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Algunas apostillas al anti-Lanata, de Jorge Altamira

La rigurosa diatriba de Altamira contra Jorge Lanata (y me apresuro a aclarar que, para mí, la diatriba -justamente cuando es practicada con rigor- es un género político-literario no sólo legítimo sino indispensable para el debate) tiene la virtud de ir mucho más allá de lo que dice explícitamente. Si esto último es en sí mismo suscribible, el texto nos ofrece entre líneas el bonus track (como dicen los rockeros) de un replanteo de cuestiones que, entre otras cosas, hacen a una profunda crítica de muchos de los mecanismos ideológicos dominantes (y no sólo los periodísticos) imperantes en la actualidad. Procuro hacer un breve, y probablemente incompleto, listado de esas “entrelíneas”:

1) El mecanismo de la-parte-por-el-todo: quizás el más característico de todo discurso ideológico, abundantemente analizado por Marx en el famoso apartado sobre el fetichismo de la mercancía en el capítulo I de El capital (pero también, como mecanismo “subjetivo”, por Freud en su artículo “El fetichismo” de 1927, con una lógica asombrosamente análoga a la de Marx). Lanata, en efecto -como señala Altamira-, “aprovecha” la por cierto criticable construcción por La Cámpora de una “militancia” paraestatal (es decir, en última instancia dependiente del Estado burgués, aunque fuera en su forma “bonapartista”, “populista”, etc.) para denostar toda forma de militancia, haciendo de este concepto un universal abstracto (para decirlo en módico “hegelés”) en el cual, como se dice vulgarmente, “todos los gatos son pardos”. El texto de Altamira hace lo que hay que hacer en estos casos: devolver la parte a su relación conflictiva y dialéctica con el todo, y reinscribir ese “conjunto” en su debido contexto histórico-concreto, para mostrar las diferencias entre distintas formas de militancia: diferencias de concepción militante que provienen, a su vez, de las diferencias entre las posiciones de clase, claro está, y que, por lo tanto, atañen a diferencias entre los objetivos políticos de la militancia: no es lo mismo militar, con todas las “mediaciones” que se quieran, para el objetivo revolucionario que para sostener distintas variantes, mejores o peores, del Estado burgués; las diferencias entre los militantes de los partidos burgueses competidores son, en un sentido genérico, de forma, aun cuando a veces se maten entre ellos (¿y quién dijo que la gente no puede matarse por las “formas”, cuando a veces esas formas pueden matar a la gente, como en la diferencia entre un Estado burgués “bienestarista” y formalmente democrático, y otro fascista o terrorista?), mientras que la militancia revolucionaria introduce una radical e inconmensurable diferencia de contenido y, por lo tanto, de registro lógico tanto como ético (aunque no tengo tiempo ni competencia suficiente para desarrollarlo aquí, posiblemente habría que introducir una sutil distinción en el caso de la histórica militancia peronista -me refiero a la auténticamente obrera, popular y “de base”-, en la cual el mecanismo fetichista funcionó mediante la con-fusión entre esa militancia “de abajo” y la dirección burguesa -incluyendo en ésta a la burocracia sindical-, produciendo la paradoja, típica de los “nacional-populismos”, de que procesos como la llamada “resistencia peronista” significara uno de los puntos más altos de la lucha de clases en la Argentina del último siglo. beneficiando, en definitiva, a aquella dirección burguesa). Lanata -como nuevamente señala Altamira-, por supuesto, pasa por alto todas estas “sutilezas”, como corresponde a un propagandista de las ideas de derecha, que sabe muy bien cómo son las cosas pero ejerce “militantemente” un intencional fetichismo1.

2) Otro ejemplo de parte-por-el-todo que el texto busca desarmar tiene que ver con la discusión sobre la militancia de los setenta. Es un ejemplo importante que también excede en mucho las pequeñas miserias lanatistas. Los medios de la derecha han logrado producir allí otra con-fusión, identificando a casi toda la militancia de esos años con las llamadas (por el peronismo) “formaciones especiales” o bien (por una parte de la izquierda revolucionaria) “vanguardias foquistas”. En general, se alude con ellas (parte-por-el-todo dentro de la parte-por- el-todo en la que asimismo incurre Lanata) a Montoneros y mucho menos, por ejemplo, al ERP -revestido de un halo de heroicidad e integridad moral al que la conducción de Montoneros, como es notorio, ya no podría aspirar, con lo cual la “con-fusión” logra el truco de, otra vez, identificar a toda la militancia setentista no sólo con los “errores” sino con las variadas trapisondas de la conducción “Monto”, las que, a su vez, por supuesto, habría que distinguir de la conducta de sus bases. Esa dentificación masiva pasa alegremente por el costado de las diferencias entre esas organizaciones, así como con otros grupos considerados “menores” (FAR, FAL, FAP, MR17, ERP22 y siguen las firmas). Pero hace algo aún peor: “olvida” que todas ellas son sólo una parte -aunque fuera la más “espectacular”- de la militancia de entonces, y que dentro de la izquierda revolucionaria (y también del propio peronismo, aunque en otro sentido) había una enorme, apasionada y “militante” discusión a propósito de la estrategia “foquista” o “guerrillerista”, de la cual muchos grupos y partidos revolucionarios estaban férreamente en contra (es el caso del PO -entonces Política Obrera- al cual pertenece Altamira, pero también, entre otros, del PCR y VC, del PRT “morenista”, de cuya ruptura por este tema provino el PRT “Combatiente” que conformó el ERP). Todo este debate -que sistemáticamente se obtura cuando se habla de los ‘60/’70- está muy lejos de ser “arqueológico”. Se trataba de concepciones políticas que implicaban interpretaciones decisivamente diferenciales sobre la sociedad y las formas de la lucha de clases en la Argentina (y, desde luego, en los países dependientes en general) y que, por lo tanto, implicaban también una diferencia radical entre quienes apostaban a “empujar” esa lucha de clases de arriba hacia abajo mediante el elitismo armado “guevarista” (y, en el caso particular de la dirección de Montoneros, para colmo, usando métodos de militarismo sedicentemente “revolucionario” para finalidades objetivamente burguesas), y quienes apostaban no a un abstracto “pacifismo”, sino a la organización autónoma de conjunto de las masas proletarias y populares, evidentemente con la dirección política del partido revolucionario, pero montándose sobre la militancia masiva “desde abajo”, en las fábricas, los lugares de trabajo, las universidades, etcétera, y no en los montes tucumanos. (Caricaturescamente y para hablar rápido, podríamos decir que esta discusión se sintetiza en la diferencia entre considerar que al gobierno de Onganía lo volteó el ajusticiamiento de Aramburu o la movilización masiva del Cordobazo y sus sucedáneos, la cual, como recuerda Altamira, fue anterior a la aparición de Montoneros.) Se nos dirá que hoy en día este debate ha perdido actualidad, pues a ninguna organización revolucionaria en su sano juicio se le pasa por la cabeza juntar fusiles para ir a inventar “focos” en las montañas, o algo por el estilo. De acuerdo. Pero la estricta actualidad de la cuestión es otra: al “ningunear” ese debate histórico, el mecanismo de la parte-por-el-todo identifica, otra vez, a toda la izquierda revolucionaria de los ‘60/’70 con los “errores” (muchos de ellos francamente catastróficos) del foquismo, descalificando así a la militancia de izquierda de conjunto. Esta operación ideológica es indispensable para la clase dominante hoy mismo, cuando -como también recuerda Altamira- la feroz crisis mundial del capitalismo hace que cada vez más sectores de las clases obreras y populares empiecen a mirar de nuevo hacia el lado izquierdo. Esto también lo saben Lanata y sus secuaces ideológicos (porque desde ya, en un nuevo ejemplo del mecanismo PxT, asimilan “militancia” a “izquierda”, como si fuera inconcebible la militancia de derecha).

3) Otro mecanismo: la sempiterna, interminable, cuestión de la objetividad (no solamente “periodística”). Lanata finge creer -es otra de esas cosas que sabe, pero se hace el distraído- que un militante no puede hacer un análisis crítico “objetivo” de la realidad: en el mejor de los casos, ya tiene una posición tomada que le altera lo que debería ser una visión “desinteresada”; en el peor, lleva las anteojeras de la línea oficial del Partido, o lo que sea. Por supuesto, no se pregunta quién, o cómo, genera esa “línea”: aparentemente habría algún ideólogo profesional, encerrado en su gabinete, pergeñando recetas “oficiales” para entender el mundo; Lanata nunca escuchó hablar de asambleas partidarias, de centralismos democráticos o cualquier otra “sandez” por el estilo que implique elaboraciones colectivas. Por implicación, para él, el Sujeto de Conocimiento Objetivo es un individuo (un individuo: aunque fueran muchos, es siempre uno-por-uno) que flota en el éter incontaminado del cosmos, observando todo fríamente desde su conciencia omnisciente (no es ni siquiera el “sujeto cartesiano” del puro cogito: el buen Descartes era lo suficientemente inteligente para advertir que incluso ese sujeto tiene pasiones y deseos): es un Sujeto que no pertenece ni adscribe a ninguna clase social, sexo, nacionalidad, etnia o cultura, ni debe estar contaminado por el “barro y la sangre” de la Historia. Si tiene una ideología, una posición política -aunque más no fuera una tibia simpatía-, y para colmo hace algo al respecto (“milita”, por ejemplo) sonó: ya es pura “subjetividad” (y ésta, desde ya, es una mala palabra, una palabra casi “anticientífica”). Esto hace de todo sujeto conscientemente político (porque “políticos”, como hubiera dicho Aristóteles, somos todos: el Hombre es, por definición, zoon politikón, sólo que algunos prefieren no enterarse) un idiota capturado indefectiblemente por una suerte de relativismo absoluto -valga el oxímoron- disfrazado de objetividad. Lanata se hace el que no entiende (porque entiende, entiende: el hombre, boludo no es) la diferencia que va del relativismo a lo que Nietzsche denominaba perspectivismo: a saber, que puesto que aquella objetividad omnisciente y distanciada sólo puede ser patrimonio divino, nuestra objetividad humana no puede ser sino la conciencia crítica de nuestra propia perspectiva (de clase, de género, de cultura, etcétera). Esto, antes de Nietzsche, lo sabía también Marx, aunque de otra manera. Altamira ironiza sobre la expresión lanatiana “modo de pensar militante” y le responde con el criterio de la praxis. Hace bien, porque justamente no se trata sencillamente de un modo de pensar, sino de un modo de pensar-actuando y de actuar-pensando. Y esto no es un privilegio de la militancia, es lo que hace todo el mundo (incluido, créase o no, Lanata): el militante se limita a hacer esto consciente para sí mismo para poder “interpretar” eficazmente la realidad tal como es, es decir un producto de la praxis social-histórica colectiva. Cuando Marx propone el “escándalo” filosófico de que solamente el proletariado (entiéndase: la posición “proletaria”, no necesariamente cada proletario empírico) está en condiciones de acceder a la “totalidad” (una vez atravesado el pasaje del en-sí al para-sí, o sea, organizándose políticamente como clase enfrentada a la burguesía) está diciendo exactamente eso: que la “objetividad” es el saber sobre la propia perspectiva “posicional” en el conflicto entre la transformación o la conservación de la realidad. Eso es, en los términos más básicos posibles, la ciencia del “materialismo histórico”: el proletariado puede acceder a ella (que lo haga o no depende de un complejísimo cúmulo de circunstancias) porque es el que hace la realidad, la “fabrica”, por así decir (y ya decía Vico, más de un siglo antes de Marx, que para los hombres es más fácil conocer la Historia que la Naturaleza, porque a la Historia la hacen ellos). La burguesía no, porque se limita a usufructuar una realidad que hacen los otros, des-conociendo -que no es lo mismo que ignorando– su propio lugar en las relaciones de producción. Lanata tampoco, porque también él des-conoce (sin “ignorar”) el lugar bien poco “objetivo” que él ocupa en la conformación de una cierta percepción de la realidad, que es la de las clases dominantes, aunque él se haga (porque ya dijimos que no lo es) el boludo. Con todo lo anterior, va de suyo, no queremos decir en absoluto que un militante no pueda ser “confundido” por la ideología, por su “subjetividad” interesada y demás (y por sus dudas y errores, como dice Altamira): los militantes -voy a darle a Lanata una primicia- son seres humanos como cualquiera. Lo único que estamos diciendo, y a esta altura debería ser un artículo de sentido común, es que el militante está en mucho mejores condiciones “objetivas” de sustraerse a esos condicionamientos, precisamente porque parte del criterio de la praxis. Lanata no puede porque, como hubiera dicho Althusser, nadie está más insanablemente atrapado por la ideología que el que cree que está fuera de ella. Esa ideología, además, hace que a los Lanata no se les pueda siquiera ocurrir el papel que puede tener la militancia, justamente, como motor transformador de la propia “subjetividad”. La militancia no será un “modo de pensar”, pero ciertamente produce mucho pensamiento. La militancia, en sentido amplio -el concernimiento y compromiso activo con los problemas de la polis, como hubiera dicho un ateniense del siglo V a.C.- es un importante hecho de civilización.

4) Llegamos a un tema espinosísimo, que también está atravesado por toda clase de las más insidiosas operaciones pars-pro-toto. Altamira, en su respuesta a Lanata, hace referencia a militantes intelectuales e intelectuales militantes (no son exactamente lo mismo), que van desde French y Berutti a Rodolfo Walsh y el mismísimo Trotsky. En otro contexto también cita a Platón, quien a decir verdad posiblemente fue el primero que planteó el problema (si bien desde la perspectiva del Poder, con su hipótesis sobre los reyes-filósofos comandando La República). ¿Cuál problema? El de la relación entre “militancia” y producción intelectual. Para Lanata -está claro por todo lo que se ha dicho y, una vez más, no es el único-, el compromiso militante es incompatible con la producción intelectual, al menos con una producción intelectual “de calidad”. Con toda razón le contesta Altamira que no es que Walsh fue un buen escritor a pesar de su militancia, o que el militante Trotsky fue -y esto lo subrayo yo- uno de los mejores escritores con que contó toda la izquierda en el siglo XX. Por supuesto que ser militante no es por sí mismo ninguna garantía de ser un intelectual valioso (ahí tenemos los incalificables mamarrachos de los “realistas-socialistas” o populistas berretas de toda laya). Por supuesto, también se puede ser un militante o para-militante de derecha y ser un gran escritor o un importante intelectual (ahí tenemos a los Heidegger, los Céline o los Pound que siempre se citan, o entre nosotros a los Anzoátegui, los Doll o los Castellanis). Y, por supuesto, que se puede ser “inocente” de toda inocencia política y ser, asimismo, un gran escritor (y ahí lo tenemos a Borges, cuya mayor “culpa” es haber pretendido ser inocente, pero que con eso creó la mejor literatura en lengua castellana del siglo XX: es una diferencia con Lanata). Todas las variantes son posibles. Lo que es imposible -porque es una estupidez mayúscula- es decir que el compromiso político impide, “ontológicamente”, la creatividad intelectual, ni aun cuando esa creatividad intelectual sea puesta “al servicio” (es una fea expresión, pero la usamos para que se entienda claramente la idea) de ese compromiso político: ahí está de nuevo Trotsky, Gramsci y tantísimos otros que se podrían citar. Desde luego, la frase “compromiso político” tiene asimismo toda clase de gradaciones y matices. Para volver a un señalamiento que hicimos al pasar, no es lo mismo aquél que desde la militancia plena produce un “plusvalor” intelectual (es el caso de Trotsky o Gramsci) que aquel que desde su trabajo intelectual llega al más militante compromiso político, incluso transformando sus posiciones originarias (es el caso de Walsh). También aquí hay toda clase de variantes intermedias: pongamos el caso del modelo-Sartre, paradigma canónico del intelectual que -presuntamente para asegurarse su autonomía crítica, no su “objetividad”- jamás quiso ser un militante “orgánico” de partido alguno (aunque en la posguerra llegó a fundar, junto a Merleau-Ponty, un efímero agrupamiento de izquierda) y, sin embargo siempre, consecuentemente y sin desmayo hasta su último día de vida, “comprometió” su estupenda pluma en las mejores causas (de Argelia a Vietnam, de Cuba a Mayo del ’68, de la revolución proletaria a la lucha anticolonial y antirracista en cualquier parte): ¿lo consideraremos o no un intelectual-militante? En otros tiempos, la respuesta de los militantes partidarios-revolucionarios hubiera sido un taxativo No: a lo sumo, “intelectual pequebú bienintencionado” o “compañero de ruta simpatizante”, etcétera.

Hoy, por suerte, en la izquierda revolucionaria estas cosas se miran con la cabeza más abierta; pero no quita que las dudas y vacilaciones subsisten. Quizás haya llegado el momento de re-pensar, a caballo de las nuevas formas de praxis social-histórica, conceptos como militancia, o intelectual, o incluso revolución. Pero sobre lo que no debería haber dudas ni vacilaciones es sobre lo que postula el párrafo final del texto que estamos comentando: “Es la hora de la militancia. Independiente, teórico-práctica, consciente y organizada. La política, la forma misma de participación en el interés colectivo, postula a la militancia como su expresión más consecuente y transformadora”. Se nos dirá que decirle todo esto a Lanata no tiene mayor sentido: a él le importa un bledo, y no lo vamos a convencer de nada. Está claro. Pero Lanata es solamente un pre-texto: cualquier excusa debería ser buena para volver a discutir, una y otra vez, la naturaleza y el valor de las distintas formas de militancia transformadora.

*Eduardo Grüner es sociólogo, ensayista y crítico cultural. Profesor de las materias Antropología y Sociología del Arte y Teoría política en la UBA. Durante los años ‘80 dirigió Cinégrafo, una revista de crítica de cine. Ha publicado numerosos artículos en distintos medios periodísticos y revistas especializadas, y los libros Un género culpable. La práctica del ensayo: entredichos, preferencias e intromisiones (Homo Sapiens Ediciones: Rosario, 1996); El sitio de la mirada (Norma, 2000); El fin de las pequeñas historias (Paidós, Espacios de Saber, 2002); La cosa política o el acecho de lo real (Paidós, Espacios de Saber, 2005); Las formas de la espada. Miserias de la teoría política de la violencia (Colihue, 2007) y La Oscuridad y las Luces (Edhasa, 2011).

NOTAS

  1. Alguien puede pensar que me apresuro al afirmar que Lanata “sabe” cómo son las cosas. Pero no, sí las sabe -y eso lo hace peor. Aunque sea una anécdota trivial, conocí un poco al personaje (que entonces era más o menos “de izquierdas”) cuando, a principios de los años ‘80, trabajamos juntos en los primeros tiempos de la mítica revista El Porteño, en esos tiempos “bancada” por Gabriel Levinas (quien también era “más o menos de izquierdas”) y periodísticamente dirigida por mi gran amigo, ya fallecido, Miguel Briante (quien murió siendo de izquierda). Aunque el “gordito” nunca me cayó simpático (poco más que un adolescente, ya era bastante pedante y “trepa”), hay que decir que desde entonces el proceso de su degradación ha sido espectacular. Es difícil -aunque sea de dudoso gusto- resistirse a recordar el chiste que circuló casi inmediatamente después de la muerte de Bernardo Neustadt: “Se fue la mala leche… pero queda la nata”.

Eduardo Grüner es sociólogo, ensayista y crítico cultural. Profesor de las materias Antropología y Sociología del Arte y Teoría política en la UBA. Durante los años ‘80 dirigió Cinégrafo, una revista de crítica de cine. Ha publicado numerosos artículos en distintos medios periodísticos y revistas especializadas, y los libros Un género culpable. La práctica del ensayo: entredichos, preferencias e intromisiones (Homo Sapiens Ediciones: Rosario, 1996); El sitio de la mirada (Norma, 2000); El fin de las pequeñas historias (Paidós, Espacios de Saber, 2002); La cosa política o el acecho de lo real (Paidós, Espacios de Saber, 2005); Las formas de la espada. Miserias de la teoría política de la violencia (Colihue, 2007) y La Oscuridad y las Luces (Edhasa, 2011).

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