La Revolución en España de Marx y Engels se compone básicamente de una serie de ar-, crónicas, correspondencias y fragmentos de los mismos, referentes no sólo al tema que le da su título, sino también a la F Internacional. Trataré específicamente de los artículos relacionados con el proceso revolucionario español a lo largo del siglo XIX, cuya autoría es de Marx. Conviene señalar que estos artículos de Marx no son integralmente conocidos, pues una parte ni siquiera llegó a ser publicada. Y, conforme a una nota de la edición utilizada por mí (una edición ampliada del Progreso de Moscú, traducida al castellano), hay evidencia de que Marx habría enviado once artículos al New York Herald Tribune. Entretanto, fueron publicados sólo los capítulos relativos a los años de 1808 a 1820, lo que significa que nos deja frente a un hiato de poco más de treinta años, a partir del levantamiento militar de Riego y el subsiguiente Trienio liberal, pasando por la restauración de la monarquía absolutista y por las regencias de María Cristina y Espartero, hasta llegar al reinado de Isabel II. Esto no llega a representar un problema insoluble, pues Marx se reporta a estos episodios en los artículos referentes a la revolución de 1854-1856. Y, para decir verdad, los ocho capítulos que llegan a 1820, cuyo título es La España Revolucionaria, ya representan un material más vasto de lo que se podría desear. Por lo tanto, me limito a esta breve presentación de la obra para, en seguida, detenerme en el análisis de algunos aspectos ciertamente relevantes que destacaré particularmente de estos capítulos, más que de los textos relativos a la revolución de 1854-1856, que son los fragmentos de artículos y crónicas publicados entre julio y setiembre de 1854 y otros tres capítulos más, titulados La Revolución en España, publicados también por el New York Daily Tribune en agosto de 1856.
Aunque no existan discusiones sobre la autoría de estos artículos firmados por Marx, no se excluye la posibilidad de que sean resultantes también de los aportes de Engels. En primer lugar; porque, de acuerdo con sus biógrafos, Engels era aficionado a la Historia, especialmente a la historia española. Además, sus indiscutibles conocimientos no sólo de historia de España, sino de la Historia de un modo general, saltan a los ojos con la lectura de textos como La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), O La Guerra de los Campesinos en Alemania (1850) o hasta, de El Ejército Español, un fragmento de Los Ejércitos de Europai1857), publicado por la Nueva Enciclopedia Americana y consecuencia de la profundiza-ción de sus reflexiones sobre temas militares. En segundo lugar, por su dominio del castellano, que ciertamente le permitió una mayor intimidad con la producción literaria e his-toriográfica de este país y, en ese sentido, no sería por casualidad que Engels se convirtiese en secretario por España del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores, o sea, de la Io Internacional. Finalmente, porque se puede verificar en estos artículos la recurrencia de una idea desarrollada anteriormente, en particular en La Guerra de los Campesinos en Alemania, publicada en 1850 por la Nueva Gazeta Renana (Neue Rheinische Zeiting), idea ésta que, más tarde, sería reconocida como de las preanunciadoras de la llamada ley del desenvolvimiento desigual y combinado, elaborada por Trotsky en el siglo XX.
Conforme a los datos presentados por José Arico acerca de las ediciones de la Revolución Española de Marx y Engels, en su libro Marx y América Latina, la primera publicación de lo que hasta entonces eran artículos y correspondencias dispersos, aparecería en el año 1917 en Stuttgart, en una recopilación hecha por Riazanov. La primera edición, en el idioma original en que fueron escritos los textos (inglés), surgiría sólo en 1939 en Nueva York.
No obstante, ya habían sido publicados en castellano por Andrés Nin, si bien que en una recopilación parcial, en 1929. Pasadas tres décadas, la editora Ariel de Barcelona traduciría la edición norteamericana, agregándole un prólogo redactado por Manuel Sacristán, en cuyo contenido se encuentra “una serie de penetrantes observaciones acerca del modo con que Marx aborda los problemas de la revolución española y de la historia del país” (1).
En 1967, sería un brasileño, Michael Lowy, el verdaderamente responsable por el primer estudio sistemático de estos trabajos de Marx, al publicar el ensayo Marx y la revolución española, 1854-1856, en la revista francesa le Mouvement social, y que iría a ser parte, posteriormente, de Dialéctica y Revolución, libro publicado en 1975 en México. Michael Lowy y José Arico, según este último, convergen en su evaluación de estos estudios, pues ambos rechazan “el criterio tan habitual que descalifica la importancia política y teórica de los artículos periodísticos de Marx” (2). En su ensayo, Lowy se propone demostrar que las tesis de Marx a propósito de la revolución española de 1854-1856 no sólo “arrojan una nueva luz sobre el pensamiento de Marx” sino también presentan un elemento de “sorprendente modernidad”, si se considera “la problemática socio-política del llamado tercer mundo; golpes militares de Estado, guerra de guerrillas, papel del campesinado, revolución burguesa o socialista…” (3).
La importancia política y teórica que Lowy y Arico atribuyen a los artículos de Marx ya fue reconocida, si bien que no explícitamente, hace poco más de sesenta años por el ya mencionado Andrés Nin, como también por León Trotsky. Los estudios de ambos, necesariamente poco sistemáticos, consideradas las circunstancias en las cuales fueron efectuados, o sea, en el caso del primero, en medio del proceso revolucionario español de este siglo que culminó en la eclosión de la guerra civil de 1936, y el segundo, en el exilio y bajo la mira constante de la policía secreta de Stalin, concluirían respectivamente en Los problemas de la revolución española y Escritos sobre España.
Coincidentemente, estas obras, tal como las conocemos hoy, son en parte resultantes de un trabajo de compilación a cargo de Juan Andrade que, al lado de Nin, era también dirigente del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) español. Coincidentemente, ambos dirigentes eran marxistas revolucionarios; coincidentemente, Nin todavía en España y Trotsky ya en México, serían víctimas fatales del stalinismo; coincidentemente, ambos recurrieron a los artículos de Marx acerca de las revoluciones españolas del siglo XIX para encontrar en ellos aportes para sus propias reflexiones sobre la revolución española del siglo XX.
No es necesario afirmar que no sólo los marxistas revolucionarios hicieron uso de los artículos de Marx: historiadores vinculados a un amplio y diversificado abanico de opciones teórico-metodológicas y también político-ideológicas lo hacen y, para que nos atengamos apenas a dos ejemplos bien diferenciados en cuanto al abordaje y al objeto de la investigación histórica, tenemos a Perry Anderson en su ya clásico Orígenes del Estado Absolutista, y el no menos clásico El Laberinto Español, Antecedentes sociales y políticos de la guerra civil de Gerald Brenan.
Particularmente entre los historiadores españoles, no sólo del período contemporáneo, sino también del moderno, la utilización de los artículos de Marx es recurrente. La mera consulta a la bibliografía, la lectura de las notas y el análisis de contenido de esta producción lo comprueban. El porqué de esta constante se encuentra, más que nada, en lo que José Arico acertadamente resumió como su excepcional valor metodológico, al cual se puede agregar un inequívoco y equivalente valor historio-gráfico, en tanto consecuencia misma del primero. Será por medio de análisis de los mencionados artículos que se confirmará la veracidad de ambas atribuciones.
Inicialmente, es preciso destacar la presencia de un elemento constante en las reflexiones de Marx sobre la historia de España: el análisis de la peculiaridad española, sin la cual se corre el riesgo de reducir la historia de este país, en particular la historia del siglo XIX, pero no sólo de ella, a una sucesión ininterrumpida de intrigas palaciegas, motines, pronunciamientos, insurrecciones locales, constituciones y guerras civiles; y entonces se corre el riesgo de vestirla con la camisa de fuerza del esquematismo y la generalidad histórica. En la perspectiva de este abordaje, serían necesarias pocas líneas y un puñado de episodios para hacer la síntesis del siglo XIX español: bajo el reinado de Carlos IV tiene fin un régimen cuya crisis, que ya se manifestara anteriormente, culmina en una lucha interna de la sociedad española frente a la invasión napoleónica en 1808. A partir de esta fecha, los reinados de Femando VII e Isabel II no serán más que una larga sucesión de pronunciamientos militares, guerras civiles y cambios de gobierno que acabarán en la Gloriosa Revolución de 1868, que destrona a Isabel II y da inicio a una auténtica transformación social y política por medio de un nuevo sistema económico: el capitalismo.
Con todo, el análisis de Marx está centrado justamente en la fase que inicia con la Guerra de la Independencia y finaliza con la fracasada tentativa 4de hacer una revolución burguesa en 1854, o sea, en este interregno que, en la perspectiva que acabo de mencionar, no pasó de una sucesión de pronunciamientos militares, guerras civiles y cambios de gobierno. Ocurre que Marx -a diferencia de los historiadores de su tiempo, cuyos conocimientos acerca de España eran limitados, o que no se esmeraban mucho por la exactitud, justamente porque “bebían en las fuentes de la historia cortesana” (Marx, K., Apud. Brenan, G., El Laberinto Español, pág. 9) y, ciertamente, no tenían en consideración la peculiaridad española, que es el hilo conductor de las reflexiones de Marx acerca del desarrollo histórico y, por consiguiente, del proceso revolucionario español— Marx, decíamos, no se permitió desconsiderar “la fuerza y los recursos de estos pueblos en su organización provincial y local” (la frase está en plural porque en ella Marx no se refería solamente a España, sino también a Turquía) (4).
Quien esclarece esta insistente búsqueda de la peculiaridad revolucionaria española es Manuel Sacristán, para quien ésta “no es fruto de una gratuita postulación de misteriosos rincones estancos y racionalmente irreductibles en el ‘alma’ o en la ‘vivencia'’ de los pueblos. Tiene raíces menos especulativas y, en última instancia, es consecuencia de un principio metodológico, a saber, de la importancia del papel dialéctico de los elementos superestructurales —tradición, cultura, instituciones, política, religión— en su reversión sobre los elementos estructurales básicos de la vida social” (5). El método de Marx, conforme a la conclusión de Sacristán, es “proceder en la explicación de un fenómeno político de tal manera que el análisis agote todas las instancias superestructurales antes de apelar a las instancias económico-sociales fundamentales” (6).
Este es el procedimiento adoptado por Marx ya en el primero de los ocho capítulos en que analiza la guerra de Independencia y cuya finalidad era, en las palabras del autor, “ofrecer… una visión de conjunto de la alborada de la historia revolucionaria de España, como medio para comprender y evaluar los acontecimientos que esta nación ahora presenta a la observación del mundo. Todavía más interesante y tal vez igualmente valioso para comprender la situación presente es el gran movimiento nacional que acompañó la expulsión de los Bonaparte y devolvió la corona española a la familia en cuyo poder todavía continúa” (7). Y convengamos: la frase no perdió su validez para los días actuales, por cuanto el trono español está todavía ocupado por la mismísima dinastía Borbón, pero no sólo por eso: muchos de los elementos diferenciales que Marx detecta y a los que atribuye su debida importancia, precisamente porque son elementos que trascienden cualquier coyuntura y sobrepasan las fronteras del siglo XIX e, incluso, pueden ser encontrados a partir del siglo XVI, vuelven a escena con renovadas fuerzas, especialmente cuando la proclamación de la II República en 1931 y en las subsiguientes revolución y guerra civil española en 1936.
De estas reflexiones de Marx acerca de la historia y revolución españolas, en las que el análisis de las peculiaridades de este país es una constante, me gustaría destacar una en particular, perteneciente a la esfera institucional: la peculiaridad de la monarquía absolutista que, de acuerdo con José Miguel Fernández Urbina, cumplió un papel diferenciado en relación a las demás monarquías europeas, algo que este autor examina en su artículo “Marx y la historia de España”, publicado por la revista Tiempo de Historia en 1979. Creo que la cita del propio texto de Marx es la manera más adecuada de introducir el tema. Ya en las primeras líneas de La España Revolucionaria, Marx llama la atención hada el hecho de que “las insurrecciones son tan viejas en España como el gobierno de los favoritos de Palacio contra los cuales fueron usualmente dirigidas’' (8). Estas conmociones que se inician a fines del siglo XIV llegan al XIX, cuando, en razón del Tratado de Fontainebleau (que preveía la división de Portugal y la entrada de los ejércitos franceses en España, acordada por Napoleón y Godoy, el favorito de la reina), “se produjo una insurrección popular en Madrid contra Godoy, la abdicación de Carlos IV, la subida al trono de su hijo Femando VII, la entrada del ejército francés en España y la subsecuente guerra de Independencia. Así, la guerra de Independencia española comenzó con una insurrección popular contra la camarilla entonces personificada en don Manuel Godoy… De la misma manera, la revolución de 1854 comenzó con el levantamiento contra la camarilla personificada en el conde de San Luis" (9).
En el siglo XVI, también una insurrección de los comuneros de Castilla tuvo en la camarilla personificada por el cardenal Adriano su detonante. No obstante, el centro vital de la constatación de Marx reside en que “la oposición a la camarilla flamenca era apenas la superficie del movimiento: en el fondo estaba la defensa de las libertades de España medieval frente a las injerencias del moderno absolutismo” (10). Pero, ya en el final del reinado de Carlos V, “desapareció la libertad española en medio del fragor de las armas, de los ríos de oro y de los tétricos resplandores de los autos de fe” (11), escribe Marx refiriéndose al imperio español bajo la dinastía de los Habsburgo, cuando España experimentaba su supremacía en Europa; cuando ya se iniciaba el proceso de conquista de América y el clero, “alistado desde los tiempos de Femando el Católico bajo la bandera de la Inquisición, había dejado de identificar sus intereses con los de la España feudal. Al contrario, mediante la Inquisición, la Iglesia se había transformado en el más poderoso instrumento del absolutismo” (12).
No obstante, después de casi tres siglos de dinastía de los Habsburgo, a la cual siguió la dinastía borbona, estas libertades sobreviven “precisamente en el país donde la monarquía se desenvolvió en forma más aguda que en todos los demás Estados feudales”, aunque, sin jamás “conseguir que arraigue la centralización” (13). Aquí está la primera de las peculiaridades de la monarquía española: las grandes monarquías se erigieron sobre la “base de la decadencia de las clases feudales en conflicto: la aristocracia y las ciudades. Sin embargo, en otros grandes Estados de Europa, la monarquía absoluta se presenta como un centro civilizador, como la iniciadora de la unidad social… la monarquía absoluta era el laboratorio en que se mezclaban… los distintos elementos de la sociedad hasta permitir a las ciudades cambiar la independencia local y la soberanía medievales por el dominio general de las clases medias y la común preponderancia de la sociedad civil. En España, por el contrario, en tanto la aristocracia se sumergía en la decadencia sin perder sus privilegios…, las ciudades perdían su poder medieval sin ganar en importancia moderna (…). La monarquía absoluta en España, que sólo superficialmente se parece a las monarquías absolutas europeas en general, debe ser clasificada… junto a las formas asiáticas de gobierno. España… continuó siendo un conglomerado de repúblicas mal administradas con un soberano nominal al frente” (14).
Fue en el siglo XIX que Napoleón, escribe Marx, “quien, como todos sus contemporáneos, creía ver en España un cadáver exánime, tuvo una fatal sorpresa al descubrir que, si el Estado español yacía muerto, la sociedad española estaba llena de vida y rebosaba, por todos lados, de fuerza de resistencia… Al no ver nada vivo en la monarquía española, salvo la miserable dinastía que había puesto bajo llave, se sintió completamente seguro de que conquistaría España. Pocos días después de su golpe de mano recibió la noticia de una insurrección en Madrid” (15).
Aplastado el movimiento por medio de la masacre de la población madrileña, “Surgió una insurrección en Asturias que rápidamente englobó a todo el reino. Se debe subrayar que este primer levantamiento espontáneo surgió del pueblo, en tanto que las clases ‘de bien’ se habían sometido al juego extranjero. De esta forma se vio a España preparada para su reciente actuación revolucionaria y se lanzó a las luchas que marcarán su desenvolvimiento en el presente siglo” (16).
Partiendo de estas citas del texto de Marx, caben algunas conclusiones. En primer lugar, la aparición y desarrollo del moderno Estado absolutista en España no implica un equivalente proceso de unificación nacional. Investigaciones históricas recientes ya permiten abandonar las mistificaciones en las cuales la unión dinástica de Castilla y Aragón bajo los Reyes Católicos es vista como el punto de partida de la unificación nacional, teniendo en cuenta que el centralismo monárquico puesto en marcha encontró respaldo únicamente en la tradición política castellana. Por consiguiente, hubo centralización y tendencia al absolutismo solamente en Castilla, donde se forjaría el Estado moderno, pero un Estado castellano, no español. La unificación nacional, en verdad, sería iniciada siglos más tarde, con la dinastía borbona, ya que bajo los Habsburgos el Imperio español continuaba teniendo cinco reinos autónomos (Aragón, Castilla, Cataluña, Navarra y Valencia), dotados de parlamentos, constituciones, sistemas monetarios, aduanas, sistemas tributarios y ejércitos diferenciados, en tanto que en las demás provincias, lo que las caracteriza es un fenómeno referente a su reducida integración económica. Sobre la exuberancia de la vida municipal, se debe considerar, antes que nada, la lentitud con que se procesó la Reconquista: si en un primer momento, la guerra de la Reconquista asolaba a las ciudades hasta el punto que, en las palabras del historiador español Manuel Colmeiro, parecen hijas emancipadas de la Patria y así, con el pasar del tiempo, “se formarían pequeñas naciones llamadas a configurar una monarquía poderosa. Entretanto, cada pueblo se gobernaba a su modo, sin hacer causa común con los demás pueblos peninsulares; aunque obedeciendo al mismo soberano, celebraban cortes separadas, gozaban de distintos fueros y, en fin, conservaban su autonomía” (17). La analogía hecha por Marx, entre la monarquía española y el despotismo asiático, puede ser explicada si tomamos en consideración el factor responsable por la fragilidad de esta tendencia a la centralización que es inherente al capitalismo. El atraso del desarrollo económico español, paradójicamente facilitado por la conquista y colonización de América, aunque fuese ya perceptible con una cierta anterioridad, “al mismo tiempo que no permitía la formación de la nueva sociedad burguesa, aun así descomponía a las viejas clases dominantes” (18) y, en ese sentido, en cuanto que el absolutismo europeo se desenvolvía gracias a la lucha de las ciudades (burguesía) contra las viejas castas privilegiadas (nobleza), la monarquía española, como afirma Marx, se forma en condiciones creadas por la decadencia del país y por la podredumbre de las clases dominantes, lo que permitía a la Corona encontrar su fuerza relativa en la impotencia tanto de las castas privilegiadas como de la burguesía.
En segundo lugar —y nos encontramos nuevamente con una paradoja— la monarquía española, que al principio parece indestructible, permanente y asimismo ¿histórica es, en verdad, algo muy frágil, incapaz de cumplir lo esencial de su función histórica, esto es, la unificación nacional, que iría a ser instrumentada por otras tres instituciones: la Iglesia (para Marx, convertida en el “más poderoso instrumento del absolutismo”), el Honrado Concejo de la Mesta (una asociación privada de ganaderos formada por una camada especial, la nobleza latifundista, responsable, en última instancia, por el estancamiento de la agricultura, puesto que se consolidan las estructuras sociales y económicas vigentes a finales de la Edad Media) y, más tarde, el Ejército, cuyo protagonismo a lo largo del siglo XIX es indiscutible, sea, de acuerdo con Marx, al tomar la iniciativa revolucionaria, sea echando todo a perder debido a su pretorianismo. Para José Miguel Fernández Urbina, “las convulsiones políticas que en España recorrieron todo el siglo XIX, tenían por eje esa función específica del Ejército, expresada en la debilidad general del Estado y del sistema político” (19). Así son factibles los reiterados pronunciamientos militares, porque “lo que llamamos Estado, en el sentido moderno de la palabra, no tiene verdadera corporización frente a la Corte, en razón de la vida exclusivamente provincial del pueblo, sino por medio del Ejército” y, con la guerra de la Independencia, será el Ejército “el único lugar en el cual se podrían concentrar las fuerzas vitales de la nación española” (20).
La importancia que Marx atribuye a la revolución española de 1854-1856, y cuyo entendimiento pasa, necesariamente, por la comprensión de lo que él denomina la peculiaridad española, se debe al hecho de que esta revolución abrió una nueva fase en el proceso revolucionario español. Aunque sea una cita excesivamente larga la que utilizaremos enseguida, su validez consiste en el hecho de ser una conclusión increíblemente esclarecedora del período analizado por él, en estos diversos artículos que componen La Revolución en España.
“La revolución española de 1856 se distingue de las precedentes por la pérdida de todo carácter dinástico. Se sabe que el movimiento de 1804 a 1815 fue nacional y dinástico. Aunque las Cortes de 1812 proclamaron una Constitución casi republicana, lo hicieron en nombre de Femando VII. El movimiento de 1820-23, tímidamente republicano, era completamente prematuro y tenía en contra a las masas cuyo apoyo solicitaba; y las tenía en contra porque estaban enteramente ligadas a la Iglesia y a la Corona. La realeza en España estaba tan profundamente arraigada, que la lucha entre la vieja y la nueva sociedad, para tomar un carácter serio, necesitó un testamento de Femando VII y la encamación de los principios antagónicos en dos ramas dinásticas: carlistas y cristinos. Inclusive para combatir por un principio nuevo, el español precisaba de una bandera consagrada por el tiempo. Bajo tales banderas, se efectuó la lucha desde 1831 hasta 1843. En seguida, hubo un repique de revolución y a la nueva dinastía se le permitió probar sus fuerzas desde 1843 hasta 1854. De ese modo, la revolución de julio de 1854 necesariamente traía implícito un ataque a la nueva dinastía…”.
“En 1856, la revolución española perdió no sólo su carácter dinástico, sino también su carácter militar. Es posible referirse en pocas palabras al porqué fue el ejército el protagonista de las revoluciones españolas… La guerra de la Independencia contra Francia, que no sólo hizo del ejército el principal instrumento de defensa nacional, sino también la primera organización revolucionaria y el centro de la acción revolucionaria en España; las conspiraciones de 1815-1818, todas las cuales emanaron del ejército; la guerra dinástica de 1831-1841, en la cual el ejército era el factor decisivo en ambos lados; el aislamiento de la burguesía liberal, que la obligaba a utilizar las bayonetas del ejército contra el clero rural y el campesinado; la necesidad que tenía Cristina y también la camarilla de utilizar las bayonetas contra los liberales, tal como los liberales las habían empleado contra los campesinos; y la tradición que nació de todos estos precedentes: tales fueron las causas que en España imprimirán a la revolución un carácter militar y al ejército un carácter pretoriano”.
“En 1854, el primer impulso todavía partió del ejército, pero ahí está el manifiesto de Manzanares de O’Donnell como testimonio de cuán frágil llegaba a ser la preponderancia militar en la revolución española Si la revolución de 1854 se limitó a manifestar de este modo su desconfianza en relación al ejército, apenas transcurridos dos años se vio atacada abiertay directamente por aquel ejército… Por lo tanto, esta vez, el ejército estuvo, en su totalidad, contra el pueblo; o, más exactamente, luchó solamente contra el pueblo y milicianos nacionales. En pocas palabras, la misión revolucionaria del ejército terminó (…). La próxima revolución europea encontrará a España ngadura para colaborar con ella. Los años de 1854 a 1856 fueron las fases de transición que debía atravesar para llegar a esa maduración” (21).
La tan viva y exuberante sociedad española escondida bajo el cadáver del Estado, fue obligada a soportar su peso muerto y arrastrarlo consigo adonde quiera que fuese. Entre tanto, componían poseía la fuerza necesaria siquiera para barrer aún las sobrevivencias feudales, consolidar el absolutismo y unificar la nación y, todavía menos, para pulir el camino rumbo al desenvolvimiento del capitalismo industrial. En España, contrariando lo que anteriormente denominé un esquema histórico lineal, quien arremetió en el sentido de la centralización, unificación, creación de mercado interno, unificación fiscal… fue una seleccionadísima parte de la nobleza vinculada a la actividad ganadera, pero lo hizo sobre una base de propiedad de la tierra todavía feudal, necesariamente opuesta al desarrollo del capitalismo industrial, el cual presupone, más allá de la unificación nacional’ la expropiación de las tierras en manos del clero y de la propia nobleza, en tanto que la burguesía insistió en defender sus intereses locales, congelándose en su fase comercial.. La combinación de esos intereses históricos regresivos y progresivos, lejos de imprimir su marca a las revoluciones que se- sucedieron permanentemente en la España del siglo XIX, neutralizaron a ambas clases en tanto motores de la revolución burguesa y crearon una situación en la cual los intereses combinados de estas clases acabaron por estancar el desarrollo y perpetuar .el atraso económico.
Extemporáneamente, la burguesía española intentó promover su revolución, mientras el sujeto histórico revolucionario ya era otro, y cuando Marx afirma que España está preparada para la próxima revolución europea, ciertamente no estaba refiriéndose a la revolución burguesa, y sí a la proletaria, algo que iría a ocurrir en nuestro siglo.
Notas:
(*) Ana Lúcia Gomes Muniz* Investigadora social brasileña
1. Arico, pág. 170
2. Arico, J., Marx y América Latina, pág. 171
3. Líiwy, M., Op. cit., pág. 37
4. Marx, K., Apud. Brenan, G.,Op. cit., Pág.9
5. Sacristán, M., “Prólogo” In: La España Revolucionaria, pág. 13
6. Sacristán, M., Op. cit., pág. 14
7. Marx, K. y Engels, F. La revolución en España, pág. 14
8. Marx, K. y Engels, F., Op. cit., pág. 7
9. Marx y Engels, Op. cit., pág.8
10. Marx y Engels, Op. cit., págs. 8-9
11. Marx y Engels, Óp. cit., pág. 11
12. Marx y Engels, Op. cit., pág. 11 13- Marx y Engels, Op. cit., pág. 12
14. Marx y Engels, Op. cit., págs. 12-13
15. Marx y Engels, Op. cit., pág. 13
16. Marx y Engels, Op. cit., pág. 14
17. Colmeiro, M., Historia de la Economía Política Española s.n.pág.
18. Trotsky, L., Escritos sobre España, pág. 10
19. Fernández Urbina, “Marx y la historia de España”. Tiempo de Historia, pág. 14
20. Fernández Urbina, op. cit., pág.16
21. Marx y Engels, Op. cit., págs. 133-135