Javier Milei dedica una importante cantidad de tiempo y fondos públicos a realizar giras internacionales en las que actúa como un cruzado en defensa del capitalismo y el libre mercado contra la intromisión de los Estados y el mal del socialismo, presuntos responsables del crecimiento de la pobreza en todo el mundo. Se muestra como un activo pescador de grandes inversiones para la Argentina, postulando una política de apertura comercial y libre movimiento de capitales, como antagonismo al intervencionismo estatal que hundió al país en las últimas décadas. Dejando de lado quiénes se beneficiarían y quiénes pagarían los platos rotos, ¿qué viabilidad tiene en el escenario internacional esa perspectiva?
Resulta que el idílico mundo regido por las “libres” fuerzas del mercado no es solo un horizonte, digamos, injusto para la mayoría de la humanidad, sino que es exactamente la dirección contraria hacia la que avanza el mercado mundial capitalista; y eso empezando precisamente por los “aliados” de Milei. Barreras proteccionistas, subsidios, dirigismo estatal, sindicalización de los trabajadores, caída de la inversión y las ganancias del capital, crisis del imperialismo norteamericano; son las tendencias más definidas. En este punto Milei parece ir a contramano no ya de las “lacras socialistas” sino de las potencias capitalistas occidentales.
“El orden internacional liberal se está desmoronando lentamente. Su colapso podría ser repentino e irreversible”. No es la advertencia de un periódico marxista, sino de uno de los emblemas del liberalismo burgués. Es un titular aparecido en The Economist el 11 de mayo, junto a una edición especial consagrada a la “desglobalización de las finanzas”, que reúne toda una serie de artículos bajo la tesis de que “el orden financiero liderado por Estados Unidos está dando paso a uno más fragmentado”, “guerra de divisas” mediante, en los cuales hasta se debaten las posibles consecuencias de una “guerra entre superpotencias”. Es una caracterización electrizante de las tensiones que cruzan al mundo de hoy. El libre mercado -más estrictamente, la libre circulación de capitales haciendo negocios por el planeta- parece que no tiene lugar ya ni siquiera en la cabeza de los teóricos liberales. ¿Cómo llegamos hasta esta situación?
“Desglobalización”
El resquebrajamiento del orden mundial es patente en las instituciones supranacionales que se instauraron desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, al calor del recalentamiento bélico y comercial entre las grandes potencias. Si el Consejo de Seguridad de la ONU está paralizado de veto en veto, lo mismo pasa en los tribunales como la Corte Internacional de Justicia o la Corte Penal Internacional. Un ejemplo: esta última es la instancia donde se juzgan los crímenes de guerra, y fue recientemente amenazada con ser sancionada si emitía órdenes de arresto contra Benjamin Netanyahu y los gobernantes de Israel por el genocidio en Gaza, en una carta pública liderada por el jefe de los republicanos en el Senado de Estados Unidos, Mitch McConnell. Como se diría en el barrio, ya no hay códigos.
En el terreno económico esto se refleja en la agonía de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Si suena chocante el planteo de Donald Trump de romper con el ente que se supone que brega por el cumplimiento de las “reglas del mercado” a nivel internacional, eso es perfectamente consecuente con la tendencia general que se viene desenvolviendo. El tribunal que oficia de árbitro final en las disputas entre los miembros de la OMC no funciona hace casi cinco años porque Estados Unidos sigue vetando designaciones e impide así que se completen las vacantes, por lo cual toda denuncia puede ser apelada a esa instancia con la seguridad de que quedará cajoneada. Lo sintomático es que el organismo fue creado para eliminar barreras al movimiento de bienes y capitales y favorecer el comercio y la inversión sin distinción de fronteras. Era la vía para encauzar la exportación de capitales desde los centros imperialistas hacia todas las regiones del globo. En los últimos años se evidenció, en cambio, una fuerte regresión en el comercio y la inversión transfronterizos.
La inversión transfronteriza está en retroceso como proporción del PBI mundial, y según el FMI en el período 2018-2022 cayó a la tercera parte del promedio de la década del 2000. El dato importa porque la inversión es el motor de la economía capitalista. Cuando se desagrega ese total global salta a la vista que la alteración en los flujos de capital transnacional sigue el compás de los realineamientos geopolíticos, y que tuvo como beneficiarios relativos a Estados Unidos y las principales economías de Europa. Esos datos son un reflejo de un mercado mundial signado por el intervencionismo de los gobiernos.
Algunos ejemplos. El gobierno británico bloqueó desde 2021 la venta a una empresa china de la fábrica de chips más grande del Reino Unido, Newport Wafer Fab, para aprobar ahora su adquisición por una compañía estadounidense. Japón sancionó un régimen de control de inversiones extranjeras en nueve industrias consideradas estratégicas, entre ellas la de semiconductores. El gobierno canadiense viene bloqueado todas las ofertas chinas para adquirir empresas mineras. Joe Biden ordenó al Tesoro norteamericano la supervisión de las inversiones en “tecnologías sensibles” -como chips, computación cuántica e inteligencia artificial-, aduciendo que está en juego la seguridad nacional. Incluso más, el presidente yanqui está obstaculizando la adquisición de US Steel por la japonesa Nippon Steel, aunque se trate de capitales procedentes de uno de los aliados más cerrados de Estados Unidos. En Argentina conocemos el paño, como vimos con el freno que impuso el imperialismo a la licitación de la Hidrovía, arteria por donde entran y salen la mayor parte de las importaciones y exportaciones, para que no caiga en manos chinas. A esto se suma la imposición de sanciones comerciales, con una frecuencia cuatro veces mayor que en la década de 1990 según un relevamiento de bases de datos globales; por caso, el gobierno yanqui acaba de emitir medidas contra 300 empresas acusadas de brindar apoyo a las fuerzas armadas rusas.
No parece el escenario más proclive para que Milei atraiga masivas inversiones hacia la remota Argentina con reformas liberales. Más bien la tendencia dominante es al alzamiento de barreras proteccionistas. Biden acaba de cuadruplicar los aranceles hasta el 100% sobre los vehículos eléctricos fabricados en China (disposición que, según la Casa Blanca, restringirá el ingreso de productos chinos por nada menos que 18.000 millones dólares), y anunció que triplicará los aranceles a las importaciones de baterías de iones de litio para autos, de acero y de aluminio; y los duplicará a los chips chinos a partir de 2025. Donald Trump pelea la presidencia prometiendo redoblar las trabas aduaneras, y evaluando opciones para devaluar el dólar -como vía para recomponer la competitividad de la economía norteamericana. La Unión Europea también estaría a punto de subir las tasas a los vehículos eléctricos chinos.
Es una contradicción monumental para Milei, que repite todo el tiempo que los consumidores se benefician de la liberalización del mercado con precios más bajos y mayor oferta, y sobreviven las empresas más eficientes; mientras por el contrario las barreras arancelarías blindan el mercado para determinados capitalistas a costa de los consumidores. No es una paradoja discursiva, sino una disyuntiva bien material: él, ¿abrirá totalmente el mercado argentino a sabiendas que sería servirlo en bandeja a compañías chinas, por ejemplo en las industrias automotriz y de dispositivos tecnológicos? Sería un golpe a la preponderancia que todavía tienen capitales yanquis, europeos y japoneses -y también, claro, mortal para un sector de la burguesía criolla. Precisamente el trasfondo del intervencionismo de los gobiernos y la guerra comercial es la pérdida de competitividad de las potencias capitalistas dominantes, que no pueden imponerse por medios “económicos” en el mercado.
El origen de esa ralentización de la competitividad es la desaceleración de la inversión, que se debe a su vez a la caída de la rentabilidad del capital (síntoma de una crisis terminal para un sistema económico cuyo único móvil es la ganancia). El economista marxista Michael Roberts se anota como un triunfo intelectual que el Fondo Monetario Internacional haya afirmado en su reporte anual que la economía mundial entró en una “gran recesión” desde 2008/2009, haciéndose eco de lo que él definió como una “larga depresión” en las principales economías capitalistas (Sin Permiso, 15/4). Es, dice, un reconocimiento a que el libre mercado no está asignando los recursos necesarios a la innovación tecnológica ni la mano de obra a los sectores que mejoran la productividad. El FMI no analiza por qué sí los asigna a la especulación financiera e inmobiliaria, al gasto militar, y otras ramas superfluas; pero señala como una de las causas la “fragmentación” del comercio y la inversión mundiales, a medida que las principales potencias económicas avanzan hacia el proteccionismo. El meollo del asunto es que la caída en los niveles de rentabilidad (Roberts cita estudios que estiman que la mitad de las empresas estadounidenses cotizadas no son rentables) repercute sobre el crecimiento de la inversión, y eso conduce al motivo último de la crisis que determina los choques comerciales: la desaceleración del crecimiento de la productividad de la mano de obra en las potencias imperialistas.
Subsidios y sobreproducción
Todo esto se ve más claro aún en la generalización de políticas para promover industrias específicas. En palabras del periódico británico que ya mencionamos: “es en los subsidios, más que en los aranceles, donde se está produciendo una escalada de represalias” (The Economist, 11/5). Un repaso echa por tierra el argumento con que los gobiernos imperialistas justifican las barreras tributarias a las empresas chinas, alegando que el reino del medio subvenciona su industria en una suerte de competencia desleal.
Estados Unidos está a la cabeza de la inyección de subsidios, destinando miles de millones de dólares a impulsar la producción de energía limpia, de la electromovilidad y de chips. El caso emblemático es el manijazo para que TSCM, el mayor fabricante de semiconductores del mundo, avance en la construcción de su nueva gran planta en Arizona, como parte de una estrategia para reducir su dependencia de los chips producidos en Taiwán y China. Apple, por ejemplo, fabrica sus teléfonos y principales dispositivos electrónicos en territorio asiático. Es un rubro que combina intereses estratégicos, tanto económicos como militares.
Con todo, a despecho de los planes del imperialismo, los semiconductores fabricados en Estados Unidos tendrían mayor costo y serían menos competitivos comercialmente, incluso con subsidios gubernamentales. El fundador de TSMC, Morris Chang, afirmaba en abril de 2022 que los costos de producción de chips en norteamérica son un 50% más altos que en Taiwán, lo cual encarecería la cadena de suministros de gigantes tecnológicos como Apple o Nvidia. Esto dificulta la proyección de grandes inversiones a largo plazo, especialmente si se tiene en cuenta que Taiwán también aprobó en noviembre una ley que otorga grandes exenciones fiscales a las empresas de chips, y similares medidas se adoptaron en Japón y Corea del Sur.
Esta dependencia en eslabones clave anticipa que cualquier episodio conflictivo podría poner fin en un instante a la bonanza especulativa que se vive en Wall Street. Ningún mercado de valores bursátiles evitaría un desplome en un escenario de mayores sanciones o de represalias por parte de China, por no hablar ya de un bloqueo sobre Taiwán que rompería la cadena de suministros de los gigantes tecnológicos conocidos como los “siete magníficos” (Microsoft, Apple, Nvidia, Amazon, Meta, Alphabet y Tesla), que representan más de una sexta parte del valor de acciones globales del índice MSCI.
La cuestión es esclarecedora también en otro aspecto caro al discurso de los “libertarios”, quienes ven en todas parte al comunismo obstaculizando el progreso capitalista: los principales ganadores de las gigantescas exenciones fiscales, préstamos e incentivos económicos instauradas por China son los emblemas del capitalismo actual. Es el caso de Foxconn, el fabricante de los iPhone de Apple; o de la instalación de la gigafábrica de Tesla, la firma de autos eléctricos de Elon Musk, en Shanghai en 2019 (el mismo año que inauguró otra planta cerca de Berlín apalancado en una ayuda de unos 1.000 millones de euros del gobierno alemán).
Detrás de la guerra de subsidios, tan contraria a las libres leyes de la circulación mercantil, hay una empecinada disputa por el mercado mundial. Veámoslo con los mismos ejemplos. Apple viene de reportar que sus ingresos globales en “la Gran China” (que incluye China continental, Taiwán, Hong Kong y Macao) cayeron un 8% en el primer trimestre fiscal de 2024, mientras las ventas de smartphones de la china Huawei se dispararon un 70%. Tesla anunció que prepara 14.000 despidos -el 10% de su plantel global- tras hacer público que su beneficio neto cayó un 55% en el primer trimestre del año en Estados Unidos (en medio de cientos de denuncias por fallas que derivaron en accidentes mortales); al tiempo que en abril cayó un 18% en el mercado chino de autos eléctricos -el cual sin embargo creció 33% ese mes, pero capitalizado por la competencia de los más económicos vehículos de la china BYD-; en Euopra los patentamientos del emblemático Model Y de Tesla cayeron 42%. China se convirtió en el primer productor y exportador mundial de automóviles (eléctricos y más aún convencionales), a precios más convenientes a los consumidores orientales y occidentales.
Semanas atrás la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, advirtió a Xi Jinping en una conferencia en París sobre el “exceso de capacidad estructural” de China y prometió aranceles “compensatorios”, como respuesta a lo que los medios catalogaron como una verdadera avalancha de vehículos eléctricos y de acero del gigante asiático (cuyas ventas al viejo continente crecieron 24% y 28% en la comparación interanual de los primeros tres meses del año). Es curioso que parte de esa “sobrecapacidad” sea un producto de la propia crisis capitalista, especialmente del hundimiento del otrora frenético sector inmobiliario chino (cuyo hito fue la quiebra del pulpo Evergrande), porque una masa de producción industrial ya no encuentra su realización en la actividad de la construcción dentro del país y se ha volcado a la exportación: así China pasó de importar excavadoras a convertirse en el principal exportador mundial del rubro.
Razonando, cualquiera puede ver que la “sobrecapacidad” de producir vehículos, baterías y chips con menores costos en el lejano oriente sólo puede ser un problema desde el punto de vista de los intereses de los grandes monopolios capitalistas de occidente. Estamos ante otro ejemplo de la sobreproducción de mercancías (expresión de una sobreacumulación de capitales), que demuestra que la relación mercantil ya no cumple un rol impulsor del desarrollo de las fuerzas productivas sino que juega una función destructiva, con crisis industriales y también devastación ambiental, genocidios y guerras.
La contradicción se manifiesta en el accionar de los propios pulpos empresarios respecto de sus Estados, ya que mientras la UE aprieta al gobierno chino las principales firmas automotrices europeas están firmando contratos con empresas chinas. Tesla viene de suscribir un convenio con Baidu (análogo chino de Google) para sus sistemas de navegación. Es que, como vimos, las ganancias de los magnates estrella del momento, como Tim Cook o Elon Musk, dependen de esa mayor rentabilidad asiática, y no comparten la escalada en la guerra comercial. Más aún, una cantidad importante de empresas del gigante asiático cotizan en Wall Street y sus accionistas son capitales norteamericanos.
Plusvalía y competitividad
Ahora bien, una de las claves de la competitividad es la tasa de explotación de la fuerza de trabajo y su productividad. Finalmente, es el trabajo vivo lo que crea más valor y con ello la posibilidad de que el capital se apropie de un plusvalor bajo la forma de ganancia. Ahí está el límite, por graficar, con que se chocó el “make America great again” de Trump para lograr un retorno de los capitales yanquis radicados en el exterior, donde sus ganancias son mayores. Recogiendo el guante, Biden tomó como un eje de su administración la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, pos sus siglas en inglés), que ya financió más de 120.000 millones de dólares en inversiones “verdes”, particularmente en el sureste del país. Es exactamente allí donde se está desarrollando un conflictivo proceso de organización obrera. La llamada “generación U” -por el proceso de sindicalización de la juventud que tenía epicentro en cadenas comerciales y de comidas rápidas como Amazon o Starbucks- desembarcó en el corazón de la nueva concentración industrial.
Es apasionante la pelea que están librando las obreras y obreros automotrices por el reconocimiento del derecho a la organización sindical y la afiliación al United Auto Workers (UAW). El hito más importante es la victoria obtenida a fines de abril en la planta de más de 4.000 operarios que Volkswagen tiene en Tennessee, la cual tras el plebiscito afirmativo se convirtió en la primera fábrica de automóviles extranjera del sur en ver sindicalizarse a sus trabajadores. Recientemente fue derrotada, tras una rabiosa presión patronal, la votación en la planta de Mercedes-Benz en Alabama, donde trabajan unas 6.000 personas; pero hay una fuerte campaña para completar las solicitudes necesarias en Hyundai, también Alabama, y en Toyota, Missouri.
Es un proceso que recorre un cinturón fabril automotriz y autopartisa (especialmente plantas de fabricación de baterías para vehículos eléctricos) que reúne a más de 150.000 trabajadores, impulsado por la nueva dirección del UAW y por el impacto del triunfo de la formidable huelga del Stand Up el año pasado contra los “tres grandes” (General Motors, Ford y Stellantis, hasta ahora los únicos tres complejos donde los obreros estaban sindicalizados) que arrancó aumentos salariales del 25% durante los próximos cuatro años, con incremento inmediato del 11%, y otros reclamos laborales. Tanto es así que la gerencia de la mencionada planta de Volkswagen se había apurado a conceder la misma suba instantánea del 11% acordada por la UAW, en un intento por evitar la solicitud de agremiación que finalmente triunfó. En la firma de camiones Daimler Truck, que emplea a más de 7.000 trabajadores en seis instalaciones en estados del sur, para desactivar una amenaza de huelga la patronal tuvo que firmar a fines de abril un acuerdo salarial que emula lo arrancado con la lucha del Stand Up para los próximos cuatro años.
Este proceso de recomposición del movimiento obrero, además de impactar sobre los planes de estímulo del Estado imperialista yanqui, nos revela la dinámica que siguen los flujos de inversiones de capital. El desplazamiento de la clásica industria de automóviles estadounidenses desde el oeste hacia el sur, ocurrido desde la década de 1980, se realizó persiguiendo una mayor explotación de la fuerza de trabajo, con salarios más bajos y sin presencia de los sindicatos (algo sostenido por leyes de los diferentes estados, como las que fomentan que los trabajadores opten por no pagar cuotas sindicales). Así, luego de las subas conquistadas por la UAW con la huelga del año pasado, tenemos que para 2028 el sueldo inicial en General Motors será 39% más alto que el actual en Tesla, mientras que en Ford el sueldo máximo quedará 32% arriba que en Volkswagen. Independientemente de los reveses parciales que pueda seguir este proceso de sindicalización y organización obrera, ya ha puesto sobre la mesa la base real sobre la que reposan todas las maniobras imperialistas de las potencias capitalistas: la sobrexplotación de la fuerza de trabajo. Como revelan las recientes conquistas, los trabajadores pueden imponer algunas condiciones a estos enormes pulpos cuando golpean organizados como clase.
Interesa subrayar que aquí queda al descubierto no solo la verdadera cara detrás de los Musk -modelo de capitalista exitoso que reivindica Milei- sino también la rotunda falsedad de identificar a los sindicatos y al movimiento obrero como una cosa del pasado. La organización de los trabajadores puede sufrir y ha sufrido en las últimas décadas retrocesos significativos, pero ningún adelanto tecnológico ni nuevas industrias podrán impedir que las personas que hacen funcionar diariamente la economía con sus músculos y sus nervios se organicen por sus intereses colectivos.
En cierto sentido es un reverso de lo que hacen los capitalistas sirviéndose del Estado, como vemos en estos tiempos de guerra comercial -con contradicciones, ya que no existe una completa identidad de intereses entre capitalistas que rivalizan en el mercado. El caso extremo de esto lo vemos cuando el Estado burgués asume por cuenta propia funciones estratégicas, como pasa hoy en la crucial rama de la energía. Los “libertarios” podrán despotricar contra las estatizaciones como una aberración comunista, pero junto a las rusas Gazprom y Rosneft casi todas las grandes compañías de petróleo que emergieron con fuerza en el último período son estatales o están bajo control público: la noruega Equinor, la malaya Petronas, Qatar Energy, Saudi Aramco. El papel determinante que juega la Opep en las decisiones de producción de hidrocarburos se opone al antojadizo mundo del libre mercado. Son manifestaciones de la fase monopolista del capitalismo.
¿Se cae el imperio del dólar?
Decíamos al principio que la guerra comercial implica a la par una “desglobalización financiera”. ¿Hasta qué punto es así?
Un indicio es la menor influencia de uno de los pilares del orden financiero internacional, el FMI. Puede sonar paradójico decir esto desde la Argentina, pero también acá podemos reconocer otra tendencia emergente en las últimas décadas: el surgimiento de acreedores alternativos como China (o India). Hoy cada reestructuración de deuda se empantana en negociaciones prolongadas y cada vez más países se declaran incapaces de pagar sus compromisos. Lo vemos en particular en las naciones semicoloniales, más dependientes de los flujos de capital extranjero y por eso más expuestas a las repentinas inundaciones de capital financiero que luego se repliega dejando un endeudamiento impagable y ocasionando fuertes devaluaciones de la moneda.
Siguiendo con el ilustrativo caso argentino obervemos lo que sucede con el swap, el canje de monedas con el Banco Central de China, utilizado para sostener un intercambio comercial deficitario en momentos de escasez de divisas (vía endeudamiento con altos intereses, claro). Es un mecanismo que permite exportar e importar sin necesidad de contar con dólares. ¿Es que la moneda estadounidense está siendo desplazada de su pedestal de divisa predominante del mercado mundial? Analicemos el tema.
La guerra de Ucrania y las sanciones hacia quienes comercien con Rusia precipitaron toda una red de intercambios que esquivan la moneda norteamericana. Uno de los mecanismos del imperialismo para aislar financiera y comercialmente a Putin fue su exclusión del Swift, el sistema de pagos utilizado para transferencias interbancarias a nivel internacional. Rusia sobrellevó el golpe porque desde el conflicto por la península de Crimea venía desarrollando sus propios sistemas: el servicio de mensajería financiera SPFS y la red de pago con tarjeta MIR (que sustituye a proveedores como Visa o Mastercard). En este rubro también avanza UnionPay, una red de tarjetas china que se convirtió en la mayor del mundo por volumen de transacciones y se acepta en 183 países; y el servicio de pago digital Alipay, usado por 80 millones de comerciantes en todo el mundo -contra los 100 millones de Visa. En paralelo, es notable que los tradicionales centros financieros de Nueva York y Londres ya son seguidos de cerca no solo por los de Hong Kong, Tokio y Singapur, sino incluso Shanghai, Beijing y Dubai.
En este escenario se libra la “guerra de divisas” que acompaña la guerra comercial. Un informe del Goldman Sachs estima que el gobierno chino devaluó el yuan en un 0,7% por cada 10.000 millones de dólares de perjuicios por aumentos arancelarios de Estados Unidos entre 2018 y 2019. El fortalecimiento relativo del dólar contribuye a aquella pérdida de competitividad de la que hablábamos más arriba, por lo que compensa en parte las barreras proteccionistas. Algunos, como Trump, sugieren que el imperialismo yanqui podría favorecerse de la devaluación de su moneda recomponiendo competitividad y a la vez mejorando su posición financiera (ya que licuaría sus pasivos en dólares sin afectar sus activos exteriores en otras monedas), pero en realidad aceleraría la fragmentación del mercado mundial con una carrera de “devaluaciones competitivas”.
Con todo, la hegemonía del dólar en las finanzas internacionales no decae, sino que incluso se fortaleció en relación a sus competidores más cercanos. El predominio es claro: la proporción de las transacciones de divisas (cambio de una moneda a otra) que involucran al dólar ronda estable entre el 85% y el 90%, la mitad de todos los préstamos bancarios y títulos de deuda transfronterizos son en moneda norteamericana, y esta representa además el 58% de las reservas en divisas de los bancos centrales del mundo. El mercado mundial en proceso de fragmentación sigue dependiendo incómodamente de los circuitos financieros de Estados Unidos.
Aún así, si el dólar no parece tener competidores serios, sí está seriamente amenazado por su propio peso; o sea, por la crisis del imperialismo norteamericano. El “súper dólar” es apuntalado por tasas de interés históricamente altas, que a su vez son las que sostienen el monstruoso crecimiento de la deuda pública de Estados Unidos, correlato de un aumento del déficit fiscal -entre otros motivos por su mayor gasto militar. Esto cuando la hipoteca del Estado yanqui ya equivale a un PBI. Es un escenario que está horadando el rol de los bonos del Tesoro norteamericano como reserva de valor y liquidez del sistema financiero internacional: el alto precio del oro evidencia una huida del dólar por parte de los bancos centrales, y algunos sugieren que es también lo que impulsa la suba desenfrenada del Bitcoin.
No es un camino fácil de desandar. La empecinada política de suba de tasas de interés implementada por la Reserva Federal de Estados Unidos (FED) detonó importantes quiebras bancarias, un número global de impagos empresariales que es el más alto para un comienzo de año desde la crisis financiera de 2009, y amenaza con enterrar a una enorme masa de empresas zombies (que viven a costa cubrir sus pérdidas con endeudamiento); pero no surtió mayor efecto en su objetivo de combatir la inflación. Eso porque el meollo de la tendencia inflacionaria está en las tensiones en las cadenas de suministros, producto precisamente de las sanciones comerciales, las barreras proteccionistas y las guerras -algo especialmente patente en el caso de la energía. Es entonces un resultado de la propia ofensiva imperialista. Las potencias capitalistas quedaron enredadas en esta espiral de suba de tasas después de haber fracasado rotundamente en favorecer un crecimiento con las políticas expansivas de tasas 0 o negativas tras la crisis de 2009, una emisión monumental que no revirtió la anemia productiva sino que fue a parar a la especulación y la recompra de acciones por las propias empresas para sostener su cotización y repartir dividendos.
Nuestra conclusión es que un nuevo orden financiero internacional, basado en una nueva divisa como moneda de reserva mundial, requiere una reconfiguración del mercado mundial que solo puede establecerse por la fuerza, terreno sobre el cual se prueba en última instancia la potencia de cada uno de los contendientes. La libra esterlina fue destronada luego de décadas de declive del imperialismo inglés y de dos guerras mundiales tras las que emergió Estados Unidos como potencia indiscutida. Hoy uno de los rasgos fundamentales de la situación actual es que no hay aún un relevo al imperialismo yanqui.
Sin perjuicio de todos los desafíos que plantea China a las potencias occidentales, su posición es esencialmente distinta; los casos de Tesla o Apple a los que hicimos referencia muestran el carácter contradictorio de la política industrial del gigante asiático, resultado de una asociación de la burocracia del Partido Comunista con el gran capital extranjero (a cambio de un impulso a la base de suministro local y transferencia de tecnología), con un papel subordinado de los capitalistas chinos. Eso implica una transferencia de plusvalía constante en beneficio de los centros capitalistas de occidente. En última instancia, también la mayor tasa de explotación de la fuerza de trabajo china -baluarte de su mayor competitividad- es manifestación de un capitalismo menos desarrollado.
Las ultraderechas
Si las tendencias del mercado mundial contrarían la ilusión librecambista de Milei, donde sí parece contar con cierto viento favorable es en la emergencia de nuevas formaciones políticas de ultraderecha.
El “libertario” se apoya en su identificación con Trump, Bukele, Bolsonaro, y Vox en España; y en una vista panorámica se aprecia fácilmente un crecimiento de diferentes “derechas extremas” en Europa, Latinoamérica o Medio Oriente. Sin embargo, como destaca el informe político internacional hacia el XXIX congreso del Partido Obrero, no estamos todavía ante una “derechización del panorama político mundial”. Los gobiernos ultraderechistas no pudieron establecer cambios de fondo en los regímenes políticos, básicamente porque hasta el momento no pudieron resolver los profundos problemas que plantea la crisis capitalista. Han sufrido también ellos procesos de desestabilización y crisis políticas como las que los catapultaron al poder, y ante la agudización de la lucha de clases y la movilización popular a menudo las propias burguesías y el imperialismo optaron por inclinarse otra vez hacia el sostén de gobiernos de contención y no de choque frontal con las masas trabajadoras.
La situación es por ahora volátil. Finalmente, el recurso mismo del bonapartismo como forma de gobierno es la manifestación de una crisis de régimen, y para imponerse debe sortear etapas de confrontación no sólo entre el capital y el trabajo sino también entre las distintas fracciones capitalistas.
Esta caracterización no abona a la conclusión de que haya que bajar la guardia ante estas formaciones derechistas, más bien al contrario: señala la base material por la cual emergen estas alternativas de ofensiva abierta contra la clase obrera. Explica por eso la vía muerta de intentar frenar a los fascistas con el apoyo a las variantes burguesas “democráticas”, al costo de relegar toda reivindicación social y antiimperialista. La pelea se definirá en el ring de la lucha de clases. Pero importa apuntar que los gobiernos liderados por fachos aún no impusieron derrotas estratégicas a los trabajadores.
A la par de las vacilaciones de las burguesías en la declaración de una guerra abierta contra la clase obrera, tenemos el correlato de las acciones todavía medidas en el plano comercial y militar a nivel internacional. Vale observar que todavía no estamos ante una cristalización de dos bloques antagónicos en pugna. No es un proceso saldado. Vladimir Putin acaba de visitar Beijing para estrechar vínculos frente al cerco de la Otan, pero el alineamiento todavía es parcial. Financial Times (17/5) afirma que el crecimiento de los intercambios comerciales entre Rusia y China experimentado desde el estallido de la guerra de Ucrania empezó a retroceder después que Estados Unidos advirtió con perseguir a los bancos chinos que presuntamente ayudan a eludir las sanciones dispuestas por el imperialismo a quienes comercien con el Kremlin. Destaca también los “escasos avances en el tan esperado gasoducto Power of Siberia 2”.
En la vereda opuesta, los intereses de Estados Unidos han tendido a imponerse incluso en perjuicio de los de las burguesías imperialistas de la Unión Europea, especialmente de Alemania (cuya industria fue seriamente afectada por la interrupción de la provisión de gas ruso, en beneficio de las grandes petroleras norteamericanas). Esto se traduce en idas y vueltas en la ofensiva de la Otan, plantea la posibilidad de choques abiertos en el futuro, y refuerza las tendencias centrífugas que siguen amenazando a la UE. Una manifestación de esto último es una revitalización de corrientes autonomistas. En este punto las derechas europeas han sido vacilantes, porque finalmente las burguesías no se inclinan todavía por romper; por caso, Giorgia Meloni en Italia se ha ido adaptando a los dictámenes de la troika (compuesta por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI).
Al mismo tiempo, otro factor de crisis es la propia intervención de las masas. Las importantes protestas contra el genocidio sionista en Gaza, incluyendo las combativas ocupaciones de universidades en Estados Unidos y otros países, muestran la potencialidad de la movilización popular para golpear los planes guerreristas y colonialistas del imperialismo. Vale esto también para el proceso de sindicalización de la clase obrera norteamericana, o las enormes huelgas en Francia, Alemania o el Reino Unido del último período. Todos estos elementos van a jugar un papel en la evolución de la situación.
Para el gobierno de Milei todo lo dicho tiene consecuencias. Su alineamiento pretendidamente incondicional con Estados Unidos implica problemas concretos -por ejemplo con las deudas que el Estado argentino tiene con China, o su dependencia comercial-, a la vez que no exime de la presiones efectivas que ejerce el imperialismo yanqui. Este aproxima sus portaaviones nucleares, impone la compra de aviones de combate, reclama una injerencia total en áreas estratégicas como el Triángulo del Litio con mayores ventajas fiscales; todo eso mientras afecta con sus aranceles las exportaciones argentinas, y como vimos tampoco ofrece un flujo de expansión de capitales que nuestro país pueda atraer.
El problema que se le plantea a Milei en torno a cierta dependecia económica de China proviene del lugar ganado por el gigante asiático en toda América Latina en los años del boom de las commodities y el denominado “acople chino-norteamericano”. Es un ciclo que tuvo su punto de viraje hacia la crisis de 2008/2009, desde la cual incluso se agudizaron las tendencias al dislocamiento comercial interregional (impasse del Mercosur). Fue eso, y no la justicia del libre mercado del relato “libertario”, lo que hundió a los gobiernos nacionalistas. Hasta ese momento, desde el punto de vista de las burguesías nacionales tomadas en general, fueron experiencias “exitosas”, de asociación ventajosa de una fracción del empresariado criollo y del Estado con multinacionales imperialistas: en la Argentina de los Kirchner con las aceiteras como Cargill y Bunge, las petroleras como Chevron, y mineras como la Barrick Gold; tan exitosa que permitió el repago de la monumental deuda externa que había llevado al default de 2001.
Pero todo el edificio dependía de una renta diferencial extraordinaria en la exportación de soja, petróleo y minerales; cuando el ciclo se revirtió, vino la disputa por las retenciones y el cepo cambiario para sostener los compromisos de deuda externa. No era una confrontación entre “el pueblo y las corporaciones”, sino la expresión de que no había habido ningún desarrollo autónomo del país. Para los trabajadores se agravó el suplicio de la inflación, las devaluaciones, el ajuste y los tarifazos en los servicios públicos. A lo que vamos es que mientras el relato “libertario” explica su propio ascenso como una reacción al fracaso de gobiernos “socialistas”, es en realidad una tentativa de salida a la implosión del estatismo capitalista.
Milei se presenta como el emergente del mundo libre capitalista tras la debacle del socialismo, pero el fenómeno que lo llevó meteóricamente al poder es un producto de la desintegración del orden mundial capitalista. Ni él ni las “nuevas derechas extremas” representan el surgimiento de lo nuevo. Son en cambio una respuesta desesperada por salvar a un sistema económico y social que se derrumba, pero se resiste a desaparecer. En la lucha contra todo el viejo orden se va a forjar la generación que intervendrá en las crisis, guerras y revoluciones que se aproximan.