Chechena o la misión imposible del ejercito ruso


La guerra que Rusia está librando contra Chechenia tiene, por cierto, una enorme similitud con la que la Otan desencadenó contra Yugoslavia. No porque el régimen checheno se parezca al de Milosevic o porque sus circunstancias sean similares, o porque el pretexto en ambos casos sea la lucha contra el terrorismo o la defensa de los derechos humanos. La semejanza reside en que ambas son guerras coloniales; en que en las dos se aplica la política de aterrorizar a las poblaciones mediante bombardeos a blancos civiles y humanos; y a que Yugoslavia y Chechenia son manifestaciones de la desintegración, primero de la Unión Soviética, luego de Rusia, bajo la presión implacable del imperialismo y de la crisis mundial en su conjunto.


 


La guerra contra Chechenia apunta a la supresión de la independencia nacional de este país, que fuera conseguida por medio del voto y de la victoria militar contra Rusia en 1994/96. Pero la necesidad de retomar Chechenia responde al problema más general que enfrenta Rusia, que es la desintegración de su periferia musulmana, tanto en la región del Cáucaso como del Asia Central. Una parte de estas zonas fueron conquistadas por los zares en forma militar, pero otras fueron el resultado, además, de un largo proceso de colonización de tierras y de espacios. Las fuerzas centrífugas de la presión económica del imperialismo capitalista se hacen sentir con toda su fuerza, ahora que no es contrapesada por la centralización brutal del zarismo y la no menos brutal del stalinismo, que fueron acompañadas ambas por una expansión económica que ha desaparecido por completo.


 


Este marco general explica el apoyo que han brindado todos los partidos oficiales rusos, es decir restauracionistas, a la guerra, especialmente el partido comunista. Las aguas se separan sólo cuando algunos sospechan que la guerra puede ser usada por el gobierno para militarizar Rusia e imponer su victoria de este modo en las elecciones parlamentarias de diciembre, y en las presidenciales de junio próximos. Quien más sufre los apremios de la desintegración estatal es el ejército, el cual pretende rehabilitarse con la guerra en curso de la derrota que sufriera en ese mismo terreno hace cuatro años.


 


Pero aquí hay dos grandes ilusiones. La primera es que la ocupación de Chechenia sea a la larga viable, o sea dominar un medio completamente hostil que no demorará en verse acosado por guerrillas, esto si antes los rusos no son frenados en las calles de la capital, Grozny. La otra es que el ejército no puede cumplir ningún papel de unificación estatal si asume la protección de un sistema económico semi-capitalista y semi-burocrático, que no es ni uno ni otro, sino de pillaje de las riquezas naturales. La restauración capitalista es incompatible con la independencia de Rusia y también con su unidad estatal.


 


El imperialismo mundial ha estado apoyando políticamente la guerra de conquista de Rusia: los países de la Otan y la ONU no reconocen el derecho de Chechenia a la autodeterminación. A partir de aquí, les preocupa que la guerra no se desborde del norte al sur de las montañas del Cáucaso, donde se encuentran Georgia, Armenia y Azerbaidjan, poseedoras de yacimientos de petróleo o vías de pasaje del combustible a los mercados de Europa. La Otan ha tolerado la violación por parte de Rusia del límite de tropas que está autorizada, por acuerdos internacionales, a mantener en la región. El límite que Clinton le ha marcado a Yeltsin es precisamente Georgia, que recientemente pidió su ingreso a la Otan y a la Unión Europea. En la reciente reunión en Turquía de la Osce (Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa), Rusia ratificó el compromiso de continuar el desmantelamiento de sus bases militares en esos países y en Moldavia.


 


Los burócratas y capitalistas de Rusia alegan que necesitan pacificar la región, para impedir que se construyan oleoductos y gasoductos que pasarían por el sur del Cáucaso evitando el territorio ruso; pero Estados Unidos necesita exactamente lo mismo para construirlos. Un movimiento de independencia nacional de características islámicas sería más peligroso para los yanquis que el control ruso del norte del Cáucaso. En cambio, la disputa por los pasos del petróleo y del gas admite un statu-quo: Rusia al norte y la Otan al sur del Cáucaso.


 


La presión del gobierno de Clinton por construir un oleoducto y un gasoducto que transporten esos combustibles desde Azerbaidjan a Europa, pasando por Georgia y Turquía, en lugar de seguir aprovechando los que pasan por territorio ruso, o de aprovechar la salida que para muchas de esas regiones ofrece el Golfo Pérsico; esta presión delata un designio estratégico de colonización norteamericana de extraordinario alcance. No solamente profundiza un enfrentamiento con Rusia y con Irán sino que lo obligará a una tutela completa sobre regímenes como el de Kazasjtan, Uzbeskistán, para asegurar una provisión de petróleo que permita costear la construcción de esos ductos.


 


Un monopolio norteamericano del petróleo extendido al Cáucaso y a Asia Central significaría colocar a Europa y a Japón en una extraordinaria posición de rehenes del imperialismo yanqui. El destino de la unificación europea pasaría a definirse en un choque abierto con los norteamericanos. En resumen, la guerra de Chechenia es un episodio de una enorme crisis mundial; existe, en este sentido, un hilo de continuidad entre los Balcanes; el conflicto Turquía-Grecia y la cuestión de los kurdos; las guerras del Cáucaso; el conflicto sionista-palestino y en el Medio Oriente; y la desintegración de Rusia.


 


A ese panorama sólo le están faltando la crisis bursátil norteamericana y las consecuencias que podría desencadenar; y una devaluación y crisis social y política en China.


 

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