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Marx, Derrida y el fin de la era de la fantasía


¿O no demostraremos mediante el álgebra que el nieto de Hamlet es el abuelo de Shakespeare y que él mismo es el espectro de su propio padre?


 


Ricardo Piglia, Respiración Artificial


 


Desde que salió la noticia fabulosa sobre el increíble discurso del filósofo francés, comenzó a divulgarse la idea de que Derrida se había convertido al marxismo (1). Los comentarios eran pocos pero sustanciosos: el creador de la "deconstrucción", la filosofía que se proclamaba la verdad última sobre la verdad misma, aunque ésta no fuera más que un juego de palabras; la teoría que había dejado al marxismo "a la derecha", arrinconado contra la pared del "totalitarismo" junto al nazismo y el fascismo, la iglesia católica y la religión en general; la crítica más ácida y corrosiva, tanto que parecía extraño que no terminase por corroerse a sí misma algún día; él, el padre de los pueblos deconstruidos, el profeta, había abierto la boca para decir: Marx no ha muerto. Peor: todos somos marxistas sin saberlo. Grave. Muy grave. Particularmente grave para los descendientes de M. Jourdain que, como los seguidores de Forrest Gump, se quedaron de pronto desconcertados ante el súbito cambio de dirección del maestro. Y peor todavía: como el mismo Forrest, el maestro parece no ir a ningún lado. En este texto intentaremos responder a dónde va Derrida, qué viaje nos propone y si vale la pena seguirlo, en caso de que tal viaje fuera posible y tuviera algún sentido. Dada la confusión que este tipo de maniobras intelectuales introduce en algunos círculos, no estará de más terminar esta crítica recordando quiénes somos y por qué luchamos.


 


La gran crisis de los relatos sobre la crisis de los grandes relatos y el fin de la era de la fantasía


 


"Hoy no terminaría este libro como lo hice en 1976 con esta declaración: La reposesión de nuestros cuerpos por parte de las mujeres llevará a un cambio mucho más esencial a la sociedad humana que la toma de los medios de producción por los trabajadores. Si bien el libre ejercicio por parte de todas las mujeres de la elección sexual y procreadora catalizará enormes transformaciones sociales (yo así lo creo), también creo que sólo puede ocurrir codo con codo, no antes ni después, con otras demandas que se han negado durante siglos a las mujeres y algunos hombres: el derecho a ser personas; el derecho a compartir justamente los productos de nuestro trabajo, no ser usadas sólo como un instrumento, un papel, un útero, un par de manos o una espalda o un conjunto de dedos; a participar plenamente en las decisiones de nuestro lugar de trabajo, nuestra comunidad; a hablar por nosotras mismas, por derecho propio".


 


Adrienne Rich: Nacemos de mujer


 


Adrienne Rich es una feminista que en los 70 se definía a partir del paradigma radical. El feminismo, uno de los movimientos políticos más importantes del mundo moderno, se reconoce en muchas caras: burgués-liberal (el logro de los mismos derechos que los varones en el marco del mundo capitalista, al que no cuestiona en tanto tal); post-moderno (la lucha se dirige contra construcciones "discursivas" que constituirían el núcleo de la opresión femenina); radical (considera la posición de las mujeres como originándose en las relaciones sexuales y, por lo tanto, al patriarcado como objeto a destruir); marxista (la opresión sólo es entendible en el marco de las relaciones de clase, que adquieren primacía ante las de género: es imposible un cambio en las últimas sin una transformación radical de las primeras). Las tres primeras posturas son abiertamente antimarxistas y constituyen la mayoría del feminismo "realmente existente" hoy por hoy. En este marco, la confesión de Rich se vuelve más que valiosa: la oleada antimarxista que arranca en los 70 la tiene como una de sus protagonistas. Hoy, sin embargo, el reconocimiento de la necesidad de transformaciones sociales más amplias como correlato necesario de la lucha feminista, la consagra como una rara avis en el concierto académico contemporáneo. Sin embargo, no es la única manifestación (2).


 


¿Qué es lo que ha pasado para que comiencen a verse síntomas de un retorno de los viejos problemas? Es necesario un poco de historia. El fracaso de la última oleada revolucionaria del siglo XX, la que se cierra con las dictaduras militares del Tercer Mundo, el ascenso de Thatcher y Reagan y la derrota de las ilusiones del Mayo francés, dio paso a un profundo retroceso del marxismo, sobre todo en los ámbitos intelectuales: la "desmarxización" de Europa occidental, especialmente allí donde el eurocomunismo entró en bancarrota a mediados de los 70 (Francia, España e Italia, sobre todo) fue su episodio más espectacular, aunque no el único. Intelectualmente, el ciclo contrarrevolucionario se tiñó con temas tales como "la crisis del marxismo" y tonterías por el estilo. Entre los ex marxistas desilusionados, el tema postestructuralista del "fin de los grandes relatos" se puso tan de moda como la crítica al marxismo como "religión moderna". La confianza en que el mundo avanzaba hacia la solución de sus grandes problemas se había quebrado: ni bajo el capitalismo (con su "religión" desarrollista y su teoría de la copa) (3) ni bajo el socialismo (con su "religión" marxista y su teoría revolucionaria) el mundo avanzaba hacia ningún lado. Era el "fin de los grandes relatos": cualquier afirmación acerca del futuro de la humanidad, aunque más no fuera como potencialidad, era pasible de ser acusada de "religión", es decir, de "teleología" y, por ende, "teología". Así, izquierdistas del más variado pelaje, como Ludolfo Paramio, gustaban de afirmar públicamente "yo ya no soy cristiano", para explicar su conversión a credos no menos ilusorios pero que se felicitan de imaginarse libres de toda ilusión. Dos caminos se abrían ante los creyentes del "nuevo realismo": el cinismo más puro y descarado, por un lado; el reformismo a cuentagotas, por otro. Como de la crisis del primero trata este artículo, concentrémonos brevemente en el segundo.


 


El reformismo "a cuentagotas" es el mejor nombre que le cabe a toda la teoría y la práctica de lo que dio en llamarse los "nuevos movimientos sociales" (4). La desilusión ante las promesas incumplidas de los "grandes relatos" dio paso a la idea, bastante simplota, de que si no eran posibles "grandes cambios", al menos se podrían intentar "pequeños cambios". Desconfiados de todo lo que oliera a política y políticos "tradicionales", los representantes de los "nuevos movimientos" reivindicaban su más completa autonomía ante cualquier instancia "totalizante". Feministas (sobre todo en sus variantes postmodernas y radicales), ecologistas (sobre todo aquellos grupos que reivindicaban la "acción directa" estilo Green Peace), grupos en lucha por reivindicaciones aún más particularistas (vecinales, por derechos civiles, por la reforma de las cárceles, estudiantiles, pacifistas, homosexuales, étnicas, nacionales, etc.), se ufanaban de una política inmediatista y repudiaban toda organización que superara los estrechos márgenes de la protesta local. Ecos de "lo personal es político" y "lo pequeño es hermoso", de izquierda mao-anarco-foucaultiana, coloreaban un discurso que sostenía la mayor eficacia de las reivindicaciones parciales, así como las bondades de la "democracia directa", que se hacía posible en las pequeñas organizaciones sin burocracia permanente. En su momento de auge (durante la década de los 80) constituyeron una poderosa crítica (que no carecía de valor) a todas las formas de acción política adocenadas e identificadas con gigantescas maquinarias burocráticas y represivas (centralmente, el estalinismo, la socialdemocracia y, en muchos casos, el conjunto de la sociedad capitalista y su Estado). La incapacidad de los "nuevos movimientos" para desafiar en su conjunto al orden vigente aislaba cada lucha y la condenaba al fracaso. Y si por alguna razón, alguna reivindicación hubiese tenido éxito, el carácter efímero de la victoria transformaba esta forma de lucha en una tarea de nunca acabar. Y quien nunca acaba, se cansa y, finalmente, no acaba. Este onanismo político terminaba, en el mejor de los casos, en un "basismo" sin perspectivas que se deshilachaba con el tiempo. En el peor (y más frecuente), simplemente se manifestaba como lo que era: una claudicación ante la burguesía, repitiendo todos los vicios de lo que antes habíase llamado "tradicional". El derrotero de muchas feministas que comenzaron siendo "progresistas" y terminaron como funcionarias de Alfonsín, Menem y Duhalde, por dar un ejemplo local, o de los "verdes", en Europa, es muy ilustrativo al respecto (5).


 


Sin embargo, en su momento, los "nuevos movimientos" parecieron expresar el renacimiento de la "sociedad civil" frente a organizaciones deshumanizadas como los estados dictatoriales, las grandes corporaciones económicas y los partidos políticos "tradicionales". Aparecían, además, como una alternativa a la política de "grandes masas", sobre todo a las de izquierda, de las que desconfiaban tanto (o más, en la mayoría de los casos) como de las de derecha. Frente a la "vieja izquierda", la "nueva izquierda" movimientista se reivindicaba efectiva y democrática (6). Utilizando analogías derivadas de Tocqueville, muchos "cientistas sociales" imaginaban una nueva democracia emergiendo de una sociedad que se había reencontrado con sí misma, más allá de ilusiones milenaristas. Los primeros años de Alfonsín, en los que se pregonaba la extinción de la clase obrera y la expansión de los "nuevos sujetos sociales", de los cuales estos movimientos no eran más que su expresión en el marco de una nueva sociedad "postindustrial", donde la democracia "a secas" se constituía en el final del viaje más allá de las utopías deshumanizadas, fue el apogeo de lo que puede llamarse, con toda justicia, la "era de la fantasía". Como no podía ser de otra manera, el proceso fue capitalizado por la burguesía y, como tampoco podía ser de otra manera y nadie podría ser el más indicado, Francis Fukuyama, un japonés yanquilizado e ignorante, coronó el proceso con la explicitación del gran, gigantesco, descomunal relato que se escondía detrás de todos los fenómenos que hemos narrado: el fin de la historia por la victoria definitiva del capitalismo.


 


Entre el capitalismo exultante, acunado entre barras, estrellas y un sol naciente, y la abandonada ilusión del reformismo a cuentagotas, el posmodernismo hizo su aparición en escena y, con él, toda la claudicación intelectual y la miseria moral imaginable. Como la realidad se empeña en ser real, el capitalismo en ser capitalismo y la crisis, crisis, es frente a este marasmo intelectual y político que algunos han visto la necesidad de volver tras sus pasos: es el caso de Adrienne Rich. Y, hasta cierto punto, el de Derrida. Ambos son meras manifestaciones del fin de la era de la fantasía: la gran crisis de los relatos sobre la crisis de los grandes relatos. Con una desocupación mundial gigantesca, mayor en muchos casos en los países centrales que en los periféricos, descenso generalizado de los salarios en todo el mundo, crisis económica interminable, devastación ecológica, renacimiento de enfermedades medievales y surgimiento de pestes contemporáneas incontrolables, por dar algunos ejemplos, ni los "nuevos movimientos" ni los teóricos del capitalismo triunfante pueden reivindicar nada más que el fracaso más absoluto. Menos, todavía, puede resultarnos útil una teoría que dice que nada puede hacerse con este mundo salvo reproducir sus horrores una vez que la oposición llega al poder. Es tiempo, hoy, de volver a creer positivamente en la posibilidad real de resolver los problemas. No es necesaria (ni deseable) ninguna nueva fantasía.


 


Un día de furia


 


Nacida de la última transformación de la filosofía francesa de la segunda posguerra, con antecedentes en el formalismo ruso de los 20, la deconstrucción es heredera de la crisis del "marxismo occidental" en general y del francés en particular (7). Filosofía del lenguaje, filosofía del texto: viejo idealismo que viene a decirnos que sólo decir se puede. Las aporías de la deconstrucción son conocidas. La incapacidad para conocer la realidad es la más importante: dado que no hay "fuera de texto", la realidad es texto. Y todo lo que se diga, también. Si se acepta que la realidad fuera del texto existe, da lo mismo porque es incognoscible. En consecuencia, la noción de "verdad" se vuelve relativa si es que mantiene alguna utilidad. Crítica a la izquierda: nadie puede demandar la posesión de algo que no existe. El relativismo niega pretensión alguna a toda lectura de la realidad: el marxismo no es más correcto que cualquier otro discurso. Crítica a la crítica: la deconstrucción no es más correcta que lo que critica. En consecuencia, todo se vuelve una enorme banalidad y el mismo acto de hablar carece de sentido.


 


El eje de la tarea deconstructiva es la exacerbación de la crítica de la posición: si el marxismo había señalado que la posición denuncia a quien habla (ejemplificado por antonomasia en la crítica de la economía política vulgar), la deconstrucción explica que no hay posición, o lo que es lo mismo, todo lo es ("el centro está en todos lados", al decir de un acólito). En consecuencia, no hay un punto que ordene una lectura privilegiada. Porque todas son lecturas sin privilegio alguno. Marx había denunciado como meramente ideológica a la economía política vulgar pero creía firmemente que era posible una ciencia no ideológica, un arte de la verdad. La posición del observador permite ver una parte o toda la verdad: la burguesía en ascenso ofrecía un buen mirador para descubrir la teoría del valor-trabajo, pero no para descubrir el secreto de la plusvalía. Para poner sobre el tapete la explotación era necesario subirse a las espaldas del proletariado. La deconstrucción parte de la negación del privilegio posicional. Todos son relatos con igualdad de jerarquía. No es casual, entonces, que el deconstructivismo haya terminado siendo, con Foucault y Deleuze, tanto la biblia de la izquierda mao-anarquista que surgió del 68, como de la actual derecha norteamericana encaramada en la caída del Muro.


 


La negación del privilegio posicional significaba, para esta "izquierda", la negación de la posibilidad misma del estalinismo. Si no hay sujeto privilegiado, no hay lugar privilegiado, no hay demiurgos de la verdad entre otras cosas, porque ésta no existe: ni el proletariado ni el PCUS pueden ordenar una lectura canónica. La crítica del privilegio posicional viene a devolver la libertad al conjunto de la humanidad: si el capital es una cárcel, también lo es la escuela, la milicia, la fábrica y, ¿por qué iba a salvarse?, el partido. Crítica a la crítica: fetichismo. La idea de que la escuela es una cárcel, igual que la fábrica o cualquier otro tipo de organización humana, traslada al objeto lo que es propio de las personas, de sus relaciones: son las relaciones que trazan los seres humanos para aprender, trabajar o gobernarse las que deben ser responsabilizadas del uso que dan a las instituciones. Nuevamente, Marx: no es la máquina la que deja sin empleo a los obreros sino las relaciones en las que ellas aparecen como un arma para doblegar la mano rebelde del trabajo. Como luditas de las instituciones, los modernos filósofos franceses, con sus diferencias, saltaron furiosos sobre los panópticos varios de la vida moderna. Como a los verdaderos luditas, la realidad se les mostró más rebelde de lo esperado y emergió triunfante. El desaliento, la desazón y la angustia pasaron al centro de la escena posmoderna y se trocaron en conformismo conservador, la ideología de una clase de personas: los profesores universitarios desilusionados, los yuppies, los nuevos gerentes del capital y la economía del papel, los profesionales afortunados y el reducido núcleo que forma lo que algunos gustan llamar la "nueva clase media". Cualquier sensación extraña podía ser olvidada rezando en los nuevos templos de la religión sin alma del consumismo: los shoppings.


 


Originalmente crítica, la deconstrucción jugó su parte en la tarea de atacar por izquierda al marxismo (8). Que el resultado pueda verse en la fiebre derechista que hace furor en los recintos académicos norteamericanos no es algo que pueda dejarse pasar: aunque Derrida no pueda ser acusado de reaccionario, no se debe impedir que le recordemos su cuota de responsabilidad por el marasmo intelectual en el que la derecha medra como pescador en río revuelto. El fin de la historia, el posmodernismo y los excesos de la deconstrucción no son ajenos a la tarea que Derrida desempeñó con singular maestría de los sesenta a esta parte (9).


 


El filósofo francés contempla ahora el panorama dominado por una derecha desalmada y miserable y un marxismo arrinconado por la derrota que él contribuyó a crear (10). Y como Michael Douglas trastocado en clase media americana desesperada, la emprende contra los males del mundo moderno, acercándose cada vez más a una lectura de la realidad que exige a gritos salirse si o si de ese marco conceptual que constituye la verdadera prisión de Derrida y sus discípulos: la prisión del lenguaje. Incapaz de hacerlo, Derrida muestra toda la torpeza de quien se ha empecinado en negar la posibilidad de un análisis positivo del sistema en el que vivimos: su descripción de "los males del mundo" es tan pobre que da pena ver a un individuo tan brillante opacarse tan tristemente. En efecto: puesto a interpretar algo más que textos, Derrida muestra una torpeza sorprendente. Veamos:


 


"La representatividad electoral o la vía parlamentaria no sólo está falseada, como fue siempre el caso, por un gran número de mecanismos socio-económicos, sino que se ejerce cada vez peor en un espacio público profundamente trastornado por los aparatos tecno-tele-mediáticos y por los nuevos ritmos de la información y de la comunicación, por los dispositivos y la velocidad de las fuerzas que representan, e igualmente, y como consecuencia, por los nuevos modos de apropiación que aquéllas ponen en marcha, por la nueva estructura del acontecimiento y de su espectralidad…" (pág. 92).


 


La novedad de nuestro tiempo sería entonces una transformación de orden tecnológico, con su correlato de los nuevos "aparatos tele-tecno-mediáticos". ¿Repetición de las viejas y, a esta altura, aburridas críticas a los medios de comunicación masiva? Es difícil saber si este Frankenstein que asusta tan poco, que se parece tanto a un remedo weberiano (o tardo frankfurtiano, según Eagleton), debe ser tomado en serio (11). Si apunta a algo concreto, menos fantasmagórico. Sobre todo, porque su gran crítica a la política "parlamentaria" se limita a señalar la medida en que los políticos han sido transformados de "actores políticos" en "actores de televisión"… (pág. 94). La ingenuidad y falta de novedad se repiten cuando enumera (con cierto lenguaje bíblico) "las plagas" del "nuevo orden mundial": la desocupación, los homeless, la guerra económica, la anarquía del mercado, la deuda externa, el armamentismo, el problema nuclear, las guerras "interétnicas", la mafia y las drogas, el estado del "derecho internacional" (págs. 95-98). Derrida parece descubrir ahora lo que Marx (y muchos antes que él y muchos más después que él) denunció, no como efectos de un "nuevo orden", sino como las consecuencias del orden esencial de la sociedad capitalista. No tienen nada de "nuevo", forman parte de la estructura misma de esta sociedad. Que Derrida los descubra ahora sólo muestra que estuvo todo este tiempo mirando para otro lado. Estas "novedades" ya eran vaticinadas, no para el Tercer Mundo sino para el Primero, hace 30 años, cuando marxistas como Mandel anunciaban el fin de fiesta capitalista, época en que Derrida se afanaba en construir la salsa intelectual en la que él mismo se está cocinando ahora (12). No es necesario entrar a discutir la gigantesca tontería que puede encontrarse como fundamento de su análisis de las "plagas": baste, como ejemplo, el problema del "paro", aparentemente atribuido al "tele-trabajo"… (pág. 95).


 


¿Por qué un individuo de probada inteligencia cae a tales extremos de ingenuidad científica y política? Por una sola razón: es su propia estrategia la que invalida sus resultados: Derrida ha tirado por la borda todo el instrumental teórico amasado durante dos siglos, todo el conocimiento acumulado y toda la experiencia que tenemos sobre esta sociedad, buena parte del cual ha sido condensado en un cuerpo teórico concreto, ese marxismo al que él llama a olvidar. ¿Cómo entender el mundo social sin aceptar la existencia de sujetos sociales (Derrida explícitamente rechaza la existencia de las clases), sin reconocer la dominancia del poder económico (Derrida prefiere hablar de "capitalizaciones" en lugar de el capital), de la jerarquía del poder social (Derrida coloca a la misma altura al capital, a los medios de comunicación, al Estado)? ¿Cómo organizar una resistencia eficaz sin organización, valga aquí más que nunca la redundancia (véase más adelante las características de su "nueva internacional")? Lo único que nos queda es esperar la llegada del mesías, en algún lejano porvenir, tan lejano como la eternidad.


 


El fantasma de Marx, el de Chris Hani y el manifiesto de Derrida


 


Quienes piensan que, finalmente, Derrida "se acerca", "nos tiende un puente", "reconoce por fin el valor de una figura tan querida", se equivocan. Tomar el texto derrideano como un reconocimiento y una filiación, tardías pero válidas después de todo, es no entender en dónde se para nuestro filósofo (13). Dejando de lado que ningún valor tiene reivindicar a Marx por su nombre mismo (no somos marxistas por Marx, sino por el marxismo, que es otra cosa, que lo excede y lo supera), actitud que el propio dueño del fantasma había rechazado en vida ("en lo que a mí respecta, no soy marxista"), Derrida no reivindica a Marx ni al marxismo: celebra su muerte. Por eso recibe a su fantasma con alegría. No lo recibe a él, sino a su fantasma. No hay fantasma sin muerto: Marx está muerto. Como consuelo, podemos evocar "un cierto espíritu de Marx". ¿Y cuál es ese cierto "espíritu"? El de una "cierta" vocación mesiánica sin mesianismo. Una "cierta" insatisfacción general hacia el estado del mundo y, por lo tanto, una "cierta" esperanza de cambio. Como ya lo dijo Terry Eagleton, "un marxismo sin marxismo" (14). Porque todo lo que resulta amputado, todos los demás "espíritus" del marxismo que no son ese "cierto espíritu", constituyen el corazón del marxismo vivo. Para poder heredarlo, Derrida tiene que matarlo y convocar luego a ese "cierto espíritu". Como para Derrida la herencia es una construcción, es decir, una creación donde el heredero tiene más derecho a determinar lo que hereda que el muerto a lo que cede, el fantasma sólo guarda de Marx lo más fantasmal de una persona: su nombre.


 


No es extraño que así sea, porque Derrida no quiere recuperar al marxismo, sino apropiarse de ese "cierto espíritu": si el marxismo murió, entonces la deconstrucción puede tomar su posta: véase si no esa nota en la que se ufana de señalar que "filósofos" rusos le habrían confesado que el verdadero nombre de la perestroika era "deconstrucción". Revela tanto sus intenciones reales al invocar ese "cierto espíritu" cuanto lo que Derrida tiene en mente cuando habla de marxismo: el stalinismo y todo lo que se le parezca (que para el filósofo francés es prácticamente todo). Revela también las ilusiones postmarxistas de Derrida: movimientos "democratizadores" al estilo perestroika. No por casualidad, entre sus escasas intervenciones políticas figura un texto dedicado a la "Admiración de Nelson Mandela".


 


Si Marx ha muerto, si ahora podemos invocar un "cierto espíritu" suyo, si podemos apropiarnos de la más consecuente y peligrosa tradición crítica de la era moderna, si podemos hacer nuestro (de Derrida) el nombre del demonio, podemos incluso apropiarnos de su santoral: como la socialdemocracia se adueñó de Gramsci, Derrida encuentra su alter ego, el último mártir del comunismo y el primer héroe mitológico de la deconstrucción, en Chris Hani, a quien dedica su libro-manifiesto (15). Derrida se autoidentifica con el comunista sudafricano por el mismo movimiento que se apropia de ese "cierto espíritu" de Marx: Hani pudo haber intentado ser Stalin y se negó a sí mismo esa posibilidad. En esa negación de los otros espíritus del marxismo que no son ese "cierto" espíritu que Derrida reclama para sí, Hani se transforma en el héroe de la deconstrucción, en la encarnación viva de ese "cierto espíritu". No hace falta mucha imaginación para descubrir en la dedicatoria del libro el certificado de adopción de la figura y la autoidentificación: páginas adentro Derrida, identificado con Hamlet, recuerda que a Marx le fascinaba Shakespeare y menciona como al pasar (pero sin ingenuidad) que a Hani también… Si se recuerda que la esencia de la política de la deconstrucción es la de la oposición que se niega a constituirse en poder, que prefiere habitar "críticamente" una estructura indestructible como una especie de virus idiota, no sorprende que uno de los líderes de un partido que pudo haberlo sido todo y eligió ser nada, que marchó consciente y consecuentemente hacia su propia derrota, se le aparezca como la encarnación misma del espíritu de sí mismo: ¿acaso no es idéntico el movimiento del filósofo que podría ahora festejar su victoria y sin embargo prefiere pasar a la oposición? (16).


 


Mediante este juego de identificaciones, Derrida se ha fagocitado una tradición, apropiándose canibalescamente del poder mágico del nombre (Marx), ha construido un nuevo santoral (Hani) y se ofrece a sí mismo como el mesías, y a la deconstrucción como la palabra revelada. El carácter religioso de este procedimiento está atestiguado por sus propias palabras, no es un simple juego retórico de la crítica. La pretensión de fundar una Nueva Internacional es, como su predilección por el Manifiesto (del cual su propio libro es un remedo), el instrumento que completa el gesto. Derrida llama a la unidad contra la santa alianza derechista, abre el juego, tiende la mano y dice a los marxistas: Venid a mí con el corazón abierto, vuestro padre lejos está de ser un criminal, el pecado que portáis puede ser expiado. La condición es la aceptación de la unidad bajo la égida derrideana: la Nueva Internacional nace bajo sus auspicios y, obviamente, con sus leyes.


 


La Primera Internet del Anarquismo Conservador: un largo camino hacia ninguna parte


 


"Antes bien, su lenguaje filosófico se abre paso a tientas a lo largo de los muros de su prisión conceptual, describiéndola desde dentro como si fuera simplemente uno de los mundos posibles, el resto de los cuales son, sin embargo, inconcebibles".


 


Frederic Jameson, La prisión del lenguaje


 


Creyendo que aporta a la resistencia, Derrida propone la formación de una Nueva Internacional. Ya tiene un socio, Gianni Vattimo (filósofo recientemente convertido al catolicismo y que ha cobrado fama por escribir, contra el Papa, una serie de obviedades que sorprende que hayan escandalizado a alguien), con quien va a editar un anuario filosófico cuyo primer número estará dedicado a la desocupación (17).


 


Uno de los peligros de la nueva internacional es que se puede transformar en un lugar tentador para muchos intelectuales críticos: como veremos, no exige un gran trabajo pertenecer a ella, no impone un gran compromiso y, sobre todas las cosas, actúa bajo el gigantesco paraguas protector del "padre de los pueblos deconstruidos". Así lo reconoce Frederic Jameson:


 


"Muchos de nosotros podemos sentir una profunda simpatía con su concepción de una nueva Internacional, especialmente en tanto nos toca como a intelectuales radicales… No es difícil imaginar conexiones análogas a las formadas por los exiliados usando medios impresos en tiempos de Marx, pero a un nivel diferente, tanto cualitativa como cuantitativamente…" (18).


 


Respetabilidad académica, puesto que su mentor es "the worlds most eminent living philosopher", según el mismo Jameson; imagen crítica derivada del jugueteo con un nombre, vacío de contenido pero suficientemente poderoso como para asustar a los más recalcitrantes derechistas, la Nueva Internacional tendrá sus sedes argentinas en lugares tales como la Fundación Banco Patricios, la librería Ghandi, la revista La Maga y el café La Paz. Entre sus apóstoles subordinados figurará, en primer lugar, Ernesto Laclau, y serán sus primeros y más fervientes seguidores la enorme masa de posmo-foucau-deleuzianos (sobre todo, psicoanalistas y críticos literarios) que pulula en Buenos Aires, capital de la frivolidad intelectual del Tercer Mundo.


 


¿Por qué, además de peligrosa, es inútil? La Internacional del Anarquismo Conservador es descrita por su propulsor de la siguiente manera:


 


"La nueva Internacional no es solamente aquello que busca un nuevo derecho internacional a través de estos crímenes. Es un lazo de afinidad, de sufrimiento y de esperanza, un lazo todavía discreto, casi secreto, como hacia 1848, pero cada vez más visible hay más de una señal de ello. Es un lazo intempestivo y sin estatuto, sin título y sin nombre, apenas público aunque sin ser clandestino, sin contrato, out of joint, sin coordinación, sin partido, sin patria, sin comunidad nacional (Internacional antes, a través de y más allá de toda determinación nacional), sin co-ciudadanía, sin pertenencia común a una clase. Lo que se denomina aquí con el nombre de nueva Internacional, es lo que llama a la amistad de una alianza sin institución entre aquellos que, aunque en lo sucesivo ya no crean, o aunque no hayan creído nunca en la internacional socialista-marxista, en la dictadura del proletariado, en el papel mesiánico-escatológico de la unión universal de los proletarios de todos los países, continúan inspirándose en uno, al menos, de los espíritus de Marx o del marxismo (saben, de aquí en adelante, que hay más de uno) y para aliarse, de un modo nuevo, concreto, real, aunque esta alianza no revista ya la forma del partido o de la internacional obrera sino la de una especie de contra-conjuración, en la crítica (teórica y práctica) del estado del derecho internacional, de los conceptos de Estado y de nación, etc.: para renovar esta crítica y, sobre todo, para radicalizarla" (pág. 100).


 


La paradoja de una organización sin organización que no puede definir sus enemigos con claridad (recordemos las "fuerzas tele-tecno-mediáticas"), que nomina a sus miembros con una vaguedad tal que ya podemos imaginarnos la parálisis absoluta que caracterizará a una mixtura de prácticamente todo lo que hay en el universo (dado que el "cierto espíritu" es sólo una aspiración a la justicia, ¿quién puede negarse?, pero también, ¿a qué acuerdo concreto puede llegarse?), que limita su tarea a una "crítica teórica y práctica" de entelequias desgajadas de toda atadura real ("el estado del derecho internacional", "los conceptos de Estado y nación"), que establece su forma de acción retrotrayendo la capacidad organizativa de los seres humanos a los tiempos de la masonería, cuando no a las actuales prácticas de la mafia ("contra-conjura" semi-secreta, como en 1848), ¿puede servir para enfrentar a los enemigos reales y concretos, para reunir a la resistencia, para colocar en un futuro visible una esperanza cierta?


 


El peor de todos los mensajes que Derrida nos deja es que esto es todo lo que puede hacerse: que buscar una salida más eficiente implica, necesariamente, una organización más robusta. Lo que es completamente cierto. Pero éste sería, para Derrida, un camino de retorno hacia el stalinismo. A cambio, el ofrecimiento consiste en transformarnos a todos en masónicos hackers, que es la forma que asume hoy el antiguo terrorismo anarquista. Aquéllos al menos ponían bombas, éstos se contentan con desparramar virus. Por su forma misma de actuar, el terrorismo anarquista no sólo es peligroso (tanto por la locura de su práctica política, cuando la tiene, como por el quietismo absoluto en el que suele desembocar) (19). También es inútil: confunde las relaciones con las cosas, la emprende contra estas últimas y deja intactas las primeras. Para desgracia de nuestros hackers-masones-luditas, la realidad social está hecha de relaciones, no de cosas.


 


¿Volver a 1848? Volvamos: el Manifiesto. A diferencia del texto derrideano, que intenta analizar la realidad comentando libros (Shakespeare, Blanchot, Marx, Fukuyama, etc.), el texto marxiano va directo al mundo "realmente existente"; designa claramente al enemigo (la burguesía, algo bastante más concreto y definido que las "fuerzas tele-tecno-mediáticas"); señala claramente los sujetos del cambio y, por ende, los miembros de la Internacional (los más prosaicos "proletarios", en lugar de la etérea construcción derrideana que podría resumirse en la "unidad de todos los hombres-mujeres de buena voluntad, no importa cuál y para qué sea esta última"); muestra la forma específica en la que la lucha se llevará a cabo (lucha de clase versus ¿lucha de "pantallas"?) y el objetivo de las fuerzas progresistas (el socialismo frente a… ¿qué?). Todo eso acompañado de una idea clara del sentido del desarrollo de la sociedad capitalista y de sus contradicciones frente a … ¿qué? Derrida no nos ha dicho, todavía, de qué sociedad está hablando, de ahí que su crítica y su propuesta pueden perfectamente adaptarse a la estructura policíaco filosófica de El nombre de la Rosa, con sus conjurados inquisidores y su Guillermo de Baskerville perdido en una biblioteca sin fin, especie de hiperespacio virtual pre-moderno, tan medieval como el posmodernismo engendrado por la deconstrucción.


 


Lo que el texto de Derrida viene a poner de relieve es el problema de la organización contra el dominio capitalista. En última instancia, así como el foucaultismo había dado pie a la crítica de la totalidad y diluido el poder en "los poderes", lo que permitió criticar por izquierda al marxismo y alentó teóricamente a los "nuevos movimientos sociales", Derrida da una vuelta de tuerca y establece el carácter totalitario de toda organización. Si el Foucault de la lucha contra el sistema carcelario o la medicina "oficial" podía dar lugar a un tipo de organización, desestructurada y parcial, pero organización al fin, Derrida no puede ofrecer nada. Contra el gigantesco poder del capital, el filósofo francés no sabe hacer nada mejor que diluir la oposición, no ya en pequeños grupos sino en individuos. Frente al poder cada vez más centralizado del capital, Derrida llama a una conjuración de pantallas de computadora unidas por el hiperespacio virtual de la Internet, en última instancia, el único soporte material posible para su "internacional".


 


No habrá futuro para quienes se nieguen a encarar la lucha oponiendo el poder del trabajo al poder del capital. No es éste el momento de repetir cosas ya dichas, pero sí el de recordar que la transformación real del mundo es fruto cotidiano del trabajo (20). Es el trabajo que crea la vida el que tiene también el poder de organizarla de una manera superior, el poder de hacer de ella la más bella aventura para cada ser humano. Y no está muerto, al contrario, está vivo en cada uno de los que sueñan con un mundo mejor: el único hiperespacio en el que habita la revolución está en el corazón de los revolucionarios.


 


Ulises, los hijos del demonio y la tormenta que encarnamos


 


Sospecho que hoy empiezo a ser canción


si seco un llanto, si seco un llanto


 


Silvio Rodríguez


 


Derrida nos convoca a que lo sigamos. ¿A dónde? No se sabe. ¿A qué? No se sabe. ¿Hasta cuándo? Eternamente. Derrida, que siempre llega tarde, viene a renovar ilusiones ahora que hemos arribado al fin de la era de las fantasías. Frente al hecho irrefutable de que la realidad capitalista impone el más inteligente realismo político, es decir, la lucha organizada contra el capital, la lucha por una sociedad diferente del capitalismo, Derrida pretende ofrecernos una nueva fantasía. La nueva fantasía es que, sin hacer nada, lograremos todo sin saber en qué consiste. Que podemos esperar sentados frente a una computadora la segunda llegada del Mesías. Hay quien piensa que, dados los tiempos que corren, es suficiente. Quienes se contentan con esto, han perdido la confianza en sí mismos, aceptan por bueno el rumor que afirma que no somos nada, que estamos muertos o, por lo menos, tan enfermos que nadie se preocupa por lo que hagamos. Y sin embargo, no es así. Siempre es bueno recordar quiénes somos y por qué luchamos. Sobre todo en tiempos en que la confusión reina como si una gigantesca explosión hubiera impuesto un repentino caos en nuestras cabezas. Así viven muchos compañeros la caída del Muro y las victorias de la derecha. Y son esos compañeros quienes rechazan legados más difíciles de aceptar, por los compromisos vitales que ellos entrañan. Y son, también, los más propensos a escuchar cantos de sirena que hablan de playas seguras, palmeras y alimento en abundancia, más allá del dolor y la lucha. Como Ulises, es necesario atarse al mástil: porque hay que escuchar el canto de las sirenas, es inevitable. Pero también es necesario resistir a la tentación: para los intelectuales es relativamente atrayente la conversión, puesto que ella haría más fácil la inserción en las instituciones. Para quienes se encuentran en la oposición frontal, la Nueva Internacional del Anarquismo Conservador (cuya filosofía puede resumirse en una especie de: "el mundo es una porquería, así que, como ya lo sabes, relájate y goza") ofrece un modo más aceptable de acomodamiento, sin necesidad de genuflexiones demasiado evidentes y sin que parezca que se ha abandonado la batalla. ¿Y cuál es ese mástil? La realidad misma: la realidad del capital y su dictadura totalitaria. Seguir mirando: es difícil no sentir asco ante un espectáculo tan horrendo como la reaparición cíclica de la miseria más espantosa, de niños descalzos y barrigas punzantes (no en Etiopía, en Corrientes y Montevideo; no en Haití, en Florida y Lavalle), de seres humanos quebrados por la pobreza y la locura (no homeless en EE.UU., en las puertas de nuestras casas), con su ropa mugrienta y sus cabellos duros, con la mano tendida pidiendo limosna. Pero es necesario seguir mirando la realidad: es ella la que nos muestra la radical inutilidad de una política cuyo contenido se encuentra en papeles y bits, su propio contenido es papel y bits, su vehículo privilegiado es también papel y bits y cuya tumba es, también, papel (y bits). Ningún destino se decidirá en librerías y computadoras: será en las calles. Ningún destino se decidirá en cátedras y bares para seudo intelectuales: será en las calles. Y si para algo sirven los papeles es para trazar mapas: ¿cómo movernos?, ¿por dónde?, ¿hacia dónde? Un mapa que no puede indicar una salida, que sólo muestra caminos que no llegan a ninguna parte, no sirve para otra cosa que para confundir.


 


Quien crea que éste es un llamado a la lucha desde un cómodo y populista anti-intelectualismo se equivoca. Es un llamado al más radical de los "intelectualismos", al que cree que los sueños de la razón no producen monstruos, al que sabe que la cabeza tiene manos. Brazo y cerebro: ideal anarquista tanto como marxista. Brazo y cerebro: pensamos para actuar. Porque la realidad no puede permanecer tal cual es: los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo. Y ello exige pensar. Y escribir: papel y bits. Y partido. Y organización. La organización es la esperanza, al decir de Malraux, sólo si ella está al servicio de la transformación. Un marxista sabe esto. Y la burguesía también; por eso, aunque parezca increíble, nos teme y por eso protege y alienta a quienes tratan de convencernos de que no somos nada, que nada más es posible. Si fuera realmente así, si fuéramos absolutamente inofensivos, no estaría allí todo el Estado y sus instituciones, su policía asesina y su ejército, su escuela y su familia, sus internacionales trilaterales y otanes, sus burocracias sindicales y de las otras, su propaganda fascista y su dinero corruptor, sus medios de (in)comunicación, su pan y su circo (más el segundo que el primero). Y quienes han perdido la esperanza han olvidado quiénes somos y por qué nos temen: si nosotros tuviéramos éxito, ellos no tendrían lugar en el mundo. Por eso, para ellos, nosotros somos los hijos del demonio al asalto del cielo. Y es cierto: los hijos de Marx. Y de muchos otros que ya pasaron y que aún no han sido. Los hijos de la noche rebelada, los que negamos a Dios su derecho a ejercer el mando totalitario del universo. Los que planeamos la socialización de las estrellas y la entrada libre al paraíso. Eso somos. Por eso nos tienen miedo.


 


No peleamos por Marx, peleamos por lo mismo que él: por la libertad. Por el olor de los árboles tras la lluvia, por el descanso de los músculos, por la evocación milagrosa de la vida en la música, en el arte, en el amor. Peleamos por las plegarias de los niños dormidos, por su bella torpeza, por su ingenuidad, por sus gestos, sus caritas, sus caprichos y su amor. Peleamos por el tiempo de lo humano, el tiempo de la creación, de la plenitud de la experiencia, del gozo frente al dolor, de la felicidad frente a la desdicha, para todos, para todos los seres humanos del mundo. Somos la avanzada ante el sufrimiento, la vanguardia que enfrenta la desdicha, la necesidad, el hambre, los vengadores del cielo. Nunca se entenderá del todo, hasta que no esté allí, la magnitud de lo que nos proponemos. Somos la tormenta que espera en el horizonte, acechante. Y volveremos. Nosotros volveremos por todos los caminos. Por el socialismo, por la libertad. Por eso nos tienen miedo: por la tormenta que encarnamos…


 


 


Notas:


 


1. Derrida dió una conferencia en la Universidad de California (Riverside) los días 22 y 23 de abril de 1993, como apertura del coloquio "Whither marxism?" (traducible como ¿Adónde va el marxismo?). El texto apareció en francés en 1993, en inglés, en una versión abreviada en New Left Review, nº 205, may-jun de 1994 y en castellano (traducción directa del francés) en septiembre de 1995 bajo el título Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Trotta, Madrid, 1995.


2. Véase, por ejemplo, el renacimiento de la economía marxista en el mundo anglosajón, sobre todo en Estados Unidos.


3. La teoría de la copa era una muestra de la fabulosa capacidad del desarrollismo de los 50 para crear expectativas en la propia dinámica del capital. Se suponía que el crecimiento económico desbordaría el vaso de la riqueza social que, de esa manera, iría cayendo hacia la base de la sociedad, de modo que todos terminarían beneficiándose.


4. Sobre los "nuevos movimientos sociales" se han escrito cataratas de textos. Véase, por estar a mano, las ingenuas apreciaciones sobre el potencial "emancipador" y "democrático" de dichos movimientos, en Jelin, Elizabeth: Los nuevos movimientos sociales, Bs. As., CEAL, 1985. También, desde una óptica más crítica, Gunder Frank, André y Marta Fuentes: Para una nueva lectura de los movimientos sociales, en Nueva Sociedad, ene-feb de 1988.


5. Sobre las feministas en el gobierno de Alfonsín, véase Bellucci, Luvecce, Mariani y Rofman: La subsecretaría de la mujer de Argentina (1987-1990), en Doxa, primavera-verano 1990-91, nº 3. Sobre los verdes, Petras, James: Los intelectuales en retirada, en Nueva Sociedad, mayo-junio de 1990, nº 107.


6. Buena parte de estas ilusiones persisten todavía hoy, a pesar de la esterilidad evidente de estas prácticas. Son muy comunes en el movimiento estudiantil universitario, donde agrupaciones "independientes" limitadas a una sola facultad (y aun a una sola carrera), proponiéndose un "basismo" instintivo y apolítico (pero de una verba rabiosamente politizada), fracturan al movimiento estudiantil y lo conducen a callejones sin salida. En los momentos importantes, cuando hace falta consolidar la toma de esta facultad con la de otras e incluso con todo el país, incorporando a la lucha a los elementos más renuentes, como los docentes, los "independientes de izquierda" suelen ser los más reacios a salir del corral seguro y aventurarse a construcciones políticas más audaces. No obstante, no se privan de correr a todo el mundo "por izquierda", arrogándose la "verdadera" representación de "los estudiantes" y de exigir demandas imposibles de levantarse con éxito, en un ámbito reducido. El resultado es que terminan entregando la lucha a quienes tienen una capacidad de estructuración más inteligente y fines más espurios, como el Frepaso y Franja Morada.


7. Ver Jameson, Frederic: La cárcel del lenguaje, Ariel, 1980 y Anderson, Perry: Tras las huellas del materialismo histórico, Siglo XXI, 1986.


8. La deconstrucción es una variante del postestructuralismo conocida como "textualismo", por su énfasis en el análisis textual y la limitación del acceso a la realidad, constituida por discursos. La otra variante es el postestructuralismo "mundano" de Foucault y Deleuze. Junto con el "marxismo analítico" constituyen las dos variantes de la crítica "por izquierda" al marxismo, de moda en los `80. En el caso del postestructuralismo, en sus dos versiones, el resultado ha sido una mayor derechización que en el del marxismo analítico, más inclinado hacia la socialdemocracia. Si los analíticos son el resultado de marxistas que recaen en el reformismo, el postestructuralismo concluyó en lo que en otro lugar hemos llamado "anarquismo conservador". Para el posmodernismo, ver Callinicos, Alex: Contra el postmodernismo, Tercer Mundo, Bogotá, 1995. Para el marxismo analítico, Ellen Meiksins Wood: "Rational Choice Marxism: Is the Game Worth the Candle?", en New Left Review, nº 177, sep-oct 1989 y Petras, op. cit. Sobre la definición de "anarquismo conservador", Sartelli, Eduardo: La multiplicación que divide. Breves notas sobre el anarquismo conservador, en En defensa del marxismo, nº 13, julio de 1996.


9. Aijaz Ahmad: Response to Derrida, en New Left Review, nº 208.


10. Tampoco exageremos el papel de la deconstrucción en la "derrota" del marxismo. La "crisis del marxismo" es más el resultado de la derrota política de quienes invocaban su nombre sin mucha justificación, el stalinismo, el maoísmo y, en menor medida, la socialdemocracia y algunos nacionalismos tercermundistas, que la consecuencia de la inutilidad de sus tesis principales. La "crisis intelectual del marxismo" es, en realidad, la crisis política de los intelectuales ligados a las orientaciones mencionadas. Véase por ejemplo la trayectoria de intelectuales como Laclau y Castañeda, en América Latina, o Baudrillard y Régis Debray, en Francia, en los que se resume la peripecia político-intelectual que hemos delineado. Para muchos de ellos, el postestructuralismo (y Derrida en particular) sirvió como justificativo ideológico a una decisión tomada en otro ámbito y no a raíz de algún "descubrimiento" en el plano intelectual. Para la "odisea" de Laclau, véase Ellen Meiksins Wood: The Retreat from Class, Londres, Verso, 1988.


11. Terry Eagleton, en la más divertida reseña que he leído sobre un libro tan aburrido como éste, señala, con mucha razón, que la dualidad de la deconstrucción le ha permitido mantener una imagen a la izquierda (que amenaza con decir algo serio sobre algo serio) y otra a la derecha (que termina por no decir nada sobre nada). La primera le da brillo y espectacularidad, y la segunda la seguridad necesaria para sobrevivir en los ambientes más conservadores. Véase su Un marxismo sin marxismo, en El Rodaballo, nº 4, invierno de 1996.


12. Mandel, Ernest: El capitalismo tardío, Era, 1986.


13. Entre los comentaristas de Espectros…, Frederic Jameson es uno de los pocos marxistas que se toman en serio a Derrida y buscan establecer un diálogo filosófico. Ver Jameson, Frederic: Marx Purloined`s Letter, en New Left Review, 207. Otro caso de buena recepción, al menos del encomio de Marx que Derrida derrama, un poco demagógicamente, en las principales páginas del libro, es el de Ronald Rocha. Creo que concede demasiado: ¿Es cierto que Derrida se arriesga a algo por colocarse un poco menos a la derecha que Paul de Man? ¿Perderá Derrida su poder institucional y su prestigio académico por su reivindicación de "un cierto espíritu del marxismo" que podría suscribir cualquier individuo bien pensante con un grado elemental de apertura intelectual? Por el contrario, Derrida puede descansar tranquilo en las playas del vasto mar liberal-socialdemócrata europeo-norteamericano, un poco harto ya de vientos conservadores excesivamente intempestuosos. Hay que aceptar, sin embargo, que Rocha está en lo cierto en que Espectros… "significa un corte político ideológico en el interior del irracionalismo y el relativismo contemporáneo". Para los deconstructivistas más a la derecha y para los posmodernos más estúpidos es un golpe duro: Dios los ha expulsado del paraíso. Ver Ronald Rocha: ¿Ser o no ser posmoderno?, en El Rodaballo, nº 4, otoño-invierno de 1996.


14. Eagleton, op. cit. El marxismo en manos de Derrida queda reducido a una demanda ética. Curiosamente, ha venido a coincidir (sin mesianismo) con los teóricos del marxismo analítico, para quienes el marxismo sólo puede ofrecer a la teoría económica una pasión ética ausente en los neoclásicos (que aportarían a su vez la ciencia…). Véase Roemer, John: Valor, explotación y clase, FCE, México, 1989.


15. Hani fue el dirigente más importante del comunismo sudafricano y el político más popular de la Sudáfrica negra después de Nelson Mandela. Abandonó el CNA en vísperas de su llegada al poder, rechazando la posibilidad de encaramarse en puestos de privilegio, para reconstruir el partido comunista. Fue asesinado en 1993. Ver Langa Zita: Chris Thembisile Hani Remembered. A Loss to South African Socialism in: Against the Current, nº 45, jul-ag 1993. La estrategia del South African Communist Party (SACP), el partido comunista más grande que queda y una verdadera organización de masas con arraigo popular e historia de combate, fue siempre postergar la revolución socialista en nombre de una revolución democrática, constituyendo, de hecho, la base política para el movimiento burgués que Mandela supo capitanear a partir del Congreso Nacional Africano (CNA). Hoy Sudáfrica se encuentra en una posición previsible, que recuerda mucho a la Argentina de Alfonsín y Menem. Estamos trabajando en un texto sobre raza, clase obrera y democracia en Sudáfrica, en donde analizamos las causas de la claudicación del CNA ante el capitalismo en la política postapartheid y la responsabilidad histórica del SACP en la derrota de las fuerzas revolucionarias. El artículo lleva por título: "En su propia salsa: apartheid, democracia y clase obrera en Sudáfrica", de próxima aparición en el nº 4 de Razón y Revolución.


16. Como dice Eagleton, la receta de Derrida consiste en esperar la venida del Mesías y lo peor que podría sucederle es que, efectivamente, llegara. El gesto aparentemente generoso de Derrida puede interpretarse de otra manera, como lo señala Ahmad: si el marxismo cayó no es precisamente la deconstrucción su heredera. Derrida parece encontrarse en el lugar de aquellos que de pronto descubren que han estado trabajando para otros, especialmente para la derecha conservadora americana como el colaboracionista Paul de Man. Véase Aijaz Ahmad: "Reconciling Derrida: Spectres of Marx and Deconstructive Politics, in New Left Review, nº 208, nov-dec 1994.


17. Ver Vattimo, Gianni: Creer que se cree y el reportaje de Eduardo Blanco en La Maga, 30/10/96, donde se expone brevemente sobre lo que parece va a ser la idea rectora sobre el desempleo que presidiría el análisis que él y Derrida harán (en la isla de Capri…) para el anuario filosófico que ambos dirigen.


18. Jameson, p. 78.


19. Véase si no, la bellísima contrastación entre las actitudes del socialista y el anarquista en ese extraño momento en que el cine francés dejó de mirarse el ombligo y produjo Germinal.


20. Para la noción de Poder del trabajo, central para entender por qué hoy es más posible que nunca la revolución socialista y más actual el marxismo, véase Holloway, John: Marxismo, Estado y Capital. La crisis como expresión del poder del trabajo, Fichas temáticas de Cuadernos del Sur, ed. Tierra del Fuego, Bs. As., 1994.


 

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