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Hasta el último hombre y la última peseta… para salvar la monarquía

Reproducido de la revista Viento Sur (España, abril de 1998).


A finales de julio de 1897, como todos los años, Antonio Cánova del Castillo, primer ministro del Gobierno de España y principal arquitecto de la restauración monárquica de 1875, se dispuso a iniciar sus vacaciones en el Balneario de Santa Agueda. "Santa Agueda me da la vida" había escrito en carta a uno de sus más cercanos colaboradores.


 


Los últimos dos años habían sido extenuantes para el político malagueño. La situación interna parecía consolidada en la regencia de la reina María Cristina, a la espera de la mayoría de edad de Alfonso XIII. La introducción del sufragio universal en 1890 no había alterado en lo esencial el régimen bipartidista que, apoyado en el caciquismo rural y en la represión urbana del naciente movimiento obrero (que se defendía como podía mediante la acción directa), confería un ritmo periódico de sucesión en la jefatura del Gobierno a conservadores y liberales en las figuras del propio Cánovas y Sagasta.


 


La situación económica del país, aparentemente, tampoco era mala. Los efectos de la creciente competencia económica internacional, especialmente en las exportaciones tradicionales españolas como cereales, aceites, hulla y hierro habían acabado forzando una política proteccionista que el propio Cánovas había impulsado, abandonando sus principios librecambistas. La última recesión, cuatro años antes, era ya un recuerdo.


 


En el campo, donde vivía el 70% de la población, la propiedad se caracterizaba por grandes latifundios en las zonas de secano dedicados a la producción de cereales y aceite, en Rioja, Valencia o Cataluña por propiedades de tipo medio que exportaban vinos y frutas al mercado europeo y una nube de propiedades tan pequeñas, especialmente en el norte, que hacían imposible la propia supervivencia de las familias que las cultivaban. Sobre esta base agrícola se apoyaba el sistema político de la Restauración, condicionada su capacidad fiscal y sus posibilidades de evolución política a una productividad muy baja.


 


Pero ninguno de estos problemas habían agotado a Cánovas, de nuevo al frente del Gobierno desde 1895. La cuestión más urgente era la amenaza que pendía sobre las posesiones españolas de ultramar, los restos del imperio colonial.


 


Estas posesiones comprendían las islas de Cuba y Puerto Rico en el Caribe y Filipinas, islas Marianas, islas Carolinas y el archipiélago de Palau en el Pacífico. El status político y la situación económica y social de estos territorios eran muy diversos. En Cuba, la principal de las colonias, se había desarrollado desde mediados de siglo una poderosa industria azucarera que exportaba fundamentalmente a los mercados norteamericanos y europeos. Durante 10 años, de 1868 a 1878, una durísima guerra había polarizado a la sociedad criolla entre independentistas y unionistas y había agotado a la isla hasta acabar en el Pacto de Zanjón con la derrota momentánea de los independentistas, divididos a su vez entre defensores de una República de Cuba y quienes preferían la anexión a Estados Unidos. Había sido una auténtica guerra civil que había partido a Cuba social y regionalmente. Pero en cambio, había reforzado el temor de la sociedad colonial, primero a posibles sublevaciones de esclavos negros en el fragor de la guerra y, más tarde, a los cambios económicos obligados en la industria azucarera tras la abolición de la esclavitud en 1886.


 


Puerto Rico seguía de cerca, pero claramente por detrás, la evolución social de Cuba, sin que la aparición de independentistas o anexionistas afectara más que a un pequeño sector, fundamentalmente de las clases profesionales, que se habían integrado como sección en el Partido Revolucionario Cubano de José Martí.


 


La colonización española en el Pacífico era mucho menos profunda y el principal agente de cambio habían sido las órdenes religiosas, que competían en propiedades con algunas familias españolas o tagalo-chino-españolas, también en la producción de azúcar, tabacos y otros productos de exportación agrícola. Filipinas estaba lejos de constituir una unidad cultural o política, como habían puesto de manifiesto las periódicas insurrecciones musulmanas en Mindanao, reprimidas por el poder colonial con tropas tagalas. Igual había ocurrido con la insurrección de los chamorros de Guam. El independentismo, a pesar de ello, había nacido y cuajado en Luzón, a partir del diferente status cívico que separaba a la población blanca o asimilada de lo que todavía se llamaban los indios. Una discriminación racial que afectaba, por ejemplo, a la nominación dentro de la iglesia de párrocos y otros cargos religiosos, principal forma de ascenso social de una clase de medianos propietarios agrícolas cada vez más numerosa y que controlaba los mercados locales.


 


La guerra había vuelto a estallar en Cuba en 1895, gracias al impulso de José Martí que supo organizar la insurrección desde Estados Unidos y superar las rencillas heredadas de la derrota anterior, sumando a Máximo Gómez y Antonio Maceo como principales dirigentes militares. Martí murió heroicamente en su primer combate, pero la causa independentista, esta vez con un contenido social mucho más popular y anti-anexionista, se mantuvo especialmente en las provincias de Oriente. En Filipinas, los dirigentes del partido revolucionario independentista Katipunan, los hermanos Aguinaldo, Bonifacio y Llanera, se lanzaron a la insurrección en agosto de 1896, después de largos preparativos secretos, movilizando a más de 10.000 combatientes a pesar de la dura represión colonial y el fusilamiento como escarmiento de José Rizal, la principal figura intelectual independentista.


 


A pesar del coste económico y humano, en el terreno militar la estrategia de los generales Weyler en Cuba y Fernando Primo de Rivera en Filipinas había sido capaz de aislar geográficamente la insurrección y asediarla progresivamente, separándola de la población local mediante las reconcentraciones. Ambas insurrecciones dependían en su aprovisionamiento del apoyo de lo que se llamaba el filibusterismo, es decir, la compra de armas y provisiones a agentes norteamericanos y su traslado clandestino al territorio que controlaban, rompiendo el bloqueo naval español. El Gobierno de Cánovas estaba convencido de que la ofensiva militar de verano que proyectaban Weyler en Cuba y Primo de Rivera en Filipinas sería capaz de obligar a los revolucionarios de ambos países a negociar un nuevo pacto que pacificase las posesiones de ultramar. Para ello estaba dispuesto a asumir el coste político internacional que suponía la dureza en términos humanos de la guerra colonial, denunciada por la prensa europea y americana especialmente por lo que se refiere a Cuba.


 


Allí, las reconcentraciones de Weyler, un precedente de la estrategia seguida más tarde por Gran Bretaña en la guerra contra los boers en Sudáfrica en 1900, y por Estados Unidos en Vietnam en los años 70, habían acabado por provocar un movimiento de solidaridad internacional, sobre todo en Estados Unidos, con la insurrección cubana.


 


Pocos días después, el 8 de agosto, Cánovas del Castillo moría en el Balneario de Santa Agueda en un atentado. El anarquista italiano, Miguel Angiolillo, le disparó a bocajarro tres tiros en la cabeza, el pecho y la espalda. Quería vengar así, en un acto individual, cinco penas de muerte que había firmado Cánovas contra anarquistas de Barcelona tras los Procesos de Montjuich y mostrar su solidaridad con los revolucionarios cubanos. Si había llegado a España y había elegido ese objetivo fue gracias al dinero y las instrucciones que le había proporcionado el representante del partido revolucionario cubano en París, el doctor puertorriqueño Betances.


 


La muerte de Cánovas sumió a las clases dominantes españolas en el estupor, no porque no estuvieran acostumbradas a los atentados políticos, a los pronunciamientos militares o a las crisis dinásticas. Pero la Restauración había sido su respuesta a medio siglo de guerra civil permanente entre liberales y absolutistas, republicanos y monárquicos. La Constitución de 1876, que había redactado Cánovas, suponía un amplio consenso de la oligarquía, continuamente renovado a través del juego de una soberanía compartida por el Rey y las Cortes, ambos con iniciativa legislativa, y apoyándose en el turno rotatorio de los dos principales partidos, conservadores y liberales.


 


Excluidos de este pacto habían quedado los carlistas, partidarios de una monarquía católica integrista pero foralista, que encabezaba el pretendiente Don Carlos de Borbón, autotitulado Carlos VII. Pero rápidamente en 1881 se había desgajado del carlismo un sector posibilista apoyado por el Vaticano, y que había constituido la Unión Católica. Los republicanos, los herederos del federalismo, oscilaban también entre un ala posibilista, que limitaba por el momento sus reivindicaciones a la conquista del sufragio universal y el jurado, y otra partidaria de los pronunciamientos, que encabezaría Ruiz Zorrilla. Más allá de este abanico tradicional de partidos, el movimiento obrero comenzó a organizarse lentamente, dividido entre socialistas y anarquistas.


 


Estas divisiones políticas se reproducían en gran medida en Cuba y Puerto Rico. Los partidos del régimen eran la Unión Constitucional y el Partido Liberal Autonomista. Y más allá en el exilio, como heredero de la Guerra de los Diez Años, el Partido Revolucionario de Martí.


 


La reina regente María Cristina no pudo volver a recurrir al partido conservador para formar gobierno tras la desaparición de Cánovas. Las reglas del turno constitucional exigían que llamase a los liberales y a Sagasta. Además, la muerte de Cánovas había dividido a los conservadores en la lucha por su sucesión y Silvela, que finalmente se impondría, tardaría aún meses en poder contar con el apoyo de la mayoría de los sectores del partido.


 


Pero a quien más había afectado la muerte de Cánovas era a Weyler. Sólo Cánovas tenía la autoridad política para apoyar y asumir las consecuencias de la política de reconcentración. Sin ese apoyo político, Weyler no podía lanzar su ofensiva de verano ni continuarla durante la estación seca, hasta lograr sentar en la mesa de negociaciones a Máximo Gómez. Efectivamente, lo primero que hizo el gobierno Sagasta, formado el 6 de octubre de 1897, fue cambiar radicalmente la política hacia Cuba.


 


Sagasta tenía una opinión distinta a la de Cánovas sobre las consecuencias internacionales que estaba teniendo el conflicto cubano y sobre la propia situación militar en la isla. En el primer caso no tenía la confianza de Cánovas en que las grandes potencias europeas, que gestionaban sus intereses en un equilibrio de poderes que se ha llamado el sistema bismarckiano, extendiesen su defensa del statu quo a España, a pesar de las garantías internacionales ofrecidas al gobierno español. En especial, Gran Bretaña necesitaba ahora más que nunca del apoyo de Estados Unidos para poder mantener la expansión de su imperio en Africa y el Pacífico, frente a las nuevas aspiraciones coloniales de Francia y Alemania, y el precio era ceder su hegemonía en el Atlántico a los nuevos intereses norteamericanos.


 


En segundo lugar, en el terreno militar, Sagasta no tenía dudas de los éxitos de Weyler, pero estaba convencido que la insurrección cubana podría mantenerse, aunque aislada territorialmente, por el apoyo que recibía desde Estados Unidos y que, finalmente, el propio desgaste de la guerra podía ir empujando a sectores crecientes de la población cubana a las filas de la insurrección, agudizando la guerra civil entre los españoles y anti-españoles en un momento en el que lo que podía empezar a flaquear era el apoyo al esfuerzo militar en la propia metrópoli.


 


El principal problema de Sagasta era evitar a toda costa que la crisis colonial se convirtiera en una crisis de régimen que amenazase a la Corona en el delicado momento de transición entre la regencia de la reina María Cristina y la mayoría de edad de Alfonso XIII. Si se sumaban fricciones internacionales, conflictos bélicos, alianzas entre revolucionarios cubanos y republicanos españoles y disturbios sociales, la Restauración podía acabar en una nueva revolución como la que había traído la I República. Y Sagasta estaba dispuesto a toda costa a evitarlo, ampliando la base social del régimen mediante la pretendida democratización electoral, aunque ello implicase después tener que recurrir al caciquismo en la península y al soborno de los independentistas en ultramar.


 


El programa del Partido liberal para Cuba y Puerto Rico, el Plan Moret, suponía extender la Constitución de 1876 a las colonias del Caribe, pero dotándolas de autonomía para los asuntos internos dentro de este marco, autonomía de la que no gozaba ninguna otra región del imperio. Cuba y Puerto Rico dispondrían de sufragio universal para elegir sus propios parlamentos bicamerales y el gobernador general cumpliría en sus funciones un papel constitucional similar al del Rey en la península, aunque dependiendo directamente del Gobierno de Madrid.


 


Para preparar a la opinión pública, tanto peninsular como cubana, se publicaron en la prensa las cuentas de Cuba. La guerra costaba 38 millones de pesetas oro mensuales. Se habían enviado al Caribe 190.000 soldados, de los que solamente eran capaces de combatir en primera fila 53.000, por enfermedades y bajas de los restantes. A Filipinas se habían enviado 29.000 soldados, de los que estaba en activo una fuerza inferior a los 10.000.


 


El mensaje fue entendido de manera muy diferente en La Habana entre las fuerzas pro-españolas, que hasta ese momento habían sido mayoritarias en la opinión pública urbana de la isla. Lo que entendieron no fue que iban a gozar de mayores derechos y libertades, sino que el Gobierno Sagasta no estaba dispuesto a mantener indefinidamente el esfuerzo militar, cuyos costes superaban ya en mucho a los impuestos que obtenía de la colonia.


 


Y cundió la desmoralización, a pesar de los éxitos militares de la ofensiva de Weyler.


 


Máximo Gómez, dirigente supremo de la insurrección cubana, entendió exactamente lo mismo. Y, a pesar de sus retrocesos, declaró inaceptable la tregua que se le ofrecía, amenazó con quemar las propiedades e ingenios de quienes apoyasen el plan de reformas autonomistas y fusilar a todo soldado u oficial mambí que quisiera aceptar la amnistía que se les ofrecía. Sabía perfectamente que la política colonial de Cánovas y Weyler era compatible con las consecuencias de la guerra, pero no la política autonomista de Sagasta, que necesitaba inmediatamente no triunfos militares sino la paz, sobre la que tenía veto Máximo Gómez por pequeñas y agotadas que fueran sus fuerzas, como lo demostró en los ataques suicidas a Guisa y Guamo.


 


En Filipinas la situación militar de la insurrección era bastante más difícil, porque el apoyo que recibía de los filibusteros desde Singapur y Hong Kong era mucho más débil que el que llegaba a las fuerzas mambisas, que contaban con las bases de Tampa y Cayo Largo en Estados Unidos, a 90 millas de distancia. Fernando Primo de Rivera obtuvo permiso de Madrid para negociar una tregua en las que se ofreció a los líderes de Katipunan una rendición honrosa, con subsidios económicos para el exilio, amnistía para los insurrectos y tierras para su reasentamiento. El Pacto de Biac-Na-Bató fue aceptado por Emilio Aguinaldo, que el 13 de diciembre de 1897 partió para Hong Kong, quedando sólo alzados en armas unas pequeñas partidas dirigidas por los comandantes Macabulos Solimán y Manalán. Entre los términos de la paz, el Gobierno colonial aceptó limitar el poder de las órdenes religiosas (los revolucionarios filipinos exigían su expulsión y desamortización de sus bienes), concedió pleno derecho de ciudadanía a blancos y asimilados e igualdad jurídica con ellos a los indios.


 


La guerra con Estados Unidos


 


La desmoralización en Cuba de la opinión pública pro-española fue paralela a la reafirmación de un autonomismo que empezaba a no ocultar sus simpatías por los independentistas. El 12 de enero de 1898 se produjeron toda una serie de incidentes en La Habana, provocados en primer lugar por oficiales españoles destinados en Cuba, seguidos de manifestaciones pro-autonomistas y contra la política de reconcentración. Este cambio de opinión se basaba en un creciente convencimiento de que Estados Unidos intervendría en Cuba, porque era firme la repulsa de la opinión pública norteamericana a las atrocidades que había provocado hasta entonces la campaña de Weyler y porque ya se había configurado en la prensa y en el legislativo norteamericano un lobby pro-intervencionista.


 


Los motines de enero sirvieron de excusa al cónsul norteamericano en La Habana, general Lee, para pedir la visita al puerto de barcos de guerra norteamericanos que pudieran, en última instancia, evacuar a los ciudadanos de Estados Unidos. El ministro de Asuntos Exteriores español, Gullón, que no podía hacer otra cosa, acepto la visita del Maine a La Habana como amistosa y se dieron órdenes para que el crucero español Vizcaya se dirigiese a Nueva York. Ya no había grandes ilusiones en el gobierno de Madrid sobre una neutralización diplomática de Washington. El embajador español en aquella capital, Dupuy de Lomé, había tenido que ser retirado por la filtración de un documento comprometedor, y el nuevo, Polo de Bernabé, informó inmediatamente que el ambiente que había encontrado a su llegada era de clara preparación de guerra.


 


El 15 de febrero de 1898 el Maine voló, cuatro días antes de que llegase el Vizcaya al puerto de Nueva York. Hubo cientos de muertos entre los marineros norteamericanos y se creó el motivo perfecto, en una operación de guerra psicológica, para acabar de empujar la votación en el Congreso norteamericano, el 9 de marzo, a favor de la compra de armamentos por valor de 50 millones de dólares. La insurrección en Cuba cobró nuevos bríos y en Filipinas Aguinaldo volvió a desembarcar, rompiendo el Pacto de Biac-Na-Bató, que sólo había durado seis meses, poniendo en pie de guerra a la resistencia tagala.


 


El presidente McKinley dudaba aún si las grandes potencias europeas se opondrían a la expansión de Estados Unidos en el Caribe y el Pacifico. Decidió intentar un ultimátum final, ofreciendo directamente a la reina regente María Cristina la compra de la isla de Cuba y Puerto Rico por 300 millones de dólares, reservando un millón de dólares más para comisiones a los miembros del Gobierno español que participasen en la operación.


 


Independientemente de cuáles fueran los análisis y actitudes de la reina regente María Cristina o del presidente del Gobierno Sagasta, un ultimátum de este tipo, de aceptarse, sólo podía tener como consecuencia la caída de la Monarquía. Y la salvación de ésta era el principal objetivo político tanto de conservadores como de liberales en España. Si el precio para salvar la monarquía era una guerra, aunque ésta se perdiera, la opción del gobierno era evidente. Pero en el segundo orden de prioridades inmediatamente apareció la necesidad de justificar la más que previsible derrota militar. Es decir, la guerra no se conduciría tanto con objetivos militares racionales sino para ser rentabilizada políticamente por el Gobierno liberal de Sagasta.


 


La reina María Cristina puso en conocimiento de toda la clase política el ultimátum norteamericano que, naturalmente, fue filtrado a la prensa. En las consultas que realizó fue evidente el consenso de que no cabía ninguna otra opción que la guerra y que debería ser el Gobierno Sagasta el que la dirigiera, sin cambios políticos en el gabinete. El ultimátum norteamericano fue así rechazado en medio de manifestaciones populares en la península que exigían la guerra y de una prensa que escribía que la flota española era superior a la norteamericana, por no hablar del valor de los contendientes, en una gigantesca operación de demagogia y manipulación muy similar a la que estaba teniendo lugar en Estados Unidos.


 


La guerra se desarrollaría principalmente en el mar, en el Caribe y en Filipinas, a pesar de la opinión en contra de los jefes de la Armada española que pretendían concentrar la vieja flota de que disponían para defender las costas peninsulares y las islas Canarias y Baleares, obligar a las previsibles expediciones norteamericanas a desembarcar en Cuba y Filipinas y someterlas a una guerra de guerrillas y de ataques marítimos a sus líneas de aprovisionamiento. Pero la orden de Madrid fue dirigir los barcos hacia Cuba y Manila y romper el bloqueo de la flota norteamericana, en una operación imposible, que además dejó desguarnecida la península y el eje Baleares-Estrecho-Canarias.


 


Las dos flotas españolas fueron hundidas en combate el 1 de mayo en la bahía de Manila y el 3 de julio en la de Santiago de Cuba.


 


Las tropas norteamericanas desembarcaron el la provincia de Oriente en Cuba y hubo durísimos combates en las lomas de San Juan, que ocasionaron cuantiosas bajas a ambos bandos. Pero, sin la flota, la guerra estaba perdida para España.


 


Las semanas que siguieron fueron angustiosas para el gobierno de Madrid. Constató que estaba completamente aislado internacionalmente. Temía el ataque de una flota rusa a las islas Baleares, al tener conocimiento de un pacto secreto ruso-alemán al respecto. Se empezaron a reforzar las defensas artilleras del estrecho de Gibraltar y ello provocó una crisis con Gran Bretaña, que también amenazó con enviar una flota para bombardear puertos españoles. Finalmente, lo que más asustaba era que una flota norteamericana pudiese ocupar las islas Canarias. El temor compartido de las grandes potencias europeas a que Estados Unidos se pudiera acercar al Mediterráneo, que los ataques a la metrópoli desencadenaran la caída de la monarquía y un desesperado último esfuerzo diplomático del Gobierno Sagasta evitaron estos escenarios.


 


La rendición de Santiago de Cuba fue la señal esperada de que la guerra no sólo estaba perdida sino que no se podía continuar. El Gobierno español decretó la suspensión de las garantías constitucionales el 14 de julio y se dispuso a emprender las negociaciones de paz.


 


El Tratado de París y el fin del Imperio


 


Las condiciones norteamericanas, expuestas en una nota fechada el 26 de julio de 1898 eran las siguientes: 1) renuncia de España a la soberanía y a todo derecho sobre Cuba; 2) entrega a Estados Unidos de Puerto Rico y cualquier otra posesión en el Caribe como indemnización de guerra; 3) Estados Unidos conservaría la bahía y puerto de Manila hasta la firma de un tratado de paz y la formación de un gobierno filipino.


 


Las condiciones eran ahora más duras que el ultimátum. Pero esta vez el dilema no existía porque la guerra ya no era una alternativa y, liberado en el fondo del problema de las posesiones de ultramar, todo su esfuerzo se dirigió a salvar la monarquía y evitar que el balance político de la conducción de la guerra acabase también con el partido liberal y sus prohombres. Las negociaciones de paz se iniciaron cuando aún se combatía en Manila y otros enclaves de Filipinas.


 


Las negociaciones de París del mes de diciembre fueron largas y estuvieron llenas de anécdotas, en gran medida producto de que los fines políticos y militares norteamericanos no estaban totalmente definidos, para no hablar del desconocimiento del español de la casi totalidad de los miembros de su delegación. Pero, tras la derrota española, Washington empezó a sufrir presiones, sobre todo de Gran Bretaña, para que ocupara totalmente el vacío estratégico dejado por España, especialmente en el Pacífico. Incomprensiblemente, los negociadores españoles insistieron, por ejemplo, en conservar la isla de Mindanao. Al hacer la relación de las posesiones españoles en Filipinas la delegación norteamericana se olvidó de incluir las islas de Sibutu y Kagayán, en el archipiélago de Sulu. Finalmente, se llegó a un equilibrio de intereses entre grandes potencias por el que España perdió completamente todas sus posesiones de ultramar a favor de Estados Unidos, que formalmente reconoció la independencia de Cuba y Filipinas aunque las convirtió en una especie de semi-protectorado, y se vendieron las islas Marianas, con excepción de Guam, así como Carolinas y Palau a Alemania.


 


La historiografía española, especialmente la escuela del Profesor Jover, ha subrayado la importancia del contexto internacional en el que tiene lugar la crisis del 98. De hecho, hubo otros 98s: Portugal 1890; Japón 1895; China 1896; Gran Bretaña en Venezuela 1896; Francia en Fashoda 1898 e Italia en Abisinia 1896… La distribución colonial a finales del siglo XIX respondía a una presión económica acumulada por una larga onda descendente de la economía internacional que, para los años 80, había obligado a la constitución de bloques económicos proteccionistas que buscaban mercados y materias primas en el que todavía no se llamaba Tercer Mundo. Esta respuesta a la globalización de finales del siglo XIX se articuló diplomáticamente en un equilibrio de poderes estable en el centro, la Europa de Bismarck, y conflictos y redistribuciones en la periferia, unas veces a través de conquistas coloniales, otras a través de conferencias diplomáticas (como la de Berlín en 1885 sobre Africa).


 


El mundo del imperialismo clásico estuvo acompañado de todo tipo de ideologías irracionales, basadas en paradigmas biologistas. Ciertas naciones se suponían vigorosas y capaces de imponer sus derechos por la fuerza, que al final era la única justificación. Otras, poco civilizadas o decadentes, no podían ser más que víctimas. El modelo de este pensamiento se puede encontrar en el discurso de Salisbury de 1898, Dying Nations, en las obras de Chamberlain o en las de Spencer. La literatura militar de la época, sobre todo la de las escuelas navales, intentaba explicar los condicionamientos técnicos de los buques de carbón para justificar la creación de una red de estaciones que proyectasen líneas logísticas y que asegurasen la protección de las rutas comerciales de los bloques proteccionistas que se estaban configurando. En Estados Unidos el principal exponente fue el almirante Mahan. Pero entre los oficiales de marina españoles también se pueden encontrar obras de contenido similar.


 


En este contexto, tan víctimas de la redistribución colonial imperialista fueron los soldados españoles, como los insurrectos cubanos y filipinos y la propia población de Estados Unidos. Muy pocos de ellos comprendían lo que en realidad les estaba pasando y el porqué de esta historia trágica.


 


Las interpretaciones del desastre


 


Como es bien conocido, el 98 provocó una crisis muy profunda en la política y en la sociedad española. A muy corto plazo se utilizó al Partido Liberal de chivo expiatorio para rentabilizar políticamente el desastre a favor de conservadores, carlistas e incluso algún sector republicano. Ninguna de estas fuerzas pusieron en cuestión cuál había sido el origen del problema, al menos inmediatamente, es decir, la prioridad de salvar la monarquía y con ella la estructura de intereses sociales dominantes de la Restauración.


 


Como respuesta al discurso sobre las naciones decadentes, la Generación del 98, que vivió el desastre, y la posterior de 1913, que se dejaría arrastrar a otra aventura imperialista como fue la guerra de Marruecos, inició un intenso debate intelectual sobre la esencia de España. Toda una sociología sobre los males de la patria intentó encontrar el origen de los problemas y proponer fórmulas de reforma y regeneración. En este campo, autores como Macías Picavea, Mallada, Rodríguez Martínez, Rafael María de Labra, Luis Morote y Damián Isern fueron desarrollando un paradigma ideológico que todavía perdura hasta nuestros días.


 


Este regeneracionismo, cuyo primer origen fue la obra de Joaquín Costa, evolucionaría con los años y la crisis del régimen constitucional de 1876, justificando cada una de las políticas de las distintas fracciones de la burguesía que llegarían al gobierno, hasta desembocar en la dictadura de Primo de Rivera.


 


Unos planes de modernización de un Estado de origen imperial, apoyado socialmente en una oligarquía financiera y terrateniente cuyos intereses inmediatos eran incompatibles con la separación de la Iglesia y el Estado, la reforma agraria, la reestructuración de la Administración y el Ejército, la modernización industrial y su integración en el mercado mundial o la solución de la cuestión nacional en la propia península. En esa medida, el regeneracionismo estuvo condenado al fracaso, a la tragedia y, en algún caso a la farsa de los cirujanos de hierro.


 


Además de la literatura del 98 propiamente dicha, la misma puesta en cuestión de España como Estado unitario por la insurrección cubana y la obra de Martí, alentó la aparición de respuestas regeneracionistas regionalistas o nacionalistas en Cataluña, Galicia y el País Vasco. En este sentido, el nacionalismo republicano cubano demostró ser el primero de una cepa que, a partir de la experiencia de la Primera República en 1868, se extendería a los propios componentes peninsulares de la monarquía. En todos ellos el tema predominante es la modernización, es decir, la defensa de los intereses específicos de las clases dominantes a nivel central y regional en la reestructuración internacional del mercado, eso que hoy llamamos globalización.


 


A nivel popular en España, los sectores que se mantuvieron lúcidos durante la crisis del 98 fueron muy pocos. Asombra que ese verano haya pasado a la historia también como una de las temporadas taurinas más brillantes. Y si se juzga por la evolución histórica posterior y las aventuras imperialistas marroquíes en las que se sumió la monarquía de Alfonso XIII, no es posible sino mirar con simpatía a quienes hicieron del antimilitarismo, el republicanismo y el federalismo una esperanza contra un Estado imperialista no por decadente menos opresor. Su actividad social y su empeño moral es el que nos permite finalmente especular sobre si hubiera sido posible otra vía histórica, rechazando determinismos apriorísticos, como en el fondo sustentan los que creen que el resultado estaba previsto, bien por la debilidad de los gobiernos liberales ante los independentistas cubanos, o porque así lo exigía la correlación de fuerzas en la redistribución colonial de finales del XIX.


 


Pero esa especulación tropieza con esas "tragedias de la historia" a las que se refería Jeffrey Vogel en un artículo publicado en Viento Sur, Nº 33. Los sujetos sociales capaces de imponer otros intereses, en especial la clase obrera, eran aún demasiado débiles socialmente, por no hablar políticamente. Que la campaña contra las guerras de Cuba y Filipinas, como más tarde la de Marruecos, tanto del PSOE como de los anarquistas, tuviese como eje la consigna "¡O todos o ninguno!", denunciando la redención en metálico del servicio militar, es todo un espejo de la inteligencia táctica de aquella izquierda pero también del nivel de conciencia al que se dirigían.


 


Como pondrían de relieve desde sus primeros escritos Andreu Nin y Joaquín Maurín, las gentes de las revistas Comunismo y La Nueva Era, a finales de la década de 1920 el problema sobre la "esencia de España" de regeneracionistas y noventaochista estaba, simplemente, mal planteado y mal solucionado. Mal planteado, porque el problema de verdad era el por qué no se habían resuelto desde las Cortes de Cádiz de 1812 las tareas de la revolución democrático burguesa en el Estado español. Mal solucionado, porque el sujeto de ese cambio no podía ser ninguna fracción ilustrada de la burguesía liberal, con el apoyo de las capas populares, como querían Azaña, el PSOE o el PCE, sino una alianza hegemonizada por la clase obrera.


 


En qué medida nos afecta todavía el Desastre del 98 lo demuestra el que tras haber tenido que sufrir la contrarrevolución franquista y la transición pactada, a cien años de distancia, el Estado español sigue todavía hoy en manos de una oligarquía financiera e industrial no tan distinta en muchos aspectos de aquella de la Restauración, con una monarquía borbónica y sin resolver muchas de las tareas democrático-burguesas en esta nueva fase de la globalización, aunque la liga de fútbol se haya sumado a la temporada taurina y cada año se superan en ofrecer el mejor de los espectáculos.


 

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