Con el consentimiento de las víctimas


A menos de dos años de haberse firmado, el “Acuerdo de Oslo” sobre la nautonomía palestina” entre Rabin y Arafat se ha revelado como una traición histórica de la dirección de la OLP a la causa nacional palestina.


 


A pesar de que la OLP renunció a su histórica reivindicación de un Estado nacional palestino y de que la policía palestina se ha convertido en represora de su propio pueblo, el régimen sionista no ha renunciado a la más mínima porción de poder efectivo. El ejército sionista continúa a cargo de la “seguridad” de Cisjordania (e incluso, de la “seguridad” de los ciudadanos israelíes en las zonas que han pasado a la Autoridad Nacional Palestina) y guarda sus fronteras exteriores; el Consejo Legislativo Palestino —parlamento de la Administración Nacional Palestina— carece de poder, ya que sus leyes están sujetas al veto israelí; el agua continúa bajo el monopolio de los sionistas; las colonias sionistas no han sido desmontadas; 


Jerusalén sigue en manos del régimen israelí; los palestinos no pueden desplazarse entre las zonas administradas por la ANP sin autorización del ocupante; y aun todavía hay más…


 


Entre los sectores laicos del movimiento palestino, la capitulación de la OLP ante el sionismo despertó un profundo rechazo. En numerosos artículos y entrevistas, Edward Said, uno de los más destacados intelectuales palestinos, profesor de literatura inglesa de la Universidad de Columbia (Nueva York) y autor, entre otras obras de importancia, de “La política de la desposesión: la lucha por la autodeterminación palestina”, ha expresado abiertamente este repudio. A continuación, la crítica de los acuerdos que Edward Said publicara en Le Monde Diplomátique (noviembre de 1994), en ocasión del primer aniversario del acuerdo Rabin-Arafat.


 


Para celebrar a su manera la fiesta de Rosh Hashanna (Año Nuevo judío) en setiembre último, Yasser Arafat compró una antigua Tbrah yemenita de 700 años y se la obsequió a Itzhak Rabin, primer ministro de Israel. Este recibió el presente sin el menor gesto de reciprocidad.


 


En Washington, más o menos al mismo tiempo, un grupo de ciento veinte hombres de negocios árabes y judíos americanos se reunían por iniciativa del vice-presidente Albert Gore. Estos “constructores de la paz”, como se los llama, anunciaron en el transcurso del encuentro una serie de proyectos en favor de los territorios palestinos bajo ocupación israelí, entre los que figuran un hotel de lujo en Gaza y una fábrica de embotellamiento de agua en Cisjordania (los palestinos, privados del derecho a utilizar sus propios recursos hídricos, podrán comprarse un equivalente local del agua de Evian). Los dos eventos ocurrían el día del primer aniversario de la firma—el 13 de setiembre de 1993, sobre el césped de la Casa Blanca— de la declaración de principios israelo-palestina sobre Gaza y Jericó.


Únicamente ellos resumen toda la incongruencia y la patética farsa del “proceso de paz” americano, celebrado en Occidente como una promesa de armonía y de estabilidad en una región hasta entonces sacudida por la violencia y la inestabilidad. Se vio así al jefe de los palestinos llevar una ofrenda a un hombre cuyo ejército había destruido Palestina en 1948, reducida al exilio y desposeída la mayoría de sus habitantes, y quien no ha manifestado el mínimo remordimiento al respecto. Además, no es que el gobierno de Rabin mantiene a Cisjordania y Gaza bajo ocupación militar, sino que también ha anunciado, a fines de setiembre, la continuación de la colonización, por lo que ha confiscado nuevas tierras (8.000 hectáreas) y multiplicado los puestos de control militares. Y aun se esfuerza en arrebatar nuevas concesiones a una dirección de la Organización de Liberación de Palestina (OLP) agotada, de alguna manera, paralizada bajo la autoridad de Arafat.


 


En Oslo, Israel ha arrancado el consentimiento de los palestinos de una “autonomía limitada” que deja intacta su soberanía en los territorios ocupados en 1967 (1). Ni una sola colonia ha sido desmantelada desde entonces, ni siquiera la del centro de Hebron donde, sin embargo, la masacre del 25 de febrero último en la Mezquita de Abraham le hubiera brindado la ocasión de mostrar sus buenas intenciones. Ni una pulgada de terreno ha sido cedida a Jerusalén-Este, anexada en 1967 y cuya superficie, desmedidamente extendida, cubre desde esa época cerca de un cuarto de Cisjordania y vive así, ipso facto, bajo el control directo de los israelíes. Los recursos de agua —del que sus colonias consumen el 80%— siguen administrados exclusivamente por ellos. Las fronteras, la seguridad interior y exterior, las relaciones extranjeras, siempre están en sus manos. El ejército se ha retirado, como se había previsto, de algunas regiones, pero para volver a desplegarse en otra parte, como igualmente se había previsto, y para ello los Estados Unidos le proveyó de 180 millones de dólares suplementarios.


 


Seguidamente, Israel y la OLP firmaron también unos acuerdos de cooperación económica y un convenio en donde se reglamentaba la mayoría de los detalles del período transitorio que normalmente debía terminar en 1996, como mínimo. El 4 de mayo de 1994, el acuerdo de El Cairo dio luz verde a la llegada de Arafat a Gaza: éste tuvo que postergar para el mes de julio una entrada que nunca tuvo el esplendor esperado. Los israelíes le habían negado el reconocimiento del título de jefe de Estado, con lo que tuvo que contentarse con el de “presidente de la Autoridad Nacional Palestina”.


 


En agosto último, fue negociado un acuerdo sobre “una primera transferencia de poder” en Gaza y en Cisjordania: se atribuía a los palestinos una relativa autonomía en sólo cinco terrenos (higiene, turismo, salud, educación y cultura) sobre los treinta y siete previstos. Pero Israel permanecía en los comandos, según el general Danny Rothschild, quien precisó que la Autoridad Nacional Palestina estaba habilitada sólo para asegurar “servicios a los residentes” (2). En cuanto a las zonas que se suponen que deben estar bajo control palestino, siguen sometidas a la autoridad del Estado israelí. Este aprueba o rechaza la legislación y los nombramientos políticos, decide abrir o cerrar los accesos a las zonas autónomas en función de sus propios intereses. Miles de palestinos permanecen en sus prisiones.


Si bien Arafat se muestra severo y muy puntilloso en cuanto a la independencia de su policía, ésta queda, en última instancia, bajo la supervisión de los israelíes. Incluso Arafat debe rendirse ante su voluntad para obtener el permiso de entrada y salida de Gaza, aun habiendo obtenido (sus propios negociadores) la presencia palestina simbólica en las fronteras de dicho territorio. En agosto último, cuando el primer ministro paquistaní quiso viajar allí, su ingreso fue pura y simplemente prohibido.


 


Por otra parte, ciertas disposiciones de los acuerdos de Oslo han sido evitadas, o sea ignoradas completamente. De allí los atrasos en el cumplimiento del calendario elaborado tan cuidadosamente para el retiro de los soldados israelíes, las elecciones, la transferencia de una autoridad limitada a los palestinos, etc. “Ninguna fecha es sagrada”, dijo Rabin, mostrando así el poco caso que hacía a tales compromisos. Desde entonces, todos los plazos han sido postergados y los israelíes alargan las cosas para humillación de los palestinos.


 


Mezquindad del proceso de paz


 


Según los acuerdos de Oslo, Cisjordania y Gaza debían ser tratados como una única unidad territorial, pero los palestinos aún hoy no tienen la libertad de circular entre esas dos regiones distantes 90 kilómetros. Elecciones “libres” tuvieron que haberse realizado en julio de 1994, y nada sucedió. Israel rechaza que la oposición palestina participe, y Arafat busca únicamente asegurar su victoria como jefe de la Autoridad Nacional Palestina (3). Lo que hace a la consulta muy hipotética. Como lo declaró Meron Benvenisti, ex alcalde adjunto de Jerusalén, al diario israelí Haaretz (4) “un examen atento del texto del acuerdo [de El Cairo] no deja ninguna duda sobre quién es el vencedor y quién el perdedor en este asunto. Detrás de esta sublime fraseología y esta desinformación deliberada, detrás de esta preocupación por los procedimientos materializada en cientos de secciones, sub-seccio-nes, apéndices y protocolos, se esconde la clara evidencia de la victoria total de los israelíes y de la piadosa derrota de los palestinos”.


 


Se plantea entonces una cuestión, que siempre se repite en las discusiones públicas: ¿cuáles son las verdaderas intenciones de un proceso de paz tan mezquino? ¿Cómo interpretar positivamente las acciones de Israel, cuando todo lo que hace dicho Estado, y con tanto ruido, se reduce a algunas concesiones simbólicas —por ejemplo, una bandera, o una policía de la que Israel no pierde la ocasión de destruir el poder real? Ciertamente, la población de Gaza ha sido liberada de la presencia opresiva de los militares israelíes y hay que tomar en cuenta ese nuevo sentimiento de relativa libertad. Pero el trasfondo es sombrío.


 


De este modo, Israel puede de repente confiar a Arafat encargarse de la educación y de la seguridad, para luego comenzar a acusarlo de no cumplir convenientemente sus tareas. Ahora bien, lo que ha sido totalmente silenciado en el proceso de paz son las consecuencias de los veintisiete años de ocupación militar, la destrucción de parte de Israel de las infraestructuras y de las instituciones locales, su negativa a reconocer que era —lo es aún— una potencia totalmente ocupante que debería pagar las reparaciones a los palestinos, conforme a las convenciones internacionales (y como tuvo que hacerlo Irak por su ocupación ilegal a Kuwait).


 


Lamentablemente, las consideraciones morales y de conciencia han sido dejadas al cuidado de algunos israelíes, pues Arafat y su equipo parecen haber olvidado dichos problemas. En un artículo aparecido en Haaretz (5) en la última primavera, Danny Rubinstein señalaba que había una gran diferencia entre los treinta años de dominación británica en Palestina (1918-1948) y los veintisiete años de régimen de ocupación militar en los territorios ocupados (desde la conquista en 1967).


 


Mientras que los británicos habían construido el puerto de Haifa y varios aeropuertos, seis centrales que proveían de electricidad a toda Palestina, docenas de rutas y de edificios públicos que aún se usan en Israel, los israelíes en los territorios ocupados no construyeron más que prisiones — utilizadas de ahora en más por la policía palestina. Resumiendo, hicieron todo lo que pudieron para reducir y destruir la calidad de vida de los palestinos.


 


Y dicho autor agrega: “Encuentro curioso que los israelíes tengan la osadía de deplorar que la falta de infraestructura en los territorios impida un traspaso de autoridad ordenado. ¿Cómo podría ser de otro modo después de veintisiete años de opresión, durante los cuales las autoridades israelíes hicieron todo para dislocar la sociedad? Los israelíes que deploran ese hecho parecen olvidar cuántos palestinos (incluidos cientos de militantes del Fatah) han sido deportados, cuántos consejos municipales desmantelados, cuántas instituciones cerradas, cuántas interdicciones para desplazarse, cuántos diarios y otras publicaciones, como así toda clase de actividades culturales rigurosamente censuradas. En estas condiciones, la economía sub-desarrollada de Palestina en 1967 no tenía ninguna chance de compararse con la economía israelí, bien organizada y generosamente subvencionada; y los servicios sociales de los palestinos no podían lograr un desarrollo superior al de 1967”.


 


La realidad es que Israel logró convencer a los árabes, en particular a los dirigentes palestinos, ya desalentados, que la igualdad es imposible, que sólo se puede instaurar una paz conforme a sus condiciones y a las fijadas por los americanos. Años de guerra perdidos, declaraciones belicosas vacías de sentido, de pasividad popular y de incompetencia, acompañada de corrupción en todos los niveles, han desangrado a la sociedad árabe, ya discapacitada por la1 ausencia casi total de democracia —esa democracia sin la cual no hay esperanza. Colmado de recursos naturales y humanos, el mundo árabe ha retrocedido en varios terrenos: estos diez últimos años, el producto nacional bruto ha disminuido, las reservas monetarias bajaron, mientras que lavitalidad de la sociedad era aniquilada por una sucesión de guerras civiles (en el Líbano, en el Golfo, en Yemen, en Sudán, en Argelia). Hoy, la contribución de los árabes al progreso de la ciencia y de la investigación es prácticamente nula, así como su participación en el campo de las humanísticas y de las ciencias sociales. Muchos intelectuales, escritores y artistas, entre los mejores, han sido obligados a entrar en razón o reducidos al silencio, cuando no encarcelados o exiliados. El periodismo árabe está abatido. Las opiniones populares no pueden expresarse, mientras que en casi todas las capitales, los medios de comunicación están para hacerse eco de las tesis oficiales. En ninguna otra región los sistemas autocráticos y los poderes oligárquicos hubieran sido tan duraderos, resistentes a los cambios durante más de dos generaciones. Para una gran parte de la población, esas taras no podrían ser atribuidas al imperialismo o al sionismo.


 


En su mayoría, los palestinos sienten una total indignidad frente a tal situación. Y se achican cuando Yasser Arafat monta otro espectáculo cuando soldados israelíes les impiden viajar a territorios que se suponen que son de ellos, o cuando matan inocentes, roban sus tierras, los encarcelan y destruyen sus casas y sus granjas, y aun cuando Rabin y Peres se vanaglorian de sus nuevas victorias como si fueran triunfos de la paz y de la humanidad.


 


Pero lo más preocupante, según mi opinión, es la ausencia de discurso crítico y responsable. ¿Por qué, entonces, los representantes de los palestinos tienen ese tipo de lenguaje en privado (por ejemplo, para decir que Arafat es un megalómano) y por qué dicen exactamente lo contrario ante las cámaras de televisión? ¿Por qué sus intelectuales no ven que su deber sería decir la verdad sobre las trampas de “Gaza y Jericó primero” y explicar que la OLP ha firmado un acuerdo que da a Israel el control de los asuntos (negocios) palestinos con la cooperación de los palestinos? ¿Acaso son tantos los que han asimilado esas normas que prevalecen en el mundo árabe: servir siempre a un amo, siempre defender a un patrón y atacar a su enemigo, siempre velar por no comprometer las posibilidades de una buena carrera y de una buena retribución? El lenguaje se degradó en slogans y en clichés.


 


El acuerdo de Oslo ha abierto la vía a otros Estados árabes, igualmente preparados para firmar, bajo los auspicios de los Estados Unidos, tratados con un Estado de Israel de ahora en más aceptado y legítimo, aunque continúe ocupando territorios libaneses, sirios y palestinos. A raíz de lo cual, los movimientos de protesta islámicos se multiplican, sin que se preste atención al malestar cultural y moral que los nutre. Palestina se convirtió en el mejor caso en un “bantustán” y en el peor en un protectorado israelí. Ya no es más una causa, ni una idea, y el mundo la ha perdido de vista. Y será así hasta que su pueblo se despierte y se movilice nuevamente para liberarse. 


ninguna otra región los sistemas autocráticos y los poderes oligárquicos hubieran sido tan duraderos, resistentes a los cambios durante más de dos generaciones. Para una gran parte de la población, esas taras no podrían ser atribuidas al imperialismo o al sionismo.


En su mayoría, los palestinos sienten una total indignidad frente a tal situación. Y se achican cuando Yasser Arafat monta otro espectáculo cuando soldados israelíes les impiden viajar a territorios que se suponen que son de ellos, o cuando matan inocentes, roban sus tierras, los encarcelan y destruyen sus casas y sus granjas, y aun cuando Rabin y Peres se vanaglorian de sus nuevas victorias como si fueran triunfos de la paz y de la humanidad.


 


Pero lo más preocupante, según mi opinión, es la ausencia de discurso crítico y responsable. ¿Por qué, entonces, los representantes de los palestinos tienen ese tipo de lenguaje en privado (por ejemplo, para decir que Arafat es un megalómano) y por qué dicen exactamente lo contrario ante las cámaras de televisión? ¿Por qué sus intelectuales no ven que su deber sería decir la verdad sobre las trampas de “Gaza y Jericó primero” y explicar que la OLP ha firmado un acuerdo que da a Israel el control de los asuntos (negocios) palestinos con la cooperación de los palestinos? ¿Acaso son tantos los que han asimilado esas normas que prevalecen en el mundo árabe: servir siempre a un amo, siempre defender a un patrón y atacar a su enemigo, siempre velar por no comprometer las posibilidades de una buena carrera y de una buena retribución? El lenguaje se degradó en slogans y en clichés.


 


El acuerdo de Oslo ha abierto la vía a otros Estados árabes, igualmente preparados para firmar, bajo los auspicios de los Estados Unidos, tratados con un Estado de Israel de ahora en más aceptado y legítimo, aunque continúe ocupando territorios libaneses, sirios y palestinos. A raíz de lo cual, los movimientos de protesta islámicos se multiplican, sin que se preste atención al malestar cultural y moral que los nutre. Palestina se convirtió en el mejor caso en un “bantustán” y en el peor en un protectorado israelí. Ya no es más una causa, ni una idea, y el mundo la ha perdido de vista. Y será así hasta que su pueblo se despierte y se movilice nuevamente para liberarse.


 


 


Notas:


1. Ver Edward Said. “¿Cómo conjurar el riesgo de una sumisión perpetua al Estado de Israel?”, Le Monde Diplomatique, noviembre 1993.


2. Al Hayat, Londres, 26 de agosto de 1994.


3. Al Hayat, 4 de octubre de 1994.


4. Haaretz, 12 de mayo de 1994.


5. Haaretz, 15 de mayo de 1994.

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