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Ronald Fraser: La guerra maldita de Napoleón. Resistencia popular en la guerra de la península ibérica 1808-1814

Traducido de New Left Review 63, mayo-junio de 2010.


A lo largo de un frente que se extendía desde Varsovia hasta el Adriático, las fuerzas de avanzada de Napoleón se encontraron con muy poca resistencia popular. En Ulm o Austerlitz, Jena o Friedland, la Grande Armée enfrentó y venció a fuerzas realistas; los tratados de Pressburg o Tilsit no fueron desafiados desde abajo.


Las reformas constitucionales y legislativas se consolidaron a través de Estados satélites gobernados por miembros de la familia del Emperador -su hermano Jérome, rey de Westfalia; su hijastro Eugène de Beauharnais, virrey de Italia; sus hermanas Elisa y Carolina, en Lucca y Nápoles y también la Confederación del Rin, el Gran Ducado de Varsovia y la Confederación Suiza, estrechamente ligadas por las obligaciones de los tratados. Las elites locales y los poblados aceptaron ampliamente -y algunas veces hasta dieron la bienvenida- al sistema imperial francés. Entre 1805 y 1812, las revueltas antinapoleónicas (en Nápoles, Sicilia o el Tirol, por ejemplo) fueron en su mayor parte disturbios relativamente localizados. Sólo luego de la debacle de Moscú se movilizaron fuerzas populares significativas contra los franceses en los territorios alemanes, que llevaron a la derrota de la Grande Armée en Leipzig, en 1813.


 


La más impresionante excepción la constituye, por supuesto, España. Aquí, las fuerzas de Napoleón -enviadas inicialmente a través del país en 1807 para ocupar los puertos portugueses contra los ingleses- encontraron una resistencia insurreccional que los acosó de forma implacable durante seis años, en los que la "guerra maldita" agotó los recursos de la Grande Armée.


 


El hermano de Napoleón, José, instalado como Rey de España, apenas se atrevió a dejar su palacio. Las reformas emancipatorias anunciadas por el Emperador quedaron en letra muerta. "El sistema que deseaba instalar en España hubiera sido para el bien del país; sin embargo, fue contrario a las opiniones de su pueblo, entonces, yo fallé", reflexionó más tarde Napoleón. La realidad fue mucho más complicada, como en la actualidad nos muestra una vasta literatura sobre la Guerra Peninsular -incluyendo una plétora de libros, ensayos y conferencias que conmemoraron el 200 aniversario de 1808.


 


Sin embargo, como señala Ronald Fraser en La guerra maldita de Napoleón, nadie había aún ahondado en las experiencias de la gente común que luchó, sufrió y colaboró con la resistencia a la ocupación francesa. La historia oral de Fraser Sangre de España continúa siendo en forma indiscutida una reflexión única sobre las complejidades de la guerra civil española, al recordar las memorias de los sobrevivientes. Al abordar la Guerra Peninsular, se encuentra con una escasez de fuentes escritas, a causa de la extensión del analfabetismo en España en ese tiempo -quizá tan alto como el 80%. Entonces debe atar cabos; armar una masa de fragmentos y desenmarañar complejidades sociales, económicas y políticas de una impresionante serie de fuentes: manuscritos de los archivos municipales y de la Biblioteca Nacional; archivos militares en Madrid y Segovia; manifiestos, decretos y ordenanzas; cartas personales, diarios y cuadernos, memorias, panfletos, bandos, registros de asistencia a teatros y censos, así como una exhaustiva bibliografía de materiales primarios y secundarios. No sorprende que haya sido saludado por los más importantes eruditos en España como un hito en la historiografía de la guerra.


 


Fraser comienza con una brillante investigación sobre las clases sociales de España en la víspera de la Guerra Peninsular, que incluye las complejidades de las principales instituciones del país, así como la perspectiva y las condiciones de vida de las diferentes clases sociales. Habiendo sido la potencia dominante del siglo XVI, luego España había sufrido 150 años de declinación, pero seguía siendo el imperio colonial más grande del mundo, cuyas riquezas ayudaban a sostener el orden absolutista. En España, Carlos IV regía sobre un "palimpsesto de reinos, principados y provincias", en las cuales se superponían jurisdicciones de feudalismo combinadas con particularismos locales para oponerse exitosamente a cualquier intento de centralización.


 


La Iglesia, no tocada por la Reforma, era -según palabras de Fraser- "la única institución efectivamente nacional", la cual ejercía un considerable dominio sobre las vidas cotidianas del pueblo y con un ingreso que, a mediados del siglo XVIII, equivalía a un quinto del producto bruto total. La nobleza era la "columna vertebral" de una sociedad gobernada por el concepto de estatus y aunque los nobles dominaban el ejército -el cual, en consecuencia, tenía en su cúpula demasiados oficiales aristocráticos-, éstos estaban en gran parte excluidos de las funciones del Estado; su preeminencia descansaba, en cambio, en la propiedad y el origen feudal del "señorío".


 


Con respecto a los plebeyos de España, Fraser señala el crecimiento de las clases de comerciantes mayoristas en Madrid y las regiones costeras. Pequeña en número, comparada con sus contrapartes en Gran Bretaña o Francia, tendía a preservar el orden absolutista antes que desafiarlo, dado que se beneficiaba tan generosamente del monopolio español sobre el comercio con las posesiones en el Nuevo Mundo.


 


Por contraste, la existencia de la población trabajadora rural y las clases inferiores urbanas era dura y precaria. A fines del siglo XVIII, se habían producido brotes de enfermedades y crisis de subsistencia. El promedio de esperanza de vida se situaba por debajo los 27 años. La vida en los pueblos estaba marcada por el temor al fracaso de las cosechas y el hambre, así como por un proceso de proletarización que expulsaba a miles de la tierra. Según Fraser, "a fines del siglo, la mitad de los casi 1.700.000 trabajadores rurales estaba constituida por trabajadores sin tierra". Muchos de ellos inundaban las ciudades, en las cuales la pobreza era moneda corriente, las condiciones de vida eran antihigiénicas y las oportunidades de trabajo ferozmente estaban defendidas por un artesanado socialmente estigmatizado.


 


Según Fraser, el carácter del "ancien régime" "condicionaba profunda e inevitablemente" la guerra que iba a conmover sus propias bases, antes de culminar con la restauración absolutista en 1814. Los orígenes de la guerra son complejos.


 


España se había unido a la movilización realista contra la Revolución Francesa en 1793, pero luego de que concluyera en un fracaso en 1795, se alió con el Directorio de Francia contra Gran Bretaña. Sin embargo, la década de guerras intermitentes que siguió fue financieramente ruinosa para España y los intentos de retirarse del combate resultaron en demandas de un resarcimiento igualmente oneroso por parte de París. Luego de la derrota de la marina española en Trafalgar en 1805, Napoleón buscó contener el poder marítimo británico mediante un bloqueo continental. Fue para poner en práctica este bloqueo que la Grande Armée fue despachada para apoderarse de los puertos de Portugal en 1807. El gobierno español había acordado permitir que 25.000 miembros de tropas de Napoleón cruzaran el país. Sin embargo, esta fuerza inicial fue seguida a comienzos de 1808 por otros 100.000 soldados que permanecieron en el territorio español, se apoderaron de los puertos de Barcelona y San Sebastián, y tomaron el control de varias fortalezas claves "sin el permiso del gobierno o algún conocimiento de los objetivos militares (de Napoleón)".


 


Aun así los franceses no fueron inmediatamente recibidos como fuerzas de ocupación. Lo que cambió la situación fue la maniobra de Napoleón de destituir a los Borbones del trono de España. En el centro de los sucesos y actuando como disparador para el descontento popular, estaba la figura de Manuel Godoy, el primer ministro español desde 1792 y favorito real (y supuesto amante de la reina).


 


Aborrecido universalmente no solamente por su promoción inmerecida y su moral relajada, sino también por los sufrimientos infligidos al país a través de su diplomacia, Godoy fue removido en un golpe palaciego en Aranjuez en marzo de 1808.


 


La repulsión popular a su ministerio era tan fuerte que el rey que le había conferido el poder, Carlos IV, fue forzado a abdicar a favor de su hijo, Fernando VII. Seis meses antes, Fernando -descrito por su propia madre como "malicioso y cobarde"- había complotado para destituir a Godoy, escribiendo una carta llena de halagos a Napoleón para asegurarse el apoyo del Emperador. El complot falló, pero una vez que Fernando fue nombrado rey, buscó nuevamente el reconocimiento de Bonaparte. Las intrigas de los meses precedentes, sin embargo, "habían decidido definitivamente a Napoleón a deshacerse de los Borbones. En abril, convenció primero a Fernando y luego a toda la familia real española para trasladarse a través de la frontera a Bayonne, y en dos semanas forzó la abdicación a favor de su hermano José. La familia real pasaría los años de la guerra en la propiedad de Talleyrand en Valencia, reverenciando a Napoleón mientras España lo resistía heroicamente en nombre del rey.


 


Ya había habido estallidos de ira popular contra los franceses, principalmente la rebelión del 2 al 3 de mayo en Madrid. Sofocada por el comandante francés, Murat, la insurrección fue seguida por feroces represalias de parte de las fuerzas de ocupación. La noticia de la destitución de los Borbones del trono se esparció rápidamente y, en tres semanas, tuvo lugar una serie de levantamientos provinciales y se encendió la resistencia. En el vacío dejado por la abdicación de Fernando, se establecieron juntas insurreccionales en una serie de ciudades. Quizá la respuesta política más original e inusual a la guerra hayan sido alrededor de las 29 juntas dispersas en todo el país. Fraser las analiza en detalle, señalando su composición social: autoridades municipales, clero local y militares tendían a estar mejor representados, mientras las clases trabajadoras y los comerciantes apenas figuraban.


 


Las juntas marcaban una acentuada ruptura con el viejo orden: "España fue nuevamente separada en los reinos y regiones que la constituyeron, cada uno de ellos autónomo y soberano", acota. En septiembre de 1808, sin embargo, estos cuerpos regionales se habían subordinado a una Junta Suprema central designada para coordinar la resistencia a escala nacional. Más tarde en el mismo siglo, Francisco Pi y Margall, un discípulo de Proudhon y un inspirador de la Primera República española de 1873, se manifestó impresionado por las juntas y sostuvo que España había sido virtualmente una república federal durante la guerra, e hizo un llamamiento al restablecimiento de las provincias históricas siguiendo límites similares. Se puede sostener que Pi fue profético en este sentido, ya que en la actualidad las comunidades autónomas establecidas como reacción al Estado centralista de Franco coinciden estrechamente con esas provincias.


 


La guerra maldita de Napoleón brinda un importante relato cronológico de la guerra "desde abajo", focalizándose en sus primeros dos años. Este fue el período "más tormentoso" en las palabras de Fraser, el que abarcó la propagación de la resistencia y la devastadora respuesta de Napoleón -quien desplegó 250.000 soldados que, a su vez, fueron constantemente asaltados por un "ejército invisible" de guerrillas. Fraser demuele una cantidad de mitos que durante el curso del siglo XIX formaron parte de la imagen histórica de la resistencia popular, de la que la guerrilla rural constituía su símbolo más prominente.


 


Si bien es verdad que fue la participación de la población rural la que transformó la lucha en "una insurrección nacional", gran parte de la resistencia fue urbana -como se mostró de manera más impresionante en el levantamiento del 2 de mayo en Madrid.


 


El aspecto urbano de la guerra se refleja en el número de asedios que hicieron de España una experiencia única comparada con otras campañas napoleónicas. Los más famosos fueron los dos horroríficos asedios de Zaragoza, una ciudad clave en la línea este de comunicación con Francia, en el verano de 1808 y el invierno de 1808-09. Estos asedios están descriptos con todos los detalles en los atrapantes relatos de Fraser, que siguen a corta distancia el progreso de las batallas y evocan vivamente la atmósfera dentro de los muros de la ciudad. En la víspera del primer asedio, una concisa demanda efectuada por los franceses acampados en el exterior, "Capitulación", fue recibida con un concisa respuesta: "Guerra y cuchillo".


 


La artillería francesa hizo llover la destrucción sobre la ciudad. Leemos sobre el bombardeo del hospital: "los pacientes corrían, cojeando o trastabillando por las calles en sus ropas de cama, con sus vendajes, muletas y tablillas… Para aumentar el horror, escaparon algunos locos que corrían gritando, cantando y riendo salvajemente entre los cadáveres. "Ese día, el infierno abrió sus puertas" escribió un testigo ocular. Fraser luego relata cómo, después de que se hubiera abierto una brecha en los muros, el combate "fue casa por casa: los franceses a menudo ocupando un piso, los defensores el siguiente; las escaleras debían ser tomadas una por una, y las paredes divisorias demolidas a fin de avanzar". La resistencia de Zaragoza se mantuvo firme, pero cuatro meses más tarde los franceses retornaron. Esta vez, el bombardeo fue todavía más severo: "en una semana en enero solamente, cayeron 6000 bombas y granadas sobre la ciudad" y el combate dentro de los muros fue "aún más largo y más feroz que durante el primer asedio". Este hizo estragos no sólo en las calles, sino también "en túneles subterráneos, calles, casas y techados". La comida se tornó escasa y el tifus y el hambre diezmaron tanto a los habitantes de la ciudad que se dice que, en el momento de la rendición en enero de 1809, "6.000 cadáveres yacían en las calles esperando sepultura" y "el aire infectado era sofocante, una densa humareda cubría el cielo".


 


Se destacan en el relato de Fraser los ejemplos de heroísmo por parte de los civiles. Por ejemplo, "armado solamente con un cuchillo, un carpintero de 76 años atacó a dos soldados franceses que estaban saqueando una casa luego de asesinar a sus habitantes, mató a uno y apropiándose de su mosquete, tomó al otro prisionero" Otro incidente célebre concierne a Agostina Zaragoza, quien luego de que los artilleros, incluido su novio, fueran muertos, disparó un cañón sobre la avanzada francesa. Ella ejemplifica el papel único y extraordinario jugado por las mujeres españolas durante toda la guerra, que tiene muy pocos paralelos en cualquier otro lugar durante el período napoleónico. Es notable también cómo las mujeres se destacaron en la industria, especialmente en las fábricas textiles de los alrededores de Barcelona, llamada la Manchester de España, donde se había enraizado un protoindustrialismo a comienzos del siglo XVIII. Aquí, el carácter de la resistencia fue modelado significativamente por las particularidades locales -una de las más importantes, la existencia anterior de milicias de auto-defensa catalanas: los "sometents" que constituyeron una fuerte base para la guerra de guerrillas. También es específico del caso catalán el hecho de que los franceses hubieran ocupado la ciudad más importante, Barcelona. Como resultado, la insurrección aquí fue desde el inicio "más dispersa territorialmente que en cualquier otro lugar".


 


Según Fraser, la guerra en Cataluña fue "larga, más encarnizada y más costosa en vidas y propiedades que en casi cualquier otra parte de España".


 


Es notable que hubiera cuatro asedios en la región, incluyendo el de Gerona, que se mantuvo por siete meses en 1809 -el más largo además del de Cádiz, que duró dos años y medio. El sufrimiento de esta ciudad comenzó en el verano de 1810, cuando, por razones prácticas, este puerto atlántico devino capital. La Junta Suprema ya había sido disuelta por esta época: se había evacuado desde Madrid a Sevilla en diciembre de 1808 y luego huyó ante el avance francés hacia Andalucía a comienzos de 1810, entregando el poder a una regencia. Ese septiembre, sin embargo, la presión ejercida sobre los regentes, principalmente por parte de las colonias del Nuevo Mundo, forzaron a la convocatoria de las Cortes, un cuerpo medieval, raramente convocado, en el cual sólo la Iglesia y los nobles estaban originalmente representados. Ahora, en el medio de la ocupación, unos 233 diputados de todos los órdenes sociales de España, excepto los más bajos, se reunieron para una Asamblea Constituyente en Cádiz.


 


La Asamblea se transformó en la escena de un sin fin de debates, a menudo facciosos, de los que surgió la Constitución de 1812, la cual, a pesar de sus defectos (de los que hubo muchos), se convirtió en un modelo para las constituciones posteriores de Portugal y Grecia y, se ha sugerido, para los decembristas rusos de 1825. Los intentos franceses de rendir a Cádiz por hambre, mientras tanto, se hundieron en la geografía de la ciudad: localizada en un istmo que era "virtualmente inexpugnable por tierra", como señala Fraser, fue siempre capaz de abastecerse por mar y el bloqueo finalmente se levantó en agosto de 1812.


 


Otros asedios incluyeron los de Badajoz, Burgos y San Sebastián. Estas ciudades fueron cercadas por los británicos, quienes habían desembarcado en Portugal en 1808 y, habiendo asegurado sus costas y roto el bloqueo continental de Napoleón en 1809, permanecieron al otro lado de la frontera hasta 1812. La toma de Badajoz ese abril fue infame, debido a las mutilaciones y el pillaje llevado a cabo en la ciudad. "No hizo diferencia" comenta Fraser, "a la soldadesca alcoholizada que a quienes estaban asesinando, saqueando o violando fueran sus aliados españoles, fue incluso peor que Wellington no tomó medidas serias para evitarlo; en efecto, fue la más horrorosa noche de la guerra peninsular británica". Tan profundamente arraigado en la memoria estaban los horrores de esa noche que cuando los Fusileros Reales recientemente solicitaron erigir un memorial, fueron rechazados. El asedio a Burgos, en el otoño del mismo año, fue un completo fracaso, en parte debido al juicio equivocado de Wellington y a la falta de preparación para el sitio, por lo que fue obligado a retirarse a Portugal en una desbandada durante la cual la disciplina colapsó y muchos soldados desertaron. (¿Se unieron algunos soldados británicos a las guerrillas, como lo hicieron muchos desertores españoles y franceses en otras ocasiones?). A fines del verano de 1813, los británicos sitiaron San Sebastián, a la cual saquearon, siendo las víctimas, otra vez, españoles.


 


El antagonismo mutuo entre los supuestos aliados es un tema que recorre el libro. Durante seis años seguidos, los españoles tuvieron que resistir la ocupación francesa y durante mucho de ese tiempo lo hicieron sin asistencia de su aliado británico -que durante siglos fue, por supuesto, un tradicional enemigo de España.


Los motivos británicos eran en general sospechosos, especialmente cuando las colonias españolas en América comenzaban a rebelarse, así como que los mercaderes de Londres fueran los principales beneficiarios de la consiguiente apertura comercial. El siglo siguiente, Gran Bretaña iba a dominar el mercado de la América española. Las tropas del poder protestante mostraron poco respeto por las sensibilidades católicas, saqueando iglesias y violando monjas; además, Wellington tenía en baja estima al ejército español y a sus generales (si bien Charles Esdaile ha buscado rectificar la mala prenda que ha recibido en sus análisis de los últimos años de la guerra). Los españoles comunes, por su parte, se habrán interrogado, por qué Wellington se había retirado en varias ocasiones a las líneas inexpugnables de Torres Vedras, al norte de Lisboa. Portugal es considerado de forma marginal en el análisis de Fraser, pero Wellington hubiera estado perdido sin las tropas portuguesas que, bajo la dirección de William Beresford, se habían transformado en una eficiente fuerza de combate.


 


En contraste con sus sospechas sobre el ejército británico, las actitudes españolas hacia la armada fueron muy diferentes. El punto de vista del propio Wellington fue inequívoco: "Si alguien desea conocer la historia de esta guerra, se las contaré: es nuestra superioridad marítima". Sin la armada, la familia real portuguesa y la corte no hubieran sido evacuadas a Brasil cuando el ejército francés estuvo a las puertas de Lisboa en 1807. Fue también la armada la que evitó que los franceses tomaran Cádiz y fue crucial al expulsar a las fuerzas de ocupación de la costa norte, capturando Santander, lo que facilitó la provisión de suministros al ejército.


Las operaciones a lo largo de la costa este fueron menos exitosas, no pudiendo quebrar el control francés sobre Barcelona. La flota británica jugó un papel fundamental al suministrar a las guerrillas con embarques masivos de armas y municiones, así como desembarcando combatientes en toda la costa y, finalmente, al hacer posible la invasión del sudoeste de Francia a través de Navarra en el otoño de 1813. Más mundana, pero no menos importante, fue la contribución hecha al transportar no solamente suministros y tropas desde Inglaterra, sino también lingotes en metálico, lo cual era necesario para que el ejército no viviera a costa de la tierra, como hicieron los franceses: los sueldos de los soldados debían ser pagados y se garantizaron fondos a muchas juntas. La armada también llevó soldados a combatir a los Estados Unidos en la guerra de 1812, trayendo de vuelta trigo en ese año de hambrunas.


 


Napoleón mostró muy poca comprensión de España. De todos sus errores, el más grande fue seguramente su visión de que los ejércitos debían vivir a costa de la tierra. Ninguna otra cosa enfurecía tanto a la población rural, la que pronto se convirtió en un buen campo de reclutamiento para las guerrillas. Alrededor de 1823, cuando los grandilocuentemente llamados "100.000 Hijos de San Luis" fueron despachados por Luis XVIII para apoyar a Fernando, los franceses habían aprendido la lección y pagando por sus provisiones, por lo que pudieron recorrer el sur de España sin que muchos tiros fueran disparados. Otro error fatal fue el nombrar generales sin coordinar sus comandos, con el resultado de que estaban constantemente enfrentados. Tampoco Napoleón parecía apreciar el desafío de las guerrillas. En su apogeo en 1811-12, había 330 formaciones guerrilleras, comprendiendo alrededor de 55.000 hombres, casi tantos como un ejército regular. Fraser dedica un capítulo a la composición de la guerrilla y sus logros en las batallas. Donde existen registros de sus orígenes y ocupaciones, se ve que a menudo eran plebeyos.


 


Fraser suministra algunos ejemplos notables con sus "noms de guerre", terratenientes y pequeños granjeros como Juan Martín, "el empecinado" en Castilla la Nueva, (Francisco) Espoz y Mina en Navarra y Julián Sánchez, "El Charro" de Salamanca. El pastor de 18 años Gaspar de Jáuregui, "El Pastor", en el país vasco, y el cura rural Jerónimo Merino en Castilla la Vieja, cerca de Burgos, y el maestro herrero Francisco Longo, en Cantabria.


 


Estas formaciones, a menudo vestidas de civil y llevando en la cabeza como trofeos los chacós imperiales, inflingieron serias pérdidas a los franceses: las divisiones de Espoz y Mina mataron unos 16.745 soldados enemigos entre 1810 y finales de la guerra, o sea 9.2 por día. En el valle del Ebro, en 1811-12, el promedio llegó a 35 por día. En 1812, algunos de los generales de Napoleón -especialmente Suchet- lo habían persuadido de que las guerrillas eran ahora la mayor amenaza y, dado que el Emperador estaba preocupado por Rusia, se formó el Ejército del Ebro bajo el mando del General Reille, un veterano general de contra-insurgencia. Por una vez, los generales a los que se les ordenó ayudarlo lo hicieron y entonces se creó el único ejército unificado de la guerra. Pero en ese momento, la naturaleza de las bandas de guerrilla habían cambiado: algunas se habían institucionalizado en regimientos reconocibles, especialmente los de Espoz y Mina en Navarra.


 


El Emperador también falló al no tomar en serio a Wellington, a quien en forma despreciativa describe como un "general cipayo" por la experiencia que había tenido en India. De lo que nunca parece haberse dado cuenta de que fue Wellington, reconociendo a la inteligencia como clave en el éxito militar, quien estaba trabajando con las guerrillas -especialmente a través de George Scovell (a quien no menciona Fraser), un brillante descifrador de códigos que fue capaz de suministrar un flujo constante de información vital.


 


Además, ni Napoleón ni su hermano José aprendieron ninguna lección de la experiencia de éste último en Nápoles, donde había sido rey desde 1806 a 1808. No puede haber mayor ironía de que su experiencia en España fuera presagiada durante su reinado napolitano: antes que nada en el poder de fuego y la eficiencia del ejército británico que había infligido una aplastante derrota a una fuerza francesa de 6.000 hombres en cuestión de minutos en la Batalla de Maida en 1806.


Segundo, luego del retiro británico a Sicilia, los 40 mil soldados franceses fueron sujetados por la resistencia de una formidable guerrilla en toda Calabria, que fue suprimida de manera implacable por el mariscal Masséna.


 


Napoleón se arrepintió amargamente de haber nombrado rey a José e interfirió constantemente con él. A pesar de su deseo de demostrar independencia de París, la habilidad y autoridad de José fueron puestas constantemente en duda, especialmente entre los generales, quienes objetaban que él no valoraba la gloria militar.


Cuando José finalmente tomó el comando de un ejército en la Batalla de Vitoria en 1813, fue un desastre y huyó a Francia para nunca retornar -y, probablemente, nunca escuchar la ejecución de la "Sinfonía de Vitoria" de Beethoven, que celebraba la más grande derrota en suelo español. De toda la progenie napoleónica, José fue el más atractivo. En las palabras de cierre de Fraser "se puede decir que él fue uno de los verdaderamente honorables, aunque ineficaz, protagonistas de esta larga, a menudo y para ambos lados, guerra maldita". El libro concluye con una nota pesimista, como lo indica el título de su capítulo final. "Victoria militar y derrota política". Finalmente, España había luchado contra Napoleón sólo para restaurar a un monarca absoluto. En marzo de 1814, Fernando retornó y fue aclamado universalmente, incluso en Zaragoza, y rescindió la constitución de 1812, siguieron "seis años de una represión feroz y reaccionaria, en la cual se reinstaló la Inquisición, se abolió la libertad de prensa, se restablecieron los concejos de estado anteriores a la guerra y el gobierno municipal fue nuevamente dejado en las manos de las viejas oligarquías". Durante el curso del siglo XIX, España se convirtió en muchas formas en el país más militarizado de Europa, donde los ejércitos marchaban y contra- marchaban a través de las provincias centrales en las guerras carlistas, batallas por la sucesión real que persistieron desde 1830 hasta 1870. La imagen del país en el exterior se alteró también cuando el Romanticismo adquirió ímpetu, con escritores como Mérimée, Gautier, Borrow, Washington Irving y otros que consideraban a España un paraíso pre-industrial.


 


¿Cómo afectó la Guerra Peninsular a las campañas de Napoleón en otros lugares, especialmente mediante el retiro de tropas francesas para combatir en otros frentes? Esdaile ha señalado que la Guerra Peninsular fue siempre de carácter secundario para el Emperador, mientras que fue determinante para España y Portugal. Por el otro lado, para David A. Bell, autor de La primera guerra total (2007), España fue la "famosa 'úlcera' que corroyó los órganos vitales del Imperio, aun antes de que los miembros sucumbieran al congelamiento ruso", si bien otorga el crédito más importante para la derrota de Napoleón no a las guerrillas sino a los británicos. Cualquiera sea el veredicto sobre la importancia de la guerra para el dominio de Napoleón, no se puede discutir su importancia central para la Península Ibérica, ya que España y en menor medida Portugal perdieron gran parte de sus imperios en sus secuelas. Para España, estas pérdidas fueron drásticas: con la excepción de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, todas sus colonias conquistaron su independencia.


 


Cuba se transformó en un El Dorado para España, gracias a la revolución azucarera y la esclavitud que duró hasta 1885. La riqueza cubana estimuló un flujo de inmigrantes desde la metrópolis, en tal medida que casi no había familia española que no tuviera un pariente en la isla. En realidad, España se convirtió en gran medida en una sociedad que vivía de remesas -por ello el entusiasmo inicial, pero poco duradero, con que se recibió el estallido de la guerra contra los Estados Unidos en 1898.


 


Nadie que quiera entender la Guerra Peninsular en todos sus múltiples aspectos puede ignorar este libro. Es una lectura densa, pero su estructura incluye numerosos intervalos explicativos que no simplemente la aligeran, sino que son originales y muy reveladores. Existe el caso de un monje benedictino escocés reclutado como agente británico para repatriar al General Romana y 9000 soldados varados en Dinamarca, o el de un ex fraile convertido en agente napoleónico, quien luego alcanzó dudosa fama con una novela anti-clerical centrada en las malas intenciones respecto de una muchacha inocente por parte de un arzobispo lascivo. Otros episodios incluyen historias familiares y de folclore popular, así como un equilibrado análisis del significado de Goya. Señalando que Goya pasó casi toda la guerra en el Madrid bonapartista, Fraser hace notar que sus celebrados grabados "Desastres de la guerra" no fueron, como se supone comúnmente, documentos de eventos de los que él fuera testigo -a pesar del comentario marginal de Goya en muchas de las láminas "Esto lo he visto".


 


El artista fue "profundamente ambivalente acerca de la guerra, sus objetivos y medios": estaba horrorizado por "la crueldad de los supuestamente 'civilizados' franceses", mientras que, por el otro lado, "la defensa que hacían los patriotas de la religión y su dependencia de la Iglesia no lo seducían para su causa".


 


Estaba alarmado, también por el fantasma de la revuelta popular. Muchos de los grabados representaban aldeanos armados realizando actos brutales contra las tropas francesas, en uno "una pila de cadáveres parcialmente destripados, posiblemente soldados franceses por lo que quedaba de sus pantalones largos" está acompañado por el título "Esto es para lo que han nacido". La frase continúa: "encima de los muertos, un aldeano desarmado tambalea hacia delante, arrojando sangre por su boca abierta, los brazos abiertos en un gesto típico de Goya, a punto de caer y reunirse con los cadáveres". Las imágenes, que recuerdan a las "Miniseries de Guerra" del grabador francés Jacques Callot de 1633, en la que muestra ahorcamientos y violaciones cometidos en la Guerra de los Treinta Años, se publicaron en forma póstuma en 1863.


 


A través de detallados análisis políticos y económicos, y de intervalos que constituyen la mayoría del libro, uno nunca escapa de las realidades de la guerra y sus costos abrumadores, tanto en dinero como en miseria. Enfermedades como malaria, fiebre amarilla y tifus son endémicas. La muerte por hambre atormentaba la tierra así como las fluctuaciones extremas de temperaturas (que parecerían únicas en España). Pero los sentimientos dominantes son de temor y odio -temor a todos los ejércitos, franceses, británicos y españoles, y a los bandidos merodeadores y las guerrillas rapaces y el odio popular a las fuerzas de ocupación extranjeras que vivían a costa de la tierra, destruyendo las aldeas y las iglesias y realizando matanzas desenfrenadas.


 


En un epílogo demasiado corto, Fraser se refiere a los más de 1.000 españoles exilados que vivían en Londres. En este sentido, vale la pena mencionar el libro de Manuel Moreno Alonso, publicado en 1997, La forja del liberalismo en España: los amigos españoles de Lord Holland 1793-1840, basado en un estudio de siete años en el Reino Unido. Dos personas en particular son importantes para la discusión de Fraser. La primera es José Blanco White, un sacerdote sevillano que huyó a Inglaterra en 1810, donde permaneció hasta su muerte en 1841, uniéndose finalmente a la Iglesia Unitaria de Liverpool, que estaba a la vanguardia de la reforma social en esa ciudad. Continuó siendo crítico de España como entidad política "miserablemente oprimida como estaba por el gobierno y la iglesia" y, en una carta a Lord Holland fechada en 1835, protestaba que el país "hubiera mejorado bajo José Bonaparte, pero se ha hundido más y más bajo las presiones de los incurables y odiosos Borbones". Otra persona citada en la investigación de Moreno, más sorprendentemente, es Espoz y Mina, el más grande de los líderes de la guerrilla, quien mantuvo una larga correspondencia con Holland, solicitando su ayuda para avanzar en su propia carrera como político liberal en la España de la década del 1830.


 


Otro punto que quizás podría haber tocado Fraser es el hecho curioso de que las guerrillas aparecen muy escasamente durante la Guerra Civil Española. En Sangre de España, Fraser muestra que el concepto de guerra de guerrillas fue desacreditado frente a la necesidad de formar un ejército regular, uno también sospecha que los comunistas desconfiaron de la libertad de acción estimada por las guerrillas. Irónicamente, fue el cubano Alberto Bayo quien, luego de liderar la expedición republicana a Majorca, no pudo persuadir a nadie de tomar en serio la guerra de guerrillas.


 


Desilusionado, partió luego a México, donde habría de entrenar a los seguidores de Castro, quien utilizó esas técnicas de manera más efectiva para derrocar a Batista.


 


Al discutir cómo los mitos acerca de la "Guerra de la Independencia" española fueron utilizados para fines políticos, Fraser señala que los liberales del siglo XIX habían tratado de crear una nación moderna en torno al ideal de la unidad nacional en la "gloriosa épica" de la guerra.


 


Fraser lo contrasta con el propósito más siniestro de los inicios del gobierno de Franco, con su constante invocación de la resistencia popular a un agresor extranjero -el comunismo, una conspiración judeo-masónica internacional- en defensa de los "valores eternos" de España: la religión, la patria y la propia autoridad del dictador. Esta última idea representó un retorno a la figura del monarca absoluto. En efecto, para Fraser, la Guerra Civil suministró pruebas de que "el absolutismo en una moderna forma autoritaria-clerical que permaneció vivo en las entrañas de la sociedad española".


 


Las casualidades también tuvieron amplias consecuencias para España


 


Francisco Franco había planeado seguir a su padre en lo que probablemente hubiera sido una inocua carrera en la armada. En cambio, por razones financieras, se unió al ejército y, luego de una brillante carrera en Marruecos, fue nombrado director de la academia militar situada en, de entre todos los lugares… Zaragoza. Si bien su presencia allí fuera corta ya que Azaña, primer Primer Ministro de la Segunda República, la cerró en 1931 por considerarla un semillero de militarismo reaccionario -es una curiosa coincidencia que Franco hubiera estado allí, en una ciudad donde Fernando, "el bienamado", fuera recibido con una bienvenida delirante en su retorno a España. La rueda había, en realidad, dado una vuelta completa.


 

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