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Sismología china

Todas las semanas aparecen nuevos informes de la convulsión popular en China, donde los campesinos protestan contra las transacciones de tierras y echan fuera de los pueblos a los funcionarios corruptos; los trabajadores migrantes hacen huelga en demanda de salarios con los que puedan vivir; los trabajadores despedidos ocupan las empresas estatales privatizadas; las minorías étnicas protestan contra el abuso Han1; los habitantes de las ciudades y el campo luchan para cerrar las industrias contaminantes y así sucesivamente. Según las cifras relevadas por el gobierno, han habido unos 90 mil “incidentes de masas” en 2006 y unos 9.000 desde 1993. Aunque hay una serie de causas inmediatas, los comentaristas en la República Popular China y en el extranjero han vinculado el creciente malestar a la cada vez mayor desigualdad económica. A lo largo de las dos últimas décadas, como el partido Comunista chino ha implementado reformas de estilo capitalista en el mercado, quienes están situados en lo más alto de la escala social en China han incrementado increíblemente su riqueza, incluso según los estándares globales de la época del exceso neoliberal, mientras que los medios de vida de aquéllos que están en la base de la escala social se han vuelto, de manera creciente, más precarios. Por más de una década, muchos periodistas y académicos han sugerido que el descontento causado por la desigualdad del crecimiento económico podría conducir a un serio levantamiento popular.

En su libro El mito del volcán social, el sociólogo estadounidense Martin Whyte discute esta predicción, basándose en estudios realizados por él en China. En el libro, Whyte informa que la gente en China piensa que la desigualdad se ha vuelto muy grande, pero que ellos están menos preocupados acerca de eso que la gente en otros países; dice que, generalmente, ellos aceptan la desigualdad creada por la competencia en el mercado como justa y que no están por dirigirse a las barricadas. En una carrera académica que abarca más de cuatro décadas, Whyte se ha impuesto claras barricadas a sí mismo. Cuando comenzó a investigar sobre China en los últimos años de la década del ’60, él evitó -notablemente- tanto la guerra fría anticomunista, que llevaban a cabo muchos académicos consagrados, como el entusiasmo por la Revolución Cultural que experimentaban sus jóvenes compañeros. En su trabajo actual, él tampoco celebra el camino recorrido por la República Popular China ni tampoco a los heraldos de la inminente caída del régimen el partido Comunista chino. Al contrario, Whyte se ha preocupado él mismo por extender los métodos e intereses de la principal corriente sociológica estadounidense, mediante la realización de encuestas sobre el trabajo, la familia y la vida cotidiana. En los ’60 y los ’70, cuando los académicos occidentales todavía no podían realizar estudios dentro de China, él hizo un notable trabajo de extrapolación mediante entrevistas y encuestas realizadas a quienes inmigraron a Hong Kong. Sus primeros libros – Pequeños grupos y rituales políticos en China (1974), Ciudad y familia en China contemporánea (1978) y Vida urbana en China contemporánea (1984), los dos últimos en coautoría con William Parrish- permanecen como estudios clásicos sobre la sociedad china en la época de Mao y en la primer etapa luego de su muerte. Más recientemente, Whyte ha publicado una colección de libros sobre las desigualdades entre campo y ciudades (Un país, dos sociedades, 2010) y ha ayudado a los primeros occidentales que han podido realizar sus investigaciones dentro de China.

El libro que nos ocupa se basa en un primer esfuerzo para llevar a cabo un estudio desarrollado en la totalidad de la nación china en 2004. El tema en el que hace foco es claramente de gran importancia. Mientras que nadie podría argumentar que los números crecientes del índice de Gini2 se traducen directamente en revoluciones, en ellos se puede establecer una pequeña duda acerca de que la desigualdad económica -y las ideas de la gente sobre ella- a menudo juega un rol importante en los levantamientos sociales. El estudio de Whyte incluye los casos de 2.300 individuos que formaron parte de una muestra azarosa diseñada para representar la población urbana y rural de todo el país. Aunque las encuestas de opinión son ahora comunes en China, éste ha sido probablemente el más sistemático esfuerzo realizado hasta la fecha para medir las percepciones del pueblo sobre cuestiones de la injusticia distributiva. En once capítulos, Whyte describe como si fuera una lámina lo que él llama visión convencional (la que dice que aquéllos que se encuentran en la parte inferior de la escala social china se encuentran furiosos por el desigual crecimiento económico). Esta línea de pensamiento, según él argumenta, se contradice con las respuestas obtenidas en su estudio. Primero, presenta los resultados generales del estudio. Whyte reconoce que la mayoría de quienes respondieron consideran que la desigualdad en China es muy grande, pero califica esto, a continuación, con las pruebas de que la mayoría también considera que el sistema es, en general, justo. El encuentra una amplia aprobación a la competencia del mercado y tolerancia por la desigualdad que esto genera.

Cuando preguntó acerca de varios factores que crean ingresos y riquezas diferentes, la mayoría de los encuestados indicó que ellos creían que la habilidad, el trabajo duro y la educación eran los principales factores por los que algunos se volvían ricos y otros pobres por falta de habilidad, insuficiente esfuerzo, una educación pobre y poca personalidad. Por lo tanto, él razonó que los encuestados sentían que la desigualdad económica era mayormente producida por el mérito más que por ventajas injustas. Por otra parte, las ventajas más ampliamente condenadas por quienes respondieron, eran remanentes de la época del Estado socialista (el acceso privilegiado para los oficiales y las restricciones enfrentadas por los individuos encuestados en las zonas rurales bajo el sistema hukou3. Por lo tanto, él sugiere que si las reformas del mercado continúan y hacen desaparecer estos remanentes del pasado, la gente se sentiría menos enojada sobre las causas de la desigualdad. Concluye señalando que “hay pocas evidencias acerca de que la mayoría de los hogares chinos recelen la sociedad capitalista en la que deben actuar”.

Entonces, Whyte compara los resultados de su estudio con los de aquéllos realizados sobre varios avances capitalistas y los antiguos Estados socialistas, por lo que llega a la conclusión de que el pueblo chino está relativamente contento. A pesar de que el 72 por ciento de sus sujetos de estudio consideren que la brecha de ingresos en China es muy grande, este porcentaje es más bajo que los números en otros países (los más complacientes fueron los encuestados en Estados Unidos, donde el 65 por ciento de quienes respondieron consideró que la disparidad de ingresos era muy grande; los más severos fueron los de Bulgaria, donde el 96 por ciento se quejó sobre la brecha entre los ingresos). Whyte, de todos modos, está más interesado en comparar creencias sobre la justicia. Concluye que “los chinos parecen ver las actuales diferencias entre quién es rico y quién es pobre en su sociedad mucho más como algo que se debe al mérito personal que a la injusta estructura social, que los ciudadanos de otros países”. En efecto, los datos de su estudio muestran que los encuestados chinos estaban mucho más cerca de acordar con las declaraciones que atribuyen el éxito al mérito y aceptar la competición del mercado. El admite que sus datos no explican por qué China se destaca, pero sugiere que esto tal vez refleje una reacción en contra de las políticas de mano dura ejecutadas bajo la bandera de la igualdad durante la época de Mao (a la inversa, los datos de Rusia y Bulgaria son de 1996, cuando las diferencias de ingresos eran aún nuevas y especialmente agudas).

En la segunda parte del libro, Whyte vuelve a China para comparar las actitudes de los diversos sectores de la población. Incluso si el descontento no es generalizado, él reconoce que si el mismo se hace fuerte en miembros de los sectores clave, la posibilidad de que ocurran trastornos sociales puede ser todavía grande. El considera muchas variables (género, edad, educación, estatus matrimonial, etnia, ingresos, pertenencia al partido Comunista chino, la ubicación geográfica), pero está más interesado en grupos según la ocupación. Luego de presentar una complicada matriz de datos, sin embargo, Whyte no es menos optimista en su evaluación, por lo que concluye que “los sentimientos de descontento sobre la desigualdad actual no están concentrados en un grupo social en particular o determinado por la configuración regional”. Para resumir su punto principal, él escribe: “Es común asumir que los encuestados en grupos y lugares que tienen una baja condición de vida o que han perdido en la competencia por los beneficios de la reforma china están descontentos y que aquéllos que gozan de un alto nivel de vida y quienes se beneficiaron desproporcionadamente a partir de las reformas están satisfechos con la actual desigualdad. En contraste, encontramos que el actual nivel de vida objetivo es una pobre guía para actitudes contra la inequidad.”

El descubrimiento central que subyace en estas fuertes afirmaciones es que los encuestados de las áreas rurales expresaron mayor conformidad con la equidad del actual orden que los que viven en ciudades, a pesar de que los primeros están en el más bajo escalafón social y, en general, son mucho más pobres que los segundos. El encontró que quienes respondieron en áreas rurales prefieren la competencia de mercado y no están inclinados a apoyar las medidas de gobierno pensadas para disminuir la desigualdad. La satisfacción expresada por los pobladores rurales en el estudio de Whyte es, para él, la pieza clave de evidencia en contra de la idea de que hoy China es un volcán social esperando una erupción.

Whyte ha reunido un impresionante y muy informativo conjunto de datos. Pero los mismos están abiertos a otras interpretaciones muy diferentes a las que él ha realizado, las cuales conducen a conclusiones menos optimistas. En primer lugar, ¿las respuestas a este estudio sobre desigualdad indican el grado de satisfacción general con el status quo que observa Whyte? Como se ha señalado antes, el 72 por ciento de los encuestados piensa que la desigualdad es muy grande y más del 60 por ciento acuerdan con la afirmación que dice que “en los últimos -pocos- años, la gente rica en nuestra sociedad se hizo más rica, mientras que los pobres se volvieron más pobres”. Más aún, cerca de la mitad está de acuerdo con la afirmación “la razón del motivo por el que la desigualdad social persiste es porque beneficia a los más ricos y poderosos” y menos de un 19 por ciento está en desacuerdo con estas afirmaciones, lo cual difícilmente indique una sensación general de que el sistema es justo. La mayoría también cree que la creciente desigualdad estuvo amenazando el orden social, con lo cual sólo un 15 por ciento está en desacuerdo. Estas respuestas pueden no indicar un inminente estallido social, pero tampoco son una justificación para desechar la teoría del “volcán social” y considerarla un mito.

Los datos de Whyte muestran variaciones en las actitudes a lo largo de los diferentes grupos sociales que consisten en una correlación estadística, la cual indica la probabilidad de que esas respuestas, dadas en una determinada categoría social estarán de acuerdo con alguna afirmación, en particular al ser comparada con las probabilidades promedio de respuesta entre todos los encuestados de otras categorías. Los grupos según ocupación que han sido estudiados están extraídos de zonas urbanas y rurales semejantes, y atraviesan el paisaje social -desde los migrantes a los gerentes, de granjeros a autoempleados urbanos, los trabajadores capacitados, los que no poseen capacitación, de los trabajadores manuales, de los trabajadores ‘de cuello blanco’ a los trabajadores desempleados. Entre la espesura de la información, la norma que se mantiene firme es la de la división rural-urbano. Gran parte de los encuestados rurales está de acuerdo con la afirmación “la distribución equitativa de la riqueza y los ingresos es el método más justo”, pero tienen relativamente pocas quejas sobre la distribución actual. Por otra parte, incluso aunque la mayoría de los encuestados urbanos está en desacuerdo con este principio igualitario, ellos están mucho más descontentos con las vías actuales por las cuales se distribuyen la riqueza y los ingresos. Todos, excepto aquellos que están en la cima de la jerarquía social urbana, sienten que el régimen existente es injusto, mientras que una relativamente pequeña parte de los residentes rurales sí están de acuerdo. ¿Cómo logramos obtener un sentido con estos patrones? Particularmente, ¿cómo podemos explicar la aparente satisfacción de los residentes rurales con el orden distributivo existente?

La cuestión acerca de la distribución apropiada es central. Incluso cuando las preguntas de Whyte no mencionan el problema de la tierra, cuando los encuestados que residen en áreas rurales responden positivamente a su propuesta sobre la distribución equitativa, parece posible que sea lo que piensan principalmente. Cuando el partido Comunista descolectivizó la agricultura a principios de los ’80, fue muy cuidadoso en distribuir las tierras equitativamente entre las familias de los pueblos de acuerdo con una base per cápita. Esto se corresponde con el fuerte y tradicional sentido de justicia que existe entre los campesinos. También a que en las subsiguientes décadas en muchos pueblos se continuó periódicamente redistribuyéndose tierras entre las familias de acuerdo con los cambios en el tamaño de la familia -a pesar de las prohibiciones estatales para esta redistribución. El estudio de Whyte -me permito sugerir- confirma que los aldeanos chinos tienen un fuerte sentido acerca de la tierra y cómo debe ser distribuida equitativamente. Por otra parte, las respuestas dadas por los residentes rurales en el estudio de Whyte a las preguntas subsiguientes parecen indicar que la mayoría cree que luego de que todos tengan una justa porción de la tierra, su destino ya depende de ellos mismos. Tienden a responder positivamente hacia afirmaciones tales como “en nuestro país, el trabajo duro es siempre recompensado” y “tanto si una persona se hace rica como si sufre pobreza, es por su propia responsabilidad”.

En la China rural perdura una zona de economía de subsistencia en las granjas y pequeñas empresas. Las restricciones legales para vender o arrendar la tierra, diseñada para limitar la concentración de la tierra y la conversión de las tierras destinadas a la agricultura a otros usos, han protegido la subsistencia de las familias rurales al asegurar su acceso a pequeñas parcelas. A pesar de que estas restricciones han sido corroídas en los años recientes, ellos siguen manteniendo -de manera remarcable- el reparto igualitario de la tierra entre los aldeanos. Además, la supresión de los negocios privados durante la época de Mao dejó un campo abierto para pequeñas actividades de manufactura de todo tipo, una vez que las restricciones fueron aliviadas. Las pequeñas empresas familiares rurales fueron florecientes y estuvieron protegidas de varias maneras de la competencia de empresas más grandes. En este contexto, no resulta sorprendente que los encuestados rurales de Whyte tiendan a estar de acuerdo con la idea de que la competencia de mercado es justa; pero esta apreciación se basa -es importante tenerlo en cuenta- en la premisa de la distribución igualitaria de la tierra. De hecho, tal vez, sea esta premisa la razón por la cual China se destaca en las comparaciones entre varios países que realiza Whyte. Si se mira a lo largo de los otros países en esta muestra, China tiene una población rural mucho más grande y un único sistema de tenencia de la tierra, el cual garantiza -como no se lo hace en ningún otro país- la distribución igualitaria de la tierra rural.

Las condiciones en la China urbana son muy diferentes. La mayor parte de la gente se encuentra empleada en empresas relativamente grandes y otras grandes instituciones. También existe poca tradición de división igualitaria de la propiedad. En este contexto, las preguntas del estudio de Whyte sobre la distribución equitativa de la riqueza probablemente parezcan utópicas. Por otra parte, las jerarquías sociales urbanas tienen muchos más escalones que las rurales y la reciente acumulación de una inmensa riqueza en manos de ejecutivos de las corporaciones -tanto privadas como públicas- es un cuestión que disemina la indignación pública. Por lo tanto, tampoco resulta sorprendente que los habitantes de las ciudades, al contrario de los campesinos, no expresen su apoyo al principio del reparto equitativo de la propiedad, ya que ellos tienen más problemas debido a la actual distribución de la riqueza. Los encuestados de los rangos más bajos de la jerarquía social urbana son los más insatisfechos. No es verdad -como declara Whyte- que ‘los actuales índices de inequidad no parezcan estar produciendo grupos identificables de descontento que estén indignados a lo largo del escenario” chino. Por el contrario, los datos de sus informes muestran que la gran mayoría “de los trabajadores calificados o semicalificados”, “los desempleados urbanos” y “otros pobladores urbanos” están de acuerdo con, virtualmente, todas las afirmaciones presentadas en la encuesta, que expresan insatisfacción con el actual orden distributivo. A pesar de que el libro no provee datos proporcionales sobre cómo los individuos responden a las preguntas según grupos ocupacionales en lo más bajo de la jerarquía social urbana, si se considera que la mayor parte de los encuestados creen que el ingreso desigual crece porque los ricos y poderosos se benefician y que esos grupos están más dispuestos que otros a pensar de esa manera, se puede inferir que dichas ideas son preponderantes en la clase trabajadora de los distritos urbanos chinos.

De hecho, no es sorprendente que los trabajadores urbanos estén más insatisfechos que los campesinos con los resultados de las reformas del mercado, porque los dos grupos los han experimentado de forma muy diferente. La descolectivización le dio a cada familia campesina su propia porción de terreno, lo cual aseguró a los habitantes rurales su subsistencia y los convirtió en pequeños empresarios. En contraste, la privatización vía reestructuración de las empresas del Estado dejaron a los trabajadores urbanos absolutamente despojados. En el pasado, a pesar de que los trabajadores no eran los dueños de las fábricas en las que trabajaban, ellos ‘poseían’ su trabajo (por lo menos no podían ser despedidos), lo cual les garantizaba su subsistencia. Ahora que aquello se terminó, como resultado de la reestructuración de las empresas estatales, más de seis millones de trabajadores (más de la mitad de la fuerza de trabajo original) quedaron fuera. Muchos de ellos permanecen en pequeños empleos de seguridad. Mi propia investigación sobre los últimos cinco años ha incluido entrevistas a trabajadores de la desfalleciente industria estatal en el norte y centro de China, muchos de los cuales han perdido su trabajo. Aquellos a los que entrevisté están furiosos por la inequidad generada por las reformas capitalistas y están convencidos de que su indignación es ampliamente compartida por otros sectores. Las cifras de Whyte muestran que esto no es enteramente cierto, como se puede observar en la población rural y en los estratos más altos de la población urbana, quienes se encuentran relativamente satisfechos. Sus informes, sin embargo, no desmienten la impresión de mis entrevistados que dan a entender que las comunidades de trabajadores urbanos comparten fuertemente este sentimiento de injusticia. Las privatizaciones han sido una causa particular de resentimiento, ya que muchos trabajadores están profundamente indignados por el hecho de que esas empresas de propiedad pública, a las cuales ellos han contribuido a construir, ahora son propiedad privada en las manos de un grupo de altos ejecutivos o de inversores extranjeros. La propiedad es, por lo tanto, central para la perspectiva de una distribución justa: en China rural, la distribución de la tierra es un punto de referencia crucial; en China urbana, lo es la propiedad pública. Las preguntas del estudio sobre estos puntos clave podrían haber sido muy informativos. Desafortunadamente, Whyte no preguntó sobre eso.

Como uno puede esperar, los trabajadores migrantes que participaron en el estudio de Whyte han compartido algunas actitudes con los habitantes de pequeñas ciudades y otras con los trabajadores de las grandes urbes. Como los aldeanos, ellos defienden el principio de la distribución igualitaria y piensan que hay muchas oportunidades para ascender con la movilidad social, pero a diferencia de los campesinos (y sí como piensan otros trabajadores urbanos), ellos sienten que el orden existente es demasiado injusto e inequitativo. En 2004, estos encuestados eran miembros de la segunda generación de trabajadores migrantes de la época de la reforma. Los de la primera generación, como sus equivalentes en otros tiempos y otras partes, estaban principalmente interesados en hacer algo de dinero en la ciudad para luego volver a su aldea para construir su casa y hacer progresar a su familia. Los miembros de la segunda generación, en cambio, ven poco futuro en las aldeas y están tratando de encontrar el camino para sobrevivir en la ciudad. Ellos están mucho más informados acerca de la realidad urbana y son críticos de las desigualdades que encuentran. De hecho, de todos los encuestados por Whyte, han sido los más inclinados a estar disgustados con el crecimiento de la desigualdad.

Si los aldeanos se sienten menos agraviados que los trabajadores urbanos y los trabajadores migrantes cuando Whyte lleva a cabo su estudio, esto puede estar cambiando. Como él mismo nota, los aldeanos en 2004 tenían razones para estar satisfechos con la reciente política de cambios: se habían eliminado los impuestos rurales y otros tipos de tributos rurales. Estas políticas beneficiaron enormemente a las familias rurales. En los últimos cinco años, de todos modos, el Estado también ha comenzado a promover la rápida urbanización y la agricultura a gran escala. Estos emprendimientos amenazan constantemente con invadir las tierras de los campesinos y afectar sus medios de vida, los cuales dependen de su acceso a la tierra. Actualmente, este asalto se está llevando a cabo en dos frentes. En primer lugar, la urbanización se está tragando a las aldeas, a menudo por el método de arreglos realizados a la sombra para apoderarse de las tierras, lo cual enriquece a las autoridades locales y a los desarrolladores inmobiliarios a expensas de los habitantes. En segundo lugar, la tierra está siendo puesta en manos de agroindustrias a través de una gran cantidad de formas experimentales. De alguna manera, esto representa la más fundamental amenaza para la economía de los campesinos autónomos, incluso si se piensa que la tierra destinada a la agricultura a gran escala es todavía pequeña, comparada con la que se utiliza para urbanización. Más de cuarenta millones de campesinos han sido desplazados y cada año cuatro millones más pierden sus tierras. Cuando esto sucede, a menudo llevan adelante, agitándolas, violentas protestas, como la que llevó a una brutal represión en Wukan, en la provincia de Guangdong, en el otoño de 2011 y otros conflictos innumerables. La feroz resistencia a las apropiaciones de tierras es el lugar donde hace ruido su relativa satisfacción con el actual orden distributivo. En ambos casos (la satisfacción y la resistencia), actúan basándose en su creencia acerca de la justicia de la distribución equitativa de la tierra.

Una reinterpretación de los resultados del estudio de Whyte a lo largo de estas líneas no sugiere que el futuro será calmo, como él predijo. Whyte llegó a esas conclusiones siguiendo una lógica determinada en la que, dado que las principales causas de la desigualdad que provocan indignación en la República Popular China son remanentes del régimen socialista (las restricciones hukou y las ventajas de los funcionarios) y porque incluso aquéllos que están en los niveles sociales más bajos (los campesinos) aprueban la competencia del mercado y la inequidad que ésta produce, las reformas que vayan más adelante en los cambios disiparán, más que exacerbarán, los sentimientos de injusticia. Esta interpretación sugiere lo contrario. Hasta aquí, las reformas hacia un mercado capitalista han creado una peculiar y bastante dura versión del capitalismo en las ciudades chinas, por lo que se ha creado una extendida indignación entre los trabajadores urbanos y los migrantes, pero que ha dejado en la China rural el dominio de una economía de subsistencia en las granjas y empresas caseras de muy pequeña escala, apuntaladas por una igualitaria distribución de la tierra. Este es el contexto que explica la evidente división rural-urbano en el informe de Whyte y la relativa satisfacción que expresan los campesinos con el régimen distributivo. Si la distribución equitativa de la tierra se socava y los fundamentos de la subsistencia de los campesinos y sus pequeñas empresas se erosionan (como inevitablemente pasará con la continua usurpación capitalista de las áreas rurales), el descontento campesino seguramente crecerá.

Por supuesto, para que la indignación se vuelva un cataclismo son necesarios muchos factores políticos y económicos. Como señala Whyte, mucho depende de cómo siga la expansión económica de China y del ritmo rápido que ha logrado en las últimas décadas. A pesar de la desigualdad flagrante, las altas tasas de crecimiento permiten satisfacer sus necesidades, incluso a aquellos cuyo medio de vida es cada vez más precario poder. De los encuestados por Whyte, el 63 por ciento creía que el estándar de vida de su familia podría crecer en los próximos cinco años y menos de un 8 por ciento pensaba que iba a decrecer. Semejante optimismo acerca del futuro seguramente templa incluso la ira más amarga sobre las amplias desigualdades. Sin embargo, el sorprendente crecimiento que empezó en los primeros años ’90 ha comenzado a hacerse más lento. Si continúa fallando, los datos en el estudio de Whyte muestran (al contrario de lo que él preveía) que hay mucho resentimiento en China para alimentar un grave malestar social.

Extraído de NewLeftReview76 (septiembre/octubre 2012).

Referencias

1. Etnia han, mayoritaria en China.

2. Coeficiente de Gini: medida de la desigualdad, que varía de 0 a 1, siendo 0 el indicador de la perfecta igualdad (por ejemplo, todos tienen los mismos ingresos) y 1 de perfecta desigualdad (una persona tiene todos los ingresos y los demás ninguno).

3. Sistema hukou: legado del Estado obrero chino que impide que los chinos migrantes del campo a las ciudades gocen de los mismos derechos una vez que se instalan en las grandes urbes. El objetivo era reducir el número de campesinos migrantes hacia las ciudades. Esos emigrantes internos tienen, al día de hoy, limitado acceso al trabajo y protección social como la educación, salud, pensiones y vivienda.

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