“En lugar de una lectura lineal de los acontecimientos que signaron el curso de las relaciones argentino británicas y argentino norteamericanas durante el conflicto mundial, se ha optado por desarrollar una interpretación más amplia… y desentrañar el complejo triángulo de intereses económicos, políticos y estratégicos que envolvió en aquel momento a las tres naciones” señala la introducción del autor. Para tratar de llevar a buen puerto este ambicioso proyecto Rapoport ha contado con documentos inéditos hasta ahora, en particular material del Foreign Office y de otros departamentos del gobierno británico.
La segunda guerra mundial provocó un cambio significativo en las relaciones interimperialistas y en los planes yanquis para Latinoamérica. El debilitamiento de las potencias imperialistas europeas y su entrada en la guerra permitió a los Estados Unidos pasar a eliminar a sus competidores en los países oprimidos. El sistemático avance de posiciones del capitalismo norteamericano adquirió a partir de 1939 características arrolladoras. “Mientras Inglaterra había hecho toda clase de esfuerzos desde los primeros meses de la guerra, para ocupar posiciones que tuvo que abandonar la bloqueada Alemania en el mercado mundial, los Estados Unidos, casi automáticamente, han estado eliminando a la Gran Bretaña. Dos tercios del oro del mundo están concentrados en las arcas norteamericanas. El tercio restante está afluyendo al mismo lugar. El papel de Inglaterra como banquero del mundo es un asunto del pasado” sostenía el Manifiesto de la IV Internacional ante la guerra (26/3/40).
La Argentina se convirtió en uno de los objetivos preciados de esta caza lanzada por el imperialismo yanqui. Solo que, en este caso, la puja con Gran Bretaña fue particularmente virulenta por el grado de implantación del imperialismo inglés en el país y sus sólidos lazos con la oligarquía terrateniente. El autor acierta al destacar que “fueron las relaciones económicas las que transformaron a algunos países de América del Sur, en ‘colonias informales’ (del imperialismo inglés)”. Argentina, entre ellos. La complementariedad entre ambas economías —Gran Bretaña encontró aquí alimentos baratos para abastecer a su población trabajadora y un creciente mercado interno para vender sus productos- ayudó a cimentar la alianza entre el imperialismo inglés y la burguesía nativa, estructurada en torno a una poderosa capa de estancieros y una gran burguesía comercial que servía de intermediaria en el comercio de exportación e importación.
Durante la década del treinta un gobierno de estancieros y agentes directos del imperialismo inglés respondió a la crisis económica mundial agravando todos los rasgos de sometimiento del país a la metrópoli de Su Majestad. Símbolo de esta época es el pacto Roca-Runciman por el cual la oligarquía se preservó su cuota de exportación de carnes al mercado británico a cambio de concesiones leoninas: obligación de compra de productos ingleses con las divisas obtenidas por la venta de carnes, trato preferencial a las inversiones e importaciones de Gran Bretaña, etc. Estas concesiones afectaron de un modo parcial la penetración sistemática del resto de potencias imperialistas en el país y en primer lugar de los yanquis: bajaron abruptamente las importaciones de ese origen por la discriminación arancelaria pero siguieron afluyendo inversiones atraídas por la política proteccionista del gobierno.
Las ataduras económicas y políticas al imperialismo inglés sancionadas por el pacto Roca-Runciman crearon una situación atípica: “mientras en los demás países de América Latina se habían debilitado los lazos económicos y políticos con Europa —y en particular con Gran Bretaña- Argentina, por el contrario, asistió en el mismo período a un robustecimiento de esos lazos (reflejo de esto es que) desde entonces los gobiernos locales se empeñaron en una batalla diplomática casi permanente con el Departamento de Estado norteamericano” aclara Rapoport (pág. 38). ¿Cómo se explica este rumbo a contramano de la tendencia dominante en el continente? Para responder a esta pregunta es importante destacar que el flujo de capitales y bienes norteamericanos es masivo después de la primer guerra: el capital yanqui pasa del 2.58 por ciento del total de capitales extranjeros en el país en 1917, al 21.32 en 1939 (Cepal) superando en este año por primera vez a los capitales ingleses. A su vez, las máquinas, hierro, acero y automotores de origen yanqui desplazan a sus equivalentes británicos: la importación argentina de bienes norteamericanos en 1940 se había multiplicado 4.5 veces respecto a 1914, exceptuando el bajón provocado por las restricciones del Pacto Roca-Runciman en 1933-39. Ya desde 1917 comienza a existir un comercio triangular entre Estados Unidos, Argentina e Inglaterra: Argentina vende carnes al Reino Unido y con las libras obtenidas compra bienes y equipos industriales a Estados Unidos, además de pagar los servicios financieros por las inversiones británicas.
Si este proceso no se consolida, si la burguesía argentina no estrecha a fondo sus vínculos con el imperialismo yanqui y resuelve en la década del treinta emprender un rumbo inverso al de sus pares latinoamericanos, atándose al carro de una achacosa política imperialista es, para Rapoport, una razón fundamental “el país del Norte no se transforma en el nuevo mercado que algunos esperaban en reemplazo del antiguo y la gran crisis contribuye a acentuar las dificultades para la colocación de los productos argentinos… El drama consistía en que -a la inversa de Brasil- ese acoplamiento resultaba muy dificultoso, pues la economía argentina no era complementaria de la norteamericana. Y la ruptura del sistema multilateral de pagos y comercio (con la segunda guerra) eliminó toda posibilidad de una solución intermedia, como la que podía representar el comercio triangular” (págs. 294-295).
Para el autor, el carácter competitivo de ambas economías -la argentina y la norteamericana- crean una contradicción de primer orden entre la burguesía nativa, o al menos una de sus fracciones más sólidas, los estancieros, y el imperialismo yanqui. Este sería el trasfondo de la escisión operada en las filas de los explotado-res nativos y que se expresó tajantemente en torno a la neutralidad adoptada por los gobiernos conservadores al inicio de la segunda guerra. Rapoport critica por unilaterales a quienes sostienen que la neutralidad obedecía a la filiación pro inglesa de los gobiernos de la “década infame” (Milcíades Peña, Ciria) y a los autores que ven en esta política la mano de los sectores antiyanquis de las ffaa. Sin ignorar estos factores, destaca la propia desconfianza de los terratenientes en el poder, frente al imperialismo norteamericano, que “perpetuaba el liderazgo argentino en el sur del continente” y que, como queda dicho, no brindaba un ensamble a esta importante franja de los explotadores nativos, dado el carácter competitivo de ambas economías.
Rockefeller hoy y ayer
En la década del 30 se opera un cambio de frente de la burguesía norteamericana cuyo fruto más conocido es el “nuevo trato” (New Deal) del Presidente Roosevelt y que para Rapoport tiene características estructurales; se trataría de “adaptar la conducta internacional de Estados Unidos a las nuevas formas de expansión adoptadas por el capital norteamericano al sur del Rio Grande”. Por “nuevas formas” el autor entiende el aliento a una industrialización limitada en los países semicoloniales del continente que permitiría a los grandes pulpos yanquis convertirse en proveedores de productos de alta elaboración y maquinarias para la industria. Para impulsar este reordenamiento de las corrientes del comercio internacional la burguesía norteamericana ofrece la supresión de las barreras arancelarias dentro de sus fronteras, concesión que no corre para Argentina, cuyas exportaciones agrícolas y en particular de carne están bloqueadas (en este último caso se invoca la existencia de aftosa).
Esta política “dura” frente a Argentina no habría tenido el respaldo unánime del imperialismo yanqui, según Rapoport. Y esta es otra de las conclusiones centrales de su trabajo: “nuestra hipótesis es que desde 1940 a 1945 existieron simultáneamente dos políticas norteamericanas diferentes con respecto a Argentina” (p. 256) Cordell Hull, secretario de Estado hasta 1944, sería el vocero de los intereses agrícolas yanqui, opuestos a cualquier tipo de apertura del mercado norteamericano a los productos argentinos. Otro sector, ligado al capital financiero o industrial norteamericano había planteado estimular la industrialización del país “mientras no excediera ciertos límites” y la liberación de las trabajas a la importación de carne congelada y en conserva, lo que beneficiaba a los ganaderos criadores, capaces de producir carne de inferior calidad para este fin y en ese entonces virtualmente marginados del negocio de la exportación por la oligarquía “invernadora”. Esta fracción de la burguesía imperialista se habría expresado en el breve intervalo en que Rockefeller (pariente del que hemos visto deambular por la Argentina del brazo de Martínez de Hoz) se hizo cargo de la secretaria de asuntos latinoamericanos del Departamento de Estado (diciembre 1944 a abril 1945).
Para Rapoport la preeminencia de los sectores agrícolas en la política exterior frente a Argentina, fue un factor determinante del choque planteado en el país con el imperialismo yanqui. En su razonamiento, la política de Rockefeller, de haber sido consecuentemente aplicada, habría conducido a un acuerdo de Perón con el Departamento de Estado y la posibilidad de que este presidiera el proceso de recolonización imperialista. Esto era imposible bajo la orientación de Hull y de los intereses por el representados, de quienes Rapoport llega a afirmar que estaban motivados por una causa “esencialmente ideológica… (y) carecían de una propuesta económica concreta para ofrecer a las clases dirigentes argentinas” (pág. 259).
En apoyo de su hipótesis el autor asigna una importancia peculiar al reacercamiento operado entre la diplomacia norteamericana y el gobierno argentino durante el interregno de Rockefeller, truncado por la muerte de Roosvelt. En ese lapso EEUU habría prometido negociaciones secretas- levantar el conjunto de sanciones económicas y diplomáticas contra Argentina si el gobierno liquidaba la política de neutralidad. Efectivamente, en abril de 1945, el gobierno argentino firmó el acta de aprobación de la Conferencia de Chapultepec -que colocó a los países americanos bajo la autoridad de las Naciones Unidas, institucionalizando la subordinación del continente semicolonial a las potencias imperialistas- y declaró la guerra a Alemania y Japón. Acto seguido, hizo pie en Buenos Aires la Misión Warren del Departamento de Estado que llegó a “importantes acuerdos con el gobierno argentino, especialmente con el coronel Perón” (p. 270). La muerte de Roosvelt (12 de abril de 1945) habría quebrado este proceso de acercamiento.
Para Rapoport, es fundamental considerar este breve pero “total” vuelco de la política imperialista “para que toda una etapa de la historia argentina no se convierta en algo incomprensible” (p. 259).
Las conclusiones de Rapoport en este punto son compartidas por Félix Luna que en “El 45” dice: “El acuerdo (con la Misión Warren) demostraba que no había problemas de fondo entre Estados Unidos y nuestro país y que bastaba un cambio de criterio en el Departamento de Estado (ayudado en este caso por la enfermedad que obligó a Hull a retirarse) para que los conflictos tuvieran solución” (p. 2).
Curiosamente, una apretada síntesis del texto de Rapoport puede hallarse en un viejo folleto escrito en 1954 por un autor que, a pesar de sus antecedentes, insiste en llamarse trotskista. En “1954, año clave del peronismo” puede leerse: “Profundas razones y de estructura social, han condicionado que nuestro país no fuera totalmente colonizado. La principal de esas razones es que toda la estructura capitalista del país se ha basado en la producción para el mercado mundial, de productos agropecuarios que son competitivos de la producción norteamericana. De ese antagonismo insoluble surge una incompatibilidad orgánica entre el imperialismo yanqui y la economía capitalista nacional” (Nahuel Moreno, Ediciones Elevé) (subrayados nuestros).
¿”Incompatibilidad” entre el imperialismo yanqui y la economía nacional o qué es… el imperialismo?
Norteamérica (entre muchas otras cosas) produce y exporta máquinas, carne y cereales. Brasil produce café, que Norteamérica consume en grandes cantidades y tiene carencia de máquinas, carne y cereales. La argentina produce y exporta carne y cereales y necesita maquinarias.
De aquí se puede concluir, con pasmosa facilidad, que es muy probable un intercambio comercial directo por el que los norteamericanos consuman café brasileño y los brasileños maquinarias y trigo yanquis, y que no se produzca un intercambio similar entre Argentina y EEUU, porque no existen en ambos países producciones complementarias que los justifiquen.
De aquí no se puede concluir que haya una incompatibilidad orgánica entre el imperialismo yanqui y la economía nacional. Si así fuera, algunos países oprimidos dispondrían de un “paraguas” conferido por la naturaleza para protegerse de los intentos colonizadores de la mayor potencia imperialista del orbe.
La existencia de producciones competitivas pudo ser un factor de aislamiento entre dos países en la época del viejo capitalismo de libre concurrencia, caracterizado por la exportación de mercancías. Lo que distingue al capitalismo moderno, en el que impera el monopolio, es la exportación de capital. Más o menos hasta el último cuarto del siglo XIX Inglaterra detentó un virtual monopolio en el abastecimiento de productos manufacturados a todos los países, a cambio del suministro de materias primas. Esta situación comenzó a ser quebrada por países capitalistas más jóvenes, operándose luego un cambio sustancial: “en el umbral del siglo XX asistimos a la formación de monopolios de otro género: primero, uniones monopolistas de capitalistas en todos los países de capitalismo desarrollado; segundo, preponderancia monopolista de algunos países ricos, en los cuales la acumulación de capital había alcanzado proporciones gigantescas” (“El imperialismo…” Lenin) Rapoport caracteriza erróneamente que Inglaterra, a diferencia de Estados Unidos, “excluía toda forma de industrialización propia en la Argentina salvo la transformación de ciertas materias primas” (y esto referido a la década del treinta). En realidad la mayor implantación de subsidiarias de pulpos norteamericanos estaba revelando la fenomenal acumulación capitalista en Estados Unidos, y la declinación del liderazgo inglés, (debe recordarse que Norteamérica se convierte en la gran beneficiarla de la primera guerra mundial). En esta línea de confusión el autor considera la formación de “grandes firmas obligadas a expandirse” es decir lanzados a la exportación de capital, como un fenómeno propio de Estados Unidos y no internacional.
Toda la hipótesis sobre la incompatibilidad entre Estados Unidos y Argentina por el carácter no complementario de sus economías nace de esta confusión teórica sobre el imperialismo: se analizan las relaciones entre Argentina, Estados Unidos o Inglaterra con los patrones teóricos correspondientes al capitalismo del siglo XIX.
Es falso que el imperialismo yanqui haya carecido de una propuesta económica para la Argentina en 1940-45 por el carácter competitivo de ambas economías.
En todo caso tenía la que le había rendido sus buenos frutos hasta entonces a pesar de la dura resistencia del imperialismo inglés. En 1940 sus inversiones ya superan a las británicas. Frigoríficos del Trust de Chicago que antes faenaban la carne en su propio país con destino a Europa se instalan en la Argentina porque los costos de producción son menores y se dedican a exportar desde aquí lo que antes exportaban desde Estados Unidos. De resultas de esto ya en 1927 el capital norteamericano posee el 60 por ciento del mercado de exportación de carnes del país. Y uno y otro país producían y exportaban carne y cereales…
La característica del imperialismo es el capital financiero. Su presupuesto es la existencia de un grupo de monopolios -fruto de la fusión de bancos e industrias- que se han dividido el mercado mundial y que integran a las naciones atrasadas bajo su férula con el objeto de apropiarse la totalidad de la plusvalía extraída.
En 1940-45 el imperialismo yanqui tenía un programa para la Argentina, que trató de implementar a fondo con la caída de Perón: libertad sin cortapisas para el capital financiero; liquidación de los privilegios especiales para Gran Bretaña; superexplotación del proletariado. El acento puesto en la inversión industrial tendía un puente hacia la burguesía industrial y buscaba socavar la hegemonía de los estancieros de Buenos Aires ligados al imperialismo inglés. Según un reconocido vocero del imperialismo yanqui en ese entonces “una Argentina industrializada podría librarse del mercado único para sus exportaciones y ofrecer un gran mercado para las maquinarias, los tractores y autos norteamericanos” (Weil, citado por Peña). Esto entrañaba una nueva vuelta de tuerca a la dependencia del país, esta vez respecto al imperialismo yanqui: ganancias y dividendos girados a la metrópoli, un mercado lucrativo y monopolizado para materias primas y productos intermedios que las subsidiarias importan desde la metrópoli como un componente básico del producto que elaboran, etc.
Es un hecho que esta perspectiva (no puede hablarse de plan, sino de un abrir las puertas a las tendencias más dinámicas del imperialismo mundial) planteaba un debilitamiento económico y político de los estancieros, en particular de los terratenientes “invernadores”, beneficiarios de la exportación de carne enfriada a Inglaterra. La colonización yanqui podía llevar a una mecanización del campo y por lo tanto a una cierta ampliación del mercado interno a partir de ese sector. Esto se acoplaba al impulso a la producción de carne de inferior calidad para abastecer la fabricación de carnes en conserva o congeladas, lo que podía lograrse en los campos de cría y en zonas marginales.
Si bien el imperialismo yanqui no eliminaba a la oligarquía, ni alentaba medida alguna que afectase su propiedad, tendía si a disminuir los privilegios de esta fracción de la clase dominante que estaba al frente del aparato del Estado. La penetración yanqui implicaba cierta transformación del agro. Un cierto grado de tecnificación y transformación del tipo de producción (lo que siempre lesiona algún interés particular). Para ello habría que haber aplicado ciertas medidas que facilitaran este proceso, como ser impuestos a las tierras improductivas que obligaran a la compra de tractores y maquinaria agrícola (en 1969 Onganía lanzó un anticipo del impuesto a los réditos sobre el agro que se calculaba sobre la base del valor de la tierra y castigaba a los terratenientes con escasas inversiones).
El peronismo bloqueó este “desarrollo” modelado por los yanquis, desde un planteo conservador, pues en nombre de detener la penetración imperialista preservaba todo el cuadro de relaciones económicas existentes en el país. El desarrollo económico tiende a reducirse en el período peronista, pues no hay renovación del capital fijo. A la larga este proceso de “tecnificación” se irá verificando, en gran parte bajo presión del mercado mundial (necesidad de forrajeras, etc.) Pero no serio fue incompleto, sino que llevó más de 35 años.
Pero, ¿por qué la Sociedad Rural se convirtió en un peón del imperialismo yanqui encabezando la Unión Democrática contra el peronismo? Por de pronto los hechos ya desmienten la afirmación de Rapoport de que “los intereses de la élite tradicional argentina y de sectores influyentes en Estados Unidos eran claramente incompatibles” (p. 298). Pues si bien los intereses agrarios yanquis y los del capital financiero a él asociados podían efectivamente levantarse como una muralla más o menos importante en determinado momento, no tienen vigencia a largo plazo pues el capital financiero puede borrar los antagonismos comerciales hasta un cierto punto, cuando consigue controlar las diversas áreas geográficas (en el S.E. asiático los capitales yanquis y europeos producen para exportación en competencia relativa con la metrópolis).
Para explicar la posición oligárquica tenemos que responder a la siguiente pregunta:
¿Qué fue el peronismo?
Sin claridad sobre el fenómeno imperialista, Rapoport se confunde con las diferentes líneas diplomáticas del gobierno norteamericano y cree encontrar allí, la razón fundamental del enfrentamiento entre el peronismo y los yanquis. Esto lo hace perder objetividad y adoptar una posición idealista. Como Rapoport presenta al imperialismo yanqui como “industrialista” y a Perón también, afirma que era posible un acuerdo si no se hubiera muerto Roosevelt y no hubieran cambiado de fracciones en el Departamento de Estado. Para esto abusa de los hechos pero en realidad parte de una idea preconcebida: “no había problemas de fondo entre Estados Unidos y nuestro país y bastaba un cambio de criterio en el Departamento de Estado para que los conflictos tuvieran solución”, como dice Luna en “El 45”- Pero según lo revelado por Summer Wells -ex secretario de asuntos latinoamericanos del Departamento de Estado- en las conversaciones secretas celebradas en febrero de 1944 entre enviados del gobierno yanqui y Perón hubo acuerdo en romper la política de neutralidad y reingresé al sistema panamericano, pero no hubo acuerdo en un punto fundamental que los yanquis reclamaron que el gobierno pasara a la Corte Suprema de Justicia ( que significaba su liquidación) y Perón opuso. Lo cual evidencia que también en el interregno Roosevelt-Rockefeller la diplomacia yanqui pretendía “institucionalizar el país cerrando las inciertas perspectivas abiertas por el golpe de 1943
¿Por qué no hubo acuerdo entre Perón y los yanquis en 1944-45 y se abrió el curso para un régimen nacionalista bonapartista?
La gran fragmentación de la burguesía argentina, la fuerza relativa que aún tenía el imperialismo inglés y su choque con la entrada del imperialismo yanqui, hacían que la clase dominante se sintiera incapaz de manejar el aparato del Estado sin recurrir al arbitraje de las Fuerzas Armadas.
La pérdida de poder relativo de la oligarquía frente a la industrialización, la transformación de clases en el país, la relación de fuerzas internacional (luego de la derrota fascista en Stalingrado) hacía imposible que se mantuviera el sistema del “fraude patriótico”, por el cual una fracción del partido conservador sin consenso nacional se imponía a las demás. Había que transformar el régimen político. El golpe militar de 1942 nace como necesidad de colocar a las Fuerzas Armadas como árbitro semibonapartista entre las diversas fracciones burguesas. En la medida que esto no se logra, se exige un arbitraje cada vez más elevado por encima de la propia clase burguesa y del imperialismo. Para enfrentar las presiones en contra de éstos, debe recostarse sobre el Movimiento obrero, para lo cual tendía a regimentarlo bajo su tutela, otorgándole en cambio concesiones económicas, sociales y sindicales. La oligarquía se aparta y se vuelve antiperonista frente al crecimiento del arbitraje bonapartista y sus inevitables concesiones sociales.
Donde sí es muy “útil” la investigación de Rapoport, es con la documentación y con las ilustraciones que nos brinda en las que evidencia que Perón no fue tan antiyanqui, que buscó una y otra vez conciliar y en la evidencia del terrible carácter conservador que tenía su bonapartismo. El peronismo nunca enfrentó de conjunto al imperialismo, porque no era partidario de la liberación nacional. Cuando chocaba con los yanquis se apoyaba en los ingleses. Y siempre se manifestaron en él poderosas tendencias a la capitulación frente a los yanquis. No sólo se reinició bajo su gobierno el proceso de recolonización yanqui (congreso de la productividad, contratos petroleros, etc.) sino que en 1955 dio un paso al costado, no quiso enfrentar el golpe, para que la Revolución Libertadora fuera la que hiciera en mejores condiciones políticas este trabajo.
Rapoport sostiene que no es posible afirmar que la evolución económica y social de Argentina hubiese sido radicalmente distinta sin Perón, quien no modificó las estructuras tradicionales del país… lo que sí resulta innegable es que la evolución política de Argentina hubiera tenido un carácter totalmente diferente sin su presencia” (p. 196). En 1945 se llega al punto culminante de la lucha, donde para imponer su tutelaje al conjunto de la nación, el imperialismo yanqui debe destrozar las conquistas del movimiento obrero y el aparato sindical fortalecido por el peronismo. Quien piense que los enfrentamientos eran retóricos puede mirar en el espejo de Bolivia en ese período donde el frente proyanqui-stalinista colgó al presidente nacionalista Villarroel y desató un sexenio de masacres contra el proletariado. Los trabajadores argentinos captaron lo que estaba en juego en el golpe proyanqui (los golpistas habían anunciado que derogarían las conquistas sociales concedidas por el gobierno militar) y salieron a la calle el 17 de octubre, imponiendo una derrota relativa al imperialismo que significó una cierta democratización de todas las relaciones de clase en el país en relación a la “década infame” y el desarrollo de una extraordinaria conciencia de defensa de sus conquistas en todas las capas de explotados. La huelga general del 17 de octubre de 1945, fue una movilización de masas convocada por la CGT, en defensa de las conquistas obreras, pero donde estaba ausente la independencia política del proletariado. Por eso, si bien el 17 de octubre los planes proyanquis sufrieron una derrota relativa, los trabajadores se movilizaron con una bandera que no era la suya. Asimilaron como suyo un triunfo que era de la burguesía nacional, creando así un cuadro de subordinación política que no iba a superarse por décadas.
Al ignorar todo esto Rapoport se condena a transitar el camino recorrido por más de un sociólogo en el país: explicar la popularidad del peronismo por cuestiones provenientes de una “situación económica floreciente” por la “personalidad” y “habilidad” del propio Perón empeñado en un “proyecto político” que otros no poseían, etc. Todo esto no alcanza a explicar el cuadro de relaciones políticas y sociales creado en el país por el fenómeno peronista. No es casual que durante diez años ningún sector burgués se empeñara realmente en derrocarlo.
El 17 de octubre dejó planteado otro balance: es necesario que la lucha antiimperialista sea dirigida por el proletariado, es decir por su partido, y para esto hay que aprovechar la puesta en pie de las masas provocada por la crisis general, para hacer estallar a la vacilante dirección burguesa que se coloca en el campo nacional. Una victoria nacional dirigida por la burguesía nativa, en la medida que cierra la crisis que se había abierto entre los explotadores, como en octubre de 1945 y febrero de 1946, constituye una derrota indirecta del proletariado. Esto porque les permite a los explotadores unificados bajo la dirección nacionalista burguesa dirigir todos los esfuerzos a doblegar las movilizaciones obreras, sus organizaciones y conquistas, y concluir capitulando ante el imperialismo.
Para asentar su bonapartismo y su régimen totalitario, el peronismo necesita aplastar la independencia obrera, mediante represión y colosales concesiones. Como otros antes que él, Perón creyó que había descubierto el reino de la “armonía social” del régimen político de la década infame y de la fractura de la clase dominante.
1 comentario en «“Gran Bretaña, Estados Unidos y las clases dirigentes argentinas”»
Muchas veces pensé que los marxistas tenían ideas raras, pero luego reparé en que podía ser envída a Perón… Tu nota la confirma…