El objetivo de este trabajo es explicitar los alcances de la Historia de la Revolución Rusa, de León Trotsky, como hito historiográfico. O sea, como modelo metodológico y teórico para una forma de hacer historia, utilizando el método científico del marxismo. La apelación a las herramientas del marxismo para examinar un hecho histórico no agota en sí mismo la forma concreta de hacer historia. El marxismo debe traducirse en criterios metodológicos específicos para aproximarse al análisis de los hechos. Antes de Trotsky, pero sobre todo después, ha habido infinidad de historiadores que han colocado sus obras bajo la bandera del marxismo, pero con aproximaciones disímiles y, en muchos casos, menos satisfactorias que la de Trotsky, frente a los problemas críticos de la historia como disciplina científica.
Aún a 85 años de su publicación, esta obra constituye una forma original de encarar su objeto de estudio, que es importante poder desmenuzar para que sirva como punto de partida de una historia como ciencia de la sociedad contemporánea y de sus convulsiones sociales. Sería imposible separar a la Historia de la Revolución Rusa como estudio científico de las condiciones de su aparición, del significado histórico de la Revolución de Octubre y del rol de su autor en la revolución de 1917 y en la historia revolucionaria posterior. El hecho de que su autor sea uno de los dirigentes históricos de la revolución rusa, desterrado por la casta burocrática que, dirigida por José Stalin, se hace del poder en la Unión Soviética, y sometido a una campaña de calumnias que se completaba en el terreno histórico con una falsificación sistemática de los hechos(1), obviamente hace de esta obra un elemento de disputa y lucha política sobre el registro verídico de los hechos, así como de su análisis y valoración. Esta disputa era mantenida por Trotsky en dos frentes, tanto con los políticos y académicos de las clases sociales que dominaron Rusia antes de la revolución de octubre, como con la burocracia que se había instalado después en el poder y lo estaba sometiendo al exilio y la persecución.
Sin embargo, lejos está la Historia de la Revolución Rusa de constituir un panfleto de reivindicación individual de Trotsky para salvar su buen honor. Un autor hostil a la perspectiva bolchevique como Robert D. Warth, un importante especialista en historia rusa en las universidades de Estados Unidos durante la etapa de la guerra fría, opuesto a los análisis de Trotsky e incluso a la concepción de que la historia pueda ser considerada genuinamente una ciencia, calificó a “la contribución de Trotsky a la historiografía de la Revolución (Rusa) como una obra maestra literaria” (Warth, 1967: 254), y “una obra que probablemente se mantenga como un clásico de la historia literaria”, que “combina la hábil propaganda política con la historia de primer nivel” (Warth, 1948: 41, 34).(2)
Cabe preguntarse si un protagonista directo -además tan central a los hechos en cuestión, presidente del Soviet de Petrogrado en el momento de la toma del poder, luego comisario de Guerra al frente del Ejército Rojo- podría realizar una obra histórica válida, no como fuente sino como análisis. En los textos citados, Warth, historiador crítico de la obra, reconoce que Trotsky ha evitado transformar el libro en unas memorias que generalicen sus experiencias, “ostensiblemente relegando su propio rol protagónico en la revolución, al punto de que se vuelve una clara propensión en el sentido contrario” (Warth, 1948: 35).
La historia como ciencia de la sociedad moderna
Desde el prólogo de la Historia de la Revolución Rusa, Trotsky hace explícita la pretensión de objetividad científica de la obra y los términos en que la entiende. Aclara que trabajará investigando fuentes y no desde la memoria directa(3), y que su posición política, “en función de historiador, sigue adoptando el mismo punto de vista que en función de militante ante los acontecimientos que relata” (Trotsky, 1997: 10). Distingue la diferencia entre hacer historia desde su posición política revolucionaria y hacer una apología de su posición. Rechaza como valor la “imparcialidad” histórica en boga entre los historiadores tradicionales de las instituciones burguesas y propone juzgar la elaboración histórica por su capacidad para explicar “por qué las cosas se sucedieron de ese modo y no de otro (…) su misión consiste precisamente en sacar a la luz (las) leyes (que gobiernan los sucesos históricos)” (ídem: 10). Este punto de partida se define por oposición directa al historicismo clásico de Leopold von Ranke y sus continuadores, que instalaron a la historia como un contenido científico aceptado y requerido por los ámbitos académicos y estatales, rechazando adoptar posiciones políticas o filosóficas abiertas que “condicionaran” su investigación de fuentes documentales (Iggers, 1995: 27). Esta supuesta imparcialidad mal puede esconder la defensa de la sociedad de clases que conlleva la visión positivista del Estado como organismo de desarrollo social necesario, como la forma de verdadera historia de la sociedad humana, teniendo como único modelo a Europa, y como valores los de la burguesía que constituyó allí el capitalismo (ídem: 28-29).
Posiciones similares podrían atribuirse al naturalismo positivista. Hippolyte Taine plantea, en su obra clásica Los Orígenes de Francia, que “el historiador debe conducirse como naturalista (…) como ante la metamorfosis de un insecto” y considera que la caída del Antiguo Régimen en Francia consistió en que “la multitud sublevada rechaza a sus conductores naturales (…) cuando el pueblo prefiere los enemigos de la ley a los defensores de ella, la sociedad se descompone” (Taine: 6, 520, 523). Se podrían citar infinitas muestras del carácter reaccionario de la ideología de los historiadores burgueses que se pretendieron y se pretenden imparciales. Trotsky rechaza expresamente la tendencia de historiadores como Taine a estudiar los grandes movimientos populares excluyendo sistemáticamente las posiciones de estos mismos de las posibilidades de análisis (Trotsky, 1997: 157).
La reivindicación de Trotsky de la necesidad de que la historia estudie el proceso social en su conjunto y pueda sacar conclusiones sobre regularidades y leyes choca con los límites que se han impuesto otras corrientes historiográficas. La búsqueda de formular las leyes de nuestra sociedad supera completamente al historicismo clásico, que se limitaba a considerar la tarea científica como la posibilidad de conocer la veracidad de sucesos pasados que no se presencian directamente mediante el análisis y critica de fuentes documentales(4).
La preocupación por trascender lo específico del episodio que se está estudiando e indagar el alcance general que pueda tener un hecho universal por definición como es una revolución, diferencia a Trotsky también de aquéllos que sucesivamente han ido cuestionando el carácter científico de la ciencia, la posibilidad de definir leyes, aunque sea aproximadas, que gobiernen la historia. Estas posiciones, cargadas de lo que Pablo Heller (1999) ha llamado con mucha precisión “oscurantismo posmoderno”, dominaron por largos años la disciplina histórica, bajo la forma de “giro lingüístico”, reduciendo la historia al relato literario o el análisis de discursos, planteando que la realidad histórica era absolutamente relativa y, por ende, intangible. Este movimiento anticientífico dio lugar al predominio de micro-historias, donde predomina lo estrechamente local o el estudio de caso aislado, y las historias culturales, dominadas por los intentos de observación antropológica o cultural(5).
La obra que estamos examinando, siendo bastante extensa, con sus 800 a 1.000 páginas según su edición, concentra su desarrollo en la examinación detallada de los ocho meses que transcurren de febrero a octubre de 1917, sobre todo en Petrogrado. A pesar de diferir entonces de tratados históricos clásicos mucho más abarcadores (historias universales, de las naciones o los pueblos, etcétera), esta obra está muy lejos de la llamada microhistoria, de un estudio específico de sucesos locales, de estudios de caso que puedan ser abarcados extensivamente, saturando de fuentes una pequeña parcela (de tiempo, población o territorio) de la historia. La amplitud de la obra se la da el hecho de hacer un análisis sistemático de uno de los grandes episodios de la historia universal, y en particular, el estudio de la dinámica de la acción política de las masas en el curso de la revolución.
Una historia para la época de la revolución proletaria
La singularidad de la Revolución Rusa de 1917 es que marca el pasaje de la época de la revolución burguesa a la de la revolución proletaria, después de importantísimos ensayos generales de revueltas obreras contra la burguesía, como en Francia en junio de 1848, y de embriones de gobiernos obreros, como la Comuna de París en 1871 y los soviets en la Revolución Rusa de 1905. La impronta de la clase obrera como protagonista central de los hechos históricos invalida la forma dominante de hacer historia, llamada “historia política” por ocuparse, casi excluyentemente, de los gobernantes y las instituciones de Estado; es decir, una historia del gobierno de las clases dominantes. La historia de las grandes personalidades y próceres, colocados por encima del pueblo explotado, no podía dar cuenta de la rebelión subterránea que había barrido a todos aquellos de la escena.
Trotsky parte de la especificidad de las revoluciones como hecho histórico, “la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos” (Trotsky, 1997: 7). Las acciones y hechos relativos a las masas oprimidas, mucho menos documentadas que las de las clases ilustradas, requieren otros métodos de investigación y otras fuentes. Para poder estudiar la “irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”, Trotsky considera clave poder estudiar la psicología y la conciencia de las masas, de manera que se pueda sondear la contradicción entre la constante histórica que tiende a empujar a las clases explotadas a sostener las instituciones existentes y las condiciones excepcionales (situaciones revolucionarias) en las cuales la ruptura con las instituciones existentes pone en pie un movimiento que va sometiendo a prueba, por aproximaciones sucesivas, los programas y organizaciones que se candidatean como salida a la crisis social.(6) Trotsky plantea el objetivo de comprender a los partidos y dirigentes en función de su relación con las masas. La actividad de las masas no depende de la existencia de las organizaciones políticas pero, sin éstas, esa energía se disipa, “cual vapor sin ser contenido en una caldera”, según la metáfora que emplea Trotsky (1997: 9).
Una historia política para las masas insurreccionales
De modo que, si bien la historia de Trotsky rompe con la historia tradicional -en tanto historia de las individualidades sobresalientes del campo estatal- es, sin duda, una historia profundamente política. “Hemos aspirado en estas páginas a demostrar cómo actuaron las fuerzas sociales de Rusia sobre los acontecimientos de la revolución. Hemos seguido la actuación de los partidos políticos en relación con las clases.” La dinámica de la revolución se resume en cómo “antes de que el proletariado subiera al poder, la vida se encargó de someter a prueba y desechar por inservibles todas las demás variantes del proceso político” (Trotsky, ídem: 121). Bien entendido el planteo, la preocupación de Trotsky es cómo se ligan los programas y los partidos a la conciencia de la clase. O sea, cuál es la dinámica con que se integran las condiciones objetivas y subjetivas para que las masas decidan emprender una lucha revolucionaria. Una historia despolitizada, que minimice o se abstraiga de la intervención partidaria, sólo sirve para negar el protagonismo colectivo. Sin el análisis de la conciencia política que permite a las masas transformar su actividad en protagonismo directo, la historia se reduce a individualismo idealista (ciertas personalidades son capaces de producir la historia a su arbitrio) o mecanicismo determinista (los procesos históricos son sólo objetivos, sin que los hombres puedan incidir en ellos).
En ese sentido, el eje del estudio es la ligazón entre las condiciones objetivas que quiebran la tendencia general al sostenimiento del régimen y el metabolismo de organización política que esa masa se da mediante lucha de tendencias, selección de dirigentes, programas, acciones y organizaciones. Esto es la antítesis del idealismo individualista de los grandes hombres que hacen la historia, pero también es un inmenso contraste con el determinismo mecanicista que muchos intentan identificar con el marxismo. El estalinismo, por ejemplo, tenía una concepción de determinismo mecánica, con sus modelos de evolución social por etapas prefijadas e invariables, y sus mitos de partidos monolíticos y dirigentes infalibles.
En la Historia de la Revolución Rusa tenemos una historia marxista que centra gran parte de su análisis en el desarrollo del factor subjetivo -o sea, político-, del pasaje de la clase obrera de “conciencia de clase en sí” a “conciencia de clase para sí”. Este avance equivale a la ruptura con la ideología de la clase opresora y el pasaje a una oposición revolucionaria frente a ella, desarrollando una comprensión colectiva de la relación entre su opresión económica y el sistema político imperante. Esta forma de consideración del problema subjetivo de la clase obrera coloca el problema en términos de las potencialidades revolucionarias que ésta contiene. Historiadores que se reivindicaron marxistas, posteriores a Trotsky, como el británico E.P Thompson (1989), han pretendido reponer el análisis subjetivo que el stalinismo había archivado, pero sobre la base de rechazar la existencia de objetivos históricos revolucionarios que se desprendan de la situación objetiva de la clase obrera. Esta revisión del marxismo borronea los elementos contradictorios del sometimiento de los obreros a las variantes políticas del sistema bajo el capitalismo y naturaliza el arraigo de la ideología burguesa en la clase obrera como resultado histórico concreto de la “experiencia de la clase obrera”.
La idea de que las fuerzas motrices de la sociedad se imponen por encima de la acción subjetiva y la conciencia de los protagonistas es compartida también por la escuela histórica de los Annales, una recomposición de la historia burguesa como una historia social y cultural no marxista, que pretendió competir con la potencia explicativa del marxismo y logró gran predicamento académico e institucional. Aunque existen diversas influencias y líneas de trabajo en las distintas vertientes de Annales a lo largo de varias décadas, las une, entre otras características, el hecho de que “se niega el concepto idealista de la personalidad, del individuo que era fundamental para toda la concepción de la burguesía culta del siglo XIX”. La prescindencia de temas históricos en los cuales los historiadores tuvieran que enfrentar el problema de las individualidades los va llevando a concentrar sus estudios en lo que Ferdinand Braudel llamó el tiempo de espacio geográfico (la longue durée) o el tiempo lento de las estructuras sociales (conjonctures) que predominaron por sobre lo que llamó el tiempo rápido de los acontecimientos políticos. O sea que los procesos de transformación, lucha, divergencias y movilizaciones quedan subsumidas en estudios que se concentran preferentemente en normas, costumbres y religión, o en la construcción de modelos cuantitativos de ciclos económicos y demográficos. Hasta la acción del Estado -ni qué hablar de clases sociales, partidos y movimientos, quedan integrados en una consideración global de la sociedad (Iggers, 1995). Son historias que, para justificar su carácter científico, pierden la capacidad de analizar y hasta considerar los grandes hechos de la historia de los hombres.
Trotsky plantea las dificultades que existen para un estudio empírico que pretende recabar fuentes que permitan medir los pensamientos, acciones y estados de ánimo de un sector de la sociedad no acostumbrado a ponerlos por escrito (menos en el fragor de los grandes combates) ni a ser registrado en los documentos oficiales, en la gran prensa, etcétera: “los apuntes escritos son incompletos, andan sueltos y desperdigados (pero) permiten muchas veces adivinar la dirección y el ritmo del proceso histórico” (Trotsky, 1997: 9). Esta carencia de fuentes se plantea particularmente grave para poder estudiar las jornadas de febrero, donde las organizaciones obreras vienen de la clandestinidad, con el grueso de sus direcciones en el exilio. Trotsky considera que, si el político revolucionario puede observar el humor y la conciencia de las masas como elemento práctico para intervenir en la situación, el historiador tiene que poder indagar el punto (ídem: 119).
El enfoque de reflejar en todos los aspectos de la revolución la influencia de la situación objetiva de las clases y el factor político- subjetivo, se desempeña magistralmente en un terreno decisivo para el estudio de las revoluciones, el militar. Las derrotas del ejército zarista se desprenden en gran medida del carácter agotado de las relaciones sociales y las fuerzas productivas de la Rusia zarista. El fracaso del régimen de Kerensky en poner en pie un ejército que sirviera para la guerra es igualmente explicado por la descomposición social y su efecto múltiple sobre el esfuerzo de la guerra (ídem: 240).
La descripción del combate callejero durante la revolución de febrero está repleta de datos militares sobre el despliegue de las fuerzas represivas y los matices de los choques producidos con las masas. Lo decisivo en el análisis de Trotsky de la insurrección no es, sin embargo, lo técnico del asunto, sino lo que esos choques van reflejando de la psicología y conciencia de las masas, de su cohesión política, y de cómo van trabajando la cuña colocada para quebrar a los cuerpos represivos y poder triunfar (ídem: 107-114). Lejos del militarismo, Trotsky explica que el problema militar de la revolución se juega estrictamente en el terreno político. Que depende exclusivamente de si las masas populares, mayormente desarmadas, pueden quebrar la disciplina del ejército y que, por esto, es de importancia fundamental el estudio del “punto crítico”, donde los elementos psicológicos, políticos y sociales hacen que se quiebre la capacidad del mando de dirigir las tropas (ídem: 121-125).
El lugar donde la primacía de lo político sobre lo militar, para estudiar las revoluciones, llega a su punto culminante es el capítulo “El arte de la insurrección” y los capítulos finales que describen la toma del poder. El eje allí está puesto en la relación entre las masas organizadas en los soviets, que se preparan abiertamente para hacerse del poder, y el partido que es reconocido como dirección y que prepara un plan conspirativo para tomarlo efectivamente de acuerdo con esas masas y como parte de un movimiento común. La relación estudiada allí -entre premisas objetivas y subjetivas de la revolución, y entre insurrección de masas y plan conspirativo- es de lectura indispensable para diferenciar los golpes de Estado que se dan en las crisis políticas internas del régimen capitalista, con los procesos de masas que ponen en pie transformaciones sociales revolucionarias (Trotsky, 1997c: 223). Se han escrito ríos de tinta para asimilar la Revolución de Octubre a un golpe de Estado o putsch minoritario, destacando los aspectos conspirativos por sobre la intervención decisiva de las masas. Este lugar común es propio de toda la bibliografía producida para demostrar el “gen totalitario” de los bolcheviques(7).
En términos de recursos metodológicos concretos, el libro parte de definir las condiciones estructurales del país y de las clases. Elabora series de datos cuantitativos ilustrativos, si bien mucho más espaciadamente que algunas tendencias académicas de la historia. Es de interés particular su uso de un cuadro de las huelgas políticas desatadas en Rusia por año entre 1903 y 1917 para establecer una curva de los flujos y reflujos de la revolución (Trotsky, 1997a: 41). Otro elemento cuantitativo que permite estudiar la acción de las masas es su uso de los archivos del gobierno provisional para poder medir la temperatura del movimiento agrario en el interior del país, como elemento de maduración de la revolución de Febrero a la de Octubre (Trotsky, 1997b: 73).
Al observar la dinámica de cada movimiento se remite a una variedad de registros (memorias personales, archivos policiales y de inteligencia capturados luego de la revolución, notas periodísticas), donde un recurso frecuente es contrastar observadores de procedencias políticas y sociales opuestas como forma de dar veracidad a una afirmación o análisis que tenga características polémicas.
El ingreso de la revolución rusa en la historia universal es, a su vez, el ingreso en la historia de las llamadas “grandes revoluciones” (Hobsbawm, 1990: 16). Trotsky no busca los nombres y la ideas de la revolución rusa en el pasado, como a menudo ha sucedido(8). La revolución rusa trae consigo nuevos nombres, ideas y organizaciones que van a difundirse con una rapidez inédita por todo el mundo, cautivando a obreros, militantes revolucionarios, y dándole forma a fuerzas que tomarán esos nuevos nombres como propios. Bolcheviques, soviets y comunismo -en el sentido que iba a adoptar el partido ruso y la III Internacional- son términos que entran velozmente en el vocabulario político global. Trotsky no se retrotrae a las revoluciones clásicas buscando categorías para explicar la revolución rusa, sino que usa reiteradamente el contraste de la revolución rusa en sus distintas etapas con las grandes revoluciones que la precedieron (Francia, Inglaterra, 1848, Comuna de París) e incluso sucesos posteriores como la revolución española. La utilidad de la comparación para el trabajo histórico es la realización de contrastes y analogías que muestran lo que es común a la dinámica de las revoluciones y lo que diferencia a la que se estudia del conjunto de las anteriores.
Estos contrastes sirven para explicar la concatenación entre guerra campesina y revolución obrera, que se da como rasgo original en Rusia (y luego en China) por oposición a los modelos de desarrollo capitalista de Inglaterra, Francia y Alemania (Trotsky, 1997a: 56-58). En el análisis de la dualidad de poderes, el libro muestra que la coexistencia de poderes enfrentados es parte de la tensión existente entre las distintas clases que intervienen en la revolución y que es una forma de guerra civil latente que puede existir durante los períodos breves en que la revolución ha comenzado, pero no ha terminado de definir el régimen social que quedará constituido. Los períodos donde la revolución inglesa y francesa han coexistido con sus respectivos reyes y sus choques con las alas izquierdas plebeyas luego derrotadas (levellers o sans-culottes) son ejemplos del carácter general del fenómeno de doble poder en la historia de las revoluciones (ídem: 195-202). Los choques que se suscitan entre las clases asociadas en una primera etapa de la revolución, cuando se trata de determinar el régimen social que ha de poner en pie, dan lugar a momentos históricos análogos de represión y desarme de la izquierda plebeya (Trotsky, 1997b: 112). El contraste de las “Jornadas de julio” con las antiguas revoluciones pone de relieve la capacidad del Partido Bolchevique de ponerse al frente de las masas impacientes en un momento prematuro para la toma del poder y poder organizar un repliegue ordenado, achicando los daños de la represión y la persecución contra estas fuerzas (ídem: 191-195). Trotsky encuentra paralelos muy interesantes en el uso, por parte de los sectores reaccionarios, en diversas revoluciones, de la propaganda que presenta a los revolucionarios como financiados por el “oro alemán” o “judío”, la idea del revolucionario como injerto ajeno a las tendencias nacionales. La uniformidad de las calumnias reaccionarias tiene como fuente la necesidad de plantear el carácter extranjero de lo nuevo para poder defender las viejas instituciones e ideas como “nuestras” (ídem: 216-219).
Una historia desde la “periferia” del desarrollo capitalista
La Historia de la Revolución Rusa parte de presentar, en sus primeros capítulos, un cuadro resumido del desarrollo histórico de Rusia y su régimen social y político. Define el escenario histórico surgido de la relación entre atraso y penetración del desarrollo capitalista; el peso de esto en la estructura de clases del país y el régimen político; la relación con las potencias imperialistas; el desquicio de la guerra; el problema agrario, la transición del feudalismo a la tenencia privada de la tierra.
El hecho de que la primera revolución socialista se realizase en un país atrasado rompió todos los esquemas predominantes en el movimiento socialista internacional de la época, que esperaban que el avance al socialismo se diese en los países de mayor desarrollo capitalista. El ala derecha de la II Internacional desprendía de esto que la transición al socialismo sería el fruto de un progreso pacífico, gradual y progresivo. El bolchevismo logró definir las tareas políticas de la revolución socialista, a pesar de que no se presentaran según el orden “natural” que se desprendía de sus esquemas previos. Trotsky parte de un reexamen teórico del desarrollo capitalista en Rusia, para explicar por qué se pudo dar una revolución socialista allí donde el grueso de los socialistas de la época entendían que faltaba la etapa de una revolución burguesa que instaurara la república democrática y el pleno desenvolvimiento de relaciones sociales capitalistas.
Para Trotsky, la clave se encuentra en lo que denomina la “ley de desarrollo desigual y combinado”. Rusia, un país atrasado con relación a Europa occidental ya desde el feudalismo, pasa a actuar como semicolonia en la etapa de exportación de capitales que tiene lugar entre la Segunda Revolución Industrial y la Primera Guerra Mundial. Este proceso de instalación directa de un poderoso capital extranjero asociado políticamente a la autarquía rusa, combina una gran concentración industrial -de utilización masiva de mano de obra y baja productividad con respecto a las grandes potencias-, con la persistencia de formas sociales, económicas y políticas precapitalistas, que son defendidas como condición de la dominación del mismo zarismo, garante de las franquicias capitalistas. Esta asimilación de conquistas materiales e intelectuales que se corresponden a las formas avanzadas de capitalismo, salteando las etapas históricas intermedias en las que éstas nacieron (desarrollo desigual) da lugar a una situación de “amalgama de formas arcaicas y modernas” (desarrollo combinado). Trotsky considera que “sin acudir a esta ley (…) sería imposible comprender la historia de Rusia ni la de ningún otro país de avance cultural rezagado” (Trotsky, 1997a: 15).
Este análisis sirve de base para el programa político que postula que la clase obrera de los países atrasados puede acaudillar a la población explotada en las tareas de transformación social, barriendo consecutivamente con las formas precapitalistas y capitalistas de su explotación (Trotsky, 1906; Lenin, 1917).
Desprendiéndose del terreno estricto de la estrategia revolucionaria, el problema tiene un alcance inmenso para el historiador de la etapa histórica marcada por la expansión del capitalismo a los confines del mundo. En los estudios de esta etapa se han reproducido, bajo diversas formas, la polémica de si existe un camino único de desarrollo de los Estados nacionales, cuyo modelo estaría marcado por las potencias del norte de Europa o Estados Unidos, las cuales desarrollaron en su interior relaciones sociales capitalistas. Habría una contradicción entre las categorías que surgen del estudio de las particularidades nacionales de los países de la periferia del capitalismo y un enfoque a menudo acusado de eurocentrismo -en el sentido de que asimila las estructuras sociales de todos los países y sus etapas de desarrollo a las que habían sido vividas por Francia, Inglaterra o Alemania.
La idea mecanicista, etapista, de que todos los países seguirían una progresión lineal única, calcada de la historia europea, donde los que no eran países capitalistas desarrollados, tenían pendiente realizar todavía su revolución jacobina, fue difundida en el mundo por el estalinismo, haciendo que muchos asocien, con buena o mala fe, estos desvaríos con el marxismo(9).
Sería equivocado pensar que el eurocentrismo es un cuco construido arbitrariamente. Los maestros del historicismo clásico, como Ranke (1941: 58-62), consideraban que la historia de los pueblos de Europa occidental era la única verdadera historia, que Asia había dejado de ser un centro de cultura desde la época de los mongoles y que el avance histórico podía medirse por la aparición del cristianismo como única verdadera moral y religión. La idea de que todos los países se encuentran en algún punto del desarrollo ya vivido en la historia de las potencias capitalistas, justifica la falacia de presentar a los países que han ingresado al sistema capitalista bajo la explotación económica de esas potencias como países “en vías de desarrollo”, un término académico y diplomático que esconde la realidad de la dominación imperialista.
La historia nacionalista, revisionista, contrapuesta a aquélla, tiende a atacar lo que llama “eurocentrismo” descartando así al marxismo en bloque, por su análisis de clase centrado en las categorías que surgen de estudiar el capitalismo surgido en Europa. Estos historiadores, adalides de lo local, suelen rescatar al populismo ruso o latinoamericano, buscando actores burgueses locales que puedan vivir su propia “revolución nacional”… equivalente a la francesa-inglesa. Lejos de superar el modelo eurocéntrico, se ata la posibilidad de desarrollo histórico del mundo al avance de la burguesía, esperando repetir la historia europea.
La Revolución Rusa refutó todo esto: el gran salto de terminar con el capitalismo se podía dar en una zona que combinaba acumulación de capital con rasgos de profundísimo atraso. Esto fue posible porque la etapa imperialista combina los desarrollos nacionales aislados con la economía universal capitalista de una forma completamente novedosa. Los historiadores que carecen de una comprensión histórica de la incorporación de los países oprimidos a la economía capitalista mundial están en pobres condiciones para explicar las particularidades de los países semicoloniales. La ley de desarrollo desigual y combinado articula el estudio de la particularidad local (incluido el atraso relativo social y económico) con el momento de ingreso en la economía capitalista mundial. La “particularidad nacional” surge, entonces, de estudiar las condiciones e influencia concreta de la relación entre el país dominado y el (o los ) dominador(es). No se trata de “generalizar” un desarrollo paralelo al europeo, sino de estudiar la particularidad de la asimilación de las relaciones sociales capitalistas, y como éstas afectan la cultura, las clases, el Estado, el programa revolucionario. Sería necio, por otra parte, negar el componente de “universalización” de la economía y la historia que significa la constitución de una economía capitalista mundial (Lenin, 1914; Rieznik, 2003).
La individualidad y las fuerzas determinantes de la historia
Otro de los temas centrales de la historia como ciencia que es desmenuzado en la Historia de la Revolución Rusa es el del rol del individuo, la determinación por factores históricos objetivos y los procesos de acción colectivos. Trotsky rechaza la historia de grandes hombres propia del historicismo clásico y también rechaza el determinismo histórico (del stalinismo, la historia estadística de largo plazo tipo Annales y otros), rescatando el valor clave de la lucha política y el rol de las direcciones y los partidos en esa disputa. Investiga, a su vez, la relación entre individualidades destacadas de su tiempo y las fuerzas históricas que expresan, incluida la relación concreta entre los dirigentes y sus partidos. Trotsky trabaja bajo los preceptos desarrollados por Karl Marx: “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” (Marx, 1852).
En su impecable estudio de la última generación de la autocracia zarista, Trotsky desdeña la tendencia imperante a reducir los estudios históricos a investigaciones psicológicas y propone estudiar a la monarquía en decadencia como fuerza histórica suprapersonal. Pero, dice, “estas fuerzas actúan a través de individuos. Además, la monarquía hállase consustanciada por esencia con el principio personal” (Trotsky, 1997a: 59). De allí va trazando rasgos de la personalidad del zar Nicolás II, influida por ser el último gobernante de una dinastía agotada, de su mentalidad medieval y a espaldas del pueblo. Su apatía, su mentalidad estrecha, su fatalismo y su crueldad son retrados muy efectivamente a partir de fragmentos de sus diarios personales. Trotsky traza un cuadro muy cercano entre las características del zar Nicolás y la zarina Alejandra y las de Luis XVI y María Antonieta, la última pareja al frente de la monarquía francesa: “en todo, la conducta de Nicolás II era un plagio de la del rey francés. Uno y otro caminaban hacia el abismo ‘con la corona sobre los ojos’ (…) se encontraron con sus papeles históricos trazados de antemano (…) eran ambos los últimos vástagos del absolutismo. Su nulidad moral, derivada del carácter agonizante de su dinastía (…) La personalidad histórica, con todas sus peculiaridades, no debe enfocarse precisamente como una síntesis escueta de rasgos psicológicos, sin como una realidad viva, reflejo de determinadas condiciones sociales, sobre las cuales reacciona” (ídem: 96-98). La historia había agotado las posibilidades de la nobleza y sus últimos gobernantes no podían asomarse ni un milímetro por encima de ese agotamiento.
El estudio de las personalidades no incluye sólo a la monarquía, sino también al plantel de individualidades al frente de cada fuerza política. De los partidos burgueses, del bloque conciliador y de los bolcheviques. En el caso del Partido Bolchevique, el libro analiza en varios puntos una dinámica compleja entre la base obrera del partido, los funcionarios del partido de tendencia más conservadora y Lenin. Trotsky muestra cómo la insurrección de febrero fue conducida en gran parte por sectores obreros formados por el bolchevismo(10), mientras el partido -muy golpeado por la represión y persecución- estuvo por detrás de los acontecimientos y no logró imponer una impronta propia al poder surgido de febrero. Los dirigentes bolcheviques que se hacen cargo de la dirección en marzo (Stalin, Kamenev) tienden a contemporizar con el bloque conciliador de mencheviques y socialrevolucionarios y con el régimen de poder dual compartido con los liberales, funcionando como ala izquierda de la democracia. La reorientación del partido, fruto de una lucha feroz librada por Lenin desde su regreso a Rusia(11), coloca a los bolcheviques en la senda que, no sin retrocesos y avances, los llevará a tomar el poder en octubre. Esta lucha es dura, ya que significaba una revisión crítica de la teoría y el programa -que los bolcheviques habían sistematizado desde 1905 como “dictadura democrática de obreros y campesinos”- y por las fuertes presiones a la unidad de las filas socialdemócratas con los mencheviques. La consigna de “Todo el poder a los soviets” y la posibilidad de dar paso a la revolución obrera y socialista sin pasar por una etapa democrática-burguesa coincidía con las posiciones previas de Trotsky, y fue resistida inicialmente por el sector de “viejos bolcheviques”. Trotsky no sólo critica los errores a los que esta política llevó inicialmente al Partido, sino que considera que sin la acción personal y la autoridad de Lenin se hubiera perdido la posibilidad de enmendar el error (ídem: 290). “Su ascendiente personal redujo las proporciones de la crisis”, dice Trotsky, mantener el rumbo oportunista hubiera llevado a un retroceso, posiblemente a divisiones y, si bien no se puede determinar con seguridad qué hubiera sucedido de no mediar la acción de Lenin, se podría haber perdido la oportunidad histórica de la revolución, dando lugar a una derrota:
“El papel de la personalidad cobra aquí ante nosotros proporciones verdaderamente gigantescas. Lo que ocurre es que hay que saber comprender ese papel, asignando a la personalidad el puesto que le corresponde como eslabón de la cadena histórica (…) el desarrollo exterior de los acontecimientos contribuyó considerablemente, en este caso, a destacar mecánicamente la persona, el héroe, el genio, sobre las condiciones objetivas, sobre la masa, sobre el partido. Pero este modo de ver es completamente superficial (…) Al formar el partido, formaba en él a su persona. Sus discrepancias con el sector dirigente de los bolcheviques representaban la pugna del partido por la guerra y la emigración, la mecánica externa de aquella crisis no hubiera sido tan dramática ni habría velado a nuestros ojos hasta tal punto la continuidad interna del proceso.
De la excepcional importancia que tuvo la llegada de Lenin a Petrogrado no se deduce más que una cosa: que los jefes no se crean por casualidad, que se seleccionan y se forman a lo largo de décadas enteras, que no se les puede reemplazar arbitrariamente, y que su separación puramente mecánica de la lucha infiere heridas muy sensibles al partido y, en ocasiones, puede dejarle maltrecho para mucho tiempo” (ídem, 300-301).
De la caracterización del sistema de clases en el país y, en particular de su desgaste bajo las condiciones de la guerra, surgen las contradicciones que detonan la revolución de febrero y los programas políticos que actúan allí, de ahí el rol de cada clase, partido o sector político y su forma de actuar. Cada fuerza social es caracterizada desde su estructura material a sus ideas y a las características personales del elenco que ha podido seleccionar para actuar en sus primeras líneas. Así como se pinta vivamente a Lenin y Nicolás Romanov como dos arquetipos importantes de sus clases sociales; los burgueses liberales, temerosos de la revolución; los socialistas atados a un bloque con la burguesía; los anarquistas radicalizados; cada uno es descripto y desmenuzado para luego ser visto en acción. En la puesta en marcha de todas estas fuerzas se busca describir y captar la dinámica íntima de cada etapa de los acontecimientos de febrero a octubre. La Historia de la Revolución Rusa consiste en una aplicación viva del marxismo a un análisis que incluye el problema del Estado, las clases, los partidos, sus dirigentes y las distintas organizaciones creadas por las masas con un nivel de desarrollo y minuciosidad no visto antes. Ni siquiera en El 18 Brumario de Luis Bonaparte o La guerra civil en Francia, los momentos más ricos de análisis histórico concreto de Marx, de los cuales Trotsky toma mucho en términos de método.
Todos estos temas están lejos de agotar los aspectos de interés que tiene el estudio de la Historia de la Revolución Rusa para el historiador, pero nos alcanzan para avanzar en definiciones epistemológicas significativas que tienen un alcance más allá de la obra en sí. Podemos coincidir con Lucas Poy y Ludmila Scheinkman cuando plantean que “no hay un Trotsky revolucionario y un Trotsky historiador, sino uno solo” y que si la Historia de la Revolución Rusa es capaz de captar esa “psicología de masas” de manera tal de mostrarnos un análisis de la revolución que adquiere una lógica y un desarrollo “naturales”, es precisamente porque Trotsky no es sólo un historiador de la revolución rusa, sino uno de sus principales protagonistas”. Las virtudes del Trotsky revolucionario no se pierden en el Trotsky historiador(12). Sin embargo, esas conquistas metodológicas les han sido, y les serán, útiles a otros, ocupen o no un protagonismo comparable en la palestra histórica, mientras el objetivo sea el de poder desarrollar una historia de la revolución de nuestra época, de la historia material y subjetiva de las masas que luchan por la transformación social.
Guillermo Kane, historiador y militante del Partido Obrero, además es diputado por el Frente de Izquierda en la Legislatura de la provincia de Buenos Aires.
NOTAS
1. Como escrito más específico de polémica con las versiones de la academia estalinista de la revolución de octubre, ver Trotsky (1929).
2. La hostilidad de Warth hacia Trotsky es explícita en este texto, donde considera que era un “revolucionario frustrado”, con un “odio casi paranoico hacia Stalin”,
que dedicaba sus escritos a “ataques directos o indirectos a la Unión Soviética”.
3. Trotsky hace explícito en varios puntos cuál es el cuerpo de fuentes con el que ha trabajado y las referencias a las fuentes particulares son frecuentes en la Historia de la Revolución Rusa. Sin embargo, la lectura del texto, sobre todo para el lector no académico, ha sido mejorada significativamente por su opción de evitar un aparato erudito al estilo académico tradicional.
4. Langlois (1913) es uno de los clásicos de la crítica de fuentes como razón de ser de la disciplina histórica, en tanto forma indirecta de conocer hechos pasados.
5. Ver Iggers (1995: 84-105), sobre la influencia del posmodernismo en las tendencias históricas de la última parte del siglo XX; sobre la influencia específica del posmodernismo en la historiografia de la revolución rusa ver el apartado “Perestroika y posmodernismo” en Poy y Scheinkman (2009).
6. Trotsky le da un carácter de ley histórica general a la afirmación de que, fuera de la excepcionalidad de las situaciones revolucionarias, prima en las masas un carácter conservador. Esto lo relaciona no sólo con el carácter de irrupción violenta que toma la acción de las masas una vez que se produce el quiebre, sino con el peso de la ideología de la clase dominante en los propios obreros y demás explotados (la versión clásica de este problema puede leerse en La ideología alemana, texto de Karl Marx y Friedrich Engels, de 1846) y con la necesidad de un partido revolucionario que pueda preparar políticamente la ruptura de esas masas en situaciones revolucionarias, pero que actúa a priori en minoría, como vanguardia (para este tema, entre otros, es esencial el ¿Qué Hacer? de Lenin).
7. Un ejemplo temprano es La técnica del golpe de Estado (1931), de Curzio Malaparte, periodista vinculado con el fascismo que asemeja el ascenso al poder de Lenin y Trotsky con el de Mussolini u otros, en tanto técnicas para desplazar la democracia. Sobre las corrientes que identifican bolchevismo y totalitarismo desde la Guerra Fría al día de hoy, ver Poy y Scheinkman (2009).
8. “En estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su exilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República romana y del Imperio romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795” (Marx, 1852).
9. La búsqueda de un burgués progresista en los países semicoloniales se deriva de este dogma estalinista, pero no es patrimonio exclusivo del Partido Comunista. En la Argentina, este prejuicio liberal ha sido desarrollado también por socialdemócratas como Juan B. Justo y José Ingenieros, y por los intelectuales vinculados con el PCR, como Eduardo Azcuy Ameghino.
10. Trotsky rechaza especialmente lo que llama “la leyenda de la espontaneidad” de la revolución de febrero, que asimilaba la acción obrera a algo así como un instinto animal o de colmena, vaciándolo de la conciencia de clase, de la capacidad de reflexión y creatividad que ejercieron los obreros en su insurrección contra el zarismo. Para él, la revolución la dirigieron “los obreros conscientes, templados y educados principalmente por el partido de Lenin” (ídem: 147-149).
11. Veáse la presentación de estas posiciones en sus “Tesis de Abril”, ya citadas.
12. “Si en el calor de la batalla, el revolucionario fue capaz de formarse una imagen aproximadamente correcta de los pensamientos y sentimientos políticos de millones de personas, no hay razón para que el historiador no sea capaz de formarse una imagen así después de los acontecimientos” (Isaak Deutscher, historiador y biógrafo de Trotsky, citado por Poy y Scheinkman, 2009).
Bibliografía
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