Reproducido de la revista Lutte de Classes.
El último congreso de la LCR, que tuvo lugar del 29 de enero al 1º de febrero pasados, tenía por objetivo esencial decidir el cambio de nombre de la organización. Su dirección afirmaba con insistencia la necesidad y la urgencia de tal cambio, dando a este trámite el máximo de publicidad. La cuestión, explicaban, es que el nombre y la etiqueta de la organización constituyen un obstáculo para su desarrollo y se llega, según ella, a esta situación paradójica donde hay, para retomar los términos repetidos constantemente en la tribuna del congreso, "un desfasaje creciente entre la presencia de los militantes de la LCR en los movimientos de masas (AC!, Ras le Front, CADAC), que contrasta con la debilidad de su aparición en el plano político". La causa de este desfasaje, enunciado en todos los tonos por los partidarios del abandono del nombre de la organización, era entonces esta etiqueta que, siguiendo sus planteos, da una imagen superada, negativa e incluso repulsiva de la Liga Comunista Revolucionaria, particularmente en desventaja por su referencia comunista.
Finalmente, el rebautismo no se produjo. La propuesta no fue adoptada, a pesar de haber recogido casi los dos tercios de los mandatos estatutariamente necesarios. Pero faltó muy poco, ya que hubo un 64,8% de mandatos en favor del cambio, mientras que hubiera sido necesario el 66%. Rápidamente, la dirección de la LCR declaró que era solamente una cuestión aplazada, indicando que un congreso excepcional sería convocado en los meses venideros para volver sobre esta cuestión.
Pero, en este caso, lo importante no es que todavía durante algunos meses la LCR seguirá siendo la Liga Comunista Revolucionaria. Lo importante son las intenciones manifestadas por la mayoría de sus dirigentes y aprobadas por casi los dos tercios de los delegados al congreso. Para ellos, la etiqueta no es más que un vestigio provisorio que les fue impuesta por una minoría de bloqueo. Moral y políticamente, ya no están en una organización que se reivindique partidaria del comunismo, sino de la "izquierda revolucionaria", o "izquierda democrática revolucionaria", nombres propuestos por los partidarios del cambio.
A decir verdad, hace años que la dirección de la LCR proclama a los cuatro vientos que esta referencia comunista es inadecuada, contraproducente y propone en consecuencia desembarazarse de ella. Pues contribuye, explica, a aislarse, descartando el concurso de los "actores de los movimientos sociales", los jóvenes, que no se abstendrían de integrar la organización si no se contara con esta maldita etiqueta obstaculizadora y si no existieran al mismo tiempo las estructuras organizativas heredadas, ellas también, de un pasado revolucionario.
Ya en los textos preparatorios de su congreso de 1992, la mayoría de la LCR de entonces que contaba claramente con los mismos dirigentes de hoy explicaba: "El término comunista ha sido corrompido y desnaturalizado a los ojos de millones de hombres y mujeres", y es necesario entonces que se lo abandone, agregando que tal decisión se inscribiría en la voluntad de construir una organización más amplia, más abierta, que no suponga para sus miembros "un acuerdo completo ni sobre la interpretación del pasado ni sobre la visión del mundo". La viabilidad de una organización tal debía forzosamente reposar, explicaban entonces esos dirigentes, "sobre una comprensión común de los grandes acontecimientos en curso y de las tareas que se derivan". Tal organización debía enriquecerse "con las definiciones nuevas sobre la base de experiencias comunes en la acción emprendida". Lo que resumía la fórmula: "Construir un partido no delimitado programáticamente".
Ese congreso no pudo decidir el cambio de nombre de la organización (la mayoría retiró esta propuesta a último momento), y tampoco el congreso siguiente que tuvo lugar en 1996. Pero la idea del cambio de nombre y, detrás de esta idea, el proyecto de una ruptura formal con el pasado comunista, quedaba en el aire. Los dirigentes de la LCR seguían lamentándose en alta voz del hecho de que la sigla comunista y revolucionaria constituía un fardo "pesado para sobrellevar".
Si hay un reproche que no se le puede hacer a los dirigentes de la LCR es el de no haberlo previsto. El viraje semántico, al contrario, ha sido largamente negociado desde el principio de los años 90, después de la caída del muro de Berlín y el hundimiento de la URSS.
Pero, de hecho, si la cuestión del rechazo de la etiqueta ha sido planteada recién hace pocos años, el proceso que condujo a esta ruptura con el comunismo y no simplemente con una etiqueta se remonta, en nuestra opinión, mucho más atrás. No está en nuestra intención, en el cuadro de este artículo, recordar en detalle los análisis y las opciones pasadas que llevaron a la LCR, que no se llamaba todavía así, a bautizarse comunista; o el de otros movimientos y regímenes que no lo eran de ninguna manera, y que hasta se defendían de que se los denominara así. Citemos el FLN argelino o incluso, más próximo en el tiempo, el movimiento sandinista de Nicaragua. Sin hablar de regímenes que se reclamaron del comunismo, como el régimen castrista, pero cuyas prácticas se emparentaban, en ciertos aspectos, a las prácticas stalinistas y que no tenían absolutamente nada que ver con el comunismo. Tales desviaciones, que a diferencia de las de hoy, se traducían en una tendencia sistemática a proceder a bautismos abusivos y sumarios así como hoy se "desbautizan", muestran una misma actitud, que consiste en definir el comunismo a partir de apreciaciones impresionistas y circunstanciales, que no tienen nada que ver con los criterios de los dirigentes de la Revolución Rusa y que la experiencia de esta misma revolución han validado.
A otro nivel, en verdad más prosaico, el de la intervención política en Francia, las exigencias de la LCR no se han caracterizado por un mayor rigor. Si hacemos excepción de la elección presidencial de 1969, donde la LCR presentó la candidatura de Alain Krivine, de allí en más este partido ha multiplicado los esfuerzos por no aparecer bajo sus propias banderas. Muy pronto, en ocasión de la elección presidencial de 1974, se intentó hacer de Piaget, líder de la huelga ejemplar de Lip, militante que no era ni comunista ni aún revolucionario y se defendía de serlo, el candidato único de la extrema izquierda. En 1981, la LCR no se presentó, a pesar, dijo en su momento, de haber obtenido los 500 padrinazgos necesarios. De todas formas, sin disgusto, puesto que ello les evitó definirse pública y políticamente respecto de Mitterrand. Luego, en la elección presidencial de 1988, se hicieron campeones entusiastas y vehementes de la candidatura de Juquin. Y, último episodio de la serie, fue el ofrecimiento de servicios a Dominique Voynet en 1995, que esta última rechazó con desprecio. En cada una de estas ocasiones, se trataba de ganar la simpatía de personalidades que se suponía encarnaban una concentración más amplia, del hecho que era lo más confuso posible políticamente, lo menos "delimitado programáticamente". Durante todo este período, la Liga preservó su etiqueta "comunista revolucionaria", pero para tratar de abandonarla cada vez que hubiera una ocasión de aparecer política y organizativamente, a escala nacional, frente a la oposición amplia. Como se puede observar, la LCR trató sistemáticamente de librarse de esa etiqueta.
Todo esto nos hace decir que el fondo de la transformación tiene raíces antiguas, que se inscriben, a nuestro parecer, en relaciones con el comunismo que no son las nuestras y que favorecen todas las desviaciones, para llegar, al cabo de algunos meses sin duda, a una ruptura formal.
Es entonces a partir del comienzo de los años 90 que la dirección de la LCR se ha comprometido en la campaña que pronto va a concluir por franquear el paso. Pero este último paso, si es la conclusión de una larga aversión cuyo resultado era previsible, no es menos un paso decisivo, cargado de significación y de consecuencias.
Si esto no fuera más que una cuestión de etiqueta, una elección inspirada por la oportunidad del momento, casi no valdría la pena discutirla. Pero no se trata de eso.
Los argumentos adelantados en la discusión para justificar esta mudanza de la LCR digamos, para ser más precisos, esta mutación, para retomar un vocablo que los dirigentes del PCF han puesto de moda en los últimos tiempos se sitúan en muchos niveles. Algunos dan cuenta de consideraciones tácticas que no tienen otro objetivo que engañar sobre las razones profundas que motorizan a los dirigentes de la LCR. Así, entre los sostenedores del cambio, se han podido escuchar intervenciones afirmando que si la LCR no llegaba a sobresalir electoralmente la causa era la palabra comunista, que horrorizaría a los electores. Pero entonces habría que explicar por qué el Partido Comunista Francés recibe aún hoy, años más años menos, alrededor del 10% de los sufragios, más de dos millones de votos. Los dirigentes de la LCR estarían más inspirados si se interrogaran, a propósito de esto, sobre todas las veces que su organización eludió los desafíos en las consultas nacionales, defecciones que no resultan ni de la falta de medios militantes ni de la falta de medios financieros, sino de una elección política.
Los camaradas de la LCR explican todavía que a causa de la connotación negativa que habría tomado la palabra comunismo con la revelación de los crímenes stalinistas, se ha hecho difícil, casi imposible incluso, lograr que la gente los escuche y comprenda. ¿Pero no era mucho más difícil, y en ciertos períodos peligroso, reclamarse del comunismo revolucionario, es decir del trotskismo, cuando el stalinismo reinaba como jefe absoluto en la URSS y en los países del Este y cuando imponía su influencia sobre la mayor parte del movimiento obrero en Francia? Decir que reclamarse del comunismo provocaría un obstáculo tal que los militantes no podrían ya comunicarse con su entorno no nos parece convincente. Sin duda es verdad que en el seno de la intelectualidad, sensible a los vientos dominantes, que a menudo son originados por ella misma, la palabra y las ideas comunistas hoy provocan náuseas en la medida de los entusiasmos que se manifestaban cuando la adulación servil a la URSS estaba de moda. Pero generalmente no es lo mismo en los barrios populares y en las empresas. En estos medios, un militante que se reivindica comunista aparece más bien como alguien que se encuentra del lado de los trabajadores, contra los patrones y los ricos. Aparece como un militante con el cual no se está siempre de acuerdo, pero al que no se le hace un vacío alrededor. Se podría agregar que si el término comunista ha sido prostituido por el stalinismo y sería demasiado pesado para llevar, el término "izquierda", con el que la LCR desearía adornarse de aquí en más, tiene un prontuario bien frondoso de traiciones y de crímenes con respecto a la clase obrera y a los pueblos coloniales.
De hecho, este muestreo de razones expuestas, y que resumen los debates del reciente congreso de la LCR, actúan como una pantalla ante las verdaderas razones de la dirección de la LCR. A la pregunta: "¿qué organización construir y por qué hacerlo?", la respuesta de los camaradas de la LCR consiste en decir que hace falta una organización abierta, receptora, lo que no significa simplemente que los hombres y las mujeres deban encontrarse cómodos, sino que políticamente debe abrirse a todos aquellos que lo deseen, desde el momento que participan condición suficiente en los combates contra la injusticia social, como los que llevan adelante los movimientos llamados asociativos. La LCR ya no pedirá, para adherir a la organización, que se sea comunista, o incluso que se lo desee para un futuro, ni marxista. Se pedirá simplemente que se digan revolucionarios, pero sin precisar lo que este término abarca. Y no es la historia de la LCR, y de sus organizaciones hermanas en el seno del Secretariado Unificado de la IVª Internacional, lo que nos enseña sobre lo que abarca precisamente el término revolucionario, y aún menos determina de qué terreno de clase se trata.
Los "actores del movimiento de masas" que los dirigentes de la LCR quieren desde ahora atraer a la organización nueva no rechazan el comunismo a causa de la imagen que ha dado de él el stalinismo. La mayor parte de esos militantes asociativos que la LCR quiere atraer y que son en gran medida ex militantes de la extrema izquierda, incluso de la LCR no se reivindican comunistas y no tienen intención de reivindicarse como tales. Muchos de ellos han elegido con toda conciencia ser reformistas, sindicalistas, anarquistas en lo que concierne a militantes de base, y en muchos casos, políticos arribistas en lo que concierne a ciertos dirigentes. Esta gente, de buena o mala fe, no sólo se puede decir que no son comunistas, sino que en gran medida son adversarios del comunismo. Las elecciones recientes de los Verdes, que la dirección de la LCR consideraba y considera aún como uno de los componentes deseados de su futuro partido, o las elecciones de los dirigentes del MDC no dejan, a este respecto, ningún resquicio para la duda. Esto no impide a la dirección de la LCR abrigar esperanzas en el reclutamiento de esta gente. Esperanzas tanto más vanas cuanto que muchos de estos militantes asociativos rechazan entrar en una organización política, a causa del rechazo de la acción política en un cuadro organizativo que consideran que los inmovilizaría.
La Liga explica que su proyecto consiste en apostar a las contradicciones que aparecen en el seno de los componentes de la izquierda plural, contradicciones que no cesarán de estallar, si pensamos en la evolución previsible de la situación económica y social. Y por ello, sería necesario situarse en el corazón del debate que fractura a esta izquierda plural, se trate de los Verdes, del PCF o del PS. Este pronóstico se realizará o no. Veremos. No es el único escenario posible. Y no es el centro del problema. Pues, suponiendo que una crisis política haga estallar las contradicciones en corrientes que busquen una salida política a su izquierda, es entonces que se necesitará que exista un polo, creíble política y organizativamente a la vez, para pesar en un sentido radical, revolucionario, que se sitúe sin ambigüedades en un terreno anticapitalista. De otra manera, una crisis tal se hundirá una vez más en el pantano reformista, a remolque de políticos carreristas.
Ciertamente, la preocupación de ganar militantes que no sean revolucionarios al combate de los revolucionarios y, a través de ello, a las ideas y a la organización revolucionaria, es completamente legítima. Pero no se la puede concretar vistiéndose con el disfraz reformista. Esta pretendida táctica, además de revelarse cada vez más inoperante en lo que concierne a su capacidad de agrupamiento, no digamos ya alrededor de la LCR sino en una formación que incluyera a la LCR, es una impasse política. Al menos para los que quieren sinceramente ofrecer una salida a la futura radicalización proletaria, sobre un terreno de clase.
El problema no es ser más numerosos en los "movimientos sociales", en las luchas de la clase clase obrera aún si ser ser lo más numeroso posible es necesario sino ofrecer una perspectiva que se sitúe fuera de las trampas reformistas.
La LCR se compromete abiertamente en la vía diametralmente opuesta, en tanto que pretende abrirse. Es dudoso que tal apertura semántica y organizativa se traduzca en una afluencia de militantes, en el período actual. Pero aún si el nuevo emblema "Izquierda revolucionaria" atrajera más militantes, ¿en qué concluiría la cuestión que plantean sus dirigentes, a saber, en sustancia, "la articulación entre la presencia de los militantes de la LCR en los movimientos de masas y su aparición en el plano político"?
Una organización amplia en sus concepciones políticas, no definida programáticamente, sin la menor exigencia en lo que concierne a su reclutamiento, no tendría ningún medio real ni de pesar en la orientación de los futuros combates sociales, si éstos toman envergadura, ni de pesar sobre la fracción de la opinión, y en particular de la opinión obrera, que tiene aún mayor o menor confianza en las organizaciones reformistas, sea en las elecciones o en las luchas.
Por esto, hace falta que exista un polo delimitado programáticamente, y definido políticamente, que construya una relación de fuerzas que pueda ser reconocida cuando los trabajadores y los militantes de las organizaciones tradicionales del movimiento obrero busquen la respuesta a sus aspiraciones y la defensa de sus intereses, que no encontrarán en las organizaciones tradicionales. Es esta perspectiva la que torna necesaria la construcción de un partido comunista digno de este nombre. Este camino, que la LCR está en vías de abandonar, incluso en la forma, pensamos que no sirve para mejor responder a las necesidades de la hora, sino para tratar de insertarse en esta izquierda llamada plural, tratar de ser reconocido como uno de sus componentes. Los que aspiren sinceramente a defender los intereses de la clase obrera, tanto sus intereses inmediatos como sus intereses históricos, no tienen nada que esperar de esta desviación. Si no, será una organización de izquierda más, en un momento en que no hace falta, y, lamentablemente, militantes que le dan abiertamente la espalda a la necesaria construcción de una organización comunista revolucionaria, lo cual es una falta que, por nuestra parte, lamentamos sinceramente.
20 de febrero de 1998