De Lenin a Stalin, la sección femenina de la Internacional Comunista

Constituida en marzo de 1919 en Moscú, la Internacional Comunista (Komintern) desarrolló, a partir de 1921, una “política femenina concebida como elemento de una estrategia general para la toma de poder y la revolución”.

La evolución de esta política está, por lo tanto, estrechamente subordinada a las transformaciones internas de la Unión Soviética y a sus modificaciones sociales -que Igor Gaïdar, ex primer ministro de Yeltsin, resume calificando el año 1937 como el año del “triunfo de la nomenclatura” (Literatúrnaya Gazeta, 30 de noviembre de 1994)- y a sus consecuencias en la Internacional Comunista, disuelta por Stalin el 15 de mayo de 1943.

La Revolución Rusa comenzó en febrero de 1917 con una manifestación y una huelga de obreras, completamente espontáneas, ajenas a cualquier consigna y a toda suerte de control por parte de ningún partido. El bolchevique Kaiourov lo seguía recordando seis años más tarde, preso todavía de un cierto asombro no exento de dolor:

“La víspera del ‘día de las mujeres’ me habían enviado a una reunión de obreras en Lesnaia, donde definí el sentido del ‘día de las mujeres’ y del movimiento femenino en general; al llegar al momento actual, insistí, sobre todo, en invitar a las obreras a evitar toda manifestación parcial y a actuar exclusivamente bajo la instrucción del Comité del partido (…).

Entonces, cuáles no serían mi sorpresa e indignación cuando, al día siguiente, el 23 de febrero, en un pasillo de la fábrica Erikson, el camarada Ikifor Ilitch vino a informarme del estallido de una huelga en varias fábricas textiles y de la llegada de una delegación de obreras que traían una resolución donde pedían el apoyo para los metalúrgicos.

Estaba indignado con la conducta de las huelguistas: en primer lugar, porque manifiestamente éstas habían hecho caso omiso de las decisiones del Comité Regional del Partido, pero, además, porque había llamado personalmente a las obreras a la contención y a la disciplina la noche anterior y, de repente, una huelga.

Una huelga que, al parecer, no tenía más objetivo ni razón de ser que las colas, esencialmente compuestas de mujeres y niños, que se formaban delante de las panaderías para conseguir el pan” (Proletarskaia Revoliutsia, 1923, N° 1, 13).

Un texto sorprendente: seis años después de los acontecimientos y pudiendo haberse atribuido el papel, más glorioso, de organizador de la primera jornada revolucionaria, Kaiourov no puede contener su indignación, expresada dos veces en diez líneas: ¡ellas desobedecieron las consignas! No podemos dejar de pensar que, si se hubiera tratado de obreros del metal en vez de obreras, la indignación de Kaiourov ante este acto de desobediencia no habría sido tan vívida o que, en todo caso, la habría expresado de una forma más discreta.

En octubre, la toma del poder coloca a los bolcheviques ante un gigantesco nudo de problemas: el hundimiento de la producción industrial, el sabotaje de decenas de miles de empleados públicos, la creciente dislocación del ejército, las negociaciones de paz con Alemania y Austria, difíciles y polémicas en su propio partido, los levantamientos organizados por sus adversarios en todas partes, la insurrección de los antiguos prisioneros de guerra checoslovacos y la guerra civil. Pese al dramatismo de la situación, los bolcheviques adoptan una serie de medidas emancipadoras (derecho al divorcio, derecho al aborto, Código Matrimonial igualitario, mismo derecho al sufragio para hombres y mujeres sometido a limitaciones sociales y no sexuales.) que benefician mucho más a las intelectuales y las obreras que a las campesinas.

La posición de principio de la Internacional Comunista

Los bolcheviques, considerando desde el principio su intervención como parte constitutiva de una lucha internacional, se preocupan por fundar la Internacional Comunista lo más deprisa posible. Esta se proclama en Moscú durante un congreso constitutivo celebrado en mazo de 1919 por una quincena de partidos, entre los cuales el Partido Bolchevique es, en ese momento, el único partido de masas.

El año 1919 es el del apogeo del “comunismo de guerra”; es decir, de un sistema de estricta supervivencia, rigurosamente centralizado y asentado en la requisa de la producción agrícola, en el que la economía está íntegramente subordinada a las necesidades de la guerra civil.

Este primer congreso adopta un Manifiesto, redactado por León Trotsky, que apunta a establecer la necesidad objetiva de la revolución proletaria: la incapacidad del capitalismo para continuar desarrollando las fuerzas productivas ha llevado a los Estados a levantarse los unos contra los otros por el nuevo reparto de un mercado mundial que se ha vuelto demasiado estrecho. Así, se ha engendrado la guerra que ha arrastrado a la revolución al más débil de los Estados beligerantes. La conquista del poder es, por ende, inminente en los demás países. Este objetivo pone en el centro la emancipación de los pueblos colonizados, a los que el Manifiesto asigna un lugar importante y cuyos amos han sido sacudidos por la guerra: la lucha de estos pueblos aparece, efectivamente, como el medio de la revolución, mientras que la emancipación de las mujeres se concibe más bien como su resultado. Desde esta perspectiva de la revolución inminente, la cuestión de las mujeres prácticamente ni se roza. Se suscita como posición de principio en un texto breve sometido al congreso por Alexandra Kollontai1:

El Congreso de la Internacional Comunista constata que sólo la lucha común de obreros y obreras puede garantizar el éxito de todas las tareas propuestas, así como la victoria definitiva del proletariado mundial y la abolición definitiva del régimen capitalista. El aumento colosal de la mano de obra femenina en todas las ramas de la economía, el hecho de que al menos la mitad de todas las riquezas producidas a escala mundial procedan del trabajo femenino, además del importante papel, por todos reconocido, que las obreras desempeñan en la edificación de la nueva sociedad comunista, en la reforma de la vida familiar, en la realización de la educación socialista, comunitaria, de los niños, cuyo objetivo consiste en preparar a ciudadanos trabajadores e impregnados de espíritu solidario para la república de los consejos, son todos ellos factores que imponen a todos los partidos que se adhieran a la Internacional Comunista el deber imperativo de emplear todas sus fuerzas y energía para atraer a las obreras al Partido y de utilizar todos los medios para educarlas en el sentido de la nueva sociedad y de la ética comunista desde el punto de vista social y familiar. La dictadura del proletariado sólo se puede realizar y mantener con la participación enérgica y activa de las obreras (Primer Congreso de la Internacional Comunista, quinto día).

Un texto curioso: centrado en el papel de la mujer, en tanto educadora destinada a la formación de las nuevas generaciones para la “nueva sociedad”, no contiene ninguna reivindicación, ninguna plataforma, ninguna consigna, ningún elemento programático y ninguna alusión a las medidas adoptadas en la Rusia soviética en pos de la igualdad entre mujeres y hombres, susceptibles de alimentar la propaganda en los demás países. Los dirigentes de los jóvenes partidos comunistas extranjeros no podían encontrar ninguna indicación al respecto y la mayoría de ellos no hizo casi nada en este sentido.

La carta de Inessa Armand

Unos meses más tarde, Lenin confía a Inessa Armand, colaboradora de origen francés de la sección de mujeres trabajadoras del Comité Central del Partido Bolchevique, la tarea de impulsar esta actividad balbuciente. El 2 de enero de 1920, Inessa Armand envía una carta escrita en francés a todos los partidos de la Internacional. Esta carta comienza describiendo la situación jurídica de la mujer en Rusia y pasa a afirmar después, con osado optimismo, la posibilidad real de cambiar las condiciones de existencia de las mujeres a corto plazo:

En la Rusia soviética, la obrera y la campesina disfrutan absolutamente de los mismos derechos que el obrero y el campesino. Son electoras y elegibles en todos los soviets y para todos los puestos, incluido el de comisarios del pueblo. También poseen derechos igualitarios con respecto a su estado civil y en el seno del matrimonio. La Constitución soviética y los decretos sobre el matrimonio han aniquilado cualquier forma de poder marital. Y lo mismo ha sucedido con el poder paterno y materno (…).

Por otra parte, la dictadura proletaria nos coloca ante la posibilidad de instaurar, desde este mismo momento, unas nuevas formas de vida social y privada encaminadas a la liberación social de la mujer en el sentido de liberación de la familia y de las preocupaciones relativas a la educación de los niños; nos encontramos, por consiguiente, ante la posibilidad de romper las últimas cadenas que todavía atan a la mujer.

Dicho esto, Inessa Armand subraya que esta actividad específica debe conducir a las mujeres a la lucha general contra el capital: “Desde hace un año estamos realizando un trabajo propagandístico bastante importante entre las mujeres [palabra tachada por Inessa Armand] obreras. Naturalmente, la finalidad de esta propaganda no es de ninguna manera feminista [subrayado por Inessa Armand]. Nuestro único objetivo es atraer a la masa de las obreras a la lucha del proletariado contra el imperialismo”.

Su posterior y extensa descripción del trabajo de agitación y organización del Partido Bolchevique entre las obreras y las campesinas tiene el objetivo manifiesto de impulsar, gracias a la fuerza comunicativa del ejemplo, a los partidos comunistas que aún no realizan ninguna actividad en este sentido a ponerse a ello:

Cada comité del Partido Comunista tiene una sección de propaganda entre las mujeres (obreras y campesinas principalmente), que organiza conferencias trimestrales de delegadas de fábricas y factorías. Además, cada semana se celebran asambleas de delegadas de obreras que reúnen a las representantes de todas las fábricas y factorías del lugar.

Estas medidas enumeradas por Inessa Armand constituyen un conjunto legislativo impresionante, pero se enfrentan con un doble obstáculo: por un lado, con el pasado de la Rusia zarista donde la mujer se consideraba un ser inferior (un proverbio ruso dice: “Una gallina no es un pájaro, la mujer no es una persona”) y con el conjunto de prejuicios heredados de ese pasado; por otro, con la espantosa destrucción de las fuerzas productivas generada por las guerras mundial y civil, que siembra ruina, frío, hambre, tifus y cólera, todas ellas condiciones materiales poco propicias para una emancipación real de las obreras y las campesinas. Esto es lo que subrayan Bujarin y Preobrajensky en su ABC del comunismo, publicado en 1920, donde, al mismo tiempo que enumeran las medidas adoptadas por el poder soviético para instaurar la igualdad entre hombres y mujeres en el seno del matrimonio, las relaciones familiares y los derechos políticos, también insisten en el carácter en parte formal de esta igualdad:

La tarea de nuestro partido consiste ahora en llevar esta igualdad a la práctica. Se trata, sobre todo, de hacer comprender a la amplia masa de trabajadores que la esclavitud de la mujer también les perjudica a ellos. En la actualidad, los obreros siguen considerando a las mujeres como seres inferiores y, en los pueblos, la gente continúa riéndose de las mujeres que quieren participar en los asuntos públicos […]. En este país, las mujeres obreras están mucho más atrasadas que los hombres. De hecho, se las mira desde muy por encima del hombro. Se impone, por lo tanto, un trabajo enérgico destinado, en primer lugar, a que los hombres aprendan a considerar a las mujeres obreras como iguales a los trabajadores hombres y, después, a iluminar a las mujeres e incitarlas a usar los derechos que se les otorgan sin vergüenza ni temor […]. Lo principal no es otorgar derechos sobre papel sino dar la posibilidad de ejercerlos. ¿Cuál es la posibilidad real de que la obrera ejerza sus derechos si tiene que ocuparse del trabajo doméstico? Es preciso que la república de los soviets alivie el destino de la mujer trabajadora y la libere de obligaciones domésticas que se remontan a los tiempos de Matusalén (Bujarin y Preobrajensky, 1963).

Los autores enumeran las instituciones que sería preciso crear para pasar de la igualdad formal a la igualdad real: “Casas comunitarias (…) con lavanderías colectivas, restaurantes populares, guarderías, jardines de infancia, colonias infantiles de verano, cantinas escolares, etc. Todo ello con el objetivo de descargar a la mujer y de darle la oportunidad de ocuparse de todas las cosas que interesan a los hombres. Pero es difícil crear estas instituciones en este período de miseria y hambre”.

Difícil es un eufemismo. Aunque se crearan, estas instituciones sólo podrían socializar el hambre y la miseria. Al igual que para los demás dirigentes del Partido Bolchevique, para Bujarin y Preobrajensky la solución está en la próxima revolución mundial que aportará a la arruinada Rusia la ayuda de los países ricos y permitirá, de esta forma, dar un contenido real a los derechos formales.

Toda Europa pasará, inevitablemente, al régimen de la dictadura del proletariado y después al comunismo. Por consiguiente, Rusia no podrá permanecer en el capitalismo cuando Alemania, Francia e Inglaterra hayan pasado a la dictadura del proletariado. Es evidente que Rusia será fatalmente arrastrada al socialismo. Su falta de cultura, la insuficiencia de su desarrollo industrial, etc., todo esto carecerá de importancia cuando Rusia se asocie a los países más cultivados en una república mundial o, al menos, europea, de los soviets.

Este fragmento, extraído de una suerte de manual popular que sentaba cátedra, ilumina el pensamiento y los objetivos de los dirigentes del Partido Bolchevique en 1920: Rusia es un país capitalista arruinado, dirigido por el partido de la clase obrera (lo que Lenin expresará mediante la fórmula de “un Estado burgués sin burguesía”) y que, de hecho, sólo podrá encaminarse al socialismo en el marco de una revolución europea victoriosa. De ahí la importancia atribuida a la Internacional Comunista y a su actividad en aquel momento. A la espera de la revolución victoriosa, es necesario resistir. Existe, al mismo tiempo, una gran distancia entre las necesidades y los hechos. Así, pues, la carta de Inessa Armand termina con una simple demanda y una sugerencia. “Sería fundamental poder llegar a un acuerdo internacional sobre la acción que se debería llevar a cabo. Una conferencia internacional de mujeres comunistas nos parece, por lo tanto, de capital importancia”.

A fin de prepararla, una comisión dirigida por la comunista alemana Clara Zetkin propone la creación de una Secretaría Internacional Femenina con un estatus de sección particular subordinada al Comité Ejecutivo de la Internacional. Este último autoriza su creación. La Secretaría ha de estar compuesta por un número de tres a seis militantes elegidas durante las conferencia de mujeres comunistas y confirmadas por un congreso o por el Comité Ejecutivo de la Internacional. Este último también tiene que ratificar las decisiones de la Secretaría Femenina.

Durante los primeros años de su existencia, la Secretaría Femenina dispone en la Internacional de mucha mayor autonomía que las demás secciones, probablemente por el carácter electivo de sus miembros, así como por el prestigio de sus dirigentes, Alexandra Kollontai y Clara Zetkin, esta última muy ligada a Lenin.

Las reticencias de los partidos comunistas

Los partidos comunistas extranjeros no manifiestan ningún entusiasmo y, dadas las respuestas recibidas, Inessa Armand y sus colaboradoras se tienen que limitar a la organización, el 16 de julio de 1920, en Leningrado, de una primera “reunión privada de delegados y delegadas” de nueve países (Francia, Inglaterra, Italia, Rusia, Suecia, Georgia, India, México y Bulgaria) en vísperas de la apertura del Segundo Congreso de la Internacional Comunista. Esta pequeña reunión insiste en la necesidad de “convocar la Conferencia Internacional de Mujeres Comunistas, aunque el número de delegadas no sea tan considerable como se hubiera deseado antes de finalizar el congreso”. La conferencia, que reúne a delegadas de 19 países, se celebra en Moscú, donde se ha desplazado el Congreso de la Internacional, del 30 de julio al 6 de agosto. Este congreso adopta los estatutos de los que la Internacional carecía hasta ese momento. El artículo 16 de estos estatutos (que incluyen 17 artículos) proclama: “El Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista sanciona el nombramiento de un secretario del movimiento femenino internacional y organiza una sección de Mujeres Comunistas de la Internacional”. Pero este congreso no entra en absoluto en pormenores y, si bien es cierto que adopta resoluciones sobre el movimiento sindical y los comités de fábrica, sobre la cuestión nacional y la colonial, la cuestión agraria y el parlamentarismo, también lo es que no aprueba ningún texto acerca de las mujeres. ¿Por qué? La respuesta se encuentra en las primeras líneas de la “Resolución sobre el papel del Partido Comunista en la revolución proletaria”, que afirman: “El proletariado mundial se halla en vísperas de una lucha decisiva, esto es, de la conquista del poder”. Por lo tanto, el congreso sólo examina aquellos problemas que, a su juicio, están directamente ligados a esta lucha decisiva. Y ésta es la razón por la que adoptan las famosas 21 condiciones de admisión de los partidos en la Internacional Comunista, que apuntan, sobre todo en palabras del propio texto, a evitar “la invasión [de la Internacional] por parte de grupos indecisos y titubeantes”, incapaces de preparar la toma del poder en razón de su estrecha vinculación con la democracia burguesa y sus instituciones parlamentarias. Desde el punto de vista de la Internacional, la cuestión femenina no participa de esta perspectiva inmediata. La Secretaría Femenina del Comité Ejecutivo de la Internacional (JSK), que el Congreso decidió crear, tarda varios meses en salir del limbo. El Comité Central de cada Partido Comunista tiene que crear una sección de mujeres [Jenotdel], como la del Comité Central del Partido Bolchevique, apoyada, en su caso, en toda una red de comisiones de mujeres repartidas por los diversos escalones del partido: la Secretaría Femenina ha de coordinar la red internacional proclamada pero aún embrionaria.

Organizadora de la primera Conferencia de Mujeres comunistas, Inessa Armand, tan agotada por ese trabajo como por las privaciones y la tensión del momento, parte a descansar al Cáucaso donde enferma, contagiada por la epidemia de cólera que asola la región, y muere el 24 de septiembre de 1920. Su muerte coincide con la recuperación de Alexandra Kollontai, quien había estado inmovilizada durante largos meses a causa del tifus. Es inmediatamente destinada a la dirección de la sección femenina del Comité Central del Partido Bolchevique, “sucede”, por consiguiente, a Inessa Armand. Sus diferentes escritos acerca de los problemas de la mujer y la familia habían causado un gran revuelo debido a sus argumentos en defensa del “amor libre” conjugados con su apología de la maternidad como deber social. En ese momento, Alexandra Kollontai se halla inmersa en la lucha de la Oposición Obrera que afirma que “la cúpula de la Administración soviética y del Partido Comunista se han convertido en una capa social con unos rasgos muy característicos”. De acuerdo con Alexandra Kollontai, “la Oposición Obrera reclama que la gestión de las diferentes ramas de la industria se ponga en manos de los productores organizados en sus sindicatos”. Pese a todo, Alexandra Kollontai se incorpora inmediatamente al trabajo.

La Secretaría Internacional Femenina

En un principio se piensa que la Secretaría Internacional Femenina esté constituida de tres a seis miembros, pero finalmente ésta se compone de ocho mujeres, de las cuales seis son rusas: Nadejda Krupskaia, Alexandra Kollontai, Lilina Zlata, Konkordia Samoilova, Liudmila Stal, Similova, la holandesa Henriette Roland Holst y la suiza Rosa Bloch, a las que se suma la secretaria general, Clara Zetkin. Esta vieja militante socialdemócrata alemana, que se hace comunista en 1918, se había ocupado durante mucho tiempo de los problemas de la opresión específica de las mujeres en la socialdemocracia alemana, donde sólo se le había prestado una atención cortés. A comienzos de 1920, Zetkin aconsejó a Lenin -y éste aceptó la idea- sobre la convocatoria de un congreso femenino internacional donde, a su juicio, Lenin habría querido reunir a las “pacifistas inglesas con sus aires de ladies, a las fogosas feministas francesas y a las piadosas cristianas, a las bendecidas por el Papa o a las que sólo juraban en nombre de Lutero” (Kollontai, 1973). Seguramente, Lenin sólo veía en esta suerte de “congreso” -que nunca tuvo lugar- una simple reunión de simpatizantes o “amigas” de la República Soviética y no el congreso de un movimiento político femenino. Poco antes, el 10 de enero de 1920, éste había dirigido un mensaje a la Secretaría Femenina del Congreso del Gobierno de Petrogrado. En este mensaje, Lenin describe de forma estrictamente delimitada las tareas del movimiento de mujeres en la Rusia Soviética de 1920 y, al no poder prever el inminente ataque de la Polonia de Pilsudski, afirma: “la guerra civil ha terminado; a partir de ahora, todos los trabajadores tienen que concentrar sus energías en una guerra no sangrienta contra el hambre, el frío y la destrucción. En esta guerra no sangrienta, las obreras y las campesinas están llamadas a desempeñar un papel particularmente importante” (Lenin, t. 52, 1977-1978); en definitiva, a emprender un combate social y político por la misma supervivencia del Estado soviético, sin ningún aspecto femenino particular.

En un marco similar, el movimiento internacional comunista femenino tiene asignadas tareas mucho más amplias. La Secretaría Femenina Internacional se reúne por primera vez el 20 de noviembre de 1920, bajo la responsabilidad de Kollontai, quien además presenta el informe introductorio en la Segunda Conferencia Internacional de Mujeres Comunistas que se reúne del 9 al 15 de junio de 1921 bajo la presidencia de Clara Zetkin, en vísperas del Tercer Congreso de la Internacional, donde el “trabajo femenino” tendrá un gran protagonismo. Dos meses antes había salido, en Stuttgart, el primer número de la revista La Internacional Comunista de las mujeres [Die Kommunistische Fraueninternationale], dirigida por Clara Zetkin. Kollontai comienza señalando los objetivos generales de la Secretaría Femenina Internacional: “Desarrollar la influencia de la Internacional en las más amplias masas de las trabajadoras proletarias o semiproletarias, y contribuir al fortalecimiento de los lazos entre las secciones femeninas [Jenotdel] de los partidos comunistas de los países occidentales y orientales”.

Tras seis meses de existencia, el balance del trabajo es desalentador: no hay -y esta realidad queda aún muy lejos- secciones femeninas en todos los partidos comunistas y, sobre todo, “no hemos recibido informes políticos de ninguna organización”, precisa Alexandra Kollontai, y “sólo siete organizaciones se han tomado la molestia de aportar documentos a la conferencia: Suecia, Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Suiza, Bulgaria y Alemania -el único país con el que la Secretaría mantiene alguna relación regular” (Kollontai, 1967).

Kollontai propone tres líneas de intervención: el día internacional de la mujer del 8 de marzo, la lucha contra la prostitución y la batalla por la despenalización del aborto, legalizado en la Rusia Soviética desde 1918. En un gran discurso programático, Clara Zetkin afirma que el peso de todas las medidas adoptadas por el régimen capitalista para asegurar su supervivencia recae con una fuerza particular sobre las mujeres y que, por ende,

“(… ) a las mujeres les afectan de una forma más intensa las necesidades vitales derivadas del régimen capitalista y agudizadas en este período de declive. Esta es la razón por la que la mujer debe intervenir como pionera de la revolución, pero no sola, por supuesto, ni aislada de las amplias masas del proletariado, sino como destacamento de vanguardia de la revolución”.

El largo debate de esta conferencia está atravesado por un análisis subyacente, implícito o no, de las perspectivas de la revolución. ¿Inminente o más lejana? Desde el punto de vista de Kollontai y de muchas otras delegadas, la revolución es inminente. Así, pues, Kollontai deja de lado el combate por las reivindicaciones sociales reduciéndolo a elementos de propaganda para la revolución y afirma que “no hay que dirigirse a las criadas y a las empleadas domésticas pidiendo para ellas la jornada de ocho horas y el derecho a una habitación propia, sino que es preciso decirles: sin la revolución, sin la dictadura del proletariado, sin el poder soviético, no lograréis estas dos reivindicaciones”.

Como no se trata de organizar a estas mujeres para ayudarlas a arrancar dichas reivindicaciones, sino de intentar convencerlas de que la revolución es la condición previa, necesaria, para obtener su satisfacción, el “trabajo femenino” debe consistir, esencialmente, en una actividad de propaganda. Y Kollontai concluye los trabajos expresando su esperanza de que la reunión prevista para el año siguiente sea una conferencia de las mujeres de los países soviéticos.

¿Qué hacer para lograrlo? La autora del informe no responde de ninguna manera a esta pregunta.

No obstante, en su intervención en nombre del Partido Bolchevique, Trotsky había intentado moderar los entusiasmos diciendo: desde el Primer Congreso “hemos perdido algunas ilusiones (. ), que hemos sustituido por una comprensión más nítida (…): la lucha será terriblemente dura, los acontecimientos se desarrollan más lentamente de lo que esperábamos”. Pero su intento es inútil., al menos, en el caso de Alexandra Kollontai.

En el debate, esta última se somete a dos series de críticas que, sin duda, coinciden con el análisis de Trotsky. Mientras Clara Zetkin le reprocha su desinterés por trabajar con las mujeres de la intelligentsia, otras dos delegadas, una coreana y una armenia, la acusan de ignorar totalmente la situación de las mujeres orientales -a quienes la guerra acababa de sacar de sus harenes-, que no cabe abordar como si se tratara de mujeres europeas. La conferencia marca, no obstante, un giro: en primer lugar, la Secretaría queda reestructurada como una auténtica Secretaría Internacional compuesta por seis mujeres: Clara Zetkin, Hertha Sturm, Lucie Colliard, Alexandra Kollontai, Lilina Zlata y Varvara Kasparova. Esta última, de origen tártaro, codirige, junto a Alexandra Kollontai, la sección de mujeres del Comité Central del Partido Bolchevique, encabeza la sección de Oriente de la Secretaría y es la responsable de la oficina de organización establecida. La conferencia desemboca en unas decisiones que serán confirmadas algunas semanas después en el Tercer Congreso de la Internacional, donde Clara Zetkin presenta un informe de sus trabajos recién terminados.

El Tercer Congreso de la Internacional Comunista

Este congreso, celebrado desde el 22 de junio al 12 de julio de 1921, adopta al menos tres resoluciones sobre las mujeres (entre un total de textos aprobados en el Congreso): unas “Tesis para la propaganda entre las mujeres”, una “Resolución sobre las relaciones internacionales de las mujeres comunistas con la Secretaría Femenina de la Internacional Comunista” y una “Resolución sobre las formas y métodos del trabajo comunista entre las mujeres”. Esta vez la cuestión femenina figura, por lo tanto, entre las grandes cuestiones del congreso, que afirma: “Es absolutamente irrefutable que la lucha revolucionaria del proletariado por el poder manifiesta en la actualidad un cierto debilitamiento, una cierta ralentización a escala mundial”. De ahí la necesidad conjunta de luchar por el Frente Unico (de comunistas y socialdemócratas) y de extender el trabajo de agitación, propaganda y organización en torno de las reivindicaciones de las masas más amplias.

Las tesis definen, al mismo tiempo, los principios generales que deben guiar una actividad comunista con las mujeres y las modalidades detalladas de esa actividad. La parte fundamental de las tesis es, sin duda, su sexto punto. “La lucha de la mujer contra su doble opresión, el capitalismo y la dependencia familiar y doméstica, debe adoptar en la próxima fase de su desarrollo un carácter internacional, transformándose en lucha del proletariado de ambos sexos por la dictadura y el régimen soviético.

Partiendo de la consideración de que “las mujeres nunca deben olvidar que todas las raíces de su esclavitud arraigan en el régimen burgués”, las tesis precisan que no hay cuestiones específicamente femeninas “y que el comunismo sólo se alcanzará gracias a la unión en la lucha de todos los explotados y no mediante la unión de las fuerzas femeninas de dos clases antagonistas”. El texto insiste, asimismo, en la necesidad de “combatir los prejuicios relativos a las mujeres en las masas del proletariado masculino, de luchar de forma sistemática contra la influencia de la tradición, las costumbres burguesas y la religión”. El congreso se declara enérgicamente contrario a cualquier suerte de organización separada de mujeres en el seno del partido, los sindicatos u otras asociaciones obreras, pero “reconoce la necesidad del Partido Comunista de emplear unos métodos de trabajo particulares entre las mujeres y estima útil la formación, en todos los partidos comunistas, de órganos especiales encargados de ese trabajo”, de secciones y diferentes comisiones femeninas.

En lo que atañe a las mujeres, el congreso distingue el trabajo que se debe realizar en tres sectores diferentes: en los países de régimen soviético, en los países capitalistas y en los países de economías económicamente atrasadas (Oriente). En relación con esta última región, se insiste en “la necesidad de luchar contra la influencia del nacionalismo y la religión en las mentalidades, y de trabajar, sobre todo, con la masa de obreras que trabajan a domicilio (pequeña industria) y con las trabajadoras de las plantaciones de arroz, algodón y otras, y se prevé una instrucción especial en los métodos de trabajo con las mujeres de Oriente”.

El texto termina con unas disposiciones de organización muy pormenorizadas, destinadas a ordenar este trabajo durante los años siguientes, pero la estalinización de la Unión Soviética y de los partidos comunistas las reducirá muy pronto a un mero envoltorio externo, liquidado, a su vez, entre 1935 y 1936.

A fin de organizar este trabajo, la Secretaría Femenina intenta constituir una red de “corresponsales” internacionales, que se reúnen por primera vez en Berlín los días 25 y 26 de enero de 1922. La segunda conferencia de las corresponsales internacionales, que vuelve a reunirse en Berlín durante los días 24 y 25 de octubre de 1922, precisa la orientación de esta actividad. Uno de los diez puntos de la orden del día aborda las “Principales cuestiones de la agitación y de la acción entre las mujeres proletarias”. Este punto hace hincapié en los problemas sociales, cuyo peso recae especialmente en las mujeres -“la carestía de la vida, el paro y el empobrecimiento creciente están en el centro de cualquier agitación femenina”- y añade la reivindicación de un “seguro para las futuras madres”, pero sin ninguna precisión más.

El Cuarto Congreso, que se reúne del 3 de noviembre al 5 de diciembre de 1922, anuncia un cambio de período aún invisible para los delegados: es el último congreso en el que Lenin tomará la palabra. Al mismo tiempo, Stalin, el nuevo secretario general del Comité Central y futuro “Padre de los Pueblos”, no llega a poner los pies en él, pese a ser el delegado oficial de su propio partido. Este congreso sólo dedica una breve resolución a “la acción femenina”, que subraya tanto el acierto de la orientación decidida en el congreso precedente como las extremas reticencias de los dirigentes de muchos de los partidos comunistas -que no se especifican- a ponerla en práctica:

Algunas secciones no han cumplido, o sólo lo han hecho de forma superficial, con su deber de sostener de forma sistemática el trabajo comunista entre las mujeres. A día de hoy, aún no han aplicado las reglas de organización de las mujeres comunistas en el Partido, ni creado los órganos del Partido indispensables de cara al trabajo entre mujeres y al establecimiento de lazos con estas últimas. El Cuarto Congreso exige a estas secciones que emprendan lo más rápidamente posible el trabajo descuidado (…). El frente único proletario sólo puede llevarse a cabo si las mujeres forman parte de él (…). Una sólida vinculación entre los partidos comunistas y las mujeres permitirá a estas últimas, en determinadas circunstancias, abrir el camino al frente único proletario en los movimientos de masas revolucionarios.

Una aplicación de geometría variable

Esta formulación bastante general no se precisa de ninguna otra manera. Pero uno de los partidos a los que apunta es al Partido Comunista francés, que se había mantenido prácticamente impermeable a las conminaciones del Tercer Congreso de la Internacional en éste y otros aspectos. Esta realidad se pone de manifiesto un mes antes, durante los debates de la Segunda Conferencia de las corresponsales internacionales, donde Marthe Bigot, responsable del “trabajo femenino” del Partido Comunista francés en esta conferencia, informa sobre el retraso del Partido. El Comité Directivo del PCF está flanqueado por una comisión central de mujeres, compuesta por ocho mujeres y dos hombres, y por una quincena de comisiones locales de todo el país.

El PCF publica un periódico para mujeres, L’Ouvrière [La Obrera], con una modesta tirada de 2.000 ejemplares. Sólo algo más del 2 por ciento de los afiliados al Partido son mujeres (1.800, esto es, ¡exactamente el 1/45 del total!). En definitiva, la típica actitud paternalista de la socialdemocracia europea se perpetúa en el Partido Comunista.

El panorama del trabajo femenino del Partido Comunista belga es similar al de su gran hermano francés. En la federación bruselense, el PCB no cuenta en ese momento más que con una sola y única sección femenina, dirigida por Berthe Kestemot, miembro del Comité Ejecutivo del Partido. Una vez al mes, la sección suele reunir una media de siete u ocho mujeres, por lo demás poco convencidas. Berthe Kestemot se lamenta con estas palabras: “El Partido en su conjunto no comprende ni el papel ni la utilidad de una sección femenina y no nos ofrece, en consecuencia, ninguna ayuda”.

La imagen del Partido Comunista alemán es igualmente caricaturesca. Su dirección, que, fascinada por la acción directa extraparlamentaria, lo conduce, en marzo de 1921, a una tentativa de huelga insurreccional minoritaria finalmente reprimida en un baño de sangre, es más que reservada con respecto al “trabajo femenino”, como, por otra parte, con respecto a cualquier otra actividad “de masas”. Además, esta dirección es hostil a Clara Zetkin, a quien se considera una “derechista”. A finales de 1920, Clara Zetkin crea un órgano de propaganda dirigido a las mujeres: Die Kommunistin. A este propósito, Gilbert Badia escribe: “Clara Zetkin está desde hace mucho tiempo convencida de que, dado el retraso político de las mujeres, es preciso dirigirse a ellas desde organizaciones específicas, con unos métodos y una propaganda diferentes de los utilizados con los trabajadores”. Desde su punto de vista, el peso de la ideología burguesa y patriarcal es mucho más importante en un país como Alemania que en Rusia. Además, también le gustaría desarrollar una actividad de propaganda específicamente dirigida a las intelectuales. En diciembre de 1920, la dirección del PCA la retira de la dirección del Die Kommunistin, al mismo tiempo que limita al máximo las actividades de la sección femenina del Comité Central.

Este panorama penoso contrasta con el de los partidos escandinavos, no obstante más débiles, o el del Partido Comunista checoslovaco.

El Comité Directivo el Partido Socialista Obrero Revolucionario finlandés (cobertura legal del prohibido PC finlandés) está flanqueado por una sección femenina de cinco miembros, presidida por Helena Fagerholm, quien tiene voz deliberativa en el Comité Directivo acerca de cualquier cuestión relativa al trabajo entre mujeres. La sección organiza un congreso femenino en diciembre de 1921. El Partido cuenta con 4.000 mujeres -es decir, el 22,5 por 100 del total de afiliados, y 38 secciones femeninas. También publica un periódico, La mujer trabajadora, cuya tirada oscila entre 2.000 y 2.500 ejemplares. En Finlandia, las mujeres tienen derecho de voto y hay seis mujeres diputadas en el Partido.

En lo que respecta al PC sueco, su Comité Central tiene una sub- sección femenina compuesta por cinco miembros mujeres y presidida por Gerda Linderot, miembro, asimismo, del Comité Central: esta subsección se reúne dos veces al mes. En caso de que su presidenta no sea una miembro electa del Comité Central, de acuerdo con los estatutos, este último está obligado a invitarla a las discusiones acerca de cualquier cuestión relativa a las mujeres. En contra de las instrucciones explícitas de la Internacional, el Partido comprende diferentes secciones femeninas de base que engloban a un poco más de la mitad de las 2.111 mujeres afiliadas al mismo en 1921. Las mujeres pagan unas cuotas inferiores a las de los hombres.

Pero donde el trabajo está organizado aún más minuciosamente es, sin duda, en el Partido Comunista checoslovaco. Junto al Comité Central del Partido existe un Comité Femenino Central compuesto por mujeres alemanas, checas y eslovacas, que se encarga de la propaganda entre las mujeres en todo el país y publica tres periódicos para mujeres: Kommunistka, en checo (tirada de 9.000 ejemplares), Kommunistin (en alemán para los Sudetes, tirada de 1.200 ejemplares); Zena (para las mujeres de la región de Brün, tirada de 7.000 ejemplares) y prevé la publicación de un cuarto periódico en eslovaco, Prole- tarka, pero no dispone de un presupuesto autónomo. La Secretaría del Comité Femenino es miembro con voz consultiva del Comité Central del Partido, pero tiene voz deliberativa en lo que atañe a las cuestiones femeninas. Existen secciones femeninas y comités femeninos de distrito. Al igual que en Suecia, las cuotas femeninas son inferiores a las masculinas.

Otros partidos, enredados durante mucho tiempo en los problemas de su propia fundación y los conflictos internos relativos a la orientación y constitución de una dirección más o menos homogénea, se implican tarde en esta actividad. Este es el caso, en especial, del Partido Comunista italiano. El primer número del periódico bimensual Compagna no aparece hasta enero de 1922, diez meses antes de la marcha sobre Roma de Mussolini, cuyo acceso al poder reduce rápidamente al movimiento obrero a la clandestinidad. Durante el Segundo Congreso Nacional del PCI, en marzo de 1922, tiene lugar una primera conferencia femenina en la que Antonio Gramsci pronuncia un discurso -hoy perdido- sobre la importancia de la lucha por la emancipación femenina. Compagna, cuya tirada es de 7.200 ejemplares, consigue más de 1.000 abonadas en tres meses, pero los complejos debates de orientación general en el seno de la dirección del PCI marginan esta actividad. En este sentido, resulta significativo el silencio tanto en torno del trabajo femenino como en lo que atañe a la actividad de los sindicatos y la juventud (pese a la existencia de una organización juvenil) del extenso informe de ocho páginas de interlineado simple, escritas por el representante de la Internacional, Jules Humbert Droz, en abril de 1924, tras la derrota del PCI, que sólo obtiene 266.145 votos frente a los 4.690.000 del Partido Fascista en unas elecciones legislativas amañadas (Humbert-Droz, 1971).

La marginalidad y el ingreso del PCI en la más absoluta ilegalidad en 1926 le permiten, al igual que al PC francés, la aplicación indolora del cambio de orientación que acompaña la bolchevización de la Internacional; esto es, su caporalización emprendida en 1924 y 1925 por Zinoviev -tras la muerte de Lenin- y rematada por Stalin.

La nueva línea de la Internacional

A partir del 15 de mayo de 1925, el Comité Ejecutivo de la Internacional decide rebautizar la Secretaría Internacional Femenina como Sección femenina del Comité Ejecutivo, reduciendo, en definitiva, su estatus y autonomía: una decisión a cuyo propósito se precisa, no sin cierto cinismo, que, “durante cualquier intervención ante un público amplio, conviene conservar, por razones tácticas, la denominación de Secretaría Internacional Femenina”.

Esta decisión podría explicarse -al menos en parte- por las reservas de Clara Zetkin con respecto al triunvirato que dirige en ese momento la URSS (Stalin, Zinoviev y Kamenev) y por la pertenencia de Kasparova a la Oposición de Izquierda. Pero esta primera normalización encierra unas razones más profundas. Unos meses después del XIV Congreso en el que rompe con Zinoviev y Kamenev, dirigentes de una Nueva Oposición derrotada, Stalin proclama: “No se debe jugar con la igualdad porque es jugar con fuego” (Stalin, 1984). Stalin apunta aquí a la igualdad social y política, esto es, a la igualdad entre el hombre y la mujer. La burocracia parasitaria que va elevándose por encima de la sociedad se alimenta de privilegios disimulados en medio de un contexto de penuria. Christian Racovski estigmatiza las costumbres de esta carta proliferante con las siguientes palabras, escritas en agosto de 1928: “Robos, prevaricaciones, violencias, sobornos, abusos de poder inauditos, despotismo sin límites, embriaguez, corrupción”. En una formulación más concisa, Vladimir Sosnovski habla del factor “harén-automóvil”, donde ambos elementos son indisociables el uno del otro: la amante secretaria y el coche son, ambos, privilegios y signos de poder. La profundización de la diferencia social acompaña la constricción, por partida doble, de la mujer al papel de secretaria (complaciente, conforme a la tradición del vodevil burgués) y de la obrera al rango decorativo de productora de choque, muy pronto celebrada como madre de familia -y de una familia lo más numerosa posible.

Este cambio de orientación aparece de forma caricaturesca en el Partido Comunista alemán, que crea, en ese mismo año de 1925, una Frauen und Mädchen Bund [Unión de Mujeres y jóvenes], sección femenina de la organización de combate del Partido, Unión de Combate Frente Rojo [Roter Front Kämferbund], gran organizadora de viriles desfiles paramilitares. No se puede indicar de una forma más clara que el “trabajo femenino” se centra en unas formas militantes que no pueden más que alejar, por decir lo menos, a la masa de las trabajadoras, poco dispuestas a transformarse en miembros del servicio de seguridad o de unidades de combate del partido. Pese a sus reticencias, Clara Zetkin termina por aceptar la presidencia de esta sección femenina del Frente Rojo. Al mismo tiempo, la Secretaría de la Internacional suspende definitivamente su publicación teórica en lengua alemana: Die Kommunistische Fraueninternationale [La Internacional Comunista de las mujeres].

Es el comienzo de un abandono acelerado del “trabajo femenino” de la Internacional. En 1920 se celebra una conferencia de mujeres comunistas en Moscú. En 1921 tiene lugar otra y en 1924, tras un intervalo de tres años, una más. En 1926 se organiza una nueva conferencia, la última. En noviembre de 1927, la Secretaría Femenina organiza en Moscú una conferencia con las mujeres que asisten a la celebración del Décimo Aniversario de la Revolución: el turismo es la consigna de esta conferencia puramente decorativa.

El camuflaje se conjuga con el abandono que debe enmascarar. En 1928, la Academia Comunista de Moscú abre una sección de investigación sobre los problemas del trabajo femenino y confía a Clara Zetkin la tarea de elaborar sus documentos rectores. De acuerdo con Gilbert Badia (1993), quien cita una tesis inédita de Gudrun Partisch sobre la actividad política femenina de Clara Zetkin de 1923 a 1933: “Clara Zetkin elabora entonces tres cuestionarios: uno versa sobre los conflictos en el seno de las parejas (divorcios, pensiones alimentarias, custodia de los hijos), otro sobre la aplicación de las leyes (verificar el cese efectivo de la discriminación padecida por las mujeres) y el tercero se destina a aclarar las condiciones de despido de las trabajadoras y la forma en que los tribunales competentes reciben y tratan sus eventuales denuncias”.

Badia añade: “Por desgracia, ningún documento accesible da prueba de que estos cuestionarios se repartieran ni, a fortiori, de que se usaran”.

Cuatro meses después, la novena reunión plenaria del Comité Ejecutivo de la Internacional sólo evoca el “trabajo femenino” en una resolución relativa a la cuestión sindical que afirma la necesidad de “reclutar a mujeres y jóvenes en el sindicato, [de] hacerles participar activamente en el trabajo sindical” (Noveno Plenario del CEIC). En agosto de 1930, la Secretaría Femenina organiza en Moscú una conferencia de responsables de las secciones femeninas de los comités centrales de los partidos europeos y estadounidenses. Sepulturera, dicha conferencia será la última reunión organizada por la Secretaría.

La Conferencia de Moscú aclara parcialmente las razones de esta muerte programada. Esta se celebra en plena proclamación de lo que Moscú y la Internacional denominan el “Tercer Período”: después del período revolucionario, el primero; del período de estabilización del capitalismo, el segundo, y viene el tercer período, que es el del asalto final contra el orden burgués y sus lacayos, siendo los más peligrosos los socialdemócratas -calificados de “socialfascistas” y tanto más peligrosos, se piensa, cuanto más de izquierda. La Conferencia de 1930 define el “trabajo femenino” en el marco de esa rigidez sectaria. La tónica la marca la delegación alemana, la más firmemente comprometida -bajo las órdenes de Moscú- en la denuncia de los “socialfascistas”, en el flirteo suicida con los nazis impuesto por Stalin y, a partir de ese momento, en la liquidación de toda suerte de “trabajo femenino” específico.

Ruth Overlakh, quien dirige la sección femenina del Comité Central del PC alemán, preside la conferencia. Overlakh comienza denunciando la atracción, a su juicio excesivo, por las “cuestiones femeninas”:

“A menudo, nuestras secciones femeninas y nuestras militantes mujeres se ocupan principalmente, y a veces en exclusiva, de las supuestas ‘cuestiones femeninas’. Esta dedicación exclusiva a las supuestas cuestiones femeninas las retrasa, inevitablemente, con respecto al ritmo de trabajo de masa del Partido y las lleva al aislamiento del trabajo entre mujeres. Y este aislamiento las conduce, a su vez, a deslizarse por la pendiente del oportunismo (…). Todo esto desemboca en el hecho de que los órganos de este trabajo femenino han sido, hasta estos últimos años, esencialmente conciliadores y derechistas”.

Sin embargo, Overlakh denuncia el rechazo tenaz de los diferentes partidos comunistas del mundo a la organización de reuniones específicamente femeninas y define seis tareas concretas para proponer a las mujeres. La más nítidamente “femenina” es. ¡la acción contra los esquiroles y los rompedores de huelgas! “Presencia masiva en los piquetes de huelga formando un muro compacto; las mujeres controlan a cualquier trabajador que se acerque: ¿se trata de un esquirol o no?”. Ruth Overlakh exalta la acción de las mujeres en un piquete de huelga que han medio desnudado y expulsado a un nazi cerca de su fábrica o se han lanzado en masa sobre unos vehículos llenos de esquiroles para impedir su entrada. Así, pues, las obreras son tratadas como un simple comando de choque huelguista. La rusa Serafina Gopner, jefa del sector de agitación y propaganda del Comité Ejecutivo, llega aún más lejos:

“Es preciso hacer comprender a las mujeres de los obreros que no hay revolución sin sacrificio, para que, de esta forma, puedan aceptar que no haya pan en casa y sus hijos pasen hambre cuando su marido esté participando en una huelga”.

Junto a ese heroísmo por delegación, los informes de las delegadas nacionales expresan algunas veces una preocupación real.

Allard, del Partido Comunista francés, se lamenta: “De Francia cabe decir que el trabajo con las mujeres está mucho más retrasado que en muchos otros países”. Su compatriota Jeanne Bulland, quien dirige la sección femenina del Comité Central del PCF, concreta: “Es preciso decir abiertamente que en nuestro país el Partido Comunista apenas se ha ocupado todavía de organizar el trabajo entre mujeres”.

Por lo tanto, ¡no se ha producido ningún cambio desde hace diez años! El PCF augura así el próximo abandono de este “trabajo” por parte de Moscú y, por ende, por parte de la Internacional.

Esta conferencia está efectivamente marcada por un varapalo que anuncia el estrangulamiento definitivo. El Comité Ejecutivo de la Internacional envía a dos inspectores: el finlandés Otto Kuusinen, quien limita el “trabajo femenino” a la “participación en las luchas económicas en general, en las luchas de masa en general”, a quien la delegada rusa MoÏrova agradece su forma de “bolchevizar” el trabajo femenino. El otro, Vassiliev, es aún más brutal:

“La sección femenina que sea incapaz de encontrar obreras capacitadas para participar en la organización de las huelgas, en la organización de la resistencia física a la policía o en la organización de toda forma de autodefensa durante las huelgas ha de ser inmediatamente disuelta sin la menor discusión”.

Un “trabajo femenino” asentado en la “resistencia” física a la policía y en la “audodefensa” -en definitiva, en la confrontación física- termina obligatoriamente reducido a su expresión más simple. Y Vassiliev lo reduce todavía más, apartando de un manotazo despectivo a “las amas de casa, las enfermeras y las mujeres juristas”, que sólo sirven para ser utilizadas. Esta orientación deliberadamente suicida elimina todo “trabajo femenino”. En 1932, la diputada comunista alemana Maria Reese escribe a Clara Zetkin: “Nuestra sección femenina es una catástrofe”, justo en el momento en que el paro de masas conduce a la desesperación a cientos de miles de mujeres.

Esto no es óbice para que, en septiembre de 1932, la duodécima reunión plenaria del Comité Ejecutivo de la Internacional repita la invocación ritual de

“(…) poner resueltamente fin a la subestimación del trabajo en el seno de las masas femeninas proletarias, que es una tarea especialmente importante en este momento; es importante desarrollar la movilización de las obreras sobre la base de las asambleas de delegadas, que es una tarea particularmente importante en este momento”.

El estilo descuidado de la redacción subraya la ligereza con la que esta actividad será considerara a partir de ese momento en Moscú.

El caos de la industrialización estalinista, así como la brutalidad expeditiva y el ritmo de las colectivizaciones de tierras, deteriora la situación jurídica y material de la mujer trabajadora en la URSS (salvo la de las mujeres de los apparatchiks, las cuales, por su parte, serán muy pronto obligadas a enfrentarse a la angustia del terror estalinista que se abate sobre muchos de sus maridos, arrastrando a toda la familia a una caída bañada en sangre). Este deterioro, que exige la asfixia del “trabajo femenino” en los partidos comunistas, se pone de manifiesto de tres formas distintas.

Uno. El empeoramiento de las condiciones de vida y de vivienda que acompaña la colectivización forzosa o la industrialización caótica: la transferencia de millones de campesinos y campesinas a las fábricas y a la “ciudad” no va acompañada de ningún esfuerzo serio de construcción de viviendas. En estas condiciones, el mismo departamento comunitario se convierte en un lujo: miles de obreros y obreras se hacinan con sus hijos en hogares colectivos miserables e incluso en vagones abandonados. En sus Memorias de una abogada, Dina Kaminskaia (1978) recuerda las “horribles cabañas de madera, semejantes a cuchitriles, sin agua corriente ni desagüe y divididas en cubículos diminutos”, a las que acudía a defender a “mujeres que habían tratado de llevarse a casa algún trozo de azúcar o algunas cucharadas de mermelada de la fábrica bolchevique de confituras donde trabajaban, para alimentar a sus críos muertos de hambre”, un delito que, desde un decreto, del 7 de agosto de 1932, redactado personalmente por Stalin, podía acarrear la pena de muerte o, como poco, en caso de circunstancias atenuantes, una condena de diez años en un campo de concentración. De acuerdo con Trotsky, “la verdadera emancipación de la mujer es imposible en el terreno de la miseria socializada”. La estrechez de los salarios y la proliferación de una capa privilegiada favorecen el desarrollo de la prostitución, tan oficialmente inexistente como el gulag, donde se organiza el trabajo forzoso gratuito de mujeres y hombres. La red social de guarderías y jardines de infancia está mucho menos desarrollada que la de los campos de concentración. Mientras la obrera y la empleada están sometidas a una opresión social y a una esclavitud familiar que se presentan como la misma realización del socialismo; la esposa del alto burócrata, liberada de las preocupaciones de lo cotidiano gracias a una red de tiendas especializadas y a una oferta barata de mano de obra femenina para el servicio doméstico, puede dedicarse al ocio, siempre y cuando la represión policial no venga a enturbiar su bienestar provisional.

Dos. La obrera se transforma en una simple productora: el lanzamiento del estajanovismo en 1935 va acompañado de una promoción similar de mujeres tractoristas, obreras textiles y ordeñadoras de vacas de caderas anchas y buena musculatura, cuya vida “familiar” se oculta cuidadosamente, habida cuenta de que su papel consiste en producir cada vez más y en encarnar la devoción absoluta al plan constantemente manipulado y al trabajo deificado.

Tres. El Kremlin desea una estabilización social de la familia, pero promueve, al mismo tiempo, prácticas policiales -como la denuncia de los padres por parte de sus hijos- destinadas a tratar de impedir que aquella se convierta en el último refugio del pensamiento libre y no controlado. En 1934, Stalin promulga un nuevo código de familia que penaliza severamente el divorcio: el primer divorcio cuesta 50 rublos, el segundo 150 y el tercero 300, cuando el salario medio mensual de un obrero cualificado gira alrededor de los 200 rublos.

La nueva política del Kremlin podría encarnarse fácilmente en el lema “Trabajo, familia y patria”, con un solo matiz: si, durante la “Revolución nacional” de Pétain, la mujer tiene que quedarse en casa para parir y criar a sus hijos, la mujer estalinista ha de tener niños en casa pero también producir en la fábrica o el campo, y confiar a sus hijos a las instituciones colectivas, por otra parte escasas. El nuevo culto a la familia y a la fecundidad resucita al personaje arcaico de la “abuela” cuidadora de los niños. La “alta” sociedad rescata las costumbres de la corte zarista: la afición del Buró Político -y, sobre todo, de Kalinin, el presidente de la república-, a las bailarinas, es notoria.

Debido a la dificultad de encarrilar el “trabajo femenino” de los países capitalistas en esa misma dirección, la estalinización de los partidos comunistas genera la decadencia de ese “trabajo” concebido como actividad de clase o comunista, aunque sea de manera formal o decorativa. La correspondencia entre la Secretaría Internacional Femenina de la Internacional Comunista y las secciones femeninas de los comités centrales de los partidos comunistas es muy instructiva a este respecto: el último intercambio con China se produce en diciembre de 1930, con España y Polonia en diciembre de 1934, con Inglaterra y, más sorprendentemente, con Francia, en marzo de 1935. El cese de esta actividad coincide, asimismo, con el giro patriótico del PCF (Stalin expresa a Pierre Laval -en ese momento ministro de Asuntos Exteriores galo- su comprensión por el esfuerzo de guerra francés), con la preparación del Séptimo y último Congreso de la Internacional Comunista -centrado en la alianza con los partidos “radicales” y similares por todo el mundo y con la denuncia y condena del aborto en la URSS en 1936.

Pese a todo, el Séptimo Congreso de la Internacional Comunista vota, el 1° de agosto, una resolución que vuelve a estigmatizar “la subestimación del trabajo entre las mujeres trabajadoras”. Se trata de una fórmula ritual inserta en una letanía sobre la “subestimación del trabajo en los sindicatos reformistas y fascistas, y en las organizaciones de masa de los trabajadores creadas por los partidos burgueses […] de la importancia del trabajo entre los campesinos y las masas de la pequeña burguesía urbana” (el Séptimo Congreso de la Internacional Comunista). La prueba del carácter puramente ritual es que el congreso no adopta ninguna decisión relacionada con el “trabajo femenino”.

La disolución de la Secretaría Internacional Femenina

Por si fuera poco, tres meses después, en noviembre de 1935, el Comité Ejecutivo de la Internacional disuelve la Secretaría Internacional Femenina (que, recordemos, había sido rebautizada como Sección Femenina del Comité Ejecutivo). Las secciones femeninas de los comités centrales de los partidos comunistas, aun formalmente activas, desaparecen.

Se abre la veda para el lanzamiento de una campaña antiabortista en la URSS. Troud, el periódico de los sindicatos, publica el 17 de abril de 1936 un artículo de Stalin, cuya formulación anticipa, palabra por palabra, el discurso de las organizaciones que pretenden prohibir el aborto en nombre del “derecho a la vida”:

Hacen falta hombres. El aborto, que destruye la vida, es inadmisible en nuestro país. La mujer soviética tiene los mismos derechos que el hombre, pero esto no la exime del deber grande y noble otorgado por la naturaleza: la mujer es madre, dadora de vida, lo cual no es, ciertamente, un asunto privado, sino un asunto de gran importancia social.

Soltz, miembro de la Corte Suprema y antiguo presidente de la Comisión de Control del Partido, declara: “Dado que la sociedad socialista no conoce el paro, la mujer no puede disfrutar del derecho a rechazar las ‘alegrías de la maternidad’, por consiguiente, es preciso prohibir el aborto”.

El 27 de junio de 1936 se promulga una ley que prohíbe el aborto durante el primer embarazo. Dos meses más tarde, en agosto de 1936, el primer juicio de Moscú, que termina con la condena a muerte de 16 antiguos dirigentes del Partido Bolchevique y de la revolución -entre los que figuran Zinoviev y Kamenev- desata el terror contra los trotskistas y contra cientos de miles de hombres y mujeres así etiquetados.

En ese mismo mes, agosto de 1936, Stato Operario, la revista mensual del Partido Comunista de Italia, publica un llamamiento largo y apremiante su Comité Central: “¡A los antiguos combatientes y a los voluntarios de la guerra de Abisinia […], a los intelectuales, a los jóvenes, a las mujeres, a todo el pueblo italiano!”. Su objetivo: “La salvación de Italia, la reconciliación del pueblo italiano”. El llamamiento proclama con fuerza que “el programa fascista de 1919 no ha sido llevado a cabo. ¡Pueblo italiano! ¡Fascistas de la vieja guardia! ¡Jóvenes fascistas! Nosotros, los comunistas, hacemos nuestro el programa fascista de 1919, que es un programa de paz, de libertad y de defensa de los intereses de los trabajadores y os decimos: unámonos en la lucha por la realización de ese programa”.

Esta postura exigía la eliminación de los opositores, etiquetados -lo fueran o no- de trotskistas y denunciados como agentes fascistas: en la Italia de Mussolini y del concordato de Letrán firmado con el Vaticano, esta postura suponía el abandono de cualquier política, aunque fuera únicamente teórica, de defensa de los derechos elementales de las mujeres y de los de las obreras y campesinas, en particular.

A partir de ese momento, las mujeres son reducidas a una imaginería de Epinal y la Moukhina2, que coronaba el pabellón soviético en la Feria Internacional de París de 1937, infinitamente reproducida, ofrece una visión paradigmática: las mujeres sólo sirven ya como motivos para exaltar la felicidad y el entusiasmo de la mujer soviética, para entonar los varoniles acentos de las victorias ineluctables -aunque regularmente desmentidas por los hechos-, para denunciar al enemigo de turno y para estigmatizar la infamia de los trotskistas. Así, pues, el número de marzo de 1938 de la revista La Internacional Comunista publica un artículo de Nadejda Krupskaia, la viuda de Lenin, titulado “Las mujeres de la URSS, felices e iguales en derechos a los hombres” y dos de Dolores Ibarruri, dirigente del Partido Comunista español, conocida como “La Pasionaria”: el “Llamamiento a las mujeres alemanas para que impidan el envío de sus hijos a España” y una pomposa oda en prosa dedicada al día internacional de la Mujer del 8 de marzo, calificado como “Día de la esperanza”. Krupskaia rinde homenaje a la mujer soviética denunciando a los condenados en el tercer proceso de Moscú: “El proceso de los traidores a la causa de la clase obrera, a la causa del socialismo, el juicio al “bloque derechista y trotskista” (…). La historia no fue nunca testigo de una traición de tal magnitud, de una traición tan abominable”. Dolores Ibarruri profetiza: “En nuestra España radiante de Sol y de flores, de paisajes espléndidos, de montañas maravillosas, llanuras ardientes y valles umbrosos, etc., el fascismo se romperá los dientes”. Sigue en la misma línea durante párrafos y párrafos, pero como, al fin y al cabo, no se puede dejar de hablar de las mujeres en el día que se les dedica, termina clamando: “Con sus manos trabajadoras, valientes frente al enemigo, las mujeres construyen la España del mañana”. ¿Cómo? Puro misterio. De hecho, la España republicana caerá algunos pocos meses después de la impresión de esas palabras enfáticas: “la Pasionaria” continuará su carrera burocrática, símbolo satisfecho del estalinismo y la liquidación del “trabajo femenino” de la Internacional Comunista, cuya disolución, decidida por Stalin, se firmará cinco años después en Moscú.

En efecto, el 15 de mayo de 1943 se disuelve la Internacional Comunista, que Stalin calificaba despectivamente de “boutique”. Bajo la dirección de los partidos comunistas no tardan en surgir organizaciones nacionales sin riberas ni fronteras, al estilo de la “Unión de Mujeres Francesas” que, junto a la Iglesia, emprenden vigorosas campañas antiabortistas. Se acabaron los tiempos en los que Clara Zetkin y las mujeres comunistas hacían campaña contra el artículo 218 del Código Penal alemán, el cual amenazaba con penas de prisión a las mujeres convencidas de abortar, o contra la encíclica papal Casti connubii. El arte estalinista rinde homenaje a las mujeres cabo con pañoleta, mientras el Gulag crea campos de concentración o zonas femeninas, último refugio de los derechos de la mujer.

Tras la disolución de la Internacional Comunista, la anunciada vuelta a los valores del pasado se ultima en la semántica: el Consejo de los Comisarios del Pueblo se rebautiza, en marzo de 1946, con el nombre de Consejo de Ministros y, más tarde, el ejército rojo obrero y campesino pierde sus tres adjetivos. Una auténtica histeria nacionalista redobla la campaña antisemita que culmina con la eliminación del comité antifascista judío (1948-1952) y, más adelante, con el supuesto complot de los médicos, denunciado públicamente el 13 de enero de 1953 -el círculo de la reacción política se cierra. Una imagen simboliza ese cierre: la pequeña Kazakh, fotografiada en 1937 en brazos de Stalin, con un ramo de flores en la mano, símbolo de la felicidad de la vida bajo la constitución estalinista -la más democrática del mundo. Dicha fotografía ilustra la portada del semanario La vida obrera de la CGT del 11-17 de marzo de 1953, que llora la muerte de Stalin, estaba entonces en el gulag tras la ejecución de su padre y la muerte de su madre en el campo de concentración.

Jean Jacques Marie, historiador francés y militante del Parti des travailleurs, entre sus libros se encuentran las biografías de Lenin, Trotsky y Stalin, y estudios como Cronstadt, La Guerre civile russe y Beria: Le bourreau politique de Staline.

NOTAS

1. Alexandra Kollontai: revolucionaria rusa, menchevique de 1908 a 1915. De acuerdo con su propia autobiografía planteó, en 1905, los fundamentos de una organización de mujeres obreras. Kollontai fue la primera mujer elegida en el Comité Ejecutivo del Soviet de Petrogrado, miembro del Comité Ejecutivo Panruso, primera mujer comisaria del pueblo en el primer gobierno soviético y, por último, miembro del Comité Central del Partido Bolchevique desde agosto de 1917 a marzo de 1918.

2. “Imaginería de Epinal”: serie de estampas de temática popular y vivos colores que se produjeron en Francia durante el siglo XIX; hoy, en un sentido figurado se refiere a una visión tradicionalista y naif de las cosas. “Moukhina”: gigantesca escultura en acero inoxidable representando a un obrero y una koljosiana (campesina de granja colectiva) empuñando su hoz (nota del editor).


Bibliografía

Fuentes

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