¿Crisis del socialismo o adaptación al imperialismo?
La derrota de los regímenes políticos stalinistas del Este europeo dio lugar a una amplia confusión política: muerte del socialismo, crisis del socialismo, fracaso del stalinismo, fracaso del leninismo y del marxismo, el fin de la historia, la victoria del capitalismo.
Entre los agentes más activos de difusión de esta mitología política están los propios stalinistas, lo que es natural, en la medida en que procuran dar una cobertura ideológica para su acción política, la cual constituye uno de los elementos decisivos en estos procesos políticos. La crisis del stalinismo llegó a un punto de estallido con la revolución polaca del inicio de la década del 80, que marcó el campanazo final de la dominación de la burocracia, tal como se había dado hasta entonces. Laglasnost y la perestroika de Gorbachov fueron una respuesta a esta crisis de características terminales.
El contenido de esta respuesta fue el ingreso del conjunto de la burocracia en el camino de restauración del capitalismo en la URSS y en los países del Este europeo, primero, y en seguida de las burocracias de todos los demás estados obreros (Cuba, China, Vietnam, Corea, etc.). Para la burocracia, lo que estaba en juego era proceder a una transición, digamos así, en frío, hacia el capitalismo, donde mantendría la dominación política y se transformaría en clase propietaria y explotadora.
Lo que determinó el carácter convulsivo del actual proceso político y económico en estos países fue la completa incapacidad de la burocracia de poner en práctica su programa restauracionista. El golpe de agosto de 1991 en la URSS y el literal desmoronamiento de Alemania oriental, con su subsiguiente anexamiento por la RFA, son los puntos culminantes de este fracaso.
Lo que tenemos ante nosotros es, por lo tanto, una situación de características nítidamente revolucionarias, donde el ‘statu quo’ político mundial no puede ser mantenido en ningún lugar y entró en una etapa de disolución y de tentativas de recuperación del equilibrio perdido, en medio de gigantescas movilizaciones de masa.
La ideología de la ‘muerte’ o ‘crisis’ del socialismo está lejos de ser una mera interpretación distorsionada de los hechos, sino que cumple un papel político real, una función ideológica en la lucha de clases. El límite de la crisis actual, que solamente puede ser adecuadamente definida como una crisis histórica del capitalismo, está dado por la ausencia de una dirección revolucionaria de la clase obrera. Este, sin embargo, es un límite que de ninguna manera es una barrera fij a, sino que se ubica, se reposiciona sistemáticamente a partir de la propia evolución de la crisis impulsada por sus factores objetivos (descomposición económica, disgregación de la burguesía, etc.). La clase obrera, en el curso de dos siglos de luchas, creó poderosas organizaciones sindicales y políticas, las cuales, inclusive bajo la dirección actual, se yerguen como obstáculo a las embestidas capitalistas contra las condiciones de vida de las masas y son un factor de agravamiento de la crisis. Las situaciones revolucionarias, como la actual, solamente pueden existir bajo la forma de lucha entre la revolución y la contrarrevolución, siendo que su punto de equilibrio no se encuentra entre estos dos componentes de la situación, sino que sólo puede ser alcanzado por la victoria de uno sobre el otro. En estas circunstancias, todas las conquistas históricas de la clase obrera son inútiles sin una dirección revolucionaria.
El imperialismo es consciente de esta situación en altísimo grado y, justamente por eso, una de sus trincheras ideológicas fundamentales es la lucha contra la organización revolucionaria de la clase obrera mundial.
Esta es la esencia de todo el democratismo imperialista que domina completamente todas las variantes políticas mundiales. Al contrario de lo que pregonaron muchos, la nueva oleada democrática está lejos de ser, solamente una válvula de descompresión de la situación política de características revolucionarias surgida en la segunda mitad de la década del ‘70, y que llevó a la crisis de las dictaduras militares sustentadas por el imperialismo mundial y a la crisis del Este. En realidad, la democracia es un arma política utilizada para oponerse a las tendencias revolucionarias de las masas mundiales a partir de la experiencia de Irán, Nicaragua, El Salvador y de la propia Polonia. En ese sentido, la ideología formulada a posteriori por los stalinistas convertidos en adeptos de la democracia, de que la idea de un partido revolucionario está superada, demuestra antes que todo, su oposición visceral a la toma del poder por el proletariado, para el cual la construcción de un partido revolucionario es condición ‘sine qua non’.
La cuestión del poder
El partido es un instrumento para la conquista y el ejercicio del poder político. Esta es la forma necesaria que asume el mecanismo de la política en la época moderna, después de la Revolución Francesa, pero principalmente, después del surgimiento del proletariado como factor político. Lenin subrayaba que el partidismo es una idea fundamentalmente proletaria y no burguesa. Las clases sociales no pueden actuar políticamente, históricamente, si no es a través del instrumento indispensable del partido político.
Es entonces esta idea fundamental la que se encuentra en cuestión y la que está en el ojo del huracán de la lucha ideológica del momento presente.
La burguesía gobierna a través de los partidos —y no podría ser de otra forma—, pero no ejerce su dominación política solamente a través de los partidos. Todo el régimen político, en sus instituciones y expresiones políticas, converge para la supremacía de clase de la burguesía, la cual constituye una verdadera dictadura de clase. El proletariado no dispone y no dispondrá nunca, debido a las limitaciones de la historia, de esta prerrogativa. Las características de formación de la burguesía y de la historia de su dominación política le permitieron dar al régimen político una extraordinaria plasticidad, una flexibilidad que ningún régimen político tuvo antes y que el régimen proletario no tendrá jamás. La dictadura del proletariado, que es la única forma posible de dominación política de la clase obrera, es, por su propia esencia, un régimen de transición entre el capitalismo y el socialismo, y como tal, un régimen de guerra civil mundial, cuya característica es la revolución permanente en todos los dominios de la vida económica, social y política y no la estabilidad que caracterizó la dominación histórica de la burguesía. En ese sentido, las posibilidades de un parlamentarismo obrero —aunque teóricamente aceptable— nunca serán tan amplias como el parlamentarismo burgués.
De ahí que el papel histórico del partido obrero sea mucho más decisivo que el de los partidos burgueses tanto de las revoluciones burguesas, como de toda la época de ascenso y decadencia del parlamentarismo.
La misión histórica del partido revolucionario, si nos permiten la expresión, no es sólo educar y organizar a la clase obrera para la toma del poder, sino organizar conscientemente la insurrección, engranaje decisivo de la revolución, y ejercer, contra toda la feroz resistencia de las viejas clases dominantes, el poder político. La complejidad de las tareas (cuyo carácter consciente supera en mucho a las tareas de las revoluciones burguesas) impone la complejidad de la organización obrera, o sea, se opone al espontaneísmo y a toda la ficción ‘democrática’ de las virtudes de las masas desorganizadas.
Toda la izquierda stalinista —o ex-stalinista— pasó de la ideología del partido único, estatal y monolítico a la condena sin atenuantes del partido revolucionario como un crimen capital contra la democracia. Esta inflexión ideológica no dejó afuera a la mayoría de las variantes de la izquierda que se presenta como trotskista.
Los organismos de poder
El abandono del concepto de partido revolucionario como instrumento indispensable para la toma del poder por la clase obrera, fue elevado al nivel de teoría política por los morenistas en varios de sus escritos. En Brasil, ya tuvimos la oportunidad de criticar las tesis presentadas por los seguidores de N. Moreno al Io Congreso del Partido de los Trabajadores (1990), donde la toma del poder por la clase obrera era presentada como un movimiento de tipo parlamentario en el interior de los soviets. En aquella oportunidad señalamos que los morenistas se presentaban de hecho como los que mayores ilusiones depositaban en el parlamentarismo.
En la oportunidad en que se lanzaron a organizar un partido político legal en Brasil con otros grupos (luego el Pstu), los morenistas trataron de desarrollar estas ideas de una manera amplia.
Según un artículo de uno de los dirigentes morenistas escrito en ese período, “nuestra lucha consiste en hacer que la clase obrera y los sectores aliados tomen el poder político a través de sus organismos y no que el partido tome el poder. Aquél, por cierto, es la dirección política de la revolución. No estamos con esto subalternizando el papel consciente que ejerce el partido, al contrario. Pero el hecho
de separar el poder político ejercido por la clase auto-organizada del partido, significa extraer lo que hay de fundamental en la experiencia de la Revolución Rusa”. “Si acordamos con esta formulación (de que los organismos ejercen el poder), eso significa que la disputa política central entre los sectores revolucionarios y reformistas y las varias alas que pueden existir en una determinada organización, se da dentro de estos organismos” (1).
Bajo la apariencia de un análisis marxista, aquí tenemos la substitución completa de la revolución por la democracia (burguesa) y del partido revolucionario por el parlamentarismo.
La disputa entre los sectores ‘reformistas’ y ‘revolucionarios’ es la lucha entre la revolución y la contrarevolución, entre la clase obrera y la burguesía, entre el partido bolchevique y los mencheviques y socialistas revolucionarios. Esta lucha de vida o muerte para la clase obrera —y para la burguesía— es transformada en un debate parlamentario, que sería el ámbito ideal de la democracia 'obrera’. El partido revolucionario no toma el poder porque, en realidad, no puede tomarlo sin los agentes de la burguesía dentro del movimiento obrero, los cuales estarían todos subordinados al mismo ‘organismo de poder’.
Según Trotsky, los partidos reformistas y pequeño burgueses no se quieren separar del semi-cádaver político de la burguesía, lo que transformaría a la hipótesis de un gobierno de los partidos obreros reformistas y del partido revolucionario, incluso como una transición rumbo a la dictadura del proletariado, en extremadamente improbable (Programa de Transición). En el razonamiento expuesto más arriba, ésta sería, en cambio, la única variante posible, lo que transforma en una variante excepcional de la revolución a la dictadura del proletariado.
El partido es la dirección política de la revolución, según esta teoría, pero su papel dirigente consiste en apuntar, en el interior de los organismos de poder, el camino para los partidos reformistas. No es a través de la lucha por la construcción de una nueva dirección para la clase obrera, sobre los escombros de las viejas direcciones, que el partido revolucionario se afirma como dirigente de la revolución, sino a través de un acuerdo con estos partidos en un mismo ‘organismo de poder' lo que no pasa de ser, evidentemente, más que una ficción política. El partido revolucionario se transforma, así, en un grupo de presión que abandona la lucha por la organización independiente de la clase en pro de una tentativa de influenciar las superestructuras unitarias de la clase obrera, o sea, las direcciones pequeño burguesas democratizantes de las organizaciones obreras.
Otra ficción es el concepto de ‘clase auto-organizada’, o sea, la idea de que el proletariado sería una clase consciente (clase para sí) al margen de su organización en un partido revolucionario por la virtud de tener creados organismos de dualidad de poder. El surgimiento de organismos de dualidad de poder es la expresión de una movilización revolucionaria de la clase, pero de ninguna forma implica una ruptura integral con la burguesía. Si no fuese así, no habría habido organismos de dualidad de poder dirigidos por los stalinistas (España 1936), por los sodaldemócratas (Alemania, 1918) y hasta por los agentes de la misma Iglesia Católica (Polonia, 1981).
La experiencia de la Revolución Rusa
Curiosamente, la experiencia de la Revolución Rusa demuestra exactamente lo contrario de lo que pretende el autor del artículo. La ‘disputa' entre el partido bolchevique y los partidos pequeño-burgueses que dirigían a los soviets, solamente ocurrieron en el interior de los soviets, en la medida que los segundos tenían la mayoría, y aun así muy parcialmente, pues los bolcheviues tuvieron que conquistar a la mayoría obrera en las fábricas para conquistar la mayoría en los soviets y, más todavía, para hacer la Revolución de Octubre. Cuando los bolcheviques arrancaron el poder a la burguesía y comenzaron a gobernar, los partidos pequeño-burgueses simplemente formalizaron su ruptura con la revolución y se alinearon con la contrarrevolución de la burguesía, de la monarquía y del imperialismo en la guerra civil que estalló enseguida.
La experiencia de la Revolución Rusa comprueba, antes que nada, esta lección elemental de que ninguna forma organizativa está por encima u opuesta a la política, o sea, a la lucha de clases. La lucha entre la revolución y la contrarrevolución se desarrolló tanto en el interior de los soviets como de cualquier otra organización (ejército), llevando en todos los lugares a rupturas irreconciliables. Pretender hacer descansar el poder obrero en una supuesta unidad de los soviets, es caer en la utopía política y en el abandono de la lucha de clases.
Mientras tanto, la Revolución Rusa demostró, por encima de todo, el papel excepcionalmente decisivo del partido revolucionario para la conquista del poder y para la conservación del régimen proletario contra los enemigos de la revolución. La revolución, o sea, el desplazamiento de millones de obreros que arrastraron centenas de millones de campesinos (una expresiva parcela en la figura de los efectivos militares) hacia posiciones independientes de la burguesía y del imperialismo, crearon las premisas fundamentales para el ejercicio del poder por el proletariado, pero solamente la acción consciente y planificada de la minoría que componía el Partido Bolchevique, de la vanguardia revolucionaria de estos millones de obreros, llevó la revolución a un desenlace a través de la insurreción de Octubre. Esta tarea nunca hubiera podido ser cumplida por la clase ‘auto-organizada’ sino solamente por un estado mayor plenamente consciente de sus objetivos y de los medios para conseguirlos, y capaz de actuar sobre la base de estas premisas.
Fue el partido, como factor consciente de la revolución, la columna vertebral de la guerra civil y del enfrentamiento con las gigantescas dificultades políticas y económicas desencadenada a partir de la presión del imperialismo y de la burguesía. No debemos olvidar, tampoco, que la burocracia se vahó, en su marcha hacia la conquista del poder, del instrumento que significó la disolución del partido entre los sectores más atrasados de la clase obrera, en el famoso ‘reclutamiento leninista’ de 1924.
¿Partido Único o partido revolucionario ?
Que la fantasía de la toma del poder por la ‘clase autoorganizada’ es un reflejo de la ideología (no una conclusión de la acción política) de la burguesía, lo demuestra la siguiente afirmación del mismo artículo. “En los períodos revolucionarios, toda clase o sector de clase foija su dirección para la defensa de sus intereses de clase inmediatos. Eso se traduce en la mecánica de la propia revolución burguesa, donde la burguesía como clase emergente constituyó sus organizaciones para la conquista del poder político y creó el parlamento para que sus diversas fracciones pudiesen negociar sus diferencias a espaldas de los intereses del proletariado”).
Según se deduce de aquí, los diversos 'sectores’ de la burguesía formaron direcciones para la defensa de sus intereses inmediatos —en el marco de la revolución— y crearon el parlamento para que estos intereses inmediatos pudiesen ser acomodados en el marco más general de la revolución, excluyendo al proletariado. Esta noción armónica de la revolución burguesa no es nada más que un simple desconocimiento de los acontecimientos de estas revoluciones. La burguesía inglesa de 1640 transformó al parlamento feudal en un elemento de su centralización nacional frente a la monarquía, y la evolución de este parlamento es la historia de sus depuraciones, en las cuales se afirmó la fracción burguesa más decidida a llevar la revolución a una conclusión victoriosa, la fracción de Oliver Cromwell que, finalmente, disolvió el parlamento y estableció una dictadura militar. En la Francia de 1789, la expresión más alta de la revolución es la Convención del Año II dominada por los jacobinos, después de la derrota de los girondinos por la movilización de los ‘sans culotes’ parisienses. Esta misma Convención, por otro lado, ya era un producto de varios enfrentamientos entre fracciones burguesas, donde algunas fueron simplemente barridas de la escena política.
Las instituciones parlamentarias de las revoluciones burguesas, muy lejos de ser un espacio neutro donde se armonizaban los intereses conflictivos de la burguesía para una acción revolucionaria unificada, fueron escenario de la más aguda lucha de clases entre estas fracciones (burguesas y pequeño burguesas) y tendieron a la más extrema centralización a través del predominio de la fracción más consecuente de la revolución burguesa, el Comité de Salvación Pública de Robespierre y de los jacobinos en Francia, y de la dictadura de los costillas de hierro del ejército de Cromwell. Si el parlamentarismo original no cumplía esta función idealizada de pasteurizador de los intereses políticos de las diversas fracciones de la burguesía, menos todavía lo cumplió el parlamentarismo posterior, el cual terminó por perder toda su independencia en relación al verdadero centro de gobierno, o sea, al ejecutivo dominado por los grandes capitalistas.
Esta versión de la historia de las revoluciones burguesas se opone a lo que los morenistas consideran como la idea que Marx y Engels tenían del partido revolucionario: “La concepción del partido de Marx y Engels, nacida de la revolución de 1848, tenía como punto de partida la comprensión de la necesidad de transformar al proletariado en independiente de la burguesía. El carácter revolucionario de esos partidos era definido por la tarea que ellos asumían: romper con el monopolio burgués de la política y construir una práctica política clasista”.
“Esta concepción, correcta para la época, dio origen a los grandes partidos social demócratas de inicio del siglo, que tuvieron un papel muy progresivo arrancando a la clase del seguidismo de la política de la burguesía liberal.
“Las características de estos partidos eran dictadas, en última instancia, por los objetivos planteados. La propia evolución del capitalismo modeló estos partidos (…). El proletariado vivía una época reformista. La revolución no estaba planteada como tarea inmediata. (…) Estos (partidos) pasaron a representar, no los intereses de conjunto del proletariado, sino los de una camada de la clase que, fruto de las conquistas arrancadas con mucha lucha, colocaron esos intereses encima de la revolución (…).
“Este rico proceso político y social significó el fin del partido único de la clase obrera” (3).
Es común la idea, como ángulo de ataque al partido revolucionario, de que las teorías de Lenin del partido centralizado, disciplinado y compuesto por revolucionarios profesionales fueron las que habrían sido el origen del ‘partido único’ de las dictaduras stalinistas. Pero tenemos una versión nueva: la idea de un partido único de la clase obrera sería de Marx y Engels y habría fracasado, porque el partido único se habría transformado en un partido no de la clase, sino de un sector, lo que habría dividido para siempre a la clase. Podemos suponer que, a partir de ahí, la tentativa de construir un partido de clase, un partido obrero, estaría superada por la realidad.
Ni Marx y Engels, ni Lenin y Trotsky defendieron jamás la construcción de un partido único de la clase obrera, del mismo modo que nunca concibieron al partido comunista como un partido de un sector de la clase con intereses opuestos a los del conjunto de la clase (Manifiesto Comunista). El marxismo defiende la construcción de un partido revolucionario, de vanguardia, o sea, un partido que organiza a la camada más evolucionada de la clase, que comprende los fundamentos de la explotación capitalista y que a partir de esto, lucha por un programa de liquidación del capitalismo y del establecimiento de la dictadura del proletariado. En lo esencial, no hay diferencia entre la concepción que Marx y Engels, por un lado, y Lenin y Trotsky, por el otro, tenían del partido revolucionario.
El partido revolucionario no defiende intereses particulares, sino los intereses de la revolución proletaria. Es por eso que el Programa de Transición afirma que la “única exigencia que los revolucionarios hacen a todos los partidos que procuran hablar en nombre de la clase obrera es que rompan con la burguesía”. Hay aquí una distancia gigantesca entre este programa y el 'partido único’.
La lucha de la burguesía contra un supuesto 'partido único’ teórico (pero que en China, por ejemplo, apoya al partido único realmente existente), está en realidad, dirigida contra la lucha consecuente por el programa revolucionario. Lo que la burguesía teme es, en verdad, la centralización política de la clase detrás de una estrategia revolucionaria.
La moral burguesa en la lucha revolucionaria
La sustitución del criterio de la lucha de clase en los ‘organismos de poder’ conduce necesariamente a la supresión de la realidad de la lucha de clases en el interior del partido: Kademás de los elementos encima descriptos existe otro al cual tanto Lenin como Trotsky y Moreno daban importancia fundamental, el elemento subjetivo. Las relaciones de confianza que se construyen entre la base del partido, sus cuadros y la dirección”.
“Para eso, no hay fórmulas que puedan resolverlo”.
“Lo fundamental para que esta relación sea construida está en la lealtad en que se desenvuelve la lucha política entre los cuadros en el interior del partido, sin este elemento subjetivo no hay ambiente capaz de permitir la elaboración colectiva, y el partido pierde la capacidad de intervención en la lucha de clases” (4).
El elemento subjetivo, aquí, no es la conciencia, que permite distinguir y defender los intereses de clase que el partido representa, sino la lealtad. Este punto ha sido presentado en todos lados como la necesidad de una 'ética revolucionaria’ para regular la relación en el interior del movimiento obrero de una manera general. En tal caso, el partido viviría una dualidad: tendría un programa y un criterio moral; la revolución y un patrón de comportamiento. Esta dualidad permite oponer la moral a la revolución, los métodos a la política, la defensa de los intereses de clase a las normas universales de la buena conducta.
Las condiciones para la construcción de un partido revolucionario, sin embargo, residen en su relación con los intereses de la clase obrera. A través de esta relación —que frecuentemente asume el carácter de una discusión inclusive táctica— están determinados los aspectos de moralidad revolucionaria y proletaria. Ninguna norma de relacionamiento ‘ético’ va a conseguir evitar un enfrentamiento brutal entre la revolución y la contrarrevolución, incluso —y principalmente—en el interior de un partido revolucionario.
Por un partido revolucionario
La crisis histórica del capitalismo confirma, de manera extraordinaria, la actualidad y la corrección de la idea fundamental del Programa de Transición de que la crisis histórica de la humanidad se reduce a la crisis de dirección del proletariado. Esto coloca a la orden del día la lucha por la construcción de partidos revolucionarios, en oposición a los frentes populares que se estructuran en todos lados como un chaleco de fuerza contra el proletariado.
La necesidad de este partido está determinada, no por los intereses particulares de sectores políticos, sino por la línea demarcatoria de la lucha de clases que es el programa de la dicta-dura del proletariado, o sea, de la lucha entre la supremacía de la burguesía, que conduce al mundo, a través de una degradación permanente, a su mayor catástrofe histórica, y a la lucha de las masas en todo el mundo contra la barbarie capitalista, entre la revolución y la contrarrevolución.
La lucha contra las manifestaciones de la ideología democratizante se impone como forma de conquistar la independencia política de la clase obrera a través de la denuncia de sus manifestaciones más sutiles, que se encubren con la tradición del marxismo, de la revolución y de la IV° Internacional .
Notas:
1. La actualidad del partido revolucionario, Joao Ricardo Soares, revista Desafío N° 2.
2. ídem.
3. ídem.
4. ídem.