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¿Qué hay detrás del “bimonetarismo” argentino?

La carta publicada por Cristina Fernández de Kirchner, con motivo del décimo aniversario de la muerte de su esposo, expresó un aval fundamental a una política de unidad nacional entre el gobierno, la oposición patronal, los empresarios, los sindicatos y hasta los tan demonizados medios hegemónicos. Esto es significativo, en un escenario donde la prioridad del gobierno es el acuerdo con el FMI.

Posterior a la carta de CFK y mientras se cierra este artículo, el gobierno negocia con el FMI un préstamo de facilidades extendidas que, a cambio de un mayor plazo en la devolución de la deuda, le permite al organismo exigir “reformas estructurales” y una mayor injerencia en la economía. Casualmente, la misma semana que se anunciaba esta orientación se mandaba al Congreso la nueva fórmula de movilidad jubilatoria, que ratifica una nueva confiscación a los históricamente confiscados haberes jubilatorios.

En el mismo texto, CFK hace referencia a la “economía bimonetaria” como el “gran problema”, que trascendió a los distintos gobiernos y, por lo tanto, deducimos, quiere señalar que no pudo ser superado mediante las distintas políticas que intentaron esos distintos gobiernos. Cristina pretende encontrar un problema que nos afecta a “todos” (sin distinción de alineamientos políticos y hasta de clase, según ella, es transversal ya que todos buscan dolarizarse) como fundamento “objetivo” para su llamado a la “unidad nacional”.

Un análisis más riguroso debería desentrañar los fundamentos históricos y materiales de los cuales el llamado “bimonetarismo” es un síntoma, importante, por supuesto, pero que no se puede superar sin cuestionar y atacar esos fundamentos.

Sería erróneo, en este contexto, disociar la volatilidad del peso y las recurrentes crisis económicas del saqueo que implica la deuda externa, un yugo con el que el imperialismo controla los hilos de la economía mundial. Argentina es uno de los países que más veces ha entrado en default, generando una mayor concentración de capitales y una pauperización generalizada de las masas. Se reproduce una dinámica perversa de endeudamiento y fuga de capitales que, a su vez, debe ser explicada en sus bases materiales, y no simplemente en una “deformación cultural” como pretende Cristina.

Retomamos aquí la Resolución Política del XXVII Congreso del Partido Obrero, de octubre de este año, que coloca una consigna que impugna no sólo a uno u otro gobierno, sino al conjunto del régimen político que gobierna nuestro país. Un régimen de hambre y saqueo, que se va degradando y deteriorando con el tiempo. Aunque algunos le imputen la responsabilidad de este fenómeno al peronismo y otros complementariamente al neoliberalismo, la realidad es que lo que viene fracasando es el régimen político que representa los intereses de conjunto de la clase capitalista del país, con el peculiar entrelazamiento entre sus componentes nativos y las diversas fracciones de los monopolios extranjeros.

http://revistaedm.tk/edm/56/abajo-el-regimen-de-hambre-y-saqueo/

Los albores de la burguesía nacional

Desde la propia constitución del Estado nacional en la segunda mitad del siglo XIX, nuestro país se incorporó al mercado mundial como un productor de materias primas, demandadas principalmente por Inglaterra. La fertilidad del suelo argentino despertó el interés de capitales extranjeros en la etapa en que el mundo comenzaba a ser repartido por las principales potencias capitalistas que pretendían asegurarse el abastecimiento de las materias primas. Los ingleses, con una economía complementaria a la argentina, invirtieron en las ramas que le aseguraban ese abastecimiento. Ferrocarriles, puertos, frigoríficos, molinos, servicios públicos, fueron las más destacadas. Inglaterra era también la principal proveedora de bienes importados. Los capitales locales, a diferencia de los de la mayoría de los países centrales, nacieron y crecieron al calor del mercado generado por estas inversiones y no enfrentados al capital extranjero, disputando un lugar.

Argentina pasó a ser en ese período un “modelo” de país dependiente, que Lenin en su obra El imperialismo, fase superior del capitalismo utilizó como ejemplo: “Esta época no sólo se caracteriza por la existencia de dos grandes grupos de países (los colonizadores y los colonizados), sino también por las formas variadas de países dependientes que, aunque gozan formalmente de independencia política, en la práctica están atrapados en las redes de la dependencia financiera y diplomática. Ya nos hemos referido antes a una de estas formas, la semicolonia. Un ejemplo de otra es Argentina. ‘América del Sur, sobre todo Argentina –dice Schulze-Gaevernitz en su obra sobre el imperialismo británico–, es tan dependiente financieramente de Londres, que casi debe ser considerada como una colonia comercial inglesa’” (Lenin, 2009).

La estructura economía argentina estuvo marcada ya, desde ese período, por la competitividad internacional de la producción agropecuaria y la baja productividad de la industria. La formación del proletariado a escala nacional también tuvo sus particularidades, dado que la clase campesina que podía proletarizarse era insuficiente para la demanda de trabajadores de ese período. El proletariado argentino se formó mayoritariamente a partir de la inmigración europea con todo lo que eso conlleva, se importa la mano de obra trayendo consigo la experiencia política y sindical que permitió la constitución de un proletariado particularmente combativo y politizado desde fines del siglo XIX.

Son todas esas condiciones las que explican que Argentina haya sido el primer país de Latinoamérica en acceder a ciertas adquisiciones propias del desarrollo, aunque como engranaje dependiente del capital internacional. Su instalación como proveedor de materias primas dio lugar al mito fundante del “granero del mundo”, que hoy es evocado por algunos sectores como el “paraíso perdido” al cual deberíamos volver.

La relación entre la burguesía nacional y la burguesía extranjera va a recorrer la totalidad de la historia del país hasta nuestros días. El “cipayismo” que se le adjudica a la clase capitalista argentina es propio de su fundación, no en competencia con el capital extranjero, sino como su apéndice.

Según documentó Milcíades Peña, la burguesía industrial argentina es, en gran medida, un desprendimiento de la burguesía agraria, que buscó un nuevo ámbito para capitalizar sus ganancias. Una burguesía agraria terrateniente con un alto grado de concentración. En ese sentido considera que no se forjó disputando un lugar con los capitales agrarios ni extranjeros, sino que se acomodó desde sus orígenes a las necesidades de ambos (estrechamente vinculados). El atraso argentino fue su escenario y a él se adaptó.

La primera guerra y especialmente la quiebra mundial del ’29 con la depresión que inicia tuvieron un fuerte impacto en toda la estructura social del país. La burguesía agraria y los intereses ligados a los ingleses impulsaron el pacto Roca-Runciman en la década del ’30 (década infame), que pretendía mantener los vínculos de dependencia del imperialismo inglés a cambio de enormes prerrogativas para sus capitales.

Pero el mundo ya no era el mismo. Los capitales europeos, incluidos los ingleses, refluían en el mundo y se afirmaban Estados Unidos como potencia mundial. Pero Argentina no era complementaria con Estados Unidos. Por el contrario, ambos eran exportadores de carnes y cereales. El acuerdo Roca-Runciman se parecía más al último manotón del que se va a ahogar.

El pasaje al modelo de industrialización por sustitución de importaciones se corresponde con esta retracción de capitales extranjeros y se basó en el desarrollo de la industria liviana que producía bienes de consumo masivo para un mercado interno altamente protegido (Cantamutto y Schorr, 2016). Esta industrialización fue muy estrecha, llevándose a cabo con la tecnología instalada por los viejos capitales que habían abandonado el país. Eso llevó a que menos de dos décadas después del ingreso a la Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI), esa etapa se encontrara con enormes dificultades y el agotamiento resultante de la falta de inversión moderna con las que habían sido encaradas.

El resultado de la segunda contienda bélica mundial dejó a Estados Unidos como la primera potencia capitalista mundial. Envalentonada, se dispuso a completar su dominio sobre América Latina, sumando a su patio trasero países donde no había penetrado, tanto en comparación con América central y el Caribe como Argentina, Chile y Uruguay.

El capital norteamericano se expandió por toda la región incorporando nuevas ramas e involucrándose en la apropiación de los recursos naturales de esos países. Un nuevo protagonista del colonialismo había nacido. Sirven para ilustrar el cambio de “dueño” de la economía nacional dos hitos del peronismo: primero, la compra de los ferrocarriles a Inglaterra en sus primeros años de gobierno con los fondos superavitarios por los abastecimientos durante la guerra, que Inglaterra era incapaz de pagar y que fueron utilizados para compensar dicha “compra”. Y hacia 1953-4, recibiendo al hermano del presidente Eisenhower e intentando una asociación en la explotación petrolera con California Standard Oil.

Del supuesto desarrollismo a nuestros días

Con el golpe “libertador” del ’55 era esperable una orientación más abierta hacia Estados Unidos, la nueva potencia dominante que la que había insinuado tibiamente Perón poco antes del golpe. Lo interesante es que fue Frondizi, el presidente que subió con los votos peronistas (y también del PC y del morenismo), el que llevó adelante esa orientación. Acuerdo con el FMI, Alsogaray de ministro de Economía, “inviernos” que pasar en medio de ajustes fondomonetaristas y facilidades de todo tipo para la entrada de capitales extranjeros, especialmente norteamericanos, en la industria automotriz y otras. La entrega del petróleo con contratos de concesión a empresas extranjeras fue la nota destacada, como los comienzos de privatizaciones en transporte y otros rubros. Las empresas estatales de servicios públicos comienzan a firmar contratos con empresas privadas que convierten a las empresas públicas en entes recaudadores para los monopolios privados. Se acentúa la decadencia de la red ferroviaria que ya estaba obsoleta cuando la “compró” Perón y se achican talleres dando la tarea a privados. Comienza la “patria contratista”.

Identificar esta etapa como “desarrollista”, como todavía siguen haciendo la mayoría de los voceros patronales de todos los colores, muestra a las claras los límites insuperables de la clase capitalista local, ya no para consumar sino siquiera para imaginar una perspectiva autónoma.

Con Krieger Vasena, ministro estrella del gobierno de Onganía, se aplican retenciones a las exportaciones agrarias, luego de una devaluación que le permitiese generar un colchón a los exportadores. Pero también comienza otra etapa de extranjerización de la economía, donde el protagonismo no fue de nuevas inversiones extranjeras sino de la compra por monopolios extranjeros de las empresas nacionales. La industria del cigarrillo fue solo un ejemplo. De casi una decena de empresas locales, dos monopolios extranjeros se quedaron con todo. También ocurrió en la industria autopartista y otras.

La burguesía industrial buscaba el apoyo del Estado al que le demandaba políticas de promoción industrial y protección para compensar su atraso respecto del capital extranjero que operaba en el país, por un lado, y de la competencia con el exterior, por otro. Esta dependencia del Estado pasó a ser un rasgo saliente de la burguesía nacional hasta la actualidad, en que sigue reclamando subsidios, exenciones impositivas y negociados con la obra pública. La patria contratista, nacida bajo el “desarrollismo”, sigue vivita y coleando.

De ahí que no sea apropiada la acusación que el periodista Alfredo Zaiat y luego CFK realizaran recientemente a la burguesía nacional por seguir una política “neoliberal”. La burguesía argentina, producto de su debilidad estructural, no fue partidaria -más allá de alguna fracción en particular- de una apertura indiscriminada del mercado porque eso la condena a su desaparición. El programa económico levantado históricamente por la UIA combina transferencias estatales y recursos de tipo proteccionista que le permitan sobrevivir a pesar de su productividad menor a la competencia extranjera. Al mismo tiempo, el retroceso de la industria nacional somete a sus gobiernos a una contradicción: el tipo de cambio alto les permite una mayor protección para colocar sus mercancías en el mercado interno, pero encarece la compra de maquinarias e insumos que necesitan para producir y modernizarse.

Durante todo este período se aplicaron distintas políticas para intentar por la vía de las retenciones o medidas afines redirigir una parte de la renta del suelo hacia la industria. Es decir, el Estado cobraba un impuesto a las exportaciones y con esa recaudación financiaba parte de los subsidios a la burguesía industrial. Esto solo era posible en períodos de altos precios internacionales de las materias primas o con cosechas abundantes, de lo contrario sucedía lo que a Perón con el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), que comenzó apropiándose de parte de la renta agraria para terminar subsidiando al campo. Como se ve, la burguesía argentina fue perdiendo peso cada vez más acentuadamente en el mercado mundial.

En el cuadro internacional, la crisis de la década del ’70 marcaría el fin de la recuperación de la segunda postguerra y el capitalismo ingresaría, a escala mundial, a una fase de financiarización extrema, donde la liquidez, la liberación de los flujos de capitales marcarían la nueva tónica. A nivel nacional se desarrollarían nuevos ciclos de endeudamiento y fuga de capitales que van degradando el cuadro social general.

El ingreso de capital líquido que viene a hacer diferencias y fugar impulsada bajo Videla y Martínez de Hoz va a marcar todo el período y va asociada a una marcada extranjerización de todo el sistema financiero y de la nueva ley de entidades financieras, que continúa hasta la actualidad (con “década ganada” incluida). A falta de oportunidades de inversión lucrativa, se promueve el ingreso de capital “golondrina”, con los riesgos y complicaciones que esto implica con un sistema bancario en manos de pulpos extranjeros.

El menemismo, que debutó con la confiscación de ahorros del plan Bonex de 1991, con la convertibilidad generó un seguro de cambio gratuito para esos capitales “golondrina” (incluidos los de los propios burgueses nativos), que luego llevaron hacia el corralito, el default y la enorme confiscación de 2001-2002. Todo eso apoyado en la liquidación a precios de remate de las empresas de servicios públicos, de Somisa. La completa destrucción del sistema ferroviario en ese período colocó una piedra más en la decadencia del sistema productivo, encareciendo todos los fletes internos.

La devaluación de 2002 generó un abaratamiento inédito del valor de la fuerza de trabajo medido en dólares, colaborando con el aumento de la tasa de ganancia capitalista que duró un corto período y que explica también la precaria recuperación de la economía argentina en ese período. Sin embargo, mientras la industria crecía sobre la base de la capacidad instalada sin dejar de ser deficitaria en casi ningún momento (la industria automotriz importa más de lo que exporta), el agro continuaba siendo prácticamente la única industria competitiva internacionalmente que existía en Argentina de la mano de la sojización del campo argentino. De ahí que es la industria que más exporta y que desarrolló una plataforma de exportación como es el complejo portuario del Cordón de Rosario.

La minería, nacida bajo el menemato y promovida con todo bajo el kirchnerismo (y el macrismo), es otra fuente de ingresos de divisas. Pero está completamente en manos de los pulpos extranjeros, que dejan migajas aprovechando la enorme renta minera disponible en el país a partir de que son yacimientos muy productivos a escala internacional, con lo cual las ganancias de los pulpos remitidas a sus casas matrices actúan como un contrapeso al ingreso de divisas.

A modo de una primera conclusión podemos afirmar que la burguesía argentina llegó temprano a algunos aspectos del desarrollo capitalista como país dependiente del imperialismo inglés, pero a partir de la crisis del ’30 viene bajando peldaño tras peldaño en su caída, liquidando las joyas de la abuela, el sistema ferroviario, y facilitando los negocios financieros de corto plazo, entregando el sistema financiero a la banca extranjera.

A lo largo de su historia se probó como una clase social vinculada con la explotación y transformación de recursos naturales, asociada al capital agrario y al capital extranjero, del cual nunca se pudo independizar. Los últimos años estuvieron marcados por el incremento de la destrucción del medioambiente y el deterioro de la infraestructura de los períodos previos como la única forma de acceder a divisas, que se utilizaron para financiar la fuga y el endeudamiento.

Los problemas de la extranjerización

A lo largo de las últimas tres décadas se asentó y profundizó una tendencia por parte de la burguesía argentina de vender sus empresas a capitales extranjeros o, en su defecto, una asociación por la vía de la venta de acciones o parte de su patrimonio, dejando empresas mixtas, que combinan capitales nacionales y foráneos. Marcar este fenómeno y analizarlo es de gran importancia.

La etapa abierta a principios de la década del ’70, que citamos previamente, estuvo marcada por el fin de la convertibilidad dólar-oro y una liquidez inédita como resultado del aumento del petróleo y el surgimiento de los petrodólares. Otras transformaciones internacionales son nuevos desplazamientos de capitales y la descentralización de la producción a mayor escala; lo que impresionaba a los apologistas del capital de la globalización no era otra cosa que la deslocalización, aprovechando la mano de obra barata en algunos casos y los beneficios impositivos o tecnológicos en otros.

Martín Schorr y Daniel Azpiazu documentan en un detallado trabajo, titulado “Concentración y extranjerización en la posconvertibilidad”, un aumento permanente en el peso que las corporaciones extranjeras tienen en la producción nacional y en valor bruto de producción. Por supuesto que este fenómeno no es exclusivo de Argentina, sino que se da en el conjunto de los países periféricos, aunque con diversas características.

Los datos aportados por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) son cuanto menos concluyentes: el stock de inversión extranjera directa como porcentaje del PBI para América del sur más que se triplicó entre los años 1990 y 2006. Una actualización de esos datos muestra la profundización de la tendencia, dado que, mientras que en 2006 la Inversión Extranjera Directa (IED) sudamericana era de 490.788 millones de dólares, en 2019 ese número ascendía a 1.398.849 millones.

Las cuentas nacionales indican que posterior a la crisis de 2001 y la devaluación de 2002 hubo un aumento significativo de la extranjerización, que se mantuvo vigente e incluso se incrementó levemente hasta los últimos datos disponibles, superando el 75% del valor bruto de producción. El capital extranjero en Argentina concentra más del 78% de las exportaciones, lo cual tiene un impacto importante en materia cambiaria, dado que es una vía en los hechos insustituible de ingreso de divisas. Si le agregamos la extranjerización del sistema bancario, especialmente impulsada a partir de Martínez de Hoz, tendremos el círculo cerrado de fuga de divisas.

“El rendimiento productivo promedio de los asalariados empleados en las empresas extranjeras fue casi un 85 por ciento superior que el de las asociaciones y 3,3 veces más alto que el registrado en las empresas nacionales. Este hecho pone en evidencia la debilidad relativa, en términos de competitividad, de las empresas nacionales -aún de las grandes- frente a sus pares foráneas” (Wainer y Schorr, 2014).

El debilitamiento de la burguesía nacional no debe llevarnos a suponer que los capitales extranjeros que intervienen en el país trajeron el progreso ni la productividad a nuestro suelo. El capital foráneo se montó sobre la chatura de la burguesía argentina e incluso cuando compró las empresas más grandes del país no incorporó un salto tecnológico.

La primera oleada de extranjerización en el país era, en general, con socios nacionales, luego estos se fueron desprendiendo de sus activos y buscaban la manera de colocarlos en el extranjero. Los censos económicos son muy elocuentes al respecto: entre 1989 y 1991 se produce un estancamiento en las cantidades de patrones -es decir, de empresas. De 1991 en adelante hay una caída, reafirmando la tendencia a la centralización del capital y a la proletarización de capas de la pequeño-burguesía.

En estas últimas décadas también llegaron capitales brasileños (cemento, frigoríficos, entre otros) y chilenos (supermercados, grandes tiendas). En los últimos años llegaron capitales chinos a ramas enfocadas en los recursos naturales. Le compraron a Barrick el 50% de la mina de oro en San Juan, son socios de Bulgheroni en Pan American Energy, la principal empresa petrolera privada del país. La empresa china líder mundial en la comercialización de granos y soja (Cofco) compró Nidera y Nobel, y pasó a compartir el podio junto a las norteamericanas Cargill, Bunge y ADM, y la europea Dreyfus.

Como se ve, hay dos procesos que van de la mano. El primero es una concentración cada vez mayor del capital, que si bien también es un fenómeno mundial se ve particularmente exacerbada en Argentina, probablemente como consecuencia de las recurrentes crisis que erosionan la sostenibilidad de la pequeña empresa. En segundo término, el desembarco de capitales extranjeros que supieron montarse sobre esa concentración para dar un nuevo salto comprando las principales empresas de cada rama.

Hay dos factores que debemos tener en cuenta como resultado del proceso de concentración y extranjerización. El primero es vincular la concentración a un fenómeno también sintomático y “transversal” a los distintos gobiernos, como es la inflación. La tendencia a la formación de oligopolios en la economía argentina les da a esas empresas la capacidad de determinar los precios y así garantizarse una rentabilidad extraordinaria.

El segundo es de tipo cambiario, así como las empresas extranjeras son las principales exportadoras y proveedoras de materias primas, también son las principales demandantes de divisas, ya sea por el lado de las importaciones como de la remisión de utilidades o de pago de deudas con las casas matrices. El BCRA, en un informe reciente, planteó que durante el período 2015-2019 se fugaron 86.000 millones de dólares y que “apenas el 1% de las empresas que resultaron compradoras netas adquirió 41.124 millones de dólares en concepto de formación de activos externos y, en el caso de las personas humanas tan sólo el 1% de los compradores acumuló 16.200 millones de dólares en compras netas durante el período”.

Fuga, deuda y parasitismo

La fuga de capitales es una práctica común a toda la burguesía que opera en Argentina, tanto la burguesía nacional como la burguesía foránea, y consiste en el retiro de los flujos de capitales del sistema argentino, sin importar si los activos (usualmente dólares), tendrán como destino una cuenta en el extranjero o una caja de seguridad. La diferencia obvia entre los capitales de distinto origen es que mientras las empresas extranjeras tienen sus casas matrices fuera del país, y con la remisión de utilidades, una “coartada” que las empresas nacionales no. Lo que ambas utilizan son los autopréstamos o préstamos fraguados, en los cuales la banca extranjera juega un papel importante para justificar la salida de divisas. El atraso argentino, la precariedad de su desarrollo industrial y la falta de oportunidades de inversiones rentables alimentan la fuga que, a su vez, impacta retroalimentando el atraso y la decadencia.

Este fenómeno es también uno de los que explica que la acumulación del capital en Argentina haya sido tan deficiente y que la reproducción del capital no se corresponda con la escala del mercado interno, ni de la ganancia y la rentabilidad que obtienen las empresas en el país. Dicho de otro modo, si de forma sistemática la burguesía en lugar de reinvertir el rédito obtenido en la producción, la fuga, entonces, el esquema de reproducción del capital en nuestro país no amplía su tamaño, como sería necesario para darle otro nivel de productividad. La tan mentada competitividad que la burguesía nacional le reclama a los distintos gobiernos por el abaratamiento del “costo laboral” a través de una reforma laboral o una devaluación tiene su contracara en una clase social que ha evitado a toda costa mantener su ganancia dentro de la frontera del país.

Este mecanismo se ha incrementado significativamente en las últimas décadas, particularmente desde la última dictadura militar y, luego, como ocurre con otras cuestiones, se mantuvieron durante la democracia con un nuevo salto a partir del menemismo y sostenidas a partir de entonces. La fuga es, al mismo tiempo, la demanda permanente de divisas, la tendencia a deshacerse de las ganancias en moneda local y, por lo tanto, una presión sobre el mercado cambiario. Lo mismo ocurre con la venta de las empresas y las acciones argentinas que hemos analizado previamente, las cuales no han sido depositadas mayormente en el sistema bancario argentino, sino que han contribuido a la formación de activos externos.

Como se ve, la fuga tiene un componente económico y otro financiero. Sobre esta última arista es importante marcar nuevamente que la caída de la tasa de ganancia busca ser compensada en todo el mundo por medio de la valorización financiera. Esto ha derivado en toda clase de instrumentos especulativos que forman burbujas, generando ganancias extraordinarias hasta que de un momento a otro se pinchan, demostrando la vigencia de la ley del valor. Lo concreto es que en la etapa imperialista anida tanto la formación de los oligopolios -producto de la tendencia a la concentración y a la centralización del capital -como el desarrollo del capital financiero-, ambos elementos muy presentes en la economía argentina, que fomentan constantemente la fuga de capitales.

A pesar de lo nocivo que resulta para el desarrollo capitalista del país, el mapa no se completa sin la otra cara de la moneda: el endeudamiento externo. La región entera y Argentina particularmente han sufrido el saqueo y la opresión imperialista bajo la forma de deuda, las renegociaciones, las condiciones impuestas por los acreedores como un círculo vicioso, a través del cual se impone la política económica de los gobiernos que está siempre regida por los pagos religiosos a los usureros. Una parte importante de los acreedores de la deuda argentina son los propios fugadores, que luego retornan su ganancia de esta manera -o bajo los blanqueos con los que también buscan financiarse todos los gobiernos, sin investigar nunca los orígenes que dieron lugar a esos fondos. Argentina es un país que cada diez años aproximadamente se ve obligado a reestructurar su deuda, que aumenta gobierno tras gobierno. La deuda, en muchos casos, ha servido para financiar la fuga, dado que el Estado emite obligaciones a cambio de dólares que luego provee a quienes lo demandan en el mercado local. De ahí también la sentencia de la deuda argentina como una deuda parasitaria, que no fue utilizada para el desarrollo de la infraestructura ni las necesidades de las masas, sino que cumple la función de financiar a los capitalistas que la depositan en el extranjero o en compras de activos en el extranjero.

Es una cuestión difícil de subestimar si tenemos en cuenta que solamente durante el mandato de CFK la cifra fue de 70.000 millones de dólares fugados y durante el gobierno de Mauricio Macri, la friolera de 86.000 millones de dólares. Mención aparte merece la convertibilidad, que si por algo se destacó fue justamente por haber jugado como un seguro de cambio para los fugadores, que se dolarizaban con facilidades inéditas y podían salir cuando quisieran. Insistimos: la dictadura dictaminó una ley de entidades financieras que sigue vigente hasta la actualidad, allí se sientan las bases para facilitar todo el proceso que deriva en la fuga de capitales.

Con el comienzo de la última dictadura militar se procesaría un nuevo giro en la burguesía nacional, ingresando en su etapa más parasitaria, que continúa hasta la actualidad. Entre muchos otros hitos que componen la estrecha relación entre los popes de la burguesía nativa y los genocidas, el más significativo es probablemente la estatización de la deuda privada en 1982, una política extrema que buscó (y consiguió) que los trabajadores carguen hasta el día de hoy con el peso muerto de las deudas generadas por la fuga de capitales.

La democracia avaló esta política a partir del reconocimiento de este y otros fraudes que se perpetraron con la deuda pública. De hecho, profundizó y continuó el camino trazado por la dictadura que multiplicó por siete el peso del endeudamiento externo en igual cantidad de años. El Plan Brady, el Plan Bonex y la venta de las empresas estatales, tomando a cambio títulos de deuda sobrevaluados, marcaron nuevos capítulos de una nefasta historia que encuentra en cada década un default o una reestructuración forzada.

Puede que el carácter limitado o contenido de ese default -es decir, de esa quiebra o convocatoria de acreedores- sea lo que explique la recurrencia de ese mismo fenómeno que aparece cada vez más potenciado. Es que los default son, por un lado, la expresión de un régimen que no es capaz de autosustentarse pero, al mismo tiempo, habla de lo incompleto de ese proceso de liquidación, es decir que contiene una quiebra más grande de la que finalmente se produce y cuyas consecuencias se descargan enteramente sobre los hombros de la clase obrera, como probaremos a la brevedad.

Durante el kirchnerismo, el mecanismo estuvo recubierto por un “relato” en torno del “desendeudamiento”, que no era otra cosa que pagar deuda externa con los fondos de la Anses y del BCRA, dejando a cambio un título de deuda pública. Se operó un vaciamiento de estas cajas -ninguna de las cuales le pertenecen al gobierno-, generando nuevos desequilibrios cambiarios y sobre todo dilapidando el patrimonio de los trabajadores activos y pasivos, que cobraron salarios de miseria a lo largo de todo el período.

La experiencia macrista fue más nítida al respecto. Durante el gobierno de Cambiemos se vivieron dos etapas muy marcadas: la primera, de un fuerte ingreso de capitales especulativos entre diciembre de 2015 y principios de 2018, donde ocho de cada 10 dólares fueron para deuda o capitales especulativos. Argentina, tanto a nivel gubernamental como empresarial, fue el mayor emisor de deuda en el mundo. La segunda etapa fue a partir de 2018, cuando una reversión de los flujos de capitales dejó al macrismo incapacitado de afrontar los vencimientos y se produjo la corrida cambiaria que terminó con la vuelta al Fondo Monetario. Los 86.000 millones de dólares fugados se repartieron a lo largo de ambos períodos, llegando al extremo de que el Fondo violase sus propios estatutos, permitiendo que se utilicen sus préstamos para enfrentar una corrida o más claramente vender dólares baratos.

La fuga es una causa importante de las tensiones cambiarias que los economistas heterodoxos llaman “restricción externa”. Lo que se esconde detrás de ese concepto es una clase dominante que constantemente opera contra el desarrollo del país y que fue incapaz de consolidar su propia moneda. Al mismo tiempo, la falta de oportunidades lucrativas a la escala buscada -es decir, la incapacidad del capital para valorizarse por las vías productivas dentro del país- atentó contra la fortaleza de la moneda. Es por esto que el peso no actúa como reserva de valor, porque los capitalistas fugan su patrimonio y, al mismo tiempo, los capitalistas fugan su patrimonio porque el peso no actúa como reserva de valor.

http://revistaedm.tk/edm/38/neoliberalismo-antineoliberalismo-y-crisis-el-caso-argentino/

Las penas son de nosotros…

Semejante derrotero hasta aquí descripto habla a las claras del fracaso de toda la burguesía en la tarea de la acumulación capitalista en el territorio nacional. La manifestación monetaria del problema no puede obnubilar la repercusión que este tiene sobre las condiciones de vida de la clase obrera, que viene sufriendo un deterioro significativo en las últimas décadas.

No es el objetivo del artículo analizar los vaivenes de la lucha de clases a lo largo de la historia argentina, sino marcar hasta qué punto la estrategia de los capitalistas para obtener una mayor rentabilidad se basa en la pauperización de los explotados y, yendo un poco más a fondo, como se niega sistemáticamente una evolución progresiva para la mayoría de la población argentina, una demostración de la declinación histórica del capitalismo como modo de producción. Esta realidad se ve ilustrada en que en las últimas décadas cada generación vive peor que la anterior, en que los jóvenes son un sector con enormes problemas para conseguir trabajo, que cuando lo consiguen son en condiciones precarias y que les es negado de forma sistemática el acceso a la vivienda. Si eso no es deterioro, ¿qué es?

Existe una cantidad y variedad abrumadora de documentación y análisis al respecto, que merecerían un artículo en sí mismo. La dinámica general se repite a la hora de analizar tanto el salario real como la pobreza y la indigencia, a saber: desde mediados de la década del ’70 se verifica una fuerte tendencia al empeoramiento de las distintas variables, que cíclicamente muestran alguna recomposición, pero menor a lo que había antes de la caída. La post convertibilidad se ubica perfectamente en esta misma lógica, con un marcado primer rebote posterior a los peores registros de la historia argentina, pero que estuvieron -incluso en su mejor momento- lejos de cualquier similitud con la situación previa a la dictadura, e incluso basaron su despunte principalmente en esas condiciones de altísimo desempleo en la clase obrera argentina que contaba con los salarios más bajos en dólares, jamás conocidos en este país.

El salario real, el poder adquisitivo del salario, mide las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo y será un elemento clave (aunque no el único) para medir la capacidad que ha tenido la burguesía para descargar sobre la espalda de los trabajadores su incompetencia y minusvalía para desarrollar al país.

Tomando como referencia 1974, que fue uno de los momentos del salario real más alto en la historia argentina, debemos mencionar que a partir de la dictadura militar se fueron perforando nuevos pisos, aumentando de forma intermitente los niveles de pobreza e indigencia, pero sin una recuperación que permitiera en ningún momento volver a los índices previos a la dictadura.

Según Graña y Kennedy (2010), para 1977 el deterioro del salario real resultó del 41% respecto del de 1974: “llevando a representar un 77% del vigente en 1970. Este nivel del salario real, lejos de constituir un mínimo histórico, se constituyó en uno al que se retorna recurrentemente en los momentos más críticos del proceso económico nacional desde entonces (1982, 1989 y 2002- 2003); en efecto, con el estallido del régimen de convertibilidad, el salario real representaba alrededor del 60% de su nivel vigente en 1970, mientras que en 1977 idéntica comparación arrojaba un 77%. A partir de entonces, y como consecuencia de la brusca devaluación que marcó el fin de la convertibilidad, el salario real alcanzó hacia 2002-2003 su mínimo histórico”.

En líneas generales se verifica que, más allá de las características de la industrialización analizadas previamente, se vivió hasta el año 1975 un aumento de los niveles de empleo y un ejército industrial de reserva no muy numeroso, lo cual colaboraba (sumado a la presencia del clasismo) con el aumento del poder adquisitivo del salario. Las transformaciones en la forma de la acumulación capitalista en el país llevaron a una creciente desindustrialización que repercutió (entre muchos otros factores) en un aumento del desempleo, la pérdida de diversas conquistas obtenidas por la clase obrera en el período anterior y fundamentalmente en una precarización laboral que empezó a producir una heterogeneidad al interior de la clase obrera inédita hasta entonces. El menemismo, con su secuela de desindustrialización y cierre de empresas -especialmente YPF y ferrocarriles-, generó un salto en la desocupación que dio nacimiento al movimiento piquetero.

El aumento de la desocupación y de la subocupación como tendencia general repercutió en una caída de la calidad del empleo. Esto se refleja no solo en el promedio del ingreso sino también en un crecimiento notorio de la informalidad (que no disminuye ni siquiera en los momentos de relativa recuperación) y en el aumento de la tercerización y los contratos basura, sin obra social ni aportes jubilatorios.

Según los investigadores Kennedy, Graña, Koslosvky et al “es posible sostener que desde mediados de la década del setenta la fuerza de trabajo se vende por debajo de su valor, constituyéndose así en una fuente adicional de compensación del rezago productivo de la economía nacional. Esta profunda transformación no implica en sí misma un cambio en la especificidad de la acumulación de capital en Argentina, en tanto el mismo no se constituyó en una plataforma de exportación de bienes industriales con base en el bajo salario”.

Si bien, como analizamos con otros fenómenos, no son particulares de nuestro país, sirve la comparación de la evolución del salario real en Argentina respecto de otros países en donde el salario real argentino pasó a ser en 2013 alrededor del 35% del estadounidense, cuando llegó a prácticamente duplicar ese registro a comienzos de la década del ’70, la situación se agrava incluso si tenemos en cuenta que ese año fue un pico relativo a partir del cual el salario real cayó de forma sostenida.

El coeficiente de Gini, que mide la desigualdad al interior de la sociedad, creció de forma sostenida durante todo el período posterior a la dictadura y, al igual que la mayoría de los indicadores, atravesó una pequeña mejoría posterior al pico de desigualdad de 2003. Esta disminución durante los primeros años del kirchnerismo fue meramente transitoria. Lo mismo pasó con la caída de la pobreza. Ambas crecerían nuevamente hacia el final de sus gobiernos y luego pegarían un nuevo salto con el gobierno de Mauricio Macri.

La post convertibilidad es considerada en diversos análisis como un subperíodo en el cual no se modifica la estructura productiva (ni sus efectos sobre la clase obrera), sino que priman “la continuidad de las tendencias centrales de la evolución de la estructura de clases y de la composición de la clase” (Piva, 2015). Esto es fundamental tenerlo en claro porque se quiere bombardear a los trabajadores con un relato donde se embellece al período kirchnerista sin tener en cuenta las condiciones en las cuales se dio esa recuperación inicial (precio récord de las materias primas, salario real mínimo en dólares) y las limitaciones que tuvo.

La inflación es un recurso fundamental en el proceso de caída de los salarios, jubilaciones y demás ingresos. El incremento de la emisión y las remarcaciones han acompañado toda esta ofensiva sobre las condiciones de vida de las masas. Este fenómeno económico marcó muchos de los últimos gobiernos: desde la salida de la dictadura hasta la hiper hacia finales del gobierno de Alfonsín, el menemismo que la tuvo en sus primeros años (1989-91), solo la evitó después, a costa del desastroso endeudamiento que terminó en el Argentinazo, y desde 2007 fue un problema constante para los gobiernos de CFK y de Macri. Constituye una enorme confiscación a los trabajadores, licúa los salarios e implica una distribución regresiva del ingreso de forma continua. En este sentido, juegan un papel las paritarias a la baja, que son la forma en la cual se va procesando esa caída del salario real y que cuenta con la colaboración de un actor muy importante para entender el deterioro salarial, como es la burocracia sindical. Esto se traduce en que hay cada vez más trabajadores ocupados que no alcanzan los ingresos mínimos para no ser pobres.

Si bien a lo largo de este apartado nos hemos concentrado particularmente en el salario y la pobreza, es necesario tener en cuenta la caída sistemática y creciente de los componentes indirectos del salario, que constituyeron derechos de los trabajadores en las generaciones anteriores. El menemismo, con la provincialización de la salud y la educación públicas, fue liquidando el enorme patrimonio de las etapas previas en términos de salud y educación, que se fueron deteriorando cada vez más. Lo mismo ha ocurrido con el tema de la vivienda. El Estado se ha retirado por completo de toda inversión en viviendas populares y servicios asociados (agua, luz, gas, conectividad). En cualquiera de las variables que consideremos, podremos notar cómo con el correr de los años han ido empeorando, llevando a una pauperización general de las condiciones de vida, de la propia reproducción de la fuerza de trabajo y condenando a millones de trabajadores a condiciones infrahumanas.

Las jubilaciones son un componente del salario diferido y otra muestra de cómo los gobiernos han ido ahondando en su confiscación a los trabajadores pasivos, buscando convertir a la jubilación en una asistencia universal a la vejez y dejándola sin relación alguna con el salario. La apropiación de las cajas jubilatorias y su utilización para cualquier cosa, menos al pago a los jubilados, habla de la quiebra del Estado, que utiliza el salario diferido de los trabajadores para subsidiar al capital o garantizar el pago de la deuda externa.

Conclusión: los auténticos decadentes

El recorrido trazado a lo largo del artículo busca dar cuenta del camino que llevó a la economía argentina a la situación crítica en que se encuentra en la actualidad. Si bien buscamos dejar en claro que hubo crisis en el pasado, el caso argentino ilustra, como pocos, que no estamos ante un ciclo que se repite sino ante un ciclo que se degrada. Cada crisis pone más de manifiesto las miserias de un régimen capitalista en el que la burguesía nacional cumple un rol regresivo.

Habernos concentrado en las peculiaridades del desarrollo del capitalismo en la Argentina no niega ni por un instante que la economía nacional está inscripta en el marco de la crisis mundial capitalista. Lo que no se puede hacer es desconocer estas particularidades o formas concretas que adoptó el capital en el país para limitarnos a categorías de análisis generales. Dicho de otra manera, estas formas concretas son una combinación de distintos rasgos de la economía mundial y, justamente por eso, vale la pena estudiarlos para intervenir en ella.

Lo que se ve es una tendencia parasitaria en el sentido de ir “comiéndose” el patrimonio acumulado en las etapas anteriores. Bajo el menemismo fue la venta de las empresas públicas argentinas en medio de una corrupción enorme vinculada con la reestructuración de la deuda externa. Durante los mandatos kirchneristas, incluso con todas las condiciones de “viento de cola” que se describieron antes, se produjo un vaciamiento de las cajas de la Anses y del BCRA, ya sin las joyas de la abuela, se decidieron a vender hasta sus cenizas.

La pandemia puso de manifiesto el deterioro de toda la estructura social en la cual Argentina marcaba un diferencial respecto de los países vecinos. Se vieron, como nunca antes, las consecuencias de la desinversión en materia de salud, la falta de infraestructura y la existencia de personal ultraexplotado, con salarios de miseria. Desarrollar la tarea titánica de enfrentar una pandemia con estos escasos recursos que el Estado proporciona no podía dejar de tener consecuencias graves tanto para la población como para los pacientes. La centralización del sistema de salud y la triplicación del Presupuesto en esta área es una tarea urgente para disminuir las muertes que no paran de crecer en esta pandemia, que no será la última si tenemos en cuenta la destrucción del medioambiente y la producción capitalista de los alimentos.

Se ve también, con más crudeza que en el pasado, el deterioro de las condiciones edilicias de las escuelas públicas en todo el país que, junto con los salarios miserables que cobra la docencia, constituyen problemas estructurales que atentan contra la educación argentina. Mientras los gobiernos subsidian las escuelas privadas y fomentan una mercantilización de la educación, los índices de deserción aumentan de forma sostenida. La pandemia también sirvió de excusa para que los capitalistas apliquen una reforma laboral de hecho, profundizando los rasgos más explotadores y negreros que describimos a lo largo de la nota. Según el Indec, ya son 3,6 millones los trabajadores que perdieron el empleo, sin contar la suspensiones. Además, como ya dijimos, estamos frente al récord de trabajadores registrados que cobran por debajo de la línea de pobreza, una realidad totalmente intolerable.

Para colmo, al momento de cerrar esta nota, el gobierno de Alberto Fernández empieza a instalar que la renegociación abierta con el FMI puede derivar en un nuevo desembolso del organismo, con el objetivo de aumentar las reservas, que se vienen erosionando de forma permanente desde mayo de 2018, dejando el BCRA más quebrado que antes. Contraer nueva deuda externa afianzaría todavía más la dependencia y, por ende, los condicionamientos que ya existen de parte del Fondo. El Presupuesto que se acaba de votar ajusta a las ya deterioradas masas argentinas, quitándoles la IFE y reduciendo las partidas -en términos reales- de la salud y la educación. 

Las responsabilidades no pueden caer, como buscan intencionadamente algunos, en el “neoliberalismo”, porque tanto sus defensores como los antineoliberales componen este régimen de hambre y saqueo. Todos los gobiernos de las últimas décadas fueron cimentando la crítica situación que vive la enorme mayoría del país. El problema del dólar es, en realidad, el fracaso de la burguesía argentina de poner en pie un régimen donde las condiciones mínimas de reproducción de la clase obrera estén garantizadas.

La burguesía argentina ha ido perdiendo peso de forma ininterrumpida en el mercado mundial, dejando al país como un mero exportador de materias primas o de esas mismas materias primas procesadas en el mejor de los casos. La dependencia respecto del agro y particularmente de la soja habla a las claras de cómo la burguesía se fue cerrando sobre sí misma y solo apunta a una mayor explotación de la clase obrera como forma de supervivencia.

Los default y los índices inflacionarios, que componen rasgos distintivos de la economía argentina respecto de los de la región, no pueden explicarse sin el deterioro del peso como moneda y este sería incomprensible sin el recorrido que hemos hecho a lo largo del artículo. La debilidad del peso, las recurrentes corridas cambiarias y la propia inflación son, como se ha dicho, antes síntomas que causas.

La solución a los problemas económicos y sociales del país no pasa por la contención de la corrida cambiaria o por un mayor o menor estímulo fiscal. Esas son medidas coyunturales, que distan mucho de un programa estratégico de salida de la crisis y de desarrollo del país. Es necesaria la ruptura con el Fondo Monetario, el desconocimiento de la deuda externa y un plan económico integralmente transformador en función de los intereses de las grandes mayorías del país. Eso solo será posible corriendo a un lado a la clase social que ha fracasado en el objetivo de desarrollar al país, y que debe tomar en sus manos la clase obrera.

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