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La presidencia Biden-Harris y la crisis del régimen político norteamericano

La actual crisis capitalista, que tiene su epicentro en Estados Unidos, ha dado lugar a choque de masas y a tensiones políticas que han ido horadando el régimen político de ese país. El triunfo, ajustado y todavía disputado, del Partido Demócrata no va a poder cumplir con su propaganda de “normalización”, recuperando las condiciones políticas de Estados Unidos de hace unas décadas. La historia no da marcha atrás.

La baja participación electoral, la casi imposibilidad de que partidos que no sean el Demócrata y el Republicano accedan a cargos electorales y la estrecha colaboración entre estos partidos de acuerdo con los intereses del gran capital han sido rasgos estructurales del régimen político de Estados Unidos.

Estos rasgos han dominado la vida política del país durante su ascenso como potencia imperialista en las vísperas del siglo XX, su salto a gran potencia en el período entreguerras y su rol hegemónico a partir de la segunda posguerra, y más aún, luego del colapso de la Unión Soviética y su área de influencia y el avance del proceso de restauración capitalista. Este esquema político atravesó grandes irrupciones de masas, como la de 1968, la caída de un gobierno por espionaje interno, como el de Nixon o un magnicidio como el de Kennedy. Pero bajo la actual crisis, la novedad ha sido el vuelco de ambos partidos de Estado a una gran movilización electoral. La participación récord de 160 millones de votantes, con el agregado de ser bajo una pandemia, muestra una situación excepcional. La agitación inédita de un Trump, cuya posibilidad de reelección estaba fuertemente cuestionada por el impacto convergente de la pandemia, la crisis capitalista y una rebelión popular, se enfrentó a un despliegue enorme de recursos del Partido Demócrata, encolumnado detrás de Joe Biden y Kamala Harris, con un despliegue monumental de recursos de Wall Street y las tecnológicas de Sillicon Valley para canalizar y contener la rebelión popular por la vía electoral.

El antecedente de este proceso es el desenlace de la crisis de 2008/2009, nunca plenamente superada. En vez de dar lugar a una depuración del capital y la consiguiente destrucción de fuerzas productivas que posibiliten un nuevo ascenso capitalista, cada potencia puso a su Estado como garante del rescate de gran parte de los bancos y empresas rescatadas. El gobierno norteamericano de Obama-Biden fue líder de esta tendencia. Las enormes frustraciones populares con las condiciones de vida asociadas a este rescate capitalista y con una economía que no volvió a repuntar alimentaron, por un lado, movimientos de lucha de masas que no se veían en décadas, como Occupy Wall Street y Black Lives Matter y, por el otro, generó la base para que Donald Trump, millonario pero “outsider” respecto de los aparatos políticos tradicionales, pudiera captar, primero, la candidatura republicana, y luego la presidencia, con una campaña que combinó el repudio a los políticos de Washington, promesas de proteccionismo industrial y pleno empleo con racismo, machismo y apoyo para los fundamentalistas religiosos. Las encuestas en las elecciones de 2016 mostraban que muchos potenciales votantes de Sanders o no concurrieron o votaron por Trump, mostrando ya entonces la desconfianza de trabajadores golpeados por la crisis hacia la candidatura de la dirección demócrata.

http://revistaedm.tk/edm/55/un-nuevo-escenario-internacional/

El bonapartismo fallido de Trump

Bajo Trump, el “acople” entre la inversión norteamericana y la instalación de una factoría industrial capitalista enorme en China fue reemplazado por una política de proteccionismo, guerra comercial y repatriación de capitales, que sumó un fuerte choque con la Unión Europea, en coincidencia con el proceso del Brexit en Reino Unido.

En el plano interno intentó construir un gobierno de poder personal, de corte bonapartista, apoyado en las fuerzas represivas (en particular los sindicatos policiales), en la agitación reaccionaria en la pequeño burguesía, en toda la constelación de organizaciones racistas, fascistizantes y de fundamentalismo religioso, en los farmers, que recibieron subsidios millonarios, y por otros sectores capitalistas, entre ellos los amenazados por las acciones contra el cambio climático como el petrolero, y por sectores de la clase obrera sindicalizada, seducidos por el relato proteccionista. Otros sectores -por ejemplo, las grandes firmas tecnológicas- chocaron desde un primer momento con su gobierno. La restricción al movimiento internacional de personas y capital afecta los intereses de gigantes como Google, Netflix o Facebook, por ejemplo, impidiendo el acceso a visas de trabajo a técnicos que son reclutados en cualquier país del mundo.

Trump nunca pudo reunir las condiciones para hacer viable e imponer su proyecto bonapartista. Su gobierno sufrió una crisis tras otra. Amplios sectores del Partido Republicano, las fuerzas armadas, el aparato diplomático y de inteligencia rompieron con él con diversos grados de escándalo y publicidad, y trabajaron para desplazarlo. Su gabinete fue una sucesión de renuncias y despidos que no frenó en ningún momento. En las elecciones de medio término, la cámara baja pasó a tener mayoría demócrata.

Las investigaciones y el proceso de impeachment fueron preparando el terreno por parte del Partido Demócrata para llevar adelante un recambio de Trump que no afectara la confluencia bipartidaria. Por eso eligieron como tema para el proceso el uso de la influencia colonial de Estados Unidos en Ucrania para influir en la pelea doméstica como el eje para la acusación. Trump tenía incontables faltas personales y agravios a las masas, que podrían haber habilitado un proceso así. Desde denuncias de abuso sexual, perseguir intereses privados desde su cargo de Estado, evasión de impuestos, al trato inhumano y monstruoso a las familias inmigrantes detenidas en la frontera. El tema de Ucrania, elegido en su momento, cuestionaba otra cosa: la ruptura de los acuerdos bipartidarios para garantizar el manejo conjunto del aparato de Estado y proseguir el rumbo de ofensiva imperialista que tiene sobre todo el eje en la colonización del ex espacio de la Unión Soviética y China. La dirección del Partido Demócrata evitó comprometerse con consignas o reclamos populares que sirvieran para movilizar a sectores masivos y pusiera en riesgo la gobernabilidad de Trump, incluso en sus momentos más oscuros. Por el contrario, nuestro planteo de concentrar a todos los movimientos de lucha detrás de la consigna “Fuera Trump ya!” no solo no se podía confundir con la conducta cómplice y pasiva de los demócratas (como argumentaban algunos izquierdistas, entre ellos los compañeros de Left Voice, organización hermana del PTS), sino que, por el contrario, la acción directa y la agitación de un objetivo político común y centralizado para todo el movimiento de lucha son el opuesto exacto de la orientación de los demócratas[1].

Cuando este año la rebelión popular se extendió en todo el país y Trump amenazó con imponer el orden con las Fuerzas Armadas en las calles, solo para ser desmentido por el alto mando del Pentágono, la decisión del Partido Demócrata ayudó a mantenerlo en el poder. Operaron por dos vías para este objetivo. Por un lado, rechazando cualquier confluencia de todas las luchas en curso en un torrente general y tratando de plantear pequeñas reformas parciales para desviar el movimiento. En la contención jugó un rol crucial la dirección de la central sindical burocrática AFL-CIO, dominada por los demócratas, que se mantuvo en la pasividad total en el contexto de una masacre social inédita. Los procesos de lucha, que de hecho crecieron, lo hicieron contra su dirección. También jugó un rol de contención la izquierda que está dentro del Partido Demócrata, trabajando para instalar las elecciones como único campo de disputa política, al costo de sufrir crisis políticas importantes por su ninguneo de la rebelión popular. Más aún, el Partido Demócrata no sólo no procuró canalizar las movilizaciones contra Trump sino que organizó a la par de éste la represión a las movilizaciones, estado por estado y ciudad por ciudad. Lo hizo con otros discursos y gestos (como la famosa sugerencia de Biden de disparar a los manifestantes a las piernas y no a la cabeza), pero no menos sistemáticamente.

El resultado del gobierno de Trump ha sido insatisfactorio desde el punto de vista de la burguesía imperialista norteamericana. Las peleas comerciales no redundaron en el crecimiento de la participación de Estados Unidos en el Producto Bruto mundial. Las posiciones geopolíticas y militares del país no han mejorado. Tuvo prolongados períodos de amenazas militares con Corea del Norte e Irán, que no lograron mejoras en sus posiciones. El balance de los choques con Irán es ambivalente, apostó a un fuerte alineamiento con Arabia Saudita e Israel, que generó ciertos éxitos, pero perdió presencia con el retiro de sus tropas de Siria y su aislamiento en Irak, con el retiro de tropas aliadas europeas y el pedido del Parlamento de que Estados Unidos retire sus bases. No ha logrado avances significativos en la política de un quiebre del control de Rusia y China sobre sus economías y la posibilidad de una colonización económica directa, que es la gran expectativa del imperialismo norteamericano. Su política en el “patio trasero” latinoamericano tampoco ha tenido avances. No lograron consumar el golpe en Venezuela luego de la promoción internacional del presidente autodesignado Juan Guaidó, y en Bolivia, el golpe consumado a fines de 2019, con apoyo norteamericano, no pudo consolidarse y tuvo que convocar elecciones, en las cuales fueron derrotados.

El desarrollo de la actual recesión, la más severa desde la que comenzó con el crack de 1929, sumado al manejo de la pandemia que transformó a Estados Unidos en el centro de la catástrofe sanitaria y se llevó más de 240 mil vidas, ha deteriorado profundamente todo el cuadro social.

Este declive de la potencia imperialista dominante es el trasfondo de la enorme crisis política actual y de los crecientes choques de la lucha de clases interna del país. La polarización social y política viene creciendo en el país de manera creciente. El reverdecer de la militancia e incluso los procesos huelguísticos son una expresión en un extremo social. La organización creciente de sectores de la pequeño burguesía, sobre todo rural, en movimientos de extrema derecha minoritarios pero armados y peligrosos, es otro. Trump y Bernie Sanders han sido expresiones extrañas a los políticos más tradicionales que se han instalado dentro del sistema político yanqui como fruto de esa polarización y han sido, a sus maneras, un punto de agrupamiento para esos influjos.

Las elecciones 2020 y la tormenta perfecta

Las elecciones se transformaron en un episodio importante de esta crisis. Pero su resultado confirmó lo que veníamos adelantando desde Prensa Obrera: la victoria de Biden, lejos de aportar una salida a esa crisis, como era presentado en el relato de “normalización” conservadora que promovió su campaña, constituye un episodio cuyo alcance y eficacia está aún en veremos[2].

Es en este contexto que, lejos de la “apatía” política fabricada por un régimen que dificulta las condiciones de votación y de presentación electoral, la burguesía trabajó para canalizar mediante la elección las expectativas de las masas, y para eso era necesario movilizarlas para que voten. Esto fue un recurso consciente frente a la rebelión contra el racismo, la militarización de las ciudades y la miseria social, que no fue derrotada y que siguió dando lugar a nuevos estallidos hasta la semana previa a las elecciones.

Los sectores más concentrados del capital, representados por las empresas que cotizan en Wall Street y las grandes tecnológicas que están en Sillicon Valley jugaron muy fuerte por una victoria demócrata como apuesta para poder encarrilar los choques políticos y de clases y evitar que los alcances de la crisis los afecten. Exigieron primero todas las garantías de evitar cualquier influencia izquierdista en un futuro gobierno demócrata. La convención demócrata, donde hablaron muchos más republicanos que demócratas socialistas, cumplió esta función. Pero, sobre todo, el nombramiento de la fórmula Biden-Harris. A un representante de cinco décadas del gran capital y el imperialismo como Biden sumaron a Kamala Harris, una representante del Estado policial de “mano dura”, cuya carrera política fue lanzada por los empresarios de Sillicon Valley y petroleros, y cuyo cuñado es directivo de la precarizadora firma internacional Uber. Una vez que esto estaba resuelto realizaron la inyección de fondos más monstruosa de la historia política de Estados Unidos. Y también tomaron medidas extra-electorales, como la presentación en seguidilla de 3.500 demandas de empresas de todos los rubros y sectores contra el gobierno de Trump por haber visto afectados sus intereses económicos por los aranceles a China y los choques comerciales que esto desencadenó.

Los 160 millones de votantes rompieron todos los récords electorales, con la particularidad de que no solo Biden ha sido el candidato más votado de la historia norteamericana, sino que esta elección de Trump lo coloca como el segundo más votado, superando los votos que le dio el colegio electoral en 2016.

La elección reñida desmintió la suposición general de que una mayor participación aseguraría un tsunami demócrata, ya que estos han ganado el voto general en siete de las últimas ocho elecciones presidenciales. La realidad es que la polarización funcionó a favor de ambos, y allí donde ganaron los republicanos también lo hicieron con más votos y con mayor porcentaje que en elecciones anteriores. Es importante tener en cuenta la votación por Trump de sectores importantes de trabajadores de las zonas afectadas por la crisis que no fueron atraídos a votar por Biden por la desconfianza hacia el aparato demócrata. La imagen de los cuadros de los resultados electorales mostraba la enorme polarización entre regiones enteras y al mismo tiempo dentro de cada Estado, entre áreas rurales y urbanas. Los demócratas conquistaron el premio central, pero de conjunto se acrecentó la situación de un empate general que no pudieron destrabar, y al costo de una inversión de recursos enorme. Joe Biden recaudó más de mil millones de dólares. En todo el proceso electoral, incluidas las primarias, se gastaron más de 14 mil millones de dólares, lo cual equivale al PBI anual de 25 países africanos combinados. Un editorial de The Economist lo comparaba con la batalla del Somme en la Primera Guerra Mundial, donde los Aliados perdieron 3 millones de soldados en meses de peleas de trincheras para avanzar 6 millas[3].

El pantano de Joe

El resultado electoral ha constituido una franca impasse política, que será difícil de manejar para el gobierno de Biden. El primer condicionante de Biden es el desarrollo de la rebelión popular que ha desatado un protagonismo de las masas que pesará sobre el nuevo gobierno. En el plano del Estado y la política capitalista, la victoria ajustada de Biden no le da un manejo fácil del aparato de gobierno.

Los demócratas han aumentado sólo dos bancas en el Senado. Deberían ganar las elecciones complementarias por dos bancas más en Georgia en enero, y recién si lo logran podrían empatar con los republicanos 50 a 50. Georgia es un Estado tradicionalmente republicano, donde Biden estaría ganando con lo justo. Si bien ante un empate de fuerzas en el Senado, el voto que define sería el de la vicepresidenta, es muy difícil que con una mayoría tan justa puedan imponer proyectos del Ejecutivo que no estén consensuados con los republicanos. Los demócratas mantuvieron la mayoría de la cámara baja, pero perdiendo bancas respecto de la elección anterior.

El límite de la votación demócrata, a pesar de enfrentar a un presidente cuya presidencia derrapó en todos los planos posibles, es que queda muy claro para toda la población que no son un vehículo de los intereses y reclamos populares y que no han despertado entusiasmo en las masas que se movilizaron durante el año. Esto, en un país donde ya en julio el New York Times estimaba que 26 millones de personas habían participado en las movilizaciones populares que prosiguieron hasta el día de hoy. Cuando el statu quo se mostró insoportable para las masas, el Partido Demócrata apareció como un mayor defensor del mismo que el propio presidente que se encontraba al frente de la Casa Blanca.

La estrategia publicitaria que pretendió avanzar destacando el apoyo de sectores republicanos a Biden fue un fracaso. Trump tuvo un mayor respaldo de los votantes registrados como republicanos que en 2016, el 93%.

Los plebiscitos locales realizados junto a las elecciones presidenciales merecen ser analizados. Algunos expresaron tendencias a votar de acuerdo con los intereses patronales, como la victoria en California de la continuidad de los choferes de Uber y plataformas de trabajo precarias similares, como tercerizados autónomos y no como empleados, o el rechazo a un impuesto a las grandes fortunas en Illinois. La victoria en Florida de un planteo de salario mínimo de 15 dólares por hora, aunque limitada, muestra, en un Estado que dio una contundente victoria a los republicanos, que existe una tendencia a expresar reclamos obreros en la elección que no es canalizado por las fuerzas políticas que la dominan. Y confirma la evaluación de que muchos votantes preocupados por los intereses de los trabajadores votaron a Trump por desconfianza en la dirección demócrata. Reunió el 61% de los votos en el Estado -o sea que sumó a votantes de ambos candidatos presidenciales. En varios estados fueron aprobadas políticas de despenalización de tenencia de drogas, que recortan la capacidad de acción de las policías contra la juventud.

Habrá que seguir de cerca la evaluación de en qué medida esta crisis ha horadado la confianza de las masas norteamericanas en su sistema político. Han quedado expuestas sus limitaciones como expresión de la voluntad popular, desde la forma de nombrar el presidente mediante el colegio electoral, la representación y el funcionamiento del Senado, de la Corte Suprema, la policía y las fuerzas de seguridad, cuya disolución fue un reclamo de masas, la falta de salud pública y de política ambiental, la relación entre los medios de comunicación y el poder. Pero esto deberá ser confirmado y desenvuelto mediante la agitación política. Ha quedado expuesta la distorsión de la representación directa, que se ejerce por diseño constitucional, y pretende defender el derecho de veto de minorías conservadoras, que es llamada “democracia ejemplar” por quienes han usado el argumento de la democracia para protagonizar intervenciones militares de distinta intensidad en el mundo entero. El surgimiento de una izquierda numerosa, aunque dentro del Partido Demócrata, ha puesto abiertamente en debate el carácter profundamente restrictivo del sistema electoral para la presentación de fuerzas independientes de los dos grandes partidos del capital y esto también deberá ser expuesto mediante una agitación política que enfrente el carácter antidemocrático del régimen político norteamericano. Gran parte de la izquierda ha hecho de la denuncia de las restricciones antidemocráticas del sistema político la coartada de su disolución en el Partido Demócrata. Una adaptación a la política del opresor, que es disimulada con la promesa de preparar una ruptura en un futuro incierto. Ha quedado cuestionado el lugar de “liderazgo internacional” de Estados Unidos como potencia imperialista y los bloques con los que ha ejercido más de medio siglo de dominación, como la Otan.

Está por verse qué paquete de estímulo fiscal podrán negociar, para rescatar quiebras capitalistas y aminorar el impacto social de la crisis entre trabajadores. Los republicanos son partidarios de limitar cualquier nuevo paquete de rescate a 500 mil millones de dólares[4]. Esto es un punto central de las negociaciones de Biden con los republicanos, que seguramente incluirán la composición del gabinete, aunque el jefe de la bancada republicana en la cámara alta, Mitch McConnell, lo haya negado expresamente. La necesidad de negociar con los republicanos será esgrimida para excluir de todos los cargos que necesiten nombramiento del Senado. De todas maneras, cuando las encuestas hablaban de que iba a haber una enorme elección demócrata, Biden estaba estudiando ya dos nombramientos republicanos para conformar su gabinete. Uno, Charlie Dent, es un exlegislador lobbista de las grandes farmacéuticas y empresas de salud privadas. El otro, John Kasich, un exgobernador con un historial de persecución de la organización sindical[5].

Un Senado republicano (o aún empatado) será la justificación de Biden para promover una política de colaboración bipartidaria y patear para adelante toda reforma, aunque sea parcial del sistema político, que hace agua por todos lados. Es casi seguro que serán archivadas todas las propuestas del ala progresista de los demócratas, como nombrar nuevos estados para modificar la composición del Senado, anular el colegio electoral, ampliar la Corte Suprema para desarmar la mayoría conservadora o remover el derecho a veto de minorías en el Senado, que se ejercita mediante el uso de un tiempo sin límite para hablar (filibustering). Biden era el interlocutor cotidiano de McConnell durante sus dos términos de vicepresidente. Han tenido una gran sintonía en negociar recortes impositivos a las grandes fortunas y reducciones de asistencia social y sanitaria.

El metabolismo de la crisis capitalista

La emisión enorme de dólares (y euros) sigue generando una fuga hacia el oro, que superó los 2 mil dólares la onza para luego estacionarse alrededor de los 1.900. Barrick Gold anunció una triplicación de sus ganancias en el tercer trimestre de 2020. Esta tendencia implica como proyección la incertidumbre de que el dólar siga siendo la moneda de reserva y de referencia para el comercio internacional.

El terreno más explosivo al que deberá enfrentarse Biden sin duda es el de la crisis económica y social dentro de los propios Estados Unidos. El economista marxista Michael Roberts marca que el PBI sigue estando 3,5% debajo de los niveles previos a la pandemia y la inversión empresarial está un 5% más abajo. El PBI real de Estados Unidos se habría recuperado a los niveles más bajos de la recesión de 2008-2009.

De los más de 22 millones de empleos que se perdieron entre marzo y abril, solo 11 millones 300 mil se recuperaron, en general en condiciones laborales mucho más precarias. El fracaso de las negociaciones de un nuevo paquete de estímulo fiscal en el Congreso dejó caer la recuperación tan promocionada, que estaba fuertemente sostenida en la emisión monetaria y los subsidios estatales. El agravamiento de la pandemia, con casi 200.000 casos diarios, va a tener graves consecuencias socio-económicas, y la vacuna no está aún a la vuelta de la esquina, como prometía Trump.

El trasfondo de esta dura crisis y el retroceso relativo del imperialismo norteamericano es explicado por Roberts en la profunda caída de la tasa de ganancia de la burguesía norteamericana que, fuera de algunos gigantes del mundo de internet, está, según sus cálculos, en el punto más bajo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. “Fuera de este círculo de privilegiados, las empresas estadounidenses se esfuerzan para poder hacer una ganancia que permita expandir sus inversiones, a pesar de las tasas de intereses que son récord histórico por lo bajas para pedir préstamos para la inversión. Si las tasas de interés empiezan a elevarse en cualquier recuperación, particularmente para las empresas pequeñas y medianas que solo llegan a pagar sus deudas preexistentes (las llamadas empresas zombies), entonces, lejos de una recuperación, puede haber un quiebre financiero[6]”.

“Parece que una segunda ola de despidos está golpeando la economía, quizá por los casos en aumento de coronavirus, pero también puede ser por la incapacidad de muchos negocios para reabrir plenamente y que se están quebrando”, según el economista Chris Rupkey[7]. Los pedidos de seguro de desocupados se mantienen semanalmente por encima de los 750.000. 21,5 millones de estadounidenses cobran alguna forma de subsidio al desempleo, que es temporario. O sea que sin una recuperación que los reabsorba al mercado laboral, esos millones no cobrarán un centavo. En los últimos días se han anunciado 15 mil nuevos despidos en ExxonMobil y 7 mil nuevos en Boeing, que viene de un achique de decenas de miles este año. La mejora del mercado laboral que se quiso mostrar hace unos meses no se consolidó. Los paquetes de subsidio fiscal se han ido agotando y la pandemia sigue afectando el funcionamiento de la economía.

Los incumplimientos de alquileres e hipotecas podrían llegar al medio millón en los próximos meses; según proyecciones, decenas de miles de pedidos de desalojos se procesan en el sistema judicial[8].

Es en este terreno minado que Biden tendrá que definir si impulsa una coalición con McConnell, y si se anima, con ese apoyo a restringir la asistencia a las masas e incluso a sectores menos favorecidos de la clase capitalista y proceder a una destrucción de fuerzas productivas y una depuración de capital sobrante que permita reiniciar el ciclo capitalista de manera vigorosa. Un acuerdo nacional de los dos grandes partidos puede darles la impresión de que tienen el suficiente respaldo para presidir una masacre social sin perder la gobernabilidad. Pero como ha pasado en otros casos, hay que ver si reúne los recursos políticos para llevarlo adelante. Especialmente en el marco de la radicalización de estos años, los crecientes movimientos de lucha, incluidas luchas sindicales y, sobre todo, de la rebelión popular que se desplegó luego del asesinato de George Floyd en mayo. Esto, en caso de llevarse a cabo, puede resultar, por el contrario, en que un sector significativo de las masas rompa de manera permanente con ambos partidos del gran capital, incluidos sectores que en esta votación lo hicieron por Trump. Que la rebelión vuelva a comenzar y sea dirigida contra un cogobierno demócrata-republicano podría abrir la perspectiva de una situación revolucionaria en Estados Unidos.

Es que si el nuevo gobierno se empeña en ese ajuste, haciendo pagar la crisis a los trabajadores y a los sectores más débiles de las capas medias, la consecuencia será una masacre social de gran envergadura. Por el contrario, la única salida progresiva para enfrentar la crisis capitalista implica tomar medidas anticapitalistas. Trump, con toda su verborragia contra las “elites”, no pasó de distribuir los paquetes de rescate del Estado entre los grupos empresarios. La posibilidad de frenar la masacre social y al mismo tiempo recomenzar una dinámica de producción requiere medidas que solo los socialistas estamos decididos a llevar adelante, como el impuesto progresivo a las grandes fortunas, la nacionalización del comercio exterior y la banca. Los hechos pueden llegar a colocar esta perspectiva en la agenda de la movilización popular.

Multilateralismo en épocas del Brexit

Muchos comentaristas señalan que Biden puede tratar de salir del laberinto de la crisis social, política y económica doméstica con un giro a reforzar la intervención internacional. La convención demócrata que nominó a Biden fue una tribuna de arenga por salir a reconquistar agresivamente un lugar más predominante para el imperialismo norteamericano. Siendo, por lejos, la principal potencia militar del mundo, la tentación de una fuga hacia adelante por la vía de alguna aventura militar está presente y podría servir, además, de tapadera frente a un plan de ajuste. Voceros de la industria armamentista han declarado su satisfacción con el ascenso de Biden a la presidencia.

No es claro que Biden retome el camino diplomático para hacer avanzar la restauración capitalista en Cuba. Podemos estar más bien en este terreno frente a una continuidad del endurecimiento del bloqueo de Trump. Frente a Venezuela, Biden es partidario de trabajar por la remoción de Maduro, pero no pareciera que insista con la vía del fallido autoproclamado Guaidó, sino retomar la presión por nuevas elecciones en la línea de la Unión Europea, el Papa… y Alberto Fernández.

Mientras Alberto Fernández intenta abrir una vía hacia el presidente electo mediante el Vaticano, interesa tomar nota que entre los diversos intereses económicos que han seguido las empresas de la familia Biden en Argentina está la de asesorar a tenedores de la deuda externa para presionar contra una reestructuración de parte del Estado local. Toda una definición en un país que ingresa en una crisis cada vez más severa de fuga de capitales y pago de la deuda, cuya llave central está en Washington D.C.

El premier israelí Benjamin Netanyahu, una de las expresiones más nítidas de la reacción a nivel internacional, envió sus saludos rápidamente en cuanto los medios dieron por triunfador a Biden, calificándolo como un “gran amigo de Israel” y destacando sus 40 años de relación. En 2015, Biden defendió que Estados Unidos debe mantener su “promesa sagrada de proteger el hogar de origen de los judíos”. En estos días adelantó que no retrotraería la decisión de Trump de instalar la Embajada en Jerusalén, nombrada capital por Netanyahu, en una medida de profunda provocación contra el pueblo palestino. El otro socio clave de Estados Unidos en la región, Arabia Saudita, estuvo entre los primeros en reconocer a Biden como presidente electo.

Los anuncios de reincorporar a Estados Unidos a los acuerdos climáticos de París y a la OMS pretenden regularizar las relaciones, especialmente con la Unión Europea. Sin embargo, los discursos sobre multilateralismo no podrán, por sí mismos, revertir los choques comerciales de estos años, que tienen su origen en la crisis capitalista en curso y no en el temperamento de Donald Trump. La consumación del Brexit, que tiene al Reino Unido quebrando con la UE en la expectativa de desarrollar una alianza con Estados Unidos como contrapeso, va a ser un capítulo importante para definir los realineamientos de una próxima etapa.

En el Cáucaso, en Asia central, en el norte de Africa y en el Mediterráneo oriental se multiplican choques militares que tienen a distintas potencias regionales y europeas como respaldo detrás de los bandos locales. Una intervención más presente de Estados Unidos, lejos de poder cultivar las grandes coaliciones de las guerras que condujeron hace 20 o 30 años, los va a encontrar comprometiéndose en conflictos geopolíticos volátiles y complejos.

Biden cosecha hoy cierta simpatía en sectores de las masas en todo el mundo por el sencillo hecho de haberse opuesto a un ser odiado en la escena internacional como es Trump y haberle ganado. Sus primeros meses de gobierno permitirán rápidamente contrastar su accionar y las intenciones que se le adjudican. Los pueblos explotados del mundo estaremos en las calles contra el imperialismo yanqui más temprano que tarde, enfrentando a los mismos enemigos que tienen la clase obrera y los oprimidos dentro de Estados Unidos.

El sistema de partidos, en la picota

Una posible política de coalición de los “centros” de los partidos Republicano y Demócrata pretenderá reconstruir el sistema político que se encuentra amenazado por derecha y por izquierda, como expresión del desgaste al que lo somete la crisis mundial y la lucha de clases. Se sostiene el quebradísimo sistema bipartidario por la legislación, que dificulta mucho la presentación de terceras listas y el sistema de votación de representantes únicos por circunscripción y que excluye cualquier representación proporcional de minorías.

El prolongado rechazo de Trump en reconocer los resultado electorales y encaminar la transición parece responder no tanto a una expectativa real de revertir el triunfo demócrata sino a plantar una bandera que obligue a separar a los que reconocen su liderazgo hacia la nueva etapa de los sectores republicanos que ya se preparan para un nuevo liderazgo pos-Trump. Quiere mostrar que sigue en la pelea para mantener moralizada a la base que ha movilizado en el curso de la campaña electoral.

La bancada republicana ha tenido una infusión de trumpismo recargada en la elección, incluidas dos diputadas identificadas con la teoría conspirativa Qanon, una especie de Protocolos de los Sabios de Sión de la era digital que difunden versiones de que Trump encabeza una cruzada clandestina contra una red pedófila satánica, que incluye a la dirección del Partido Demócrata.

Es evidente la reticencia del sector más tradicional del Partido Republicano a jugarse por la débil denuncia de fraude con la que Trump encaró el proceso electoral. Mientras un círculo íntimo trata de mantener el espíritu de cruzada, los políticos profesionales de su partido se van apartando con diversos grados de disimulo.

Según Joe Lowndes, un profesor de la Universidad de Oregon que estudia el movimiento de la extrema derecha, las concentraciones derechistas que se realizaron respondiendo al llamado de Trump durante el conteo de votos no llegaron a tomar masa crítica porque carecieron de coordinación desde el Comité Nacional Republicano, a diferencia de los motines que realizaron en Florida para hacerse de la presidencia para George W. Bush (Financial Times, 6/11).

McConnell se diferenció fuerte de Trump. “Una cosa es decir que ganaste una elección y otra es terminar de contar los votos”. El senador por Florida, Marco Rubio, desmintió a Trump directamente, diciendo “que el conteo de votos legalmente emitidos tarde varios días no es fraude”. Larry Hogan, gobernador republicano de Maryland, fue más lejos diciendo que “las declaraciones del presidente (denunciando fraude electoral) son indefendibles”. El ex presidente George W. Bush directamente emitió un comunicado felicitando a Biden y Harris por la victoria electoral.

Los hijos de Trump se volcaron a las redes sociales para reprochar el aislamiento sufrido por su padre una vez que el resultado se perfiló con claridad. Eric Trump tuiteó “¿Donde está el Partido Republicano? Nuestros votantes no olvidarán esto”. Y Donald Trump Jr. escribió en la misma red: “La completa falta de acción de casi todos los presidenciables republicanos para 2024 es bastante asombrosa. Tienen la plataforma perfecta para mostrar su disposición a pelear, pero en vez de eso, se acobardan frente a la mafia mediática”.

Hasta Fox News abandonó al presidente que ha sido el protagonista predilecto de su crecimiento de audiencia, adelantándose al resto de las cadenas en calificar a Biden como ganador de la elección en Arizona. La pelea de Trump por un agrupamiento propio, como resultado de la importante elección que realizó, se podría expresar también en el terreno mediático. Hay múltiples versiones de que el magnate lanzaría su propia Trump TV para competir con las cadenas existentes a las que considera adversarias. Estos rumores hicieron caer un 4% las acciones de la Fox en la semana posterior a la elección.

Trump se ha apoyado en las redes que tejió en su momento el Tea Party y desde la Casa Blanca se ha incorporado a la extrema derecha y la ha colocado al frente del Partido Republicano y llevado al Congreso nacional. Aunque la capacidad de movilización de estos grupos es limitada, y es derrotada por la izquierda, la comunidad negra y los antifascistas, cada vez que existe un desafío físico callejero, innegablemente es un sector de gran capacidad de agitación, con importantes grupos armados y con una influencia electoral creciente. Se trata por ahora de una constelación variada y desorganizada de grupos disímiles, que no tienen una coordinación central y se referencian en los mensajes de Trump. La derrota de Trump en las elecciones ha creado cierta desazón y puede empujar a que surjan nuevos liderazgos. Más allá de si es Trump el que se coloca al frente de estas fuerzas, es innegable que la extrema derecha es ahora una realidad en el escenario político norteamericano, que seguirá existiendo. Esta realidad plantea a los revolucionarios reforzar la tarea del frente único del movimiento obrero y todas las organizaciones de lucha para aplastar a las acciones de extrema derecha allí donde levanten cabeza.

La grieta en el Partido Demócrata también se ensancha. Los diputados demócratas moderados han visto sus fuerzas reducidas, tanto por avances republicanos como del ala izquierda de su partido. Los trascendidos posteriores a la elección culpabilizaban a la izquierda del partido por espantar el electorado con planteos extremos. Sin embargo, los supuestos piantavotos tuvieron resultados favorables. Las cuatro diputadas de izquierda, conocidas como “el escuadrón”, lograron la reelección, así como otros legisladores que habían acompañado la presentación de iniciativas como el “new deal verde” o “medicare para todos”. Sumaron, a su vez, un par de diputados más de corte izquierdista, como el docente Jamaal Bowman, de Nueva York, o Cori Bush, de Missouri. Los Demócratas Socialistas de América (DSA) ganaron cargos a niveles estatales y municipales en Nueva York, California, Pennsylvania y Montana.

La respuesta de la cabeza de la informal bancada progresista, Alexandria Ocasio-Cortez, fue que el retroceso parlamentario demócrata obedeció a no invertir suficiente en redes sociales. Esto, luego de una campaña completamente centrada en una agenda conservadora para seducir al gran capital, muestra el nivel de adaptación política y el abandono de cualquier lucha política frente a la dirección de su partido. Por el contrario, su adaptación al liderazgo de Biden-Harris es probablemente un factor que alejó posibles votantes preocupados por la crisis económica que permanecieron leales a Trump. Sanders, por su parte, lejos de tener pretensiones de alternativizar a un gobierno Biden, se ocupó las últimas semanas de hacer conocer su reclamo de ocupar la secretaría de Trabajo en un eventual gabinete de Biden.

El pasaje de Sanders, Ocasio-Cortez y la dirección de DSA a la campaña por un representante del gran capital como Biden ha sido un elemento de crisis en todo el arco de izquierda demócrata. Por lo pronto, en DSA significó la violación de la decisión tomada en su convención de 2019, de no apoyar a otro candidato si no lograban imponer a Sanders. La reciente convención de la juventud de DSA fue escenario de cuestionamientos a la orientación mayoritaria, tanto cuestionando a la figura de Biden como la pasividad de DSA como organización en la rebelión popular de este año. Crecieron los grupos internos que promovieron el voto a candidatos fuera del Partido Demócrata, polemizaron contra la lógica de mal menor que se promovió desde los principales voceros y se pronuncian por la constitución de un partido independiente. La convención prevista para mediados de 2021 será un escenario de pujas políticas muy agudas. Los logros electorales profundizan las tendencias arribistas y de integración al régimen, al mismo tiempo que el crecimiento de la organización ha recibido a gran parte del activismo combativo del movimiento estudiantil y sindical, que se verá enfrentado política y reivindicativamente con el conservador gobierno Biden-Harris.

DSA, como organización, no puede ser recuperada ni transformada en un partido revolucionario. Ha sido desde su fundación y es hoy un canal de cooptación de la izquierda y el activismo al imperialista Partido Demócrata. Pero cualquier iniciativa seria de construir un partido independiente de la clase obrera en Estados Unidos hoy debe dirigirse a los 70 mil miembros de la organización, impulsar propuestas de actividad común con ellos en todos los niveles prácticos de la lucha de clase (en los cuales DSA como tal no interviene) y participar de los debates políticos que la atraviesan.

Las direcciones reformistas de la comunidad negra que revistan en el Partido Demócrata han tomado un lugar central. Organizaciones de base negras están detrás de la ventaja que lleva Biden en Georgia por apenas 10 mil votos, proyectando la primera victoria de ese partido en el estado una presidencial desde 1992. Georgia se volverá un terreno en disputa más preciado todavía hacia adelante, ya que en enero habrá elecciones suplementarias para dos senadores, que podrían potencialmente revertir la mayoría republicana en el Senado. Ya la candidatura de Biden logró imponerse sobre Sanders en la primaria en gran medida por el impulso dado en Carolina del Sur por el apoyo del jefe de la bancada demócrata en la cámara baja, Jim Clyburn, representante típico de la burguesía negra integrada al régimen.

Las propias direcciones de Black Lives Matter, que están a la izquierda de sectores tradicionales del aparato demócrata en la comunidad negra, se metieron de lleno en la campaña de Biden. Esta integración política al Estado, sin embargo, deberá atravesar violentas contradicciones. Las semanas y días previos a las elecciones vieron una nueva pueblada contra la represión policial en Filadelfia, luego del fusilamiento de Walter Wallace y concentraciones contra la represión en Oregon. Biden (y vale lo mismo para Kamala Harris) ha rechazado cualquier perspectiva de desmantelamiento del aparato policial y carcelario, del cual él ha sido un dedicado arquitecto a lo largo de cinco décadas de carrera en Washington. Este enorme movimiento de lucha, cuya encarnación actual nació justamente contra el carácter represivo del Estado bajo el gobierno de Barack Obama, va a tener que enfrentarse a un duro proceso de diferenciación política frente al nuevo gobierno demócrata. La tendencia de un sector de masas a ganar las calles frente a cada hecho represivo desborda las vacilaciones que existen en direcciones compuestas por funcionarios de ONGs, que viven la presión de sectores capitalistas que se ejerce vía donaciones financieras y la negociación parlamentaria de reformas.

La idea de presionar para una integración de la comunidad negra en mejores términos en la sociedad de Estados Unidos es un camino muerto. La integración existe para individuos que puedan hacer carrera en el Estado o en empresas. No existe la integración de la comunidad colectivamente, de conjunto. Como hemos desarrollado en un artículo en el número anterior de la revista En Defensa del Marxismo[9], la explotación de los negros, latinos y la existencia de colonias formales como Puerto Rico y semicolonias informales como el resto de la región latinoamericana, es indisoluble del desarrollo pasado y presente de Estados Unidos. La hostilidad hacia todo el régimen político que se desprende de los planteos de autonomía que existen en el movimiento negro, en particular en algunas de sus variantes nacionalistas, es una gran virtud. De esta hostilidad al régimen de su propio país se desprende la identidad de intereses y la necesidad de solidaridad y coordinación entre los trabajadores de la metrópoli imperialista y quienes se levantan contra esta en el mundo entero.

La formación de un partido independiente de la clase obrera es hoy la tarea estratégica de los revolucionarios en Estados Unidos. Un partido de combate, que intervenga políticamente y participe en los conflictos que se vayan desarrollando podría crecer vertiginosamente y aportar para enterrar al imperialismo yanqui de una vez por todas. Centenares de militantes están conscientes de eso, pero están dispersos en pequeño grupos o disueltos en una estructura reformista y electorera, como DSA. Para la izquierda del mundo entero, la colaboración con esta tarea es una obligación. La propuesta de una nueva Conferencia de Latinoamérica y Estados Unidos está colocada en esta perspectiva.


[1]. Sobre este debate, ver “El reclamo de Fuera Trump y la organización de los trabajadores independiente del Partido Demócrata”, Guillermo Kane, incluida en Los desafíos de la izquierda – Crisis capitalista, pandemia y rebeliones populares, 2020, Ediciones Rumbos, AAVV.

[2]. “Convención Nacional Demócrata: la ilusión de una «normalización» conservadora”, Domingo Díaz y Guillermo Kane, Prensa Obrera.com, 21/8/2020

[3]. The Economist, 6/11.

[4]. Financial Times, 6/11.

[5]Jacobin, 7/11.

[6]. Michael Roberts: “Bidenomics: Boom or Bust?”, 1/11.

[7]. Financial Times, 6/11.

[8]. Socialist Resurgence, 9/11.

[9]. “Marxismo y Liberación Negra: una historia de las raíces sociales y los programas en juego en la rebelión norteamericana”, Guillermo Kane, En defensa del Marxismo No 55, Agosto 2020

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