La pandemia evidenció la crisis mortal de la salud: hay que rescatarla del peso del capital

Es ampliamente reconocido que la pandemia de Covid-19 puso en claro el gigantesco deterioro de los sistemas de salud a lo largo y ancho del planeta. Las denuncias públicas han sido contundentes, incluso respecto de los ajustes hechos en las principales potencias imperialistas. Frente a esta evidencia, muchas conclusiones en boga apuntan a cuestionar los “errores” en la salida a la crisis de 2008 y sus consiguientes ajustes. O, en forma similar, a rechazar las consecuencias calamitosas de “la ideología neoliberal”, ponderando que “otra salud es posible” dentro del sistema vigente. Este artículo, por su parte, apunta a conclusiones de otro orden. El repaso profundo de las principales cuestiones sanitarias que la pandemia sacó a la luz permite observar la contradicción entre las relaciones sociales vigentes y la posibilidad de la humanidad para aprovechar las fuerzas productivas. Tras un largo proceso de mercantilización de la salud, se llegó a un extremo dramático por el contrapunto en su condición de valor de uso -para provecho de la humanidad en su conjunto- con su valor de cambio -que estrangula al primero cuando no se corresponde con la satisfacción del lucro capitalista. La provisión de servicios de salud, motorizada por la lucha capitalista para revertir la tendencia de decreciente de su tasa de ganancia, habla de la descomposición de un sistema social.

A la vez, la magnitud de esta crisis de la salud mundial se está llevando puestos a los máximos organismos en la materia, empezando por la OMS, que fue una de las creaciones políticas de la segunda posguerra. Al momento de escribir estas líneas, Estados Unidos avanza en su retiro de dicha organización. La salida de la principal potencia imperialista -y mayor aportante entre los países miembros- es elocuente respecto del cisma en curso.

Para desarrollar estos conceptos, repasaremos los hechos más significativos que salieron a la luz en las principales potencias imperialistas, como Estados Unidos y la Unión Europea, el papel de China, la situación de América Latina y un esbozo de programa alternativo.

Estados Unidos, el caso paradigmático

La política de Donald Trump frente a la pandemia fue indudablemente criminal. En forma sistemática, rechazó la importancia de la enfermedad y abogó por el funcionamiento pleno de la economía -es decir, algo contrapuesto a desarrollar restricciones a la circulación de mercancías, una de las medidas necesarias para contener al virus, al menos temporalmente. La “libertad de explotar” a otras personas (¿qué otra cosa es sino la “libertad” que reclama el movimiento anticuarentena?) mostró toda su crudeza en el centro del imperialismo mundial. Al 11 de julio de 2020, Estados Unidos “ya superó los 3,11 millones de casos y está al borde de los 134.000 muertos por coronavirus” (Télam).

La catástrofe norteamericana frente al Covid-19 no debe analizarse únicamente con relación a la coyuntura -las medidas actuales de Trump. Sucede que el sistema de salud yanqui llegó a la pandemia en un grado de privatización y desprotección de las masas sin precedentes en la historia moderna. “La falta de cobertura sanitaria es un problema persistente y en este momento se vuelve más crucial: en 2018, 27,5 millones de personas no tenían seguro en ningún momento del año, según datos de la Oficina del Censo, que reflejaron un aumento sobre el año anterior” (www.bbc.com, 13/4). La autoproclamada “mayor democracia del mundo” es incapaz de brindar servicios de salud a prácticamente el 10% de su población. Luego, millones cuentan con seguros básicos, que cubren apenas fracciones de tratamientos o consultas elementales. Desde ya, la imposibilidad de dar esta cobertura está lejos de ser un fenómeno natural. Se observa, entonces, los resultados de la mercantilización extrema de la sanidad. A la vez, los números arriba citados dan testimonio de la acotada transformación que implicó la “ley de protección al paciente y cuidado de salud accesible”, más conocida como “Obamacare”. La guerra encabezada por Trump para derribarla no debe ocultar su carácter limitado. En definitiva, el edificio de una salud privatizada hasta la última gasa no fue obra únicamente de republicanos, pues lleva décadas y el Partido Demócrata fue parte desde sus presidencias y gobernaciones.

Es interesante observar las consecuencias “cotidianas” de este estado de cosas. Los organismos internacionales suelen llenarse la boca respecto de la importancia de la “Atención Primaria de la Salud” y de la “Medicina preventiva”. Pues bien, ¿cómo acceden a estas prácticas trabajadores y trabajadoras en suelo norteamericano, que son víctimas de precarización salarial, pésimas condiciones de trabajo y desprotección legal? Las consultas pueden costar cientos de dólares; el resultado es que se postergan durante años, incluso en pediatría -donde el famoso “control del niño sano” debería ser una práctica fundamental. Ni hablar de los millones de indocumentados, que la burguesía yanqui superexplota valiéndose de su condición, al tiempo que les niega el acceso a cualquier seguro de salud. “Al ser indocumentado es difícil obtener atención médica. Existe el hecho de presentarse ante el sistema legal en las instalaciones médicas y eso conlleva el riesgo de deportación” (testimonio en www.bbc.com).

Las características parasitarias del imperialismo, como la extensión asfixiante del capital financiero, también dicen “presente” en este desastre sanitario. Sucede que entre las consecuencias de este sistema privatizado se encuentra el creciente endeudamiento de las familias. “Según una encuesta reciente de Gallup, los estadounidenses tomaron prestados la friolera de 88 mil millones de dólares el año pasado simplemente para pagar los gastos médicos”, denunciaban tres activistas norteamericanos en una columna publicada por The Guardian (“Por qué luchamos contra la Asociación Médica Americana”, 6/6/19). Hay negocio por vender salud, hay negocio por vender créditos para pagar la salud, hay 30 de millones de personas sin cobertura. Ese es el resumen del “modelo norteamericano”.

Ahora bien, durante la pandemia tenemos aún más agregados. Por ejemplo, las licencias pagas a las y los trabajadores, que son la base de cualquier política de aislamientos para contener al virus, son inexistentes para masas de la población en el país ejemplo de la reforma laboral. “Además, enfermar significa la ruina laboral. En Estados Unidos hay 30 millones de personas que no tienen baja laboral pagada” (El País, 28/3/20). Como se ve, cada obstáculo para enfrentar adecuadamente la pandemia en Estados Unidos está derivado de las relaciones sociales existentes, en general, y de la política concreta que impulsó la burguesía yanqui en ese marco, en particular.

La política de la clase capitalista no se desarrolló sin oposición; por el contrario, fue fermento de numerosas luchas. Respecto de los reclamos puntuales del personal de salud, durante el transcurso de la pandemia, han habido movilizaciones y exigencias de Equipos de Protección Personal (EPP), entre otras cosas. De todos modos, referir solo a las protestas sanitarias sería un error. En realidad, la rebelión popular que aún está en desarrollo tiene como uno de sus motores el hartazgo popular frente a un régimen incapaz de garantizar sus derechos más elementales. Es evidente que la privatización de la salud y sus consecuencias atizan el fuego de la insatisfacción de las masas -en Chile, por caso, ha sido un reclamo destacado.

Con relación a una salida integral para el sistema de salud, existe un movimiento muy extendido que aboga por la implementación de un “Medicare for all”. En la versión de sus impulsores supone una reforma radical del actual sistema de salud, eliminando intermediarios, garantizando una atención universal y concentrando los desembolsos en “un pagador único” (el Estado). El sitio de “Enfermeras de la nación unidas” (www.nationalnursesunited.org) plantea una campaña permanente para unirse al movimiento porque “es tiempo de garantizar salud a todo el mundo”. Términos similares pueden encontrarse en el sitio de PNHP (“Physicians for a national health program”, Médicos/as por un programa nacional de salud). Este agrupamiento, que declara contar con 20.000 integrantes a lo largo y ancho del país, plantea abiertamente los límites de la normativa vigente, afirmando que la ley por la que luchan permitiría superar al “Obamacare” en numerosos puntos (cobertura universal versus 30 millones sin seguro; centralización de los controles versus continuidad de un sistema fragmentado; pagar menos para el 95% de la población versus mantener “costos desproporcionados”). Como se ve, es un planteo por izquierda al establishment demócrata, que ha logrado interesar y organizar a un sector importante de trabajadores; no es casual, por tanto, que uno de sus voceros políticos sea Bernie Sanders. Es, a la vez, el reflejo de sus límites, que sus promotores reivindican abiertamente: “El seguro nacional de salud de pagador único, también conocido como ‘Medicare para todos’, es un sistema en el que una sola agencia pública o cuasi pública organiza el financiamiento de la atención médica, pero la prestación de la atención médica sigue en gran parte en manos privadas” (en pnhp.org). El planteo de reforma es radical, y por tanto choca con las alternativas que prefiere la burguesía. Sin embargo, al sostener las prestaciones en manos privadas, manifiesta su límite insalvable. Carente de un planteamiento integral de separación del capital respecto de la provisión de servicios de salud, la lucha por la ampliación universal de este derecho queda en encerrada en un callejón muy estrecho. Sería oportuno discutir un programa de centralización anticapitalista en el seno del movimiento “Medicare for all”.

Europa: el fracaso de la “salida a la crisis de 2008”

El “viejo continente” fue severamente golpeado por la pandemia. Las tempranas imágenes del norte de Italia, donde el colapso llegó al extremo de la decisión de muertes en tiempo real por parte del personal de salud a causa de la insuficiencia de respiradores, impactaron profundamente en las masas de todo el mundo. Con las particularidades de cada país, es indiscutible que Europa sufrió notoriamente las muertes por Covid-19; los datos de las carencias de los sistemas de salud salieron a la luz con la pandemia, pero tenían antecedentes que los gobiernos capitalistas fueron incapaces de resolver. Un informe de la Unión Europea del año 2019, por ejemplo, señalaba sobre Italia que “emplea menos enfermeras que casi todos los países de Europa occidental (a excepción de España) y el número es sustancialmente más bajo que el promedio de la Unión Europea (5,8 enfermeras por cada 1.000 habitantes en comparación con 8,5 en la UE)” (en https://ec.europa.eu/health/sites/health/files/state/docs/2019_chp_it_english.pdf ). Como se ve, solo había un país peor que Italia en este rubro, que terminó siendo, precisamente, otro de los grandes castigados por la pandemia. ¿Casualidad? El informe reseña también el desmantelamiento de las coberturas a la población; así, menciona un incremento de los gastos “OOP” en salud (por “out of pocket”, fuera de bolsillo) hasta el 23% en 2018, lo cual refiere a costos asumidos por los usuarios más allá de sus seguros o asistencia estatal. Puede observarse, entonces, que el retroceso de la cobertura sanitaria en Italia no fue un fenómeno repentino o inesperado -existían numerosos indicadores que lo atestiguaban. Lógicamente, esta situación no responde a “causas naturales”. En Italia, los recortes timoneados por el tecnócrata Monti durante 2012 fueron multimillonarios. La opción de adjudicar esta política a la mera “ideología neoliberal” sucumbe ante la contundencia de la historia concreta. En España, por caso, quien inauguró los recortes a la sanidad fue el “progresista” Rodríguez Zapatero. En Italia siguió con lo propio el “demócrata” Renzi, mientras el español Rajoy continuó en su magistratura esa obra del PSOE. Buscar un filtro ideológico al ataque a la sanidad europea es un completo equívoco -o un engaño deliberado. En realidad, la “salida” del capital a la bancarrota de 2008 fue la famosa “austeridad”, que es el santo y seña de un ataque a las masas descomunal. Esta política de la UE, el BCE y el FMI unificó a los distintos gobiernos de los partidos del sistema. En este punto es interesante reseñar la forma concreta en que se procesó este ajuste sanitario. “Según el sindicato Metges de Catalunya (MC), Catalunya perdió, en los últimos años, unos 900 médicos de atención primaria (…) y mil camas de agudos” (www.elperiodico.com, 20/3). Es un ejemplo elocuente de cómo se procesó el retroceso en la porción de PBI, que pasó a representar el gasto en salud entre 2009 y 2020 (del 6,77 al 5,9%, siempre por debajo de la media europea del 7,5%). Este mismo artículo periodístico reseña el aumento progresivo de “copagos” para muchos medicamentos; el incremento privatista también se registró en la capacidad instalada. “‘En la Comunidad de Madrid se hicieron recortes y reformas sin ningún tipo de planificación. Se construyeron siete hospitales de concesión privada, pero en total disminuyó el número de camas [se cerraron en los públicos]’, denuncia Miguel Angel Sánchez Chillón, presidente del Ilustre Colegio de Médicos de Madrid” (ídem). El informe de la Comisión Europea sobre España en 2019 -análogo al citado arriba sobre Italia- también advertía sobre la escasez de enfermería (5,7 cada 1.000 personas), e incluso respecto de las consecuencias de la creciente precarización laboral para profesionales de la salud (“los contratos temporales (…) aumenta[n] la rotación de personal”). Durante la propia pandemia de Covid-19 se han hecho públicas denuncias sobre contratos de tan solo 15 días en clínicas privadas del Estado español. Nuevamente, se aprecia que el virus es un fenómeno “natural” que progresa en escala por las características propias de nuestro medio social. La burguesía europea y sus gobiernos desmantelaron sistemas sanitarios para “salir” de una crisis terminal -si ésas son las “salidas”, ¿qué queda para las “entradas” a ella, como la fase en que ingresamos ahora? Esta responsabilidad social de características criminales se vislumbra en forma paradigmática con lo ocurrido en Bérgamo, región industrial por excelencia del norte italiano. Allí, “la patronal industrial presionó a todas las instituciones para evitar cerrar sus fábricas y perder dinero. Y así, por increíble que parezca, la zona con más muertos por coronavirus por habitante de Italia -y de Europa- nunca ha sido declarada zona roja“ (“Bérgamo, la masacre que la patronal no quiso evitar”, en ctxt.es, 10/4). El artículo citado cuenta con lujo de detalles la presión incansable -y exitosa- de la poderosa Confindustria para evitar las medidas de parálisis industrial que habrían salvado miles de vidas. No solo eso: en una trama que involucra a Tenaris (de los Rocca, también líder de la burguesía nacional argentina), podemos saber que las principales clínicas de Bérgamo están en manos privadas, pertenecen a un grupo de esta familia (que no quería cerrar sus plantas en la zona) y activaron tardíamente los protocolos de emergencia en sus instituciones sanitarias. La responsabilidad de la clase capitalista en los contagios y las muertes no es un ardid teórico; tiene manifestaciones bien concretas, que ejemplifican la contradicción insalvable entre salud y lucro.

El papel de la OMS, la “coordinación” internacional y la supuesta “alternativa” de China

Si la OMS podía reclamar algún prestigio como “referencia internacional” de cierta envergadura, es evidente que lo ha liquidado en el transcurso de la pandemia. Los “errores” del organismo podrían explicarse simplemente por la “incompetencia” de su personal dirigente; una interpretación de este tipo, sin embargo, pecaría de superficial. Los vaivenes respecto de la conveniencia con tapabocas, tipos de cuarentena o posibilidades de contagio por parte de asintomáticos, por nombrar solo algunos ejemplos resonantes, no están meramente en el campo de las torpezas. Sucede que la OMS expresa las contradicciones de los intereses sociales que la moldean. Una pandemia, por definición, reclama una coordinación internacional de características extraordinarias, algo que “de palabra” encarnaría la OMS. En la práctica, por el contrario, está conformada por Estados nacionales rivales entre sí, lo cual se exacerba cuando hablamos de potencias imperialistas. En vez de una coordinación, hemos asistido a la anarquía capitalista de medidas superpuestas y hasta contrapuestas, según la región. Antes que una planificación de las necesidades de producción de insumos o medicamentos, observamos una guerra de rapiña interimperialista. Al respecto, fue muy gráfica la crisis desatada en Francia, donde el pulpo Sanofi -el “gran laboratorio nacional”- anunció que “Estados Unidos tendría prioridad” en la aplicación de la eventual vacuna que lograsen, debido a los multimillonarios desembolsos al respecto. Las excusas de ocasión tras el choque con Macron no pueden ocultar que, en definitiva, las declaraciones del ejecutivo fueron un caso de “honestidad brutal”. Estos desmienten, una vez más, el carácter ilusorio de la “globalización que superaría los antagonismos nacionales” -una verdadera burrada academicista. Nuevamente, la Unión Europea reveló que al menos la primera palabra de su sigla es un eufemismo encubridor. Finalmente, ingresamos a la pandemia en pleno desarrollo de una depresión económica mundial, que incluye guerras comerciales -y de las otras. Evidentemente, el capitalismo ofrece exactamente lo contrario a la indiscutible necesidad de una cooperación entre pueblos para actuar sobre la base de un plan racional de combate a un virus novedoso. Esta es la base material sobre la cual actúa la OMS, que se financia por los aportes de los países miembros, pero que también recibe “donaciones” de grandes laboratorios y pulpos capitalistas en general -como Bill Gates. Detrás de una cortina “aséptica” de sanitarismo, se encuentran los choques por abrir más o menos la economía, destinar recursos sanitarios a uno u otro país, adoptar tal o cual medida según las necesidades de cada burguesía. Por supuesto, esto no quita que el conocimiento científico respecto de una pandemia que se desarrolla en simultáneo reviste carácter transitorio, y muchas conclusiones pueden y deben ser a puestas a prueba constantemente, algo que también ocurriría bajo otras relaciones sociales. Sin embargo, el problema consiste en apreciar cuáles son las trabas para el libre desenvolvimiento de la ciencia, hoy rehén de los límites insalvables que le impone el capital. La OMS y su inconsistencia se cocinan en su propia salsa.

Por otro lado, también es digna de mención la situación con relación a los Equipos de Protección Personal (EPP). Los reclamos del personal de salud, por su carencia en cantidad y calidad, han sido constantes y sonantes a lo largo y ancho del globo; la OMS, por su parte, se limitó a recomendaciones de cumplimiento inefectivo. La imposibilidad de satisfacer su dotación necesaria a escala mundial no puede adjudicarse a “la imposibilidad de previsión”. Muy por el contrario, los límites al respecto brotan de la situación social que referimos hasta el momento en el presente artículo. Los recortes mencionados, desde luego, también implicaron la incorrecta dotación de EPP para otras patologías previas, situación relativamente disimulada en el colapso “normal” de la salud sin pandemia. Ahora, esa crisis se multiplica por mil. La producción de EPP representa un negocio formidable, y son pocos pulpos quienes producen, por ejemplo, el barbijo N95, insumo decisivo para la protección de trabajadores de la salud. La escala de su producción, por tanto, no estaba determinada, ni antes ni ahora mismo, por las necesidades sociales de su uso, sino por la colocación en el mercado. Esta realidad podría haber sido superada en tiempo real con la reconversión forzosa de líneas de producción, para obtener barbijos, camisolines, respiradores, reactivos para test y, en general, todo lo necesario. Nada de esto fue impulsado más que muy parcialmente -alguna producción de respiradores por parte de automotrices, que hicieron un nuevo negocio a su turno. Las “Bérgamo” del mundo siguieron produciendo cosas inesenciales en función del lucro, aumentando directamente la exposición y contagio de sus trabajadores, y por añadidura del personal de salud, que en muchos casos fue a una guerra sin pertrechos.

Parte de estas limitaciones habrían sido eludidas por China a la hora de enfrentar la pandemia. Su Estado, como es sabido, ostenta una característica sui géneris, propia de una transición peculiar de régimen obrero burocratizado a restauración capitalista. Así, la férrea centralización estatal permitió a China movilizar una cantidad de recursos enorme, como ilustra la construcción de grandes hospitales de aislamiento en pocos días o la intensa búsqueda de contactos para contener brotes y controlar la expansión del virus. La propia crisis de la OMS está vinculada con esta situación, pues actuó en tándem con China, lo cual acentuó su choque con Trump. De todos modos, estas observaciones sobre el “éxito” relativo de China para contener a la pandemia deben ser tomadas con alfileres, por muchos motivos. En primer lugar, la burocracia restauracionista impide la existencia de libertades democráticas para las masas; por este motivo, los datos son cuestionados con razón, pues las voces críticas son rápidamente silenciadas. El caso extremo es Corea del Norte, donde se reportaron llamativos cero casos. Volviendo a China, debe agregarse que los mecanismos para enfrentar la pandemia, en manos de una burocracia, buscan reforzar el control sobre las masas. El extremo control social que, valiéndose de medios digitales, permite al Estado observar cada movimiento de la ciudadanía, es un arma contra la organización de los trabajadores. La denuncia contra la tentativa de montar o reforzar el carácter policial de estos Estados es válida. Debe incluir, en simultáneo, la completa hipocresía de los Estados capitalistas, que se llenan la boca sobre “el totalitarismo” mientras implementan mecanismos de control similares en sus naciones. Un combate socialista a la pandemia en manos de un gobierno de trabajadores y trabajadoras supondría medidas de orden completamente distinto, pues la movilización de recursos partiría de la afectación de las minorías enriquecidas por parte de las mayorías. A la vez, requeriría la gestión democrática de la vida cotidiana sobre la base de una deliberación colectiva, basada en datos científicos que integren las diversas disciplinas.

Latinoamérica, devastada antes y después

Al momento de escribir estas líneas, Latinoamérica es uno de los centros de desarrollo de la pandemia. En muchos países se viven dramáticamente las consecuencias materiales del carácter semicolonial de nuestras formaciones sociales. Si países imperialistas afrontaron la pandemia con semejante nivel de recorte y precarización, ¿qué queda para América Latina? En este punto, es importante apreciar la forma concreta que adoptó el proceso de privatización sanitaria. Sucede que, a diferencia de Estados Unidos o la mayor parte de Europa, es común que muchos países latinoamericanos tengan formalmente un sistema de salud público de carácter “universal”. De hecho, el país con más muertes de la región -Brasil- es el único “en el mundo con más de 100 millones de habitantes que tiene un sistema de asistencia médica gratuito para todos sus ciudadanos” (La Tercera, 18/4). ¿La culpa, entonces, solo es de Bolsonaro? Si la política de Trump es criminal, la del fascistoide brasileño la supera. Indudablemente, la presión para mantener abierta la economía a cualquier costo y el negacionismo oscurantista son un cóctel mortífero. Pero esta política infame se combinó con un estado de cosas, en el cual la gratuidad del sistema no puede encubrir su vaciamiento. El artículo recién citado apunta cómo: “a nivel de financiamiento es muy poco ambicioso, si se considera que debe cubrir a una población de más de 200 millones de habitantes. Esto, porque Brasil invierte 3,8% de su PBI en salud pública”. La “austeridad” no fue solo una política europea; igual que allá, los recortes fueron impulsados, con las particularidades de cada caso, por gobierno “progresistas” y derechistas. De hecho, fue Dilma Rousseff (PT), quien encabezó un ajuste multimillonario que afectó, entre otras cosas, el presupuesto de salud. En 2015, “el gobierno de Dilma Rousseff anunció un recorte de gastos por 23.300 millones de dólares, el más drástico plan de ahorro presupuestario realizado por los gobiernos izquierdistas del Partido de los Trabajadores (…) las carteras que mayores recortes tendrán serán Ciudades, Salud, Educación y Transportes” (La Nación, 23/5/15). Lógicamente, los gobiernos subsiguientes (el golpista Témer y Bolsonaro) profundizaron con saltos en calidad brutales esta ofensiva. Hoy, “el 56% de la población brasileña vive en territorios donde no hay lo que es considerado un mínimo necesario de camas UCI. No tenemos respiradores suficientes” (La Tercera, citado).

El vaciamiento de la salud pública es la otra cara de la moneda privatizadora en América Latina, donde “el valor per cápita invertido en salud (si se suman lo público y lo privado) es inferior al de los países de Oriente Medio” (El País, 8/4). Por un lado, el Estado aún financia grandes sistemas de salud, como en Argentina. En buena parte, gracias a la lucha tenaz de la clase obrera de cada país, que puso diques de contención a la privatización total. Pero, al mismo tiempo, la política del capital brota por todos los poros -y sus resultados son desastrosos. En Argentina, por caso, conviven entremezclados los diversos “subsistemas”; el propio Estado financia a grandes prestadores privados. Un caso paradigmático es la obra social universal para jubilados/as -Pami- que, con administración estatal, sostiene un conglomerado gigante de empresas parasitarias entre laboratorios y clínicas, con público cautivo y financiamiento asegurado. Las obras sociales, por su parte, degeneraron de su propósito mutual original a prestadoras de servicios lamentables. La burocracia sindical las administra como empresas, e incluso forma sus propias prepagas, siendo cómplice de la creciente privatización sanitaria -y actuando sin mediaciones como patronal en sus clínicas. Este proceso dio saltos agigantados a partir de la desregulación “neoliberal” impuesta por Menem, cobertura legal que mantuvieron todos los gobiernos, incluidos los “nacionales y populares” del kirchnerismo. Las grandes empresas de medicina prepaga facturan sumas exorbitantes. Por dar un ejemplo, el presupuesto del Ministerio de Salud en 2018 fue de 46.123 millones de pesos, mientras OSDE facturó 82.700 millones de pesos, un 79% más. Los resultados de esta creciente privatización se manifiestan en la infraestructura derruida de instituciones públicas, algo imposible de resolver con un presupuesto insuficiente. Los faltantes de insumos elementales en cualquier hospital provincial son moneda corriente. A la vez, crece la presión por transformar a las propias dependencias públicas en generadoras de ingresos; por eso son generalizadas las oficinas de facturación y “recursos propios”, que buscan reemplazar los ingresos que el Estado no provee, sobrecargando el bolsillo de la clase obrera, que financia al Estado con impuestos y a las obras sociales con descuentos al salario.

Este cuadro general, cuya responsabilidad recae en décadas de gobiernos civiles y militares de todos los colores, es el marco en el que Argentina “recibió” la pandemia. Sus consecuencias han sido gravosas en múltiples aspectos; por nombrar uno, no se cuenta siquiera con información centralizada fiable sobre ocupación de camas y rastreo de contactos. Frente a esto, el gobierno de Fernández dejó correr la versión de una pseudo-centralización para archivarla antes de que se discuta en serio, bajo la presión de los pulpos de la salud. Antes, y en tándem con la gobernación macrista del principal distrito del país (Ciudad de Buenos Aires), sostuvo una política de pretendida “cuarentena estricta” para “fortalecer al sistema de salud”. Pues bien, pasados más de cien días, la situación está literalmente atada con alambres. La disminución de la circulación seguramente dosificó los contagios en el tiempo. Sin embargo, nos encontramos al borde de un pico de desenlace incierto, sin que el sistema de salud se haya “fortalecido” en serio. Al momento de cerrar este artículo, la saturación del sistema de salud del AMBA (Area Metropolitana de Buenos Aires) es inminente. Las denuncias por faltantes de EPP son moneda corriente; los testeos y la estructura destinada al rastreo de contactos para aislar focos, completamente insuficientes; la restricción de la circulación se reduce a la afectación de la población civil, que es culpabilizada mientras los verdaderos focos -grandes comercios e industrias- operan bajo el despotismo patronal y la falta de protocolos. Al mismo tiempo, es evidente que “la salud” no refiere únicamente a la atención en centros específicos para tal fin, pues también debe incluir las condiciones de vida de la población. En Argentina, la pobreza se aproxima al 50%; las autoridades vociferan sobre “medidas de higiene y distanciamiento”, mientras millones viven en el hacinamiento y la carencia de servicios básicos. Esta realidad estructural se agrava día a día, tras el peso de una bancarrota sin precedentes, cuya factura recae sobre los hombros de las masas.

Conclusiones

En este artículo nos propusimos repasar las principales características de los sistemas de salud, que fueron puestos a prueba por el estallido de la pandemia. Con numerosas diferencias, todos tienen un factor común: están moldeados bajo el peso inexorable de las relaciones sociales vigentes. De este modo, aquello que debería promover el bienestar de las más amplias masas de la población mundial, se desnaturaliza bajo la intromisión de una producción orientada a garantizar el lucro. Si la medicina y el conjunto de disciplinas y prácticas que sustentan la salud constituyen “valores de uso” imprescindibles, su mercantilización oprime este valor hasta negarlo. Es un rasgo típico de un sistema social en descomposición: los progresos técnicos son privados de un usufructo colectivo, bajo la desviación y contaminación que impone como principio la valorización de un capital que encuentra cada vez más dificultades para hacerlo. Donde aumenta la esperanza de vida, lo es a condición de ampliar los años de explotación -como testimonian las reformas jubilatorias impulsadas a nivel mundial.

La pandemia puso en evidencia, nuevamente, el pluriempleo del personal de salud, que trabaja jornadas extenuantes -lo cual fue un factor entre tantos de propagación de la pandemia. Esta situación lejos está de ser un hecho fatal. En un mundo con desocupación crónica, podrían movilizarse los recursos necesarios para formar más personal y retribuir su labor adecuadamente, repartiendo las horas de trabajo disponibles. Bajo el peso del capital, ocurre lo contrario. De igual modo, cuando más se necesitaban plazas hospitalarias, personal y tecnología, asistimos al absurdo de su cierre por “falta de rentabilidad” (como ocurrió con parte de la Fundación Favaloro en Argentina).

Por otro lado, es posible observar que los gobiernos de los más diversos signos políticos han protagonizado recortes a la sanidad pública. En líneas generales, responde a tres fenómenos que son parte del mismo proceso. Por un lado, la colonización de crecientes recursos del presupuesto público, para rescatar al capital en bancarrota tras la crisis de 2008; por otro, al peso asfixiante de la deuda externa sobre los Estados de países semicoloniales. A la vez, estos ajustes pavimentan la ascendente privatización de la salud, que es un fenómeno históricamente concreto, a partir del cual los capitales buscan desesperadamente nuevos nichos de rentabilidad frente a la inexorable tendencia decreciente de la tasa de ganancia. La principal víctima de esta situación es la clase obrera, que debió destinar crecientes porciones del valor de su fuerza de trabajo a pagar por una salud otrora garantizada de diversos modos o directamente a no acceder a ella. En cualquier caso, fue forzada a degradar sus condiciones de vida. El personal de salud, que también es parte de la masa trabajadora -incluso sus profesiones más “distinguidas”, por la creciente proletarización de muchas de ellas-, sufre de ambos lados del mostrador. Su situación se entrelaza, además, con otra cuestión nodal de enfrentamiento a la descomposición del capitalismo: el protagonismo de la mujer trabajadora, que es mayoría en muchas de estas labores.

Esta situación brutal reclama una reorganización social de características integrales. La clase obrera debe protagonizar la lucha por ella, levantando un programa que es incompatible con los gobiernos capitalistas, por más “progresistas” que se autoproclamen. Sucede que las medidas más elementales para garantizar el acceso a la salud suponen un choque en regla con poderosos intereses económicos. La centralización de la salud en un comando único, gestionado por sus propios trabajadores y trabajadoras, es una medida de primer orden. Es imperioso terminar con el pluriempleo y la insalubridad, reduciendo jornadas laborales sin afectar el salario. También es decisivo el fin de la precariedad, con el ingreso a plantas permanentes de todo personal, incluido el tercerizado. La producción de insumos en función de las necesidades y no del lucro reclama una intervención anticapitalista en serio. La supresión del interés privado en la provisión de servicios de salud plantea no sólo la apropiación colectiva de las instalaciones de clínicas y laboratorios, sino también la acumulación de un gran fondo para ponerlas en marcha. Por ello, estas medidas no pueden ser tomadas aisladamente; deben formar parte de un plan económico general, dirigido por la clase obrera, que incluya la nacionalización de la banca y el comercio exterior. La pandemia evidenció que la gravedad de la situación actual es de características civilizatorias. Por ello, la discusión de salidas de fondo está en el orden del día. Un gobierno de trabajadores y trabajadoras también es una necesidad para rescatar la salud de su destrucción.

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