Sobre los partidos amplios y el NPA

Intercambio para el debate con los compañeros de L’Etincelle

Desde el Manifiesto del Partido Comunista en adelante, los socialistas revolucionarios han incorporado a su programa y estrategia la necesidad de poner en pie partidos obreros revolucionarios y una Internacional Obrera Revolucionaria, como requisito fundamental para la lucha y el triunfo de la revolución socialista.

Trotsky definió el problema en forma dramática, al plantear en el “Programa de Transición”: “La crisis histórica de la humanidad se reduce a la crisis de la dirección revolucionaria”.

Partiendo de esta premisa -que compartimos-, el debate se abre en torno de qué características deben tener esos partidos revolucionarios y cuáles son las posibilidades reales para construirlos.

Para responder en forma metodológicamente correcta estos interrogantes, debemos caracterizar en primer lugar el momento histórico-político que vivimos: ¿estamos en una época revolucionaria?

La caída del Muro de Berlín, la disolución de la URSS y el proceso abierto de restauración capitalista ha llevado a que gran parte de la izquierda que se reclamaba revolucionaria haya llegado a la conclusión de que el período histórico que abrió la revolución rusa de 1917 se ha cerrado. Se trató -de parte de estos sectores- de una caracterización impresionista, pequeño burguesa, tributaria del pensamiento ‘crítico’ burgués. Aceleró en estas corrientes un curso de adaptación a la sociedad burguesa, en especial con fórmulas democratizantes. Y aceleró su renuncia, incluso desde el punto de vista formal, a las formulaciones programáticas comunistas. Lo que ha predominado fue el abandono del programa que propugnaba la lucha revolucionaria por la dictadura del proletariado, en favor de una política de revalorización y adaptación a la democracia burguesa.

Si no hay época revolucionaria, si la burguesía ha logrado un dominio histórico del mundo imponiendo el ‘fin de la historia’, no haría falta, tampoco -sería utópico y perdería su actualidad- la lucha por construir un partido revolucionario.

Esa caracterización era y es incorrecta. Nuestro partido (y la CRCI), en cambio, caracterizó que el proceso de la restauración capitalista en los Estados que habían expropiado al capital, no era lineal, sino caótico. Que, en definitiva, iba a ampliar la magnitud de la crisis de conjunto del sistema capitalista mundial a una escala catastrófica superior, replanteando la emergencia de la creación de situaciones revolucionarias. Lejos de abrirse una etapa de estabilidad y revitalización del capital, ingresábamos a un escenario convulsivo. Hoy, no se puede negar que estamos ya sumergidos en esta situación de bancarrota capitalista, que repercute en choques crecientes entre las clases, planteando agudas crisis y giros políticos y entre los Estados, impulsando crisis internacionales y un firme curso guerrerista. Desde fines de 2018 se han desarrollado rebeliones populares en todo el planeta. África, Asia, América Latina, Europa (¡Francia!), incluso en el propio Estados Unidos, han visto un fuerte despertar de la lucha de clases, incluyendo rebeliones y que han volteado regímenes gubernamentales, etc.

En este cuadro de polarización política y social creciente, donde van a tallar la derecha fascistoide, por un lado, y rebeliones populares, por el otro: qué clase de partidos debemos construir los trabajadores y los revolucionarios.

Partidos revolucionarios de combate

La crisis de dirección revolucionaria que planteara Trotsky se ha profundizado, porque ahora abarca incluso a organizaciones que se propusieron conscientemente superar la traición contrarrevolucionaria del stalinismo y la socialdemocracia, creando partidos y una Internacional revolucionaria. Nos referimos a la gran diáspora trotskista que se reclama (ba) de la IV Internacional. Su involución y en muchos casos su estallido directo se deben no a problemas meramente organizativos, sino a profundas falencias político-programáticas.

El partido revolucionario de la clase obrera es un partido de acción, que se prepara activamente para intervenir y dirigir una revolución obrera socialista en este caos de bancarrota capitalista y creciente polarización político-social. Es necesario reagrupar todas las fuerzas posibles de los revolucionarios con esta perspectiva: crear partidos de lucha revolucionaria y una Internacional de combate que permita intervenir activamente en la lucha de clases, con el objetivo estratégico del combate por el poder.

Esto no se puede improvisar en el curso del estallido mismo de un proceso revolucionario. El partido debe estar organizado a priori, dotado de un planteamiento estratégico-programático de lucha por el derrocamiento de los gobiernos capitalistas y la instauración de gobiernos obreros. Sin programa revolucionario no hay movimiento revolucionario. En ese sentido, el partido revolucionario es el programa revolucionario. Este programa, que se va enriqueciendo en el proceso de la lucha de clases, debe estar sometido a una praxis: a la prueba de la capacidad de ese partido para intervenir en la lucha de clases, ligarse a las masas y organizarlas revolucionariamente, en primer lugar a su vanguardia, en su propio seno.

Semejante partido de acción revolucionaria presupone métodos que le permitan jugar ese papel activo en todo el proceso de la lucha política y de clases, y en el proceso insurreccional revolucionario llegado el caso. Es necesario que el partido revolucionario esté organizado bajo los métodos del centralismo democrático. Un debate interno, permanente, sobre las orientaciones y una política votada mayoritariamente, a la que se subordina en la unidad de acción toda la organización. La III Internacional de Lenin y Trotsky ha sacado documentos que insisten reiteradamente en la necesidad de construir estos partidos de combate revolucionarios, bajo los principios del centralismo democrático.

Las tesis sobre los métodos y la organización de los partidos comunistas, votadas por la III Internacional, insisten en que la propaganda y agitación políticas son una característica fundamental de un partido revolucionario. La III Internacional llega a calificar a esta como “nuestra tarea más importante antes del levantamiento revolucionario declarado”. En esto, la III Internacional continúa la experiencia del partido bolchevique, que creció y se desarrolló interviniendo a fondo en la agitación política sobre todos los problemas políticos y sobre todas las clases. La lucha política es una lucha de partidos. Y el partido revolucionario del proletariado debe mostrar sus credenciales interviniendo en esa lucha política: desarrollando la denuncia y el programa revolucionario, impulsando la organización independiente y la acción directa de las masas.

Escrito en 1902, el libro de Lenin, Qué Hacer, mantiene su plena vigencia política-histórica (como en general son todos los programas del movimiento revolucionario). Hoy en día, más que nunca, un partido revolucionario no puede limitarse a ser el más consecuente defensor de las luchas sindicales y reivindicativas: debe trabajar incansablemente por elevarse como dirección política alternativa al Estado y los partidos burgueses. Sin un trabajo permanente, metódico, de agitación política revolucionaria eso es imposible. Y esto no se puede desarrollar sin partidos revolucionarios de combate.

La izquierda que ha abandonado el programa revolucionario de la lucha por el poder, por la dictadura del proletariado y la revolución también entiende que un partido político que se reclame de los trabajadores debe intervenir activamente en el debate político y presentarse como alternativa. Pero cree que esa intervención solo es posible -o es el terreno privilegiado- en el marco de las elecciones y el parlamentarismo burgués.

Los llamados partidos de tendencias son antirrevolucionarios, renuncian a una intervención militante cotidiana en la lucha de clases y a transformarse en un canal de la organización independiente y de la militancia obrera revolucionaria. Los llamados “partidos amplios” son la sumatoria de diversas tendencias -que actúan como minipartidos-, renunciando al centralismo democrático, porque no lo necesitan, porque no tienen planteada una intervención revolucionaria en la lucha de clases con la perspectiva de la lucha por el poder.

El rechazo a los partidos amplios es una marca registrada del marxismo desde sus fuentes, o sea, arranca con Marx y Engels, quienes -recordemos- se opusieron a la unión del partido socialdemócrata alemán, liderado por Bebel con Lassalle. Plantearon establecer, a lo sumo, una alianza de características puntuales, pero se opusieron a poner en pie un partido único entre tendencias con planteos programáticos, perspectivas y estrategias disímiles e incluso contrapuestas. El cuestionamiento de los fundadores del marxismo quedó consagrado en la célebre Crítica al programa de Ghota, publicado en 1875, y que fue silenciada por los dirigentes del partido socialdemocrata alemán hasta 1895.

Dentro de un partido revolucionario de combate, el debate político puede (y da) lugar a la formación de tendencias enfrentadas en torno de divergencias políticas y programáticas. Pero el partido no está estructurado sobre la base de tendencias permanentes. La existencia del debate democrático y la formación de tendencias en el partido revolucionario, bajo los principios del centralismo en la unidad de acción, impide, metodológicamente, que las diferencias existentes puedan culminar en rupturas. La discusión entre tendencias (congresos, boletines internos, etc.) debe culminar en una acción unitaria común, de intervención en la lucha de clases. Es, lógicamente, natural que existan divergencias políticas y que la militancia discuta activa y apasionadamente esas diferencias. Como diría Napoleón, transportado a nuestra época, cada militante es en sí mismo una tendencia: en su mochila de combate están sus ideas y su capacidad de expresarlas. Porque tienen que ver con el desarrollo de la actividad militante. Pero los congresos, como instancia última, terminan resolviendo mayoritariamente la línea política y de intervención o habilitan para que estas tendencias se expresen por nuevos períodos. No son tendencias orgánicas permanentes, estructuradas ad infinitum. En el partido bolchevique, una lucha que puso al partido al borde de la escisión fue la que desarrolló la llamada fracción de izquierda, liderada por Bujarin, en oportunidad del debate sobre la firma de la paz de Brest-Litovsk con el imperialismo alemán. Lenin llegó a reconocer el ‘derecho’ a la escisión para la misma, pero rechazó la no aplicación de la posición que votara la mayoría, no la ruptura del centralismo democrático. Esta tendencia -que tenía toda una concepción sobre la necesidad de que el Estado soviético desarrollara una guerra revolucionaria contra el capital- fue muy a fondo, pero terminó durando poquísimos meses y se terminó disolviendo, superada la difícil emergencia. Eran militantes ‘educados’ en la integración de un partido de combate. Los integrantes de esta tendencia de izquierda terminaron enrolados en futuros reagrupamientos políticos de diverso tipo (Bujarin, en la derecha junto a Stalin, etc.). El no reconocimiento del centralismo democrático lleva al liquidacionismo, muchas veces impulsado por camarillas descompuestas. Es lo que sucedió a nuestro Partido Obrero, que luego de desarrollar un fuerte proceso de debate político (boletines internos, plenarios partidarios, conferencias nacionales y provinciales, etc.), culminó en su 26° Congreso. Impuesta una orientación de intervención completa y concreta por amplísima mayoría, Altamira -después de haber participado y reconocido en el propio congreso la vigencia mayoritaria de sus resoluciones- terminó rompiendo.

Un partido que se estructura sobre la base de la constitución permanente de tendencias no es un partido de acción. No busca una definición para intervenir en lucha de clases. Es, en ese sentido, impotente. Cada tendencia hace su juego, la mayoría de las veces fuertemente contrapuestos, edita sus propios periódicos y volantes, levanta sus propias consignas.

Generalmente, estos partidos de tendencias están estructurados para intervenir en los procesos electorales, donde las candidaturas centrales son digitadas en luchas de camarillas en el seno de la dirección ‘conjunta’, donde se negocia un reparto de puestos, eventualmente expectables a ser electos.

No cabe duda que es necesario participar en las elecciones burguesas, porque estas son una instancia de fuerte lucha política. Y si una organización que se reclama revolucionaria no puede porque no logra superar los requisitos proscriptivos que suele colocar la burguesía para excluir a la izquierda, significa que aún es una organización débil. De igual manera, también es importante, como parte de la actividad revolucionaria, participar en los parlamentos burgueses. Porque se puede hacer, desde ellos, un fuerte trabajo de agitación política que complemente y potencie la actividad que desarrolla en su lucha cotidiana el partido revolucionario.

Pero la izquierda democratizante y oportunista coloca a éste como el terreno central -y a veces único- de la lucha política. No es un instrumento, sino un fin. Se adapta al parlamentarismo burgués. Van al Parlamento no como revolucionarios que lo denuncian como una institución al servicio de los capitalistas, como una ‘dictadura’ que defiende los intereses de las clases dominantes contra el pueblo trabajador, al que hay que superar con la revolución y la dictadura del proletariado. Hay un abandono de la perspectiva revolucionaria y una adaptación al parlamentarismo y al Estado burgués. Esto entraña también un principio de corrupción política, donde el centro de la preocupación de esta izquierda democratizante es avanzar en la conquista de bancas (que -en la sociedad capitalista- habilitan a privilegios y corrupciones).

La necesidad del centralismo en la actividad del partido aparece -para estas corrientes- relativizada, subordinada a las roscas de fracciones y camarillas por candidaturas. Y en el mismo terreno se abre camino a las tendencias a la conciliación de clases, a los frentes con partidos burgueses y pequeños burgueses, que suelen presentarse como ‘nacionalistas’ (en los países atrasados) y/o ‘progresistas’; en definitiva, a los frentes populares o de conciliación de clases. Su progreso es medido por la conquista de bancas y cargos en el aparato estatal. Una quiebra de la independencia de clase y la entrega de la estrategia de lucha revolucionaria por el poder obrero.

La experiencia del PT y el Psol de Brasil

El Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil nació como parte del proceso de crisis de la dictadura militar en Brasil a fines de la década del ’70 del siglo pasado. Un fuerte proceso huelguístico, fundamentalmente en los cordones industriales de San Pablo, chocaba contra la dictadura. Estas luchas se proyectaron al plano político, impulsadas por una nueva burocracia sindical combativa -que estuvo en gran medida al frente de las huelgas obreras- con la participación de núcleos intelectuales de centroizquierda e incluso sectores de “la liberación” de la Iglesia. También participaron en su fundación la casi totalidad de los grupos y partidos de izquierda. El PO, una parte de cuya dirección y militancia estaba exiliada en Brasil, apoyó activamente este proceso. El PO consideró legítimo, dada la irrupción de masas obreras en la lucha política, participar de su creación y luchar por constituir en su seno una fracción revolucionaria.

No se nos escapan las contradicciones de este giro. El PT nació como parte del movimiento de lucha obrera y popular contra la dictadura y el sistema de partidos burgueses existentes. Pero no como un partido revolucionario, ni siquiera obrero, a pesar de que gran parte de su base de afiliados eran obreros industriales de grandes fábricas. El PT se desarrolló, prácticamente desde sus inicios, como un partido de tendencias. La dirección fue crecientemente copada y usurpada por un núcleo de la burocracia sindical lulista y la intelectualidad ‘progre’. La base militante fue crecientemente relegada. Se fue estructurando en torno de las campañas electorales y avanzando en acuerdos con la burguesía, incluso en sus variantes derechistas. Lula llegó a la presidencia en una alianza de frente popular y dando fuertes garantías al establishment internacional Esta es la evolución del partido de tendencias. La dirección lulista -al calor de su entrelazamiento con la burguesía- fue echando a las corrientes que bregaban por planteos de independencia de clase o críticos y avanzando en la regimentación-domesticación del PT, colocando a la base obrera y la militancia en situación de espectadores en la vida partidaria.

El Psol se constituyó en 2004, luego de que la gran mayoría de los dirigentes de lo que va constituir este nuevo nucleamiento fuera expulsada por Lula por críticas que realizaron a la política derechista en el primer año de su gobierno.

Pero tampoco se constituyó como partido obrero ni revolucionario, ni de combate. Se planteó de entrada su estructuración como partido de tendencias, situación que se mantiene hace 16 años. Su dirección nacional, integrada mayoritariamente por dirigentes centroizquierdistas, repitió los pasos del lulismo. Se constituyó como camarilla, consolidando su ‘mayoría’ con una regimentación fraudulenta. Su tendencia estratégica es de carácter electoralista, no revolucionaria ni de intervención sistemática en la lucha de clases. Cada ‘tendencia’ es, en realidad, un pequeño partido separado, eventualmente con su prensa y consignas propias. Su dirección ha colocado al Psol como ‘colectora’ subsidiaria del PT lulista. Realmente han vuelto a “los orígenes del PT”, pero en el momento en que este ha perdido toda progresividad, es un partido del ‘orden’, integrado plenamente al sistema político burgués. El Psol no tiene un programa de lucha por la independencia de clase. No fue nunca un partido socialista revolucionario ni sustentando en la militancia. Gran parte de sus diputados acompañan votaciones derechistas en el Parlamento y hacen lo que quieren, sin recibir ninguna sanción o expulsión. El Psol se constituyó políticamente como una variante tipo Syriza de Grecia o Podemos de España. A pesar de que ha crecido marginalmente, en la última elección en número de votos y en la conquista de algunos escaños parlamentarios, no hay que perder de vista que lo hizo en su carácter de rueda auxiliar del lulismo.

Sobre el ‘entrismo‘

¿Fue correcta la participación del PO y otras corrientes de izquierda en la formación del PT en Brasil? ¿Es correcta la formulación de tácticas entristas por los revolucionaros en organizaciones de masas para desarrollar en las mismas alas revolucionarias?

Trotsky planteo tácticas “entristas” en la década del ’30 en ciertas circunstancias. Se trataba, en primer lugar, de que se estaban produciendo procesos de radicalización y constitución de tendencias de izquierda -en la mayoría de los casos- en los partidos socialdemócratas. Era una reacción no solo contra el avance de la derecha fascista, sino también contra la traición de la burocracia stalinista. Los partidos comunistas habían sido depurados y ‘homogeneizados’ por el aparato contrarrevolucionario, subordinado al Kremlin. En los partidos socialdemócratas se constituían alas de izquierda con inclinaciones notorias hacia una militancia revolucionaria. Para tomar un ejemplo, tenemos la política sugerida por Trotsky hacia la radicalización del Partido Socialista Obrero de España. Su dirigente, Largo Caballero, que se había radicalizado estando en prisión, invitó a los trotskistas a incorporarse a las juventudes del PSOE para ayudar a revolucionalizarlas. Trotsky era partidario de aceptar esta ‘oferta’ entrando como fracción pública a las juventudes del PSOE. Pero Andrés Nin, dirigente de la oposición de izquierda, prefirió hacer un partido común con un minoritaria ala bujarinista que acababa de romper con el PC stalinista en España, constituyendo el POUM. Fue el PC el que aceptó la propuesta de Caballero y se integró en un trabajo de colonización stalinista, usando el prestigio de la revolución de Octubre, pero no su orientación programática. Esto ayudó, notablemente, a que el PC español, raquítico hasta entonces, se transformará en una organización de masas.

El entrismo puede valer como táctica de construcción del partido revolucionario sobre organizaciones que giran hacia la izquierda y/o que están sometidas a fuertes presiones de las masas radicalizadas, que la toman como un canal de organización y lucha. Por eso, participamos activamente en la constitución del PT de Brasil.

Pero la táctica entrista no significa la permanencia indefinida dentro de dicho partido, aún cuando algunas veces sea reconocida como tendencia. Es una táctica, no una estrategia de construcción de partidos revolucionarios.

El entrismo que desarrolló el morenismo en la Argentina, en el período inmediatamente posterior al golpe derechista contra Perón en 1955, podría ser en parte justificado. Porque era en el seno del peronismo donde se manifestaba la inmensa mayoría de los sectores de vanguardia y combativos de la clase obrera, que estaban desarrollando un fuerte campo de resistencia al golpe gorila. Pero el morenismo lo hizo adaptándose al peronismo. Pasándose de revoluciones: se colocó “bajo las órdenes del General Perón”, se prestó a ser usado para la propaganda anticomunista, etc. Y, lo fundamental: no se preparó para una ruptura cuando el peronismo produjo un giro drástico a la derecha, apoyando electoralmente a un candidato gorila (Frondizi, 1958). Su abandono de la ‘táctica’ entrista se produjo recién en 1964 por inanición, cuando el peronismo había sido ‘disciplinado’, encuadrado por Perón y la burocracia sindical, y el movimiento de lucha en reflujo.

La experiencia del NPA

La constitución del Nuevo Partido Anticapitalista (NPA) en 2008 no es parte de una evolución hacia a la izquierda, de una radicalización política de las fuerzas que lo constituyeron. La Liga Comunista Revolucionaria (LCR), la fuerza motriz y mayoritaria de la formación del NPA, resolvió disolverse para ingresar a un “partido amplio”, abandonando el programa marxista revolucionario y el concepto mismo de la formación de un partido revolucionario de combate, basado en el centralismo democrático.

Fue la culminación de un largo proceso. Ya en el Congreso de la LCR de 2003, la dirección logró por mayoría (85% de los delegados) sacar de sus Estatutos el objetivo estratégico de luchar por la dictadura del proletariado (gobierno obrero) (intentos anteriores no habían logrado la mayoría especial para esto). No se trataba del retiro de una ‘formulación’, sino del abandono de todo atisbo de política socialista revolucionaria, de su adaptación total e integración a la democracia burguesa. Esta es una involución que se aceleró a partir de la caída del Muro de Berlín: no habría lugar para la creación de partidos que lucharan por la revolución socialista. Esto se evidenció, incluso, en el congreso de fundación del NPA: puesto a votación el nombre del nuevo partido, la dirección se empeñó en rechazar que se llamara Partido Revolucionario Anticapitalista y logró imponer el más genérico (“y menos ideologizado”), Nuevo Partido Anticapitalista. Se plantó estratégicamente en crear “una nueva perspectiva socialista y democrática para el siglo XXI”: una adaptación al planteo de Chávez (2005) sobre la construcción del ‘socialismo del siglo XXI’.

De entrada nomás, el NPA se organizó sobre la base de tendencias y se anuló para una intervención unitaria en la lucha de clases. La dirección conformada proporcionalmente al porcentaje que sacaba cada tendencia en sus congresos se limitaba a sacar comunicados y declaraciones, pero no podía -ni quería- dirigir el trabajo de organización de los trabajadores y de implantación del nuevo partido en las masas. Esta tarea la encaró -cuando la encaraba- cada tendencia por su cuenta.

El NPA terminó siendo un débil aparato, con planteos oportunistas-frentepopulistas, electoralista. Esto tuvo una expresión acentuada en el último proceso electoral de 2017 en Francia, que encontró al candidato del NPA, Philippe Poutou, y al Secretariado Unificado (SU) dando un apoyo a Macron en el balotaje contra Le Pen, bajo las consignas “todo menos el Frente Nacional” y “ningún voto a Le Pen”. De esta manera, el NPA se perdió la oportunidad de capitalizar políticamente el enorme rechazo a los candidatos del régimen que expresaban diversos colectivos populares, que agitaban las consignas “contra el banquero y la racista” y “contra la patria y los patrones”, lo que se terminó plasmando en el 10% que recibió el voto en blanco en el balotaje. Incluso, esta tendencia había sido anticipada por una encuesta realizada por la organización de Mélenchon, que ponía de manifiesto que la mayoría de sus seguidores eran partidarios de la abstención.

Su performance electoral ha sido crecientemente negativa, lo que lo ha colocado en una situación de crisis, perdiendo gran cantidad de su militancia y al borde de su implosión. Uno de los objetivos anunciados por el NPA era el de reagrupar a la militancia de izquierda dispersa, pero termina desmoralizando a una parte de la vanguardia, fundiéndola.

El carácter liquidacionista del Secretariado Unificado

Esto nos lleva a la caracterización general de que el SU es una organización liquidacionista de la vanguardia y de oposición activa a la construcción de partidos revolucionarios. En tal aspecto tiene una política contrarrevolucionaria: bloquea esforzadamente el reagrupamiento revolucionario de la vanguardia obrera en un partido revolucionario.

Esta caracterización está abonada por una larga historia. Desde que Michel Pablo planteó el ‘entrismo’ en los PC stalinistas, llevando a la autodisolución de las organizaciones que se reclamaban trotskistas en la época. Pasando por el giro foquista, que llevó a la muerte a toda una generación de jóvenes militantes trotskistas, particularmente, en América Latina. Su adaptación al eurocomunismo y la ‘apertura’ gorbachoviana en la URSS, etc. Hasta hoy, las organizaciones brasileras, enroladas en el SU, forman parte del PT de Lula, cuyo gobierno de frente popular integró con ministros y otros cargos.

No queremos abundar sobre un balance de esta trayectoria liquidacionista del SU. No se trataron de errores con sus -lógicas- consecuencias políticas. Desde su nacimiento, nuestro partido se planteó la necesidad de luchar por la IV Internacional y enfrentó las expresiones liquidacionistas del SU (morenismo, etc.) en la Argentina, buscando ligarnos a las corrientes antiplabistas internacionales que denunciaban ese liquidacionismo. Nos integramos al CORCI con el lambertismo, en calidad a esa trayectoria antipablista. Y rompimos con él cuando se embarcó en maniobras para reunificarse con el morenismo, en el Comité Paritario (al que criticamos fuertemente), terminando prácticamente en una capitulación a la socialdemocracia.

Se nos reprocha que hemos colocado el centro de nuestra crítica en el SU, cuando hay otras ramas del trotskismo que son igualmente oportunistas. Pero no se puede  equiparar con el lugar que ocupa el SU como referencia principal del trotskismo y que aparece con la aureola de representar la continuidad histórica de la IV Internacional y del legado del dirigente de la revolución de Octubre. Ese lugar no lo ocupa ninguna de las otras corrientes del trotskismo que, en repetidos casos, han terminado volviendo al “regazo materno”, reincorporándose a sus filas.

El viejo Comité Internacional (integrado por el lamberistimo, el inglés Heally y el SWP yanqui) se disolvió al volver la organización norteamericana a integrarse al Secretariado Unificado sin haber logrado una revisión y reorientación de la política liquidadora del pablo-mandelismo, sino integrándose al mismo. La deriva posterior del SWP yanqui y de WRP británico está abonada por esta política oportunista.

En resumen, el SU no es una organización más en la diáspora trotskista: es la organización madre de la corriente liquidacionista dentro de la IV Internacional. Gran parte de la crisis que sufrieron las organizaciones que intentaron constituirse en torno de los principios programáticos del trotskismo revolucionario y que se acercaron al SU por el prestigio de Trotsky, del Programa de Transición y de la IV Internacional se debió a su política antirrevolucionaria y a su liquidacionismo. Persistir en ‘rectificar’ el liquidacionismo político-programático-organizativo es un camino que lleva al abismo y la desintegración.

La lucha por el Frente de Izquierda (FIT) en la Argentina

La constitución del Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT), en 2011, en Argentina, fue un paso adelante en la creación de una alternativa electoral obrera independiente contra los partidos burgueses.

El FIT se constituyó sobre la base de una plataforma de reivindicaciones transitorias (anticapitalistas) que tenía como eje central la independencia política de la clase obrera y se pronunciaba por el gobierno de los trabajadores.

Esto constituye un claro contraste con las experiencias anteriores, presididas por una política de colaboración de clases. Ese fuel caso del Frepu e Izquierda Unida (sobre la base de acuerdos entre el morenismo y el Partido Comunista). El Partido Obrero criticó esos frentes y denunció su orientación y su carácter.

El FIT se constituye, en los términos arriba señalados, con dos corrientes provenientes de la diáspora morenista -Izquierda Socialista (IS) y el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). El FIT se pudo constituir apoyándose en un proceso de radicalización de sectores de la vanguardia obrera y de la militancia de izquierda. Y, también, por el creciente desarrollo de nuestro Partido Obrero, que se convirtió en la principal fuerza de la izquierda argentina, en una fuerte lucha de delimitación del nacionalismo burgués en el poder. El éxito electoral de haber sobrepasado las trabas proscriptivas del régimen y llegado a las elecciones generales creó entusiasmo en sectores de la vanguardia.

No se nos escapan, sin embargo, las contradicciones del FIT. El FIT se estructuró como frente electoral. El PO viene luchando denodadamente para que se transforme en un frente de intervención política en todos los terrenos de la lucha de clases. Lo hemos conseguido solo parcialmente. Frente a los principales acontecimientos políticos del país hemos logrado -no sin debates internos- posicionamientos políticos comunes en el campo de la independencia de clase. Muchas de las propuestas e iniciativas para impulsar una intervención común en la lucha de clases fueron boicoteadas en forma explícita o implícita.

 El PTS, por ejemplo, se opuso y boicoteó la convocatoria a un Congreso de la izquierda y del movimiento obrero combativo, organizado por el FIT, que permitiera un reagrupamiento político-sindical de la vanguardia obrera independiente y lo proyectara políticamente. Lo que prevalece es una tendencia electoralista muy profunda en lo que se privilegia la promoción de los candidatos en lugar de una intervención en la lucha de clases. El PTS no quiso integrar el Plenario Sindical Combativo, que reúne en su seno a la casi totalidad de las direcciones sindicales combativas del país, boicoteó durante casi una década a la conducción del PO de la Federación Universitaria, etc. En diferentes oportunidades, tanto IS como el PTS, han tratado de diluir al FIT en agrupamientos ‘más amplios’, con hipotéticos sectores de la burocracia sindical o la pequeño-burguesía. Ha sido a través de una lucha política constante, en un marco favorable de una amplia vanguardia que mantiene la necesidad de la unidad del FIT, que hemos logrado que este trascendiera en el tiempo y se afianzara cada vez más como una alternativa política de izquierda, obrera y socialista. En el último período, hemos logrado dar pasos más firmes en una coordinación más permanente del FIT-U en la lucha política: bloque parlamentario común, movilizaciones, etc. Un avance importante es la convocatoria conjunta a la Conferencia Latinoamericana de la Izquierda y el Movimiento Obrero, que abre una perspectiva importante para el reagrupamiento de la izquierda latinoamericana en un período de grandes rebeliones obreras y populares.

El carácter contradictorio del FIT se evidencia, asimismo, en que esta política unitaria en el campo de la independencia clasista en Argentina no se repite en el resto de Latinoamérica. Donde nuestros aliados en el FIT tienen políticas divergentes, reñidas con los principios de independencia de clase que coincidimos en defender en Argentina. En Perú, la pequeña organización hermana de IS, integra una coalición centroizquierdista-frentepopulista y, en esa calidad, ha sido elegido uno de sus miembros diputado nacional. En Venezuela, varias de las corrientes del FIT han sido en su momento integrantes del chavismo (el MST se integró al PSUV), para pasar ahora a coquetear con la oposición pseudo-democrática proimperialista. En Brasil integran el Psol como fracciones y han tenido posiciones disímiles frente al golpe contra Dilma Rousseff (IS se declaró neutral).

La Conferencia Latinoamericana en marcha tendrá el desafío de constituir un polo clasista, de frente único, bajo una plataforma de combate, en la perspectiva de la lucha por gobiernos obreros y campesinos y la Unidad Socialista de América Latina.

Un capítulo especial lo constituye el MST que, en forma ‘oportunista’, planteó su ingreso al FIT, al que había condenado a la crisis y desaparición. En las últimas elecciones lo integró, aceptando el programa de independencia de clase y el objetivo estratégico de la lucha por el gobierno de trabajadores de la plataforma del FIT. Se trata de una ‘evolución’ forzada de la derecha hacia la izquierda. De todas maneras, no debemos ilusionarnos. Esta ‘evolución’ del MST no significa que haya abandonado su política de subordinación al nacionalismo burgués y frentepopulista, su centrismo orgánico. Su giro hacia el FIT le ha sido impuesto por la evolución de la lucha de clases y la fuerte lucha política que hemos desarrollado nosotros (y el FIT de conjunto).

Recordemos que la constitución del FIT encontró férrea oposición del MST, al que se le hundió por segunda vez su frente con el PC, que se fue alineando abiertamente con el kirchnerismo en el poder. Siguiendo el modelo de su hermano mayor (el SU), cambió su nombre agregándole el de “Nueva Izquierda”. Igual que la LCR, planteaba la necesidad de algo ‘nuevo’ para ser presentado al electorado. En oposición al FIT, el MST bregó para que el PO y la izquierda se integrara a un frente (Proyecto Sur) en torno de un peronista de ‘izquierda’, viejo dirigente nacionalista pequeño burgués. Consideraba necesario impulsar ‘agrupamientos amplios’. Se opuso tenazmente al FIT, considerándolo como ‘lo viejo’, el ‘frente de la izquierda sectaria’ y augurando al mismo su crisis y desaparición, mientras que pronosticaba el fortalecimiento del MST como corriente política nacional dentro del frente nacionalista pequeño burgués. La búsqueda de ‘lo nuevo’ lo llevó a pasos más derechistas aún en diversas elecciones provinciales (apoyo a Luis Juez en Córdoba y otros), en tenaz lucha contra el pretendido ‘sectarismo’ del PO y el FIT. Como en toda la historia de la izquierda argentina, terminaba capitulando, como furgón de cola ante diversas variantes del nacionalismo burgués peronista. El frente nacionalista pequeño burgués en torno de Proyecto Sur, terminó sacando menos votos que el FIT, y el MST entró en una crisis fenomenal que lo hizo retroceder, aunque en el camino intentó otras vías oportunistas. Pino Solanas culminó su trayectoria, pasándose primero a la oposición liberal burguesa, que sería una de las bases de la formación del frente macrista, para, ahora, aceptar un cargo de embajador en Francia por el nuevo gobierno peronista que acaba de asumir.

El FIT es un frente, no un partido en sí mismo. No puede reemplazar la existencia real de partidos. Un partido revolucionario bregará por extender ese frente si sirve a la lucha de la clase obrera y los oprimidos. Si el Frente deja de jugar un papel positivo en ese terreno, ya sea porque abandona los principios de independencia de clase y/o se convierte en una traba a la lucha de las masas -es decir, deja de impulsar la evolución de la movilización independiente-, seguramente será su fin.

Lo que ha permitido su nacimiento y -en gran medida- su desarrollo es el crecimiento de nuestra organización y nuestra influencia, en el marco, lógicamente, de una situación favorable que empujaba también a las demás organizaciones a intervenir en este sentido.

La intervención autónoma del Partido Obrero es notablemente superior a la del FIT. El FIT es un instrumento para potenciar la intervención independiente en el escenario político nacional (y ahora con la Conferencia Latinoamericana también en el internacional). Pero, sin el desarrollo del partido, como entidad política revolucionaria, sería muy dificultoso que se pudiera conformar un real frente de izquierda. Porque no tendrían envergadura sus reclamos en tal sentido. El FIT es un frente, no una organización común que se rige por los principios del centralismo democrático. El FIT no hace un trabajo de acumulación de cuadros en común. Ese trabajo lo hace cada partido, aunque se fijan campañas que ayudan al desarrollo de cada partido de acuerdo con la corrección de sus planteos, su capacidad y tenacidad.

Reagrupar a los revolucionarios para construir partidos y la Internacional

Los compañeros de L’Etincelle han manifestado su preocupación sobre cómo reagrupar a una inmensa cantidad de grupos y de militantes que se reclaman revolucionarios y trotskistas. Esto está incentivado por el surgimiento de nuevos grupos militantes, al calor de los levantamientos obreros que se vienen desarrollando (Chile, etc.).

La IV Internacional ha sido política-organizativamente destruida por la labor liquidadora del SU y de otras corrientes en gran medida tributarias.

¿Cómo plantear la emergencia de unificar a un sector importante de esta vanguardia en la lucha por construir revolucionarios en cada país y a nivel internacional?

Es evidente que cualquier reagrupamiento en términos partidarios debe darse en torno de una base programática común. Pero se corre el riesgo en entrar en un debate interminable sobre balances críticos y autocríticas de las experiencias recorridas durante décadas. Nadie niega la importancia política fundamental de estos balances. Sin un balance claro, siempre se correrá el riesgo de caer en los mismos errores o desviaciones. Pero sería utópico pensar que la unidad militante en una misma organización solo se podrá cumplir llegando a acuerdos en todos los puntos divergentes, pasados y presentes. En un partido común se discute y se vota, se ejecuta el centralismo democrático. Para ello, este partido está basado en una base programática común.

Ese fue el acierto metodológico de los fundadores de la CRCI. No buscaron un acuerdo integral sobre todos los puntos de la lucha política. Tampoco un mínimo común denominador que permitiera la unidad, postergando diferencias programáticas centrales para el futuro. Esto último sería una expresión de voluntarismo que estallaría ante la primera prueba importante que plantee la lucha política y de clases, sino los ejes centrales de diferenciación para constituir en la actualidad una organización militante revolucionaria. De la misma manera que Lenin planteó la unidad político-organizativa de los revolucionarios del mundo en la fundación de una nueva Internacional, la III Internacional, que tuviera como puntos centrales la lucha por la dictadura del proletariado y contra la política del “derrotismo revolucionario”, esto es, la lucha, en primer y fundamental lugar, contra su propia burguesía, rompiendo cualquier idea de ‘unidad nacional’ con ella, y desarrollando revolucionariamente la lucha de clases del proletariado.

Sobre la base de acuerdos estratégicos -que la CRCI actualizó en la lucha por la dictadura del proletariado, la oposición a los frentes de conciliación de clases, la intervención activa en la lucha de clases con el método de las reivindicaciones transitorias, la lucha por la revolución social y política en los ex Estados obreros y por el reconocimiento de que es necesaria refundar la IV Internacional, porque el SU no representa a esta, sino que ha evolucionado como una organización liquidacionista en el trabajo de construcción de partidos revolucionarios -dar los debates y pasos necesarios para crear las condiciones de un Congreso de Refundación de la IV.

Las divergencias, naturalmente existentes en el seno de las organizaciones, serán tratadas y canalizadas por el método del centralismo democrático, necesario para salvaguardar la unidad del partido, fundamental, para intervenir revolucionariamente en la lucha política.

Lógicamente, este es un norte de trabajo. No se trata de dar por reconstituida la IV Internacional entre organizaciones raquíticas y pretender que las diversas secciones subordinen su intervención política nacional a una dirección mundial de la Internacional. No porque metodológicamente no corresponda, sino porque como señaló Lenin en Izquierdismo enfermedad infantil del comunismo, la autoridad política de una dirección no se puede imponer administrativa y ‘estatutariamente’. Esa autoridad es conseguida a través de una experiencia común, que permite visualizar a una dirección probada, cuyo prestigio proviene de sus aciertos. Por eso será necesario dar una serie de pasos consecutivos y simultáneos: coordinación de campañas y tareas internacionalistas, publicación de manifiestos comunes, debate organizado de diferencias existentes con el propósito de delimitarlas y que no se transformen en fracciones ‘nacionales’ constituidas, etc. Pero, el objetivo estratégico es el de formar partidos y la Internacional revolucionaria en los principios de la militancia revolucionaria, del centralismo democrático, requisito fundamental para prepararse para los procesos revolucionarios que se avecinan.

Los desafíos por delante

El NPA ha cristalizado como un partido de tendencias-fracciones, que durante más de una década se han consumido en debates y maniobras subordinadas a los procesos electorales. La existencia de tendencias orgánicas permanentes dentro del NPA ha terminado de paralizarlo, anulándose unas a otras y desarrollando cada una su propia política. El NPA está implosionando y esta implosión se acelera frente al auge de la crisis capitalista y los procesos de lucha de masas (“chalecos amarillos” y grandes huelgas contra la reforma previsional de Macron en Francia). Ha perdido dos tercios de su militancia, yéndose en gran parte desmoralizada. Esta crisis del NPA es una tendencia general en la situación política internacional, no del llamado movimiento trotskista en general, sino del conjunto de la izquierda democratizante. Esta no resiste la presión combinada de la crisis capitalista con sus polarizaciones hacia la derecha, en muchos casos facistoide, y el auge de las revueltas de las masas. AyR (Anticapitalismo y Revolución) abandona Podemos en España porque rechaza la integración al gobierno de Frente Popular con el PSOE. El MST argentino se ve obligado a incorporarse al Frente de Izquierda. No hay lugar para NPAs. Próximamente será el Psol el que estallará o pasará a integrar un frente popular más orgánico para prevenir un estallido social en Brasil.

El entrismo de los revolucionarios en una organización como el NPA no puede ser una política permanente. De serlo, estaría indicando una asimilación a la ilusión de que el NPA puede ser empujado hacia una posición de independencia de clase. El entrismo implica también saber cuándo hay que salir. Lenin, cuando planteó en las “Tesis de Abril” la necesidad de escisionar a la socialdemocracia oportunista y fundar la III Internacional, aceptó que circunstancialmente una representación bolchevique siguiera participando de los encuentros centristas de Zimmerwald con “fines informativos”. Pero trabajó sin pausa, activamente, por la formación de la III Internacional.

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