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Crisis, Nuevas Tecnologías y Clase Obrera


Decididamente, Nostradamus hizo escuela, mucho más de lo que él mismo había imaginado: las previsiones apocalípticas nunca salen de circulación. La manipulación sociológica del concepto de “clase obrera” después de la Segunda Guerra Mundial ofrece un buen ejemplo: ello resulta de la unilateralidad impresionista elevada a la altura de principio epistemológico. Ultimamente se profetiza el “fin del proletariado”, después de haberse profetizado el “fin de la Historia”, con la misma precisión con que, otrora, el profeta-adivino profetizaba el fin del mundo.


 


Afines de los años ‘50 y durante la década del ‘60 prevaleció la tesis de la “integración” (y hasta del “aburguesamiento”) de la clase obrera: en los países capitalistas centrales (y hasta incluso en los sectores privilegiados de los países periféricos), una “nueva clase obrera” se habría impuesto al "proletariado industrial clásico”, caracterizándose por su creciente integración con el sistema político (o con el sistema social, depende del autor) del capitalismo, no oponiéndole más, como en el pasado, una actitud revolucionaria (1). Los cambios en la actitud política y social, a su vez, eran derivados de diferentes condiciones socio-económicas: “una parte importante de los obreros de fábrica dispone hoy, gracias al progresos técnico y a los aumentos salariales, de condiciones de vida antes exclusivas de la clase media” (2). (En el inicio del siglo, Rosa Luxemburgo se quejaba de “ciertos profesores socialistas que proclaman que el hecho de que los obreros usen corbata, utilicen créditos y conduzcan bicicletas son instancias notables de su participación en el progreso cultural”). Aquella concepción refleja, tardíamente, no solo el prolongado boom económico de postguerra —lo que incluye el desarrollo tecnológico y la ampliación de los mercados a través de la elevación del poder adquisitivo del salario o, lo que es lo mismo, de la caída del precio de toda una serie de mercancías— sino sobretodo, y esto de manera casi siempre implícita, la ausencia de la revolución obrera en los países capitalistas centrales en la post-guerra, ausencia que era atribuida al cambio en las condiciones socio-económicas ya apuntadas, y no a las políticas llevadas adelante por las grandes corrientes obreras integradas al orden mundial de Yalta-Postdam.


 


Lejos parecían haber quedado las constataciones pesimistas de uno de los padres de la “sociología del trabajo”. Georges Friedmann, hechas en 1936 (esto es, en pleno período de crisis económica mundial), cuando, en su obra pionera, denunciaba el “mito del progreso técnico (hoy se podría hablar de las “nuevas tecnologías”) y titulaba “El Hundimiento”, el capítulo referido al fin de la “prosperidad” de los años ‘20 (3).


 


La adopción del punto de vista diametralmente opuesto, aunque reflejase superficialmente las nuevas condiciones económicas creadas por el boom, apenas dio lugar a una literatura superficial. Se acepte o no la tesis de la “integración” (o la propia pertinencia del debate), buena parte de los trabajos contenía una excepcional cantidad de investigación en muchos casos valiosísima. Hubo un largo debate sobre los mecanismos de domesticación y anulación de la conciencia de clase por la sociedad capitalista de post-guerra (rebautizada como “sociedad industrial"), que actualizaron las reflexiones hechas, en direcciones diferentes en el período de entre guerras, por Gyorge Lukás (4) reflejando el aborto de la revolución en Europa central durante la década del ‘20, y por la Escuela de Frankfurt, que en la década del ‘30 reflexiona sobre las razones “internas” por las que la clase obrera no había derrumbado al capitalismo alemán, y hubiera apoyado (sectores de ella, e importantes sectores populares) al régimen nazi: uno de los últimos sobrevivientes de esa escuela, Herbert Mar-cuse, ganó celebridad en la década del ‘60, defendiendo la tesis del “aburguesamiento” de la clase obrera y, como consecuencia de eso, el papel revolucionario reservado ahora a las “nuevas vanguardias sociales” (estudiantes, marginales, etc) que tuvo efímera notoriedad en el período previo al “Mayo Francés” de 1968.


 


En Europa en especial, la tesis de “aburguesamiento” fue usada por el ala derecha del movimiento obrero, la socialdemocracia, como excusa "sociológica” para todo tipo de políticas de conciliación de clases, y también de mantenimiento del dominio imperialista (la socialdemocracia francesa, por ejemplo, fue responsable directa por la represión salvaje de la revolución de independencia argelina. En los países atrasados, en América Latina en particular, la tesis del "ahí, el pensamiento obrero” fue el fundamento para la defensa de una “vanguardia campesina”, y para una política foquista consecuente, incluida la defensa de un programa de “revolución nacional-democrática" contraria. a la revolución permanente (la revolución que pasa, sin etapas, del estado democrático hacia el estado socialista por la mediación dirigente del proletariado).


 


Del conformismo sociológico al conformismo catastrófico


 


Es que, instalada explícitamente la crisis económica mundial (a partir del “shock petrolero” de 1973), el raciocinio sociológico, nuevamente de modo tardío (fue necesaria no sólo la persistencia temporal de la crisis, sino también esperar hasta la década de 1980) se puso a realizar, por obra inclusive de los mismos representantes de la concepción expuesta (Alain Touraine, André Gorz, etc), un discurso diametralmente opuesto pero con iguales conclusiones socio-político prácticas: si en los años ‘50y ‘60, la clase obrera no podía realizar ninguna revolución por estar “integrada”, en las décadas del ‘80 y ‘90, se afirma que la clase obrera está pronta a desaparecer (y, obviamente, no puede hacer ninguna revolución en estas condiciones).


 


“La clase obrera desaparecerá en los próximos 20 o 30 años, paralelamente a la extinción del trabajo asalariado, en el concepto estricto de la palabra —lo que es algo absolutamente natural, dados los procesos de automatización y robotización de la producción y de los servicios”, dice Adam Schaff. “Es ya imposible mantener la concepción marxista clásica sobre la misión histórica de la clase obrera… El trabajo obrero dejó de ser la principal fuerza productiva. La industria reduce sus efectivos y no ofrece empleos estables y permanentes a no ser a una minoría de trabajadores polivalentes” (5), le hace eco André Gorz. Responsable por esto sería la “tercera revolución industrial”, y su consecuencia, las “nuevas tecnologías” (automatización, robotización), que “trae problemas enteramente nuevos, en la medida en que, potencialmente, elimina el trabajo humano en la producción y en los servicios” (6).


 


Así, si en el final de la década del ‘70, Pierre Salama todavía podía quejarse de que “la evolución del proceso del trabajo es uno de los aspectos menos conocidos en la literatura económica” (7), la década del ‘80 conocerá una verdadera chorrera de trabajos sobre el asunto (que “se puso de moda”). Las conclusiones “contra la clase obrera” (esto es, ahora contra su propia existencia) adoptan tonos diversos, pero consecuencias políticas comunes, ya sea que se trate de la visión catastrófica de Robert Kurz, que niega todo valor a a lucha de clases en el “colapso” que estamos viviendo (8), ya se trate de un representante de la socialdemocracia europea, que tampoco ve ya utilidad a la lucha obrera.


 


“Los trabajadores como colectividad comienzan a concientizarse de que la capacidad de oferta de fuerza de trabajo está dejando de ser el elemento social básico de los nuevos sistemas. Lo fundamental es que hoy, si los trabajadores parasen, el sistema de producción ya no pararía y hasta hace muy poco, cuando ellos paraban, el sistema también lo hacía. Algunos pensadores prevén, inclusive, la desaparición de la clase obrera.


 


“El hecho de que el obrero clásico tienda a dejar de ser el motor central y único del sistema productivo, hace acrecentar la circunstancia de que las máquinas inteligentes tienden a reducir el tiempo de trabajo, de forma que el trabajo ‘disponible' se convierte, en nuestra perspectiva, en un bien escaso y ya no hay opción, a no ser repartirlo. Eso implica la necesidad de una profunda modificación de las relaciones laborales” (9).


 


En el caso de Kurz, la crisis en curso sería responsable, por ser una ‘crisis final’, por un punto de inflexión en la historia del capitalismo, que en adelante ya no operaría más por ‘inclusión’, sino por “exclusión” (esto es, ya no habría más proletarización de contingentes más amplios, sino la exclusión de cada vez más gente del sistema productivo). Para los social-demócratas (incluidos los ex-stalinistas que adoptaron esta etiqueta) esto es acompañado de la “muerte del socialismo” (esto es, de la URSS), lo que dejaría al mercado capitalista como única alternativa de organización socialjo que es reforzado por la complejidad económica que se alcanza con las “nuevas tecnologías” (“sólo una economía con mercado y no de mercado puede integrar la complejidad del sistema económico y social de nuestra época”, dice Jacques Robin) (10), responsables, a su vez, por el propio derrumbe de los “países con economía planificada”: las “nuevas tecnologías” serían así, el demiurgo de la eternidad del mercado.


 


Nuevas tecnologías y fetichismo del capital


 


Las afirmaciones anteriores se completan con la afirmación de que la nueva situación convertiría en anacrónicas las tesis centrales del marxismo, esto porque Marx habría quedado preso, en su teoría sobre el capital. de las categorías de la “sociedad del trabajo". Se llega al límite de afirmar que la “informatización” estaría garantizando una especie de pasaje automático e ineluctable a una sociedad que prescindiría del trabajo humano (11). Como dicen los franceses, la boucle est bouclée: de la castración del proletariado se pasa a la invalidación de la teoría que le da una expresión revolucionaria (el marxismo), y de un capitalismo esencialmente contradictorio, se pasa a un capitalismo que promueve un desarrollo de las fuerzas productivas capaz de garantizar el pasaje indoloro a un nuevo orden social.


Todo esto revela un gran desconocimiento, no sólo del marxismo, sino de la propia ciencia tout coiirt. Hace más de 40 años, el creador de la cibernética demostró que con las mejores técnicas “de entonces” a línea de montaje podría ser sustituida en menos de cinco años por un sistema automático en toda la gran industria del planeta. Por otro lado, fue el propio Marx el primero en establecer, ya hace casi un siglo y medio, que el desarrollo productivo traía consigo la precariedad creciente del obrero, cuando escribió, en el Manifiesto Comunista de 1848, que “el perfeccionamiento ininterrumpido y cada vez más rápido del maquinismo, torna la situación del obrero cada vez más precaria”. Pero no estamos solamente ante un desconocimento o una confusión.


 


Considerar las “nuevas tecnologías” como determinantes, independientes del desarrollo (y del cambio) histórico-social, significa rendirse ante la más vieja y abstracta mistificación ideológica del modo de producción capitalista, el fetichismo del capital, o la apariencia de la sociedad capitalista, en que las fuerzas productivas sociales aparecen como fuerzas productivas del capital. La esencia de este fenómeno ya fue vislumbrado por Marx, en El Capital.


 


“La ciencia, como producto intelectual general del desarrollo social, se presenta aquí al mismo tiempo como directamente incorporada al capital (…) y el desarrollo general de la sociedad, en cuanto es usufructuado por el capital contraponiéndose al trabajo, se presenta como desarrollo del capital, y esto tanto más cuanto que para la gran mayoría ese desarrollo sucede paralelamente al desgaste de la capacidad de trabajo”.


 


Algunos autores denominaron “determinismo tecnológico” a este abordaje fetichista del problema de las “nuevas tecnologías", afirmando que “dentro de la tradición marxista existen hace tiempo dos corrientes, una que considera el cambio en términos de la lucha de clases, y otra que lo concibe como el resultado del desarrollo económico y tecnológico” (12).


En verdad, la segunda corriente no es marxista, aunque a él haga referencia.


 


El abordaje tributario del fetichismo del capital no es sólo un error: es tributario del propio capitalismo, pues contribuye a reforzar las consecuencias sociales de aquella mistificación.


 


“En la medida en que los productos de su trabajo se separan de él y lo dominan bajo la forma de capital, todo trabajo aparece para el obrero, como ya realizado por el capital, y que el obrero solo realizó una tarea subordinada. Se consuma así su acomodación total al capitalismo, pues el obrero parece que sólo puede trabajar gracias al capital. El lenguaje corriente entroniza esa mistificación con frases tales como ‘la Ford invirtió para la creación de mil empleos y así de seguido. Se produce un fenómeno: lo que es una relación social entre hombres (trabajadores asalariados y capitalistas) aparece como si fuese una cosa (el capital), que domina a los hombres; a los obreros porque les parece que no podrían trabajar sin él, y al capitalista porque él sólo cuenta en tanto personificación del capital.


 


“El capital aparece como una cosa, sin la cual el proceso del trabajo sería imposible. Con esto consigue dos objetivos: a) ocultar la relación entre explotador y explotado, que se encuentra detrás de él, b) crear la ilusión de que es eterno, puesto que sin él no se podría trabajar. De allí la importancia de la distinción entre ‘proceso de trabajo’ y ‘proceso de valorización" (13).


 


La separación abstracta de trabajo y valorización, derivando exclusivamente de una apreciación unilateral del primero un juicio histórico sobre la actual fase de desarrollo capitalista, permite considerar al actual período, en función de una consideración abstracta de las ‘nuevas tecnologías, como un período de máxima creatividad del capitalismo, y no como el período de su crisis más profunda (aunque no la ‘crisis final’ como afirma Kurz, pues esto depende, en última instancia, de la iniciativa revolucionaria del proletariado), lo que ya fue criticado de modo certero por Pablo Rieznik:


 


“Hay quien no considera que el capitalismo esté en crisis, prefiriendo ver un proceso de restructuración tecnológica. Bajo este enfoque, la perspectiva no sería la propagación a nivel mundial de la crisis revolucionaria en la URSS, sino que los estados obreros estarían obligados a entrar en la órbita capitalista, justamente por su incapacidad para realizar la restructuración tecnológica. Pero el capitalismo no produce sólo valores de uso (tecnología), sino, sobretodo, valores de cambio, cuya no realización en el mercado condena a la inutilidad a los primeros. La baja en la tasa de beneficios, el incremento de los beneficios ficticios, la super-expansión del crédito y el super-endeudamiento, la inflación y la declaración de quiebra de estados enteros, el hundimiento de las valores en las Bolsas, testimonian un cuadro de crisis y agotamiento que crea la perspectiva de situaciones revolucionarias generalizadas en los países capitalistas y crisis políticas internacionales agudas” (14).


 


La cuestión de las “nuevas tecnologías” debe ser vista, en el cuadro de la crisis histórica más profunda del capitalismo, como una tentativa extrema del capital de adaptarse a las condiciones de su propia crisis y, al mismo tiempo, de salir de ella a través del único método que el capital conoce: la recomposición de la tasa de beneficios por medio del aumento de la plusvalía, o sea, por medio del aumento de la explotación del proletariado. En el cuadro capitalista, como veremos, las "nuevas tecnologías” no señalan la tendencia hacia el “fin de la sociedad del trabajo”, sino la tendencia hacia la super-explotación de la clase obrera.


 


“Es una paradoja que en el máximo de avance técnico, la perspectiva del fin de la sociedad del trabajo conviva con el aumento extensivo de jornadas de trabajo y la resurrección de formas anti-diluvianas de explotación de la fuerza de trabajo, como la tercerización, que revive una obviedad resaltada por Marx en El Capital: el salario por pieza. La cuestión sobre la tecnología de la información y la contratación de trabajo fuera de la empresa necesita ser compensada por el hecho de que este fenómeno es numéricamente secundario en relación a las demás causas de tercerización, lo cual significa retrocesos en las relaciones sociales de producción y es parte de un proceso de intensificación del capital fijo, centralización de capitales y destrucción de las fuerzas productivas en las áreas y empresas perdedoras. Tal hecho no sería extraño a la dialéctica ácida del Manifiesto Comunista” (15).


 


Por otra parte, no debería ser paradójica la coexistencia entre globalización y bloques comerciales y nacionalismo, automatización y jomadas de trabajo elevadísimas en Japón. Algunos teóricos que se “elevan” encima de la historia concreta no perciben que la sociedad de tiempo libre es una posibilidad creada y negada por el capitalismo al mismo tiempo.


 


El mito del pos-fordismo


 


Un nuevo nivel de acumulación de capital no depende unilateralmente de un “determinismo tecnológico , ni de la llamada “estructura social de acumulación”, cara a la “teoría de la regulación”, entendida aquélla como una combinación específica del modo de producción, distribución y consumo, y "organización social del trabajo”, donde el primer concepto, determinante en la teoría marxista, queda subsumido en los ‘conceptos mediadores que acaban siendo preponderantes (no es casual que los representantes originales de la ‘regulación' que entonces se reivindicaban marxistas, concluyeron como cuadros orgánicos del Estado capitalista). Ello depende de una determinada resolución del conflicto de clases, que garantice (o no) que la tasa de plusvalía se ubique a determinado nivel. Fue esta la pre-condición del ‘arranque’ de la locoto-mora del capitalismo mundial en la pos guerra, los EE.UU.


 


“La lucha entre trabajadores y empresas sobre las condiciones de resolución de la crisis económica no fue interrumpida repentinamente en 1940. El período entre 1941 y 1945, dominado por el esfuerzo bélico, fue tan importante para la configuración definitiva de la nueva estructura de gestión laboral como lo había sido el período entre 1936 y 1940.


 


“Desde el punto de vista empresarial, las compañías hicieron grandes progresos durante la guerra, progresos que serían críticos en años posteriores. Después de 1941, muchos patrones utilizaron la disciplina de los tiempos de guerra para intentar recuperar parte de la iniciativa y control que habían entregado a los sindicatos industriales al final de la depresión. Promovieron el arbitraje de muchos conflictos por reivindicaciones, confiando sacar de la fábrica la nueva maquinaria de los procedimientos de reivindicaciones.


Aumentaron tremendamente el número de personal de supervisión, esperando contrabalancear las nuevas prerrogativas sindicales en cuanto a las reivindicaciones y antigüedad con una mayor intensidad en la dirección y en el control ejercidos sobre la mano de obra. Muchos patrones utilizaron la oportunidad concedida por la War Time Labor Disputes Act (Ley de Coflictos Laborales en Tiempo de Guerra) y por la War Labor Board (Junta Laboral de Guerra) para centralizar la maquinaria legal que mediaba en los conflictos que se producían en el ámbito productivo entre empresas y sindicatos, de manera que muchas empresas incrementaron su ritmo de producción aprovechándose del esfuerzo de guerra para justificar la aceleración” (16).


 


Actualmente se sostiene la existencia de una “nueva estructura social de acumulación” (o “nuevo orden”)denominada "pos-fordismo”, que sucedería a la agotada estructura “fordista" (caracterizada por la línea de montaje).


 


El nuevo orden, el pos-fordismo, a veces llamado neo-fordismo, fue definido por: nuevos métodos de producción basados en la micro-electrónica; prácticas de trabajo flexibles; posición muy reducida de los sindicatos en la sociedad, nueva y más marcada división de la clase trabajadora, entre trabajadores centrales y periféricos; un grado mayor de individualismo y diversidad social; dominio del consumo sobre la producción, etc.


 


Como todo, “pos-cualquier cosa”, ninguno sabe definir con certeza lo que significa este “pos”: sus características son generalmente enumeradas sin jerarquización mutua. El padre de la “regulación”, Robert Boyer, incurre alegremente en el “determinismo (fetichismo) tecnológico”, cuando caracteriza que el boom de posguerra estaba basado, no en un resultado dado de la lucha de clases, sino “en la implementación de un sistema técnico v económico original”. La crisis de ese sistema (“fordismo”) estaría vinculada a: “dificultad cada vez mayor de obtener un aumento de productividad”, “crecimiento gigantesco de las unidades de producción” y consecuente "rigidez”, “reducción de los márgenes de ganancia”, “cambio importante en el modelo de empleo” (17). Boyer no sabe jerarquizar estos factores, enumerándolos apenas (la referencia a la tasa de ganancia es una reverencia oculta al marxismo) y no consiguiendo vincular lógicamente unos con los otros.


 


Toda esta construcción arbitraria acerca de la crisis actual está basada en una imagen de la pre-crisis (o del boom., los “treinta gloriosos” de 1945-1975) calcada en el concepto de fordismo: una determinante técnico-económica que habría sido el demiurgo de toda la realidad histórica de posguerra. En investigaciones más serias, Williams y Cutler se preguntan si “alguna vez el fordismo fue dominante”, en tanto Linn puntualiza, certeramente, que “una línea de montaje sólo puede constituir una parte de la producción: hasta incluso en las industrias más volcadas hacia la línea de montaje, hay probablemente tantos individuos en ella como fuera de ella” (18).


 


Sustituir el “boom” y el viejo capitalismo por el “fordismo”, significa crear una categoría más o menos arbitraria para evitar considerar la actual crisis como una crisis del capitalismo, sino apenas como una crisis de una particular manifestación de aquélla. Este forzado esquema se completa con una creación, más fantasiosa todavía, de un “pos-fordismo”, cuya definición es aún más incierta.


 


Una variante de este abordaje es la defendida por Rod Coombs quien, inspirándose en Emest Mandel, procura vincular los cambios tecnológicos en la organización del trabajo con los “ciclos largos” de desarrollo capitalista (19) los cuales, según Mandel, estarían “en los orígenes de las transformaciones revolucionarias de los procesos de trabajo. En nuestra opinión, ellos tiene su origen en los esfuerzos por parte del capital para eliminar los obstáculos crecientes a un nuevo aumento en la tasa de plusvalía en el período anterior. Consecuentemente, una vez más, se establece una conexión directa con el movimiento rítmico a largo plazo de la acumulación del capital y la tendencia creciente (o decreciente) a cambios radicales en la organización del trabajo” (20).


 


A pesar de ser más compleja, esta explicación adolece de un defecto básico: los obstáculos apuntados por Mandel/Coombs (obstáculos para el incremento en la tasa de plusvalía) actúan también (y principalmente) en los “ciclos cortos” (o en las “crisis cíclicas” del capital, estudiadas por Marx). La vinculación con los “ciclos largos”, de existencia discutible, es arbitraria y significa emanciparlos de las condiciones generales de la crisis capitalista (baja tendencial de la tasa de ganancia, “la ley más importante de la economía moderna”, de acuerdo con Marx).


 


De un modo general, la tendencia a emancipar la crisis de la estructura teórica defendida por Marx—la crisis se verifica en la esfera de la circulación, afectando desde allí la esfera de la producción, o “el límite del capital es el propio capital” —se remonta a la década del ‘70, en autores de origen marxista (y que usan su referencial teórico), los cuales comienzan a separar la crisis del proceso de valorización (pero el propio capital es, por definición, un “valor que crea valor”) para situarla en el proceso de trabajo. Para eso, fue necesario presentar el capitalismo como un modo de producción cuyas etapas se definían a partir del proceso de trabajo, y no de la unidad del proceso de trabajo y el proceso de valorización. Fue lo que hizo Elmar Altvater al afirmar que “el desarrollo capitalista es representado como un proceso de sucesivos sistemas de sometimiento real del trabajo al capital. La ciencia, la tecnología y la técnica son todas ellas medios para alcanzar esta meta; aumentan las potencias para extraer valor, pero para que puedan alcanzar esta meta, se necesita de cambios de amplio alcance en la organización social del trabajo dentro de la empresa capitalista así como en la forma de vida fuera de la empresa" (21).


 


El mito del “toyotismo”


 


A partir de la premisa apuntada, sólo fue necesario un paso para presentar la crisis como situada exclusivamente en el proceso del trabajo (o en la esfera de la producción) emancipándola de las leyes más generales de acumulación capitalista (expuestas en El Capital) y transformándola en un fenómeno subjetivo, dependiente, ora de la creatividad capitalista, ora de su percepción por los trabajadores. Es una unilateralidad ‘marxista’ afirmar que “una crisis capitalista es siempre una manifestación de la insuficiencia de la subordinación existente, la manifestación del fracaso de un patrón de subordinación del trabajo, es siempre la manifestación del poder del trabajo contra y dentro del capital” (22).


 


Las leyes de acumulación capitalista quedan abolidas, el ropaje marxista pueden caer y la crisis del capitalismo (o sea, la crisis del modo de producción. unidad del proceso de trabajo y proceso de valorización) puede ser sustituida por la ‘crisis del fordismo’ situada exclusivamente en la esfera del trabajo. De ahí hasta la barbaridad hay un sólo paso: “La crisis en la organización fordista del trabajo expresada por el alto índice de ausentismo y movilidad (1968-1974) replanteó al capital la cuestión de la reestructuración del trabajo, a fin de obtener la adhesión de los trabajadores” (23).


 


O como dice otro autor, de manera, si es posible, todavía más clara: “De la misma forma que el taylorismo/fordismo materializó los principios mecánicos del régimen de acumulación de la producción en masa, pasa ahora a materializar en la caída de las tasas de productividad, los límites socio-técnico-económicos del proceso de organización del trabajo mecanizado” (24).


 


La crisis no sería del capital, sino del *trabajo mecanizado La salida para la crisis no sería social, sino tecnológica: la microelectrónica, asociada a los nuevos métodos de gestión y de organización del trabajo (que son la consecuencia, a su vez, de aquélla).


La crisis es vista como un ‘cambio de paradigma’ o como “amplias y profundas transformaciones en la forma de producir desde, por lo menos, el final de los años ‘70, el significado de las cuales es una gradual sustitución del paradigma tecnológico, o del modelo de industrialización, prevalecientes desde el inicio de este siglo en el mundo occidental” (25).


 


Sólo que la ‘robotización general’ es hoy tan posible como, en la década del 30, lo era la difusión mundial de los avances tecnológicos existentes en los EE.UU., lo que, en la tenm1^ logia de la época, lleva a León Trotsky a afirmar que “es imposible para el capitalismo realizar universalmente la tecnocracia” (26). Consciente de los agujeros del esquema, otro padre de la ‘regulación’, Benjamin Coriat, aconseja prudencia: “tengamos presente que el movimiento del capital y que hay movimientos regresivos, en el sentido de las condiciones iniciales del fordismo perdidas en los países centrales” (27).


 


Pero combinar el ‘pos-fordismo central’ o los ‘fordismos periféricos’ sólo complica el esquema, sin resolver sus problemas metodológicos. De ahí el éxito del esquema opuesto: presentar al “toyotismo” (y sus derivados "calidad total”, “Kanban” y “just-in-time") como panacea universal, al estilo de la Folha de Sao Paulo.


 


La micro-electrónica seria la 'base tecnológica’ del toyotismo, así como la línea de montaje lo fue del fordismo. Este cuento de hadas olvida que la base de acumulación del capitalismo japonés de posguerra fue un determinado equilibrio de la lucha de clases, con la derrota de todo el movimiento obrero independiente (para lo cual contribuyó la ocupación del país por los EE.UU. en la pos-guerra, después de las bombas de Hiroshima y Naga-saki) y la integración de los sindicatos al Estado y la propia empresa capitalista: “los propios sindicatos se integraron cada vez más a la estructura supervisora de la empresa, convirtiéndose en socios del capital y cooperando con la iniciativa privada en el esfuerzo japonés de competir en los mercados internacionales” (28).


 


La "participación sindical” en la gestión empresarial es un aspecto decisivo, que subordina los procesos de trabajo del "modelo japonés” 10 que hizo que un estudioso protestara contra su generalización abusiva y hasta contra su validez: “Yo me arriesgaría a decir que, tal como es descripto, este modelo ya me parece banal. No solamente por tener un aire de algo ya visto, ya conocido, sino sobre todo, porque a pesar de su eficiencia —lo que intentaríamos hasta el cansancio igualar en su propio campo-este modelo elude las cuestiones centrales de las investigaciones actuales sobre la gestión” (29).


 


Cuando se proponen esos modelos, el objetivo es la colaboración de los trabajadores (de los sindicatos) con su propia burguesía nacional independientemente de los “niveles (o modelos) tecnológicos”, como si el éxito industrial dependiese de la ausencia de sindicalismo independiente (caso en el cual los países atrasados deberían estar en la punta, debido a la represión sistemática del sindicalismo clasista). Es lo que sucede en este “analisis brasileño” del “modelo sueco”: “conviene destacar que el hecho de que los sindicatos hayan conquistado el poder de interferir en prácticamente todas las decisiones respecto a la producción y a la posibilidad efectiva de participar de las decisiones relacionadas a la introducción de nuevas tecnologías vienen generando el florecimiento de una concepción sindical altamente favorable a las innovaciones tecnológicas como forma de garantizar la competitivi-dad de las industrias suecas” (30).


 


Pero los “modelos” no resisten la dura realidad de los hechos. El “modo de gestión” típico del “toyotismo” (el ‘'just-in-time”) se está hundiendo, arrastrando al propio “modelo”. El 30 de marzo de 1993, el Financial Times anunció que, en Japón, “los proveedores (de materias primas e insumos) afectados por la recesión no podían continuar enfrentando por mucho más tiempo el envío regular de pequeñas provisiones a los consumidores.


 


Luis Oviedo explicó las raíces últimas de este hundimiento: “El just-in-time no consiguió superar el movimiento cíclico de los negocios propio del capitalismo; proyectado para su auge, la recesión y la inflación lo mataron. El mecanismo que llevó al hundimiento del ¡ust-in-time fue señalado con toda claridad por Marx hace un siglo y medio: en la lucha por aumentar al máximo su beneneficio, el capitalista individual lleva adelante la más severa organización y planificación de la producción en el interior de su fábrica; pero al hacerlo, dialécticamente, aumenta la anarquía del proceso de producción capitalista tomado en su conjunto, esto es, provoca una agudización de anarquía social.


 


“Efectivamente, el just-in-time aumentó los beneficios de los capitalistas consumidores de materias primas pero elevó también el costo social de la producción (por la necesidad de los proveedores de acumular grandes stocks, por el aumento de los gastos de transporte, por la pérdida de economías de escala, por el costo social de los embotellamientos producidos por la multiplicación de envíos y la polución adicional que todo esto produjo). La “variable de ajuste” de esta mayor desorganización económica general es, naturalmente la superex-plotación obrera… la cual es presentada como una ‘adaptación natural’a. los ´nuevos y científicos sistemas productivos’. Cuando la caída de los precios y beneficios tornan intolerable este costo, el just-in-time se deshace.


 


“Racionalizando” la producción en sus empresas, los capitalistas consiguieron obtener de los trabajadores una mayor plusvalía. Esto, sin embargo, no consiguió evitar que, con la caída de los precios y de la demanda, muchos de ellos quebraron. Esto les hizo recordar que, aunque la plusvalía sea creada en el proceso de producción, sólo se realiza en la circulación de las mercancías" (31).


 


Como conclusión general con respecto al “pos-fordismo” (o de su versión positiva, el “toyotismo”) podemos agregar aquélla de Claudio Katz: “El pos-fordismo es una creación artificial ya que intenta formalizar abstractamente trazos específicos de una economía diluyendo su carácter capitalista y, por lo tanto, sus leyes esenciales de funcionamiento. Partiendo de esta categoría se establecen diferenciaciones especificas entre Alemania, Japón o EE.UU. y se desconoce el carácter necesariamente internacional de la presión patronal por el aumento del control en el proceso de trabajo” (32).


 


El trabajo amenazado


 


Contrariamente a lo que piensa Robert Kurz, para quien el fenómeno se vincula apenas a la actual crisis del capitalismo, la tendencia al “desempleo estructural” caracteriza toda la historia del capitalismo, siendo ya enunciada como ley por Karl Marx, en El Capital', “la acumulación capitalista produce constantemente, en proporción a su intensidad y extensión, una población obrera excesiva para las necesidades medias de explotación del capital, esto es, una población obrera remanente o excedente” (33).


 


La crisis actual acentúa, esto sí, esta tendencia hasta llevarla a niveles nunca antes vistos en la historia.


 


El desempleo mundial está estimado en más de 800 millones de personas (esto para una población económicamente activa mundial estimada, por la OIT en 1986, en 2 mil millones de personas). En los países adelantados (Europa, Japón y EE.UU.) el desempleo supera largamente los 40 millones de personas, y las fases de “recuperación económica” no consiguen reabsorberlo. Esto no sólo tiene un efecto sobre los salarios —los salarios reales están en baja, y mucho más está en baja la participación relativa de los salarios en las rentas nacionales y en la renta mundial— sino también sobre la propia seguridad y estabilidad en el empleo. El crecimiento del trabajo temporario y/o precario es mucho más veloz que el crecimiento del empleo en general (que, en algunos momentos y países, tiene tendencia a la baja en términos absolutos). Un informe de la OIT revela la extensión mundial de la precariedad: “cabe considerar como protegidos socialmente a unos 800 millones de trabajadores de una población activa mundial de casi 2 mil millones. Los 1,15 mil millones restantes —esto es, 60% de la población activa total—no están protegidos en lo que se refiere al seguro social básico ni a la legislación laboral” (34).


 


La inmensa mayoría de los afectados pertenece a los países del “Tercer Mundo" (según el mismo informe, carecen de protección social o laboral el 77% de los trabajadores de Asia y el 84% ( de los de África) pero se extiende también a los países del “Primer Mundo", comenzando por los EE. UU., donde “si en los años ‘70 el pobre era quien no tenía trabajo, hoy una parte no despreciable de los pobres son empleados” (35).


 


En su best seller The New American Frontier, Robert Reich describe la precariedad de la situación laboral en los EE.UU.: “La mayoría de los nuevos empleos en la economía americana (…) no tiene futuro. Los salarios no aumentan con la experiencia. Esos empleos tiene pocos o ningún beneficio. Casi no hay estabilidad. La mayoría de los americanos que se encuentran en empleos como esos no tienen protección contra un accidente incapacitante, un ataque cardíaco, una enfermedad o un despido súbito” (36).


 


En España, también en 1986, el l7r/f de los contratos de trabajo eran temporarios; en 1990, ese porcentaje alcanzaba casi el 34% (37). La nueva legislación laboral procura “preservar" esos avances de precariedad, y preparar otros (38).


 


En un artículo reciente, Jean Changeux proporciona cifras impresionantes:


“Para centenares de miles, sino millones de trabajadores del Sur (…), el desempleo, aunque no sea cuantificable es masivo y estructural, es sufrido durante una vida entera”. Constatando los vacíos en las estadísticas sobre volumen de trabajo del informe publicado por la OIT en 1992, Changeux afirma que: ese informe anuncia un desempleo del 31% en Botswuana, del 23% en Etiopia y del 22% en Somalia. En América Latina el subempleo y desempleo afectan al 40% de la población económicamente activa… El trabajo no estructurado o informal ocupa ahí el lugar principal como esponja de mano de obra. En 1991, el trabajo no estructurado, de acuerdo con el informe de la OIT para la Conferencia Internacional del Trabajo, representaba dos tercios del empleo en África septentrional y más de la mitad en Asia: entre 1980 y 1987, aumentó 56% en América Latina” (39).


 


Pero este panorama no se limita a los países del “Sur”, esto es, aquéllos dominados por el imperialismo. También afecta a los países llamados del “Norte”. Según otro informe de la OIT, de enero de 1993, el desempleo aumentó 7,4% en 1991, y 8,4% en 1992, en los países de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desenvolvimiento Económico). En 1992, de acuerdo con las cifras oficiales, hubo 3 millones de nuevos desempleados, lo que eleva hasta 32 millones el número de desempleados en la OCDE. En los países considerados como modelos de "economía social”, como Suecia, el desempleo pasó de 2,5% en 1991 a 6,5% en 1993. En España, el desempleo era en 1992 del 16%, pero del 31% entre los jóvenes. En Italia, el desempleo era del 11%, el de los jóvenes de 38%. Estas cifras no reflejan toda la realidad, pues el porcentaje de trabajadores de tiempo parcial, precarios, en los “países industriales con economía de mercado” creció un 30% en la década de 1980.


 


Informes oficiales de 1993 estiman en 2 millones el número de trabajadores precarios en Francia, sin contar los jóvenes con trabajo de tiempo parcial, y un desempleo oficial de 3 millones de personas. En España, donde hay oficialmente 3 millones de desempleados, existen 4 millones de trabajadores precarios. En Portugal, miembro de la Comunidad Económica Europea, según un informe de la UNESCO, 200 mil niños trabajan, como en el siglo XIX. En la propia Francia, también según informes gubernamentales del período 1982-1990, el trabajo precario aumentó 100,3%, en tanto el número de asalariados sólo aumentó 0,7%. En 1988, los mismos informes establecen que para 8,5 millones de jóvenes entre 16 y 25 años, 1,3 millones ejercen un trabajo precario, sin contar aquéllos sometidos a los que se llama "estadio de inserción”, y más de un millón de desempleados. En los EE.UU., el porcentaje de “pobres” alcanzó 14,2% de la población en 1991, o sea, 35,7 millones de personas. (En Brasil, hay 62 millones de pobres e indigentes, bastante más que un tercio de la población total, según cifras oficiales de IPEA).


 


Las migraciones, legales e ilegales (que son tomadas como pretexto por los movimientos neo-nazistas en Europa y en los EE.UU.) y su consecuencia inmediata, el trabajo en “negro”, forman parte integral de este cuadro de situación, y aprovechan la pavorosa situación de desempleo y deterioro salarial existente en los países del llamado “Tercer Mundo”. En Alemania, el mercado del trabajo “flexible” representa entre 10 y 35% de la mano de obra, de acuerdo con el sector (es la base del hecho de que, entre 1982 y 1990, en plena crisis, las ganadas reales en Alemania aumentasen de 1.224 millones a 1.896 millones de marcos; más que frente a una “lógica de exclusión”, estamos ante una “lógica de inclusión flexible"). En los EE.UU., el profesor Peter Gutman (Universidad de Nueva York) calcula que la “economía sumergida” ‘que un Mario Vargas Llosa o un Hernando de Soto consideran como privativa del “Tercer Mundo”) es equivalente al 10% del PBI de los EE. UU.: 4,5 millones de personas (y sus familias) vivirían de empleos “negros” 40).


 


Se crean bolsones de pobreza en los países avanzados en función de la inmigración ilegal: en los EE.UU., las detenciones de '"indocumentados” superan 700 mil anuales, en tanto en las regiones de frontera (notoriamente en El Paso) los salarios son sensiblemente más bajos que en el resto del territorio (41). En los países atrasados, en Brasil por ejemplo, el trabajo ilegal adopta, en las áreas rurales (pero crecientemente también en las urbanas) la forma más directa del trabajo esclavo: el capitalismo sobrevive reintroduciendo, y de manera creciente, todo tipo de relaciones pre-capitalistas de producción; se trata de un modo de producción enteramente reaccionario que amenaza hoy hasta las conquistas sociales obtenidas en los primeros pasos del movimiento sindical.


 


La “declinación” del proletariado


 


De una parte del panorama que antecede, y de la tendencia de los sectores económicamente más concentrados a salir de la baja de la tasa de beneficio a través del aumento de la composición orgánica del capital (informatización), muchos autores han deducido la tendencia al “fin del proletariado (algo así como el complemento social del “fin de la Historia "del nipoamericano Francis Fuku-yama). Para los apologistas del capitalismo, por ejemplo Roger Drapes en el New York Revieuw ofBooks, es un panorama idílico que se dibuja en medio de la catástrofe: “La robótica, tal como la máquina a vapor y la electricidad, está destinada a convertirse en parte de una revolución industrial —ella reúne el proyecto, la manufactura y la comercialización en un flujo único de información que nos permitirá automatizar casi todo lo que no quisiésemos hacer con nuestras manos” (42).


 


Con mayores matices y realismo, Benjamín Coriat apunta elementos históricos reales respecto al proceso de automatización más reciente: “Las innovaciones tecnológicas actuales están dando lugar a un cambió de grandes dimensiones y con rupturas cualitativas. La automatización que se está viendo hoy en día no continúa la tendencia de las aplicaciones pasadas. Las aplicaciones anteriores, que comenzaron en las décadas de 1950 y 1960, correspondían principalmente a las industrias de proceso continuo: petroquímica, vidrio, cemento y otras. La nueva tendencia de automatización de la década de 1970 corresponde a las industrias de procesos directos, esto es, la producción en serie. La actual automatización no sólo se refiere a las nuevas tecnologías, sino también a su aplicación en los sectores de producción en serie que tradicionalmente utilizaban en forma intensiva la mano de obra: plantas automotrices, fábricas textiles y de otros bienes de consumo durables” (43).


 


Las cámaras patronales del “Primer Mundo”, sin embargo, estiman en apenas 5% los empleos industriales que podrían ser sustituidos por la informatización o por la automatización (44). El crecimiento proporcionalmente mayor del sector “servicios” en relación al industrial, en el “Primer Mundo”, y la proporcionalmente mayor informatización de aquel, no debe hacer olvidar que, mundialmente, esto se compensa por la reubicación industrial en dirección del “Tercer Mundo”, en busca de menores salarios, esto es, de una mayor tasa de plusvalía que es, al final de cuentas, la base del lucro capitalista. En los EE. UU., “en 1981 es posible que el 15% de las importaciones norteamericanas de manufacturas, el 22% de las importaciones provenientes de los países en desarrollo, y porcentajes mucho mayores de las importaciones de ciertos productos de vestido y electrónica, hayan sido “maquiladas” en el exterior” (45).


 


Pero no se trata sólo de la “maquila” extranjera, de una especie de desplazamiento del proletariado industrial hacía la periferia. El crecimiento del sector servicios, en el “Primer Mundo” y, en gran medida también en el resto del planeta, fue realizado a expensas principalmente del sector agrario, no del sector industrial, que ha mantenido, en la crisis, un porcentaje más o menos constante en la economía: desde el punto de vista del proletariado esto significa que, en el contexto de la mano de obra global, “su declinación relativa” sucedió en el cuadro de un incremento absoluto de la fuerza de trabajo industrial” (46).


 


La “declinación relativa” del peso social del proletariado industrial, a su vez, no significa declinación, relativa o absoluta, de su peso económico, o sea, de su poder real en la sociedad. Esto porque “una reducción en la fuerza de trabajo de una industria no equivale a una contracción de la misma. Excesos o caídas de la producción pueden ocurrir de tres maneras diferentes: como parte de un proceso de producción violenta; como consecuencia de hacer que los trabajadores ya existentes trabajen más en un contexto de producción estancada o apenas levemente creciente, o como resultado de una inversión de capital que lleve a un aumento mayor de la productividad que de la producción. Sólo el primero de estos implica una desindustrialización: la desaparición o la partida hacia el extranjero de industrias enteras. Los otros dos implican una continuación y hasta incluso un incremento del nivel de producción, por ejemplo, con una menor fuerza de trabajo” (47).


 


En verdad, el peso económico del proletariado aumenta en función de los incrementos de productividad debidos a la “flexibilización”, y, sobre todo, a la automatización e informatización (en los ramos más “informatizados’' estos incrementos han sido infinitamente mayores que los reajustes o aumentos salariales).


 


A esto se debe agregar que la crisis testimonia un desplazamiento relativo de la producción manufacturera por la producción industrial (la primera pasa de 113 a 103, la segunda de 98 a 108, entre 1974 y 1985) (48) dentro del conjunto del “sector industrial", lo que significa, como consecuencia de la aceleración, durante la crisis, del proceso de concentración y centralización del capital, un aumento de la concentración del proletariado, o sea, no sólo de su peso económico, sino también de su poder social. Esto se refleja en el terreno directo de la lucha de clases, inclusive donde el empleo sufrió una caída absoluta: “La ventaja para los empleadores puede ser apenas temporaria. Cuando la tasa de nuevos desempleados haya disminuido nuevamente, es probable que el poder de los sindicatos vuelva a aumentar: pues la base del poder sindical no está en su tamaño absoluto, sino en su capacidad de paralizar la producción” (49).


 


En conjunto, en las economías industriales más antiguas, la tendencia es a una disminución relativa del proletariado industrial: “Empleados de "cuello azul" van formando una porción cada vez menor de la población trabajadora. En 1900, 80% de la población de Gran Bretaña consistía de trabajadores manuales y sus familias, pero este número ahora bajó a cerca del 60%, mientras que en los EE. UU. los trabajadores de “cuello azul” ya constituyen una minoría de la fuerza de trabajo. El crecimiento de una economía industrial aumenta progresivamente el tamaño relativo del sector de "cuello blanco”. En la medida en que la sociedad se torna más próspera, la actividad económica pasa de primaria (como minería y agricultura) a secundaria (sector manufacturero) y consecuentemente a servicios incluyendo salud y educación, donde la fuerza de trabajo es predominantemente de ‘cuello blanco’. Para completar, el progreso tecnológico crea nuevas ocupaciones científicas y técnicas al mismo tiempo en que hace caer la demanda por ‘fuerza bruta’. El aumento en el tamaño de las organizaciones empleadoras resulta en nuevos ejércitos de administradores y ejecutivos”.


 


El mismo autor apunta, sin embargo, que no se debe confundir esto con la declinación del movimiento obrero, que incluye a todos los sectores explotados que adoptan como propias las formas de organización creadas originalmente por el proletariado industrial: “Entre 1964 y 1970, en tanto, la proporción de empleados no manuales en los sindicatos creció casi un tercio —de 29% a 38%” (50).


 


La tesis sobre la tendencia hacia el fin del proletariado y la “lógica de la exclusión” es, por lo tanto, impresionista y apresurada: el empleo industrial en los países desarrollados (incluso sin negarse aquí la evolución de los servicios) todavía era, en 1982, de 27,2% (EE.UU.); 41,8% (Alemania). En Japón, entre 1960 y 1982, subió de 28,5% a 34,5 y el empleo industrial creció absolutamente en todos esos países, aunque por debajo del crecimiento de la población económicamente activa. Estos datos sirven para mostrar la naturaleza contradictoria y desigual de los cambios sociales en la actualidad. Por ejemplo, contrariamente a Alemania, en los EE.UU. en 1969, la semana media de trabajo era de 43 horas y se trabajaba 47,1 semanas por año; en 1987, las medias crecieron respectivamente a 43,8 y 48,5. Una sociedad de tiempo libre puede existir potencialmente, pero no como fruto automático del capital. Se puede decir que la automatización bajo el capital abole negativamente la forma antigua de producción, pues niega y conserva la explotación de la fuerza de trabajo; elimina progresivamente el tiempo social necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo pero simultáneamente aumenta la jornada de trabajo, elimina empleos e impide el avance de las fuerzas productivas (51).


 


La propia automatización debe ser vista dentro de ese cuadro contradictorio: al mismo tiempo en que elimina empleos, amenaza salarios y aumenta el control patronal sobre el proceso de trabajo, produce también el efecto contrario: “Esta centralización de la actividad productiva y unidades computarizadas bajo la vigilancia y control de los trabajadores, al mismo tiempo que actúa en el sentido de quebrar su autonomía, abre también, de forma contradictoria e incluso con la disminución del empleo, la posibilidad de tener en sus manos casi la totalidad del control de la actividad productiva. Esto es significativo porque los trabajadores pasan a tener un dominio técnico e intelectual sobre el proceso productivo, vulnerando consecuentemente el poder de racionalización y de secreto del control de la burguesía sobre el comando de este proceso y sus fines” (52).


 


Antes de concluir, debemos tener en cuenta que en esta presentación de tendencias respecto del proletariado internacional no tenemos en cuenta a China, el este europeo y la ex-URSS, donde la clase obrera pasó de 23,9 millones en 1940 a 79,6 millones en 1981; en términos porcentuales, pasó de 36,1% de la población activa en 1941 a 61% en 1982. Incluyendo en la clase obrera a los campesinos de ls granjas colectivas, este porcentaje se eleva a 74%> de la población activa en 1982 (53). Cualquiera que sen los desdoblamientos de la actual crisis del Este, esos factores ni siquiera son tomados en cuenta por los defensores de la tesis del “fin del proletariado”.


 


Hablar de un "nuevo proletariado” nacido de la precariedad del empleo y carente de homogeneidad y conciencia de clase (54) es, por lo menos, dar por concluido un proceso en curso, que posee sentidos contradictorios, y hacer una interpretación subjetivamente tendenciosa acerca de su probable desenvolvimiento político. En el cuadro de la crisis económica mundial, y de las diversas tentativas capitalistas en el plano industrial para salir de ella (automatización, informatización, maquiladoras, flexibilización, tercerización, utilización de mano de obra esclava, inmigrante o ilegal) lo que se constata es que la declinación social relativa del proletariado queda más que compensada, objetivamente, por el aumento de su peso y poderío económico y, subjetivamente, por su mayor control potencial del proceso de producción, nacido del propio desarrollo técnico y científico. Ambos aspectos favorecen sus posibilidades de enfrentar revolucionariamente la crisis capitalista y de construir una sociedad dirigida por los que trabajan.


 


 


NOTAS:


1.De entre los muchos libros consagrados al asuntos podemos cilar: F. Bon y M. A. Burnier. Les Nouveaux ¡ntellcctuels. París, Cujas, 1966; y Classe Ouvriere et Rcvolntion. París, Seuil; Carlos H. Waisman, Modernización y Legitimación. La incorporación de la clase ohteiual sistema político, Madrid. Centro de Investigaciones Sociológicas, 1980; Pierre Belleville. Una nueva clase obrera, Neocapitalismo y Enajenación, Ma-di id. Tecnos, 1967; así como los numerosos trabajos de Alüin Touiaine. y la sección “Classe Ouvriere el capitalismo contemporain , de Arguments 4. Revolution, classe. partí. París. UGE, 1978.


2. Pierre Belleville, Op. Cit.


3. Georgcs Friedmann, La crise du progrés, París, Gallimard. 1936


4. Gyorg Luekáes, Historia e Conciencia de Classe. Lisboa, Escorpiao, 1974


5. "O futuro da classe operaría”, Voz da Unidade, Sao Paulo. 179/90


6. Diálogo. Sao Paulo, abril 1994


7. Pierre Salama, “Nova Modalidade de Gerencia da Forza de Trabalho“. in Economía e Desenvolvimento, n" I. Sao Paulo, mayo 1981


8. Robert Kurz. O Colapso da Modernizado, Rio de janeiro. Paz e Terra. 1993


9. Alfonso Guerra, “Arevolu^aoTecnológicae o futuro de irabalho”. O Socialismo do Futuro. n° 6. Salvador, junio de 1993


10. Jaiques Robín, “Os catninhos para urna sociedade de plena alividade e nao mais de pleno eniprego’, Ibidem


11. Jean Lojkine, La Revolution Informationelle, París, PUF, 1994


12. E. Pelaéz y J. Holloway, “Posfordismo y determinis-mo tecnológico”, in Los Estudios sobre el estado y la Reestructuración capitalista ”, Buenos Aires,Tierra del Fuego, 1992, p. 145


13. Osvaldo Coggiola, Elementos Básicos de Economía Marxista, Sao Paulo, Ed. Causa Operaría, 1985, pp. 50-51


14. Pablo Rieznik, “Trotsky e a crise da economía mundial capitalista”, in O. Coggiola, Trotsky Hoje, sao Palo, Ensaio, 1994, p. 13


15. Lincoln Secco, “Finí da sociedade do trabalho ou fin do capitalismo?”, in O. Coggiola. “Trabalho e Classe Operaría na Contemporaneidade”, Estudos n° 41, Sao Paulo, FFLCH/USP, setiembre de 1994. p. 113


16. David M. Gordon et alli, Trabajo segmentado, trabajadores divididos. La Transformación histórica del trabajo en los Estados Unidos, Madrid, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1986, p. 236.


17. Robert Boyer, “Nuevas tecnologías y empleo en los ochentas”, in Carlos Ominani, La Tercera Revolución Industrial, Buenos Aires, RIAL-GEL, 1986. pp. 231-235.


18. In Stephen Wood, The Transformation ofWork?, Londres. Unwin Hyman, 1989, p. 29.


19. Para una crítica de la “teoría de los ciclos largos”, ver: Osvaldo Coggiola, “Ciclos largos y crisis económicas”, En Defensa del Marxismo, n° 6, Buenos Aires, julio de 1993.


20. Emst Mandel, apud, Rod Coombs, “Ondas largas y cambios en el proceso de trabajo”. Zona Abierta, n° 34-35, Madrid, junio de 1985.


21.  HlniarAvater, “Implicaciones sociales del cambio tecnológico”, Cuadernos Políticos, n° 32, México, abril de 1982.


22. John Holloway, Marxismo, Estado y Capital. Buenos Aires. Tierra del Fuego, 1990. p. 163.


23. Roberto Heloani, Organizagao do Trabalho e Admin¡stragao* San Pablo, Cortez, 1994, p. 95.


24. Al vair Silveira Torres Jr., Integragao e Flexibilidades San Pablo, Alfa-Omega. 1994, p. 63.


25. Nunes Lins, “O mundo do trabalho em debate”, Plural. v3. n°4, Florianópolis, julio de 1993.


26. Apud Karl Korsch, Karl Marx. Barcelona, Ariel. 1975.


27. Benjamin Coriat, “Taylorismo, Fordismo y Nuevas Tecnologías en los Países Periféricos”, Cuadernos del Sur, n° 5, Buenos Aires, mayo de 1987.


28. .1. Halliday y G. McCormack, El Nuevo Imperialismo Japonés, Madrid, Siglo XXI. 1975, p. 223.


29. Philippe Zarifian, “Introdujo”, in Helena Hi-rata. Sobre o " modelo japones ”, San Pablo, Edusp, 1993. p. 31.


30. Marcia de Paula Lete, “O Modelo Sueco de Organizado do Trabalho”, in: Modernizagao Tecnológica, Relagoes de Trabalho e Prdticas de Resistencia. San Pablo, IGLU/ILDES, 1991. p. 160.


31. Luis Oviedo, “Se terminó la moda del just-in-time Prensa Obrera, n° 421, Buenos Aires, 15 de junio de 1994.


32. Claudio Katz, “A evolu^ao do processo de trabalho”. in O. Coggiola, “Trabalho en Classe Operaría na Contemporaneidade”, Estados, n°41, San Pablo. FFLCH/USP, setiembre de 1994.


33. Karl Marx, El Capital, vol. I. Buenos Aires, Cartugo. 1946. p. 553.


34. Conferencia Internacional del Trabajo, El Mundo del Trabajo en Evolución: Problemas Principales. Ginebra. OIT, 1986. p. 5.


35. Carlos A. Medeiros, “Flexibilizagao nao é panaeeia para mercado de trabalho”. Capital & Trabalho, n° 14, san Pablo, junio de 1994.


36. Robert Reich, The Next American Frontier, Londres, Penguin Books, 1984, p. 208.


37. Andrés Bilbao, Obreros y Ciudadanos, La dsestructuración de la clase obrera, Madrid, Trotta, 193, p. 76.


38. Ver: A. Moreno y A. Martín, “¿Reforma laboral O ley de la selva?”, El País, Madrid, 29 de noviembre de 1993.


39. Le Monde Diplomatique, París, marzo de 1993.


40. Charles Handy, El futuro del trabajo humano, Barcelona, Ariel, 1986, p. 172.


41. Alfred Sauvy, El trabajo negro y la economía de mañana, Barcelona, Planeta, 1985, pp. 166-167.


42. “Os robos na industria”, Diálogo, v. 19, n° 4, San Pablo, 1986.


43. Benjamin Coriat, “Revolución Tecnológica y Proceso de Trabajo”, Cuadernos del Sur, n° 6, Buenos Aires, octubre de 1987.


44. Información proporcionada por Emst Mandel.


45. J. Grunwald y K. Flamm, La Fábrica Mundial. El ensamble extranjero en el comercio internacional, México, FCE, 1991, p. 19.


46. Paul Kellog, “Goodbye to the working class?”, Londres, International Socialism, n° 36, Londres, otoño de 1987.


47. A. Callinicos y C. Harman, The Changing Working Class, Londres, Bookmarks, 1987, p. 54.


48. Ibidem.


49. E. Batstone y S. Gourlay, Unions, unemploy-ment and innovation, Oxford, Oxford University Press, 1986.


50 K. Roberts et alli, The Fragmentan Class Structure, Londres, Heinemann, p. 38 y 123.


51 Cf. O. Coggiola, “Marxismo e Classes Sociais na Atualidade”, in R. Braga et alli, Novas Tecnologías, Análises marxistas, San Pablo, Xama, 1995. 


52. Elizário Andrade, “Metamorfoses do Capitalismo e Classe Operaría”, in J. Novoa, A Historia a Deriva. Salvador, UFBa, 1993, p. 217.


53 Boris Krawchenko, “URSS: la clase obrera hoy”, Inprecor, n° 10, Montevideo, enero de 1986. 54. Alain Touraine et alli, Le Mouvement Ouvrier, París, Fayard, 1984.


 


 

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