración como a la desintegración de los “bloques económicos”. Las “megafusiones” enlazan monopolios de países asociados, pero también de naciones económicamente enfrentadas. La enorme diseminación de filiales de sus propias corporaciones en países rivales es otro factor de gran contrapeso a las tendencias proteccionistas.


La CEE está particularmente sacudida por tendencias desintegradoras que reducen sus posibilidades de competencia con Estados Unidos y Japón. En su seno coexisten países como Gran Bretaña, que han anudado profundos vínculos con Japón, y naciones como Francia que ha declarado su “niponfobia”. Pero desde la anexión de Alemania Oriental todo el proceso de formación de un Banco Central Europeo —que resulta indispensable para la integración industrial— está amenazado de naufragar por dos tendencias contrapuestas. De un lado, la inflación, en el caso de que el marco se desbarranque con el “costo” de la “unificación” alemana y la pérdida de los créditos otorgados a la URSS y a Europa Oriental. Del otro lado la absorción de los imperialismos rivales, esto en el caso de que Alemania logre poner bajo su égida al mercado soviético y del este europeo.


Tampoco Japón ha consolidado un “bloque asiático”, solidado un “bloque asiático”, donde su relación con los denominados “tigres exportadores” (Corea del Sur, Taiwan, Singapur y Hong Kong) es cada vez más competitiva. Los “tigres” forman el único grupo de economías que ha ampliado significativamente su participación en el mercado mundial y que mantuvieron en las últimas dos décadas tasas de crecimiento equiparables al “boom de post-guerra”. Pero su dependencia de la exportación las convierte en las primeras víctimas de un reforzamiento de las tendencias proteccionistas y del agotamiento de su “ventaja comparativa”—la superexplotación obrera— como consecuencia de las gigantescas luchas obreras y estudiantiles de la última década. El resultante desplazamiento de las corporaciones hacia otros países se verifica ya con China, Malasia, Tailandia o Filipinas.


Los procesos de integración y desintegración regional, las marchas y contramarchas proteccionistas demuestran que la “inminente mundialización” de la economía capitalista, en un todo armónico, constituye otro juicio impresionista de quienes han reemplazado a la categoría histórico-social de la ley del valor, que gobierna y desgobierna la producción anárquica del capitalismo, por el subjetivismo de sus protagonistas mercantiles. El capitalismo se fundamenta en la competencia y todos los acuerdos de distribución de mercados entre trusts son apenas la antesala de nuevos y mayores enfrentamientos. La decadencia del capitalismo se manifiesta en el carácter creciente y necesariamente destructivo que asume la neutralización de los competidores (en primer lugar de los Estados obreros). La política de “tierra arrasada” que desarrollan los monopolios alemanes en la ex-RDA es la mayor ilustración de cómo opera el capital frente a la crisis.


 


Quebranto bancario, criminalización de las finanzas, “guerra de tasas”


Los quebrantos financieros en gran escala conforman el rasgo más saliente de la crisis actual. Como la “reconversión” de la década pasada en lugar de eliminar al capital “sobrante”, lo aumentó, por medio de créditos de “reestructuración” y inflación de activos, deuda pública y “financiación” del consumo (por definición inflacionaria, porque el consumo no produce nuevo valor), se sostuvo en el endeudamiento y no en la recuperación de la rentabilidad capitalista. La evidencia de que la reactivación así promovida era fundamentalmente especulativa planteó un crack financiero internacional. La reestructuración social del trabajo no produjo un incremento de la tasa de plusvalía capaz de compensar a la masa del capital existente. El espectacular crack bursátil de 1987 y sus dos secuelas en 1989 y principios de 1990, reflejan el pánico desatado por la enorme incobrabilidad de los créditos otorgados tanto a países latinoamericanos como a empresas que realizaron vaciamientos y “ventas forzadas”, o que invirtieron en la especulación inmobiliaria o en títulos de alto riesgo, denominados “bono basura”.


Todos estos fenómenos fueron apenas los casos más resonantes de la nueva vuelta de tuerca que tuvo en los últimos años la “economía mundial del endeudamiento” Al constatar esta impresionante desproporción entre los créditos otorgados y las posibilidades de cobro, los negadores de la crisis afirman que la morosidad de los préstamos se ha vuelto un rasgo “estructuralmente incorporado” por el capitalismo, es decir “asumido”, por lo tanto inocuo, incapaz de alterar su funcionamiento corriente. El psicoanálisis ha ganado una nueva clientela entre los teóricos de la economía y por supuesto entre los ejecutivos, como lo puede probar la agenda de consultas de cualquier profesional discípulo de Freud, Jung o… Lacan. Pero semejante fantasía es tranquilizadora sólo en el diván. Los capitales ficticios (inscriptos en los libros contables pero sin posibilidad de ser convertidos en valores equivalentes en el mercado) encubren una circulación del capital que no tiene contrapartida real, lo que torna cada vez más inestable al proceso de reproducción, ya que se potencian las perspectivas de quebranto en cadena. Es ridículo pensar que porque hay muchas deudas nadie se presentará en la ventanilla de cobro. La competencia de capitales impide este tipo de concertación ideal y los procesos de depuración y desvalorización son tan intrínsecos a este régimen económico como las operaciones de compra y venta. Cuando se posponen desenlaces con medios extra-económicos como la intervención del Estado, se pone de relieve que lo que “está definitivamente incorporado”, o “asumido” es el agotamiento del capitalismo y de los diversos capitalistas para impulsar las fuerzas productivas del capital y para enfrentar sus propios desequilibrios. Cuando el socorro de los Estados evitó que el crack bursátil del ‘87 se trasformara en una bancarrota general como la ocurrida en 1930, no se resolvió absolutamente nada: solo se creó una ilusión inflacionaria que estalló precisamente con las recesiones anglo-yanqui-cana-dienses de mayo/junio de 1990. Estas recesiones han planteado una crisis bancaria y fiscal sin precedentes. Sólo en concepto de rescate de las Sociedades de Ahorro y Préstamo y de pago de garantía de los depósitos de los bancos que quebraron, el presupuesto norteamericano ha quedado hipotecado en 500.000 millones de dólares en el próximo quinquenio.


 


Estados Unidos se ha convertido en un “Vietnam financiero”


El indicador más directo del grado de descalabro de los bancos norteamericanos es el proceso de fusiones que los grandes grupos desarrollan a un ritmo vertiginoso. En 1991 quebraron 450 bancos y Bush le dió prioridad a la aprobación de una reforma bancaria que concentrará en poco tiempo todo el sistema financiero en un 15% de las entidades actualmente existentes, pero que el Congreso probablemente modifique en defensa del mercado de los grupos que serán afectados por la reforma (compañías de seguro, por ejemplo). Esta “desregulación” super-monopólica levanta las restricciones vigentes desde los años 30 que impedían a los grandes bancos tragarse a entidades provinciales. El objetivo ahora es reforzar, vía conglomerados, la batalla con los competidores internacionales. El sistema financiero japonés también fue sacudido por el colapso de la Bolsa de Tokio de principios de 1990 y el desplome de los precios de las propiedades, cuya manipulación dio lugar a una especulación inmobiliaria sin precedentes. El costo de estos rescates se mide en billones de dólares.


Los últimos dos años han estado dominados por una sucesión de escándalos financieros que la prensa atribuye a la corrupción personal o a la “irresponsabilidad de los banqueros, pero cuyo trasfondo leal es la insolvencia de los bancos. Las estafas son el pan de cada día en el mundo de la Bolsa, esto porque ningún centro bancario podría sobrevivir sin recurrir a la ilegalidad y al crimen. En Estados Unidos los balances se tiuchan con el Visto bueno de las autoridades para disimular las pérdidas. Los principales agentes de Bolsa violan todas las reglas del mercado utilizando información confidencial cuando no manipulan los precios de los títulos públicos como acaba de hacer Salomon Brothers. La Bolsa de Japón es un escándalo cotidiano por la falsificación de depósitos, el uso de certificados inexistentes, las compensaciones ilegales por pérdidas de clientes con fondos garantizados por el Estado, y fraudes a los pequeños ahorris-tas con el manejo de los fondos de pensión. En Suiza y Francia se han destapado negociados similares.


La generalizada criminalización de las altas finanzas mundiales desmiente que se trate de meros episodios policiales, como pretenden los creyentes en la “economía de mercado”. Para los negadores de la crisis “siempre hubo fraudes” bajo el capitalismo. Pero la escala de las estafas actuales es un indicador de que el capitalismo sólo puede subsistir violando sus propias leyes; pero no sólo las del código sino las del capital —porque su valorización ficticia bloquea el proceso ulterior de la acumulación. ¡La valorización “ficticia” de los capitales de unos significa la expropiación directa de los capitalistas perjudicados. Por eso los i<fraudes” pueden salir a luz! Los fraudes actúan como un mecanismo de socorro creciente de bancos que se desploman, pero por eso mismo dejan en pie un mecanismo de destrucción de ahorros reales y hacen más dificil y en última instancia imposible, la generación y ampliación del crédito. En Estados Unidos se asiste desde hace un año a un “credit crunch” (estrangulamiento del crédito) que bloquea la producción, esto a pesar de las inyecciones de liquidez de la Reserva Federal, y a una destrucción de la acumulación privada como consecuencia de las altas tasas de intereses activos que están entre 5 y 15 puntos por encima de las pasivas.


Los impugnadores de la crisis también consideran “normal” el peso gravitante que tiene en la actualidad el lavado de dinero proveniente del narcotráfico en el sostenimiento general del sistema financiero. Pero la “economía del crimen” es el sinónimo exacto de la descomposición social. El movimiento anual del narcotráfico supera los 500.000 millones de dólares, una cifra superior a las transacciones petroleras y sólo superado por el tráfico de armas. No es un negocio marginal, todos los bancos (empezando por el Boston y el Crédito Suisse) lavan dinero en sus paraísos fiscales. Utilizando el sacrosanto “secreto bancario” y apoderándose de la parte más lucrativa de la “marcoeconomía” intentan así contrarrestar las pérdidas sufridas en transacciones legales y corrientes.


Los apologistas del capitalismo, en especial los reconvertidos del stalinismo, pueden “asumir” los fraudes y el narcotráfico, pero de ningún modo explicarlos. Sin embargo, son tendencias que procuran, no revertir la tendencia descendente de la tasa de ganancia, sino redistribuir la masa de los beneficios en favor del capital financiero monopolista (en el caso del fraude mediante la sustracción directa a otros capitales y en el caso del narcotráfico por una elevación artificial, debida a la ilegalidad, de la tasa de beneficio). En estos casos no se plantea la posibilidad de revertir el descenso de la tasa de beneficio media, salvo a través de la degradación del trabajador en una economía narcotizada.


El ingreso masivo de los mafiosos al circuito bancario ha creado un factor adicional de “inestabilidad” en el sistema financiero. El quebranto del banco Ambrosiano hace una década fue el primer episodio de una secuela internacional que está alcanzando en Japón su máxima expresión. Los principales agentes de la Bolsa de Tokio —Nomura y Nikko— y los grandes bancos están sometidos al chantaje de los clanes mafiosos, al rivalizar a escala mundial con otros banqueros “lavadores” y chocar en forma cada vez más violenta con los especuladores norteamericanos que tienen restringido el acceso a los negocios más jugosos del mercado financiero nipón.


Los que desprecian las implicancias económicas de estos hechos, pues consideran a la criminalidad financiera como un dato secundario, se han debido enfrentar al derrumbe del BCCI —el sexto banco del mundo — con pérdidas de 15.000 a 20.000 millones de dólares, entre los que figuran los depósitos del Banco de Inglaterra, las reservas de países latinoamericanos, y los ahorros de más de un millón de personas. La principal actividad de este banco (que ascendió reciclando petrodólares) era justamente el lavado de dinero y fue barrido por los competidores de este disputado negocio. El BCCI era una muestra concentrada de las transacciones turbias que realizan actualmente todos los grandes bancos: tráfico de armas, préstamos falsos, fraudes fiscales, balances inflados, estructuras clandestinas de financiación, contabilidades irregulares, controles monopólicos de otras empresas y bancos, auditorías truchas, redes internacionales ocultas de contrabando de divisas. Intentó escapar de la quiebra con  operaciones cada vez más riesgosas y terminó destapando un universo de fraudes que resonaran como otra cachetada para los propagandistas del “nuevo capitalismo sano de los “90” y para todos los que creen en la capacidad de los bancos para “gestionar” desequilibrios evitando su estallido.


Si el proteccionismo comercial ha derivado en una guerra de subvenciones y tarifas, el salvataje de bancos insolventes ha conducido a una guerra internacional de tasas de interés. Cada potencia financia el quebranto de sus finanzas públicas —producida principalmente por el auxilio a sus banqueros— mediante el capital especulativo que atrae con los altos rendimientos financieros (intereses) o especulativos (fluctuación de las cotizaciones) de sus títulos públicos. Los Estados que deben recurrir a este gravoso mecanismo —que encarece el crédito interno y asfixia los procesos de reactivación— se han multiplicado a un punto en que se ha puesto en cuestión todo el sistema monetario internacional.


 


El financiamiento del déficit presupuestario norteamericano por parte del capital japonés que adquiría Bonos del Tesoro yanqui con altas tasas parecía un modelo de armonía y de ‘‘regulación” económica pues de este modo volvía al mercado norteamericano el creciente déficit comercial de Estados Unidos con Japón. Pero en los últimos años el imparable déficit fiscal estadounidense y la necesidad de Japón de repatriar capitales para hacer frente a sus propios agujeros financieros, ha puesto en crisis esta “asociación” de absorción de excedentes comerciales mediante el endeudamiento o de financiamiento de una moneda (el yen) mediante la emisión sin respaldo de otra (el dólar). Japón y Estados Unidos se disputan la captación del mismo capital internacional y algo muy semejante ocurre con Alemania, que necesita tentar a banqueros propios y ajenos con los empréstitos que sostienen el operativo de anexión.


Las negociaciones para evitar una guerra declarada de tasas que terminaría hundiendo la industria de todos los contrincantes, figura en el primer renglón de la agenda de las reuniones del “Grupo de los 7”. Estados Unidos presiona a Japón y Alemania para que bajen sus tasas y permitan así que la Reserva Federal haga lo mismo sin precipitar una fuga de capitales. Pero japoneses y alemanes no sólo temen soportar en ese caso ellos la huida de divisas, sino también cargar con el shock inflacionario que produciría la retracción del crédito y la consiguiente necesidad de financiar con emisión monetaria la crisis fiscal.


Aunque los protagonistas centrales de estos choques son las tres economías imperialistas más poderosas, la guerra de tasas de interés también se ha extendido al interior del Viejo Continente. Alemania, Francia y Gran Bretaña libran por las mismas razones su propia batalla europea por la captación de capitales golondrinas. Últimamente se verifica un problema adicional —especialmente en Estados Unidos— que es la negativa de los bancos a acompañar la política financiera de la Reserva Federal. Aunque el gobierno induzca una baja de las tasas de interés, el temor al quebranto de los clientes y la irrecuperabilidad de los préstamos, impulsa a los banqueros a mantener elevado el costo del crédito.


Cuando una economía capitalista está empantanada en el irresoluble dilema de subir tasas de Interés y sofocar la recuperación o bajar las tasas de interés y soportar una fuga de capitales, es evidente que atraviesa por una crisis. En las épocas de prosperidad, el crédito es barato, el endeudamiento no desata el pánico de los acreedores y el déficit fiscal no deriva en una batalla internacional por la colocación de empréstitos. De todos estos hechos no han tomado nota los intelectuales deslumbrados por el capitalismo, que hablan el mismo lenguaje de los usureros cuando presentan como un rasgo de vitalidad a la valorización ficticia del capital que se realiza por medio de la especulación financiera y las quiebras fraudulentas.


Las mismas contradicciones que obstruyen la “coordinación mundial de tasas de interés” bloquean la concertación de los tipos de cambio, especialmente entre el dólar, el marco y el yen. En este terreno Estados Unidos, Japón y Alemania buscan la cuadratura del círculo, cuando pretenden que sus monedas tengan simultáneamente una baja cotización para alentar las exportaciones y una alta cotización para absorber capitales internacionales.


 


La dialéctica de estos conflictos es completamente inaprehensible para los stalinistas reconvertidos. Ellos sólo reconocen la *seriedad de las interpretaciones del FMI o de los graduados en Harvard. Adoran los laberintos y códigos de la “ingeniería financiera , hablan de la “sobre” o “sub-liquidez , opinan sobre “arbitrajes”, ostentan sugerencias de “política monetaria activa o pasiva”, categorías tan vacías como es ficticio el capital social que


pretenden crearon estos procedimientos. Quienes han descartado a priori el límite histórico del capital, la existencia de la crisis, naturalmente no tienen la menor idea de cómo empezar a interpretar sus contradicciones. Es inútil buscar alfo más que datos y descripciones entre estos economistas.


 


América Latina en la crisis


Negar la existencia de la crisis en América Latina resulta directamente ridículo. En este caso los apologistas juzgan que “lo peor ya pasó” y, al igual que el FMI y el Banco Mundial, pronostican que el ‘90 será la “década de Latinoamérica”. Los mismos que hasta hace pocos años cantaban loas al “industrialismo” de Brasil y a la “política nacionalista frente a la duda” de Perú, y criticaban el “monetarismo neoliberal” de Chile, ahora ensalzan el “modelo” pinochetiano y no “asumen” ninguna responsabilidad teórica por el derrumbe de los dos primeros. Ninguno de estos pequeños burgueses políticamente se detiene a releer lo que escribió con anterioridad. Hoy dicen blanco, mañana negro y no dudan jamás del status científico de su cambalache teórico.


La realidad es muy distinta. El PBI latinoamericano en su conjunto crecería un irrisorio 2,4$? 9n 1991, luego de los insignificantes 1,3% en 1.989 y 0,3% en 1990. Nadie puede presentar estas magnitudes como pruebas de la “recuperación económica” sin ponerse colorado, especialmente si se tiene en cuenta que se necesitaría in crecimiento espectacular sólo para volver a les niveles del inicio de la “década perdida”. Se requeriría un “boom” muy superior al “miagro” europeo de la postguerra para compensar la desinversión, descapitalización, retracción del consumo, destrucción de ramas industriales y desmoronamiento agrícola sufrida desde 1981. Pero incluso una recuperación del producto y la inversión en los próximos años apenas constituiría una reedición de lo ocurrido en 1976-81, cuando América Latina parecía escapar de la depresión mundial sólo para soportar más adelante una catástrofe sin precedentes. Hay dos factores que potencian la posibilidad de una recaída en la recesión generalizada: el desmantelamiento de las protecciones aduaneras frente a la super- producción mundial y el nuevo ciclo de endeudamiento externo.


América latina es hoy un campo de batalla inter-imperialista por h colocación de los excedentes de mercancías. Con la “Iniciativa de las Américas”, Estados Unidos intenta asegurarse un mercado cautivo para atenuar su déficit comercial. Cualquier otra interpretación de la “integración regional” es pura fantasía. No existe ninguna “globalización” equitativa de los mercados. Hay que delirar mucho para suponer que se está plasmando el “ideal de Bolívar” cuando cada pedazo de la región queda reducido a una plataforma de exportación, importación, fabricación o consumo de alguna corporación extranjera. Tampoco es cierto que América Latina “accede” al mercado norteamericano, como suponen al sur del Rio Grande. La reducción de aranceles en algunos sectores de la economía norteamericana sirve a los procesos de reorganización monopólica del capital norteamericano (no es una concesión mercantil al capital sureño), y en especial para abaratar la fuerza de trabajo de ese país.


El embellecimiento de la “integración” por parte de la izquierda democratizante se sostiene en argumentos completamente artificiales.


El Mercosur ilustra este reforzamiento de la dependencia latinoamericana. Estados Unidos está arrancando un conjunto de objetivos comerciales prioritarios en otra contrapartida que la obtención del financiamiento de esa penetración y la asociación (¿por cuánto tiempo?) con los “capitanes de h industria” de la región. Ha conseguido eliminar la “reserva de mercado” de la informática m Brasil y del petróleo y telecomunicaciones Argentina, y realinear las prioridades industriales de estos países en función de los interesas norteamericanos (complementación automotriz). Sin que mediaran acuerdos ni concesiones en el GATT, ya ha arrancado el reconocimiento del monopolio de la “propiedad intelectual” (patentes) para los capitales internacionales.


El reconocimiento del pago de las patentes no es ninguna retribución a la investigación, sino una simple renta de monopolio (la inversión en investigación es irrelevante en proporción al despilfarro en gastos publicitarios). El espantoso encarecimiento de los remedios ya ha comenzado a extenderse a América Latina.


Con el Mercosur, los norteamericanos apuntan a la destrucción de la competencia europea y del propio desenvolvimiento independiente de una industria nacional en dos rubros muy vinculados al armamentismo como son la informática brasileña y lo que queda del plan nuclear argentino. Los cambios en la Constitución de Brasil para levantar todo tipo de restricción al capital extranjero (¡en contradicción con la legislación que rige en Estados Unidos!) y la transformación del embajador Todman en un vierrey de la Argentina, descubren la naturaleza colonial de la empresa integradora”.


En el Merconorte, la economía mexicana se ha convertido en una simple prolongación de algunas corporaciones yanquis. Las grandes empresas compensan con la explotación de la mano de obra super-barata el decaimiento de su competitividad. Pagando salarios de 3 dólares al día por labores que en Estados Unidos se cotizan a 15 dólares la hora presionan por una violenta desvalorización de la fuerza de trabajo. El enorme peso que tienen IBM, ‘Ford, Nissan, Chrysler y General Motors en las armadurías mexicanas demuestra la ausencia de cualquier finalidad de industrialización de parte del gran capital. El traslado masivo de ciertas industrias, convierte a México en un desecho de residuos químicos que destrozan la ecología del país y agravan la intoxicación masiva de la población.


La “Iniciativa de las Américas” está erigiendo en Centroamérica el CARICOM, y recreando el “Pacto Andino”. Pero dar por consumada la formación de todos estos “sub-blo-ques” sería pretender que el imperialismo podría poner fin al desarrollo desigual y a la singularidad estatal de los países latinoamericanos, o que el aislamiento de América Latina de la economía mundial no daría lugar a una feroz crisis internacional con Europa y Japón.


 


Estados Unidos quiere desenvolver en su beneficio el mercado sureño sin quitarle previamente la carga de la deuda externa —un límite insuperable para cualquier proyecto comercial. Pero las hipotecas financieras de cada Estado provocan descalabros monetarios, cambiarios e inflacionarios incompatibles con una “integración”. Argentina y Brasil son el ejemplo más visible. Su intercambio bilateral no se está desarrollando de acuerdo a las productividades de cada rama, sino en relación a las ventajas cambiarías producidas por las devaluaciones de cada país, que cambian de dirección año a año. A través de toda una serie de crisis terribles, la vía abierta por Argentina y que algunos recomiendan a Brasil es “dolarizar” su moneda, una utopía que exigiría anexar a los bancos centrales a la Reserva Federal norteamericana, lo que convertiría a ésta en garante de la deuda externa de América Latina, es decir matando a la gallina de los huevos de oro. O supondría la disolución de los Estados nacionales, ¡algo que tampoco sería económicamente rentable vista su quiebra!


En la medida que el principal objetivo de la integración” latinoamericana es ayudar al desagote de la superproducción norteamericana, el operativo enfrenta el límite del propio estrangulamiento comercial que se produce en un mercado cautivo. Tarde o temprano estallará la dificultad para pagar el “boom, de importaciones”. En el último año ya el superávit comercial de Latinoamérica se redujo de 30.000 a 12.000 millones de dólares. México tuvo un déficit de 3.000 millones en 1990 y lo duplicará en 1991. Brasil pasó de un excedente de 15.000 millones a otro de 10,000 millones y la Argentina de 8.000 a 3.000 millones. Es evidente que a este ritmo se pulverizarán las reservas y el intento de forzar una ampliación del consumo morirá por la falta de compradores solventes. Hay países pequeños además como Paraguay y Uruguay, que directamente pueden ser barridos en el proceso de “integración”.


Esta acumulación de contradicciones induce a importantes sectores de las burguesías latinoamericanas a rechazar los Mercosur y Merconortes y postular —como predomina en Chile— la concertación de acuerdos comerciales directos con Estados Unidos. El teórico pequeño burgués no vé ningún conflicto ni prevé crisis catastróficas. El sólo glorifica la “integración”, ignorando sus efectos destructivos y omitiendo todos los atropellos a la clase obrera latinoamericana y norteamericana. Su cambiante impresionismo le impide captar hasta las propias prevenciones que señalan las clases dominantes.


 


Deuda externa, rescate de los bancos, privatizaciones explosivas


Al comenzar la década del ‘90 se ha vuelto común escuchar que la “crisis de la deuda externa está superada”.


Se citan habitualmente distintas cifras de “reducción de la deuda” de México, Chile o Venezuela. Pero no se dice que para acceder a esta disminución sobre los viejos compromisos financieros, los tres países fueron obligados a tomar nuevas deudas en condiciones más duras. Las privatizaciones tampoco están reduciendo la deuda, ya que los Estados deben primero asumir sus pérdidas y subvaluarlas. Como resultado de esto la deuda externa total se mantiene en volúmenes impagables para Chile, Venezuela y México, y no cesa de aumentar para el conjunto de Latinoamérica. En 1990, en pleno “boom privatizador”, la deuda total de la región subió en un 3% situándose en 432.000 millones de dólares.


Se presenta a Chile, México y Venezuela como “ejemplos” de “reformas económicas exitosas”. Pero lo cierto es que se asiste a un nuevo ciclo de endeudamiento, que abarca indiscriminadamente a países que ya ingresaron en el “Plan Brady”, que renegociaron ¿u deuda al margen de este plan, que empezaron a pagar sus intereses atrasados sin llegar a un arreglo final o que aún no acordaron nada. La renegociación de la deuda es por lo tanto una necesidad de los bancos que cada ministro de economía se atribuye como mérito propio.


La causa real de la nueva oleada de préstamos forzados que toman los países de América Latina es el excedente internacional de capitales que ha creado el actual agotamiento de intoxicación masiva de la población.


Cuando se afirma que se “superó la crisis” se presenta como un problema de la economía latinoamericana lo que constituye una preocupación de los banqueros. El llamado “Plan Brady” (reducción parcial de la deuda externa a cambio de garantías efectivas para el pago del resto y de su conversión en títulos de libre negociación) es un plan de auto-socorro de los bancos, que obliga a un pago anual de intereses mayor que el efectivamente realizado en la década del ‘80.


Lo que se presenta como una contribución de los bancos hacia la región es una medida de rescate de los usureros, que están transformando viejas deudas en otras nuevas, mediante acuerdos que gozan de renovadas garantías estatales. Estas “recompras” y “reconversiones” de la deuda facilitan a los bancos la revalorización artificial de los créditos morosos y la consiguiente postergación de la contabilización de sus pérdidas.


El autor del “Plan Brady” suele afirmar que con estos artilugios se “supera la crisis”, pero no explica por qué a partir de ahora los deudores latinoamericanos podrán cumplir con compromisos financieros que en la última década los llevaron al colapso. En Chile o México viene subiendo de nuevo la deuda interna. A los “beneficiarios” del Brady se les exige un “superávit fiscal” corriente para mantener al día los pagos de intereses, con lo que se han institucionalizado definitivamente los “tarifazos”, “impuestazos”, y los atropellos a la salud y la educación.


Los “flujos financieros” que están recibiendo países de América Latina no son donaciones, sino nuevos préstamos, cuyo costo de devolución es muy superior al pasado. Los capitales golondrinas levantan vuelo de retorno a la menor alteración de las condiciones económicas o políticas.


La “afluencia de capitales” sirve a la financiación del gran aumento de las importaciones que está soportando América Latina. El *plan Brady” no puede superar la contradicción general de fomentar mayores ventas a países que ya están ahorcados por sus deudas.


Si las privatizaciones sólo sirven para aportarle al Tesoro los fondos de urgencia que necesita para pagar los intereses de la deuda, sin reducir su acervo total —como viene ocurriendo en la Argentina—, se tiende a una situación en la cual el país pierde los patrimonios que podrían respaldar su hipoteca. Si ya en la actualidad el valor de los bienes que lo avalan es muy inferior al monto nominal de la deuda, a medida que se agoten las privatizaciones esta desproporción se tornará más explosiva. La crisis se vuelve aún más incontrolable una vez consumadas las transferencias de servicios, que los nuevos propietarios invariablemente encarecen.


La suposición que la deuda es un recuerdo del pasado se contradice con situaciones como la de Brasil, donde el reinicio de los pagos desató una vertiginosa pérdida de reservas y la devaluación monetaria, la fuga de capitales y la estampida inflacionaria. Es común presumir, sin ningún argumento serio, que la situación argentina es diferente, pero ocurrirá lo mismo si los bancos no compensan con un crédito especial la fuerte erogación de divisas que impondrá el ingreso al “Brady”.


Como ya es habitual quienes aseguran que “lo peor ya pasó” desmentirán mañana lo que afirman hoy. La hipoteca latinoamericana es un aspecto central de la crisis actual del capitalismo y se volverá más sofocante para las masas latinoamericanas con el agravamiento de la insolvencia de los bancos acreedores.


El significado teórico de la crisis


La presencia de altos índices de recesión-desocupación, sobreproducción, insolvencia financiera, tanto en los países imperialistas como en Latinoamérica, caracterizan la existencia de una crisis capitalista, generalizada e internacional. Apelando a las categorías de la economía marxista es posible comprender el significado teórico de este proceso. La pobreza es una manifestación de las leyes de la acumulación: cada capitalista individual, al maximizar la extracción de plusvalor, sofoca al mismo tiempo el poder adquisitivo relativo del trabajador. Este obstáculo a la realización del valor de las mercancías ya producidas es intrínseco al sistema capitalista, que se supera gracias al crecimiento relativo del consumo productivo, es decir en bienes intermedios y de capital. En el desarrollo de esta base productiva consiste la tarea económica específica del capitalismo. Bajo la crisis, la sobreproducción de mercancías finales con relación al consumo personal, desata la sobreproducción de medios de producción con relación al consumo productivo y la sobreproducción de capital con relación a las posibilidades lucrativas de inversión.


 


La sobreproducción generalizada simplemente manifiesta el “exceso” de capital producido y el límite alcanzado por el propio capital en su posibilidad de valorización en las condiciones de explotación prevalecientes. En los períodos de sobreproducción general estallan los desequilibrios acumulados en las fases de auge de la actividad, durante las cuales el desenvolvimiento desproporcionado de las distintas ramas de la economía fue compensado con desequilibrios equivalente en el crédito y en la circulación del capital. Pero regulando todo el ciclo está presente la ley del beneficio capitalista, el que tiende históricamente a declinar como consecuencia de las innovaciones tecnológicas que reducen la proporción de trabajo vivo con relación al capital en forma de maquinarias, equipos y materias primas.


La insolvencia financiera generalizada revela precisamente que las mercancías no se logran vender; que la demanda de inversiones se ha reducido; y que el capital no puede completar su ciclo de circulación. Cuanto más fue disimulada esta situación con medidas inflacionarias que expandieron artificialmente la demanda, mayor es la amplitud de la crisis subsiguiente. La bancarrota de los bancos es un efecto de la generalización de créditos incobrables multiplicados por la disminución de la rentabilidad capitalista usual. El endeudamiento público y privado son mecanismos que dilatan o demoran la manifestación de la desvalorización de los capitales, pero a través de la crisis bancaria y fiscal, la expresión de la crisis tiende luego a tomar características más amplias.


 


La crisis económica de los últimos quince años aparenta responder a desproporcionalidades (alza del petróleo), sobreproducción (recesión de 1974/5 y 1980/2) y nuevamente desproporción (crisis bursátil 1987). Pero en realidad responde a la rápida reversión de la tendencia a ganancias crecientes, que caracterizó al período entre 1950 y mediados de la década del ‘60 como consecuencia de la reconstrucción de posguerra. La expansión económica de este período fue espectacular, pero sólo duró realmente 15 años y aun así debió valerse de políticas inflacionarias dictadas por la necesidad de superar la rápida tendencia a la sobre producción. En estas condiciones la llamada “tasa de retomo” del capital industrial cayó del 18% al 7% anual entre 1950/70 y 1970/85.


 


Tradicionalmente, los economistas burgueses oscilaron entre el rechazo total a la existencia de crisis perturbadoras del desenvolvimiento capitalista, la aceptación como desequilibrios extraños al propio funcionamiento de este régimen social (determinados por imponderables tecnológicos, monetarios) o su reconocimiento como fenómenos naturales y cíclicos semejantes a los cambios de temperatura o estación. A estos apologistas simplones se la ha sumado en los últimos años una generación de economistas “post-marxistas” y “ex-progresistas”, que estiman que el capitalismo está dotado de una ilimitada capacidad para sobreponerse a sus desequilibrios. Por eso declaran que “el capitalismo es un sistema poco igualitario, pero funciona”, tiene un “horizonte despejado para rato”, habría logrado “salir de la crisis”, sería “históricamente prematuro” intentar superar-lo, y sus crisis no serían “catástrofes”, sino “reestructuraciones y relanzamientos de fuerzas contenidas”(2).


 


Muchas de las descripciones que estos mismos intelectuales hacen de la coyuntura económica internacional se contradicen entre sí. Es un Contrasentido hablar de “horizonte despejado” y al mismo tiempo del estancamiento de la producción y la inversión y del predominio de mercancías sobreproducidas y capitales sobreacumulados. No tiene sentido señalar la aparición de una “nueva regulación mundial” y al mismo tiempo la ausencia de una hegemonía industrial, comercial, tecnológica y monetaria equiparable a la que tuvieron Gran Bretaña o Estados Unidos otrora. Tampoco se entiende cómo puede prosperar un “nuevo modo de acumulación” entre cracks bursátiles y guerras comerciales, o un “nuevo patrón de consumo” en medio de la pobreza creciente. Menos viabilidad tendría un “nuevo paradigma tecnológico” en la actual situación de sobreoferta general de bienes. Afirmar que el capitalismo igualmente “funciona” es una tautología, ya que mientras exista toda la creación de riqueza debe permanecer necesariamente sometida a la acción de sus leyes. En vez de valorizarse, soporta la caída de la tasa de ganancia; en vez de realizar su producción, multiplica las masas invendibles de mercancías; en vez de ampliar, estrecha la capacidad de consumo; en vez de ensanchar la competencia refuerza el peso de los monopolios, desocupa la fuerza de trabajo que necesita explotar, recurre a estatizaciones para socorrer la propiedad privada y destruye con la inflación el único instrumento que posee para el intercambio.


 


Los ex-marxistas han perdido toda capacidad para detectar estas contradicciones en la marcha corriente del capitalismo y prefieren simplemente mirar para otro lado con el comodín de que es prematuro” sustituir a este régimen aunque esté corroído por su agotamiento histórico. No pueden ver que en las crisis aparece nítidamente la tendencia a la disolución del capital y la maduración del pasaje a una economía basada en la planificación democrática y la emancipación del hombre de la tiranía de la ley del valor.


Únicamente quien se ha ubicado socialmente en el campo de los explotadores puede interpretar a las crisis como “reestructuraciones”, pues lo que es una desgracia para el trabajador es una “racionalización” para el patrón, y el sufrimiento del menor salario un simple abaratamiento de costos. Sólo el capitalista beneficiario de la crisis puede visualizarla como una “destrucción creadora”. Para los trabajadores es un punto culminante del padecimiento y la esclavización. Pero sólo las crisis económicas “resueltas” (es decir, que culminaron el “trabajo sucio” de destrucción y desvalorización del capital y de personas como ocurrió entre 1930 y 1945) pueden dar lugar a un “relanzamiento de fuerzas contenidas”. Pero proclamar ahora el “fin de las crisis” es dar por cerrado un proceso que está lejos de haber concluido. Repitiendo un libreto de otros afirman que “América Latina inevitablemente debe reinsertarse en el mercado internacional”, en la forma activa e industrialista de una “reconversión”.


 


Esta perspectiva tan fatalmente definida es en realidad tan “inevitable” como la miseria, los despidos y la desocupación. El economista pequeñoburgués acusa a los marxistas de “deterministas” y “fundamentalistas” pero él acepta ciegamente las opciones establecidas por la dominación imperialista.


 


En realidad todos estos términos carecen de contenido y sirven para el malabarismo verborrágico. Desde la época de la colonización, América Latina nunca dejó de estar inserta” como colonia o semicolonia en el mercado mundial. El endeudamiento externo prueba que esta atadura aún no fue reemplazada. Denominar “reinserción” a cada cambio en los productos es un abuso de lenguaje, como el que pretende distinguir entre “reconversión” y “ajuste”. El capitalista utiliza indistintamente uno u otro término para atropellar a los trabajadores. Cuando reduce los salarios habla de un “ajuste” necesario para la “reconversión”, cuando despide argumenta que se trata de una “reconversión” para evitar el “ajuste” o para darle perspectiva. Los economistas burgueses se confunden con estas piruetas. La única función que cumple la sustitución de categorías rigurosas —como plusvalía, explotación, o desvalorización del capital— es ocultar el carácter de clase de la agresión capitalista.


 


Para los promotores de la “reconversión”, la “ausencia de una política industrial” es el gran defecto de los “modelos” que se limitan “exclusivamente al ajuste”. La Argentina sería un caso típico de esta falencia en contraposición a México. Seguramente en México los creyentes de estas teorías también comparan su “ajuste” con alguna otra “reconversión” que estiman más exitosa. Mirarse en el espejo cambiante de otros países oprimidos es ejercicio frecuente y estéril del economista pequeñoburgués. Ayer fue Brasil, hoy México, mañana Chile. No se le ocurre que algunas economías tienen un mayor “redespliegue industrial” que otras que aumentan su “reprimarización” por la lógica acción del desarrollo desigual y combinado en la época del imperialismo. No es la aplicación de tal o cual modelo, sino las cambiantes condiciones políticas, económicas y sociales lo que impulsa la redistribución de las corrientes imperialistas de inversión. Como lo prueba taxativamente el caso de Brasil, la envergadura de su crisis es proporcional a la del “milagro” que protagonizó anteriormente. Los elogios de ese momento se truecan en estas circunstancias por un diplomático silencio.


 


Todos los Estados medianamente desarrollados en América Latina tienen una política industrial acorde al grado de influencia de la burguesía nativa y las corporaciones imperialistas instaladas en el lugar. Es ridículo por lo tanto reclamar algo que naturalmente existe. Lo que el economista pequeñoburgués peticiona pomposamente son las subvenciones, ventajas cambiarías o impositivas que los lobbys capitalistas exigen sin tantos disfraces. Todo el arsenal de argumentos de los intelectuales que en el pasado coquetearon con las causas populares son simples reformulaciones de las exigencias de tal o cual grupo empresario.


 


Los propagandistas de la “reconversión” no olvidan mencionar la necesidad de un “complemento social”. En este sentido contrastan el capitalismo “civilizado” y “consensuado” de Europa con el “capitalismo neo-conservador39 y “salvaje” de Latinoamérica pretendiendo desconocer, nuevamente, que la crisis y su terrible secuela de empobrecimiento y desocupación son internacionales.


El economista pequeñoburgués se encuentra tan mimetizado a la clase capitalista que interpreta como una decisión voluntaria de ‘política social” lo que en todos los casos es un resultado concreto de la lucha de clases y de la capacidad de resistencia del proletariado. Naturalmente lo que piensen y hagan los trabajadores no le: preocupa mucho a aquéllos para los cuales e capitalismo no es la pesadilla regresiva que suponían.


 


Intervencionismo confiscatorio de Estado


 


Un rasgo de la crisis capitalista actual es el reforzamiento, y no la atenuación de la intervención estatal en la economía. La función de esta injerencia es contrarrestar por medios extra-económicos las tendencias a la represión.


 


Para contrabalancear la sobreproducción, los Estados recurren a los créditos de inversión y consumo, a los subsidios al comercio exterior, o a los mecanismos de ensanchamiento de los mercados. Este es el objetivo de la duplicación de las subvenciones al agro en los países imperialistas en los años ‘80 y del incremento también al doble de los auxilios del sector público a la industria en el mismo período. Entre 1981 y 1988 los subsidios industriales explícitos alcanzaron el 7,5% del PBI en la Comunidad Económica Europea, el 6,2% en Alemania, el 7,8% en Francia y el 11,8% en Italia. Cada programa específico de “reconversión” automotriz, siderúrgico, aeronáutico o textil viene acompañado del correspondiente aporte estatal. La cuantiosa dimensión de estos auxilios son el tema corriente de las negociaciones del GATT.


 


Para contrarrestar la caída de la tasa de ganancia el Estado apela al rescate de los bancos. Esta es la principal esfera de salvataje oficial, porque evitando la desvalorización de las carteras sobrevive la masa de capitalistas endeudados. Esta subvención es inconmensurable en la medida que toda la estructura financiera de los Estados ha sido puesta a su servicio.


 


Los Estados imperialistas han intervenido activamente en el saqueo de los recursos naturales y energéticos de los países semicoloniales para contrarrestar el encarecimiento de las materias primas y para rehabilitar así la tasa de beneficio abaratando el capital constante. Destruir a la OPEP por ejemplo, fue uno de los propósitos estratégicos de la guerra del Golfo. Por medio de la presión política, financiera y militar, el imperialismo impuso el cobro de deudas fraudulentas y la extracción de ganancias extraordinarias en América Latina, Asia y África que contrapesaron la contracción del lucro en los países avanzados. La intervención del Estado ha sido el mecanismo principal para la obtención de un aumento en la tasa de plusvalía. Ningún capitalista individual podría haber impuesto las nuevas normas de “flexibilización”. La fuerza organizada del Estado, mediante la regimentación y el debilitamiento de los sindicatos pretende lograr la reinstauración de la competencia entre obreros frente al monopolio patronal.


 


El intervencionsimo del Estado ya no es ocasional y puntualmente anticíclico se ha transformado en un pulmotor. Frente a estas tendencias, la propaganda “neo-liberal” en favor de la “desregulación” es el mayor disparate en la historia de la economía burguesa. Sin subsidios, regulaciones, rescates y confiscaciones el sistema capitalista no podría subsistir ni un solo minuto. Para restaurar la tasa de ganancia, limitar la sobreproducción, atenuar las desproporcionalidades, contrarrestar la caída del consumo, arbitrar la competencia intermonopólica, redoblar la tasa de explotación, frenar la bancarrota industrial, las corridas bancarias, el desplome de precios agrícolas, el Estado se agiganta e hipertrofia en todos los ámbitos y países. No existe un solo ejemplo de genuina “desregulación” en los últimos años. Los “neo-liberales” sencillamente presentan las distintas modificaciones del intervencionismo estatal como una retirada general que sólo existe en su imaginación.


 


La concentración de la propiedad y multiplicación de las funciones del Estado han estrechado como nunca el entrelazamiento de la alta burocracia con los magnates de los carteles. Este vínculo no es “desregulable”.


 


Habitualmente las medidas “desregulatorias” son la pantalla de una nueva fase de concentración del capital. El principal servidor de los trusts no podría jamás “desmonopolizar” la actividad económica, el agente de los grandes bancos no va a “descentralizar” el manejo cartelizado de las finanzas, el sostén de un orden social perimido no puede civilizar los procesos de creación y distribución de riqueza.


Aunque choquen con el sentido común, todas estas tonterías “neo-liberales” han alcanzado una notable difusión porque sirven de justificación a los atropellos capitalistas y porque son aceptadas y repetidas por los intelectuales pequeñoburgueses. Los mismos economistas que han incorporado el “ajuste” y la “reconversión” a su vocabulario cotidiano, consideran que se está produciendo un “desguace” del Estado y exigen una “reformulación” de su rol que no conduzca a su “desmantelamiento”. “No dejar todo librado a las fuerzas del mercado”, es el grito de oposición contra el adversario “neoliberal”.


 


Al desconocer el carácter de clase de la sociedad y del Estado, los “antiliberales” omiten que el Estado es un instrumento irremplazable de dominación capitalista. Con juegos de palabras que oponen el Estado “participativo” al “elitista”, la “reformulación” al “desguace”, los economistas pequeñoburgueses terminan generalmente aprobando las mismas políticas privatizadores, hambreadores y fondomonetaristas que cuestionan del liberalismo.


 


El intervencionismo del Estado es la causa directa del incremento geométrico de la deuda pública. La denominada “crisis fiscal” es un fenómeno internacional, que desmiente también las utopías desestatizadoras. Esta crisis está determinada por el acrecentamiento del gasto en subsidios al capital en desmedro de los presupuestos sociales, algo que los “antiliberales” presentan como el aumento de las “funciones de acumulación” en reemplazo de las “funciones de legitimación”.


 


El explosivo incremento del gasto público fue el único motor de la recuperación económica de 1982/90 y actuó como gran colchón de contrapeso a un crack general luego del derrumbe bursátil de 1987. En los países imperialistas nucleados en la OCDE el gasto público se duplicó entre 1972 y 1985. Representa el 50% del PBI en Bélgica, el 40% en Suecia, el 42% en Francia, el 47% en Italia (aquí la deuda pública es el 100% del PBI) y el 34% en España. En el “grupo de los siete” más poderosos, el déficit fiscal saltó del 1% del PBI en 1989 al 4,9% en 1991. En Estados Unidos se incrementó en un 65% en ese período, en Japón en un 8%, en Alemania, pasó de un superávit del 0,2% a un déficit del 5,2%. La deuda pública norteamericana es un gigante fuera de control, que ya equivale a 2,5 veces el producto bruto de ese país.


 


El desmoronamiento de las finanzas públicas está determinado a su vez por la evasión fiscal, que es otro rasgo estructural del capitalismo actual. La burguesía necesita su Estado, pero la crisis la impulsa a desentenderse de su funcionamiento. El fraude fiscal se ha convertido en la principal ocupación de juristas y contables de las grandes auditorías, y a través de la expansión de los “paraísos fiscales” (Bahamas, Granada, Panamá) los bancos lideran la estafa organizada. Todos los grandes escándalos financieros (BCCI, Bolsa de Tokio) destapan fraudes impositivos que revelan una faceta más de la criminalización general de los negocios que tipifica al capitalismo en descomposición. La dominación monopólica se ejercita mediante una conspiración permanente.


 


En la deuda pública se resume toda la crisis capitalista actual. No es un “problema económico más”. Impone un refinanciamiento usurario que encarece el crédito y bloquea los procesos de reactivación, alimenta permanentemente la inflación, impidiendo la estabilización monetaria, condiciona los tipos de cambio y las tendencias del comercio mundial, es el principal campo de enfrentamiento entre las potencias imperialistas. El capitalismo en declinación no puede emanciparse de las contradicciones que desata el déficit fiscal y la supervivencia de la burguesía depende por completo del sector público contra el que despotrica. El ajuste de cuentas en este campo, que pasa por el quebranto de deudores y acreedores y la desvalorización de los títulos públicos, es un aspecto central de un desenlace de la crisis.


 


Crisis económica y conciencia de clase


 


Frente a la evidente generalización de síntomas objetivos de la crisis capitalista, el economista pequeñoburgués declara (¿último recurso!) que la vitalidad de este régimen social está igualmente asegurada por la “desaparición del bloque socialista” (lo que revela su stalinismo renegado). El argumento es puramente ideológico; hasta ahora ningún teórico burgués se atrevió a conjeturar acerca de las posibilidades que ofrecería una colonización de los ex Estados obreros para la sobrevivencia del capital. Lo único que temen, por ahora, es la “catástrofe” en la URSS.


 


Pero la debacle del stalinismo no está desvinculada de la crisis mundial. Los intelectuales que durante décadas concibieron al mundo fracturado en dos sistemas opuestos y confiaron en la exitosa competencia del “campo socialista”, ahora no ven que el desmoronamiento del totalitarismo burocrático es otra expresión de la crisis económica internacional. La internacionalización de la sobreproducción y de la sobreacumulación de capital por medio de la colocación forzada de préstamos, el endeudamiento externo y el sometimiento de las burocracias al FMI precipitó en la última década la pulverización definitiva de la utopía stalinista de “construir el socialismo en un solo país”, surgida en los años ‘30 al calor de la fractura del comercio mundial. Lejos de desmentir la existencia de una crisis capitalista, el derrumbe de la burocracia confirma el carácter generalizado e internacional de esta depresión.


 


En un plazo inmediato, el colapso de las economías burocráticas y despilfarradoras no representa ninguna salida a la crisis capitalista. Por el contrario, añade nuevos componentes explosivos a los desequilibrios financieros y comerciales prevalecientes. La cesación de pagos de la URSS, Yugoslavia o varios países del Este agrava la bancarrota de los acreedores imperialistas; la desintegración del orden político, el caos social, los enfrentamientos nacionales, la ausencia de garantías jurídicas bloquean tanto las inversiones como la creación de mercados para la colocación de excedentes mercantiles. El desenvolvimiento de procesos de acumulación primitiva —es decir, de saqueos y depredaciones— en el ex “bloque socialista”, en un cuadro general de declinación histórica del capitalismo, representa una contradicción que da lugar en la actualidad a una destrucción de fuerzas productivas en gran escala. Sólo a largo plazo, si el capitalismo lograra restaurarse plenamente en los países donde fue expropiado y encontrara así un campo para ensanchar mercados y recuperar ganancias, podría abrirse un nuevo ciclo de expansión. Pero esta eventualidad —que los economistas pequeñoburgueses dan por presupuesta— requeriría una derrota general de la clase obrera mundial, es decir, un triunfo pleno de la contrarrevolución y el totalitarismo, equivalentes al fascismo.


 


Los ex-izquierdistas “reconvertidos” declaran también que la confusión política del proletariado, la ausencia — e incluso retroceso de su conciencia de clase— rejuvenecen al capitalismo, le otorgan una nueva oportunidad. Proclaman que “no aparecerá por mucho tiempo una alternativa superadora del capitalismo”. En su horizonte la clase obrera ya no existe, no juega ningún papel, será inexorablemente derrotada o permanecerá política e ideológicamente subordinada a la burguesía. Frente a los escépticos de este tipo, cualquier argumento se enfrenta con la barrera infranqueable de la resignación y la desmoralización. Se vuelve completamente estéril la polémica. Pero incluso aceptando este fatalismo es falso que el capitalismo recobra su pujanza por la sola persistencia de las dificultades de los trabajadores para abrirse una vía de emancipación. Una sociedad históricamente declinante no renace de su “impasse” por falta de “adversarios”; se degrada y descompone. Si la madurez objetiva para el socialismo no tiene correlato subjetivo en la conciencia de las masas, existe una crisis de dirección y una contradicción que deberá encontrar su resolución. El escéptico desconoce que la vida cotidiana bajo el despotismo capitalista es un estímulo permanente al despertar político de los trabajadores y al desenvolvimiento de su conciencia revolucionaria. El capitalismo no es la antesala del bienestar, sino una tortura que empuja a los oprimidos a la lucha y la organización política independiente de los explotadores.


 


 


Notas:


 


(1) Todos los datos que se citan a continuación están extraídos de los diarios “Ámbito Financiero”, “El Cronista”, “Clarín”, “La Nación”, “Página 12” en los ejemplares de enero-octubre 1991.


2) Ver por ejemplo los siguientes artículos como muestras del tipo de argumentos que se cuestionan a continuación.


 


– Abalo, Carlos “La Argentina que viene” (Realidad Económica N9 98, 1er. bimestre 1991).


-“Postguerra del Golfo ¿Hacia una salida a la recesión”(Realidad Económica n9 99, 2do. bimestre 1991).


-“Tasa de ganancia: una crisis y ajuste en el capitalismo central” (Realidad Económica N9 91, 6to bimestre 1989)


– López, Andrés. “La reestructuración global de la economía internacional y el papel de los nuevos espacios económicos integrados” (Realidad Económica N- 98, 1er. bimestre 1991).


– “Tristeza y melancolía del capitalismo (Realidad Económica, n9 92/93, 1ro y 2do. bimestre 1990).


– Graziano, Ricardo. “Agotamiento, crisis y reestructuración del régimen de acumulación soviético” (Realidad Económica, n- 96, 5to. bimestre 1990).


-Thwaites Rey, Mabel. “¿El fin de los espacios estatales nacionales? (Realidad Económica N9 90, 5to. bimestre 1989).


“Modernización capitalista y reforma del Estado” (Realidad Económica N9 96, 5to. bimestre 1990).


– Castillo, José. “Crisis del Estado: ¿Crisis de legitimidad de lo público?” (Realidad Económica n9 98, ler. bimestre 1991).

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