Difícilmente pueda encontrarse en toda la última década un fenómeno económico más relevante que el prolongado estancamiento que viene sufriendo la economía japonesa desde 1989. Aunque Japón produce el 12% del PBI mundial y es el mayor acreedor internacional, su economía ha sido inmune a las excepcionales medidas de reactivación que han adoptado sus gobiernos. Para Ronald McKinnon, profesor de economía internacional de la Universidad de Standford de los Estados Unidos, “… la incapacidad para diagnosticar el prolongado hundimiento económico de Japón, con la inversión privada y el consumo languideciendo y el sistema bancario en perpetua crisis, se ha convertido en el gran fracaso de la macroeconomía moderna” (1). Afirmaciones como ésta, abundan en la prensa económica. Otro ejemplo: “bajo cualquier aspecto, la crisis económica japonesa, en esta década, ha sido una pesadilla. Una vorágine de precios de activos en caída, crisis bancarias, beneficios empresarios reducidos y aumento de la deuda del Estado (…) Ahora, los mejores cerebros económicos están confundidos. ¿Por qué las políticas típicas de la posguerra para impulsar una economía no han funcionado en Japón?” (2). Esto ha ocurrido a pesar de la centralización extraordinaria de la política económica japonesa. El cuadro general A fines de 1989, el derrumbe de la Bolsa de Tokio puso fin al ciclo especulativo iniciado en 1985 que había multiplicado varias veces los precios de los valores accionarios e inmobiliarios (mientras que el PBI, en el mismo período, no alcanzaba a crecer el 30%) (3). Después de un débil crecimiento que apenas arañó el 1% anual entre 1990 y 1996, Japón ha entrado en una profunda recesión: en 1997, su PBI cayó 1% y en 1998 volvió a caer, esta vez 3%. Esta recesión constituyó un récord histórico para el Japón: fue la primera vez, desde la Segunda Guerra Mundial, que la economía japonesa cayó por dos años consecutivos. Algunos indicadores alentadores del primer trimestre de este año fueron sólo el intervalo a un nuevo derrumbe: en el segundo trimestre, los gastos de capital cayeron más del 15%; las ventas se redujeron 6% y “los beneficios sufrieron un colapso del 24%, la peor caída desde 1975” (4). La capacidad industrial instalada excedente es estimada en 700.000 millones de dólares, el equivalente a la inversión bruta de todo un año (5). La utilización de esa capacidad instalada es la más baja en los últimos doce años (6). En otras palabras, el potencial recesivo que acumula hoy la economía japonesa, después de toda una década de caída de la inversión, es todavía mayor que en 1989. Lo confirman dos indicadores claves: la demanda de automóviles viene cayendo desde hace 19 meses consecutivos y la de acero es la más baja de los últimos 27 años. Una medida cualitativa del retroceso industrial japonés es que no hay ninguna rama, a nivel mundial, en la que sus empresas tengan una posición dominante, ni desde el punto de vista comercial ni, tampoco, del adelanto tecnológico. Como consecuencia del derrumbe de los precios de las acciones y de las propiedades que actuaban como garantía de sus créditos, los bancos japoneses han acumulado préstamos en mora por la enorme cifra de más de un billón de dólares (¡el 25% del PBI!), de los cuales el 30% son directamente incobrables. Como consecuencia de este derrumbe, algunos grandes bancos (como el LTCBJ) han quebrado y muchos otros han sido estatizados para ser saneados y luego reprivatizados. La deuda total de las compañías bancarias y financieras en quiebra viene en aumento, así como también, el número de quiebras de grandes compañías, que ha pasado de 20 (entre marzo de 1997 e igual mes de 1998) a 37 (entre los mismos meses de 1998 y 1999) (7). La cuestión bancaria es todavía mucho más grave de lo que estas cifras indican ya que los bancos japoneses tienen inflados los valores de las propiedades que han recibido en garantía en más del doble de su valor de mercado. Por todo esto, un diario financiero británico planteó, hace poco más de un año, la necesidad de estatizar a todo el sistema bancario japonés (8). La Bolsa de Tokio, que alcanzó los 45.000 puntos en su pico, ha caído por debajo de los 15.000 puntos, lo que significa una evaporación de capitales por 3,5 billones de dólares. La desfinanciación del sistema previsional japonés supera el billón de dólares, “una cifra superior a los créditos impagos que acumula la banca” (9). La desfinanciación de las compañías de seguro, por su parte, se estima entre 3 y 5 billones de dólares (10). “La economía japonesa está en una depresión estructural, no en una recesión cíclica” reconoce una revista especializada (11). “Ya no caben muchas dudas: la economía de Japón está sufriendo la misma enfermedad que arrastró a los Estados Unidos en la década del 30. En Tokio, las cuestiones del día son las de la Gran Depresión…”, confirma otra publicación (12). La gravedad de la cuestión es evidente. “Japón podría experimentar un demoledor colapso económico”, que tendría un efecto devastador no sólo sobre Asia sino también sobre los propios Estados Unidos y la economía mundial en su conjunto al “reforzar la muy perversa tendencia a la deflación global” (13). Esta perspectiva “causa pánico en Washington” (14). Una década de fracasos Los sucesivos gobiernos japoneses gastaron toda la década buscando la vía para sacar al país del estancamiento. Se adoptaron, uno tras otro, once paquetes de estímulo fiscal (aumento del gasto público, incluido el gasto armamentista y reducciones de impuestos) por casi 5 billones de dólares, una cifra superior al PBI japonés. Al fracaso de cada uno de estos paquetes para sacar adelante la economía, le sucedía un paquete mayor. Se redujeron sustancialmente las tasas de interés para permitir que los deudores morosos reestructuraran sus obligaciones y para impulsar el crédito al consumo. La baja de las tasas alcanzó el récord histórico del 0,02% para los préstamos del Banco de Japón (banco central) al sistema bancario, virtualmente dinero gratis. Como esto no alcanzó, en marzo pasado el gobierno directamente inyectó 67.000 millones de dólares en los quince mayores bancos para mejorar sus balances. Además, financió la fusión de toda una serie de bancos e instituciones problemáticas; otras, quebradas, fueron directamente estatizadas. Esta masiva aplicación de los “remedios clásicos” (15), en gran medida “adoptados bajo la presión de los Estados Unidos” (16), estuvo lejos de permitir que el Japón escapara a la espiral deflacionaria y depresiva. En el curso de la década, como consecuencia de la inyección de fondos públicos, la deuda pública japonesa creció hasta convertirse en la mayor (en relación al PBI) de todo el G-7, el grupo de las potencias imperialistas. Oficialmente, alcanza a 6 billones de dólares, equivalente al 120% del PBI. En realidad, más que lo duplica porque existe un régimen de presupuesto paralelo que adeuda al sistema postal unos 2 billones de dólares por lo menos. Además, hay que considerar la deuda de la red ferroviaria y la desfinanciación del sistema previsional estatal. En 1992, hace tan sólo siete años, la deuda pública japonesa apenas llegaba al 70% del PBI. Un diario destaca que el deterioro de las finanzas públicas japonesas ha sido “sorprendentemente rápido (…) la trayectoria de su deuda luce crecientemente como la de un país del Tercer Mundo como Tanzania” (17). Recientemente, las calificadoras de riesgo internacionales degradaron la deuda pública japonesa y el economista norteamericano Rudiger Dornbusch la ha calificado, directamente, como “bonos basura” (18). Tan fenomenal inyección de gasto público (19) no logró sacar al país de la recesión porque las empresas, sobreendeudadas y con una enorme capacidad instalada excedente, no necesitaron aumentar sus inversiones. La demanda estatal tampoco alcanzó para compensar la caída de la demanda privada, exhausta bajo una montaña de deudas. Las reducciones impositivas, a su turno, no lograron aumentar el consumo privado porque las familias no aumentaron sus ingresos efectivos, como consecuencia de la generalizada caída de los ingresos de los asalariados (por el aumento del desempleo y la reducción de los salarios). El aumento de la deuda pública es potencialmente explosivo porque plantea el aumento de las tasas de interés futuras. Un alza de las tasas en Japón “amenazaría a las economías de Asia (…) y se extendería a través del Pacífico para alcanzar los negocios de la costa californiana y las tasas de las hipotecas en Florida, debilitando a la economía norteamericana” (20). Un semanario británico plantea una perspectiva más sombría: “El temor (de los inversores externos) es que el gobierno pueda perder rápidamente el control de sus finanzas o, peor, que el endeudamiento ya se encuentre fuera de control. Este es potencialmente un escenario de pesadilla: una repentina pérdida de confianza, fuga de capitales, tasas de interés crecientes y una corrida contra el yen” (21). La envergadura de la deuda pública japonesa ya se presenta como un problema para la economía mundial en su conjunto. “Nadie sabe continúa el mismo semanario cuánto daño podría causar esto a los Estados Unidos, a Europa y al resto del mundo. Pero el shock resultante seguramente podría empequeñecer las recientes crisis financieras” (22). Hay quien dice, sin embargo, que la deuda pública japonesa no debería causar demasiada preocupación porque, al mismo tiempo, Japón tiene una masa de ahorros privados de 6,4 billones de dólares. Pero aun si se pudiera compensar ahorros con deuda, esto sólo crearía una economía de contado que iniciaría un largo período de declinación económica. Más probable todavía es que la quiebra sea precipitada por una fuga de los ahorros, que no querrán ser destruidos por la crisis. El salvataje oficial de los grandes bancos tampoco ha cerrado la crisis bancaria. Lo testimonian dos hechos relevantes. El primero, que los ocho mayores bancos japoneses volvieron a registrar pérdidas en sus balances de fines de 1998 y que “muchos analistas permanecen escépticos” a los anuncios de los grandes bancos de que obtendrán beneficios en 1999 (23). El segundo, la quiebra de dos importantes bancos regionales, el Kokumin Bank, en abril, y el Namihaya Bank, en agosto. La quiebra de este último es especialmente significativa porque se trata de un banco que había nacido de la fusión, financiada por el gobierno, de otros dos bancos virtualmente quebrados. La crisis de la banca regional, que hasta el momento había estado en un segundo plano, requerirá un salvataje que algunos analistas estiman en 25.000 millones de dólares (24). En cuanto a los grandes bancos, la crisis, simplemente, ha entrado en una nueva etapa. A pesar de la rebaja de las tasas de interés y la inyección de fondos gubernamentales por 67.000 millones de dólares, las carteras podridas de los grandes bancos se redujeron apenas un 0,7% entre marzo de 1998 e igual mes de 1999 (25). Pero la otra parte del problema es que los bancos no tienen a quién darle préstamos porque “el país todavía está lleno de empresas que están endeudadas hasta la nariz y que son demasiado débiles para invertir hacia el futuro. Son compañías lo suficientemente grandes como para ahogar el crecimiento económico” (26). El hiperendeudamiento, el exceso de la capacidad instalada, la extrema debilidad de los mercados y los nulos beneficios explican que “la demanda de crédito bancario (por parte de las empresas) haya registrado, entre julio de 1998 y el mismo mes de 1999, su mayor declinación desde que se llevan mediciones. La demanda de créditos viene cayendo desde hace 19 meses en forma consecutiva” (27). Por eso, “los 17 mayores bancos japoneses combinados tienen ingresos apenas superiores a los de los dos mayores bancos norteamericanos” (28). Sin clientes para sus créditos, los bancos sentirán las consecuencias en sus cuadros de resultados: además de los créditos incobrables, serán golpeados también por sus escasos ingresos. La rebaja de las tasas provocó una severa desfinanciación de las empresas aseguradoras y de los fondos de pensión, que pagan a sus clientes rendimientos (establecidos de antemano) del 5%, pero no obtienen más del 1,5% por sus colocaciones. El monto estimado de esta desfinanciación es todavía superior al de los créditos incobrables de los bancos pero, a diferencia de éstos, no hay montada ninguna red de salvataje. Por eso, ya se especula que “en algún momento será necesario el dinero de los contribuyentes para ayudar a tapar este agujero” (29). Todo esto ha creado una enorme contradicción: en Japón hay una fenomenal expansión de la base monetaria y, sin embargo, la creación de crédito es nula. ¿Dónde ha ido a parar todo ese dinero? Una parte, pequeña, sirvió para financiar la deuda pública japonesa. La mayor parte ha ido a parar al exterior, por dos vías distintas: la primera fue la masiva inversión de los bancos, los fondos de pensión y las compañías de seguro japoneses en bonos del Tesoro de los Estados Unidos y acciones norteamericanas (cuyo rendimiento es muy superior al de los bonos japoneses); la segunda fue “un regalo japonés a los mercados mundiales de bonos y acciones, ya que los fondos de inversión extranjeros llenaron sus bolsas tomando prestados yenes baratos y convirtiéndolos rápidamente en activos norteamericanos y europeos” (30). En resumen, la política monetaria del gobierno japonés ha servido para financiar una gigantesca fuga de capitales, la que a su vez alimentó la burbuja especulativa mundial, en particular el fenomenal ascenso de las acciones de Wall Street. La fuga de capitales japoneses es de tal magnitud que ha superado el excedente de su comercio exterior, desarrollando la tendencia a la devaluación del yen que prevaleció hasta mediados de este año. Hace ya dos años, señalábamos en Prensa Obrera que “el ciclo ascendente de la Bolsa de Nueva York no (es) la expresión de la fortaleza de la economía norteamericana (…) sino de un profundo desequilibrio de la economía internacional. Esto porque los récords de Wall Street (son) la contrapartida del hundimiento financiero japonés” (31). Esta especulación internacional, sin embargo, teme tanto a un colapso de Japón, como a una recuperación. Un colapso tendría como consecuencia la contracción monetaria, vía devaluación e hiperinflación, y una gran falta de fondos, lo que obligaría a la repatriación del capital japonés en el exterior. Una recuperación, incluso parcial, incentivaría el retorno de los capitales japoneses así como una revaluación del yen. En esta última hipótesis, la deuda pública se encarecería enormemente. El estancamiento japonés, decíamos, “es la causa fundamental y decisiva del crecimiento ininterrumpido de las cotizaciones accionarias en Wall Street” (32). Todo esto ilustra la precariedad de toda la economía mundial. Los motivos de un fracaso ¿Por qué han sido ineficaces los masivos paquetes fiscales y monetarios, con el agravante de que han creado la bomba de la deuda pública? La capacidad del gobierno japonés para seguir aplicando esta política parece estar llegando a su límite. Con una deuda pública que duplica su PBI, “la situación fiscal de Japón es ahora tan precaria que aquí (en Tokio) hay crecientes dudas acerca de cuánto más podrá continuar el primer ministro Keizo Obuchi gastando furiosamente con la esperanza de revivir la economía” (33). En la misma dirección, uno de los principales economistas del banco de inversiones norteamericano Morgan Stanley sostiene que “la actual política fiscal casi ha gastado su última bala” (34). El propio primer ministro japonés demostró la conciencia que tiene del agotamiento de esta política cuando dijo, a principios de este año, que “sólo nos queda declarar una guerra para aumentar más el gasto público”. Lo mismo sucede con la política monetaria. “La actual política de tasas de interés (nominales) cero es claramente insuficiente” (35). Para que baje de cero es necesaria una fuerte inflación combinada con una fijación, por parte del Estado, de la tasa de interés (36). Tanto la política monetaria como la política fiscal han chocado con la misma piedra: el enorme exceso de capacidad instalada y la enorme montaña de deudas acumuladas, es decir con la enorme sobreacumulación de capital en todas sus formas. Sin depurar al capitalismo japonés de esa montaña de capital excedente lo que significa, al mismo tiempo, decretar el hundimiento del capitalismo japonés todas las medidas de política económica están condenadas al fracaso. Por eso, no necesitábamos esperar el fracaso del enésimo paquete fiscal para anticipar, hace más de un año, que “desde el punto de vista económico, las posibilidades de una reactivación japonesa están completamente agotadas” (37). El capitalismo japonés pretende abrir una esperanza de renacimiento sin pasar por el filo de su propia guillotina. Es decir que pretende prescindir de la ley del valor, o sea reproducir un capital que no es “socialmente necesario” desde el punto de vista capitalista. La guillotina implicaría la liquidación de una enorme masa de fuerzas productivas al nivel compatible con el restablecimiento de la tasa de beneficio. La política oficial del Japón que ha sido respaldada y, hasta un cierto punto impuesta, por los Estados Unidos ha tenido por objeto, precisamente, evitar la depuración del capital excedente, o proceder a esa depuración de una forma gradual, o sea indolora para el capital. De ahí surge la enorme deuda pública que ha creado la incertidumbre acerca del plazo que exigirá esta transición y de los peligros que plantea para una economía mundial también minada por la sobreproducción de capital. Esta política ya estaba muy desarrollada antes del estallido de la burbuja. La especulación inmobiliaria y bursátil (es decir la creación de una enorme masa de capital ficticio), alrededor de la cual giraba toda la economía japonesa hasta 1989, fue financiada y promovida (con una masiva emisión monetaria) para sostener una tasa de beneficio declinante. La salida a la crisis de los 80 provocó el derrumbe de los 90. En su intento de evitarle al Japón y a la economía mundial el mal trago de una depresión generalizada (38), los defensores del capitalismo pretendieron impunemente violar las propias leyes del capital y eso fue lo que denominaron política anticíclica. “Esos medios extraeconómicos mostraban a un régimen que se estaba sobreviviendo a sí mismo: no eran las fuerzas productivas del capital las que, desenvolviéndose libremente, superaban los obstáculos a su desarrollo sino la intervención de una fuerza exterior, de un poder extra-económico, el poder político del Estado (…) Toda la teoría anticíclica keynesiana de intervención del Estado para superar las crisis mediante la aplicación de medidas impositivas, del gasto público, la inflación y el déficit fiscal son las propias de un médico frente a un enfermo senil al cual sólo se quiere prolongar la agonía, colocándole las muletas de la intervención económica del Estado” (39). Pero las leyes del movimiento del capital se han vengado cruelmente de los economistas. El obstáculo a la valorización del capital es el capital mismo, no la insuficiencia de la demanda o de la propensión al consumo. Los esfuerzos extraeconómicos por evitar la depresión, agravaron violentamente la sobreacumulación del capital y, con ello, han replanteado el problema a una escala todavía superior. Una fuga hacia adelante Los economistas norteamericanos critican al gobierno japonés por haber aplicado “tarde” o de manera “insuficiente” la política anticíclica. Paul Krugman, por ejemplo, reclama que Japón continúe emitiendo “hasta provocar inflación”. Un representante de la banca europea, Richard Jerram, de la ING Baring, reclama “que Japón debe expandir su base monetaria en un 25% (cuando la variación de precios es nula y el PBI cae) y elevar ligeramente la inflación” (40). Un especulador en los mercados monetarios, Andrew Krieger, dice que “el gobierno japonés debe instigar las expectativas de que los precios van a subir. Esto puede lograrse a través de masivos recortes a los impuestos personales incluyendo la completa abolición del impuesto al consumo y del fuerte compromiso de mantener las tasas de interés en cero” (41). Estos consejos tiene su costado interesado: para los especuladores internacionales, la política emisionista del Japón ha sido, como ya se ha mencionado, un regalo que les ha permitido alimentar la bicicleta internacional a un costo virtualmente nulo. Además, serviría para cebar la demanda mundial a costa del Tesoro de Japón. El Banco de Japón no comparte el entusiasmo por agregarle inflación a la depresión. Por eso esteriliza la emisión monetaria que ha provocado en los últimos meses el ingreso de dólares a la Bolsa japonesa. Esta política ha sido calificada de “timorata” por los economistas norteamericanos. Para responder a críticas como ésta, Yoshio Nakamura, nada menos que director de la Federación de Organizaciones Económicas del Japón, utilizó palabras muy fuertes: “¿Qué es lo que quieren?”, preguntó indignado por los análisis de las compañías extranjeras. “Ellos no quieren la recuperación económica de Japón”, concluyó (42). Se trata, pura y simplemente, de una fuga hacia delante: ni la emisión ni el recorte impositivo pueden dar cuenta de la fenomenal sobreacumulación de capital, que tapona todos los poros de la economía japonesa. ¿Las reestructuraciones son una salida? Junto con los paquetazos fiscales y monetarios, Estados Unidos ha venido presionando fuertemente a los gobiernos japoneses para que impulsen la reforma y la apertura de su economía. Bajo esta presión, “Japón se ha convertido en el principal campo de batalla de las fusiones y adquisiciones” (43): en la primera mitad de 1999, se han firmado casi mil acuerdos de este tipo, por un valor de 25.000 millones de dólares (contra menos de 100 acuerdos por 17.000 millones en 1993). Se espera que esta actividad de adquisiciones y fusiones se acelere todavía más después de que el gobierno japonés apruebe una reforma impositiva que reduzca sustancialmente los impuestos por la compra de una empresa por otra mediante el intercambio de sus acciones. Esto requiere, sin embargo, el desmantelamiento de los conglomerados japoneses (keiretsu), que, en algunos casos, entrelazan a un banco con empresas de primera línea de la industria; en otros, a los pulpos industriales con una diversidad de sus proveedores; finalmente, los que integran a la industria con el comercio. Este desmantelamiento permitiría, de un lado, que se incorporen capitales nuevos para proceder a la reestructuración de la industria; por el otro, liberaría a los bancos para financiar esa reestructuración y nuevas fusiones en la industria. ¿Alcanzará este proceso de centralización del capital para producir la depuración del capital excedente en Japón? La experiencia de dos décadas de reestructuración de la industria europea del acero demuestra que, pese al despido de miles de trabajadores y al cierre de numerosas plantas, no ha logrado reducir sustancialmente la capacidad instalada. “¿Por qué, en industrias que tienen un extremo exceso de capacidad, sigue aumentando la inversión? Porque hay una lucha para ver quién se va a ir a la quiebra como consecuencia del exceso de capacidad. Los capitalistas compiten entre ellos para ser más productivos, para bajar más los precios y para mandar a la lona al otro. El capital quiere superar la sobreproducción sobreacumulando y agravando en consecuencia la próxima crisis. (…) La anarquía del proceso de la producción capitalista aparece como un factor agravante o de incremento de este exceso de producción en ramas ya totalmente excedidas…” (44). Examinemos más de cerca las limitaciones de este proceso de centralización capitalista: el acuerdo entre la francesa Renault y Nissan, el segundo constructor japonés de automóviles, y la anunciada fusión de los tres mayores bancos japoneses. En marzo pasado, Renault anunció la compra del 37% del paquete accionario de Nissan por 5.400 millones de dólares, lo que lo convierte en el mayor accionista de la empresa japonesa. El acuerdo ha servido para evitar la quiebra de Nissan, que acumula una deuda de 37.000 millones de dólares (¡equivalente a cuatro veces su valuación bursátil!) y cuyas pérdidas en 1998 cuadruplicaron sus pérdidas de 1997. Desde hace cinco años, Nissan no registra beneficios y sus ventas en todo el mundo caen en picada. La inyección de fondos de la Renault ha salvado al constructor japonés en el preciso momento en que los principales bancos acreedores de la Nissan comenzaban a retacear nuevos créditos (45). Sin la reestructuración, “Nissan probablemente estaría fuera del negocio” en muy poco tiempo (46). Los problemas que enfrenta la reestructuración de Nissan son enormes. Si se limitan al simple cierre de algunas plantas y al despido de algunos miles de trabajadores, es posible afirmar que fracasará. Ninguna reducción de costos, por salvaje que sea, puede absorber una deuda que cuadruplica el valor de la empresa. Menos todavía, en el cuadro de un mercado mundial en retroceso. Esta cuestión de la deuda, precisamente, llevó a Ford y Chrysler-Mercedes Benz a desistir de sus intenciones de comprar a la Nissan. Esto a pesar de que las ofertas parecían especialmente tentadoras: por ejemplo, Nissan ofrecía entregar su división de camiones a Mercedes (antes de su fusión con Chrysler) a un costo cero; la alemana sólo debía hacerse cargo de sus deudas. Todo esto ha llevado a algunos analistas a calificar la fusión como “un matrimonio por desesperación de ambos lados” (47). Por el lado de Nissan, porque estaba al borde de la quiebra; por el lado de Renault, porque ya había fracasado en sus intentos de asociarse con alguna de las grandes terminales japonesas como Toyota y Honda, que no la consideran un socio deseable. “Es una alianza entre débiles”, coincide un diario financiero japonés (48). En su política de reducción de costos, Nissan-Renault enfrenta un problema ya mencionado, que alcanza a toda la industria automotriz japonesa: el entrelazamiento accionario entre las terminales y sus proveedores. Una política de tercerizaciones y de búsqueda de proveedores a más bajo costo (incluso fuera de Japón) exige eliminar a los proveedores que, sin embargo, tienen participación accionaria en la Nissan. Una reducción sustancial de los costos de las autopartes, por otro lado, golpearía a los proveedores (incluso llevaría a muchos de ellos a la quiebra), lo que, como un búmeran, terminaría golpeando a las propias terminales (que tienen una participación accionaria en el capital de los proveedores). Una política de tercerizaciones y reducción de costos debería llevar a una liquidación de la tenencia de acciones cruzadas entre las terminales y sus proveedores, con el peligro de una caída de los valores bursátiles. Todo esto explica el escepticismo con el cual ha sido recibido el acuerdo. En la semana siguiente al anuncio, las acciones de Nissan cayeron 10% por “las preocupaciones acerca de las dificultades potenciales de la alianza” (49) y la “creencia del mercado de que esta alianza no tendrá un gran efecto de aceleración sobre la reestructuración de Nissan” (50). Para los observadores norteamericanos, “Renault tiene sólo una chance sobre cinco (una probabilidad del 20%) de que las cosas funcionen” (51). Otro analista afirma que “la visión generalizada de la compra por parte de Renault es que corre el riesgo de convertirse en el equivalente de tirar dinero en un agujero de ratas” (52). El verdadero riesgo entonces es que Nissan termine mandando al pozo a la Renault. “Si el acuerdo con la Nissan fracasa, la inversión dilapidada puede liquidar las posibilidades de Renault de permanecer independiente” (53). Tampoco las fusiones bancarias parecen anunciar una depuración sustancial de la capacidad excedente. El Industrial Bank of Japan (IBJ), el Fuji Bank y el Dai-Ichi Kangyo Bank (DKB), los tres mayores bancos japoneses, anunciaron su fusión a mediados de agosto. Otros grandes bancos, como el Asahi y el Tokai, están en el mismo proceso. La fusión dará lugar al mayor banco del mundo, capaz de competir de igual a igual con bancos de la talla del Citibank o el Deutsche. Más aún, el banco unificado tendrá una posición dominante en el mercado japonés, en parte debido a su enorme tamaño, en parte debido a que el gobierno japonés derogó las reglas que impedían que los bancos actuaran en distintas especialidades financieras. Los directores del nuevo banco anunciaron su intención de despedir a 6.000 trabajadores y cerrar el 25% de las sucursales, lo que les permitiría una reducción de costos de unos mil millones de dólares en los próximos cinco años. Esto parece apenas una gota de agua frente a las pérdidas registradas por los tres bancos en 1998 (8.700 millones de dólares) y la montaña de créditos dudosos e incobrables que acumulan. Un analista del banco norteamericano J. P. Morgan formula un virtual epitafio acerca de esta operación al afirmar que “mientras la fusión es una idea inteligente, la propuesta no se ocupa en ningún momento de la cuestión de los créditos irregulares” (54). “Existe el riesgo real dice un diario financiero británico de que la alianza simplemente vaya a crear un banco monstruo con la misma clase de problemas en una escala mucho mayor (…) Son tres bancos clase B (a escala mundial); unirlos sólo creará un banco clase B extremadamente grande” (55). El yen y el dólar El ya citado Ronald McKinnon, de la Universidad de Standford, sostiene que “el origen (…) de la psicología deflacionaria que deprime la demanda privada y comprime las tasas nominales de interés hasta cero, destruyendo la rentabilidad de los bancos (está en) las disputas mercantiles entre Japón y los Estados Unidos que con el tiempo condujeron al síndrome de un yen cada vez más alto …”. Establecido este síndrome, la baja del yen respecto del dólar en toda esta década de estancamiento aparece como “temporaria”. La conclusión es que la “trampa de liquidez (56) que sufre la economía japonesa ha sido impuesta externamente como resultado de la política de los Estados Unidos” (57). La salida sería entonces la enérgica devaluación del yen. La explicación de McKinnon parece atrayente porque explica el estancamiento de Japón, no como un fenómeno aislado, nacional, sino de la economía mundial en su conjunto. Las relaciones entre el yen y el dólar concentran estas contradicciones. La cuestión, sin embargo, es más compleja porque ya no se trata solamente de las “disputas comerciales entre Japón y Estados Unidos”. Ahora se agrega la presión norteamericana para que Japón permita al capital norteamericano el acaparamiento de las joyas industriales y financieras de Japón y la conquista de su mercado de capitales. “Desde 1985 a 1988, el principal objetivo de la política monetaria del Japón fueron los Estados Unidos y no el propio Japón … para apoyar al dólar y para ayudar a los Estados Unidos a financiar su déficit externo” (58). “Al disminuir las presiones sobre el dólar y las tasas de interés, los japoneses nos aseguraron, nos salvaron de una recesión y, consecuentemente, garantizaron la elección de George Bush” (59). Los capitales japoneses ayudaron a cerrar el fenomenal déficit fiscal norteamericano (en esa época, de aproximadamente 150.000 millones de dólares anuales) y a superar la crisis internacional de las Bolsas de 1987. En este salvataje del capital norteamericano impuesto por Estados Unidos a Japón como consecuencia de su potencia política, militar y diplomática está el origen internacional de la burbuja especulativa japonesa de fines de la década del 80. Con la pinchadura de la burbuja y la subsiguiente fuga de capitales de Japón, la tendencia se invirtió: el yen comenzó a devaluarse y el dólar a revaluarse. La revaluación del dólar le permitió jugar el papel de una virtual moneda internacional en la orgía especulativa de la economía globalizada de los 90. Pero el dólar no es una moneda internacional y eso pronto se pondría en evidencia. Este movimiento contradictorio de las monedas la devaluación del yen y la revaluación del dólar llevó al estallido de las economías asiáticas en 1997. Los países del Asia, comercialmente condicionados a la competencia japonesa, resultaron perjudicados por la revaluación de sus monedas frente al yen, ya que sus cotizaciones estaban atadas al dólar. Los tigres exportadores del Asia comenzaron a sufrir déficits comerciales crecientes, que se financiaron con mayor ingreso de capitales, que provocaron mayor deuda externa privada y alzas todavía mayores de sus monedas. Cuando todas estas presiones se volvieron intolerables, los países asiáticos comenzaron a sufrir una fuga de capitales y una falta de financiamiento, lo cual desplomó sus monedas. Así, la política monetaria diseñada para que Japón pudiera escapar a la depresión la devaluación del yen provocó el derrumbe de Asia, el cual, golpeó brutalmente a su vez al Japón, que es el principal prestamista y el principal inversor en la región. A mediados de este año, las relaciones entre el yen y el dólar volvieron a invertirse. El masivo ingreso de capitales externos para la compra de acciones japonesas provocó una súbita revaluación del yen frente al dólar. La inversión de las tendencias provocó “pánico en los mercados” (60). No sólo porque el fortalecimiento del yen, al dificultar las exportaciones japonesas, podía provocar un “colapso demoledor” (61) sino porque se cortaba la bicicleta de tomar prestado en yenes e invertir en dólares. Un año antes, un movimiento similar provocó el colapso del LTCM, el principal fondo de especulación de Estados Unidos Llegado a este punto, aparece en toda su dimensión la debilidad del planteamiento de McKinnon que se comentó más arriba. ¿Cómo piensa el profesor de Standford que pueden solucionarse los desequilibrios entre el yen y el dólar? Si su causa son las disputas, la solución es un acuerdo. En esta dirección, propone un acuerdo comercial “limitando las sanciones bilaterales y terminando las (futuras) presiones de Estados Unidos por la revaluación del yen” y un acuerdo monetario “que estabilice la tasa de cambio entre el yen y el dólar en el largo plazo” (62). El problema es que la crisis tiende a agravar todas las disputas, sean comerciales o financieras y, por lo tanto, monetarias. Recientemente, por ejemplo, Estados Unidos impuso pesadas sanciones a los exportadores japoneses de acero y, en la rama automotriz, se libra una feroz batalla por el dominio de los mercados. La prueba más palpable del agravamiento de las tensiones es el veto norteamericano a la propuesta japonesa de constituir una zona yen en Asia y de poner en pie un Fondo Monetario Asiático para resolver la crisis de la región. Esta salida a la crisis asiática “habría implicado una autonomización sin precedentes del archipiélago (Japón) (respecto de los Estados Unidos) y le habría dado un rol hegemónico en la región” (63). Al promover al yen como moneda internacional, este Fondo Monetario Asiático habría actuado en detrimento del dólar y de la capacidad de la burguesía norteamericana de usarlo como un arma contra sus competidores. Sin embargo, la internacionalización del yen luce como muy conveniente para Estados Unidos, porque favorecería la estabilización del yen y la eliminación del terror que, en el país del Norte, produce su devaluación. Lo que le vendría muy bien a la industria exportadora norteamericana no le caería igual al capital financiero, el cual no quiere competidores a la hora de acaparar a los capitales asiáticos en bancarrota. La tasa de cambio entre el dólar y el yen no está determinada únicamente por el movimiento comercial sino por todos los flujos de capital de un país a otro. La crisis ha acentuado notablemente estos movimientos, tanto de capitales que escapan del Japón buscando una mayor rentabilidad en los mercados especulativos norteamericanos como de capitales norteamericanos que entran a Japón para comprar empresas quebradas. El agravamiento de la crisis hace todavía más volátiles estos movimientos. Por todo esto, la pretensión de determinar una “tasa de cambio de equilibrio” es una ilusión. Guerra Estados Unidos y el FMI no esconden su propósito de aprovechar la crisis japonesa para “desmantelar la política industrial japonesa” (64), o sea desmantelar a sus conglomerados. Para eso reclaman la quiebra de todos los pulpos insolventes, en especial los bancos, la utilización del dinero del fisco para resarcir a los acreedores y la apertura ilimitada al capital extranjero. En este camino, han dado pasos importantes. La financiera de la General Electric adquirió la quinta entidad japonesa de financiación del consumo, “una de las pocas áreas que ha crecido sostenidamente en los años que siguieron al colapso de la economía japonesa a fines de los 80” (65). El grupo Travelers, que viene de asociarse con el Citicorp, compró la tercera casa de operaciones bursátiles japonesa; Merryll Lynch se hizo cargo de los activos de la quebrada Yamaichi y Prudential se apoderó de los fondos de pensión administrados por el banco Mitsui. En la mayoría de los casos, los vendedores se asociaron en minoría con sus compradores. Algunos caracterizan a los progresos de los grandes bancos norteamericanos en el sector financiero japonés como algo “nunca visto antes” (66). Los norteamericanos son los principales operadores en el mercado de “fusiones y adquisiciones”, en particular cuando una de las partes es un extranjero. El ingreso de capitales externos en la Bolsa de Tokio ha venido creciendo en forma consistente. En la actualidad, “los bancos extranjeros contabilizan un tercio de todas las transacciones en la Bolsa de Tokio, el doble que a comienzos de esta década” (67). Esto ha llevado a que los bancos norteamericanos que actúan en Japón registren beneficios récord … mientras los bancos japoneses no obtienen beneficios desde hace cinco años. Comentando la penetración del capital financiero norteamericano en las finanzas japonesas, un diario especializado señala que “muchos banqueros japoneses se preguntan si Tokio está destinada a convertirse en una versión financiera del torneo de tenis de Wimbledon, una competencia de nivel internacional que ofrece premios lucrativos, pero en la cual los jugadores nativos pierden con los extranjeros”(68). Aunque más lentamente, también en la industria está penetrando el capital extranjero. A la ya mencionada compra de parte de la Nissan por Renault, hay que agregarle la compra de una parte sustancial del paquete accionario de la Mazda por Ford (hasta ahora tenía una participación accionaria minoritaria) y los planes de General Motors para instalar plantas en Japón. Con todo, la compra más importante de una empresa industrial por una firma extranjera correspondió a los británicos de Cable & Wireless, que adquirieron la segunda mayor telefónica del Japón. Naturalmente, ésta no es una salida para el capital japonés. Este enorme flujo de inversiones ha sido comparado con “un tsunami (ola gigante) de capital en Japón” (69). Lo cual ha provocado la reacción defensiva de los capitalistas japoneses. Las fusiones entre bancos japoneses antes mencionadas tienen como principal propósito “evitar una mayor usurpación por parte de los grupos financieros extranjeros” (70). Nippon Steel de Japón y Pohang Iron de Corea, los dos mayores productores asiáticos de acero, están discutiendo una fusión, que ha sido calificada como “un acuerdo mutuamente protectivo (para) evitar una excesiva competencia en Asia”. En cuanto a la industria automotriz, la resistencia es todavía más feroz. “Toyota está reforzando el control sobre sus proveedores en un intento de bloquear la penetración de firmas extranjeras” (71). Lo mismo hace Honda. Mazda, en la que Ford tiene el 33% de la acciones, ha advertido públicamente que “las empresas de autopartes de los Estados Unidos y Europa que buscan alianzas accionarias en Japón enfrentarán una firme oposición de los proveedores locales” (72). El gobierno japonés ha reforzado la línea defensiva de sus capitalistas sancionando una ley sobre fusiones que no les permite a los extranjeros adquirir empresas pagando con acciones y les impone cargas impositivas superiores que a las empresas japonesas. Refiriéndose a la férrea resistencia que está oponiendo el capital japonés a la penetración extranjera, un corresponsal en Tokio escribe que “el dinero se está moviendo hacia Japón como un buque tanque, pero, por el momento, no parece que haya lugar para él en el puerto” (73). Los gobiernos de Japón y Estados Unidos son plenamente conscientes del alcance político que puede acabar teniendo el agravamiento de las tensiones comerciales y financieras entre las burguesías de los dos países. Los acuerdos en el área de la defensa aparecen como una tentativa de aplacar, o al menos matizar, estas divergencias. El acuerdo naval japonés-norteamericano del año pasado (que pone a la flota japonesa como auxiliar de la norteamericana en el Pacífico), los emprendimientos conjuntos para la fabricación de misiles y las negociaciones para la formación de un comando militar conjunto ponen de manifiesto los intentos de ambos Estados por conciliar diferencias. Pero para Estados Unidos es un medio de acentuar su supremacia mundial, por ejemplo, en detrimento de la industria militar europea. La cuestión social La clase obrera y los explotados japoneses han sufrido de una manera aguda estos diez años de estancamiento. El desempleo se ha duplicado hasta alcanzar una tasa del 5%, la más alta desde el fin de la Segunda Guerra (74). Para más de un especialista, sin embargo, el desempleo real debería estimarse en el doble de esta cifra debido a que los métodos de cálculo que utiliza el gobierno japonés tienden a esconder la desocupación. “Las corporaciones japonesas están cerrando sus innumerables subsidiarias a una tasa récord (y) después de ocho años de recesión, el sistema del empleo de por vida está derrumbándose” (75). Los retiros voluntarios y las jubilaciones anticipadas se cuentan por decenas de miles. En el próximo período, coinciden los analistas, se producirán miles de despidos, en particular como consecuencia de las fusiones y reestructuraciones. Al mismo tiempo, los salarios han sido reducidos de una manera significativa, al mismo tiempo que aumentaban los ritmos de trabajo. Todo esto ha creado una enorme tensión en las empresas y en toda la sociedad. Un corresponsal extranjero explica que la principal causa de suicidio entre los japoneses es “el temor a perder el trabajo, las enormes cargas de trabajo como resultado de que muchos de sus colegas habían sido despedidos (y) la baja de los salarios” (76). Contra lo que sostiene la historia oficial, la clase obrera japonesa nunca gozó de un empleo de por vida. Este sólo regía para un puñado de grandes empresas y ahora se ha terminado. El 79% de los trabajadores, que son empleados por pequeñas y medianas empresas que trabajan como subcontratistas de los pulpos, “ignoran las ventajas ofrecidas por las grandes empresas (la garantía de empleo entre otras), las leyes laborales no son respetadas, no hay contrato de empleo escrito” (77). Sobre estos trabajadores se han descargado golpes brutales: sus salarios han sido reducidos entre un 30 y un 50% y la desocupación es sencillamente enorme. En una ciudad de 600.000 habitantes del interior de Japón, que el corresponsal toma como muestra de este “Tercer Mundo del aparato industrial japonés” (78), en diez años han cerrado 2.000 talleres (sobre 8.000), dejando más de 20.000 trabajadores en la calle. Dato interesante, el mismo corresponsal señala que en estas pequeñas ciudades se han registrado, en el pasado, “feroces luchas obreras” y que se observa “la solidaridad obrera” (79). Con todo, estos brutales ataques palidecen ante la perspectiva de la fenomenal confiscación que sufrirán los futuros jubilados como consecuencia de la desfinanciación que han sufrido los fondos de pensión. El gobierno japonés se ha mostrado “aterrorizado” (80) por el crecimiento del desempleo. La tensión social acumulada puede explotar como consecuencia de cualquier alteración brusca. No sólo una depresión, lanzando miles de obreros a la calle, podría encender la mecha. También podría encenderla una reactivación, que haga sentir a los obreros más confianza en sus fuerzas. La pólvora social acumulada en Japón plantea la re-emergencia de otra gran crisis de fondo entre la clase obrera de Japón y sus explotadores, bien superior a la que conmovió a Japón después de la Segunda Guerra hasta 1950. Se trata de una clase obrera de millones cuyo movimiento se hará sentir en toda Asia, en particular en Corea y en China. * * * No hay, en toda la década que termina, un hecho más relevante, desde el punto de vista de la economía mundial, que el prolongado estancamiento japonés, porque ilustra la tendencia del capitalismo actual a la depresión generalizada. Notas: 1. The Economist, 24 de julio de 1999. 2. Business Week, 12 de abril de 1999. 3. No son pocos los que han comparado la burbuja japonesa de los 80 con el alza de Wall Street de los últimos cinco años. En ambos casos, el crecimiento de los valores accionarios empujado por una política de masiva emisión monetaria fue muy superior al crecimiento de las respectivas economías y al de los beneficios empresarios. En Tokio a fines de los 80 y en Wall Street en la actualidad, el rendimiento de las acciones no alcanza el 1%. Hoy, en Estados Unidos, las “acciones Internet”, cuyos precios son absolutamente desproporcionados por referencia a sus ventas (es imposible medirlos respecto de sus beneficios por la sencilla razón de que la mayoría de estas empresas nunca han dado ganancias), juegan el mismo papel de impulsar la suba de la Bolsa que jugó la propiedad inmueble en Japón en los 80. La depresión japonesa, entonces, puede ser vista como un “espejo del futuro” de los Estados Unidos si se pincha la burbuja de Wall Street, que debe su salud, antes que a cualquier otro factor, a la preeminencia política y militar del imperialismo norteamericano. 4. Financial Times, 8 de setiembre de 1999. 5. Business Week, 21 de junio de 1999. 6. Financial Times, 8 de setiembre de 1999. 7. Financial Times, 15 de abril de 1999. 8. Financial Times, 18 de setiembre de 1998. 9. Ambito Financiero, 22 de abril de 1999. 10. The Economist, 17 de abril de 1999. 11. Forbes, 6 de setiembre de 1999. 12. Far Eastern Economic Review, 11 de marzo de 1999. 13. Forbes, 6 de setiembre de 1999. 14. Financial Times, 1º de setiembre de 1999. 15. Business Week, 12 de abril de 1999. 16. The New York Times, 2 de setiembre de 1999. 17. Idem anterior. 18. The Economist, 5 de junio de 1999. 19. El destino de este gasto público es absolutamente parasitario: aeropuertos en ciudades que ya tienen otros dos, represas para ciudades deshabitadas, rutas y puentes que se superponen con otros ya existentes y un largo etcétera. Todo esto, además de un muy frondoso gasto militar (Japón tiene la mayor flota naval y aérea militares del Asia). La carga fiscal que recaerá sobre los municipios para pagar estas obras “explica las recientes protestas de masas” que se produjeron en varias ciudades del interior japonés (The Economist, 12 de junio de 1999). 20. The New York Times, 2 de setiembre de 1999 21. The Economist, 5 de junio de 1999. 22. Idem anterior. 23. Financial Times, 25 de mayo de 1999. 24. Financial Times, 14 de abril de 1999. 25. The Wall Street Journal, 23 de agosto de 1999. 26. Idem. 27. Financial Times, 11 de agosto de 1999. 28. The Wall Street Journal, 20 de agosto de 1999. 29. The Economist, 11 de abril de 1999. 30. Business Week, 12 de abril de 1999. 31. Prensa Obrera, 20 de marzo de 1997. 32. Idem anterior. 33. The New York Times, 2 de setiembre de 1999. 34. International Herald Tribune, 23 de agosto de 1999. 35. Forbes, 6 de setiembre de 1999. 36. En el sistema previsional privado argentino, las AFJP cobran una comisión (es decir, pagan una tasa negativa de interés) por los créditos que reciben de sus afiliados (sus aportes). 37. Jorge Altamira, “Informe internacional al IXº Congreso del Partido Obrero” (22 al 25 de mayo de 1998), en En Defensa del Marxismo, Nº21, agosto/octubre de 1998. 38. Los capitalistas y sus estados mayores intentan evitar, por todos los medios, la depresión no sólo por sus terribles consecuencias; antes que nada, lo hacen para evitar las fenomenales conmociones políticas y sociales que ésta puede desatar. No olvidan que la crisis del 29 alumbró el desarrollo de un combativo movimiento sindical en los Estados Unidos, las revoluciones en España y Francia y, como reacción a la revolución alemana, el ascenso del nazismo. 39. Jorge Altamira, “La crisis mundial (Informe Internacional al Vº Congreso del Partido Obrero; 24 de mayo de 1992)”; en En Defensa del Marxismo, Nº4, setiembre de 1992. 40. Business Week, 12 de abril de 1999. 41. Forbes, 6 de setiembre de 1999. 42. International Herald Tribune, 23 de agosto de 1999. 43. Financial Times, 6 de agosto de 1999. 44. Jorge Altamira, Informe internacional al IXº Congreso del Partido Obrero (22 al 25 de mayo de 1998); en En Defensa del Marxismo, Nº21, agosto/octubre de 1998. 45. Financial Times, 13 de marzo de 1999. 46. Business Week, 29 de marzo de 1999. 47. Idem. 48. Citado por Le Monde, 24 de marzo de 1999. 49. Financial Times, 13 de marzo de 1999. 50. Le Monde, 24 de marzo de 1999. 51. Business Week, 29 de marzo de 1999. 52. Forbes, 19 de abril de 1999. 53. Business Week, 29 de marzo de 1999. 54. The Wall Street Journal, 23 de agosto de 1999. 55. Financial Times, 23 de agosto de 1999. 56. Se denomina “trampa de liquidez” a la situación en que un banco central puede expandir indefinidamente la base monetaria sin afectar ningún precio importante en la economía y relajar las restricciones de liquidez sin incrementar la demanda agregada. 57. The Economist, 24 de julio de 1999. 58. The Economist, 28 de marzo de 1990. Citado por Andrés Roldán en “El derrumbe de la Bolsa de Tokio”, en Prensa Obrera, 10 de abril de 1990. 59. Business Week, 8 de marzo de 1990. Citado por Andrés Roldán en ídem ant. 60. Financial Times, 16 de setiembre de 1999. 61. Forbes, 6 de setiembre de 1999. 62. The Economist, 24 de julio de 1999. 63. Le Monde Diplomatique, abril de 1999. 64. The Wall Street Journal, 13 de abril de 1998. Citado por Jorge Altamira en “En vísperas de otro derrumbe”, en Prensa Obrera, 30 de abril de 1998. 65. Financial Times, 25 de julio de 1998. 66. Financial Times, 21 de junio de 1999. 67. Financial Times, 25 de mayo de 1999. 68. Financial Times, 21 de junio de 1999. 69. Financial Times, 17 de setiembre de 1999. 70. Financial Times, 23 de agosto de 1999. 71. The Wall Street Journal, 3 de agosto de 1999. 72. Financial Times, 6 de julio de 1999. 73. Financial Times, 28 de mayo de 1999. 74. No es posible medir la amplitud del desempleo en Japón comparando esta tasa con las de los países occidentales debido a que Japón muestra una de las tasas de natalidad más bajas del planeta, combinada con una elevada proporción de personas ancianas. Además, la participación de la mujer en el mercado laboral es relativamente baja por referencia a la de otros países. Por eso, la fuerza laboral del Japón, a diferencia de la de la mayoría de los países, es “declinante” (Business Week, 21 de junio de 1999). 75. Business Week, 9 de agosto de 1999. 76. The New York Times, reproducido por La Nación, 8 de agosto de 1999.
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Por Guillermo Kane.