Cómo un reaccionario escribe un libro de historia


La manipulación de cifras de El libro negro del comunismo es constante y está mal disimulada. El extremo de esta manipulación se encuentra en el capítulo dedicado a China, país donde se llega a la terrible suma de 73 millones de muertos "que hay que cargar en la cuenta del régimen". Sin embargo, se empieza reconociendo "la ausencia de cualquier tipo de contabilidad mínimamente fiable" al respecto, lo cual no impide que estos contabilizadores empíricos sigan adelante. Por eso Stèphane Courtois, en la introducción del libro, reduce por su cuenta la contabilidad cadavérica en apenas 12 millones de muertos, para alcanzar un total de 65 millones. De todos modos, se admite que "las estimaciones serias llegan a citar de 6 a 10 millones de víctimas directas" (1). Pero aún siendo tan serias las estimaciones, nuestros autores nunca citan ninguna fuente de referencia o información. ¿Dónde leyeron entonces esas cifras y por qué no aparece ninguna referencia como nota al pie? Oscuridad absoluta. De los contrarrevolucionarios encarcelados "tal vez" 20 millones murieron en la cárcel: la estimación seria remite ahora tal vez al estado de éxtasis del historiador.


 


Finalmente se deben agregar entre 20 y 43 millones de muertos en la hambruna de 1959-1961, producto de la irracional política del "gran salto adelante" preconizada por Mao en esos años. La cifra de 20 millones "sería" la cifra cuasi oficial que circula en China desde 1988, la de 43 millones la citan los autores de El libro negro del comunismo en base a un autor inglés, Jason Becker. Pero esa cifra es superior a la mortalidad total en China en esos 3 años, que arrojaría, según un cruce de datos oficiales con los del mismo libro negro, la cifra de 36 millones de chinos (9 millones en 1959, 18 millones en 1960 y 10 millones en 1961). Entonces, si deducimos de esa cifra la mortalidad media en la década, que rondaba el 1% de la población (6 millones por año), obtenemos cerca de 18 millones de muertos por las condiciones excepcionales de crisis económica.


 


Quiere decir, en resumen, que de los 73 millones de víctimas del régimen comunista chino, como estimaciones serias no podemos contabilizar más que 30 millones, de los cuales 18 van a cuenta del hambre de 1959-1961, tal vez de 10 a 12 millones de contrarrevolucionarios muertos en la cárcel y quizás 5 millones de muertos directos en la guerra civil antes de la toma del poder. Pero estos 5 millones se contabilizan en una larga guerra civil que sufrió China desde 1927 hasta 1949, luchando contra japoneses y nacionalistas chinos. De ellos, ¿qué porcentaje es responsabilidad del ejército comunista? Según los autores, la totalidad, por haber cometido el pecado de iniciar una guerra civil.


 


Lo mismo plantean en Corea, en ocasión de la guerra que dividió definitivamente al Norte comunista del Sur capitalista. Como la que inició el ataque fue Corea del Norte, los muertos "deben ser cargados en la cuenta del comunismo" (2), aunque los autores no se interrogan acerca del hecho de que el 90% de las víctimas sea norcoreana o china. Vemos entonces que las estimaciones serias de estos historiadores mentirosos no es otra cosa que la manipulación de cifras con el único objetivo de acumular cadáveres en la cuenta de las revoluciones obreras, cuando en realidad es la misma cantidad la que debiera ser puesta en la responsabilidad de las agresiones militares y económicas imperialistas.


 


Otra manera de atacar al comunismo consiste en embellecer los regímenes capitalistas previos a la revolución. El caso más patético, quizás, es el de Cuba. "Con Batista en el poder, Cuba experimentó un evidente despegue económico" y "ocupaba el tercer lugar entre los veinte países latinoamericanos en cuanto al producto nacional bruto por habitante" (3). Además Batista había promulgado en 1940 una constitución liberal y hasta era apoyado por el stalinismo (Partido Socialista Popular). ¡Qué maravilla! Sólo la obstinación de cuatro estudiantes locos podía oponerse a semejante paraíso. Pero la verdad es que Cuba fue durante todo el siglo uno de los países más pobres de América. Si se toma el "producto nacional bruto por habitante", Kuwait o Brunei también pueden figurar entre los primeros países del mundo en el marco de un aumento en el precio internacional del petróleo. Eso no impide que sigan siendo parte del mundo subdesarrollado.


 


La sinrazón de la maldad


 


Aunque el libro se dedica a analizar el terror comunista en cada país del mundo, ningún proceso es analizado como una lucha de clases. No hay grupos sociales con intereses particulares, no hay corrientes ideológicas. Todo son grupos con avidez de poder que matan a quien se le oponga. Como ejemplo se puede ver la descripción de los procesos en China, Corea, Vietnam, Camboya. En la Revolución Cultural china, por ejemplo, todo el proceso es caricaturizado como grupos de guardias rojos y estudiantes tratando de desbancar al burócrata de turno para encumbrarse ellos, en nombre del apoyo a Mao. No hay consignas, no hay reivindicaciones, no hay clases sociales. La ilación de los sucesos no es algo que le preocupe a este historiador, sólo existen la maldad comunista y sus víctimas.


 


Las revoluciones son golpes de estado, nos dicen, es decir golpes audaces de pequeñas camarillas, que actúan cobijadas por un estado previo de caos (como en el caso de Rusia) o por un estado de caos deliberadamente provocado por esas camarillas (Vietnam, Corea, Cuba, etc.). Pero nada más lejos de la verdad: el sueño de Auguste Blanqui, que consistía en que una minoría conspirara para tomar el poder y luego adoctrinara a las masas, fue sólo eso, un sueño. Las revoluciones (y finalmente la toma del poder) son convulsiones que afectan a millones de personas. El hecho de que el capitalismo y sus partidos burgueses no puedan presentar una salida coherente a sus crisis económicas y sociales es ya un indicio de que las revoluciones obreras no son golpes de estado sino productos necesarios de la descomposición social. Hasta tal punto es así que reiteradas veces la burguesía abandonó literalmente el poder en manos del proletariado, como sucedió en la Comuna de París de 1871, o en la revolución húngara de 1919. No hay ninguna audacia en tomar un poder que se deshace, la única audacia consiste en tener un programa de gobierno y una perspectiva de sociedad que supera al podrido capitalismo y su cara más bondadosa, la democracia.


 


Esto entronca con el declarado propósito de los autores de no dedicarse a la historia política, sino a la impugnación moral, más allá de las motivaciones políticas de los actores sociales. Pero la moral no está reñida con la política sino que está determinada por ésta. Las grandes conmociones de la historia, las grandes revoluciones de los siglos XIX y XX, no pueden ser empequeñecidas por el rasero de la moral de las burguesas mientras toman el té. La burguesía y sus historiadores deberían recordar simplemente que este sistema económico tiene su origen en la piratería, en el robo y en el sometimiento de pueblos enteros, y además que la democracia que ellos (y sólo ellos) disfrutan no surgió de la galante invitación de gentilhombres a los monarcas para que abdiquen su trono sino de revoluciones dirigidas por gente ruda y dispuesta a cualquier sacrificio moral con tal de conformar la sociedad libre que su clase buscaba. ¿Qué sería de estos petimetres sin Cromwell, sin Robespierre, sin Washington? ¿Qué sería de América Latina sin San Martín y Bolívar?


 


Otra característica graciosa del libro es que nadie conspira contra los regímenes comunistas, todas son víctimas inocentes. No hay actividad del imperialismo, no hay ejércitos de ocupación. Si los gobiernos soviéticos o revolucionarios actuaran en un mar de paz y tranquilidad, entonces quizás les daríamos la razón. Pero la realidad es que la violencia que el capitalismo descerraja contra los regímenes obreros es tan brutal, tan acerba, tan salvaje, que el terror rojo que estas revoluciones tienen que desarrollar es una imposición del mismo imperialismo. Así las cosas, las descripciones de estos burgueses de mala fe resultan paródicas e ininteligibles. Por ejemplo, en el caso de la revolución húngara de 1919, se detienen en algunos crímenes de Szamuelly, ministro de Guerra, reprimiendo una sublevación campesina contra el gobierno. Pero no dicen que cuando cayó el gobierno soviético, entre los rumanos, los italianos y las bandas fascistas mataron 300.000 obreros (todo aquél que encontraran con un arma era fusilado). Esta violencia es totalmente obviada. ¿Qué debía hacer el gobierno soviético húngaro? ¿Respetar las reglas del protocolo diplomático y solicitar a los campesinos que por favor no se levantaran en armas? ¿O intentar por todos los medios, incluso los más violentos, evitar esa segura matanza posterior?


 


Esto nos lleva también a lo que irónicamente podríamos llamar la guerra de los cadáveres. Se compara si Stalin mató más millones de personas que Hitler, como si esto por sí mismo pudiera determinar una opinión sobre Stalin. ¿Pero por qué no se informa, en el capítulo sobre Vietnam, que mientras murieron 25.000 soldados norteamericanos, fueron eliminados 4.000.000 de vietnamitas? Aquí mismo, en Argentina, mientras Famus habla de los 2.500 muertos por la subversión, el terrorismo de Estado debe rendir cuenta por 30.000 desaparecidos y asesinados. El canon de las Fosas Ardeatinas de Roma (100 fusilados por cada soldado alemán) parece ser una constante de los ejércitos capitalistas reprimiendo insurrecciones nacionales y sociales.


 


 


Notas:


1. Stèphane Courtois, El libro negro del comunismo, pág. 516.


2. Idem, pág. 617.


3. Idem, pág. 725.

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