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Crisis de régimen en Estados Unidos


Dick Cheney, vicepresidente de los Estados Unidos, se vio obligado a suspender una gira por Medio Oriente y regresar apresuradamente a Washington para impedir que se hundiera en el Senado (de mayoría republicana) un recorte presupuestario considerado “crucial” por el gobierno. Con el voto del vicepresidente, el gobierno logró un agónico 51/50 que le permitió evitar la humillación de una derrota provocada por su propio partido.


 


Pero ni siquiera la presencia de Cheney pudo evitar que unos días más tarde, el mismo Senado rechazara extender por cuatro años, como exigía el gobierno, la vigencia de la “Patriot Act”, la ley que permite a las agencias de inteligencia cometer todo tipo de tropelías en nombre de la “seguridad nacional”. Los senadores le extendieron una vigencia de apenas seis meses. Pero esta derrota de Bush se convirtió en catástrofe cuando la Cámara de Representantes (diputados, también dominada por los republicanos) redujo la extensión de seis meses a tan sólo uno (y fue respaldado por el Senado). Según los medios, estas votaciones fueron la consecuencia del “profundo malestar” creado en el Congreso por la revelación de que Bush había ordenado el espionaje telefónico de ciudadanos norteamericanos sin autorización judicial. Por la misma causa, renunció en señal de protesta uno de los jueces del tribunal que autoriza las escuchas.


 


Camarilla en desgracia


 


La crisis política desatada por el fracaso de la ocupación de Irak y profundizada por la catástrofe provocada por el huracán Katrina (que “mostró a un Bush no preparado para enfrentarla y no preocupado por sus consecuencias” -Stratfor, 29/11), ha propinado a la camarilla de Bush una serie demoledora de mazazos.


 


Su principal “hombre de confianza” en el la Cámara de Representantes, Tom De Lay, líder de la mayoría republicana, debió renunciar a su cargo por manejo fraudulento de fondos electorales; su par en el Senado, Bill Frist, está siendo juzgado por fraudes financieros. Al menos otros doce legisladores (y hay veinte más en la mira) están bajo investigación federal por sus relaciones con el lobbysta republicano Jack Abramov. El escándalo -que puede convertirse en “el más grande en el Congreso en más de un siglo podría llevar a que “los republicanos pierdan el control de la Cámara baja si Abramov comienza a hablar” (El País, 31/12). El escándalo ya ha comenzado a golpear a la camarilla de Bush: “David Safavian, un ex funcionario de primera línea de la oficina de presupuesto de la Casa Blanca, renunció en septiembre antes de ser arrestado por haber mentido acerca de sus relaciones con Abramov” (ídem).


 


La abogada Harriet Miers, designada por Bush para cubrir una vacante en la Corte Suprema, renunció a ía nominación después de que los republicanos y los demócratas se unieran para rechazarla por “incompetente para el cargo”. Su único “mérito” era ser la abogada personal de Bush.


 


Poco después, el jefe del gabinete de Cheney, Lewis Libby, fue condenado por cinco cargos (desde perjurio hasta obstrucción de justicia) en la investigación por la “filtración” a la prensa del nombre de una agente encubierta de la CIA (en represalia por la acusación del marido de la agente, un diplomático, de que el gobierno había fraguado las pruebas que involucraban a Saddam en el intento de obtener material nuclear). La misma investigación apunta hacia Karl Rove, considerado la “eminencia gris” de la Casa Blanca, y al propio Cheney.


Bush se ha peleado, dice Stratfor (29/11), con la derecha religiosa y los “halcones” del partido republicano. Estos, uniéndose a los demócratas, le han propinado una paliza en el Congreso al forzarlo a aceptar -después de haber amenazado con vetarla- la llamada “enmienda McCain”, que prohíbe la tortura.


 


Bush no maneja la agenda parlamentaria ni a sus propios parlamentarios republicanos. Tampoco ala Justicia: recientemente, una corte de apelación federal rechazó la transferencia a la Justicia civil del ciudadano norteamericano José Padilla, detenido desde hace tres años, sin juicio ni cargos, por la Justicia militar. Fue necesaria una intervención de último minuto de la propia Corte Suprema para autorizar la transferencia. Ni siquiera a los servicios de inteligencia, como lo revela el choque con la CIA por el “blanqueo” de una agente encubierta o la filtración a la prensa, por parte de agentes de la NSAÍla más secreta de las agencias secretas), de que Bush había ordenado escuchas telefónicas sin autorización judicial. Mucho menos a los generales, que se encuentran en estado de deliberación ante el fracaso de la ocupación de Irak.


 


“Bush parece más aislado e impotente que nunca”, escribía hace ya un tiempo The Economist (29/10), cuando no había pasado ni la mitad de las cosas que se relatan más arriba.


 


En este cuadro, la impresionante huelga de los trabajadores del transporte de Nueva York muestra que la crisis política no se desarrolla tan sólo en las “cumbres” de la sociedad sino que ya comienza a mostrar sus consecuencias en la actividad de los explotados.


 


El Congreso llena el vacío


 


The New York Times (23/12) caracteriza los golpes que el Parlamento y la Justicia (ambos dominados por los republicanos conservadores) propinaron a la camarilla de Bush como “alentadores (de que) finalmente hay signos de que el sistema democrático está intentando tomar las riendas en la presidencia imperial” de Bush y Cheney.


 


Pero el Congreso al que ahora se presenta como un “contrapeso” a la camarilla ha sido el principal sostén político de Bush y su camarilla: respaldó la “Patriot Act” y la política de liquidación de los derechos democráticos; respaldó la invasión de Afganistán y todas las mentiras que llevaron a la ocupación de Irak; votó todos los créditos que el gobierno le reclamó para la guerra; respaldó las cárceles secretas; votó todas las reducciones de impuestos (a los ricos) y reducciones de servicios sociales (a los pobres) que quiso Bush; les dio superpoderes al presidente y a su camarilla.


 


El “sistema democrático” que ahora reivindica The New York Times fue cómplice -y partícipe necesario-de todos ios crímenes de Bush contra el pueblo norteamericano y contra todos los pueblos del mundo. El propio diario neoyorquino mantuvo encajonada durante un año la denuncia de que Bush había ordenado las escuchas ilegales. Es un “contrapeso” trucho: la tan reivindicada ley que prohíbe la tortura está “devaluada” (El País, 17/12), porque no permite que los detenidos en Guantánamo realicen acciones legales en caso de tortura, porque autoriza a los tribunales militares a usar las evidencias obtenidas de esa forma y, finalmente, porque no define ilegalmente qué es “tortura”.


 


También la burocracia sindical -estrechamente ligada al partido demócrata- fue cómplice de la camarilla. En marzo de 2003, John Sweeney, presidente de la central sindical, declaraba que “la AFL-CIO respalda firmemente a nuestras tropas (…) Ahora que la decisión ha sido tomada, somos inequívocos en nuestro apoyo a nuestro país y a los hombres y mujeres de los Estados Unidos en la línea de combate (…) También llamamos al presidente, como comandante en jefe, a que redoble la determinación de su gobierno para mejorar nuestra protección frente a los ataques terroristas” (página web de la AFL-CIO). Dos años después, la Convención de la AFL-CIO aprobó una resolución llamando al “rápido retomo” de las tropas (después de haber rechazado una que reclamaba “un retiro tan pronto como sea posible’’). Esto ilustra el carácter reaccionario y cobarde de los que ahora intentan “ponerle límites” a Bush.


 


El “sistema democrático” fue cómplice y sigue siéndolo. Porque a nadie se le escapa que, escándalo o no, las agencias de inteligencia continúan espiando a los ciudadanos norteamericanos; las cárceles secretas siguen funcionando y en ellas se sigue aplicando, de manera sistemática y metódica, la tortura de los prisioneros.


 


El Congreso ocupa el lugar de la fracasada camarilla de Bush… para sostener a Bush hasta el final de su mandato; es decir, para limitar los alcances de la crisis política que ha abierto el fracaso de la ocupación de Irak.


 


Por esta vía, se arriesga a los inevitables contraataques de la camarilla, que se resiste a abandonar la escena. Una de estas jugadas sería el posible reemplazo de Donald Rumsfeld por el senador demócrata Joe Lieberman al frente del Pentágono. Por esta vía, Bush intentaría no sólo quebrar al partido demócrata (hoy dominado por su ala izquierda); por sobre todo, sacaría del Parlamento a itn demócrata de derecha capaz de “articular” contra la camarilla a una parte del propio partido republicano.


 


Cambio de régimen


 


El papel protagónico que ha adquirido el Congreso (y, en menor medida, la Justicia) constituye una anomalía en un régimen fuertemente presiden-cialista como el norteamericano. El creciente “protagonismo” de los parlamentarios y los jueces es la contracara necesaria del debilitamiento de Bush y del Ejecutivo, que concentra los poderes del Estado.


 


Bush está obligado a negociar con el Congreso, es decir, a co-gobemar con él. Esta obligación se hará todavía más acusada el año próximo si, como se pronostica, las elecciones parlamentarias son una catástrofe para Bush (aunque no necesariamente para el partido republicano, si es que Abramov mantiene su boca cerrada). Las encuestas indican que los votantes se preparan a votar “contra Bush”; por esa razón, los parlamentarios de su partido se “alejan” del presidente, al que califican como “radioactivo” (The New York Times, 29/10).


 


La inadecuación de Bush es manifiesta. No sólo es un obstáculo a la posibilidad de lograr un acuerdo internacional que permita a los yanquis salir del pantano iraquí; está a contramano del giro a la izquierda en América Latina y de la propia evolución de la lucha de clases en los Estados Unidos.


 


Hay una crisis de régimen. El plazo constitucional de Bush llega hasta enero de 2009. “Si Bush no se recupera, (es) un período muy largo, en el que pueden pasar muchas cosas” (Stratfor, 29/11). Si la crisis internacional y la propia crisis norteamericana continúan agravándose, se asistirá a una resurrección del centroizquierdismo (“liberáis” y “left liberáis”), y por lo tanto de la burocracia sindical. En esas condiciones, cuanto más se dilate el recambio presidencial, más a la “izquierda” podría ubicarse el reemplazante de Bush.


 


E! pasaje de un gobierno de camarillas, que gobierna por decreto y en secreto, a un gobierno obligado a apoyarse en el Parlamento y los jueces y hasta a co-gobemar con ellos -y de allí a un régimen virtualmente “parlamentario”- no será pacífico; sólo puede procesarse mediante choques violentos, enfrentamientos, escándalos y crisis.


 


Nuestro pronóstico estratégico -que la guerra llevaría a crisis de los regímenes políticos en los principales países imperialistas- se ha demostrado correcto. De lo que se trata ahora es de aprovechar la conmoción creada por esas crisis en la vida cotidiana y en la conciencia de los explotados para impulsar la lucha por la recuperación de las conquistas y el desarrollo de una alternativa obrera y socialista.


 

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