El carácter excepcional de la actual crisis que recorre la economía capitalista planetaria ha sido puesto de relieve desde las más diversas perspectivas. Es un hecho que ha sido señalado una y otra vez como la mayor crisis en la historia del capitalismo y por eso se alude normalmente a su magnitud, a la velocidad de su propagación y a su extensión sin precedentes. En relación con la magnitud de la bancarrota en curso, un estudio reciente de dos profesores norteamericanos puso de relieve que, en los primeros ocho meses de la crisis, las caídas en términos de la producción industrial mundial, de los valores de los activos bursátiles y de los niveles del comercio internacional son mayores en la actualidad que las correspondientes al mismo período luego de que detonara el crack del año 1929 en Wall Street. En un lapso relativamente breve, por otra parte, la tesis del "desacople", que postulaba que el derrumbe no se extendería a la periferia "emergente" del capitalismo global, ha sido simplemente abandonada en la misma medida en que la crisis se transformó en una suerte de pandemia universal. Es un hecho, también que, comparado con las dos grandes crisis del siglo XX (la ya señalada en el umbral de los años ’30 y la que se manifestó en los ’70), el colapso presente se extiende por primera vez por toda la geografía terráquea. En los casos anteriores no tuvo esa extensión porque, desde 1917, la vieja URSS había quedado al margen de la circulación universal de bienes y capitales, un fenómeno que era más notorio todavía en la crisis más reciente de tres décadas atrás, cuando la expropiación del capital se había extendido a China e incluso echado sus raíces en nuestras latitudes, en pleno Caribe y a 90 millas de la mayor potencia capitalista del mundo. Ahora, en cambio, los territorios ruso y chino son el escenario de una enorme colonización por parte del capital y en tal condición se integran al convulsivo proceso económico, social y político presente.
Se trata, además, de una crisis en dos actos. El primero estalló con una crisis generalizada en el sudeste asiático, golpeando entonces a los países que se suponía habían emprendido un ritmo irreversible de ascenso y modernización capitalista. Eran los llamados "tigres asiáticos", que se derrumbaron uno tras otro a partir de la bancarrota de Tailandia en 1997. En 1998 la ola de quiebras se extendió a la restaurada economía rusa, que declaró el cese del pago de su deuda externa y arrastró en su caída a una gran inversora yanqui muy conocida (LTCM, Long Term Capital Management), lo que amenazó con provocar un crack en Wall Street. La crisis se extendió al año siguiente a América Latina, con una significativa devaluación del real, la moneda de Brasil, y una recesión que, como sabemos, tuvo un alcance descomunal en la Argentina y que derivó en el levantamiento popular de diciembre de 2001, conocido como el "Argentinazo" (ver, al respecto, el artículo que sigue al presente en este mismo número). La debacle sólo fue contenida merced a una burbuja especulativa de características difíciles de adjetivar por su volumen sin antecedentes, centrada en los negocios financieros a partir del mercado inmobiliario. La explosión de esta burbuja nos llevó a la situación que es ahora nuestro presente.
Esta crisis debe ser apreciada no como un episodio periódico, cíclico, sino como manifestación de una disolución más amplia de todo el orden social. Recordemos al respecto que, en el primer capítulo de la bancarrota que recorre el globo, la Argentina retrocedió a un estadio de desarrollo tan primitivo que volvimos a la época bárbara del trueque, símbolo fuerte, para quien lo quiera ver, de un retroceso civilizatorio. No en vano, además, se habla ahora de la “argentinización” de la economía mundial. Estamos ante la emergencia -típica de toda crisis, pero que en este adquiere características inéditas— de los límites insuperables del capital, que son los límites retratados muy tempranamente en el célebre diálogo entre el hijo y una madre de una familia minera en la Inglaterra del siglo XIX ("Por favor, enciende la estufa", reclamó el niño aterido de frío. "No puedo respondió su madre—porque falta carbón". "¿Por qué falta carbón?", preguntó su hijo. "Porque tu padre no cobró su jornal, lo despidieron de la mina".
"¿Y por qué lo echaron de la mina, mamá?" "Porque sobra carbón.") Claro que mucha agua corrió bajo el puente desde el siglo XIX. La crisis de sobreproducción es abismal. Nos hundimos, no porque falta capital sino porque sobra para repartirse los resultados de la explotación del trabajo globalizado. Sobreproducción de capitales y también sobreproducción de mercancías invendibles. El exceso de capacidad productiva es gigantesco: en la industria automotriz, en las telecomunicaciones, en la producción de acero, en la industria textil, etc. Sin embargo, la mitad de la humanidad padece hambre. Una expresión monstruosa de esta realidad lacerante es que con mucho menos que una milésima parte de lo que ha sido gastado en los recientes paquetes de salvataje al capital se resolvería el problema de la comida para esa mitad hambrienta de nuestro planeta. Y a pesar de todo esto la crisis no ha pasado, todavía falta lo peor.
Una cuestión decisiva
Para comprender el alcance histórico de la crisis presente, algo que es normalmente ignorado o incomprendido (lo que supone desconocer la naturaleza decisiva de la situación actual) hay un dato clave. Nos referimos al hecho de que la crisis a la que asistimos ahora en tiempo real se produce en una circunstancia que se identifica con la etapa en la cual el capital pretendía haber establecido su definitiva supremacía histórica. Ese era el significado de la "caída del muro de Berlín", de la restauración que se extendió como mancha de petróleo hacia el Este del viejo continente y con la irrestricta penetración capitalista en Asia, que convirtió a China en una gigantesca plataforma de exportación de envergadura homérica. Este es el punto decisivo porque con esta conquista formidable el capital suponía haber coronado un enorme y extenso operativo que podía resolver sus catástrofes recurrentes a lo largo de la última centuria y abrirse un porvenir ilimitado de progreso. La liquidación de la propiedad estatal en los países que habían confiscado la propiedad privada de los medios de producción parecía invertir de hecho el signo mismo del siglo XX, cuya marca original y su "mayor acontecimiento", según la definición de Edward H. Carr, era la Revolución Rusa, que en el umbral del siglo XX se proponía como debut de una nueva época para la comunidad humana.
El avance capitalista sobre la URSS y China en los años ’90 del siglo pasado era, además, sólo el remate de un proceso más vasto emprendido por el capitalismo en todos los frentes sin excepción y durante una larga década y media. Un proceso que incluyó la agresión en toda la línea contra las conquistas del movimiento obrero en los países metropolitanos y que tomó forma definida con la política de los emblemáticos gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y la llamada política neoliberal de desregulación de los mercados, privatizaciones y precarización del trabajo. Es una evidencia reiterada en numerosos trabajos e investigaciones que los salarios se han deteriorado sistemáticamente desde la década de 1970, en una secuencia amplia, en todos los grandes países capitalistas, con el propósito indisimulado de servir a la reconstitución de la rentabilidad capitalista y de extender el área de negocios del capital. Con el mismo propósito se abarataron todos los costos laborales, se redujeron los programas sociales más diversos y se procedió a un desmantela- miento general de las condiciones de vida de la población laboriosa. Esa tentativa estratégica del capital incluyó también una ofensiva general contra los llamados países atrasados, que en los años ochenta quedaron arrasados por una política de depredación y vaciamiento económico y financiero. Por eso son los años conocidos como la "década perdida" en América Latina, con sus estallidos hiperinflacionarios, la desorganización económica generalizada, el deterioro enorme de los ingresos de las clases trabajadoras y el hundimiento de los medios de existencia de las masas.
En resumen, la crisis de nuestra época debe ser considerada en este contexto concreto: derrumba lo que pretendía ser la fortaleza inexpugnable del capital en su conquista "global" más reciente. Una arquitectura cimentada en esa suerte de trípode que acabamos de describir, con un alcance planetario: en el entonces llamado "primer mundo", desmoronando los diques de defensa que habían construido sus trabajadores en un largo recorrido previo; en el "segundo mundo", quebrando hasta el final a las viejas economías estatizadas y, finalmente, en el "tercer mundo", desplegando una política de tierra arrasada que no se privó de los regímenes de los Videla y los Pinochet. El derrumbe actual, por lo tanto, no sólo cancela la pretensión del capital de haber alcanzado su definitiva supremacía con la restauración en la antigua URSS y con la colonización de la China "comunista". Porque, como acabamos de ver, semejante "triunfo" era al mismo tiempo la culminación de una empresa de largo aliento en el planeta entero cuyo propósito era salir de una impasse que se tornó particularmente aguda en los terremotos económicos, políticos y sociales de finales de los años ’60 y comienzos de la década siguiente. Era la gran crisis de la segunda posguerra, que ponía fin al pretendido período dorado del siglo pasado, conocido como los "treinta años gloriosos", a partir de 1945.
1968/1975.
No fueron treinta, ni mucho menos gloriosos: eso es precisamente lo que planteó la gran crisis mundial que se expresó en los estallidos de ese año revolucionario que fue el célebre 1968. Un año que, de modo unilateral, tiende a ser identificado con una revuelta de estudiantes insatisfechos con la "sociedad de consumo", que los habría saciado materialmente y vaciado en el plano espiritual. Es al menos la versión que volvió a aparecer en primer plano el año pasado al recordarse el 40° aniversario de aquel Mayo francés. Pero si el Mayo francés trascendió fue, en primer lugar, porque el levantamiento juvenil fue la chispa que encendió la más importante huelga general del proletariado de ese país de toda su historia, que paralizó a Francia durante casi un mes. La movilización revolucionaria de la clase obrera en el centro del mundo capitalista echó por tierra la especie de que los trabajadores de las grandes potencias se habían transformado en una suerte de cómplices de la explotación mundial por parte de sus propios gobiernos, y se transformó en el símbolo de toda una época. No es por casualidad que el actual presidente francés —Nicolás Sarkozy—señaló algún tiempo atrás que se trataba de enfrentar el desafío de "liquidar de una vez por todas la herencia de Mayo del ’68".
Si puede afirmarse que el convulsivo año 1968 marcó un hito en la historia moderna es, además, porque tuvo, otra vez, una dimensión específicamente "global". Comenzó con lo que se conoce como la ofensiva del Tet, que arrinconó en Vietnam a las tropas invasoras, asestándoles un golpe decisivo a pesar de su enorme costo en vidas y del fracaso de sus objetivos inmediatos. El impacto fue enorme en los Estados Unidos en particular, donde se había desarrollado un gigantesco movimiento contra la guerra. Liquidó de un plumazo la reelección del entonces presidente Lyndon Johnson y golpeó en el corazón del régimen político norteamericano, que ese mismo año fue conmovido por dos "magnicidios": el de Martin Luther King en abril y el de Robert Kennedy algunos meses más tarde. Pero si el Mayo francés fue precedido por el enero vietnamita, fue continuado, a su turno, en agosto de ese mismo año, por un nuevo estallido, esta vez en el este europeo: 5.000 tanques rusos y 200.000 soldados invadían Checoslovaquia para aplastar la llamada "primavera de Praga", un hito clave en las rebeliones que desde hacía más de una década atrás sacudían el territorio dominado por el stalinismo y sus gobiernos títere en Europa Oriental. Así la clase obrera del este europeo ocupaba un primer plano en la lucha contra el dominio de los usurpadores que decían gobernar en su nombre. En octubre, finalmente, otro hito clave del ’68: en nuestro continente, la policía y el ejército mexicano reprimen a sangre y fuego una masiva concentración estudiantil, asesinando a centenas de compañeros en lo que se conoce como la masacre de Tlatelolco.
Vietnam, el Mayo francés, Praga y Tlatelolco son probablemente los puntos más altos que marcan a ese año de 1968, que "conmovió al mundo". En nuestra América Latina el pueblo uruguayo se levantaba contra el gobierno de su país con huelgas y manifestaciones masivas. En Bolivia, la guerrilla de Inti Peredo aparecía como evidencia de una nación insurgente contra la decadente dictadura del general René Barrientos, que pocos meses atrás había hecho fusilar al Che. En Brasil, el estudiantado se levantaba contra su propia dictadura; en la Argentina debutaban las huelgas y la deliberación obrera que poco después culminarían con el Cordobazo. En El Salvador, una huelga general de maestros hacía temblar al país.
Valga la referencia extensiva a los acontecimientos de aquel 1968 para contrastar los hechos con la versión superficial que los pinta como una suerte de acné juvenil, localizado en una sociedad satisfecha y en crecimiento. Al revés, sin embargo, la heterogeneidad de los levantamientos que entonces recorrieron el mundo y sus diferentes alternativas revelan justamente el final de una época. En las huelgas, en las calles y las plazas, en los obreros y su protagonismo renovado, en la guerra interminable en la periferia colonial y en las manifestaciones multitudinarias en las principales capitales del mundo es necesario reconocer un escenario común: el de una quiebra de los equilibrios políticos y económicos armados al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los equilibrios negociados entonces entre las potencias capitalistas victoriosas y la URSS gobernada por el régimen criminal de Stalin. El período abierto en 1968 se extiende entonces hacia los emblemáticos años setenta: a mediados de esa década, en 1975, tendremos la primera gran crisis capitalista de conjunto de la posguerra y en ese mismo año la debacle yanqui en Vietnam y un nuevo gran acontecimiento en el viejo continente: la revolución portuguesa, que parecía abrir a toda la vieja Europa una perspectiva de cambio radical.
Lecciones de la historia
¿Qué conclusión debemos sacar de esta revisión sumaria de nuestra propia historia? La bancarrota que atravesamos ahora debe ser apreciada, precisamente, como el fracaso histórico de una política de conjunto, en la triple dimensión que ilustramos, que buscó sacar al capital del atolladero en el cual se empantanaba cuatro décadas atrás. Un empantanamiento que se puso en evidencia en los hechos del convulsivo 1968, pero que de ninguna manera era un rayo en cielo sereno: se incubó en las limitaciones del propio boom de la posguerra. Si la clase obrera francesa se levantó en aquel año con la virulencia que haría historia es precisamente porque entonces el gobierno de Charles de Gaulle había comenzado a plantear una política de "ajuste" que buscaba sacar al capital francés de su propio pantano: la pérdida de sus dominios coloniales y la amenaza del capital norteamericano. La cuestión francesa era, por otra parte, la expresión de un fenómeno de conjunto. Por eso el boom capitalista de la época mostraba sus fisuras, como lo prueba el hecho de que fue en 1968 que se estableció algo que los argentinos conocemos bien: un "corralito" bancario. En aquella oportunidad fue un corralito que estableció el Banco Central norteamericano (Federal Reserve) sobre el oro que tenía depositado, como contrapartida de los dólares que emitía y aceitaban el mecanismo de la reproducción de la economía mundial. De modo que las reservas de los bancos centrales del resto de los países quedaron sin respaldo, anunciando una medida de las más trascendentes de la historia económica del siglo XX: la inconvertibilidad del dólar, declarada apenas tres años después, en 1971, por las autoridades norteamericanas. Es decir: la crisis que encontró su momento culminante en los años 1968/1975 no fue en absoluto la interrupción súbita e inabordable de un proceso virtuoso de crecimiento económico sino, por el contrario, la expresión de los límites insoslayables de la dinámica del capitalismo en una época de descomposición histórica muy acentuada de la sociedad que le es propia.
Este es el nudo de la cuestión en una perspectiva de conjunto: la gran crisis de la segunda posguerra, en los años setenta, debe ser entendida como parte de un proceso todavía más amplio: el que incluyó dos guerras mundiales y una crisis devastadora, la que comenzó en 1929 y es reiteradamente tomada como referencia para compararla con la actual. La Primera Guerra, la crisis mundial de los años treinta y la Segunda Guerra procuraron, con sus métodos brutales, "ajustar" el mercado a las necesidades del capital, pero no pudieron, ni podrían, devolverle a éste su potencia histórica, que había quedado definitivamente atrás. Es que la civilización del capital, su contribución a la historia social de nuestra especie, encontró su "techo" con el desarrollo de las fuerzas productivas y el mercado mundial establecido sobre el final del siglo XIX. A partir de entonces sólo podría perpetuarse a costa de una decadencia creciente e irreversible. Por eso, la primera gran crisis del capitalismo "globalizado" se produjo precisamente cuando se encontraba en el apogeo de su desarrollo. Fue la crisis de 1873, que abrió dos décadas de lo que ahora se conoce como la Gran Depresión, y cuya salida fue catastrófica: el reparto del mundo entre las grandes potencias, la exacerbación sin precedentes de los conflictos internacionales, una carnicería humana en el centro del mundo civilizado, la Revolución Rusa… Estamos, en consecuencia, en nuestro presente, marcados por un largo pasado de decadencia, testimonio de una realidad irreversible: el capitalismo es un sistema históricamente condicionado, que tiende a su agonía como consecuencia de las leyes de su propio desarrollo. Como lo hemos señalado en reiteradas oportunidades, la metáfora biológica es pertinente a condición de comprender que los tiempos en la vida de un organismo son distintos a los tiempos históricos en los que una sociedad puede extender su propia descomposición. Una nueva sociedad debe ser fundada por la acción colectiva y consciente de los hombres: en este caso, creando una nueva comunidad humana sobre otras bases; no las del lucro, no las del capital, que debe ser confiscado. Pero la omisión en este caso no nos salvará de la barbarie.
La crisis actual replantea esta cuestión de una manera muy concreta porque la historia que acabamos de mencionar nos muestra que no sólo las bancarrotas o colapsos periódicos son la expresión de la barbarie que no cesa. Bárbaros y catastróficos son también los métodos con los cuales el capitalismo busca salir de sus propias crisis y por eso acabamos de indicar cómo fue que el capital buscó salir de su primera gran crisis general sobre fines del siglo XIX.
Las "salidas" capitalistas a las crisis son tan brutales como las "entradas" en ellas, y revelan de conjunto el carácter del período histórico. Los métodos catastróficos con los cuales el capital superó su primera gran crisis global, la que se inició sobre el final del siglo XIX, volvieron a reiterarse en los caminos que tuvo que recorrer el mismo capital para salir del terremoto que estalló en 1929. Dicho de otra manera: la crisis de 1929 no se revela sólo en la debacle económica sino también en los métodos con los cuales se buscó superarla; porque finalmente el nazismo en la década de 1930 condujo la "reactivación" en Alemania. Pero nadie con sentido común, que como sabemos es muchas veces el menos común de los sentidos, puede pasar por alto a los Hitler como expresión del carácter terminal de una época histórica del capital. El stalinismo, sobre otras bases sociales y como expresión de degeneración de un proceso revolucionario, es también, a su modo, el reflejo de las consecuencias que derivan de la incapacidad de concluir positivamente un período de anacronismo social e histórico. Pero nazismo y stalinismo son sólo expresiones en los extremos de un proceso más general: la década del treinta es la de la terrible guerra civil en España, la de la huelga general y el gobierno de las izquierdas y luego del fascismo servil en Francia, la de la miseria social y la convulsión del movimiento obrero en los Estados Unidos… Las crisis de nuestra época son menos "económicas" que nunca porque reflejan precisamente no sólo los defectos de un sistema sino su límite histórico más general, una vez que han contribuido a crear un mercado mundial y a desarrollar las fuerzas productivas a escala global.
Cadáver insepulto
Asistimos en este momento a la estatización generalizada de medios de producción como tentativa de salvataje del capital. Los mayores gigantes corporativos privados, financieros e industriales, se mantienen en pie por la inyección de dinero público en cantidades homéricas, y esta estatización de la economía plantea una alternativa muy sencilla que incluso ha tomado la forma de consigna popular en el "primer mundo": que los medios de producción estatizados sean para salvar a los trabajadores, no a los bancos y a los capitalistas.
Todo depende, en definitiva, de la clase social que oriente la gestión estatal y el metabolismo de la producción colectiva. El problema del poder ha pasado al primer plano en un sentido preciso porque enfrentamos el desafío de comprender que es necesaria una transformación social radical para reconstruir la sociedad sobre otras bases, o continuar por el camino de la barbarie. Es la acción del hombre la que debe replantear la continuidad de la civilización sobre bases auténticamente humanas. Será la obra de las nuevas generaciones, en primer lugar de los trabajadores. El capitalismo es un cadáver insepulto.