Hace 60 años, el 14 de noviembre de 1831, murió un hombre que, sin ninguna duda, ocupará siempre uno de los primeros lugares en la historia del pensamiento. Ninguna de las ciencias que los franceses llaman “ciencias morales y políticas” se mantuvo incólume ante la poderosa y fructífera influencia del genio de Hegel. La dialéctica, la lógica, la historia, el derecho, la estética, la historia de la filosofía y la historia de la religión asumieron un nuevo contenido gracias al impulso de Hegel.
La filosofía hegeliana forjó y templó el pensamiento de hombres como David Strauss, Bruno Bauer, Feuerbach, Fischer, Gans, Lassalle y, finalmente, Marx y Engels. Durante su vida, Hegel gozó de una inmensa fama mundial. Después de su muerte, en la década de 1830, la casi universal atracción que despertó su filosofía se hizo aún más notable. Pero luego vino una rápida reacción. Se lo empezó a tratar, en palabras de Marx, “del mismo modo que el valiente Moses Mendelssohn trató a Spinoza en tiempos de Lessing, como a un ‘perro muerto’”. El interés en su filosofía desapareció del todo en los círculos “educados” y en el mundo científico se debilitó hasta tal punto que hasta ahora ningún especialista en la historia de la filosofía ha pensado en definir y establecer el “valor duradero” de la filosofía hegeliana en las diversas ramas de la ciencia con las que se relaciona. Más adelante explicaremos las razones de esta actitud hacia Hegel; por ahora, señalemos que en el futuro cercano podemos esperar un resurgimiento del interés en su filosofía y, en particular, en su filosofía de la historia. El enorme éxito del movimiento obrero, que obliga a las clases educadas a interesarse en la teoría bajo cuya bandera se desarrolla este movimiento, también las obligará a interesarse en el origen histórico de esa teoría.
Y, una vez que se interesen en ella, pronto llegarán a Hegel, quien entonces se transformará ante sus ojos: de “un filósofo de la Restauración” al precursor de las ideas modernas más avanzadas. Por ello podemos predecir que, aunque resurja el interés por Hegel entre las clases educadas, nunca adoptarán la actitud de profunda simpatía de que fue objeto hace sesenta años en los países de cultura germana. Por el contrario, los académicos burgueses emprenderán una ferviente “revisión crítica” de la filosofía de Hegel, y se obtendrán muchos diplomas de doctorado en la lucha contra las “exageraciones” y la “arbitrariedad lógica” del profesor muerto.
Naturalmente, la única ganancia para la ciencia de esa “revisión crítica” será que los apologistas ilustrados del orden capitalista demostrarán una u otra vez su incapacidad teórica, así como ya la han demostrado en el campo de la política. Pero no sin razón se dice que siempre es útil “explorar las raíces de la verdad”. El resurgimiento del interés en la filosofía de Hegel dará a las personas imparciales la oportunidad de estudiar sus obras con independencia. Este trabajo mental no será fácil, pero será muy provechoso. Quienes realmente desean conocer, aprenderán mucho de Hegel.
En este artículo intentamos evaluar las concepciones histórico-filosóficas del gran pensador alemán. Esto ya fue hecho en líneas generales, por la mano de un maestro, en los excelentes artículos de Engels, “Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana”, los cuales aparecieron en Neue Zeit y luego se publicaron en forma de folleto. Pero pensamos que estas concepciones de Hegel merecen un análisis más detallado.
La importancia de Hegel en las ciencias sociales está determinada, primero que todo, por el hecho de que él examinó todos los fenómenos sociales desde el punto de vista del proceso des Werdens [del devenir], es decir, de su aparición y su desaparición. A muchas personas les puede parecer que esto no tiene ningún mérito pues, aparentemente, los fenómenos sociales no se pueden considerar de otra manera. Pero, en primer lugar, como veremos luego, aún hoy este punto de vista está lejos de ser entendido por muchos de quienes se autodenominan “evolucionistas”; y, en segundo lugar, las personas que estudiaban las ciencias sociales en la época de Hegel estaban aún más lejos de este punto de vista. Baste recordar a los socialistas y a los economistas de esos días. Sin duda, los socialistas consideraban que el sistema burgués era muy perjudicial; no obstante, pensaban que era un producto accidental del error humano. Los economistas estaban entusiasmados y no encontraban palabras para elogiar al sistema capitalista; pero, también consideraban que no era más que el fruto del descubrimiento accidental de la verdad. Ni los primeros ni los segundos fueron más allá de esta contraposición abstracta de la verdad y el error, aunque las enseñanzas de los socialistas contenían atisbos de una concepción más correcta.
A los ojos de Hegel, esa contraposición abstracta entre verdad y error era uno de esos absurdos en los que suele caer el pensamiento “racional”: Jean Baptiste Say consideraba inútil estudiar la historia de la economía política porque antes de Adam Smith todos los economistas profesaban teorías erróneas. Para Hegel, la filosofía sólo era la expresión intelectual de su época.
Toda filosofía que ha sido “superada” en una época particular era la verdad en su tiempo. Aunque fuese únicamente por esta razón, Hegel nunca descartó los sistemas filosóficos anteriores como basura antigua e inútil. Por el contrario, dijo que “la filosofía más reciente es el resultado de todas las filosofías precedentes y, por ello, debe incluir los principios de todas ellas” (Hegel, 1999: 13). En la base de esta visión de la historia de la filosofía se encuentra, por supuesto, la concepción puramente idealista de que el “Arquitecto ha dirigido la obra [es decir, la obra del pensamiento filosófico] y que el Arquitecto es el único Espíritu viviente cuya naturaleza es pensar, traer a la autoconciencia lo que él es, y, por tanto, con su ser puesto como objeto ante él, ser a la vez levantado por encima, y así llegar a una etapa superior de su propio ser” (Hegel, 1999: 13).
Pero el materialismo más coherente no niega que todo sistema filosófico particular no es más que la expresión intelectual de su época. Y si, volviendo a la historia de la economía política, nos preguntáramos desde qué punto de vista debemos enfocarla en la actualidad, veremos de inmediato que estamos mucho más cerca de Hegel que de Say. Por ejemplo, desde el punto de vista de Say -es decir, desde el punto de vista de la contraposición abstracta de la verdad y el error-, el sistema mercantil, e incluso el sistema de los fisiócratas, no parece ser más que un absurdo en el que la mente humana cayó accidentalmente. Pero, hoy sabemos en qué medida cada uno de los sistemas mencionados era el producto necesario de su época:
“Si el sistema monetario y mercantil consideraba que el comercio mundial y las ramas del trabajo nacional vinculadas directamente con este comercio eran las únicas fuentes verdaderas de riqueza y de dinero, debemos tener en cuenta que, en esa época, una gran parte de la producción nacional aún revestía formas feudales y era la fuente inmediata de medios de subsistencia de sus productores. La mayoría de los productos no se transformaba en mercancías, por lo tanto no se convertía en dinero, no entraba en la circulación material de la vida social y, por ello, no aparecía como materialización del trabajo abstracto ni tampoco constituía -de hecho- riqueza burguesa (…). En conformidad con la fase preparatoria de la producción burguesa, esos profetas no reconocidos se aferraron a la forma tangible y brillante del valor de cambio, a su forma de mercancía universal separada de todas las mercancías particulares” (Marx, 1959: 216-217).
Marx explica la polémica entre los fisiócratas y sus oponentes como una disputa sobre cuál es el tipo de trabajo “que crea plusvalor” (Marx, 1959: 64). ¿No era esta pregunta la más “oportuna” para la burguesía, que entonces se preparaba para apoderarse de todo?
Pero no solamente la filosofía es, para Hegel, el producto natural y necesario de su época, también concibe así a la religión y al derecho. Además, se debe señalar que, en opinión de Hegel, la filosofía, el derecho, la religión, el arte e incluso la tecnología (technische Geschicklichkeit) están relacionados estrechamente: “Solamente en conexión con una religión particular, puede existir un Estado particular, así como en cada Estado particular sólo pueden existir una filosofía y un arte particulares” (Hegel, 2001: 69). De nuevo, esto puede parecer trivial: ¿quién no sabe que todos los aspectos y manifestaciones de la vida del pueblo están relacionados estrechamente? Hoy lo saben todos los niños que van a la escuela. Pero Hegel no entendió esta interrelación entre los diferentes aspectos y manifestaciones de la vida del pueblo de la misma manera como hoy la entienden muchas personas “educadas” y los estudiantes de las escuelas, como una simple interacción de los aspectos y manifestaciones involucrados. Quienes consideran, en primer lugar, que esta interacción es totalmente inexplicable y, en segundo lugar -lo que es de suma importancia- olvidan totalmente que debe existir una fuente común a partir de la cual se originan todos estos aspectos y manifestaciones interrelacionados. Así, este sistema de interacciones queda desprovisto de todo fundamento, parecer estar suspendido en el aire: el derecho influye en la religión, la religión influye en el derecho y cada uno de ellos y ambos en conjunto influyen en la filosofía y en el arte, los que, a su vez, se influyen mutuamente y también influyen en el derecho y la religión, etc. Esto es lo que nos dice esta sabiduría universal. Supongamos que podemos quedar satisfechos con dicha exposición para cada período particular. Aún falta responder la siguiente pregunta: ¿qué determina el desarrollo histórico de la religión, la filosofía, el arte, el derecho, etc., hasta la época actual?
Esta pregunta se suele responder aludiendo a la misma interacción, la cual, entonces, finalmente no explica nada; o señalando algunas causas accidentales que influyen en uno u otro aspecto de la vida del pueblo pero que no tiene nada en común; o, finalmente, todo el asunto se reduce a la lógica subjetiva. Por ejemplo, se dice que el sistema filosófico de Fichte se deriva lógicamente del sistema filosófico de Kant, que la filosofía de Schelling se deriva lógicamente de la filosofía de Fichte y la de Hegel, de la de Schelling. La sucesión de escuelas en el arte también se explica “lógicamente” de la misma manera. Es indudable que en esto hay un grano de verdad. El problema es que no explica nada. Sabemos que, en algunos casos, la transición de un sistema filosófico a otro, o de una escuela de arte a otra, ocurre muy rápidamente, en pocos años. Pero en otros casos se requieren siglos enteros. ¿Cómo se explica esta diferencia? La filiación lógica entre las ideas no la explican en absoluto. Tampoco las referencias de la sabiduría clásica -generalmente conocida- a la interacción y a razones accidentales. Pero las gentes “educadas” no se avergüenzan por ello. Después de hacer declaraciones profundas sobre la interacción de diversos aspectos de la vida del pueblo, quedan satisfechos con esta “manifestación” de su propia profundidad de pensamiento y dejan de pensar exactamente dónde comienza el pensamiento científico riguroso. Hegel estaba tan lejos de esas “profundidades” del pensamiento como el cielo de la tierra.
“Si no vamos más allá de examinar un contenido particular desde el punto de vista de la interacción -dice él- adoptamos una actitud que no es realmente inteligente. Nos quedamos con el mero hecho en bruto, y el llamado a la mediación, el principal motivo para aplicar la relación de causalidad, aún queda sin respuesta. Si miramos más de cerca la insatisfacción que se siente al aplicar la relación de reciprocidad, veremos que ésta consiste en que, posiblemente, esta relación no se puede tratar como un equivalente de la noción, y que, en cambio se debe conocer y entender en su propia naturaleza. Para comprender la relación de acción y reacción, no debemos considerar los dos aspectos como meros hechos dados, sino como momentos de una tercera y superior etapa” (Hegel, 1999: 156).
Esto significa que, al hablar de los diversos aspectos de la vida del pueblo, por ejemplo, no debemos quedar satisfechos señalando su interacción, sino que debemos buscar su explicación en algo nuevo y “superior”, es decir, en lo que determina su existencia, así como la posibilidad de su interacción.
¿Dónde debemos buscar esta cosa nueva y “superior”?
Hegel responde que se debe buscar en las cualidades del espíritu del pueblo. Esto es bastante lógico desde su punto de vista. Para él, la totalidad de la historia no es más que “la exposición y la encarnación del espíritu universal”. El movimiento del espíritu universal se lleva a cabo por etapas.
“Cada etapa del proceso, en cuanto difiere de cualquier otra, tiene su principio peculiar determinado. En la historia, este principio es […] el genio nacional peculiar. Dentro de las limitaciones de su idiosincrasia, el espíritu del pueblo, en su manifestación concreta, expresa todos los aspectos de su conciencia y su voluntad, el ciclo completo de su realización.
Su religión, su política, su ética, su legislación e incluso su ciencia, su arte y su habilidad técnica llevan su sello. La clave de estas peculiaridades especiales es esa peculiaridad común: el principio particular que caracteriza a un pueblo, y ese principio característico común se puede detectar en los hechos que la historia presenta en detalle” (Hegel, 1974: 80).
Nada es más fácil que hacer aquí el brillante descubrimiento de que la visión hegeliana de la historia universal que hemos citado está imbuida del más puro idealismo. Eso salta a la vista -como dice Gogol- incluso para quien nunca ha estudiado en un seminario religioso. Así mismo, nada es más fácil que limitarse a criticar la filosofía hegeliana de la historia levantando desdeñosamente los hombros ante su extremo idealismo. Como lo suelen hacer gentes incapaces de cualquier reflexión coherente, insatisfechas con los materialistas porque son materialistas y con los idealistas porque son idealistas, y sumamente satisfechas consigo mismas porque suponen que su propia visión del mundo está alejada de esos extremos, aunque en realidad es una mezcla indigesta e indigerible de idealismo y materialismo. En todo caso, la filosofía de Hegel tiene el mérito indiscutible de que no contiene trazas de eclecticismo. Y si su errónea base idealista se hace sentir muy a menudo, si impone límites muy estrechos al despliegue del espíritu de ese gran hombre, esa circunstancia debe obligarnos a prestar suma atención a su filosofía; pues es la que la hace tan instructiva. La filosofía idealista de Hegel contiene la mejor y más irrefutable prueba de la incongruencia del idealismo. Pero, al mismo tiempo, nos enseña la coherencia del pensamiento, y quien pase por su severa escuela con amor y atención adquirirá para siempre una saludable aversión por el eclecticismo.
Hoy sabemos que la historia universal no es en absoluto “la exposición y la encarnación del espíritu universal”, que esto no significa que podamos quedar satisfechos con la explicación trivial de que la estructura política de un pueblo dado influye en sus costumbres, que sus costumbres influyen en su constitución, etc. Debemos coincidir con Hegel en que las costumbres y la constitución política provienen de una fuente común. Cuál es, en realidad, esa fuente es lo que nos muestra el análisis materialista moderno de la historia, acerca del cual, por ahora, sólo señalaremos que los señores eclécticos tienen la misma dificultad para entenderlo que para penetrar los secretos de la concepción idealista diametralmente opuesta de Hegel.
Cada vez que Hegel se empeña en presentar las características de un gran pueblo de la historia, exhibe un conocimiento versátil y una gran penetración. Esas caracterizaciones son verdaderamente brillantes y, a la vez, profundamente instructivas, y están acompañadas de numerosos y valiosos comentarios sobre los diversos aspectos de la historia del pueblo en cuestión. Es tan fascinante que se está dispuesto a olvidar que se trata de un idealista, que se está dispuesto a aceptar que él realmente “die Geschichtenimmt, wiesieist” (“toma la historia tal como es”), que sigue estrictamente su propia regla: “mantenerse en el terreno histórico empírico”. Pero ¿por qué Hegel necesita ese terreno histórico empírico? Para determinar la particularidad del espíritu del pueblo en cuestión. El espíritu de un pueblo particular no es, como ya sabemos, más que una etapa en el desarrollo del espíritu universal.
Pero las particularidades de este último no se ponen de manifiesto estudiando la historia universal; el concepto de espíritu universal es introducido en ese estudio como un concepto elaborado de antemano y totalmente acabado en todos los aspectos. El resultado es el siguiente: en la medida en que la historia no contradice el concepto de espíritu universal ni las “leyes” de desarrollo de este espíritu, la historia se toma “tal como es”. Hegel se “mantiene en el terreno histórico empírico”. Pero cuando la historia, sin contradecir exactamente las “leyes” de desarrollo del espíritu universal, simplemente se sale del camino de ese supuesto desarrollo y sigue un curso imprevisto por la lógica hegeliana, no recibe ninguna atención. Esa actitud hacia la historia, aparentemente, debería haber evitado al menos que Hegel se contradijera a sí mismo. Pero no fue así. Hegel está lejos de no caer en contradicciones. He aquí un ejemplo suficientemente vívido. En las siguientes líneas Hegel habla de las concepciones religiosas de los indios:
“[En] la fantasía del indio se representa de modo sensible el amor, el cielo, en suma, todo lo espiritual; pero, por otra parte, sus concepciones tienen una encarnación sensual (…) y se sumerge en lo meramente natural. Los objetos religiosos son entonces figuras horribles creadas por el arte o cosas naturales. Cada pájaro y cada mono es el dios presente, un ser absolutamente universal. Los indios son incapaces de captar mentalmente un objeto por medio de los rasgos racionales que se le atribuyen, porque esto requiere reflexión” (Hegel, 2001: 175).
Con base en esta característica, Hegel considera que la adoración a los animales es una consecuencia natural del hecho de que el espíritu del pueblo indio representa una de las etapas más bajas en el desarrollo del espíritu universal. Hegel sitúa en un nivel más alto que el de los indios a los antiguos persas, que deificaban a la luz y también “al sol, la luna y otros cinco cuerpos luminosos”, a los que consideraban “imágenes venerables de Ormuz”. Pero veamos lo que el mismo Hegel dice sobre la adoración a los animales entre los antiguos egipcios:
“El culto de los egipcios es principalmente zoolatría (…) para nosotros, la zoolatría es repulsiva. Podemos conciliarnos con la adoración al cielo, pero la adoración a los animales nos es ajena (…) y, sin embargo, es cierto que los pueblos que adoran al sol y otros cuerpos celestes de ningún modo se pueden considerar superiores a los que deifican a los animales, sino más bien a la inversa, pues en el mundo animal los egipcios contemplaban un principio oculto e incomprensible” (Hegel, 2001: 231).
Hegel da un significado totalmente diferente a la adoración a los animales si está tratando a los indios o a los egipcios. ¿Por qué? ¿Los indios deificaron a los animales en forma diferente a la de los egipcios? No, se trata simplemente de que el “espíritu” del pueblo egipcio es una transición al espíritu del pueblo griego y ocupa, por tanto, un lugar relativamente superior en su clasificación. Por esta razón, Hegel se rehúsa a acusar a los egipcios por las mismas debilidades por las que acusó al espíritu del pueblo indio, al que sitúa en una etapa inferior. De igual modo, Hegel adopta una actitud diferente hacia las castas según sea que las encuentre en India o en Egipto. Las castas indias “surgen de las diferencias naturales” y, por ello, la personalidad es menos apreciada en India que en China, donde existe la nada envidiable igualdad de todos ante el déspota. Con respecto a las castas egipcias nos dice que “no se establecieron rígidamente, sino que luchan y están en contacto entre ellas; a menudo encontramos casos de división y de rebelión” (Hegel, 2001: 234).
Pero, según lo que el mismo Hegel dice de las castas en India, es obvio que allí tampoco había una ausencia total de lucha y contacto entre ellas. En este asunto, así como en el de la adoración a los animales, Hegel está obligado -en aras de una construcción lógica arbitraria- a atribuir un significado totalmente diferente a fenómenos análogos de la vida social. Pero esto no es todo. El talón de Aquiles del idealismo se nos revela particularmente allí donde Hegel está obligado a considerar el traslado del vórtice del movimiento histórico de un pueblo a otro o un cambio en la condición interna de un pueblo particular. En tales casos surge naturalmente la pregunta de cuáles son las causas de esos traslados y cambios, y Hegel, siendo idealista, busca la respuesta en las cualidades de ese mismo espíritu, en cuya encarnación consiste -en su opinión- la Historia. Por ejemplo, se pregunta por qué sucumbió la antigua Persia, mientras que China e India aún existen. Su respuesta va precedida del siguiente comentario:
“Primero que todo, debemos desterrar de nuestra mente el prejuicio en favor de la duración, como si tuviera preeminencia sobre la transitoriedad: las montañas imperecederas no son superiores a la rosa efímera” (Hegel, 2001: 242).
Este comentario preliminar no es, por supuesto, la respuesta. Luego vienen las siguientes consideraciones:
“En Persia comienza el principio del espíritu libre en contraste con el encarcelamiento en la naturaleza; la mera existencia natural deja entonces de florecer y se marchita. El principio de separación de la naturaleza se descubrió en el Imperio persa, y por ello ocupa un lugar superior a los mundos inmersos en lo natural. Con ello se proclamó la necesidad de avanzar. El espíritu reveló su existencia, y debe completar su desarrollo.
Al chino sólo se le guarda reverencia cuando muere. El indio se mata a sí mismo -y es absorbido en Brahma- y experimenta la muerte en vida en el estado de plena inconsciencia, o es un dios presente en virtud de su nacimiento. Aquí no tenemos ningún cambio, no es admisible ningún avance, porque el progreso sólo es posible a través del reconocimiento de la independencia del espíritu. Con la Luz de los persas comienza la visión espiritual de las cosas, y el espíritu dice adiós a la naturaleza. Es aquí entonces (sic), donde descubrimos primero (…) que el mundo objetivo queda libre, que los pueblos no son esclavizados, sino que quedan en posesión de su riqueza, su constitución política y su religión. Y, de hecho, este fue el aspecto en el que Persia mostró su debilidad en comparación con Grecia” (Hegel, 2001).
En esta larga disquisición, solamente las últimas líneas -relacionadas con la organización interna del Imperio persa como causa de la debilidad que se manifestó en sus choques con Grecia- se pueden considerar como un intento de explicar el hecho histórico de la caída de Persia.
Pero este intento de explicación tiene poco en común con la explicación idealista de la historia que Hegel defendió: la debilidad de la organización interna de Persia tiene una conexión muy dudosa con la “luz de los persas”. Pero donde Hegel se mantiene fiel al idealismo, lo máximo que puede hacer es encubrir en un ropaje idealista un hecho que requiere explicación. Su idealismo fracasa invariablemente de la misma manera. Tomemos como ejemplo la decadencia interna de Grecia. Según Hegel, el mundo griego era un mundo de belleza y “de espléndida ética moral”. Los griegos eran personas excelentes, profundamente consagradas a su país y capaces de toda clase de auto- sacrificios. Pero lograron grandes hazañas “sin reflexión”.
Para los griegos, su nación era una necesidad sin la cual no podían vivir. Sólo después de que los sofistas introdujeron principios, apareció la reflexión subjetiva, la autoconsciencia moral, la enseñanza de que cada cual debe actuar de acuerdo con sus convicciones. Fue entonces cuando comenzó el declive interno de la “espléndida ética moral” de los griegos mencionada anteriormente; la “autoliberación del mundo interior” llevó a la decadencia de Grecia. Uno de los aspectos de este mundo interior era el pensamiento. En consecuencia, aquí encontramos el interesante fenómeno histórico de que las fuerzas del pensamiento actúan como “principios de decadencia”. Esta visión merece atención aunque sólo sea porque es mucho más profunda que la visión lineal de los pensadores de la Ilustración, para quienes el éxito del pensamiento en cualquier pueblo debe llevar directa e inevitablemente al “progreso”. No obstante, aún queda abierta la pregunta ¿de dónde proviene esta “autoliberación del mundo interior”? La filosofía idealista de Hegel responde que “el espíritu sólo se podía mantener durante corto tiempo en el plano de la espléndida ética moral”. Pero, por supuesto, de nuevo, esto no es una respuesta sino una simple traducción de la pregunta al lenguaje filosófico del idealismo hegeliano. Hegel mismo parece advertirlo y se apresura a añadir que el “principio de la corrupción se manifestó, primero, en el desarrollo político externo, en las contiendas entre los Estados griegos y en la lucha de facciones dentro de las mismas ciudades” (Hegel, 2001: 284). Aquí ya nos encontramos en el terreno histórico concreto. La lucha de “facciones” dentro de las ciudades, en palabras del mismo Hegel, fue el resultado del desarrollo económico de Grecia, en otras palabras, la lucha entre los partidos políticos no era más que la expresión de las contradicciones económicas que surgieron en las ciudades griegas. Pero, si recordamos que la guerra del Peloponeso -como se ve en Tucídides- no era más que la lucha de clases que se extendió a toda Grecia, concluiremos fácilmente que las causas del declive de Grecia se deben buscar en su historia económica. Así, Hegel abrió el camino de la concepción materialista de la historia, aunque para él la lucha de clases en Grecia sólo es una manifestación del “principio de la decadencia”. Para usar su terminología, el materialismo es la verdad del idealismo.
Constantemente encontramos sorpresas semejantes en la filosofía hegeliana de la historia. Como si el más grande de los idealistas se hubiera impuesto la tarea de despejar el camino para el materialismo. Cuando habla de las ciudades medievales, paga tributo al idealismo; pero analiza su historia, por una parte, como la lucha de los burgos contra el clero y la nobleza y, por otra parte, como una lucha entre diferentes capas de ciudadanos: “los ciudadanos ricos y el pueblo común”. Cuando habla de la Reforma, de nuevo primero nos revela los secretos del “espíritu universal” y, luego, hace el siguiente comentario -totalmente sorprendente en los labios de un idealista- sobre la difusión del protestantismo:
“En Austria, en Baviera y en Bohemia, la Reforma ya había hecho grandes progresos y, aunque se dice que cuando la Verdad una vez que ha penetrado en el alma de los hombres no puede ser desarraigada de nuevo, lo cierto es que aquí fue reprimida por la fuerza de las armas, por la astucia o por la persuasión. Las naciones eslavas eran agricultoras. Esta condición de vida trae consigo la relación entre señor y siervo. En la agricultura predomina la agencia de la naturaleza; la industria humana y la actividad subjetiva son sumamente escasas en este tipo de labor. Por ello, los eslavos no lograron con tanta rapidez o facilidad el sentimiento fundamental de la individualidad pura, la conciencia de la universalidad (…) y no pudieron compartir los beneficios del nacimiento de la libertad” (Hegel, 2001: 439).
Con estas palabras, Hegel dice categóricamente que la explicación de las ideas religiosas, y de todos los movimientos de emancipación que surgen en un pueblo particular, se debe buscar en la actividad económica de ese pueblo. Pero eso no es aún suficiente. El Estado que, según la explicación idealista hegeliana, es “la realización de la idea moral, el espíritu moral en cuanto voluntad patente, claro y sustancial por sí mismo, que se piensa y se conoce a sí mismo y que se realiza a sí mismo en la medida en que se piensa y se conoce a sí mismo”, en Hegel no es más que el producto del desarrollo económico.
“Un verdadero Estado y un verdadero gobierno -dice Hegel- sólo aparecen después de que ha surgido una distinción entre clases, cuando la riqueza y la pobreza se vuelven extremas, y cuando la situación se manifiesta en el hecho de que una gran parte de la población ya no puede satisfacer sus necesidades de la manera como estaba acostumbrada a satisfacerlas” (Hegel, 2001: 103).
Exactamente, de la misma manera, Hegel considera que la aparición histórica del matrimonio está ligada estrechamente a la historia económica de la humanidad:
“El comienzo y el principio fundamental del Estado se remontan a la introducción de la agricultura junto al establecimiento del matrimonio, porque ese principio lleva al laboreo de la tierra y, por consiguiente, a la propiedad privada exclusiva (…), y porque conduce la vida errante del salvaje que busca su subsistencia en el nomadismo a la calma del derecho privado y a la segura satisfacción de las necesidades, a la cual está ligada la limitación del amor sexual en el matrimonio y, por lo tanto, la extensión de este vínculo a una unión duradera y en sí universal, con la obligación de cuidar a la familia y las posesiones familiares” (Hegel, 2006: 203).
Podríamos citar muchos ejemplos similares. Pero, como el espacio no lo permite, nos limitaremos a señalar la importancia que Hegel atribuyó a las “bases geográficas de la historia universal”. Mucho se ha escrito antes y después de Hegel sobre la importancia del medio geográfico en el desarrollo histórico de la humanidad. Pero, después de él, así como antes de él, los investigadores suelen cometer el error de considerar únicamente la influencia psicológica o la influencia fisiológica del medio natural, olvidando por completo su influencia en la situación de las fuerzas productivas sociales y, a través de ellas, sobre todas las relaciones sociales y sus superestructuras ideológicas1. Hegel evitó este grave error -si no en sus detalles, al menos en el planteamiento general del problema. En su opinión, existen tres variedades típicas de ambiente geográfico: las tierras áridas altas con sus grandes estepas y llanuras; las tierras bajas surcadas por grandes ríos y las zonas costeras que tienen comunicación directa con el mar.
En las primeras predomina la ganadería; en las segundas, la agricultura; en las últimas, el comercio y la artesanía. Las relaciones sociales entre sus habitantes asumen diversas formas de acuerdo con estas diferencias básicas. Los habitantes de las altiplanicies -por ejemplo, los mongoles- llevan una vida nómada patriarcal y no tienen historia en el verdadero sentido de la palabra. Sólo de vez en cuando, reunidos en gran número, descienden como una tormenta a las tierras civilizadas, dejando devastación y destrucción en su camino. La vida civilizada comienza en los valles, que deben su fertilidad a los ríos.
Pero los pueblos agrícolas que viven en las tierras bajas se distinguen por la inercia, la inmovilidad y el aislamiento; son incapaces de utilizar en sus relaciones mutuas todos los medios que la naturaleza les proporciona. Este defecto no existe en los pueblos que habitan las zonas costeras. El mar no separa a las personas, las une. Por ello, es precisamente en las regiones costeras donde la civilización y, junto con ella, la conciencia humana, alcanza su mayor desarrollo. No es necesario ir muy lejos para encontrar ejemplos. Basta mencionar a la antigua Grecia.
Quizás el lector conozca el libro de L. Mechnikov, La civilización y los grandes ríos históricos, que apareció en 1889. Es innegable que el autor tiene inclinaciones idealistas, pero en general adopta un punto de vista materialista. ¿Y cuál es el resultado? Esta concepción materialista de la importancia histórica del ambiente geográfico coincide casi por completo con la del idealista Hegel, aunque Mechnikov probablemente quedaría muy sorprendido al mencionarle esta similitud.
Hegel también explica, en parte, la aparición de la desigualdad en sociedades más o menos primitivas por la influencia del ambiente geográfico. Así muestra que, en la región ática antes de la época de Solón, la diferencia entre estados (en Hegel el término “estados” designa a las capas de la población más o menos acomodadas: los habitantes de las llanuras, los de las montañas y los de las costas) se basaba en las diferencias entre localidades. Y, sin duda, la diferencia entre localidades y las ocupaciones relacionadas con ellas debe haber ejercido una gran influencia en el desarrollo económico de las sociedades primitivas. Desafortunadamente, los investigadores contemporáneos no siempre toman en cuenta este aspecto de la cuestión.
Hegel se ocupó poco de la economía política pero, aquí también, como en muchos otros campos, su genio le ayudó a captar el aspecto más característico y esencial de los fenómenos. Hegel entendió más claramente que todos los economistas de su tiempo, sin exceptuar a David Ricardo, que en una sociedad basada en la propiedad privada, el crecimiento de la riqueza en una parte va acompañado inevitablemente del crecimiento de la pobreza en otra parte. Así lo dice expresamente en su Filosofía del Derecho (§ 245). Para usar sus palabras, esta dialéctica -es decir, un descenso del nivel de vida de la mayoría de la población como resultado del cual ya no puede satisfacer adecuadamente sus necesidades, y que concentra la riqueza en pocas manos- debe llevar necesariamente a una situación en la que la sociedad civil no es suficientemente rica, a pesar del exceso de riqueza; es decir, que no posee los medios suficientes para evitar el exceso de pobreza y la formación de la plebe (des Pöbels).
El resultado es que la sociedad civil se ve forzada a salir de sus propias fronteras y a buscar nuevos mercados, a recurrir al comercio internacional y a la colonización2. De todos los contemporáneos de Hegel, Fourier fue el único que se distinguió por una claridad similar en el punto de vista y una buena comprensión de la dialéctica de las relaciones económicas burguesas.
El lector quizás haya advertido que, para Hegel, el proletariado no es más que la Pöbel, incapaz de aprovechar las ventajas espirituales de la sociedad civil. Hegel no sospechó que el proletariado moderno difería notablemente del proletariado del mundo antiguo, por ejemplo, del proletariado romano. No sabía que, en la sociedad moderna, la opresión de la clase obrera despierta inevitablemente la oposición de esta clase, y que el proletariado está destinado a sobrepasar a la burguesía en desarrollo intelectual. Por supuesto, tampoco lo sabían los socialistas utópicos, para quienes el proletariado no era más que Pöbel, merecedor de todo tipo de simpatía y ayuda, pero incapaz de cualquier iniciativa. Solamente el socialismo científico fue capaz de entender el gran significado histórico del proletariado moderno.
Resumamos lo que hemos dicho hasta ahora. Como idealista, Hegel sólo podía ver la historia desde el punto de vista idealista. Empleó todas las facultades de su genio, los gigantescos recursos de su dialéctica, para dar al menos un aspecto científico a la concepción idealista de la historia. Su esfuerzo resultó en vano. El mismo parecía insatisfecho con los resultados que alcanzó y, a menudo, se sintió obligado a bajar de las nebulosas alturas del idealismo al terreno concreto de las relaciones económicas. Cada vez que volvía a la economía, ésta lo sacaba de las profundidades adonde lo llevaba su idealismo. El desarrollo económico resultaba ser la premisa que determina el curso total de la historia.
Esto determinó el desarrollo ulterior de la ciencia. La transición al materialismo, que ocurrió después de la muerte de Hegel, no podía ser el simple retorno al materialismo ingenuo y metafísico del siglo XVIII. En el campo que aquí nos interesa, es decir, en la explicación de la historia, el materialismo primero tuvo que girar hacia la economía. Actuar de otra manera hubiera significado no avanzar, sino retroceder, con respecto a la filosofía hegeliana de la historia.
La concepción materialista de la naturaleza no es todavía la concepción materialista de la historia. Los materialistas del siglo XVIII veían la historia con ojos de idealistas y, además, de idealistas muy ingenuos. En la medida en que se ocupaban de la historia de las sociedades humanas, intentaban explicarla por la historia del pensamiento. Para ellos, la famosa proposición de Anaxágoras, “la razón (nous) gobierna el mundo”, se reducía a la proposición “el juicio humano rige la historia”. Atribuían las tristes páginas de la historia humana a errores de juicio. Si la población de un país dado soporta pacientemente el yugo del despotismo, esto se debe únicamente a que aún no ha entendido las ventajas de la libertad. Si es supersticiosa, se debe a que es engañada por los sacerdotes, que inventaron la religión para su propio beneficio. Si la humanidad sufre guerras es porque aún no ha sido capaz de entender que son perjudiciales. Y así sucesivamente. El notable pensador Giambattista Vico dijo a comienzos de ese siglo: “El progreso de las ideas depende del progreso de las cosas”. Los materialistas pensaban lo contrario; en la sociedad, el progreso de las cosas está determinado por el progreso de las ideas, y este último está determinado, por decirlo así, por las reglas de la lógica formal y la acumulación de conocimientos.
El idealismo absoluto de Hegel estaba muy alejado del idealismo ingenuo de los pensadores de la Ilustración. Cuando Hegel repetía con Anaxágoras que “la razón gobierna el mundo”, en sus labios esto no significaba que el pensamiento humano gobierne el mundo. La naturaleza es un sistema de razón, pero esto no significa que la naturaleza esté dotada de conciencia:
“El movimiento del sistema solar se efectúa de acuerdo con leyes inmutables. Estas leyes son la razón de ese movimiento. Pero ni el sol ni los planetas, que giran en torno al sol conforme a estas leyes, tienen conciencia de ellas” (Hegel, 2001: 25).
El hombre está dotado de conciencia, fija propósitos definidos a sus acciones. Pero de esto no se deduce que la historia siga el camino que la gente desea. En el resultado de toda acción humana siempre hay algo imprevisto y es precisamente este aspecto imprevisto el que con frecuencia, o más correctamente casi siempre, constituye el logro más esencial de la historia, y este aspecto es el que lleva a la realización del espíritu universal.
“En la historia, las acciones humanas suelen producir un resultado adicional que está más allá de lo que se proponen o desean” (Hegel, 2001: 42); persiguen sus propios intereses pero, como resultado de ello, surge algo nuevo, algo que estaba contenido en sus acciones pero no en su conciencia ni en sus intenciones. Los Estados, los pueblos y los individuos persiguen sus intereses privados, sus fines particulares.
Desde este punto de vista, es innegable que son agentes conscientes y pensantes. Pero, aunque persigan conscientemente sus fines privados (que, en general, también son permeados por claras aspiraciones universales hacia lo que es bueno y correcto), realizan inconscientemente los fines del espíritu universal.
César deseaba la autocracia en Roma. Este era su propósito personal. Pero en esa época la autocracia era una necesidad histórica; de ahí que, al lograr su objetivo personal, César sirvió al espíritu universal. En este sentido podemos decir que los personajes históricos, así como todos los pueblos, son los instrumentos ciegos del espíritu. Este los obliga a trabajar en su nombre presentándose ante ellos como un cebo en forma de fines privados, y urgiéndolos a seguir adelante con el acicate de la pasión, sin la cual nada grandioso se ha hecho jamás en la historia.
Con respecto a las personas, aquí no hay ningún misticismo de lo “inconsciente”. La actividad de las personas se refleja en su mente, pero este reflejo mental no es lo que determina el movimiento histórico. El progreso de las cosas no está determinado por el progreso de las ideas sino por algo externo e independiente de la voluntad humana y oculto a la conciencia humana.
El accidente de la arbitrariedad y la prudencia humanas dan lugar a la conformidad con la ley y, en consecuencia, a la necesidad. En esto reside la indiscutible superioridad del “idealismo absoluto” frente al idealismo ingenuo de los pensadores de la Ilustración. El idealismo de Hegel es al idealismo de la Ilustración como el monoteísmo es al fetichismo y a la magia. La magia no deja espacio para que la naturaleza se conforme a leyes: supone que “el progreso de las cosas” puede ser interrumpido en cualquier momento por la intervención del mago. El monoteísmo atribuye a Dios la creación de las leyes de la naturaleza, pero reconoce (al menos en la etapa superior de su desarrollo, cuando deja de conciliarse con los milagros) que el progreso de las cosas está determinado por estas leyes establecidas de una vez y para siempre. Por ello da un amplio espacio a la ciencia. Exactamente de la misma manera, el idealismo absoluto, que busca la explicación del movimiento histórico en algo independiente de la arbitrariedad humana, asigna a la ciencia la tarea de explicar los fenómenos históricos conforme a leyes, y el cumplimiento de esta tarea se realiza sin necesidad de la hipótesis del espíritu, que demostró ser totalmente inútil para dar esa explicación.
Si la concepción de los materialistas franceses del siglo pasado sobre el progreso de la historia se reduce a la proposición de que el juicio humano rige la historia, sus expectativas sobre el futuro se podrían expresar así: de aquí en adelante todo será organizado y puesto en orden por la razón ilustrada, por la filosofía. Es notable que Hegel, el idealista absoluto, asignara un papel mucho más modesto a la filosofía.
Para hablar una vez más sobre el precepto de cómo debe ser el mundo -leemos en el prefacio de su Filosofía del Derecho- la filosofía siempre llega demasiado tarde. Como pensamiento del mundo, la filosofía surge por primera vez cuando la realidad ya ha culminado su proceso de formación y ha madurado plenamente (…). Cuando la filosofía pinta sus matices, esa forma de vida ya ha envejecido. Y, aunque la filosofía puede conocerla, no puede rejuvenecerla. La lechuza de Minerva sólo inicia su vuelo cuando ha caído el crepúsculo (penúltimo párrafo del prefacio).
No hay duda de que Hegel fue aquí demasiado lejos. Aunque totalmente de acuerdo en que la “filosofía” no puede rejuvenecer a un orden social decrépito y obsoleto, cabría preguntarle: ¿qué impide que nos muestre, por supuesto sólo en líneas generales, el carácter del nuevo orden social que remplazará al viejo? La “filosofía” estudia los fenómenos en el proceso de su devenir. Pero este proceso tiene dos aspectos: la aparición y la desaparición. Estos dos aspectos se pueden considerar separados en el tiempo. Pero en la naturaleza y, especialmente, en la historia, el proceso del devenir es, en cada período particular, un proceso dual: lo viejo se destruye y, al mismo tiempo, lo nuevo surge de sus ruinas.
¿Este proceso de aparición de lo nuevo debe seguir siendo un misterio para la “filosofía”? La “filosofía” intenta conocer lo que es, y no lo que alguien opina que debería ser. Pero, ¿qué es en cada momento particular? Justamente la obsolescencia de lo viejo y el nacimiento de lo nuevo. Si la filosofía sólo conoce lo viejo obsolescente, ese conocimiento es unilateral, y la filosofía es incapaz de cumplir su tarea de conocer lo que es. Pero, esto contradice la convicción de Hegel sobre la omnipotencia de la razón cognoscente.
Esos extremos son ajenos al materialismo moderno. Con base en lo que es y lo que se está volviendo obsoleto, puede juzgar lo que está llegando a ser. Pero no debemos olvidar que nuestra concepción de lo que está llegando a ser difiere esencialmente de la concepción de lo que debería ser (seinsollenden) contra la que Hegel dirigió el comentario sobre la lechuza de Minerva. Para nosotros, lo que está llegando a ser es el resultado necesario de lo que se está volviendo obsoleto. Si sabemos que tal cosa, y no otra, está llegando a ser, este conocimiento se lo debemos al proceso objetivo del desarrollo social, que nos prepara para saber lo que está por llegar a ser. No oponemos nuestro pensamiento al ser que nos rodea.
Pero aquellos a quienes Hegel criticó no veían las cosas de esa manera. Ellos imaginaban que el pensamiento podía modificar a su gusto el curso natural del desarrollo del ser. Por ello no juzgaron necesario estudiar su curso o tomarlo en consideración. Su idea de lo que debería ser no se basaba en el estudio de la realidad que los rodeaba, sino en su razonamiento acerca del sistema social justo y normal que tenían en un momento particular. Ese razonamiento era incitado por la realidad que los rodeaba (principalmente por su aspecto negativo). Confiar en ese razonamiento significaba estar guiado por las direcciones de esa misma realidad, pero aceptándolas indiscriminadamente, sin intentar verificarlas mediante el estudio de la realidad que las incitaba. Era como tratar de conocer un objeto, no mirándolo directamente, sino viendo su reflejo en un espejo convexo. Los errores y las desilusiones eran inevitables. Y cuanto más olvidaban que el origen de sus ideas de lo que “debería ser” era la realidad que los rodeaba, más creían que, armados con esas ideas, podían tratar la realidad como se les ocurriera; y mayor se volvía la distancia entre aquello a lo que aspiraban y lo que lograban. ¡Cuán alejada está la sociedad burguesa moderna del reino de la razón con el que soñaron los pensadores de la Ilustración! Los hombres no se podían liberar del funcionamiento de sus leyes ignorando la realidad; sólo se privaban de la posibilidad de prever el funcionamiento de esas leyes y de usarlas para sus propios fines. Precisamente por ello sus fines eran inalcanzables. Adoptar el punto de vista de los pensadores de la Ilustración significaba no ir más allá de la oposición abstracta entre libertad y necesidad.
A primera vista, parece que si la necesidad predomina en la historia no hay en ella ningún lugar para la libre actividad humana. La filosofía idealista alemana corrigió este enorme error. Schelling ya había señalado que en la visión correcta la libertad es necesidad y la necesidad es libertad3. Hegel finalmente resolvió la antinomia entre libertad y necesidad. El demostró que sólo somos libres en la medida en que conozcamos las leyes de la naturaleza y del desarrollo socio-histórico, y sólo en la medida en que, subordinándonos a ellas, nos basamos en ellas. Este fue un gran avance en el campo de la filosofía así como en el de las ciencias sociales. No obstante, sólo fue explotado plenamente por el materialismo dialéctico moderno.
La explicación materialista de la historia presupone el método dialéctico de pensamiento. La dialéctica era conocida antes de Hegel, pero Hegel tuvo éxito usándola como jamás la usó ninguno de sus predecesores. En manos de este idealista genial se convierte en un arma poderosa para conocer todo lo que existe.
“La dialéctica -dice Hegel- es (…) el alma del progreso científico y es el principio por el cual solamente la conexión inmanente y la necesidad entran en el contenido de la ciencia (…), el rechazo a las definiciones racionales abstractas aparece a nuestra conciencia ordinaria como un ejercicio de simple prudencia conforme a la regla: vive y deja vivir, por la cual todo parece igualmente bueno. Pero la esencia del asunto es que lo que es definitivo no sólo está limitado desde el exterior, sino que está condenado a ser destruido y convertirse en su opuesto en virtud de su naturaleza intrínseca” (Hegel, 1999: 81 y ss.).
En la medida en que Hegel se mantiene fiel a su método dialéctico, es un pensador sumamente progresista. “Decimos que todas las cosas (es decir, todo lo que es finito como tal) deben ser sometidas al juicio de la dialéctica y, por ese mismo hecho, la definimos como una fuerza universal e invencible, que debe destruir todas las cosas, sin importar cuán duraderas puedan parecer”. Por tanto, Hegel está totalmente en lo cierto cuando dice que es de suma importancia asimilar y entender claramente la dialéctica. El método dialéctico es el arma científica más poderosa con la que el idealismo alemán haya llegado a su sucesor, el materialismo moderno.
Sin embargo, el materialismo no podía usar la dialéctica en su forma idealista. Antes tenía que liberarla de sus ropajes místicos.
El más grande de todos los materialistas, un hombre que no era de ningún modo inferior a Hegel en genio intelectual y que fue el verdadero sucesor de este gran filósofo, Karl Marx, dice correctamente que su método es totalmente contrario al de Hegel:
“Para Hegel, el proceso del pensamiento, al que él convierte, con el nombre de Idea, en sujeto con vida propia, es el demiurgo del mundo real, y el mundo real es solamente la forma externa y fenoménica de “la Idea”. Para mí, por el contrario, lo ideal no es más que el mundo material reflejado por la mente humana y traducido a formas de pensamiento” (Marx, s. f., postfacio a la segunda edición: 25).
Gracias a Marx, la filosofía materialista se convirtió en una concepción integral del mundo, armoniosa y coherente. Ya señalamos que los materialistas del siglo pasado siguieron siendo idealistas ingenuos en el campo de la historia. Marx expulsó al idealismo de su último refugio. Igual que Hegel, concibió la historia humana como un proceso conforme a leyes e independiente de la arbitrariedad humana. Igual que Hegel, consideró todos los fenómenos en su proceso de aparición y desaparición. Igual que Hegel, no quedó satisfecho con la estéril explicación metafísica de los acontecimientos históricos. Y, por último, igual que Hegel, se empeñó en encontrar la fuente universal de todas las fuerzas que actúan e interactúan en la vida social. Pero no encontró esta fuente en el espíritu absoluto sino en el desarrollo económico, al cual, como hemos visto, el mismo Hegel se veía obligado a recurrir cuando el idealismo, incluso en sus fuertes y hábiles manos, era un instrumento impotente e inútil. Pero lo que en Hegel es accidental, una conjetura más o menos ingeniosa, en Marx se convirtió en un análisis científico riguroso.
El materialismo dialéctico moderno aclaró, incomparablemente mejor que el idealismo, la verdad de que el pueblo hace la historia inconscientemente: desde este punto de vista, el curso de la historia está determinado, a final de cuentas, no por la voluntad humana sino por el desarrollo de las fuerzas productivas materiales. El materialismo también sabe exactamente cuándo empieza a volar “el buho de Minerva”, pero no ve nada misterioso en el vuelo de esta ave, como tampoco en muchas otras cosas. Ha logrado aplicar a la historia la relación entre libertad y necesidad que descubrió el idealismo. El pueblo hizo y tenía que hacer su historia inconscientemente porque las fuerzas motrices del desarrollo histórico funcionaban a sus espaldas, independientemente de su conciencia. Una vez se hayan descubierto estas fuerzas, una vez se hayan estudiado las leyes a través de las cuales actúan, el pueblo será capaz de tomarlas en sus propias manos y someterlas a su propia razón.
El servicio que prestó Marx consiste en haber descubierto esas leyes y estudiar su funcionamiento en forma científica y rigurosa. El materialismo dialéctico moderno que, en opinión de los filisteos, debe convertir al hombre en un autómata, en realidad abre por primera vez en la historia el camino al reino de la libertad y la actividad conciente. Pero sólo es posible entrar en este reino modificando radicalmente la actividad social existente. Los filisteos lo entienden o por lo menos lo presienten. Por ello, la interpretación materialista de la historia es motivo de vejación y de angustia. Y por esa razón, ningún filisteo puede o está dispuesto a entender o asimilar plenamente la teoría marxista. Hegel consideró al proletariado como una muchedumbre. Para Marx y para los marxistas, el proletariado es una fuerza majestuosa, el portador del futuro. Solamente el proletariado (dejando de lado las excepciones) puede asimilar las enseñanzas de Marx, y hoy vemos que se familiariza cada vez más con su contenido.
Los filisteos de todos los países proclaman ruidosamente que en los escritos marxistas no hay una sola obra importante, aparte de El capital. Esto no es cierto. Y aunque lo fuese, no probaría nada. ¿Se puede hablar de estancamiento del pensamiento en una época en que este pensamiento atrae cada día grandes masas de seguidores, en la que abre nuevas y amplias perspectivas para toda una clase social?
Hegel habla con entusiasmo del pueblo ateniense ante el cual se representaban las tragedias de Esquilo y de Sófocles, al que Pericles dirigía sus discursos y del cual “surgieron personalidades que se convirtieron en modelos clásicos para todas las épocas”. Entendemos el entusiasmo de Hegel. Pero debemos señalar que los atenienses eran un pueblo de propietarios de esclavos. Pericles no se dirigía a los esclavos, y ellos no eran los destinatarios de las grandes obras de arte. En nuestra época, la ciencia se dirige al pueblo trabajador y tenemos todo el derecho a ver con entusiasmo a la clase obrera moderna, a la cual se dirigen los pensadores más profundos y ante la cual se presentan los oradores más talentosos. Sólo en nuestra época se ha logrado una unión estrecha e indisoluble entre la ciencia y el pueblo trabajador; una unión que sentará los fundamentos de una época grandiosa y fructífera de la historia universal.
A veces se dice que el punto de vista de la dialéctica es idéntico al de la evolución. No hay duda de que estos dos métodos tienen puntos de contacto. Pero entre ellos hay una profunda e importante diferencia que, se debe reconocer, está lejos de favorecer a la doctrina de la evolución. Los evolucionistas modernos añaden a sus enseñanzas una gran dosis de conservadurismo. Les gustaría demostrar que no hay saltos en la naturaleza ni en la historia. La dialéctica, por su parte, sabe muy bien que, en la naturaleza, como también en el pensamiento humano y en la historia, los saltos son inevitables. Sin embargo, esto no ignora el hecho innegable de que, a lo largo de todas las fases de cambio, funciona el mismo proceso ininterrumpido. La dialéctica simplemente intenta aclarar la serie de condiciones en las que el cambio gradual debe llevar necesariamente a un salto4.
Desde el punto de vista de Hegel, las utopías tienen una importancia sintomática en la historia: ponen al desnudo las contradicciones propias de la época en cuestión. El materialismo dialéctico las interpreta de la misma manera. El desarrollo actual del movimiento obrero no está condicionado por los planes utópicos de algunos reformadores, sino por las leyes de la producción y el intercambio. Y por ello, a diferencia de lo que ocurría en los siglos anteriores, los utópicos no son los reformadores sino todos los personajes públicos que quieren detener la rueda de la historia. Y el rasgo más característico de nuestra época es que quienes recurren a utopías no son los reformadores sino sus oponentes. Los defensores utópicos de la desagradable realidad actual desean convencerse a sí mismos, y a los demás, de que esta realidad, en sí y por sí misma, está llena de perfecciones y que, por tanto, sólo se necesita eliminar algunos abusos que se han acumulado. A este respecto no podemos dejar de recordar lo que Hegel dijo con respecto a la Reforma.
“La Reforma fue el resultado de la corrupción de la Iglesia. Esta corrupción no fue un fenómeno accidental, ni un mero abuso del poder y el dominio. Con frecuencia se presenta, un estado de cosas corrupto como un ‘abuso’; se da por sentado que el fundamento es bueno -que el sistema o la institución son perfectos-, pero que la pasión, el interés subjetivo, en suma, la volición arbitraria de los hombres, hizo uso de lo que en sí mismo era bueno para lograr sus propios fines egoístas, y que lo único que hay que hacer es eliminar estos elementos adventicios. Desde este punto de vista, la institución en cuestión escapa a todo reproche y el mal que la desfigura parece algo ajeno a ella. Pero, cuando el abuso accidental de algo bueno ocurre realmente, se limita a ciertas particularidades. Una corrupción grande y general que afecta a un cuerpo de alcance tan extenso y general como la Iglesia es una cosa totalmente distinta” (Hegel, 2001: 431).
No es sorprendente que Hegel tenga tan poca simpatía entre aquellos a quienes les gusta apelar a las deficiencias “accidentales” cuando se trata de un asunto de cambio radical de la “cosa” en sí misma. Ellos se sienten aterrorizados por el espíritu audaz y radical que anima a la filosofía de Hegel.
Hubo una época en la que quienes se levantaban contra Hegel pertenecían, en uno u otro grado, al campo innovador. Lo que les chocaba de su doctrina era la actitud filistea hacia la situación prusiana existente en ese entonces. Estos opositores de Hegel estaban muy equivocados: bajo la cáscara reaccionaria no veían la semilla innovadora de su sistema. Pero, fuese como fuere, su antipatía hacia el gran pensador provenía de motivos nobles, merecedores de todo respeto. Hoy Hegel es condenado por científicos que representan a la burguesía, y lo condenan porque entienden o al menos captan instintivamente el espíritu innovador de su filosofía. Por esa misma razón prefieren silenciar los méritos de Hegel; lo oponen a Kant, y cualquier profesor asistente cree estar llamado a exaltar el sistema del “pensador de Konisgsber”. De buen grado damos el debido reconocimiento a Kant y no disputamos sus méritos. Pero nos parece muy sospechoso que la tendencia al criticismo de los científicos burgueses no esté inspirada por los aspectos sólidos, sino por los aspectos débiles del sistema de Kant. Lo que más atrae a los ideólogos burgueses es el dualismo característico de este sistema. Y el dualismo es especialmente conveniente en el ámbito de la “moral”. Con su ayuda se pueden construir los ideales más atractivos y se pueden emprender los viajes más audaces “a un mundo mejor”, sin preocuparse por la materialización de esos “ideales” en la realidad. ¿Qué podría ser mejor? En el ideal se puede abolir totalmente la existencia de clases o eliminar la explotación de una clase por otra, por ejemplo y al mismo tiempo, defender el Estado de clase en la realidad. Para Hegel, la afirmación trivial de que el ideal no se puede cumplir en la realidad era un terrible insulto para la razón humana: “Todo lo que es racional es real, todo lo que es real es racional”. Esta proposición causa perplejidad a muchas personas, no sólo en Alemania sino también en el extranjero, especialmente en Rusia. La causa de esa perplejidad se encuentra en la incapacidad para entender claramente el significado que Hegel atribuye a las palabras “razón” y “realidad”. Incluso si estas palabras se usaran en su acepción usual, uno quedaría igualmente sorprendido por el contenido innovador de la primera parte de la proposición: “todo lo que es racional es real”. Aplicadas a la historia, estas palabras no pueden significar más que la convicción inquebrantable de que todo lo racional, lejos de permanecer “en el más allá”, debe convertirse en realidad. Sin esa alentadora convicción innovadora, el pensamiento perdería todo significado práctico. De acuerdo con Hegel, la historia es la manifestación y la realización en el tiempo del espíritu universal (es decir, de la razón). ¿Cómo explicar entonces, desde este punto de vista, la continua sustitución de las formas sociales? Esta sólo se puede explicar si se considera que en el proceso del desarrollo histórico “la razón se vuelve irracional y lo bueno, malo”. En opinión de Hegel, no deberíamos reverenciar la razón que se ha convertido en su opuesto, en irracionalidad.
Cuando César usurpó el poder del Estado violó la constitución romana. Esa violación fue evidentemente un crimen aborrecible. Aparentemente, los enemigos de César, tenían plena justificación para considerarse defensores del derecho, porque se mantenían dentro de la ley. Pero el derecho que defendían “era un derecho formal, desprovisto de espíritu vital y abandonado por los dioses”. La violación de este derecho sólo era entonces un crimen desde el punto de vista formal y, por tanto, nada es más fácil que justificar a Julio César, el violador de la constitución romana.
Hegel expresó la siguiente opinión sobre el destino de Sócrates, condenado como enemigo de la moral prevaleciente:
“Sócrates fue un héroe porque reconoció conscientemente y expresó el principio superior del espíritu. El derecho de este espíritu absoluto superior (…). En general, ésta es la posición que adoptan los héroes en la historia universal; es a través de ellos que surge el nuevo mundo. Este nuevo principio está en contradicción con el que existía hasta entonces, y parece destructivo; por ello, los héroes parecen ser hombres violentos que destruyen las leyes. Como individuos son condenados, pero el principio se preserva, aunque sea en otra persona, y socava lo existente” (Hegel, 2001: 85-96).
Estas palabras son suficientemente claras en sí mismas. Pero el asunto se hará aún más claro si consideramos que, de acuerdo con Hegel, en el escenario de la historia universal no sólo aparecen héroes, figuras individuales, sino también pueblos enteros, en la medida en que son portadores del nuevo principio histórico. En tales casos, el campo de actividad al cual se extiende el derecho de los pueblos es sumamente extenso.
Contra este derecho absoluto de ser el portavoz de una determinada fase del desarrollo del espíritu universal, los espíritus de los demás pueblos no tienen ningún derecho y son como aquéllos cuya época ya pasó; ya no cuentan en la historia universal (Hegel, 2006: 347).
Sabemos que, en la época actual, el portavoz del nuevo principio de la historia universal no es un pueblo particular sino una clase social específica. Pero seguiremos siendo fieles al espíritu de la filosofía de Hegel si decimos que todas las demás clases sociales entrarán en la historia universal únicamente en la medida en que sean capaces de apoyar a esta clase.
El avance irresistible hacia el gran objetivo histórico, un avance que nada puede detener: ése es el legado de la gran filosofía idealista alemana.
Georgi Plejanov (1856-1918) fue uno de los introductores del marxismo en Rusia y uno de los principales teóricos de la Segunda Internacional. Fundador del grupo marxista Emancipación del Trabajo, en 1883, y del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR), en 1898, tras la división del POSDR en su II Congreso en 1903, se agrupó inicialmente con la fracción mayoritaria (los bolcheviques), pero al poco se pasó a la fracción minoritaria, conocidos como los mencheviques. Durante la Primera Guerra Mundial adoptó la posición de defensa del bando ruso; en 1917 apoyó la Revolución de Febrero, pero se opuso a la Revolución de Octubre.
Título original: “Zu Hegel’s sechzigstem Todestag”, publicado en Neue Zeit (revista teórica del Partido Socialdemócrata alemán), 10, 1891-1892
NOTAS
- En su Espíritu de las leyes, Montesquieu menciona a menudo la influencia de la naturaleza sobre la psicología humana. Intenta explicar muchos fenómenos históricos por medio de dicha influencia.
- Aquí Hegel tiene en mente principalmente a Inglaterra.
- Schelling señala que la libertad es inconcebible por fuera de la necesidad: “si ningún sacrificio es posible sin la convicción de que la especie humana nunca puede dejar de progresar, ¿cómo es posible esta convicción si está basada única y exclusivamente en la libertad? Debe haber algo superior a la libertad humana, a partir de lo cual se pueda calcular la acción y el comportamiento, sin lo cual el hombre nunca se atrevería a emprender un proyecto de grandes consecuencias, puesto que incluso su más perfecta ejecución puede ser perturbada por la intervención de la libertad ajena, que con su propia acción puede dar lugar a algo bastante diferente de lo que se pretendía. Incluso el deber nunca puede permitirme estar a gusto con los resultados inmediatos de mi acción. Es cierto que, aunque mis acciones dependen de mí, es decir, de mi libertad, los resultados de mis acciones o lo que se desarrolle a partir de ellas no sólo depende de mi libertad, sino de algo bastante diferente y superior” (Schelling, 1858: 595).
- Hegel demostró con sorprendente claridad cuán absurdo es explicar los fenómenos únicamente desde el punto de vista del cambio gradual: “Como base de la gradualidad del nacimiento se halla la representación de que lo que nace, está presente ya en forma sensible o en general en forma real, y que sólo debido a su pequeñez no es todavía perceptible; de igual modo, en la gradualidad del desaparecer [se halla la representación de] que el no ser o lo otro que se introduce en su lugar, están igualmente presentes aunque no sean todavía observables -y [están] presentes sin duda no en el sentido de que lo otro esté contenido en sí en lo otro presente, sino que está presente él como existencia, aunque no es observable. Con esto se elimina el nacer y el perecer en general; o sea, lo en sí, lo interior en que algo está antes de su existencia, se cambia en una pequeñez de la existencia exterior, y la diferencia esencial, o diferencia de concepto, se cambia en una diferencia exterior, de pura magnitud. El hacer comprensible un nacer o perecer por medio de la gradualidad de la variación, tiene en sí el aburrimiento propio de la tautología; tiene ya listo previamente todo lo que nace o perece, y convierte la transformación en una simple variación de una diferencia exterior; por ello, en efecto, [la explicación] es sólo una tautología” (Hegel, 1956: 323).
Bibliografía
Hegel, G. W. F. (2006): La filosofía del derecho. México D. F: Unam. -.- (2001): Philosophy of History. J. Sibree (trad.). Kitchener. Ontario: Batoche Books.
-.- (1999): Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Madrid: Alianza editorial.
-.- (1974): Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Madrid: Alianza editorial.
-.- (1956): Ciencia de la lógica. Augusta y Rodolfo Mondolfo (trads.). Ediciones Solar.
Marx, K. (1959): Contribución a la crítica a la economía política. 1a ed. en alemán.
-.- (s. f.): El capital. vol. 1, 2a ed. México D. F. Siglo XXI.
Plejánov, G. (1961): Selected Works of G. V Plekhanov, Volume I.
Lawrence and Wishart, Stuttgart y Augsburgo (1858). Schelling, V: Schelling’s Werke. III Band.