En la prensa internacional especializada se ha hecho un uso extendido de la caracterización del golpe militar en Egipto, como “bonapartista”. Toma curso así una tradición teórica muy larga, que ha convertido al ‘bonapartismo’ en una categoría vaciada de contenido. Desde el ‘modelo’ clásico, que lleva el nombre del primer Napoleón, el bonapartismo necesitó de definiciones más precisas, ligadas a la época histórica que vuelve a alumbrar este fenómeno, e incluso a las peculiaridades nacionales. León Trotsky dio muestras geniales en este oficio, cuando abordó los fenómenos bonapartistas en Asia, con la emergencia del chino Chiag Kai Shek o los que anticiparon, en Europa, el ascenso del fascismo, o aquéllos que inauguró el mexicano Lázaro Cárdenas, a finales de los años 40 del siglo pasado, en América Latina. En este último caso, Trotsky analizó la tendencia histórica al bonapartismo en los países en que la burguesía nativa se ve condicionada por la presión del imperialismo, de un lado, y de la clase obrera, del otro. Los gobiernos de turno se ven forzados a adoptar una condición bonapartista peculiar, según se recuesten en uno de los contrincantes contra el otro, incluso en forma alternativa. En la Argentina corriente, el gobierno kirchnerista coqueteó con una tendencia al bonapartismo, que acabó tomando forma bajo el gobierno de CFK, cuando la experiencia kirchnerista ingresaba en su ocaso (bonapartismo tardío).
Particularidades egipcias
Lo que distingue al Egipto contemporáneo es la etapa revolucionaria que inauguró la rebelión popular de enero-febrero de 2011. El inicio de la revolución egipcia fue el fenómeno político-popular más destacado que fuera desatado por la bancarrota capitalista mundial, en el marco del fracaso de las sucesivas intervenciones imperialistas en el Medio Oriente y del fracaso del ejército israelí ante Hizbolla, en 2008.
Desde el comienzo, las principales fuerzas en presencia buscaron ganar el apoyo de las fuerzas armadas para un cambio de régimen, no su desarme y remplazo por el armamento popular. De esta circunstancia emergieron enormes contradicciones políticas y luchas incesantes de camarillas, con la intervención de la diplomacia civil y militar del imperialismo, incluida la del sionismo. El resultado provisional de todos estos conflictos fue la emergencia del gobierno de la Hermandad Musulmana (HM), con una votación minoritaria, al cabo de una segunda vuelta con el representante del viejo régimen. El bonapartismo no nace, de ningún modo, con el golpe militar, sino a partir del gobierno islámico, que intentó controlar el Poder Judicial (dominado por gente de Mubarak), la Asamblea Constituyente, el parlamento y, por último, la cúpula de las fuerzas armadas. La Hermandad Musulmana es una suerte de frente popular bajo un liderazgo único, pero es incapaz de establecer efectivamente un gobierno de frente popular, que hubiera implicado una alianza con la pequeña burguesía y las burocracias obreras no confesionales. Ante la agudización de la catástrofe económica y la crisis política intentó apropiarse de los resortes del poder, para controlar a las masas y proceder a aplicar el plan de ajuste que reclama el FMI. Se trató de una tentativa ‘kerenskista’ de bonapartismo, en referencia al intento similar del jefe del gobierno provisional de Rusia, Alexandr Kerensky, en 1917, para tratar de ponerle fin a la revolución en marcha.
El bonapartismo islámico buscó asegurarse respaldo internacional, al tomar partido contra el régimen sirio y formar una alianza con el gobierno islámico de Turquía, e incluso ratificó la alianza con Israel y la condición de seguridad mutua de la península de Sinaí, que limita con Gaza.
Las contradicciones insuperables
Rápidamente, el gobierno de los Hermanos musulmanes cayó preso de sus contradicciones. El general Abdul al-Sisi, que encabezó el golpe y es hoy el hombre fuerte del nuevo régimen, fue colocado en su puesto por el presidente egipcio derrocado. Mohamed Morsi estableció una alianza con el ejército y preservó los privilegios y prebendas de los oficiales. La Constitución sancionada por Morsi garantizó la autonomía y los negocios de las fuerzas armadas, que manejan el 40 por ciento del PBI. Lo mismo vale para la burocracia estatal: “Plétoras de políticos y consejeros que pueblan los ministerios y la Cámara alta testimonian la ausencia de renovación del personal político” (Le Monde, 30/6). Morsi tuvo frecuentes choques con el Poder Judicial, dominado por una numerosa masa de funcionarios vinculados con el viejo régimen de Mubarak, pero impotente para remover ese obstáculo.
Ante la catástrofe de la economía, el FMI reclamó un plan de ajuste: supresión de los subsidios a los combustibles, tarifazos y un plan de austeridad a gran escala, a cambio de un socorro financiero. Los Hermanos musulmanes demoraron la aplicación del ajuste y lo condicionaron a la obtención del monopolio del poder político. Se fue creando, entonces, una situación social insostenible, en la cual la carestía, la pérdida de puestos de trabajo, la escasez de combustibles, los cortes de electricidad y la desorganización económica fue provocando la insatisfacción generalizada de todas las clases sociales -en particular en la población trabajadora. La bancarrota económica de Egipto es el factor más dinámico del proceso revolucionario.
La rebelión popular se nutre y tiene su motor en esta gigantesca crisis social. En las semanas finales que culminaron con la caída de Morsi, un sector creciente de las masas trabajadoras musulmanas se incorporó a las manifestaciones callejeras. La cuestión social, y no el “enfrentamiento religioso”, es el dínamo de la política egipcia.
Una nueva transición
Los militares les soltaron la mano a los Hermanos musulmanes cuando vieron que su gobierno estaba jaqueado por la rebelión popular. La movilización de masas alcanzó su nivel más alto en oposición al gobierno de los Hermanos musulmanes, atizada por el derrumbe económico y la represión de sus milicias. El creciente vacío de poder dejaba también en el aire la ratificación de acuerdos con Israel, como se manifestó en el ingreso de distintos grupos de milicias en el Sinaí, por un lado, y la apertura del paso de Rafa -entre Gaza y Egipto-, por el otro. El golpe militar tiene el sello del sionismo. Lo principal, sin embargo, es la cooptación al golpe de la coalición laica, bajo la premisa de que los militares encarrilarían nuevamente el ‘proceso electoral’ y de que darían paso a un verdadero gobierno de frente popular.
¿Un ‘golpe democratizante’, entonces? Esa fue, precisamente, la expectativa de la coalición laica, que de inmediato nombró a sus líderes principales en el nuevo gobierno, junto a jueces de la era Mubarak. La represión feroz a la resistencia de los Hermanos musulmanes forzó a los laicos a una ruptura parcial del nuevo gobierno; los Hermanos musulmanes no plantearon una alternativa revolucionaria sino que confiaron en la posibilidad de ‘rectificar’ al golpe y negociar nuevas elecciones constituyentes. Las masacres perpetradas, ¿otorgan al nuevo gobierno el carácter de un bonapartismo ‘kornilovista’? El general Lavr Kornilov, en competencia con Kerensky, había intentado dar su propia salida bonapartista, de naturaleza terrorista-contrarrevolucionaria, al proceso ruso abierto en febrero de 1917.
Las seis semanas que han transcurrido desde el golpe egipcio no autorizan a caracterizar al nuevo gobierno de ‘kornilo- viano’; la inquietud y la movilización de las masas no se han atenuado. El proceso revolucionario no se ha revertido. Los militares heredan las contradicciones irresueltas del mandato de Morsi -tanto en materia de ‘ajuste’ y de plan político; Morsi fracasó en la tentativa de un bonapartismo ‘kerenskista’; Al- Sisi todavía tiene que probar su capacidad para poner en pie uno ‘korniloviano’. Las alternativas, sin embargo, no se limitan a estas opciones: una fracción militar podría invocar su pasado nasserista y establecer un gobierno bonapartista de estilo latinoamericano. Obtendría su respaldo económico de los emiratos del Golfo Pérsico, que rivalizan por poner un pie en Egipto y en toda la crisis en el Medio Oriente.
Grietas y giros
Por lo pronto, el rompecabezas armado por las fuerzas armadas se está agrietando con bastante rapidez.
La renuncia del vicepresidente Mohamed el-Baradei, uno de los hombres de conexiones más fluidas con Occidente, viene precedida por el distanciamiento del partido ultraislamista Al Nour, el cual inicialmente respaldó la destitución de Morsi.
Aunque la mayoría de las fuerzas liberales e izquierdistas integrantes de la coalición que respaldó el golpe siguen fieles al gobierno (en especial la organización Tamarrod) y han condenado la decisión de Baradei, comienza a percibirse un giro. “Muchos egipcios de tendencia liberal se sumaron a las manifestaciones de protesta convocadas por partidarios de los Hermanos musulmanes en condena de la violencia del Estado” (El País, 17/8). A la par de ello, han comenzado a florecer las denuncias contra el nuevo gobierno en las redes sociales, y hasta iniciativas de movilizaciones independientes fogoneadas por la izquierda laica.
Las fuerzas armadas conservan en la población laica y de otros credos religiosos una corriente de adhesión. La decepción irrumpe, sin embargo, en el campo de los intelectuales que inicialmente vieron con simpatía al golpe militar. Shadi Hamid, director de investigación del Brookings Doha Center, señala que “ya no tiene mucho sentido decir que Egipto se encuentra en medio de una transición democrática” (El País, 18/8).
Estados Unidos y Occidente
Este cuadro de situación ha intensificado las presiones de Occidente, dirigidas a buscar un compromiso entre el gobierno y los Hermanos musulmanes. Egipto juega un rol estratégico en la región. En primer lugar, en lo que se refiere al Sinaí, donde el ejército egipcio ha interrumpido el movimiento de los túneles que comunicaban al territorio egipcio con la palestina Gaza. Obama mantiene la asistencia económica y militar; lo mismo la Unión Europea. “Occidente concuerda con que el primer paso de cualquier modificación del escenario egipcio debe incluir la derrota de estas movilizaciones, que desafían la noción de que la crisis debe ser pagada por el conjunto de la población. Los actuales sangrientos ataques (…) son la máscara de una campaña de represión que va por toda la rebelión” (Clarín, 17/8). El golpe korniloviano y el estado de sitio permanente, siguen pendientes en la agenda.
Perspectivas
Egipto es uno de los eslabones más débiles de la actual bancarrota capitalista mundial. Es un país que importa todo el combustible que usa y una gran parte de los alimentos que consume. En contraste con otros países emergentes, ha sufrido tempranamente los coletazos de la crisis mundial, a partir del aumento explosivo de los alimentos. Con un 60 por ciento de la población por debajo de la línea de pobreza, el 60 por ciento de los jóvenes sin trabajo y un 25 por ciento de desempleo, con la extensión del trabajo en negro y precario, una inflación creciente, la desvalorización de su moneda y con las arcas de su banca central prácticamente vacías, Egipto está en ruinas. El problema fundamental es quién paga esta crisis. La respuesta popular que ella provoque será un componente fundamental de la nueva etapa de la revolución egipcia.