Bukele: el fracaso del regimen de los acuerdos de paz y la guerra contra las maras

La opresión del autoritarismo sobre la vida de las mayorías populares

Impactantes imágenes de cientos de presuntos pandilleros descalzos, semidesnudos, rapados, exhibiendo sus tatuajes, con las manos esposadas, apiñados en patios de las cárceles, con actitud vencida, difundidas desde la cuenta personal de twitter del presidente salvadoreño Nayib Bukele, dan vuelta al mundo. Un cinematográfico video que da cuenta del pasado en el negocio publicitario del actual mandatario, difundido en redes sociales en febrero de este año, muestra el traslado masivo durante la madrugada de miles de detenidos en las mismas condiciones de las anteriores imágenes y con la cabeza gacha hacia lo que es el proyecto insignia del gobierno: el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), una mega cárcel construida en tiempo récord en una zona rural al sureste de la capital, San Salvador.

La militarización y el estado de excepción declarado por Bukele en marzo de 2022 en el marco de la llamada guerra contra las pandillas ha generado fuertes críticas por parte de organismos de derechos humanos y sectores de izquierda que denuncian el peligro que implica el reforzamiento del aparato represivo y el avance contra las libertades democráticas. Al mismo tiempo mantiene altos niveles de popularidad y apoyo entre la población salvadoreña y entre políticos de diferentes partes principalmente de América Latina, de distinto tinte, que reivindican sus políticas de mano dura e, incluso, lo toman como ejemplo a seguir. La vecina Honduras, gobernada por la centroizquierda con Xiomara Castro, también apeló al “modelo Bukele” con el establecimiento del estado de excepción y el despliegue del ejército en gran parte del territorio con el propósito de combatir el crimen organizado.

En la carrera derechista que domina gran parte de la campaña electoral argentina, con spots y discursos que llaman a terminar con las protestas callejeras, montándose en el ataque dirigido hacia las organizaciones de desocupados y piqueteros que luchan por trabajo genuino y contra las políticas de hambre de los distintos gobiernos, y en el cuadro de criminalización de la protesta que se viene impulsando en Jujuy, Chubut, Santa Cruz y otras partes del país, varios políticos han apelado al “modelo Bukele”. Desde Patricia Bullrich y su candidato a vicepresidente, el radical Luis Petri, que afirmaron en una entrevista en A24 que “en la Argentina necesitamos más Bukeles”, pasando por el conductor televisivo y ex precandidato (excluido ahora, por el insuficiente resultado electoral obtenido en las PASO) a presidente por el partido de Raúl Castells, Santiago Cuneo, con afiches callejeros donde aparece su foto junto a la del presidente salvadoreño y spots en los medios donde sólo se repite el eslogan “a lo Bukele” con imágenes de las cárceles salvadoreñas, hasta el “nacional y popular” ministro de seguridad del gobernador Axel Kicillof, Sergio Berni, para quien las políticas de mano dura de El Salvador “son música para mis oídos”, y que llegó a afirmar en una entrevista televisiva que Bukele le había robado sus ideas: “Copió lo que yo tengo pensado desde hace tiempo”. Milei y la pléyade de candidatos que lo acompañan (Marra, Victoria Villaruel, etc.) en las boletas de “La Libertad Avanza” no sólo hacen apología de la “mano dura” represiva en “defensa del orden” mezclando a la delincuencia con los desocupados piqueteros, docentes, etc.; sino que un asesor viajó a El Salvador a estudiar la experiencia de Bukele (relatado por el propio Bukele) en el terreno mismo.

Más allá de los spots publicitarios, resulta necesario un análisis más de fondo sobre las implicancias políticas detrás de los cantos de sirena de las mega cárceles y las políticas de “mano dura” presentadas como solución mágica a las consecuencias de la crisis del régimen político que no solo se da en El Salvador y, más en general, de la descomposición del sistema capitalista.

El desbarranque del FMLN y de todo el régimen político

Para entender el triunfo electoral y ascenso de Bukele hay que tener en cuenta la crisis del régimen surgido de los Acuerdos de Paz de 1992. Acuerdos que Bukele definió como una farsa: “La guerra fue una farsa, como los Acuerdos de Paz. Los mancillo porque fueron una farsa, una negociación entre dos cúpulas. ¿Qué ganó el pueblo? ¿Tuvimos desarrollo social, justicia, inversión en salud? ¿Hubo algo? No. Hubo lo mismo: 29 años pasaron […] negociaron para ellos” (Diario1, 17/12/20). Incluso llegó a proponer a su ministro de Obras Públicas la demolición del Monumento a la Reconciliación, inaugurado por el anterior presidente del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), Salvador Sánchez Cerén, en conmemoración por los 25 años de los acuerdos de paz, argumentando que era “horrible”.

Los acuerdos de paz de Chapultepec de 1992 entre el gobierno de Alfredo Cristiani (de la derechista Alianza Republicana Nacionalista) y la entonces organización guerrillera FMLN, que abandonó las armas y devino en partido político, buscaron poner fin al conflicto armado iniciado en 1980. A través del mismo, se estableció el compromiso de una serie de reformas institucionales que dieron lugar a un nuevo orden político centrado en partidos: la derechista ARENA y el FMLN. Este período estuvo caracterizado por la aplicación de políticas de ajuste estructural fondomonetaristas como la privatización de las telecomunicaciones, de las empresas de energía y del sistema previsional con las AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones), la expansión de las maquilas sostenida por los bajos salarios de El Salvador y la capitalización de las abundantes remesas de los migrantes salvadoreños. La dolarización impulsada en 2000, lejos de resolver el estancamiento económico crónico, lo agudizó con mayor exclusión social (Baldovinos, 2021). El dominio del imperialismo yanqui sobre la economía salvadoreña se profundizó en 2006 con la firma de un Tratado de Libre Comercio de América Central (CAFTA, por sus siglas en inglés).

En 2009, tras el debilitamiento del sector tradicional dentro del FMLN con el fallecimiento del histórico líder del Partido Comunista Schafick Handal, este partido llegó a la presidencia con Mauricio Funes, convocando a sectores medios fuera de las bases tradicionales, a parte de la juventud e, incluso, a votantes conservadores de ARENA descontentos con la corrupción de los anteriores gobiernos. Sin embargo, el gobierno del FMLN no cambió sustancialmente la matriz económica y prontamente se vio también envuelto en escándalos de corrupción. El régimen de corrupción llevó al encarcelamiento de los dos últimos presidentes de ARENA, Francisco Flores y Antonio Saca, y un tercer presidente prófugo de la justicia, Mauricio Funes del FMLN, exiliado en Nicaragua y recientemente condenado por la justicia salvadoreña por pactar con las pandillas.

Las celebraciones de los acuerdos de paz durante el último gobierno del FMLN de Sánchez Cerén estuvieron plagadas de elogios al régimen y se caracterizaron por la completa ausencia de propuestas de salida a los graves problemas del aumento de la violencia que más bien se agravaron con las políticas de mano dura del gobierno efemelenista y una verdadera crisis humanitaria expresada en las caravanas de migrantes que recorren toda Centroamérica y México para intentar cruzar la frontera norteamericana. Como en Honduras y Guatemala, el principal producto de exportación de El Salvador son las personas. Se calcula que casi un tercio de la población salvadoreña vive en el exterior, en su inmensa mayoría en los Estados Unidos, y las remesas se han transformado en la principal fuente de ingresos. En los últimos años el número de emigrantes salvadoreños no ha parado de aumentar, huyendo también de la crisis económica y la falta de perspectivas. Frente a la ausencia de un cambio radical que busque una solución de fondo a dichos problemas, los gobiernos de la otrora guerrilla del FMLN estuvieron marcados por la continuidad y profundización de los mismos, que terminaron pavimentando el camino para el triunfo de Nayib Bukele. El régimen político del bipartidismo entre ARENA y el FMLN fue mostrando una creciente convergencia programática, dejando espacio para el surgimiento y radicalización política de Bukele.

Valiéndose de los escándalos de corrupción del régimen, del hartazgo de importantes sectores de la sociedad frente a los dos grandes partidos tradicionales, principalmente entre la juventud, Bukele logró presentarse como un outsider político, pese a tener una larga trayectoria vinculada al FMLN. Ya antes de ingresar formalmente, Bukele tenía un vínculo con dicho partido desde principios de los años 2000, a través de su padre Armando Bukele Kattán que era un empresario palestino y que tenía contacto familiar con el líder histórico de esa fuerza, Schafik Hándal. A partir de esa relación, como director de la empresa publicitaria de su padre, fue el responsable de la campaña política del FMLN. En 2012, ingresó directamente a la política como alcalde durante dos períodos por dicho partido. Primero, del municipio de Nuevo Cuscatlán donde llevó adelante varias obras y políticas sociales asistencialistas (becas, construcción de clínicas y centros recreativos) por su relación con empresarios y los recursos de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) financiada por Venezuela. Y, luego, se proyectó a nivel nacional desde su cargo al frente del municipio capitalino de San Salvador a partir de 2015.

Ante la negativa del FMLN de apoyar su candidatura presidencial, Bukele jugó para conseguir su expulsión y así canalizar el descontento de amplios sectores de la población contra los partidos tradicionales que habían gobernado durante casi 30 años, haciéndolos responsables de la decadencia del país bajo el eslogan “los mismos de siempre” y consiguiendo conectarse principalmente con el voto joven que no conoció el período de conflicto armado y para quienes los acuerdos de paz no tienen ya una significación importante. Esta crítica a los partidos tradicionales redunda, a su vez, en su forma de hacer política: personalista y directa a través de un manejo muy hábil de la comunicación política y las redes sociales, especialmente desde su cuenta personal de twitter, potenciada por una red de blogueros, youtubers y trolls.

En ese contexto, el 3 de febrero de 2019, contra todos los pronósticos que auguraban una segunda vuelta, Bukele logró ganar la presidencia en primera vuelta con el 53% de los votos, en unas elecciones marcadas por la crisis profunda del régimen político con una abstención de más del 51% del padrón electoral.

Los bloques políticos del bukelismo

El triunfo de Bukele sentenció el desplome del régimen político salvadoreño al que ayudó a sepultar, polarizando con la elite política tradicional de arenistas y efemelenistas. En el reacomodo político estableció una alianza amplia entre su nuevo partido “Nuevas Ideas”, una escisión del FMLN, con sectores derechistas de GANA (Gran Acuerdo Nacional), una escisión de ARENA. La alianza con GANA no solo le permitió presentarse a las elecciones de 2019 a través de esa fuerza política, luego de haber sido expulsado del FMLN, sino que, más importante aun, le abrió la puerta a nuevos apoyos fundamentales para su gobierno, especialmente entre sectores conservadores y el ejército para sostener una política de seguridad agresiva como eje central de su política gubernamental. El apoyo del ejército ha sido retribuido con creces con un aumento de más del 70% del presupuesto militar en los primeros años de su mandato.

El armado de Bukele es a la vez novedoso y peligroso en la escena política de El Salvador. No se trata, como podría pensarse, de la restauración oligárquica luego de una década de gobierno del FMLN. Bukele ha sabido invocar a conveniencia vagas asociaciones a la izquierda para arrebatarle al FMLN demandas populares históricas para maquillar un programa derechista fondomonetarista, con recortes al presupuesto en áreas de educación, salud y programas sociales.

Ha ido construyendo así una articulación de distintas fuerzas. En torno a la propia figura de Bukele se vinculan sectores como: las nuevas élites económicas que no encontraban lugar en los esquemas de la derecha tradicional, vinculadas a los sectores de servicios de la burguesía comercial en alianza con el capital transnacional, de los que el propio presidente y su familia provienen; la derecha antiliberal y estatista, heredera ideológica de los tiempos de la modernización autoritaria, que nunca desapareció del todo del espectro político nacional y que se mantuvo en el régimen de posguerra en partidos como GANA y el conservador Partido de Concertación Nacional, aliados de ARENA durante los noventa; el poder militar, que incluye tanto al disminuido Ejército Nacional como a la Policía Nacional Civil cada vez más involucrada en escándalos con el crimen organizado y la violaciones a los derechos humanos (Silva, 2015); y, finalmente, una serie de hábiles operadores políticos salidos del mundo de la publicidad que manejan con destreza el nuevo ensamblaje de la comunicación social. Entre este último sector, ocupan una posición muy influyente en el gobierno los tres hermanos menores del presidente: Karim, Ibrajim y Yusef Bukele Ortez, todos hijos de Armando Bukele Kattán y Olga Marina Ortez, sin cargos formales en el gobierno, librándolos de tener que rendir cuentas como funcionarios públicos, pero que operan como lobistas, emisarios y principales estrategas del gobierno de su hermano Nayib, a través de la experiencia y manejo de la red de empresas de la familia y los vínculos con los grandes empresarios.

A partir de este armado político, Bukele ha impulsado una política de guerra contra las pandillas, reforzamiento del aparato represivo y feroz avance sobre las libertades democráticas.

La guerra contra las pandillas

Las pandillas, como tantas otras cuestiones en la región, son consecuencia de la injerencia del imperialismo yanqui, mediante el apoyo a las dictaduras militares y la organización de la “lucha contrainsurgente” en El Salvador, que desató una masiva emigración durante los ochenta. A fines de esa década, fueron surgiendo las pandillas en California, Estados Unidos. Justificándose con el propósito de defender a los migrantes salvadoreños que habían huido del conflicto armado, se fueron rápidamente evidenciando como bandas criminales. Hacia 1996, el gobierno norteamericano inició una política masiva de detención y deportación a sus países de origen. Así se fueron formando los dos principales grupos, la Mara Salvatrucha (MS-13) y la de Barrio 18 (que más tarde se dividió en dos facciones: sureños y revolucionarios), expandiéndose territorialmente en comunidades empobrecidas sobre la base de la violencia y extorsión sobre amplios sectores de la población, principalmente trabajadores públicos, personas receptoras de remesas, pequeños y medianos empresarios, propietarios y choferes de transporte público, o la adquisición de bienes y servicios, como la contratación de televisión por cable. Estos grupos sometieron durante años a miles de comunidades mediante un sistema de prácticas extorsivas, normas y castigos bajo el lema “ver, oír y callar”. La negativa a las exigencias de dinero o la violación de las normas impuestas por las maras podían pagarse con la vida. Se fueron entrelazando con los poderes políticos. Incluyendo al propio Bukele que negoció un “acuerdo” con las maras durante sus dos primeros años de gobierno. Finalmente, por desavenencias, este se rompió y Bukele lanzó su nueva política de “mano dura”.

Más de 71 mil personas han sido detenidas desde que Bukele lanzó hace más de un año la llamada guerra contra la Mara Salvatrucha-13 y Barrio 18 en el marco del “estado de excepción” aprobado por el Congreso a pedido del presidente a fines de marzo de 2022, que anula arbitrariamente todo tipo de libertades democráticas. El estado de excepción ha servido para el reforzamiento de los poderes represivos de la policía y los militares, con un control sobre la circulación y la posibilidad de intervenir los teléfonos y detener a cualquier persona sin mediar orden judicial, con permiso para usar la fuerza letal, suspendiendo el derecho a defensa. El enfrentamiento abierto con la militarización de las calles de El Salvador se desató luego de un fin de semana caliente, donde fueron asesinadas 87 personas por parte de las pandillas, tras la ruptura por parte del gobierno de Bukele del pacto secreto que se había venido negociando desde 2019 para reducir los homicidios a cambio de evitar deportaciones de los jefes de las pandillas a Estados Unidos.

El despliegue de las fuerzas represivas para enfrentar a estos grupos no es una novedad de Bukele, sino una continuidad de las políticas de seguridad apoyadas por Estados Unidos que han dominado la guerra contra las pandillas durante las últimas décadas. Tanto los gobiernos de ARENA como del FMLN han recurrido a políticas de mano dura sacando al ejército a las calles, generalmente amparándose en estados de excepcionalidad o de emergencia, para hacer frente a las pandillas. Especialmente desde 2003 con el gobierno arenero de Francisco Flores se han lanzado distintos planes “antipandillas” con políticas de mano dura buscando desarticular a estos grupos mediante el encarcelamiento masivo de sus miembros a través de operativos conjuntos de la policía y el ejército. Sin embargo, ninguna de estas políticas ha logrado resolver el problema, más bien lo ha agravado, reforzando el aparato represivo del Estado, la militarización del territorio y el predominio del enfoque punitivista de endurecimiento de las penas.

Tampoco hay novedad en los intentos de negociación o pactos con las pandillas. En 2011, el entonces presidente Mauricio Funes buscó un cambio de enfoque mediante la negociación con las maras para reducir los homicidios a cambio de mejores condiciones carcelarias. Esta estrategia, manejada erráticamente por Funes, generó amplios rechazos incluso dentro del propio partido de gobierno. El fracaso de dicha iniciativa terminó, durante el gobierno de Sánchez Cerén, con una vuelta a las políticas manoduristas, reforzando la militarización de gran parte del territorio con el consecuente aumento de la represión, pero también con la expansión de cuerpos paraestatales (muchas veces formados por miembros de las fuerzas represivas del Estado), ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas. Además, la Sala Constitucional sacó un fallo en 2015, donde debían considerarse como organizaciones terroristas a las pandillas MS-13 y Barrio 18, coincidiendo con la insistencia del gobierno efemelenista en señalar a las maras como grupos terroristas. Las ironías de la inconsecuencia: el presidente Sánchez Cerén que en su juventud formó parte de un grupo armado que enfrentó a los gobiernos militares y fue acusado de terrorista, años después terminó ordenando un enfrentamiento directo contra las maras a las que su gobierno definió como terroristas.

Como lo demostraron las investigaciones del periódico digital El Faro, funcionarios del gobierno de Bukele también llevaron adelante negociaciones con las pandillas en 2019 y 2020 para buscar la reducción de homicidios por conflictos entre los grupos y tener el apoyo electoral para las elecciones intermedias de 2021, a cambio de beneficios carcelarios, evitar deportaciones, e incluso liberar algunos líderes que fueron trasladados al exterior. Estos hechos suscitaron una investigación a través de audios, fotografías, documentos y testimonios por parte del fiscal general Raúl Melara, conocida como el caso Catedral.

Para tapar esas denuncias, el gobierno de Bukele ha echado mano a la mayoría en el Congreso obtenida en las elecciones intermedias para destituir a los magistrados de la Sala Constitucional y al fiscal general, designando uno nuevo fiel al bukelismo, que desmanteló la unidad que llevaba adelante la investigación.

A su vez, salió fuerte con la campaña de difusión de las imágenes y videos de su megacárcel como símbolo del éxito de su política contra las maras. El gobierno hace alarde de una reducción drástica del número de homicidios. De una tasa de 105 por cada 100 mil en 2015, el año más sangriento desde el fin del conflicto armado, cayó a 17,6 por mil en 2022. De esta forma, el “modelo Bukele” se expande al ritmo de la difusión de impresionantes imágenes y discursos de la mano (dura) de políticos de distintas latitudes.

¿Un modelo autoritario exitoso?

De acuerdo a investigaciones periodísticas, que recogen incluso voces críticas con el régimen de Bukele, reconocen que las pandillas han sido desestructuradas, socavando su control territorial y su fuente de financiamiento a través de las prácticas extorsivas. Las estructuras en los territorios se quedaron desconectadas de las cúpulas que las lideraban desde las cárceles, quedando todavía algunas pequeñas células que pueden actuar por su cuenta, pero la mayoría concluye que el fenómeno de las maras, de la manera como se padecía desde hace años en El Salvador, ya no actúa.

Los testimonios dan cuenta de la suspensión del cobro de las extorsiones y de las limitaciones en la circulación y realización de ciertas actividades que antes estaban bajo férreo control de las pandillas. En las zonas controladas por maras, eran estas y no el Estado quienes decretaban “toques de queda” estableciendo horas de entrada y salida de la población de una comunidad y del funcionamiento del transporte público. De esta forma, gran parte de la población salvadoreña vivía situaciones que limitaban a diario la libertad de circulación y el acceso a ciertos espacios controlados por pandillas rivales. De ahí que las políticas de confinamiento por covid, primero, y el estado de excepción actual llevados adelante por Bukele desde 2020 no generen un rechazo tan amplio, habiendo desaparecido las prácticas extorsivas y amenazas de las maras.

Algunos matizan los resultados señalando que la situación ha mejorado en la capital y otros lugares de interés para el gobierno, pero el problema no ha desaparecido totalmente en muchas zonas rurales. Otros advierten que un fenómeno tan arraigado a lo largo del tiempo, ante la desarticulación producto de las políticas del gobierno, va a terminar mutando en el surgimiento de mafias. También de cara a una discusión sobre el futuro: ¿qué tan duraderos son los logros de una política basada en la represión? En relación a todas estas observaciones críticas: “Las investigaciones que tenemos en curso nos hacen tener una percepción preliminar de que el porcentaje de pandilleros capturados durante el régimen no llega al 30% y que el resto, la mayoría, son civiles” (El Faro, 03/02/23).

Sin embargo, una nota publicada por The Washington Post (24/01/23) es más categórica: las maras se vieron desarticuladas y eventualmente desplazadas por una forma criminal mucho más eficiente, más organizada y con mayor poder bélico: la mafia del Estado bajo el mando del presidente Bukele. El vacío dejado por las maras es ocupado por el ejército y la policía, con detenciones arbitrarias, abusos y violaciones masivas de derechos humanos.

Un reciente informe de la organización defensora de derechos humanos Cristosal a partir de entrevistas a personas liberadas tras ser declaradas inocentes, familiares, documentos médicos forenses y fotografías, describe un escenario terrorífico: al menos 153 presos muertos dentro de la cárcel por torturas, picanas eléctricas, asfixia por estrangulamiento o, simplemente, por falta de atención médica. El documento da cuenta también de la existencia de fosas comunes y entierros sin dar aviso a sus familiares. A eso se le suma un dato relevante: ninguno de los muertos había sido declarado culpable de los delitos que se le imputaban.

Todo lo vinculado con el régimen de excepción y los encarcelamientos está cubierto por un manto de opacidad: no hay cifras oficiales de detenidos, salvo por los tuits de funcionarios públicos. Información básica sobre las detenciones, como edad, lugar de captura, delitos imputados o pandilla con la que se los vincula, se considera reservada. “El País” señala la existencia de 71.000 detenidos bajo el estado de excepción. Una de las principales demandas de muchos familiares es la falta de información sobre el paradero de los detenidos, colocándolos en situación de desaparecidos que no son registrados por el sistema de justicia.

Todo este escenario redunda en la total impunidad de las fuerzas represivas y del gobierno de Bukele con el despliegue de prácticas fascistas. La suspensión de derechos y las violaciones masivas son una política de Estado que no solo afecta la vida de todos los salvadoreños. El reforzamiento del aparato represivo también termina afectando la posibilidad de organización y reclamo de las mayorías trabajadoras y populares. Se ha denunciado, concretamente, que en el marco del régimen de excepción han sido detenidos 21 dirigentes sindicales y 5 opositores políticos y otros por participar en manifestaciones acusados, sin ningún tipo de prueba, de tener vínculos con las pandillas.

Venciendo la militarización y el estado de excepción, se vienen dando expresiones de protestas callejeras por parte de activistas que alzan la voz, organizaciones de derechos humanos y, especialmente, por parte de madres y familiares de personas detenidas injustamente. Denuncian las arbitrariedades, abusos y criminalización principalmente de la juventud. Denuncian la violencia y persecución estatales  que no inicia con la detención y el encarcelamiento, sino que responde a una vulnerabilidad estructural sostenida por la situación de pobreza y discriminación a la que los somete el propio Estado. Esto en un cuadro donde casi la mitad de la población salvadoreña se ve afectada por las políticas de hambre del gobierno.

Como dijimos al principio de la nota, Bukele asumió criticando a ‘los mismos de siempre’: “¿Qué beneficio le trajo los Acuerdo de Paz al pueblo salvadoreño? […] ¿Qué ganó el pueblo? ¿Tuvimos desarrollo social, justicia, inversión en salud? ¿Hubo algo? No” (Infobae, 17/12/20). Después de 4 años de gobierno de Bukele, la clase trabajadora de El Salvador no ha visto mejorada su situación económica y social.Las mayorías explotadas de El Salvador no han salido de la miseria ni de la falta de perspectivas económicas.

A pesar de mantener Bukele la “dolarización monetaria”, la inflación aumenta en el precio de los alimentos (para quienes plantean que en una economía dolarizada no hay inflación) del 6,9% a junio de 2023 y del 12% en 2022 (El Economista, 11/07/23).

El Salvador es el país más chico de América Latina pero su deuda pública era en 2021 de 23.690 millones de dólares, un 83% del PIB. Según los pronósticos, en 2023 no crecerá más de un 2%, siendo el país de Centroamérica de más bajo crecimiento. Con un déficit fiscal crónico y una balanza comercial deficitaria en 10 mil millones de dólares, viene presentando presupuestos de gobierno con claros índices a la baja en materia de educación, de sostenimiento de los 13 hospitales estatales, etc. El rubro más importante del presupuesto es el pago de la deuda pública que este año ha llegado al 20%.

Ricardo Castaneda (2022), economista del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (ICEFI), dice que 165 mil personas cayeron en pobreza extrema en los últimos dos años.

El régimen de excepción y las detenciones masivas empeoran esta situación con la disminución de ingresos de miles de familias que, o bien la persona que aportaba esos ingresos está detenida o tienen que dividir los pocos recursos de los que disponen entre los gastos de la casa y los paquetes carcelarios que llevan a quienes están detenidos.

El “régimen de excepción” se ha transformado en permanente. Toda la vida política y social está regimentada por las fuerzas armadas y la policía. La Fiscalía no es autónoma y en el Poder Judicial han sido impuestos jueces fieles al bukelismo. Los salvadoreños han aprendido que, si a una persona la detienen por error, difícilmente podrá demostrar su inocencia e, incluso, a veces ni siquiera saldrá con vida.  

“Para muchos en El Salvador, el miedo cambió de rostro; ahora viste de uniforme” (El País, agosto de 2023).

Luego de décadas de violencia, obtuvieron algo de “seguridad” frente a la delincuencia organizada, pero a costa de perder sus libertades democráticas y derechos de organización.

La dramática situación salvadoreña, sumida en una dictadura donde Bukele pretende forzar la Constitución para presentarse a reelección en 2024, es un llamado de atención para el conjunto de la clase trabajadora para avanzar en la organización y construcción de una fuerza política que enfrente el crecimiento de estas experiencias políticas derechistas.

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