Un nuevo escenario internacional

De la crisis y el coronavirus a la rebelión en el imperio

Estados Unidos no sólo es el epicentro de la pandemia y de la crisis mundial sino que se ha transformado en uno de los grandes centros de la rebelión. El hecho de que el ojo de la tormenta se concentre, ni más ni menos, que en el corazón del capitalismo marca la situación mundial y condiciona todo el proceso económico y político a nivel global.

Hay que rastrear 50 años para atrás, para encontrar una rebelión con alguna semejanza en Estados Unidos, como lo fue en los fines de los ’60, la gran lucha por los derechos de la población negra, pero ni siquiera la nombrada tiene las dimensiones de la actual. El país está estremecido: se habla que entre 15 y 26 millones de estadunidenses han ganado la calle y el dato es que, esta vez, la protesta se caracterizó por un protagonismo de la población blanca, fusionada con la negra, y no simplemente con un acompañamiento, como ocurrió medio siglo atrás.

Un levantamiento así es la expresión de una crisis de fondo. El repudio a la opresión racial y la violencia policial, que viene provocando reacciones recurrentes en la historia norteamericana, empalma ahora con la situación que han creado la pandemia y la crisis capitalista. La conjunción de ambos elementos viene haciendo estragos en la vida norteamericana y es un elemento crucial para entender el estallido actual.

Depresión mundial

La economía mundial ha ingresado en una depresión, lo cual supone un proceso de contracción prolongada, que va unido a cierres y quiebras, una deflación de precios y desempleo masivo. La situación actual tiene todos estos ingredientes. Es sólo comparable con la crisis de 1929, e incluso supera a esta última en la velocidad en que se viene desenvolviendo. La desocupación se acerca en la actualidad al 25%, una cifra semejante a lo ocurrido en el crack del ’29, pero ese pico recién se alcanzó en el ’33, cuatro años más tarde, mientras que, esta vez, fue en un par de meses.

En la crisis financiera de 2008, con todo lo severa que fue, el PBI mundial retrocedió alrededor del 3% en 2009 y se recuperó al año siguiente, aunque con un crecimiento famélico desde entonces hasta el día de hoy. La crisis se concentró en las metrópolis, en tanto China siguió creciendo, actuando como factor contrarrestante.

El dato distintivo del colapso actual es que vamos a una retracción de otras dimensiones, que puede llegar al 20% del PBI. Esta vez, además, se plantea un escenario de quiebras masivas, que es lo que se logró evitar en 2008 con los rescates estatales. Dicho mecanismo impidió que la crisis hiciese su trabajo clásico de depuración del capital sobrante, que le está reservado en el marco de un régimen donde reina la anarquía. Pero esta postergación de ningún modo fue inocua, sino que fue creando las condiciones de un colapso más amplio y profundo, cuyo estallido ya estaba madurando previo a la pandemia, del cual había numerosas señales. El derrumbe actual, con la evaporación y desvalorización masiva de capitales en pocas semanas (casi 30 billones de dólares) nos vuelve a recordar la vigencia de la ley del valor y cómo es imposible escapar a ella.

El escenario actual es diferente al de doce años atrás: 1) los sucesivos rescates y estímulos no han logrado revitalizar la economía que se ha ido desinflando hasta llegar al umbral de una recesión; 2) los Estados no tienen los medios que tenían en 2008; 3) asistimos a un endeudamiento público y privado que no tiene antecedentes, lo que coloca al borde de la quiebra a los propios Estados; por primera vez las deudas soberanas han alcanzado al 100% del PBI mundial, lo cual retrata un régimen social y económico entero hipotecado; 4) se intensifica la guerra comercial, que no solo impide una acción concertada entre los Estados sino que agudiza las dificultades para enfrentar la pandemia y la crisis capitalista; 5) China, esta vez, no está en condiciones de jugar el papel de locomotora que desempeñó en la crisis de 2008 -la crisis ha arrastrado al gigante asiático, que ha pasado a ser uno de los países más endeudados del planeta; 6) la crisis se extiende a los países emergentes, que es uno de los eslabones más débiles y explosivos de la cadena capitalista mundial.

No nos debe sorprender que, frente a este panorama, cada vez más economistas, como por ejemplo ni más ni menos que Martin Wolf, columnista estrella del Financial Times, el principal diario financiero del mundo, advierten que vamos a una depresión de características inéditas, que puede extenderse por un tiempo prolongado.

El coronavirus no ha creado la crisis, sino que ha oficiado como un detonante y acelerador de una crisis previa, que ya estaba en pleno desarrollo. La economía mundial avanzaba a una recesión, con niveles nulos de crecimiento en Europa y Japón, una pronunciada desaceleración en China y un desinfle en la economía yanqui. El boom bursátil previo al actual estallido no se compadecía con esta pendiente negativa de la economía real.

La economía mundial se venía sosteniendo con un endeudamiento sin precedentes. El FMI estima que la deuda global, tanto pública como privada, es de 235% del PBI, aunque hay estimaciones muy superiores.

Las tendencias a la recesión previas al estallido de la pandemia tenían como telón de fondo a la crisis de sobreproducción y sobreacumulación de capitales, que se venía extendiendo a todas las esferas de la actividad económica, empezando por la industria. Las tendencias deflacionarias reinantes expresaban la declinación en los niveles de rentabilidad. La tendencia a la caída de la tasa de ganancia estaba en la base de la huelga de inversiones, que se encontraba en un punto muy bajo, que ni siquiera es suficiente para compensar la depreciación de las maquinarias y la infraestructura. El capital no encontraba una explotación redituable en el ámbito de la producción, lo cual ponía un freno al proceso de acumulación capitalista.

Esta tendencia se ha potenciado a partir de la pandemia. Una parte importante de la inyección de fondos y emisión en el curso de 2020 ha ido a abultar los mercados financieros y no a sostener la producción y la inversión que se han derrumbado literalmente. A la capacidad ociosa, producto de la recesión, se suma ahora la quema de fuerzas productivas por racionalizaciones y achiques, además de las quiebras.

El Estado no es un ente al margen de la organización social capitalista, está condicionado por ella y, por lo tanto, no se sustrae a su crisis. En el lapso transcurrido en estos doce años, desde Lehman Brothers hasta ahora, hemos pasado de la crisis del capital a la crisis soberana. De ser una de las cartas para atenuar la crisis, la injerencia de los Estados ha terminado siendo un factor de su agravamiento. De modo tal que el rescate actual está lejos de poder revertir el gigantesco impasse capitalista, sus tendencias de fondo y el ingreso de la economía mundial a una depresión. Con más razón, si tenemos presente el cuadro de guerra comercial. A diferencia de 2008, prevalece una total ausencia de coordinación frente al colapso actual. La sintonía que exhibía el G20 ha sido reemplazada por las decisiones unilaterales que adoptan las potencias.

¿Crisis pasajera?

Si nos atenemos a lo expuesto, quienes plantean una crisis “pasajera” vinculada con el coronavirus equivocan el diagnóstico. El FMI acaba de corregir sus pronósticos respecto de la evolución de la economía mundial para abajo. Dicho organismo contempla caídas en Estados Unidos cercanas al 10%. En Italia y España se calcula un 12%. Esto se extiende a los países emergentes, donde Argentina encabeza dicho pelotón. En pocos meses, la retracción de la economía mundial superó el retroceso del PBI de doce años atrás. Ni siquiera se salva China, que, por primera vez, tendría un crecimiento que se acerca a cero.

Es cierto que los niveles de desempleo en Estados Unidos se revirtieron. Se recuperaron unos 7 millones de empleos, pero esta cifra está lejos de dar vuelta el cuadro que llegó al pico de 40 millones. No olvidemos, por otra parte, que esos índices son engañosos, pues no incorporan trabajadores informales indocumentados o trabajadores suspendidos, cuya situación podría ser la antesala de despidos. Tampoco tiene en cuenta a los trabajadores que han cesado de buscar trabajo.

Por lo pronto, marchamos a un escenario convulsivo si tenemos presente que el gobierno federal avanza para poner fin al subsidio semanal de 600 dólares por desempleo a fines de julio, con el argumento de que eso oficia como un escollo para la que los trabajadores vuelvan al trabajo. Esta medida reduciría los beneficios para 31 millones de trabajadores en un 61 por ciento. Un reciente informe, realizado por el Economic Policy Institute (EPI), desmiente las aseveraciones oficiales y señala que: “De los 32,5 millones de trabajadores que están oficialmente desempleados o sin trabajo debido al virus, 11,9 millones de trabajadores, o 7,2 por ciento de la fuerza laboral, está sin trabajo, sin esperanza de ser llamado nuevamente a un trabajo anterior”. Los demócratas plantean una continuidad, aunque en forma tramposa, pues la condicionan a un proceso de reinserción laboral, lo cual es una extorsión a volver a trabajar y poner en riesgo su salud y su vida en momentos en que en Estados Unidos está llegando a un nuevo récord de infectados, que superan los 50.000 diarios.

El líder de la mayoría republicana del Senado, Mitch McConnell, ha sido enfático en subrayar que cualquier proyecto de ley nuevo que incluya el beneficio “nunca pasará al Senado”, lo cual viene de ser respaldado por el presidente Donald Trump. Esta amenaza va unida a una crisis de vivienda, pues la suspensión de desalojos, que se dispuso por 120 días, también expirará a fines de julio.

Este dato señala que estamos lejos de una recuperación, ni siquiera de que la economía retorne al estallido anterior a la pandemia. Pero, además, importa señalar que incluso los puestos de trabajo que se recuperen, van ir de la mano de menores salarios y una mayor precariedad laboral. El diario Washington Post señaló que el doble de trabajadores estadounidenses ha recibido más recortes salariales durante la pandemia que en la crisis de 2008. El promedio de reducción salarial es del 10%, aunque hay casos donde llega al 50%. Recordemos que, tiempo atrás, la burguesía agitaba las aguas contra la presión alcista de los salarios, que asociaba al aumento del empleo. Aunque la realidad es que apenas representó un magro 3%. Ahora, el panorama de desempleo masivo, es utilizado como un ariete para provocar un retroceso del salario, que no volverá a sus niveles anteriores.

Lo que ocurre en Estados Unidos es una tendencia general. La Organización Internacional del Trabajo calcula la pérdida de 400 millones de puestos de trabajo. Por otra parte, aproximadamente 2 mil millones de trabajadores informales en todo el mundo -que representa el 60% de la fuerza laboral mundial- “cerca del 80 por ciento han sido afectados”. Esto habla de los alcances de la depresión, que desmiente la tesis de que enfrentamos una crisis pasajera, cuando se supere el brote.

Todo este panorama amenaza amplificarse por los nuevos casos de coronavirus, lo que algunos comentaristas han empezado a denominar como “una segunda ola” de la pandemia. Lo concreto es que estamos en presencia de una curva ascendente de contagios en países que venían de haber salido de la fase más crítica de la pandemia y habían empezado a normalizar sus actividades. Habrá que ver los alcances, pero lo innegable es que va a afectar la actividad económica y plantea cierres, sean parciales o totales, de la economía. En Estados Unidos se han sobrepasado los picos más altos a los que había llegado en estos meses. Esto empalma con el crecimiento explosivo en otros rincones del planeta, entre los que sobresale América Latina.

Rescate

Si se examinan los gigantescos planes de estímulos, superiores a 2008, parecerían contradecir el estrechamiento de los márgenes de maniobra de los Estados que señalamos más arriba. Pero atención, que esto está activando una bomba de tiempo. Con la capacidad de endeudamiento saturada, la tendencia general es a echar mano a una emisión gigantesca. El hecho de que no se traslade a los precios (como consecuencia de la recesión reinante), no impide que esto produzca una desvalorización pronunciada del dólar y del euro, y el riesgo de un abandono de ambas monedas y una huida hacia al oro, que es una señal característica e inconfundible de las grandes crisis bajo el capitalismo. Ambas monedas dejarían de funcionar como medios de pagos internacionales y reservas de valor. Una emisión del calibre que se insinúa terminaría por acelerar un descalabro del sistema monetario y de las relaciones económicas internacionales.

Sugestivamente, llegaría a su fin un ciclo que debutó con la inconvertibilidad del dólar dispuesta por Nixon en 1971. Esta medida, que determinó que el dólar perdiera toda relación con el oro, fue la señal de largada para un empapelamiento a mayor escala, que ha perdurado hasta el día de hoy. El hecho de que se haya prolongado en el tiempo, ha creado la fantasía de que se puede apelar indefinidamente a este recurso y sortear la crisis, aunque sus apologistas se olvidan de señalar los temblores que ha provocado en esta etapa y, por sobre todo, las consecuencias gravosas que tuvo en estas décadas para las masas, a través de la desvalorización de los salarios, como consecuencia de la inflación. El colapso actual amenaza romper con este encanto de que se puede crear riqueza al margen del trabajo y vuelve a colocar en el sitio que le corresponde a la ley del valor.

Diversos analistas han empezado a encender las alarmas sobre los límites del rescate y también sobre sus riesgos. “No se quiere ver que todo tiene un límite y que esas inyecciones de liquidez de la FED de una u otra forma las vamos a pagar y muy caro” (Estrategia de Inversión, 21/6). La emisión no puede ser ilimitada y la FED está intentando cerrar el grifo. Pero abre el flanco de un nuevo crack bursátil. Pero el remedio de dejar que la canilla siga abierta puede ser peor que la enfermedad. Preventivamente, frente a una perspectiva de depreciación de la divisa norteamericana, ya hay bancos centrales en el mundo que están desprendiéndose de sus reservas en dólares y comprando oro, lo que explica, en parte, la suba de su precio en este último período. Por otra parte, una desvalorización del dólar traería aparejado un rebrote de la inflación y el aumento de las tasas de interés, lo que podría ser letal para una economía que está sometida a un endeudamiento que supera el 100%, tanto en el ámbito público como privado.

Como resultado de las masivas medidas de rescate corporativo, que ascienden a más de 3 billones de dólares, el nivel de la deuda del gobierno de Estados Unidos está aumentando rápidamente. Y treparía al 130%, el nivel más alto desde la Segunda Guerra.

El aumento de la deuda significa una mayor oferta de bonos del Tesoro. En lo inmediato,, los bonos de Tesoro vienen valorizándose como refugio de valor frente a inversiones más volátiles, pero, de persistir esta oferta gigantesca, la tenencia será que bajen su precio y que aumenten sus rendimientos (los dos tienen una relación inversa). Esto, a su turno, ejercerá una presión al alza de los tipos de interés en los mercados financieros en general. La desvalorización de los bonos ya se constata en la órbita corporativa y también en los títulos públicos, no solo de las naciones emergentes sino ya en algunas de las metrópolis, como en Italia, a la que la consultora internacional Moddy’s viene de bajarle la calificación.

Esta operatoria correría en la misma dirección que la política monetaria expansiva de flexibilización cuantitativa (QE) que ya se vienen aplicando. En los últimos meses, las tenencias de activos financieros de la FED se han expandido de 4 billones de dólares a más de 7 billones, lo cual es jugar con fuego.

Una de las preocupaciones que comienzan a asomar es la de una crisis bancaria. Esto corrige las primeras lecturas sobre el colapso actual y sus alcances, porque se hablaba sobre la supuesta solidez de los bancos, en contraste con lo ocurrido en 2008. Como se recordará, en esas circunstancias, uno de los eslabones más endebles de la cadena fueron las instituciones financieras y por eso la crisis debutó en ese sector y se llevó puesto al banco de inversión Lehman Brothers. Ahora, según diversos analistas, no ocurría eso, pero la FED acaba de informar, luego de la realización de las pruebas anuales de “estrés” (solvencia) a las instituciones financieras, que “los bancos más grandes de la nación están sanos, pero… que “podrían sufrir pérdidas al estilo de 2008 si la economía languidece”. Y agrega el comentario: “una recesión económica prolongada podría afectar a los bancos más grandes del país, con pérdidas de hasta 700 mil millones dólares en préstamos deteriorados”.

Consecuentemente con ello, la FED ha decidido limitar los pagos de dividendos de los grandes bancos y prohibirá las recompras de acciones en forma preventiva. La Reserva Federal descubrió que los prestamistas más grandes del país tuvieron dificultades para pilotear los efectos de la recesión sin precedentes.

No solo viene la tormenta desde Estados Unidos, en Europa también se están cuestionando las reaperturas por la incidencia del coronavirus y se están discutiendo limitaciones a la libre circulación en la zona euro. Pero más allá de ello, está también en la lupa el sistema financiero, cuya sustentabilidad está seriamente comprometida. Es conocido el caso de la banca italiana, una de las más endebles, con una cartera de créditos en las que un cuarto de ella es morosa o incobrable, en una economía que hace quince años que está estancada y, ahora, sufre el flagelo de la depresión.

Pero tampoco escapa la poderosa economía alemana, cuya banca está en una situación financiera extremadamente delicada. Como, por ejemplo, el emblemático Deutsche Bank, recordemos que estuvo a punto del default y fue apuntalado por el Estado alemán. Un nuevo manto de incertidumbre se cierne, ahora, a partir de la las dudas sobre la confiabilidad de los informes contables y financieros de las firmas alemanas a causa de los terribles casos de falsedad y corrupción.

Un blanco principal de sospechas son las propias instituciones financieras que han estallado con el escándalo de Wirecard. Dicha compañía es una de las principales empresas financieras de Alemania. Se dedica a procesar los pagos con tarjeta de créditos (Visa, Mastercard) y los pagos en línea de cadenas de supermercados (Aldi, Lidi). Es propietaria de un banco y pasó a ser una empresa integral de servicios de cobro para sus clientes. Se trata de una empresa líder en tecnología financiera, que pasó a rivalizar con las grandes corporaciones de las finanzas mundiales. Su valuación de mercado llegó a los 28 mil millones de dólares, que se vino a pique en estos días.

Wirecard se ha sumado a potenciar la desconfianza en el marco regulatorio alemán, tras las dudas generadas por otros escándalos, como los de Volkswagen, Bayer y Deutsche Bank, todos ellos considerados “buque insignia” de la solvencia y potencia de las industrias alemanas. La adulteración de los números debe ser tomado como un termómetro de que la economía mundial se encuentra en un gran concurso de acreedores, lo que pretende ser disimulado mediante el fraude y el maquillaje contable.

Hay quienes pretenden aferrarse al boom bursátil como un síntoma de una pronta salida de la crisis, una vez superado el brote. Este optimismo incluye al propio Trump, quien ha salido a proclamar el comienzo de la recuperación yanqui.

Pero no se puede soslayar la evidencia de una íntima conexión entre la inyección de dinero, que viene promoviendo la Reserva Federal estadounidense, y el movimiento que se viene registrando en las bolsas. Ese vínculo se verifica en el auge pero también en los primeros tropezones, pues bastó que la Reserva Federal contrajese las compras de activos financieros para que se produjera un nuevo cimbronazo y cayera un 3%.

Aunque la bolsa retomó su curva ascendente, salta a la vista que los mercados están pendientes de la inyección de liquidez por parte del Banco Central norteamericano y, de un modo general, de los bancos centrales de las principales economías del mundo. Lo cual habla de la endeblez del boom accionario, cuya apreciación esta directamente asociada al plan de estímulo dispuesto por las potencias capitalistas. En ese marco, no hay que descartar un nuevo derrumbe. Lo cierto es que la valorización accionaria de las empresas que cotizan en Bolsa no se compadece con su desempeño en la economía real, donde lo que impera es una retracción histórica en los niveles de venta, producción y consumo.

Guerra

La guerra comercial, derivada del impasse capitalista, viene oficiando como estímulo para que se aviven todas las tensiones interimperialistas, por un lado, y la tentativa del imperialismo, empezando por el norteamericano, por colonizar China y el ex espacio soviético, avanzando en el proceso de restauración capitalista.

Nouriel Roubini, el economista que se hizo famoso por pronosticar la crisis financiera de 2008, plantea el riesgo de “renovados conflictos entre Estados Unidos y sus principales antagonistas (China, Rusia, Irán y Corea del Norte) en la forma de guerras asimétricas”. El acuerdo logrado entre Estados Unidos y China (a principios de año) -según Roubini- no pasa de una tregua precaria y destaca que “la guerra fría bilateral (entre ambas naciones) sobre tecnología, datos, inversión, moneda y finanzas ya está aumentando vertiginosamente”. La “guerra fría” que viene abriéndose paso entre Estados Unidos y China podría transformarse en “guerra caliente”, un eufemismo para hablar de un conflicto bélico (ver “La economía mundial que se viene”, PO N° 1.597, 11 de junio).

No olvidemos que el capitalismo americano viene atravesando una decadencia histórica como potencia, como se observa en el retroceso en el lugar que ocupa en la industria y el comercio mundial. Esto se ha agudizado aún más con la bancarrota capitalista. La guerra comercial no solo busca revertir un desequilibrio en el intercambio comercial sino cortar de cuajo la producción y competencia china en la industria de punta.

La pandemia potencia todas las tensiones, pues el derrumbe actual, tan rápido y vertiginoso, aviva los choques entre las propias potencias capitalistas, que pugnan por sobrevivir a expensas de sus competidores, trasladándoles el costo de la crisis. La intensificación de la guerra del Medio Oriente y su reapertura en el norte de Africa, con la guerra en Libia; el conflicto de Ucrania, que sigue latente; la prolongada guerra en Afganistán, que continúa desangrando el país; el conflicto con Corea del Norte, que sigue sin una resolución, no son una sumatoria de conflictos regionales, sino que tienen un alcance internacional. En dichos focos se van ventilando las profundas y violentas contradicciones interimperialistas y la batalla estratégica por el sometimiento de Rusia y China. Lo mismo ocurre con la presión sobre el régimen de Nicolás Maduro. La injerencia y presencia militar imperialista, en primer lugar de Estados Unidos, en dichas regiones es un tiro por elevación contra Rusia y China. Los planes del Pentágono apuntan a reforzar un cerco contra ambos. La carrera armamentista se viene acelerando.

Lo cierto es que la tensión entre Estados Unidos y China crece. Durante los últimos meses, Trump no ha ahorrado acusaciones contra el régimen chino, a quien responsabiliza por el ocultamiento del brote y de su posterior propagación por el planeta. La presencia de tres portaviones de Estados Unidos en el Pacífico ha provocado alarma en China. Se trata del mayor despliegue militar estadounidense en la región desde 2017, cuando el entonces recién asumido presidente Donald Trump encabezó el enfrentamiento de su país con Corea del Norte por el programa de armas nucleares, diseñado por el régimen de Pyongyang.

Esto coincide con la reactivación de otro foco de tensiones entre China e India en la frontera en los altos del Himalaya. El enfrentamiento, que tuvo como saldo veinte militares indios muertos, sería el primer incidente fronterizo con muertos entre las dos potencias en más de cuatro décadas. La cantidad de víctimas se estima muy superior, incluidos del lado chino. Esto viene de la mano de un reforzamiento del despliegue militar de ambos bandos. El enfrentamiento surge en el marco de una antigua disputa por el territorio fronterizo en Cachemira, una zona conflictiva que, a su turno, ya viene siendo blanco de conflictos y guerras entre India y Paquistán, el tercero en discordia. Como telón de fondo está la escalada de tensiones entre Pekín y Washington, pues el régimen indio viene oficiando como uno de los principales aliados de Estados Unidos en el continente asiático. Como contrapartida, Paquistán, su rival histórico en la región, se ha recostado sobre China y ha permitido que se abra paso por su territorio, la “ruta de la seda”, el mega-emprendimiento por el cual China pretende tener una vía de circulación de sus productos hacia Asia y Europa.

La presencia de la flota norteamericana está relacionada también con el control del mar de China Meridional, donde hay zonas cuya soberanía Pekín se disputa con otros países. El gobierno chino reclama como propio casi la totalidad del Mar de China Meridional y ha construido en la disputada zona, desde ciudades a pistas aéreas o instalaciones turísticas o de potencial uso militar.

Consecuentemente con ello, la Casa Blanca viene agitando las aguas contra el expansionismo chino. En la misma onda, Washington ha empezado a insinuar la posibilidad de reconocer a Taiwán como nación independiente -considerado por Pekín como una provocación-, dando marcha atrás con los acuerdos establecidos que reconocían a la isla como parte de China continental.

Esta nueva escalada bélica tiene mucho que ver con su frente interno, donde Trump se encuentra cada vez más acorralado, en medio de la rebelión desatada como consecuencia del asesinato de George Floyd. No es la primera vez que el magnate saca de la galera alguna iniciativa en el plano internacional, con la esperanza de exhibir un logro y liderazgo en la política exterior que compense el aislamiento progresivo que viene sufriendo. De todos modos, hasta ahora el balance en la materia no le ha sido muy favorable, como se ve en el empantanamiento en Medio Oriente, Afganistán y su fallido acercamiento con el régimen norcoreano.

No se nos puede escapar que la demagogia nacionalista y la ofensiva militar son funcionales a la tentativa por avanzar en un orden represivo y policial, y de mayor regimentación política interna que hoy viene siendo desafiada en las protestas que se replican en todo el país. Todo indicaría que hoy esta tentativa no pasa de una expresión de deseos condenada al fracaso.

Si es válido el pronóstico de una depresión, la perspectiva es una acentuación de las tendencias bélicas. No olvidemos que las depresiones preparan el terreno para las grandes conflagraciones mundiales. El crack del ’29 desembocó en la Segunda Guerra. Entramos, en el marco de este nuevo colapso, en un escenario atravesado por crisis políticas, guerras y levantamientos populares.

China

China está lejos de estar inmune a este escenario. Las crecientes represalias de la Casa Blanca están haciendo sentir su impacto. Uno de los principales blancos es la empresa china Huawei, una de las tecnológicas líderes. Las medidas que el gobierno de Donald Trump impuso el año pasado a dicha compañía fueron reforzadas en mayo con una nueva limitación que, según algunos analistas, puede poner en peligro el futuro de la empresa. El departamento de Comercio de Estados Unidos anunció que exigirá que los fabricantes extranjeros de chips y semiconductores que usen software o tecnología estadounidense, para fabricar productos que venden luego a Huawei, deberán solicitar antes una licencia para hacerlo. Para sortear las medidas anteriores, aprobadas por Washington, la empresa china estaba recurriendo a compañías no estadounidenses para obtener los componentes que Washington le negaba. Esto pone de relieve, a su vez, la distancia que aún separa a China de las principales potencias. El atraso en materia de chips y semiconductores, según algunos analistas, sería de diez años, lo cual da cuenta de su dependencia tecnológica del gigante asiático.

China no está en condiciones de oficiar de locomotora de la economía mundial, como ocurrió cuando estalló la crisis financiera de 2008. Esta vez, el gobierno no tiene la capacidad de apelar al enorme paquete de estímulo que puso en práctica en 2009, que comprendía un gasto público de alrededor de medio billón de dólares y una expansión del crédito, por un total equivalente al 16% del PBI. En términos porcentuales superó los rescates dispuestos por las principales potencias capitalistas, incluido Estados Unidos. En ese entonces, China ofició de locomotora de la economía mundial y su demanda fue la que estuvo en la base del aumento de los precios internacionales de los commodities y el período de bonanza experimentada por una serie los países de emergentes y latinoamericanos. Pero esto concluyó hace varios años y China ha sido arrastrada al torbellino de la crisis mundial, como lo prueba la brusca desaceleración que su economía viene experimentando. El régimen ha tratado de mantener en pie y evitar la quiebra de empresas, en especial de la órbita estatal, cuya continuidad está seriamente comprometida como consecuencia de la crisis de sobreproducción y sobreacumulación capitalista que afecta a todo el planeta, a través de un endeudamiento creciente, que se ha vuelto una bomba de tiempo. La relación entre la deuda total y el PBI se expandió del 173% en 2008 en alrededor del 300% en 2019. Este financiamiento no ha servido para sacar del pantano al sector productivo y una parte creciente del mismo ha terminado siendo desviado a la especulación inmobiliaria -hasta el extremo de la creación de ciudades fantasmas-, burbujas bursátiles y de activos financieros.

En consecuencia, el gobierno y el Banco Popular de China (PBoC) han dispuesto planes más modestos en comparación con los rescates anunciados en las grandes metrópolis. El gobierno ha dado algunas exenciones fiscales para las empresas y ha proporcionado fondos adicionales para que los bancos presten a las empresas en dificultades. La política monetaria se ha vuelto algo más flexible al reducir las tasas de interés de los préstamos.

Pero dado el estado de la economía mundial y el condicionante en la que entra China en esta coyuntura es altamente dudoso que tales medidas sean capaces de revertir la declinación ya en desarrollo. A lo sumo, se estima que el ritmo de crecimiento podría alcanzar un 1,5%, que, hablando de China, representaría un verdadero colapso.

Esto ya está teniendo una traducción en el número de desocupados. Los empleos precisos y los datos de desempleo para China son algo vidrioso por la manipulación de las estadísticas y engañoso, ya que su fuerza laboral comprende trabajadores migrantes del país, que no son registrados fielmente en los cómputos gubernamentales.

La tasa oficial de desempleo urbano se situó en un máximo histórico del 6,2% a finales de febrero, y cabe esperar que aumente aún más en los próximos meses, incluso si la economía vuelve a un crecimiento positivo. Por lo pronto, en los dos primeros meses de 2020, el país vio destruidos unos 5 millones de puestos de trabajo, en el marco de una fuerza laboral total de 900 millones de personas en edad de trabajar. El gobierno se enfrenta a un problema importante para el número récord de graduados universitarios en la búsqueda de empleo, que ahora llegan al mercado laboral. El régimen chino se fija el objetivo de proporcionar al menos 10 millones de empleos urbanos más cada año. Pero, según Wang Tao, economista de UBS (sociedad suiza de servicios financieros), incluso cuando el mercado laboral se recupere, el empleo no agrícola caerá en 14 millones este año.

 Antes de estallar el coronavirus, China ya venía sufriendo una brusca desaceleración y un desempleo creciente en medio de una amenaza de quiebras, que el régimen chino no estaba en condiciones de evitar. Este panorama amenaza echar leña al fuego al descontento que ya viene abriéndose paso a través de un crecimiento de la conflictividad laboral.

Esto ha acentuado las contradicciones de la burocracia dirigente china, que oscila entre medidas favorables a una mayor apertura económica, por un lado, y recurrir al intervencionismo estatal para pilotear un descalabro económico y evitar que la situación social se desmadre, por el otro.

El conflicto desatado en Hong Kong es un indicador de este proceso, pues pone al rojo vivo que cada vez se hace más incompatible el principio de “un país, dos sistemas”. La Asamblea Popular Nacional, el órgano legislativo máximo del régimen chino, viene de aprobar una ley de seguridad que refuerza las atribuciones represivas del Estado en ese territorio semi-autónomo. La medida está dirigida, en primer lugar, contra los movimientos de protesta que vienen desafiando la autoridad a Pekín y ha dado lugar a movilizaciones multitudinarias, que rechazan la ofensiva represiva y reclaman mayor autonomía política, y en rechazo del gobierno local de Carrie Lam, jefa del gobierno de Hong, considerada como una simple extensión del gobierno chino.

La preocupación de Pekín no son sólo las protestas en Hong Kong, sino su impacto en el continente, en momentos en que la pandemia y sus consecuencias económicas agudizan el disconformismo popular. Estados Unidos ha aprovechado para meter su cola y no se ha privado de utilizar, como una arma más en la guerra comercial en curso, la resolución de quitarle a Hong Kong el estatus de “nación más favorecida” (que, entre otros ítems, otorga beneficios arancelarios), apostando a golpear a la burocracia y los capitalistas chinos, que usan a la isla como intermediaria de negocios. Es un arma de doble filo, que podría lesionar intereses norteamericanos que operan en el lugar (ver nota “Hong Kong en la mira”, prensaobrera.com, 31 de mayo).

La pandemia ha agudizado todas las contradicciones económicas y sociales ya preexistentes. La economía china se contrajo un 6,8% en el primer trimestre, una caída mayor de la que estimaban diferentes consultoras internacionales. Se trata del primer retroceso del PBI desde que Beijing comenzó a informar datos trimestrales en 1992 -o sea, en casi treinta años.

La expectativa de una recuperación choca con la contracción severa de la economía mundial. Las exportaciones cayeron en marzo un 6,6%, después de desplomarse un 17,2% en enero y febrero. En el período reciente, el gobierno chino ha tratado de hacer que la economía esté más basada en el consumo interno. Sin embargo, las ventas minoristas cayeron un 16% en marzo.

Esto puede poner en tela de juicio la “estabilidad social”, que siempre ha sido materia de preocupación del Partido Comunista chino (PCch) y, en especial ahora, pues el régimen de Xi es consciente que la continuidad en el tiempo de su mandato depende de ello, con más razón cuando el crecimiento, lejos de atenuar las desigualdades sociales, las ha potenciado. Y, a caballo de ellas, ha ido en aumento el clima de descontento y de hostilidad en las filas de los trabajadores.

Va a ser difícil que China pueda sustraerse a la liquidación de una franja de empresas, cuya viabilidad ha pasado a estar cuestionada por la bancarrota capitalista. “La contracción del PBI entre enero y marzo se traducirá en pérdidas permanentes de ingresos, que se reflejarán en quiebras de pequeñas empresas y pérdidas de empleos”, analizó Yue Su, de la Economist Intelligence Unit (La Vanguardia, 16/4).

En medio de un endeudamiento explosivo, ya antes que surgiera la pandemia, el régimen chino fue cerrando el grifo, lo cual ha empezado a provocar quiebras, un escenario por cierto novedoso en la economía del país. Durante años, antes de que una compañía china cayera en bancarrota, su deuda era comprada por bancos estatales u otro tipo de acreedores, o se articulaban sistemas para inyectar capital y rescatarlas. Esto dio lugar a la multiplicación de las empresas “zombis”, que perdieron miles de millones de yuanes al año, pero seguían operando gracias a estas ayudas.

La elite dirigente china se empeñó en mantener los empleos y la actividad económica. El temor fundado de la dirigencia estaba asociado a la reacción popular, que podía desatar la pérdida masiva de puestos de trabajo. Lo cierto es que el descontento ha ido en aumento entre las filas de los trabajadores. La creciente conflictividad laboral tiene que ver con este escenario, donde se empieza a constatar una proliferación de cierres de empresas. Según un artículo del diario The Wall Street Journal, los tribunales de todo el país aceptaron cerca de 19.000 solicitudes de bancarrota corporativa en 2018, más del triple que dos años antes. Una cifra que marcó un pico y que, en 2019, se ha suavizado pero igualmente sigue siendo relevante.

Esto comprende compañías del sector público, pero también del sector privado. Este último ha sido afectado más que nadie por la guerra comercial con Estados Unidos, que ha provocado una oleada de quiebras y en la que el Estado ha decidido mantenerse al margen. Los analistas creen que la desaceleración económica del gigante asiático también ha tenido que ver en esto.

La decisión de poner un freno a la ayuda está vinculada también con las crecientes presiones internacionales, que venían denunciando que los subsidios otorgados a las empresas hacían que China vendiera a precios de dumping (por debajo de sus costos reales) y abriera paso a una competencia desleal. Pero más allá de estas tensiones, dicha presión internacional apunta a poner fin al proteccionismo industrial y financiero aún reinante y abrir la economía china a la penetración del capital extranjero. Los jerarcas chinos vienen dando pasos en esa dirección, pero no de acuerdo con los ritmos ni a las aspiraciones del capital internacional, cuyos intereses, por otra parte, entran en choque con los apetitos de la propia burguesía china en formación. La apertura, asimismo, se ha visto condicionada por la presencia de la clase obrera, que es una amenaza latente, cuya irrupción podría poner en jaque los planes del gobierno. El gobierno de Xi Jinping tiene que pilotear la transición en medio de este escenario convulsivo, condicionado por la lucha de clases. De ser uno de los factores contrarrestantes de la crisis mundial, ha pasado a transformarse en una de las palancas de su agravamiento. Esto crea las condiciones para una intervención de mayor amplitud de la clase obrera china. Aunque con sus marchas y contramarchas, esta enorme fuerza laboral ya viene despabilándose estos últimos años, como lo prueban la multiplicación de huelgas y conflictos laborales. Su despertar definitivo augura un giro determinante en la lucha de clases mundial.

Las contradicciones aquí descriptas ayudan a clarificar el debate sobre si China es un país imperialista y, de un modo más general, en torno de la naturaleza del Estado chino. Metodológicamente, es necesario volver sobre la noción acerca del imperialismo, desde el punto de vista marxista. El imperialismo, parafraseando el célebre libro de Lenin, es la fase superior del capitalismo -es decir, no constituye un nuevo modo de producción sino una etapa dentro del mismo régimen social capitalista; es decir, sigue teniendo como fundamento la misma estructura social y un mismo sujeto, la burguesía.

En este plano, la burguesía china no se ha terminado de consolidar como clase dirigente. Ocupa todavía un lugar subordinado respecto de la burocracia estatal, encarnada en el PCch (Partido Comunista) y, en el último período, en el liderazgo de signo bonapartista de Xi Jinping, quien controla los resortes fundamentales políticos y económicos del país. El desarrollo económico de China se apoya fuertemente en la gran capacidad de arbitraje estatal, una herencia del período revolucionario. La burocracia china consiguió, con mucho más éxito que la soviética, preservar el aparato estatal frente a las tendencias a la disgregación que surgieron de la etapa de la restauración capitalista. El Estado ha hecho pesar históricamente su autoridad para imponerle a la enorme clase obrera china condiciones de explotación muy duras, que fueron la base del desarrollo industrial exportador. Aunque una ola muy importante de huelgas en el período precedente achicó distancias salariales.

A la hora de hacer una caracterización, la cuestión del sujeto no es un rasgo más, ocupa una centralidad irremplazable. Constituye un error perderse en algunas características (la presencia china en Africa, las inversiones chinas en terceros países, en particular de la periferia) que, tomadas aisladamente, divorciadas del cuerpo principal, nos llevan a una apreciación errónea. Mal se puede hablar, entonces, de imperialismo, cuando la burguesía no ha logrado catapultarse como el actor y la fuerza principal.

Lo que corresponde decir es que la restauración capitalista en China aún está inconclusa. La burguesía fue creciendo a la sombra del Estado chino pero, en la actualidad, dicha tutela se ha convertido en un obstáculo para su desarrollo. La burguesía busca desembarazarse del proteccionismo y regulación estatal (muy marcada en la industria y las finanzas), así como de la interferencia que ejerce el Estado, incluso en el ámbito de las empresas privadas, lo cual es un freno y, en última instancia, resulta incompatible con el proceso de acumulación capitalista. La restauración capitalista está aún más rezagada en el campo chino, en el cual, la concentración de la tierra en manos del capital plantearía una expulsión masiva de centenares de millones de campesinos y, por lo tanto, el riesgo de una conmoción social de enormes dimensiones, que las autoridades chinas, por ahora, han optado por evitar. La falta de desarrollo capitalista en el campo es otra asignatura pendiente no menor en el desarrollo de una burguesía china.

La burguesía china es una clase aún en formación, que debe lidiar con la presión cruzada de dos gigantes, el imperialismo mundial y la clase obrera china. La burguesía mundial está pugnando por una apertura de la economía china, pero en su propio provecho, lo que supone confinar a China a la condición de una semicolonia. Derrotar esta pretensión, excede la capacidad de la burguesía china, que debería apoyarse y poner en movimiento a la clase obrera, lo cual abriría el terreno para la recreación de tendencias revolucionarias (o sea, las bases para una revolución social y política), retomando el rico legado que poseen los explotados chinos en su historia. El destino de China está inscripto, como nunca, en la dinámica revolución-contrarrevolución, en un escenario de creciente polarización, no solo a escala de China sino a nivel mundial.

Europa: de la crisis a las nacionalizaciones

La burguesía europea está explotando la depresión para implementar una reestructuración histórica de las relaciones de clase.

Entre los sectores más afectados se encuentran las líneas aéreas y las industrias manufactureras asociadas. Un informe del 17 de junio de la firma de asesoría financiera Allianz, plantea que nueve millones de personas en las “cinco grandes” economías europeas -Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia y España- corren un mayor riesgo de perder sus empleos en el próximo año, cuando cesen los planes gubernamentales que han proporcionado a las empresas una parte de salarios para empleados durante toda la pandemia.

El informe establece que cerca de un tercio de la fuerza laboral de estos cinco países, 45 millones de personas, depende actualmente de esquemas temporales de pago de salarios del gobierno, que terminarán. Se predice que, incluso con estos esquemas implementados, 4,3 millones de personas adicionales perderán sus empleos el próximo año.

Los sindicatos han procurado detener la pérdida de puestos de trabajo y el cierre de empresas a cambio de rebajas salariales y flexibilización de las condiciones de trabajo. Pero esto no ha detenido la sangría. Los sindicatos que, de un modo general, vienen llevando una política de colaboración con las patronales y el Estado, han dejado pasar esta ofensiva, desactivando y desorganizando la resistencia de los trabajadores.

Pero, pese a este desangre al que se expone a los trabajadores, la crisis se agrava. El colapso ha terminado por superar holgadamente los primeros pronósticos. Estamos frente a una insolvencia de las empresas que se viene extendiendo con una velocidad sin precedentes y plantea la amenaza de una quiebra en cadena. En este contexto, la Unión Europea está abriendo las puertas a una suerte de nacionalización generalizada de empresas en apuros, grandes y pequeñas, coticen o no en la Bolsa. El Estado pasaría a tener una participación en el capital de las empresas.

Estamos frente a un giro respecto de la política que la Comisión Europea venía sosteniendo, que se circunscribía a facilitar las actuaciones de los Estados miembros a la hora de garantizar liquidez a las empresas (esencialmente mediante avales públicos a préstamos), conceder subsidios salariales, suspender o aplazar el pago de impuestos, u otorgar ayudas directas a los consumidores por los servicios cancelados a raíz de las medidas de cuarentena.

Una de las cosas que no puede pasar desapercibida es que quienes vienen motorizando este nuevo esquema son las naciones líderes, empezando por Alemania y Francia. Esto nos da una medida del alcance del derrumbe de la economía europea y -agregamos mundial- que están ingresando en una depresión, sólo comparable con el crack del ’29. La crisis financiera de 2008 fue severa, pero no llegó tan lejos, y afectó especialmente al eslabón más débil de la economía europea. Ahora ha estremecido a las principales economías del continente y está en juego la sobrevivencia de corporaciones estratégicas.

Este proceso de salvataje ya ha comenzado sin esperar la aprobación de la nueva normativa. Italia, junto a España, uno de los dos países europeos más castigados por la pandemia, ya anunció la nacionalización de la compañía aérea Alitalia. El ministro alemán de Finanzas, Olaf Scholz, anunció, a su turno, un plan de rescate: 200.000 millones de euros en garantías del Estado que el banco público KfW (Kreditanstalt für Wiederaufbau -Instituto de Crédito para la Reconstrucción) ha puesto a disposición de las empresas en crisis por culpa del coronavirus, más otros 400.000 millones en avales. Adiós al schwarze null (rigor fiscal). Alemania ha dispuesto un programa de liquidez garantizada de hasta 1.000 millones de euros para cualquier empresa que terminara 2019 sin números rojos, pero que haya resultado perjudicada por el coronavirus. El gobierno de Angela Merkel prevé que soliciten las ayudas unas 100.000 empresas. En cualquier caso, las patronales ya han pedido al Ejecutivo de Berlín que la garantía ascienda al 100% del préstamo e incluso que se les exima de devolverlo. También ha acudido al rescate de dos de las principales marcas de ropa deportiva del planeta, Adidas y Puma.

Por su parte, Francia, que ya es accionista de referencia en empresas clave de diferentes sectores estratégicos, como las energéticas Engie y AA, la teleco Orange, la automovilística Renault o la aerolínea Air France-KLM, ha reiterado que hará lo que sea preciso para salvaguardar a sus empresas más emblemáticas. La expansión de la epidemia no solo hundió en la tormenta a las pequeñas empresas sino también a los grandes grupos. Los gigantes de la industria automóvil, Renault y PSA (Peugeot), enfrentan serias dificultades, mientras Air France-KLM suspendió la casi totalidad de sus actividades. Las capitalizaciones bursátiles sufrieron un serio repliegue y las caídas en las ventas de automóviles registraron niveles de hasta el 80% el mes pasado.

Aquí mete la cola la guerra comercial, pues se abre el terreno para absorciones hostiles de las empresas europeas por parte de la competencia foránea. Esto incluye la amenaza que viene de las corporaciones norteamericanas, pero también de China. Por lo pronto, los países europeos han comenzado a dar marcha atrás con los compromisos para la instalación del sistema 5G en el continente por parte del gigante asiático. Las nacionalizaciones representan una acción preventiva para neutralizar ese riesgo.

La nueva normativa prevé que las naciones compren las acciones de las empresas en aprietos a precios de mercado, lo cual es engañoso, pues la decisión del Estado implica automáticamente una revaluación del capital corporativo que, sin ese socorro, se hubieran desplomado hasta llegar a precios de remate. El Estado apuntala una valorización ficticia de empresas con una inyección de fondos públicos sideral, que es el que se sustrae y se niega a la hora de hacer frente en todos los planos a las crisis sanitaria, económica y social. Si se examinan las ayudas que se han puesto en marcha, se advierte que los recursos destinados a la población más afectada (asalariados, precarizados, autónomos y cuentapropistas, que están privados de ingresos a partir de la extensión de la pandemia) son residuales o marginales en relación con los que se aplicaron al salvataje empresario.

Viene al caso señalar que la emergencia del Estado no es inocua respecto de las condiciones laborales, pues va de la mano con avances en la flexibilización de las condiciones de trabajo e incluso de rebajas salariales. Ni siquiera se garantizan los puestos de trabajo. Las primeras víctimas son los trabajadores contratados y tercerizados, que se extiende, luego, a la planta principal, muchas veces en forma encubierta con retiros voluntarios. No se nos puede escapar que la crisis en curso es utilizada por las patronales europeas para avanzar en una reforma laboral en regla, que empieza, en muchos casos, aplicándose a través de convenios por empresa o gremio.

Esta nacionalización es el punto de partida para luego proceder a una reprivatización de las empresas, una vez hecho el saneamiento a medida de las exigencias de los capitalistas. La Comisión Europea ha sido clara en que la intervención del Estado sólo va a concretarse a pedido de los accionistas y que dicha participación tiene un alcance transitorio hasta que la situación se normalice y se recupere la empresa. “La Comisión advierte de que la presencia pública en el capital debería ser una opción de ‘último recurso’, dado su carácter ‘altamente distorsionador de la competencia entre empresas’. Bruselas también aboga por una permanencia temporal, lo más corta posible, del Estado como accionista”.

La Unión Europea acaba de anunciar un rescate, que ha sido catalogado por la prensa como “histórico”. Después de muchos tironeos, los países miembros han aceptado la mutualización de la deuda -o sea, que sea la propia Unión Europea la que asuma el endeudamiento con la cual se va a financiar este paquete. A diferencia de auxilios anteriores, esta vez no estaría condicionado a planes de ajustes y un monitoreo directo por parte de la Comisión Europea. No obstante, habrá que conocer la letra chica del acuerdo. Ha trascendido por algunos medios que se instauraría un llamado “freno de emergencia”, que permitiría que cualquier gobierno de la comunidad pueda objetar los planes de gastos de algunos de los otros socios. De todos modos, esto fue saludado por el líder español de Podemos, Pablo Iglesias, como un cambio de actitud de la UE, omitiendo que las pautas y marco general de la misma, que consagra condicionamientos severos a sus integrantes, se mantiene incólume y no deja de ser un órgano sometido a la tutela del capital financiero y el peso determinante de las principales potencias del continente, en primer lugar de Alemania.

Los nuevos anuncios no disipan las violentas tensiones que se viven en el seno de la Unión Europea. El capital germano no se priva de utilizar la emergencia actual para avanzar en una penetración y colonización mayor de las naciones del sur del continente. Ni qué hablar que estos enfrentamientos echan leña al fuego a las tendencias cada vez más agudas a la desintegración de la Unión Europea.

La envergadura de la crisis en curso excede la capacidad de los Estados para hacerle frente, con lo cual no se está en condiciones de impedir un escenario de quiebras, aunque se lo está intentando neutralizar. Probablemente, asistamos en breve plazo -y ya está ocurriendo- a un encarecimiento del costo del endeudamiento de los eslabones más débiles de la cadena. El anuncio de Moody’s, de bajarle la calificación a la deuda italiana, es un anticipo de lo que se viene. La emisión del Banco Central Europeo no puede ser ilimitada y la ayuda de la Unión Europea, como acabamos de describir, ya dista de ser una canilla libre.

Giro político

La rebelión popular de Estados Unidos tiene enormes consecuencias, tanto en el plano interno como en el internacional. Estamos en presencia de un movimiento que pone en cuestión al conjunto del régimen político y social. El odio e indignación que provocan la opresión racial y la violencia policial se enlaza con el creciente descontento que provocan las crisis económica, social y sanitaria. La misma ha afectado más que a nadie a la población negra y las minorías, que vienen siendo blancos de una discriminación en todos los planos y que reúnen a los sectores más postergados y carenciados en dicho país.

El alcance de la lucha en curso se destaca por su empalme con la creciente conflictividad obrera. Las huelgas y protestas obreras se han multiplicado, sin antecedente cercano por las condiciones de trabajo, con el agravamiento de la pandemia. Habría que remontarse al año ’30 para registrar un ascenso parecido. El verdadero salto cualitativo ha sido la existencia de huelgas y protestas obreras, como parte de la rebelión contra los asesinatos policiales. Esto marca una tendencia de la clase obrera organizada a confluir en esta lucha.

La rebelión ha logrado poner entre las cuerdas a Trump, lo que jamás pudo hacer el Partido Demócrata, quien fracasó en esa empresa. El magnate logró sortear las acusaciones comprometedoras contra él, incluido el juicio político. Más que un mérito, eso proviene de la pusilanimidad de sus contrincantes, que siempre se cuidaron bien por evitar que se ponga en juego la gobernabilidad y en mantener bajo control las protestas y la movilización popular.

Estamos en presencia de un creciente aislamiento político de Trump. Su control del Partido Republicano está fuertemente cuestionado. A la declaración del ex presidente George W. Bush, de que no apoyaría la campaña de Trump, siguieron derrotas internas de los candidatos favorecidos por Trump en las internas de Virgina, Carolina del Norte y Kentucky.

Todas las encuestas difundidas marcan un crecimiento de la ventaja de Joe Biden y todo indicaría que existen grandes probabilidades de que pierda estados que fueron clave para su victoria en 2016, como Florida, Michigan o Wisconsin. Biden está subiendo en los sondeos, no por méritos propios sino porque canaliza el declive de su adversario. Cada vez más sectores de la clase dominante han decidido soltarle la mano a Trump. La permanencia del magnate en el poder es un factor revulsivo. Este escenario ha terminado por barrer el ensayo bonapartista, intentando armar un régimen de poder personal, con el que arrancó su mandato.

Estados Unidos ingresa, por lo tanto, a una transición convulsiva. Hay un esfuerzo por encausar el descontento hacia las elecciones, pero el relevo demócrata tiene patas cortas, pues está lejos de dar una respuesta a los problemas de fondo que han llevado a este levantamiento. La envergadura de la crisis excede holgadamente el manejo de un hombre del establishment, como Biden, que no se caracteriza por su estatura política como estadista. El “América first” de Trump no ha logrado detener, en estos cuatro años, un declive en la capacidad de dominación hegemónica de la burguesía norteamericana a nivel global en términos económicos, una pérdida de posiciones militares y un descenso de la pérdida de la autoridad política de su Estado sobre las masas de su país.

La crisis política que atraviesa Estados Unidos es patrimonio común de las democracias de Occidente. No hay país en Europa cuyo régimen no esté en aprietos (Gran Bretaña, Francia, Italia España).

En el caso de Francia, la crisis se ha unido a también la reacción popular. El país galo ha pasado de la protesta de los “chalecos amarillos” a la huelga del transporte, secundado por otros gremios contra la reforma jubilatoria. El sello distintivo en relación con la rebelión estadounidense es que, inconfundiblemente, el protagonismo estuvo en manos de la clase obrera que arrastró detrás suyo a estudiantes y otras capas populares. Si bien el movimiento no logró culminar en una victoria, el gobierno de Macron acusó el golpe de la cual no ha logrado reponerse; en las recientes elecciones, el oficialismo viene de sufrir una fuerte derrota política.

Esto no implica un proceso rectilíneo, pero las oscilaciones y giros en el tablero político a escala internacional tienen como hilo conductor la crisis del sistema de dominación política tradicional de la burguesía.

Progresismo al rescate del capitalismo

En este contexto, el desarrollo de la izquierda demócrata en Estados Unidos, nucleada mayoritariamente en los demócratas socialistas, merece un balance. La izquierda demócrata ha tenido un desarrollo estos últimos años. La victoria de Alexandra Ocasio-Cortez en las primarias de Nueva York, que se extendió a la victoria de otros candidatos izquierdistas para diputados, es un termómetro de radicalización política. Pero la orientación de los mismos es a enchalecar al movimiento de lucha atrás del Partido Demócrata, uno de los pilares del sistema político norteamericano. Los demócratas socialistas ya sufrieron un baldazo de agua fría con la decisión de Sanders de bajarse de la candidatura y pasar a apoyar a Biden, ex vicepresidente de Obama, que, como se sabe, es un hombre de confianza del establishment. En lugar de colocar las energías en desarrollar una perspectiva independiente, el acento de esta izquierda está puesto en acompañar la campaña electoral del ex vicepresidente, lo cual conduce a un callejón sin salida, a una frustración de las aspiraciones populares. Esto pone al rojo vivo la cuestión crucial de la independencia política. Sólo rompiendo con el régimen político de la burguesía yanqui, y sus partidos Demócrata y Republicano, los trabajadores pueden desenvolver una lucha común contra el Estado capitalista y abrir un nuevo rumbo. Los intereses sociales de los explotados plantea la conformación de un partido independiente.

Esta misma reflexión puede extenderse para el progresismo a escala general, quien acaba de alumbrar la llamada ‘Internacional Progresista’, liderada por Yanis Varoufakis y el senador demócrata Bernie Sanders, avalada por más de 40 intelectuales de todo el mundo, entre los que destacan Noam Chomsky y Naomi Klein, así como dirigentes políticos, como Katrín Jakobsdóttir, del Movimiento de Izquierda-Verde y actual primera ministra de Islandia.

El Grupo Puebla, en su reciente encuentro virtual, que congregó a lo más graneado del progresismo latinoamericano, saludó y decidió sumarse a la iniciativa. En el convite fueron de la partida Lula, Dilma Rousseff, el exvicepresidente boliviano García Linera, el exmandatario ecuatoriano Rafael Correa y el ex candidato presidencial por el PT brasileño, Fernando Haddad, que es uno de los cuarenta firmantes que dieron nacimiento a la Internacional Progresista.

La nueva organización advierte que “hay una guerra global en marcha contra los trabajadores, contra el medio ambiente, contra la democracia, contra la decencia”, plantea unir las fuerzas progresistas ante “el avance del autoritarismo”. Y llama a defender y sostener “un Estado de bienestar, los derechos laborales y la cooperación entre países, además de consolidar un mundo más democrático, igualitario, ecologista, pacífico post-capitalista, próspero y pluralista, y en el que prime la economía colaborativa”.

Si hay un común denominador en lo que se refiere a este arco tan variado del progresismo mundial, es que están lejos de haber logrado promover un rumbo superador respecto de la política neoliberal en la experiencia política que les tocó protagonizar en sus respectivos países. Tampoco lo están haciendo ahora. Más bien han terminado adaptándose al orden social establecido. En la actualidad, tenemos a Bernie Sanders, luego de su frustrada carrera presidencial, llamando a cerrar filas en el Partido Demócrata y promoviendo la candidatura de Joe Biden. Se trata de un callejón sin salida para los millares de trabajadores y jóvenes que abrazaron la postulación del senador socialdemócrata. La política de Sanders es llamar a colaborar con los grupos de trabajo de Biden, en la elaboración del plan de gobierno, como si fuera posible insuflarle un contenido progresista a la gestión del candidato demócrata, un hombre de confianza del establishment, y transformar por dentro un partido que es uno de los pilares del imperialismo yanqui. Mientras se habla del estado de bienestar, el dirigente político norteamericano acaba de votar el paquete de medidas de estímulo propuestas por Trump, que implican un gigantesco rescate del capital, mientras se dispone una ayuda residual para los trabajadores.

Lejos de representar una transformación del régimen político y social, el progresismo no saca los pies del plato. Un ejemplo muy elocuente es el de Islandia, donde el Partido Verde de la primera ministra cogobierna el país en coalición con el partido conservador de centroderecha, que se ha reservado para sí ministerios estratégicos. La centroderecha estuvo en el poder hasta 2017, cuyo gobierno estalló en medio de una gigantesca crisis política, cuando se revelaron actos de corrupción que comprometían al entonces primer ministro. El progresismo ha terminado salvando el sistema político y reconstruyendo la gobernabilidad a través de un pacto con los representantes tradicionales del neoliberalismo.

No se puede perder de vista la conducta de Varoufakis, de la coalición Syriza, cuyo gobierno capituló ante los dictados de la Unión Europea y su memorándum de ajuste, violentando el mandato popular que rechazó las imposiciones que planteaba la Troika. La tentativa de conciliar las aspiraciones del pueblo griego con la permanencia en la Unión Europea se reveló completamente infundada. El dirigente griego hoy se arrepiente de esta postura y señala que lo correcto hubiera sido abandonar la UE. Pero, ¿cuál sería la salida superadora? Recordemos que Varoufakis, en el apogeo de Syriza, señaló que la crisis capitalista “no era el mejor ambiente para políticas socialistas radicales”. Apuntó que “no estamos preparados para superar el colapso del capitalismo europeo con un sistema socialista que funcione”.

El exministro de Syriza no ha abandonado esta premisa. El cambio que propone consiste en suplantar su antiguo europeísmo por una variante nacionalista con mayor intervención del Estado, pero siempre en el marco del orden social vigente. Pero el estatismo burgués no es más que una tentativa extrema de rescate del capital, que ha ido siempre acompañado de un ataque en regla contra los trabajadores. Por lo pronto, un retorno al dracma traería aparejado un severo golpe a los salarios, que quedarían nominados en la moneda local depreciada frente al euro, en tanto que las deudas seguirían fijadas en la divisa europea, haciendo todavía más gravosa la hipoteca que pesa sobre el país. En el actual contexto, Grecia perdería la libertad de acceso al mercado europeo, sin poder usufructuar las ventajas de una moneda devaluada en momentos en que marchamos a una depresión sin antecedentes y se potencia la guerra comercial y las políticas proteccionistas.

El impasse capitalista ha acelerado las tendencias a la desintegración de la Unión Europea. No se trata de volver a las fronteras nacionales sobre las antiguas bases, lo cual resulta cada vez más inviable, cuando las cadenas de valor están como nunca integradas, y la dependencia e interconexión entre las naciones se han hecho mucho más estrechas que en el pasado, sino en reconstruir integralmente Europa sobre nuevas bases sociales a partir de la unidad socialista del continente.

La Internacional Progresista habla de “postcapitalismo”, de modo de escabullir el bulto. Desterrada la perspectiva del socialismo, que excluyen, la salida que se ofrece, aunque se lo pretenda disimular, no es otra que el viejo plato recalentado de la sociedad capitalista, la cual podría regenerarse, según su punto de vista, adaptando formas de mayor equidad social y de democracia política. Se trata de un capitalismo imaginario, pues el capitalismo real, no el que surge de sus cabezas, viene descargando el peso de sus crisis y bancarrota sobre las masas. Tiende a barrer con los derechos laborales y conquistas de los trabajadores, obtenidos en la etapa precedente. Las reformas laborales y jubilatoria son patrimonio común, tanto de los gobiernos neoliberales como “nacionales y populares”. La pandemia ha puesto de relieve como nunca el antagonismo entre la defensa de la vida y la salud de la población, y una organización que se basa en el lucro capitalista.

El Estado de bienestar, cuya defensa pregona esta Internacional, es incompatible con el orden social capitalista vigente. Esto va de la mano de las tendencias a reemplazar la democracia por regímenes bonapartistas, de poder personal, que gobiernan por encima de las instituciones republicanas, como un recurso excepcional para pilotear la crisis y la polarización social que se viene abriendo paso.

En oposición al neoliberalismo, la receta que proclaman los promotores de esta iniciativa sería una mayor intervención del Estado. Pero hacen la prevención de que “el tema es si el Estado se utiliza para rescatar al neoliberalismo o para llevar adelante una reforma”. Se presenta como si el Estado fuera una entidad en disputa, por encima de la organización social, cuando es un engranaje e instrumento central del régimen capitalista, que actúa bajo la tutela de la clase dirigente y constituye una maquinaria que oficia de correa de transmisión y vehículo de sus intereses. El uso de los fondos públicos para las necesidades sociales -y no para el rescate del capital, como ocurre ahora- plantea la cuestión del poder y, por lo tanto, que la clase obrera sea la que asuma la conducción política de la nación.

Lo mismo vale cuando se habla de “cooperación entre los países”, como si se pudiera abstraer el hecho de que la guerra comercial se origina como resultado de la crisis mundial capitalista en desarrollo. Las tensiones y rivalidades entre las corporaciones y las naciones se vienen agigantando en forma proporcional al impasse capitalista. La integración capitalista, como lo testimonian la Unión Europea o el Mercosur, está haciendo aguas. La cooperación de los pueblos, la superación de las divisiones nacionales sólo puede ser obra de la clase obrera, como parte de una transformación social bajo su liderazgo.

Los desafíos de la izquierda

La Internacional Progresista ha recibido el apoyo del Grupo Puebla, que reúne a los representantes más prominentes del progresismo latinoamericano. Pero no se puede soslayar el hecho de que estas fuerzas políticas han pasado por ser gobierno y conducido el destino de sus países durante décadas.

El progresismo latinoamericano ha sido incapaz de enfrentar al neoliberalismo. Ha tratado de salvar su pellejo, adaptándose a las exigencias del capital internacional, y aplicando él mismo los ajustes, pero eso no ha sido suficiente para evitar su caída.

El Grupo Puebla, en su corta existencia, ha demostrado sus límites para transformarse en una alternativa. Alberto Fernández, uno de los dos presidentes en ejercicio que integra dicho nucleamiento, permanece en el Grupo Lima, junto a sus pares derechistas de América Latina, que vienen conspirando activamente para tirar abajo a Nicolás Maduro. El gobierno argentino ha reconocido y dado las placas correspondientes al cuerpo diplomático nombrado por el gobierno golpista de Jeanine Añez. La política exterior de nuestro país ha estado subordinada al rescate de la deuda que se viene desarrollando en el marco de las negociaciones con los bonistas y el FMI, y que estaría en los umbrales de un arreglo.

Un dato distintivo del gobierno del mejicano López Obrador son las llamativas buenas migas con el autoritario Donald Trump. El presidente mejicano ha renovado el tratado de libre comercio a la medida de las exigencias de Estados Unidos y convirtió a su país en un Estado tapón contra las caravanas migratorias que buscan un escape al hambre y a la pobreza que asolan el continente. El combate contra el narcotráfico ha sido utilizado como pantalla, una vez más, para reforzar el corrompido aparato militar y policial.

La tendencia al compromiso con el imperialismo por parte de los exponentes latinoamericanos de la Internacional Progresista debe ser tomado como un alerta por todos los luchadores. No estamos frente a un espacio político que se desenvuelve dentro del campo de apoyo a las recientes rebeliones populares, sino de uno que nace con la función política de contenerlas. Mientras que, en 2019, el movimiento de lucha avanzó contra todos los gobiernos, con independencia de su filiación “neoliberal” o “progresista”, los miembros de este nuevo nucleamiento internacional -en especial en América Latina- actuaron para salvar la gobernabilidad.

La búsqueda de un punto de equilibrio entre al necesidades populares y el orden social capitalista se ha revelado infundada. Si hay algo que ha demostrado carecer de “realismo” es la pretensión de revertir las tendencias a la polarización social, que se han acentuado como nunca. La pandemia, a su turno, lejos de atenuar los antagonismos sociales, los ha exacerbado. No existe una estación intermedia entre el neoliberalismo y la revolución social.

La política de colaboración de clases se ha revelado como un escollo central para conducir la lucha de los trabajadores y las masas a una victoria. La izquierda mayoritariamente ha terminado siendo arrastrada como furgón de cola de esta política. Ha hecho un seguidismo al PT brasileño, como es el caso del Psol, al nacionalismo bolivariano o terminado haciendo causa común con la derecha en nombre de la democracia. Esto vale para la izquierda radical europea, integrada a Podemos de España o en el Bloco portugués que, en la actualidad, son parte de la coalición gobernante de sus respectivos países. Lo mismo se puede hacer extensivo respecto de la experiencia del NPA francés, donde está lejos de jugar como un motor de la lucha de clases y no ha superado las características de un sello, encima, devaluado, pues se ha venido abajo en votos y en militantes. Los “partidos amplios” no son más que acuerdos superestructurales de diferentes tendencias, a las cuales lo único que las mantiene unidas es la expectativa de obtener algún cargo o posición parlamentaria. El “entrismo” o que se trate de una “cuestión táctica”, con la cual las corrientes de izquierda justifican la permanencia en su seno, es simplemente una excusa para disimular su deriva electoralista y su renuncia a la construcción de partidos obreros revolucionarios. Se ha venido dando aliento al movimientismo, promoviendo alianzas y nucleamientos con fronteras de clase amorfas y difusas, en lugar de una estructuración política independiente de los trabajadores. Tenemos, así, la experiencia de frentes comunes con la centroizquierda, defensores del orden capitalista imperante, liderados por representantes inconfundibles de la burguesía, como Pino Solanas o Luis Juez, en el caso de Argentina, o la experiencia en curso en el Frente Amplio de Perú.

La nueva situación que atravesamos en el mundo vuelve, más actual que nunca, la cuestión de la estrategia de la izquierda. Y en ese marco, la batalla por partidos revolucionarios que abracen una estrategia del poder obrero, que es la base granítica y la única vía posible para reconstruir una internacional revolucionaria, la IV Internacional.

Programa y salida

El levantamiento popular norteamericano introduce un salto cualitativo en la situación internacional, pues la rebelión tiene lugar en las propias entrañas del imperio, lo que condiciona todo el escenario internacional. Ni qué hablar de la irradiación política que ejerce por la centralidad que ocupa en todos los movimientos de lucha del mundo.

No se nos puede escapar que el derrumbe de Trump, bajo el impacto directo de la iniciativa popular, golpea toda la derecha latinoamericana. Representa un golpe a todos los regímenes más reaccionarios, que se han recostado en el magnate para gobernar. En primer lugar, el fascista Jair Bolsonaro quien, como ningún otro mandatario, está asociado en el imaginario popular a la figura de Trump, y se extiende a todos los presidentes que integran el Grupo de Lima, empezando por Sebastián Piñera y siguiendo por la bolviana Añez.

Es un golpe también a todos los compromisos y planes de ajuste y ataque a los trabajadores que los gobiernos derechistas, como los nacionales y populares, vienen pactando con el FMI, amoldándose a las presiones y los condicionamientos que ejerce el imperialismo sobre su “patio trasero”. La rebelión en Estados Unidos tiene un punto de contacto y recoge el hilo de las rebeliones que estremecieron a Latinoamérica y que tuvieron su réplica en otras geografías del planeta y, como tal, es una bocanada de aire fresco y un aliento para la rebelión latinoamericana, cuyo ciclo está lejos de estar cerrado.

La rebelión norteamericana ha vuelto a colocar sobre el tapete quién paga la crisis y pone en el orden del día una batalla global de la clase obrera por un programa de defensa de sus condiciones de vida: prohibición de despidos y suspensiones, subsidio al desocupado y licencias pagas, reparto de las horas de trabajo sin afectar al salario. Los antagonismos de clase se ven todavía más nítidamente con la pandemia. Mundialmente, la burguesía viene planteando subsidios y la defensa de sus beneficios, mientras pretende descargar el peso del actual flagelo sobre las masas. Es necesario invertir la fórmula, colocando en primer lugar las necesidades sociales y el interés popular. Más que nunca, los trabajadores deben intervenir y no dejar en manos de las patronales y del Estado capitalista el manejo del tema. Y, por lo tanto, el control obrero en todos los lugares de trabajo y producción, para asegurar las normas de higiene y el cumplimiento de los protocolos de prevención contra la pandemia.

El cuadro de recesión que se potenció con el coronavirus acelera la amenaza de cierres de empresas y despidos masivos. Frente este escenario, es necesaria una respuesta común de los trabajadores, exigiendo la nacionalización de toda empresa que cierre o despida, y su puesta en funcionamiento bajo control de los trabajadores.

La nacionalización de algunas empresas, sectores de la economía y la banca, que promueve el Estado, es una medida extrema de salvataje del capital. El “estatismo” capitalista apunta a rescatar al capital quebrado a expensas de las masas. Pero, al mismo tiempo, esto va a hacer más visible que la resolución de la crisis es de carácter político y está concentrada en el Estado. La crisis capitalista pone agudamente al rojo vivo la necesidad de una planificación de conjunto de los recursos, y el uso y el destino que se da a los mismos -o sea, la cuestión del poder, la lucha por gobiernos de trabajadores.

El punto de partida para desenvolver esta perspectiva, insistimos, es la independencia política. Y abrir paso, sobre esta base, a una nueva dirección del movimiento obrero, de modo de poner a los sindicatos y las organizaciones populares como herramientas de lucha de clases al servicio de una salida política de los trabajadores.

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