A diez años de la caída de Lehman Brothers, ocurrida el 15 de septiembre de 2008, estamos en tránsito a una crisis mundial de mayor envergadura.
A principios de diciembre, a pocos días de concluidas las deliberaciones del G20 en Buenos Aires, se produjo un tercer desplome de Wall Street en lo que va del año, luego del desatado en febrero y octubre de 2018. Esto habla de la fragilidad de la publicitada recuperación económica norteamericana, del que se venía jactando Donald Trump, quien exhibió el auge bursátil como una señal del giro operado en la economía norteamericana.
La caída tuvo su onda expansiva en las principales economías del mundo, afectando las Bolsas europeas, de Japón y de China. La economía mundial ha entrado en una fase de choques comerciales y financieros muy agudos. Es una consecuencia del desarrollo que ha tenido la crisis desde la bancarrota internacional de 2007/8. Estamos frente a un escenario de guerra económica y comercial ascendente, que va de la mano de la extensión de conflictos internacionales y escaladas bélicas. La política de rescate implementada por los Estados y los bancos centrales de las principales metrópolis capitalistas no ha logrado revertir la crisis; más aún, ha terminado siendo arrastrada por ella y convirtiéndose en un factor de agravamiento como consecuencia del aumento explosivo de la deuda pública, que se suma al endeudamiento extraordinario de bancos y compañías industriales. Una acentuación de la guerra económica, principalmente financiera, podría derribar a varios regímenes políticos y crear situaciones revolucionarias.
Uno de los elementos que concentra la atención es el del colapso económico de los países “emergentes”, comenzando por Argentina y Turquía, que se expresa en fuga de capitales, corridas cambiarias y sucesivas devaluaciones. Hay algunos analistas que han comenzado a caracterizar esta estampida como el punto de partida de una nueva crisis internacional. La explicación convencional más extendida es la búsqueda de un refugio seguro frente a la inestabilidad que se ha instalado en la periferia, lo cual se ve incentivada por la suba de las tasas de interés estadounidense. Si nos atenemos a esta lectura, Estados Unidos operaría como un factor de estabilización de la economía mundial.
Las cosas, sin embargo, ocurren de una manera diferente.
Estados Unidos, en el ojo de la tormenta
Uno de los detonantes de este nuevo desplome bursátil, de acuerdo con lo destacado por los analistas, ha sido el derrumbe de las acciones de las tecnológicas, empezando por sus empresas líderes. Apple, Amazon, Netflix y Google registran algunas de las pérdidas más pronunciadas, de aproximadamente un 20 por ciento.
La caída terminó de precipitarse cuando se conoció la noticia sobre un agudo descenso en la demanda de semiconductores, aunque en los últimos meses ya venían constándose descensos entre las tecnológicas, asociadas a escollos crecientes que estaban tropezando dichas compañías.
El hecho de que este nuevo cimbronazo se haya dado en una industria de punta y en sus naves insignias, ha encendido luces de alarma y ha puesto en jaque la propaganda oficial sobre la supuesta vitalidad que habría recobrado la economía estadounidense.
El crecimiento del PBI real de Estados Unidos para el segundo trimestre de 2018 asciende al 4,2 por ciento anual. La tasa ‘anualizada’ ha sido la más alta desde el tercer trimestre de 2014. El desempleo ha descendido por debajo del 4 por ciento, en su nivel más bajo desde 1969.
Trump salió con los tapones de punta contra los aumentos de la tasa de interés por parte de la FED, a quien responsabilizó por el temblor desatado en las Bolsas, que podría poner -según él- en riesgo la actividad económica del país. Se esperan nuevas subas- una de ellas antes de fin de año, como parte del cronograma que dicho organismo anticipó para el futuro próximo.
El aumento de las tasa de interés no es, sin embargo, el origen sino la consecuencia de la extrema vulnerabilidad de la economía, tomada en su conjunto. Estados Unidos tiene “déficits gemelos” -no sólo es un atributo de la Argentina- y necesita repatriar capitales radicados en el exterior para atender la crisis de su propio frente interno. Y, en esa medida, se convierte en un factor dislocador y desestabilizador de la economía mundial.
Viene al caso señalar que el capital internacional se está desprendiendo de títulos públicos norteamericanos, pronosticando un debilitamiento de la divisa norteamericana están deshaciendo sus reservas en dólares, que han caído del 80 al 62 por ciento. China ha comenzado a transar el petróleo en yuanes y Europa busca reconvertir su comercio del dólar al euro, para escapar de las sanciones económicas que Trump aplica a Rusia, China y a Irán. Estados Unidos se encuentra amenazado por una sangría de divisas, no por una inyección.
La presión del magnate contra la suba del interés apunta también, aunque por razones diferentes, a abaratar la cotización del dólar en relación con otras monedas, en sintonía con la guerra comercial en la que Washington está empeñada. Recordemos que ésta fue la promesa que hizo, en Davos, el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, a principios de año. Contrariando, sin embargo, las aspiraciones de Trump, asistimos a una fortaleza de la divisa norteamericana. Por su parte, el Estado tiene que hacer frente a una deuda de 20 billones de dólares, que supera el PBI y que está llamada a aumentar en el próximo período con motivo de las medidas adoptadas por la actual administración. El aumento del gasto público, unido a la poda de impuestos, implica un agujero fiscal de varios billones de dólares en las cuentas públicas.
El crecimiento aquí descripto ha estado impulsado por los enormes recortes de impuestos del gobierno. Este incentivo, sin embargo, no ha revertido el carácter anémico de la inversión. La inversión empresarial ha hecho una modesta recuperación en los últimos trimestres, impulsada por el aumento del 16 por ciento en las ganancias corporativas una vez deducidos los impuestos.
“Pero la mayor parte de esta bonanza de beneficios para las empresas de Estados Unidos en el año 2018 se ha utilizado para pagar mayores dividendos a los accionistas y la recompra de acciones de las compañías, para impulsar el precio de sus acciones, no en inversión productiva. Y dentro de la inversión productiva, la mayor parte ha sido en la industria del petróleo y en ‘propiedad intelectual’ (software, etc.). La inversión en equipos y nuevas estructuras en otros sectores ha sido muy modesta” (Michael Roberts, Sin permiso, 30/9).
Las empresas han gastado más de un billón de dólares en la recompra de acciones de sus propias acciones, para impulsar su cotización. Cada vez más empresas están aprovechando la reforma fiscal de Trump para repatriar fondos que tienen depositados en el extranjero. Pero gran parte de ese dinero no se destina a la inversión de la economía real, como buscaba el presidente estadounidense, sino que, en cambio, “se dedica a reducir el número de accionistas y de papeles cotizantes” (El Cronista, 12/9). Esto es una señal inequívoca de la falta de oportunidades lucrativas en la esfera productiva. En lugar de invertir en activos productivos, las grandes empresas han aumentado su endeudamiento y gastado su dinero en comprar activos financieros.
Que el nivel de inversión siga siendo pobre tiene que ver con el bajo el nivel de rentabilidad. Los beneficios empresariales no financieros siguen siendo inferiores a los niveles de 2014, incluso después de la ayuda de Trump. Y en los sectores productivos de la economía, en la industria, están cayendo de forma considerable si se mide por empleado. Los beneficios recién se “recuperan” cuando se los mide luego de deducir los impuestos. Para las 500 mayores empresas estadounidenses, el 49 por ciento de sus ganancias en 2018 se debieron a los recortes de impuestos de Trump, según un informe reciente de Zion Research.
El capitalismo norteamericano encuentra un límite en sus posibilidades de valorización en el campo productivo, lo que explica, a su turno, que una cuota creciente de los beneficios empresariales que figuran en los balances provenga del ámbito financiero. Las llamadas Faang (Facebook, Apple, Amazon, Netflix, Google) eran presentadas como una nueva ‘revolución’ que cancelaría las contradicciones capitalistas. Ninguna revolución tecnológica neutraliza, a término, sin embargo, la tendencia a la sobreproducción y a la caída de la tasa de beneficios; el capital ‘tecnológico’, sobrevalorado en las Bolsas, presiona por un incremento de la tasa de plusvalía. Es en estas empresas de punta donde han comenzado luchas reivindicativas crecientes.
Partiendo del cuadro descripto, no debe sorprender que el recorte de impuestos no haya logrado neutralizar la carga de la deuda corporativa. Con sus 8,6 billones de dólares, la deuda de las empresas estadounidenses es, hoy, un 30 por ciento más alta que en su anterior pico, en septiembre de 2008. La calidad promedio de los deudores norteamericanos ha decaído. El 22 por ciento de la deuda corporativa no financiera pendiente de pago incluye bonos “basura” de emisores de grado especulativo y otro 40 por ciento tiene una calificación BBB, apenas un escalón por encima de “basura”. En otras palabras, casi las dos terceras partes de los bonos son de compañías comprometidas financieramente, entre ellas, muchos minoristas estadounidenses. Estas empresas tienen mucha deuda de grado especulativo que vence en los próximos cinco años, lo que se agrava debido a la caída de las ventas, en tanto los consumidores hacen sus compras online. La quiebra que acaba de producirse en la emblemática cadena Sears refleja este escenario.
Las tasas de interés que pagan las empresas estadounidenses son similares y hasta superiores a países emergentes, incluidos países con riesgos de defol. Un aumento mayor de las tasas podría llevarse puestas a muchas de ellas. El desplome de la Bolsa expresa la divergencia cada vez mayor e insostenible entre una valorización ficticia, por un lado, y el desempeño y resultados económicos de las empresas en el proceso de producción, por el otro.
La suba de la tasa de interés implica también un golpe a los consumidores (tarjetas de crédito, hipotecas, préstamos). Contra lo que sostiene la propaganda oficial, los ingresos medios de las familias estadounidenses avanzan poco. “Para los trabajadores no supervisores (no-directivos), que son la mayor parte de la fuerza laboral estadounidense (133 millones de 162), los ingresos reales están cayendo, no aumentando; mientras que la carga de la deuda de los consumidores está creciendo” (Michael Roberts, Sin Permiso, 30/9).
¿Recesión en puertas?
Hay quienes sostienen que este desplome es simplemente una corrección pasajera del mercado bursátil, originada en un toma de ganancias, como ha ocurrido otras veces en el pasado, en la que el mercado de valores retomaría su rumbo alcista, sin percibir la crisis de fondo, que hunde sus raíces en un gran impasse capitalista, que se prolonga en el tiempo y que está pavimentando el camino a una crisis de mayor envergadura. No es casualidad que las principales publicaciones financieras del mundo encienden las alarmas sobre el peligro de una nueva recesión. The Economist acaba de dedicarle la tapa a esta amenaza.
Las tendencias recesivas pueden acelerarse como consecuencia de la guerra comercial en desarrollo, de la guerra cambiaria y financiera que trae aparejada, y de una acentuación de los conflictos internacionales y de la guerra misma. Este escenario puede llevar a una dislocación y retroceso de la economía mundial, en momentos en que se constata una desaceleración del resto de las principales economías del mundo. En el resto del mundo, la esperanza de una vuelta a las tasas de crecimiento anteriores a la crisis parece haberse desvanecido. En la zona euro, el crecimiento ha vuelto a declinar a alrededor del 2 por ciento anual, un tercio por debajo de las tasas anteriores a la crisis en Japón, está de nuevo en el 1 por ciento. China también está pugnando para mantenerse por encima de 6 por ciento anual.
En este contexto, importa señalar que uno de los detonantes al cual se le atribuye el desplome es la noticia de un descenso de la oferta de petróleo, motivada por las nuevas prohibiciones de Estados Unidos contra Irán, lo cual provocaría un aumento del precio del barril en los próximos meses. Este es el punto que la política se entrecruza con la economía.
La Bolsa es un termómetro del capital, económico como político y militar. No se reduce a un modelo de transacciones financieras. Una ‘corrección’, en los próximos días o aún semanas, en caso de que ocurra, será un intervalo para caídas aún mayores.
Un indicador del inicio de una depresión ha sido en el pasado la inversión de la curva de rendimiento de los bonos. La tasa de interés por el dinero prestado es usualmente menor en el corto que en el largo plazo, ya que el prestamista recupera antes lo prestado. Pero cuando la relación se invierte, es porque el acceso al crédito se torna más caro y dificultoso. De un modo general, es un síntoma de la proximidad de una recesión. La curva de Estados Unidos va en esa dirección. “La brecha entre el rendimiento a dos años y el rendimiento a diez años, se encuentra ahora en una curva muy plan” (ídem).
El economista Nouriel Roubini asegura que “la próxima crisis y recesión podría ser aún más severa y prolongada que la anterior” (Market Watch). Roubini advierte que, para 2020, el estímulo fiscal de Estados Unidos se agotará y el crecimiento se reducirá, dado que el potencial actual es “insostenible” y la economía del país se está “recalentando”.
El escenario expuesto explica que algunas voces, incluso dentro de la propia FED, planteen suspender un nuevo aumento de la tasa de interés. Existe, por otra parte, una creciente preocupación por las consecuencias de nuevas subas en la economía mundial y, en especial, en los países emergentes. Hay un temor fundado al efecto cascada que esta crisis pueda generar a escala mundial.
Junto a la polémica sobre la tasa de interés, se extiende la deliberación en torno de la guerra comercial alentada por el gobierno.
La burguesía norteamericana está dividida y van ganando terreno los sectores que plantean la necesidad de ponerle freno a las represalias comerciales. “Pese al buen resultado del mercado laboral, los empresarios estadounidenses temen que la imposición de aranceles al comercio internacional frene la generación de nuevos empleos y las inversiones” (El País, 27/8).
Salvo el sector siderúrgico, la mayoría de las organizaciones empresariales consideran perjudicial la imposición de aranceles del 25 por ciento al acero y del 10 por ciento al aluminio importados de la Unión Europea, Canadá y México. Los efectos del proteccionismo impactan igualmente en el agro, pulmón económico de los estados que llevaron a Trump a ganar las elecciones de 2016. Los agricultores se han visto seriamente afectados por las represalias de China a las exportaciones norteamericanas. Por su parte, el aumento de aranceles al acero y al aluminio han aumentado los costos industriales. El rechazo al proteccionismo de Trump se ha extendido a la industria automotriz. General Motors anunció el cierre de cinco plantas, cuatro de ellas localizadas en territorio estadounidense, señalando que se ven perjudicados en sus posibilidades de exportación por el incremento de sus insumos importados. Ford, a su turno, tiene en carpeta recortes parecidos. Esta situación también es un golpe a la población, al provocar un aumento general de los artículos de consumo importados.
La guerra comercial no sólo perjudica a los productos chinos fabricados por firmas de ese país, sino también a aquéllos producidos por empresas norteamericanas, con filiales en el exterior y en especial en el gigante asiático. Apple señala que las barreras impuestas por Trump perjudican seriamente a sus productos elaborados en China. La escalada de Trump ha acentuado la hostilidad del capital norteamericano, que tiene una estructura de producción globalizada.
Los recortes impositivos dieron un impulso a la economía, pero al mismo tiempo han demostrado sus límites. Dicho estímulo fiscal no es suficiente para que las corporaciones norteamericanas abandonen sus planes de relocalización y retornen a Estados Unidos, teniendo en cuenta las ventajas que obtiene en el exterior, especialmente en lo que se refiere a la baratura de la mano de obra y de la materia prima.
En este punto, la economía se entrecruza con la política. Este cuadro de creciente división y choques de la burguesía norteamericana puede reactivar el pedido de juicio político del presidente, con más razón a partir de una mayoría demócrata del Cámara de Representantes. Por lo pronto, el gabinete del magnate ha quedado diezmado.
A partir del alejamiento sucesivo, en un breve lapso de tiempo, de sus principales colaboradores, hay quienes señalan que la cancelación de la entrevista con Putin, prevista en el G20, tiene que ver más con la crisis interna que con los incidentes de Ucrania. Trump necesitaba tomar distancia en sus relaciones con Putin cuando la investigación sobre la injerencia rusa en las elecciones de 2016, y la posible conspiración de Trump y su entorno con Moscú, progresa. A eso se suma la apertura de nuevas investigaciones, esta vez, para verificar si hay o no una conexión ilícita entre el ejercicio del poder presidencial y los negocios que sostiene el magnate. La crisis económica se enlaza con la crisis política y abre una transición convulsiva en Estados Unidos y a escala mundial. Trump, pero también Xi Jingping, Putin, Macron, Merkel y May están envueltos y condicionados por el torbellino de la crisis mundial.
La guerra comercial en el centro de los debates
Las deliberaciones del G20 fueron una vidriera del escenario convulsivo que hoy domina la economía mundial. La guerra comercial atravesó el cónclave de la reunión de los jefes de Estado en Buenos Aires. Aunque éste concluyó con una declaración común, la misma no pasó de ser una fórmula de compromiso diplomático vaga y anodina, que no puede disimular los enormes antagonismos entre las principales economías del mundo.
Ya en la reunión de los ministros de Finanzas del G20, realizada en Buenos Aires meses atrás, el secretario del Tesoro estadounidense, Steven Mnuchin, “anticipó” la posibilidad de generalizar la aplicación de aranceles de los bienes chinos que cada año ingresan a Estados Unidos, y que poco tiempo después se concretó. Tampoco pasaron desapercibidas las tensiones comerciales con la Unión Europea. Los ministros de Economía de la zona euro mostraron sus dientes: condenaron la suba de aranceles dispuesta por Trump y, al mismo tiempo, dejaron abiertas las puertas para profundizar las represalias ya tomadas si Estados Unidos no detenía la ofensiva.
Una de las preocupaciones fundamentales de los líderes europeos gira en torno de nuevas represalias que tendría en carpeta la Casa Blanca: la imposición de aranceles sobre las importaciones de automóviles europeos. Alemania y los Países Bajos serían los principales afectados por la medida, que podría provocar miles de despidos en las fábricas locales.
Cuando se habla de guerra comercial, no sólo se circunscribe a los aranceles. El secretario del Tesoro norteamericano apuntó contra las barreras no arancelarias y los subsidios. “Tienen que tratarse las tres cuestiones juntas”, dijo, haciendo referencia al hecho de que la Unión Europea tiene un complejo sistema de subsidios y otras normativas, especialmente en lo que respecta a la agricultura.
Pero, además, la guerra comercial amenaza potenciarse con una guerra monetaria. La cuestión de las devaluaciones de la moneda de distintas naciones rivales de Estados Unidos había sido puesta en el candelero en vísperas del G20. El magnate yanqui venía de denunciar que las monedas de la Unión Europea y China estaban siendo devaluadas a expensas del dólar. El valor del renminbi (moneda china) cayó un 4 por ciento frente al dólar estadounidense en 2018. El euro, en menor medida, ha seguido la misma tendencia.
En este escenario hay que incorporar a Rusia. Más de un comentarista exaltó el idilio Trump-Putin en la cumbre de Helsinki, que reunió a ambos mandatarios. Pero lo cierto es que no se pueden tapar los conflictos que enfrentan ambos regímenes, empezando por la ocupación de Crimea por parte de Putin y el apoyo a los rebeldes en el este de Ucrania, así como las sanciones comerciales contra Moscú y por la presencia política de Rusia en Moldavia y regiones que se han separado de Georgia, o la situación en Chechenia; siguiendo por los choques entre ambos en la guerra criminal en Siria y por el abandono del tratado nuclear con Irán por parte de Trump. Y, no menos importante, el ataque del magnate norteamericano a la construcción del gasoducto que debe llevar el fluido de Rusia a Alemania y al resto de la Unión Europea a través del Báltico.
Un objetivo estratégico de Estados Unidos es el sometimiento de Rusia y el ex espacio soviético y de China. Este propósito es compartido por todas las grandes potencias imperialistas. Lo que ha puesto muy nerviosa a la dirigencia china es un “posible ataque coordinado del gobierno de Trump, la Unión Europea y Japón a su modelo exclusivo de “capitalismo de Estado”. La Unión Europea y Japón se sumaron en los últimos meses a los reclamos estadounidenses ante la Organización Mundial del Comercio contra las “transferencias forzosas de tecnología “de China mediante el requisito de estructuras de negocios conjuntas con socios locales” (Financial Times, 24/9).
Esto no significa que Washington se prive de utilizar los compromisos que logra con el gobierno de Putin, como una oportunidad para golpear a las potencias rivales, en primer lugar a la Unión Europea, y horadar sus acuerdos con Rusia. Trump ha acusado a Angela Merkel de peón de Moscú, a lo que se agrega un nuevo salto en la ofensiva judicial en territorio norteamericano contra el espionaje y la injerencia rusa en las elecciones estadounidenses. Putin, por su parte ha respondido la gentileza y dispuesto la venta de gran parte de los bonos del Tesoro norteamericano, lo cual ha despertado inquietud en el mundo de los negocios. Si bien Rusia no es uno de los principales tenedores, esta decisión podría tener un efecto cascada, en especial una reacción similar por parte de China y Japón, que reúnen entre ambos más de 2 billones de dólares de títulos norteamericanos. Esto podría abrir un cataclismo de la economía internacional y llevar la guerra económica a un plano más violento, alentando las salidas de fuerza y las tendencias belicistas ya en desarrollo. Por lo pronto, Japón, al igual que el gigante asiático, se ha mantenido cauto en la materia, pero el imperio del Sol naciente, entretanto, no se ha privado de tomar sus propias iniciativas, a contrapelo de Trump. El gobierno nipón acaba de anunciar su decisión de continuar, por cuerda separada, con el Tratado Transpacífico (TTP), desahuciado por el magnate yanqui.
Unión Europea
Uno de los destinatarios principales de la escalada comercial de Trump, como señalamos, es la zona euro, y en especial Alemania, a la cual acusa de acumular un superávit inaceptable. Lo que fue exhibido como uno de los puntos fuertes del país germánico, se está convirtiendo en su talón de Aquiles. En las últimas décadas, en particular desde la conformación de la Unión Europea, el ingreso nacional de Alemania depende cada vez más del comercio exterior. La contribución de las exportaciones al PBI asciende al 50 por ciento, lo que ha transformado a Berlín en una economía extremadamente vulnerable. Si hay un país europeo dañado por la guerra comercial lanzada por Trump, ése es Alemania. Además del acero y el aluminio, Estados Unidos amenaza ampliar el listado de productos que se verían afectados por una suba de aranceles. Es el caso de los automotores y equipos electrónicos, lo cual afectaría al corazón de las exportaciones alemanas. Hay quienes pronostican que ello podría provocar miles de despidos en las automotrices, empezando por la emblemática Volkswagen.
El abandono de Estados Unidos del pacto con Irán ha abierto otro capítulo de este enfrentamiento. La Casa Blanca amenaza con adoptar represalias y sanciones contra las empresas europeas que mantengan vínculos comerciales o tengan inversiones en aquel país. Esto vale para varias corporaciones alemanas que aprovecharon el acuerdo para radicarse en territorio iraní.
La reforma tributaria de Trump, a su turno, no sólo alienta la repatriación de capitales con asiento en otras plazas, sino que coloca recargos impositivos a las empresas extranjeras. Esto ha perjudicado la operatoria de diferentes corporaciones europeas, en especial germanas, entre ellas al Deutsche Bank, que tuvo que reportar pérdidas por casi dos mil millones de dólares de sus sucursales en territorio norteamericano.
Este escenario potencia las tendencias a la desintegración de la Unión Europea. Alemania ha sido la principal usufructuaria de la zona euro, a expensas de las naciones más débiles. Bajo el paraguas de la Unión Europea se han acentuado los desequilibrios económicos entre sus miembros. El superávit comercial alemán ha tenido como contrapartida crecientes déficits de las otras naciones. Esta se ha vuelto una hipoteca insostenible, alentando las tendencias nacionalistas y el separatismo. Las tendencias centrífugas expresadas en el Brexit se replican con fuerza en todo el continente. La bancarrota capitalista viene demoliendo todo el edificio institucional montado por el imperialismo, alentando la disolución de la Unión Europea.
Esta crisis de la Unión Europea ha abierto una deliberación a su interior, planteando cambios en su estructura. La tentativa de avanzar hacia una unión bancaria y fiscal choca, sin embargo, con la negativa de Alemania. La coalición gobernante rechaza este esquema que implicaría más costos que beneficios. No quiere saber nada con compartir el riesgo de la deuda pública de otros países, lo que constituiría un mecanismo de transferencia de recursos de Alemania en favor de las naciones más vulnerables. Se opone a establecer una unión fiscal, incluidas las propuestas de un presupuesto y un Ministerio de Hacienda comunes. Con el mismo criterio, son reacios a profundizar una unión bancaria, sin antes haber saneado los balances de los bancos de todos los países miembros de la zona euro, sobre todo, si se pretende establecer una garantía común de los depósitos.
Algunas preocupaciones del gobierno alemán son compartidas por los otros países europeos que abogan por una estricta disciplina fiscal, como los Países Bajos, Irlanda, Suecia, Noruega y Finlandia.
Por otra parte, el gobierno alemán pretende reservar los recursos para el rescate de sus propios bancos. Es que el Estado germano es el que inyectó más fondos en la crisis financiera iniciada en 2008 para el salvataje de sus corporaciones. Hoy, el conjunto de la banca alemana está en terapia intensiva, y el Deutsche Bank acumula tres años seguidos de pérdidas en sus balances, lo que ha provocado la renuncia de su CEO y el derrumbe de sus acciones al punto más bajo de la última década. Ello se relaciona con la reticencia de la burguesía alemana a un rescate de la Unión Europea de características más generales, pues especula con apropiarse de la banca europea en crisis y reforzar el proceso de concentración económica y financiera bajo su tutela. Ello echa leña al fuego de las rivalidades con sus socios de la Unión Europea y aviva los reflejos defensivos de la burguesía de dichos países.
Con el derrumbe del Deutsche Bank, asoma el fantasma de un nuevo Lehman Brothers. Se pone de manifiesto la fragilidad de la principal potencia de Europa y, de un modo general, de la economía mundial, que no ha logrado revertir la bancarrota capitalista que viene arrastrando desde hace una década. La suma de los activos tóxicos del Deutsche es varias veces superior al PBI alemán y su alto grado de apalancamiento la sitúa como uno de los principales riesgos sistémicos de la economía alemana y europea. Es una de las instituciones con mayores tenencias de bonos de Italia, cuyo valor viene cayendo en picada. Alemania, que es exhibida como la economía “modelo”, se encuentra sentada en una bomba de tiempo.
La tensión social, a su turno, crece. Es cierto que Alemania exhibe el nivel de desocupados más bajos de Europa, con excepción de la República Checa. Pero una parte importante de la fuerza de trabajo reviste un carácter precario y con salarios de pobreza. Quienes trabajan bajo ese régimen no pueden permitirse ser propietarios de su vivienda y dependen de los subsidios estatales a pesar de estar trabajando. La principal razón por la que Alemania se volvió “más competitiva” comercialmente fue por la baja de los salarios.
Casi treinta años después de la reunificación alemana, las diferencias entre el Este (lo que en su momento fue la República Democrática Alemana) y el Oeste, siguen siendo notables. “Oficialmente”, el desempleo de la antigua Alemania Oriental sigue siendo el doble que en la parte occidental del país -pero estas cifras, en la realidad, son sensiblemente mayores. En el Este no hay grandes empresas y no se estableció ninguna desde la reunificación.
Este deterioro ha terminado por horadar al régimen político. Así se ha expresado en el derrumbe electoral de los dos partidos principales del sistema, que hicieron la peor elección de su historia a finales del año pasado. Entre los conservadores de Merkel y la socialdemocracia apenas lograron sumar al 50 por ciento de los electores. Alemania pasó varios meses sin que se pudiera formar gobierno, lo que se resolvió a través de una coalición precaria entre ambos partidos, que anda a los tumbos. Ahora, el gobierno encabezado por la otrora dama indiscutida, tambalea. Como contrapartida, asistimos al crecimiento de la derecha con el ascenso de Alternativa por Alemania (ADF), que reivindica la tradición del nazismo. La corriente reaccionaria recluta especialmente una adhesión en sectores desempleados y empobrecidos en los Estados del Este. La derecha viene promoviendo una campaña contra los inmigrantes, a quienes culpan de la crisis social y política. Pero lejos de ello, el hundimiento del régimen político responde a una crisis de fondo, que hunde sus raíces en la desintegración y fractura de la Unión Europea y de la zona euro. La cruzada contra los inmigrantes no es otra cosa que un recurso demagógico prefascista para desviar el descontento popular contra la miseria creciente.
La crisis política, de todos modos, contagia a todas las clases sociales y también se extiende a los trabajadores. Hay un clima creciente de insatisfacción y malestar en la clase obrera, que viene siendo afectada por un retroceso de sus salarios y de sus condiciones de vida.
Francia, la otra gran columna vertebral de la Unión Europea, no se sustrae a este panorama. Estamos frente a un derrumbe del régimen político. El gobierno de Macron viene registrando una caída meteórica de su popularidad. La tentativa de profundizar la política de austeridad en la que está empeñado el gobierno, disponiendo el aumento del combustible, detonó la sublevación de los Chalecos amarillos, que ha sacudido el país. Esta rebelión condiciona a todo el ajuste y el ataque que venía llevando adelante el jefe de Estado, a través de las privatizaciones, la reforma laboral y las condiciones de vida. Actúa como caldo de cultivo para que otros sectores de la población entren en escena, incluyendo a la clase obrera, que tiene por delante el desafío de superar la política de freno y contención impuesto por las direcciones sindicales. La economía y la política se entrecruzan.
El foco de atención está colocado cada vez más en Italia, que algunos analistas consideran que podría terminar de precipitar la desintegración de la Unión Europea. Lo cierto es que Italia es uno de los eslabones vulnerables del continente con crecimiento nulo en la última década -que contrasta con casi el 30% de Alemania o el 14% promedio de la Unión Europea- lo que da, de todos modos, menos del 2% anual. La desocupación es del 12% promedio -en la juventud llega al 34%. Tiene la deuda pública más alta de Europa -dos billones y medio de euros, que paga una tasa de interés superior a la de sus competidores. Alimenta a los bancos con pagos anuales de 350 mil millones de euros, aunque un tercio de los acreedores son extranjeros. Para salvar a una parte de sus bancos de la bancarrota, se ha visto forzada a violentar la nueva ley de quiebras de la zona euro; del mismo modo, viene desafiando los topes del déficit fiscal que contempla la Unión Europea. Los ‘euroescépticos’ y nacionalistas que han asumido las riendas del Estado se mantienen en los marcos de la Unión Europea a pesar de sus promesas de ruptura. Entretanto, las tensiones aumentan, incluso dentro de la propias filas del gobierno (una coalición precaria entre la derechista Liga del Norte y el partido “antisistema” 5 Estrellas) en forma proporcional a la crisis que no se revierte, con lo no hay que descartar que las tendencias a una ruptura se refloten con más virulencia. Por lo pronto, sigue picando la posibilidad de un plan B, que prevé la circulación de una moneda paralela al euro, el cual seguiría operando como unidad de cuenta de activos y patrimonios financieros, pero para reemplazarla en el momento oportuno y poner fin a la unidad monetaria de la zona.
En medio de la crisis por la que atraviesa el Brexit y las represalias comerciales anunciadas por Trump, los observadores temen que la crisis política italiana precipite una fuga de capitales y la consecuente crisis bancaria. Se ha desatado una crisis de liquidez en Europa (financiamiento de corto plazo), que ha provocado un alza importante en la tasa de interés de referencia, el Libor, lo cual ha encarecido los refinanciamientos de empresas con deudas elevadas.
El impacto del Brexit, a su turno, se siente en ambos lados del mostrador, en primer lugar en el Reino Unido, pero también en el continente. El Brexit forzó el alejamiento del entonces primer ministro conservador David Cameron. Ahora amenaza llevarse puesta a Theresa May, también del mismo partido, quien lo sustituyó en el cargo.
Brexit y desintegración europea
Es altamente improbable que la premier británica pueda hacer aprobar en el Parlamento el acuerdo que acaba de firmar con la Unión Europea sobre el Brexit. Al menos noventa parlamentarios conservadores, entre euroescépticos y proeuropeos, ya han dicho que rechazarán un acuerdo. El Partido Laborista, a través de su líder, Jeremy Corbyn, se dispone a rechazar el pacto. Los unionistas norirlandeses del Partido Unionista Democrático (DUP), cuyos diez diputados sostienen la precaria mayoría parlamentaria conservadora, consideran una puñalada en la espalda mantener la regulación comunitaria en el Ulster, como se plantea en el acuerdo. La líder del DUP, Arlene Foster, ya anticipó el voto en contra de su partido.
La mayoría del Parlamento que se opone al acuerdo es, sin embargo, heterogénea, reúne posiciones enfrentadas entre sí. De un lado, se encuentran aquéllos que sostienen que vulnera la independencia a Gran Bretaña; los que, por el contrario, quieren seguir en la Unión Europea; y, por último, un bloque contradictorio, en especial en el Partido Laborista, que desearía provocar la caída del gobierno pero carece de uniformidad en cuanto a salir o no de la Unión Europea.
Según el acuerdo consensuado entre ambas partes, Gran Bretaña dejará la Unión Europea el 29 de marzo, pero permanecerá adentro del mercado único del bloque y puede estar sujeto a sus normas hasta finales de 2020, mientras ambas partes negocian una nueva relación comercial. Ese período de transición puede extenderse hasta dos años después del 1° de julio de 2020, si ambas partes coinciden en que necesitan más tiempo.
Uno de los puntos más conflictivos del acuerdo gira en torno de Irlanda, que procura evitar un restablecimiento de fronteras entre el norte y el sur. El acuerdo plantea preservar un área de libre comercio, en el marco de las tratativas generales, pero contempla, en caso de que las negociaciones generales no lleguen a buen término, una cláusula de “salvaguarda” para garantizar que, al menos, la frontera entre Irlanda, miembro de la Unión Europea, e Irlanda del Norte, que forma parte del Reino Unido, permanezca libre de aduanas u otras barreras.
El acuerdo no conforma a ninguna de las partes. Ni a los partidarios de un “Brexit duro”, que califican al pacto de “humillante”, ni a quienes plantean preservar los vínculos económicos y políticos con Europa y, en definitiva, abogan por la permanencia en la Unión Europea. Estas tendencias contrapuestas están presentes en el partido gobernante, que está al borde del estallido. La tentativa de la premier británica, de navegar en medio de este torbellino y pilotear la crisis, ha resultado infructuosa y lo más probable es que termine costándole la cabeza.
La crisis en curso abre un conjunto de escenarios. Un grupo de cinco ministros partidarios de la permanencia en la Unión Europea, liderado por el de Economía, Philip Hammond, ha comenzado a trabajar en un plan B para alterar el acuerdo en caso de que sea rechazado en la Cámara de los Comunes. Alientan un acuerdo “a la noruega”, que permita al Reino Unido permanecer en el área económica europea.
Los euroescépticos y rivales de May en el Partido Conservador alientan un “no acuerdo gestionado” del Brexit que conduzca al Reino Unido a un escenario sin ataduras, en el que sólo imperen las reglas de la Organización Mundial del Comercio. Nadie descarta un adelanto electoral, pero lo que inhibe a los conservadores rebeldes a avanzar en esa dirección es que eso podría catapultar al poder a Jeremy Corbyn, el líder laborista. Otra variante, que podría ir o no de la mano de una elección anticipada, es la convocatoria a un segundo referéndum sobre el Brexit, aunque eso obligaría a la Unión Europea a reabrir las negociaciones, opción que parece poco viable. La Comisión Europea no está dispuesta a actuar con mano blanda y revisar los acuerdos para evitar que el ejemplo incentive otras separaciones en el futuro.
Este divorcio, cuyo desenlace está abierto, constituye una paso más en la desintegración de la zona euro, que se suma a la crisis migratoria que atraviesa todo el continente europeo; el auge de las corrientes xenófobas y nacionalistas, incluyendo a la propia Alemania, y las crecientes tensiones con el gobierno italiano, que viene desafiando las normas presupuestarias y económicas de la Unión Europea, lo que abre potencialmente la amenaza de una salida de Italia de la zona euro. En caso de que esto ocurriera, sería el acta de defunción de la Unión Europea.
La guerra económica es un factor clave que hace más explosivo el escenario. Washington no se ha privado de torpedear el acuerdo, apuntando, por esa vía, a asestarle un nuevo golpe a la Unión Europea. Ello, cuando las tensiones entre Europa y Estados Unidos han alcanzado un nuevo pico, como quedó expresado en la reciente gira de Trump a Francia.
Trump insinuó que el acuerdo del Brexit impediría que el Reino Unido pueda “comerciar con Estados Unidos” y señaló que el pacto acordado “suena como favorable para la Unión Europea”. Con lo cual se ha metido de lleno en la disputa política que domina el escenario político británico.
Lo cierto es que el Reino Unido podría terminar siendo el principal afectado por el divorcio, ya que una salida de la Unión Europea, con más razón si es unilateral, sin pacto previo, podría disparar el desmembramiento de la propia Gran Bretaña, a través de la separación de Escocia (en la que, pocos años atrás, ya hubo un consulta que resultó muy reñida sobre el punto) y hasta de la propia Irlanda del Norte.
Escocia, donde el voto por permanecer en la Unión Europea derrotó con amplitud al Brexit, amenaza abandonar Gran Bretaña si se concreta una salida integral. La confrontación más importante tiene que ver con Irlanda. May y la Comisión Europea creyeron que partían la torta por la mitad al acordar, hasta cuando se firme el tratado final en 2020, que Gran Bretaña continúe integrando el mercado único de mercancías, no así los servicios financieros. La libre frontera en Irlanda seguiría en pie. Irlanda pasaría, de hecho, a ser una jurisdicción de la Unión Europea y, potencialmente, podría reunir a las dos partes en una república única, y Gran Bretaña perdería lo que quedaba de su colonia más antigua. Los partidarios de una salida completa caracterizan que el acuerdo significa un principio de desintegración de Gran Bretaña. La gran industria reclama, en estas condiciones, que se vuelva al status quo anterior, para preservar las cadenas de producción existentes.
Por lo pronto, los principales analistas pronostican que el Brexit va a acentuar el impasse económico que ya domina el panorama británico. La economía del Reino Unido, en una década, estará cerca de un 4 por ciento por debajo de lo que estaría si el país hubiese seguido dentro del bloque. Esta es la principal conclusión a la que ha llegado el reputado think-tank Instituto Nacional de Investigación Económica y Social (NIESR, por sus siglas en inglés).
Esta situación ha encendido las alarmas de la gran burguesía británica, que mayoritariamente rechaza el Brexit y que viene haciendo lobby para una transición lo más consensuada posible e, inclusive, si fuera posible, dar marcha atrás en la salida del Reino Unido de la Unión Europea, abriendo paso a un nuevo referéndum.
Entretanto, el gran capital, empezando por la gran banca, ya ha comenzado a tomar recaudos. Muchas instituciones financieras hicieron planes para relocalizar algunas de sus operaciones en otros lugares de la Unión Europea. Importa destacar que las operaciones en Londres venían ya golpeadas por una caída general en las transacciones financieras europeas durante los últimos años, como resultado de una más amplia crisis económica. El Brexit va a empeorar esto, especialmente si los bancos con base en Gran Bretaña no obtienen un “pasaporte” para operar con otros bancos en la Unión Europea.
En los años previos al Brexit, Londres tenía rivales en Europa, algunos más grandes en ciertas áreas de las finanzas, como es el caso de Luxemburgo, en el manejo de fondos de inversión. Pero Londres ha sido el centro más importante en un amplio rango de operaciones que engloba lo bancario, capitales de riesgo, derivados financieros y operaciones de divisas.
Pero la procesión principal es la que va por abajo. El impasse del capitalismo británico, acicateado por la bancarrota capitalista, ha provocado, en esta última década, un retroceso pronunciado en las condiciones de vida de los trabajadores. El llamado “estado de bienestar” viene soportando un enorme desmantelamiento, barriendo conquistas en materia de salud, seguridad, educación y asistencia social. Una de las señales irrefutables es el crecimiento de los indicadores de pobreza y marginalidad en el suelo inglés. A caballo de ello, crece el descontento y la insatisfacción social, que históricamente ha sido el caldo de cultivo de giros políticos en las masas. Esto ya se viene insinuando y es lo que explica el ascenso de Jeremy Corbyn, quien se presentó en las últimas elecciones (a mediados de 2017) con una agenda de reivindicaciones sociales y nacionalizaciones. El laborismo se encuentra, sin embargo, desconcertado en torno de la cuestión de seguir o no en la Unión Europea. Un Brexit laborista tendría costos enormes, debido a las deudas y compromisos que debería cancelar Gran Bretaña en ese caso. Seguir en la Unión Europea impondría atarse a su política de ajuste capitalista. La convocatoria a un frente internacional de los trabajadores de Europa se presenta como una condición para cualquier salida elementalmente favorable a los trabajadores. Esto va más allá del horizonte estratégico del Labour, lo que explica las vacilaciones de su jefe político para reclamar un voto de confianza, disolver el Parlamento y convocar a elecciones anticipadas.
El Brexit ha puesto de relieve que la incompatibilidad entre la forma del Estado nacional, por un lado, y la economía mundial, por el otro, ha alcanzado un grado explosivo sin precedentes.
En este sentido, esa derechización aparece en forma temprana como reacción a la llamada pérdida de soberanía nacional y a las crisis que enfrenta, desde el comienzo, la formación de un área económica y política única.
El “mercado común” y la “zona euro”, sacudida con crisis que fueron intensificándose, han revelado sus contradicciones insuperables -a saber, la imposibilidad de una asociación capitalista internacional o “ultraimperialismo”. La tentativa separatista, alentada por lo general por la derecha pero también por sectores izquierdistas, enfrenta, sin embargo, una limitación decisiva, que es la imposibilidad de superar el impasse de la “unidad europea” por medio de un retorno a las viejas fronteras económicas y, por lo tanto, políticas, nacionales. El impasse creciente del Brexit pone en evidencia la precariedad de cualquier tentativa de marcha atrás, incluso para una potencia como Gran Bretaña.
La Unión Europea y la zona euro se acercan a una implosión de alcance enorme, que tendrá consecuencias revolucionarias o contrarrevolucionarias, en función de las fuerzas en presencia y del contexto internacional.
China
Aunque el epicentro de la crisis está en Estados Unidos y en las principales potencias capitalistas, el panorama en el gigante asiático merece la máxima atención por sus alcances explosivos.
El gobierno chino viene tratando de cortar un endeudamiento cada vez más abultado. Pero esa política ya está afectando el crecimiento de su economía. La inversión, las ventas minoristas y la producción industrial perdieron empuje en el curso de este año.
Gran parte de las empresas dependen del crédito barato para poder subsistir. Esto incluye a las de gestión estatal, pero también a las pymes, responsables de más del 60 por ciento del PBI de China. Estas empresas deben recurrir al crédito en el sector informal, el llamado sistema financiero en las sombras, pagando tasas de interés que duplican a las oficiales. Este panorama ha determinado que el Banco Popular de China, la banca central del país, no haya subido la tasa de interés, para ajustarla al aumento anunciado por la Reserva Federal.
Las últimas noticias dan cuenta de un freno económico importante. “A la desaceleración del PBI registrado semanas atrás, se sumaron ayer los peores datos de los últimos años en las ventas minoristas y de la producción industrial chinas, en el contexto de la guerra comercial con Estados Unidos” (La Nación, 15/12).
El gigante asiático ya soportaba una crisis de sobreproducción en el acero y el aluminio, que buscó resolverla apelando a la fabricación de bienes con mayor valor agregado. Pero esta tentativa choca con Estados Unidos, que rechaza una competencia china en las industrias de punta. “El enorme excedente financiero chino utilizado para adquirir tecnología, por medio de fusiones y compras de acciones de empresas, es ahora bloqueado, privando de financiamiento al capital internacional. El excedente financiero también es usado para la compra de deuda pública extranjera -en especial la norteamericana, de la cual tiene 2 billones de dólares en bonos-, de modo que el bloqueo también podría afectar la continuidad del financiamiento de la deuda norteamericana por parte de China” (Ver Prensa Obrera digital, “Una guerra que no es sólo comercial”).
La elevación de aranceles a la importación de acero y aluminio, que dispuso la Casa Blanca, no fue más que la punta del iceberg. Las importaciones provenientes de China en estos rubros representan un porcentaje ínfimo del mercado norteamericano. Lo que está en juego es un paquete mayor, que quedó expuesto con la decisión de Trump de ampliar la lista de productos, esta vez por un valor de varios centenares de miles millones de dólares. La administración estadounidense apunta a la competencia china en la industria de alta gama, con más razón después de los anuncios del régimen de Xi Jinping para transformar a China en un líder tecnológico en áreas como la robótica, la inteligencia artificial, las comunicaciones y los productos farmacéuticos. Los teléfonos móviles manufacturados en fábricas chinas, los ordenadores y accesorios exportados a Estados Unidos ascienden a la friolera de 150.000 millones de dólares, lo cual se considera como una amenaza directa para el dominio económico y militar de Estados Unidos.
El asesor comercial de la Casa Blanca, Peter Navarro, un arquitecto clave de las medidas de guerra comercial, afirmó: “Si ellos [China] básicamente se apoderan de ese terreno tecnológico robándonos, no tendremos un futuro como país en términos de nuestra economía y nuestra seguridad nacional”.
La acción de la Casa Blanca incluye también el bloqueo a numerosas asociaciones de empresas chinas con el capital de compañías tecnológicas estratégicas de Estados Unidos. En esta línea vetó la operación de compra de Qualcom, un gigante de los superconductores, por parte de una empresa de Singapur, en cuyo capital influye Huawei, la productora de chips más importante de China. Asimismo, Estados Unidos y el Reino Unido han prohibido los negocios de la compañía china de telecomunicaciones, ZTE, en ambos países, alegando motivos de “seguridad nacional”.
Esta disputa no se circunscribe exclusivamente a una competencia comercial. Detrás de la guerra económica desatada por la Casa Blanca hay un interés por poner fin al proteccionismo industrial y financiero de China, y avanzar con el proceso de apertura y colonización de su economía, para completar la restauración capitalista. En última instancia, someter a China y, de un modo general, al espacio de los ex Estados obreros, a la condición de semicolonias del imperialismo. Para el capital internacional y sus Estados está en juego la disputa por el liderazgo de la transición en la restauración capitalista de los ex Estados obreros.
El Pentágono acaba de definir a Rusia y a China como los “enemigos estratégicos”.
Dos manifestaciones clave de esta postura fueron la adopción de una nueva doctrina estratégica y la Nueva Estrategia sobre Armamento nuclear (Nuclear Posture Review), para renovar el arsenal atómico norteamericano.
Las guerras norteamericanas en Medio Oriente son un eslabón de este propósito. La pelea por la transición capitalista en los países ex “socialistas” involucra a los imperialismos rivales. Las corporaciones europeas han debido enfrentar represalias y sanciones comerciales de Washington cuando han intentado una penetración económica por su propia cuenta en los ex Estados obreros o buscar una mayor asociación comercial.
Esto se da en medio del conflicto con Corea del Norte, el cual, como lo han destacado diversos analistas, es un tiro por elevación contra China, el país que sostiene vínculos más estrechos con el régimen norcoreano. El ataque contra éste ha sido utilizado por Estados Unidos para apuntalar su presencia militar en la región y, por lo tanto, una advertencia por extensión contra Pekín.
El régimen chino viene dando señales de avanzar hacia una apertura. Así, presentó un calendario para levantar todas las restricciones de propiedad que afectan a los fabricantes de automóviles extranjeros que operan en China. En un máximo de cinco años se eliminará el actual límite que exige a las empresas extranjeras ser propietarias de como máximo el 50 por ciento de las empresas conjuntas (joint ventures) con los productores locales. En otras palabras, fabricantes como Volkswagen, BMW, Ford o Toyota podrán producir en China sin tener que compartir la operativa y los beneficios con sus socios locales. O al menos poseer una participación mayoritaria de sus filiales en el país.
Si bien el gobierno chino ha negado que el anuncio pretenda apaciguar la actual disputa comercial con Estados Unidos, algunos lo interpretan como un guiño a Trump, que se ha quejado de forma recurrente de los obstáculos de Pekín a la importación de vehículos estadounidenses (los grava con un arancel del 25 por ciento) y las condiciones que impone para fabricarlos en su territorio. China también eliminará las restricciones a la fabricación de aeronaves y de navíos por parte de empresas extranjeras en este 2018, sectores que se enfrentan a unas cuotas máximas de propiedad similares a las del sector automovilístico.
Estas medidas están en sintonía con el plan de reformas que está promoviendo Xi Jinping. Una de sus prioridades es permitir la entrada de capital privado en las empresas de propiedad estatal (SOE, por sus siglas en inglés), que tienen en general altos niveles de endeudamiento y no son, en muchos casos, rentables. La deuda de estas compañías, que se han financiado en los bancos estatales a bajo costo, fomentando un apalancamiento excesivo, es uno de los principales problemas de China. La economía china está sentada sobre una montaña de deudas: pasó de 7 billones de dólares en 2007 a 30 billones en 2018, y representa el 282 por ciento del PBI. La mitad de las deudas de los hogares y particulares, de las corporaciones no financieras y del Estado están asociadas a la actividad inmobiliaria. La deuda corporativa china ha pasado a ser una de las más elevadas del mundo (125 por ciento del PBI) y abarca tanto las empresas del Estado como las privadas. Esta situación se ha hecho insostenible y no se puede prolongar por mucho más tiempo. La anunciada “desregulación” supone que las firmas que no son competitivas sean desplazadas a través de cierres o absorciones, habilitando un proceso de concentración y copamiento del mercado por el gran capital. Un temor fundado que anida en las autoridades chinas es que esto provoque un retroceso importante del PBI y, junto con esto, una pérdida masiva de puestos de trabajo, lo cual, podría conducir a una reacción social incontrolable. Esto explica las vacilaciones de Pekín a la hora de ejecutar el plan.
En medio de este cuadro, la cúpula dirigente ha enviado a las células del Partido Comunista chino (PCCh) a controlar las empresas. A su turno, y de acuerdo con los trascendidos, se vienen multiplicando las detenciones y el encarcelamiento de capitalistas corruptos. Por otro lado, el aumento del desempleo que traería aparejado las reformas en carpeta es impracticable sin una red de contención social, lo que explicaría que las autoridades chinas estén estudiando una reforma del sistema de seguridad social.
Pero este intervencionismo es impotente para hacer frente a las contradicciones crecientes que va acumulando la política oficial. El Estado, en China, opera como unificador de los diversos capitales, públicos y privados. Ni en Rusia ni en China se ha desarrollado una burguesía como clase, pues en ambos casos ella está mediada por el Estado, el cual conserva gran parte de su estructura burocrática ‘pre-capitalista’. Xi Jinping, un bonapartista especial al cual se le han conferido facultades excepcionales al habilitársele la reelección indefinida, está obligado a conciliar la tendencia a la autonomía de sus proto-capitalistas con la necesidad de contener la desintegración de sus estados (provincias chinas).
Las ex economías estatizadas han incorporado a sus contradicciones autárquicas, las más violentas aún, de la economía mundial. La restauración ha llevado a Rusia hacia atrás, destruido parte de sus fuerzas productivas y provocado un desmantelamiento de su infraestructura técnica e industrial. Hoy es una nación rentista que vive básicamente de sus exportaciones de gas y petróleo. Por otro lado, sus grandes bancos están quebrando. Si la burocracia china vio en el gobierno de Yeltsin adónde conducía una restauración capitalista que no estuviera hegemonizada por el Estado y la burocracia, Putin ha intentado salvar la restauración en Rusia con los métodos políticos chinos. Ambos están a merced de la crisis mundial. Ingresan a una fase más convulsiva de la restauración capitalista, lo que prepara el terreno para una intervención de mayor amplitud de la clase obrera. El desmantelamiento de los restos estatales del Estado burocrático precedente está llamado a acelerar la descomposición política en China y hasta su unidad nacional y, en consecuencia, una nueva revolución social. Las expectativas de una restauración capitalista ‘pacífica’ en China o Rusia, sin guerras y revoluciones, están cuestionadas en forma abierta -como ya se ha perfilado en Crimea y Ucrania en su conjunto, y en las guerras y la balcanización siguiente al desmembramiento de Yugoslavia.
Países emergentes
Estamos asistiendo a grandes estremecimientos en los países emergentes. En forma más reciente, ha sido el turno de Turquía y Argentina.
La lira turca se ha desvalorizado en un 50 por ciento en seis meses, con tendencia creciente, y el peso argentino otro tanto, arrastrando a otras divisas.
Las causas inmediatas de este derrumbe son comunes a la mayor parte de países ‘emergentes’. El rescate internacional, por parte del Estado y los bancos centrales, al capital golpeado por la crisis mundial, con tasas cercanas a cero, produjo un desplazamiento del dinero del centro a la periferia capitalista y provocó un endeudamiento extraordinario de esta última. La guerra económica internacional y la política de suba de las tasas de intereses de esos mismos bancos centrales, ha puesto un freno.
En estas nuevas condiciones, lo que distingue a Turquía es que la deuda en divisas de las compañías capitalistas supera largamente a la deuda pública -es, ella sola, de 300 mil millones de dólares, un 62 por ciento del PBI de Turquía. De acuerdo con la prensa financiera, los bancos turcos deben refinanciar, con sus acreedores extranjeros, 55 mil millones de dólares en el plazo de un año y las compañías no financieras arriba de 20 mil millones de dólares, sin considerar su endeudamiento con el sistema bancario local. La devaluación de la lira ha elevado en forma astronómica esa deuda en moneda local. La banca europea es dominante en Turquía y, por lo tanto, la más afectada por la crisis. Esto amenaza generar una crisis financiera generalizada y una devaluación en cascada de monedas, incluido el euro y la libra inglesa.
Recep Erdogan se ha negado a elevar las tasas de interés, buscar un acuerdo con el FMI y crear un banco especial que compre la deuda incobrable de los bancos privados y estatales. Teme provocar una recesión económica con estas medidas y la consiguiente reacción popular. Por otro lado, los observadores estiman que Erdogan no recurrirá a controles de cambios u otras medidas intervencionistas, dada su orientación fuertemente privatista. Es decir que se encuentra en un gigantesco impasse, aunque ataque en forma reiterada al “club de la tasa de interés”, en referencia a los bancos. Debe optar entre la crisis industrial y la hiperinflación -dos formas complementarias de la cesación de pagos y la bancarrota. El derrumbe de Turquía no está confinado a sus fronteras -es un verdadero conflicto mundial.
Lo mismo ocurre con el derrumbe de la moneda, la deuda pública y la Bolsa de de nuestro país. Argentina, bajo el macrismo, viene endeudándose en forma vertiginosa y récord, lo cual explica que se haya transformado en uno de los eslabones más vulnerables de la cadena. Rápidamente entró en colapso cuando se produjo una inversión de tendencias y se frenó el financiamiento. Es necesario tener presente que ese endeudamiento viene precedido por el fracaso previo del plan económico oficial. La expectativa de una” lluvia de dólares” se reveló completamente infundada. El escenario mundial está dominado por una sequía de inversiones y Argentina no escapó al mismo.
La crisis mundial ha terminado arrastrando a los regímenes latinoamericanos, de diferentes “signos ideológicos”. Ha barrido las experiencias bolivarianas o nacionales y populares, y puesto de manifiesto su incapacidad para llevar a término una tentativa de real autonomía nacional. Pero, al mismo tiempo, la contraofensiva derechista que ha provocado este fracaso no se ha asentado en ningún país: ni en Argentina ni en Brasil, ni en Ecuador o Chile. En Argentina ha dejado planteada la posibilidad de un colapso político y una salida coaligada con el peronismo; en Brasil, las elecciones presidenciales han precipitado el ascenso de Jair Bolsonaro, que abre una nueva transición política de carácter convulsivo.
América Latina atraviesa una etapa que se caracteriza por la descomposición de los regímenes sociales y políticos a lo largo de todo el continente. Este proceso se cocina al calor de la bancarrota capitalista. La tendencia es a descargar el peso de la crisis sobre la población, que se expresa en ajustes de proporciones gigantescas. Pactados o no con el FMI, estamos asistiendo a verdaderos “rodrigazos”, con aumentos siderales de tarifas, impuestazos, recortes presupuestarios, rebajas salariales y de las jubilaciones, y despidos, lo cual ha dado pie a rebeliones populares. Centroamérica se ha convertido en un polvorín, con levantamientos en Haití, Panamá, Nicaragua y ahora en Costa Rica.
La guerra comercial en curso aporta su cuota. Las tendencias proteccionistas, en medio de una economía mundial anémica, quita posibilidades para que Latinoamérica encuentre una salida a través de un auge de sus exportaciones. Las materias primas ya vienen sufriendo una caída pronunciada de sus precios. Pero, además, Estados Unidos necesita resguardar más que nunca su patio trasero. Estamos frente a una ofensiva estadounidense por apropiarse de los recursos estratégicos de América Latina, promoviendo un desplazamiento de la burguesía nativa. Ese afianzamiento de su hegemonía en la región implica, también, ponerle un freno y cordón sanitario a la competencia china y otros rivales en la región. El Lava jato, así como el affaire de los cuadernos en la Argentina están al servicio de este objetivo.
En vísperas del G20, un alto funcionario de la Casa Blanca se entrevistó con Bolsonaro, con el propósito de privilegiar las inversiones yanquis y ponerle un límite a la presencia china en Brasil. En el encuentro que Mauricio Macri mantuvo con Trump, tomó estado público la exigencia norteamericana para que Argentina enfrente la acción “depredadora” de China. El nuevo acuerdo firmado con México, en el marco de la readecuación del Nafta, plantea, entre otras cosas, una reducción de los insumos chinos en la producción automotriz a comercializar entre los firmantes del tratado.
El nacionalismo latinoamericano añora y alienta un regreso al status quo previo al actual. Esto quedó claramente expuesto en la “contracumbre” en las vísperas del G20, que congregó a Cristina Kirchner y Dilma Rousseff. Ese status quo es, sin embargo, imposible en momentos que la crisis mundial ha barrido con todos los equilibrios políticos, económicos y sociales de la etapa precedente. A la fractura económica mundial y a la guerra, hay que oponerle no el retorno inviable al pasado -la “globalización” capitalista”-, sino una transformación social a escala continental y mundial dirigida por la clase obrera. O sea, el gobierno de trabajadores, la unidad socialista de América Latina y el socialismo internacional.
Perspectivas
¿Qué mirada tienen de este escenario la prensa internacional y especialistas en la materia?
El Financial Times, por boca de su director, se lamenta que haya cambiado tan poco desde el derrumbe financiero. La crisis financiera, escribe, “fue un fracaso devastador del libre mercado que siguió un período de aumentos en la desigualdad en muchos países (…)”. El matutino destaca que el sistema financiero se había vuelto más “resistente a tormentas” después de la crisis, entre otras cosas como consecuencia de los mayores controles. Pero ese hecho, a su turno, había trasladado el riesgo a un mercado financiero paralelo, en las sombras, de carácter desregulado. Venimos asistiendo a la proliferación de instituciones financieras no bancarias que realizan los mismos negocios que los bancos, desde préstamos a creación de mercados. Los administradores de activos, fondos de inversión y compañías de seguros también cargan ahora con los tipos de riesgos característicos de los bancos.
Una de las cuestiones que no pasa desapercibida es el crecimiento de la deuda. “Las políticas monetarias extremadamente laxas y la expansión cuantitativa sin duda estaban justificadas para ayudar a reparar las cuentas de balance de los bancos y estimular la actividad económica”, escribe el Financial Times. “Pero, expandieron el problema de la deuda. El uso de tasas de interés bajas para incentivar a los inversionistas a comprar activos de mayor riesgo y rentabilidad ha inflado nuevas burbujas. Los mercados de valores han alcanzado niveles casi récord. Los precios de propiedades en ciudades clave a nivel global sobrepasan los ingresos de los habitantes de forma sin precedentes”.
Se omite, además, el hecho de que junto a las operaciones tradicionales de crédito y bursátiles existe un inmenso mercado de derivados y swaps que no están registrados en los balances Algunas estimaciones señalan que este tipo de vehículos financieros de las instituciones no bancarias fuera de Estados Unidos podría ascender a unos 10,7 billones de dólares. Esta deuda permanece oculta. El Banco de Basilea (que regula a los bancos centrales) ha señalado con preocupación esta circunstancia.
The Economist destaca que el mundo “no ha aprendido las lecciones” de la crisis financiera. “Los bancos son más seguros, pero mucho de lo que ha salido mal desde 2008 podría volver a ocurrir”. Y señala focos potenciales de crisis, entre otros, el de la vivienda, donde nuevamente advierte un crecimiento riesgoso de la deuda hipotecaria y el del euro, donde el semanario británico aboga por una acción más concertada a través de los mercados financieros, las garantías de los depósitos o la política fiscal. De lo contrario, “el futuro de la moneda comunitaria europea seguirá en duda“. Un colapso caótico del euro haría que la crisis de 2008 pareciera un picnic.
Pero la posibilidad de una cooperación está cada vez más alejada, cuestión que admiten ambas publicaciones. “Las fractura de geopolítica (léase guerra económica y comercial) hace que las finanzas globalizadas sean más difíciles de manejar” (The Economist). Alertan contra el auge de las tendencias proteccionistas y nacionalistas, y pretenden volver al equilibrio anterior sin percibir que la disolución del orden imperante y las tendencias a la guerra comercial obedecen al agotamiento previo de la llamada “globalización” y el impasse capitalista resultante.
La lectura más usual de los círculos académicos y de la economía convencional es presentar la crisis como una sumatoria de desequilibrios de las cuentas públicas y de la balanza de pagos. En consonancia con ese punto de vista, un “ajuste” adecuado de estas variables podría remontar la crisis. Ben Bernanke, ex presidente de la Reserva Federal, por ejemplo, plantea que es necesario contar con modelos económicos que incluyan una comprensión más apropiada del mercado crediticio de la que se tenía al momento de explotar la crisis de 2008.
El eje es puesto en reformas monetarias y fiscales, sorteando las causas de fondo. Se omite que estos recursos ya fueron puestos en marcha y hasta en demasía, sin que la economía capitalista haya logrado recuperar una vitalidad. Más aún, lo que hay que señalar que esas municiones, en una medida considerable, están bastantes agotadas. Hemos pasado de la deuda corporativa y bancaria, a la deuda soberana y, dentro de ella, de la de los Estados a la de los propios bancos centrales. Estos últimos ya no solamente vienen haciendo su operatoria usual de regulación de la moneda y el crédito, sino que, cada vez más, están involucrados en el mercado bursátil y de valores, absorbiendo y negociando títulos y activos públicos y privados. Esto convierte a los bancos centrales en un rehén más del movimiento especulativo y afecta su solvencia, con más razón cuando los títulos públicos y privados que tienen en su poder están cada vez más depreciados. “La mayoría de la deuda pública que se vende en el mercado abierto en Estados Unidos, Japón y la zona euro ahora es propiedad de los bancos centrales” (Carmen y Vicent Reinhart, en Foreign Affairs).
Un ejemplo, por cierto ilustrativo, es el Banco Central argentino, cuya emisión de Lebacs (y, ahora, de Leliqs) junto a las letras intransferibles que le enchufó el Tesoro, han llevado a un virtual estado de falencia a aquel organismo. Esa característica se reproduce a escala internacional y hace que los supuestos “rescatistas en última instancia” deban ser rescatados. “A diferencia de 2008, cuando los gobiernos tenían las herramientas políticas necesarias para evitar una caída libre, los responsables de las políticas que deben enfrentar la próxima recesión tendrán sus manos atadas, mientras que los niveles generales de deuda son más altos que durante la crisis anterior” (Nouriel Roubini, ídem). El economista citado destaca, como otras grandes amenazas, el agravamiento de la guerra comercial y la crisis de dominación política, así como las tendencias la desintegración política, en especial de la Unión Europea, que mina las posibilidades de una acción coordinada de los Estados para enfrentar el escenario que se viene.
El común denominador de todos estos análisis es que está ausente un enfoque sobre el carácter sistémico de la crisis.
Un análisis más incisivo, que al menos da una pista para ir más lejos, es un documento elaborado por economistas de la Reserva Federal de San Francisco. “The Disappointing Recovery in U.S. Output after 2009” (“La decepcionante recuperación de la producción en Estados Unidos después de 2009”), de John Fernald, Robert E. Hall, James H. Stock y Mark W. Watson. Analizan la evidencia bien conocida de que el crecimiento real del PBI en Estados Unidos ha sido lento desde el comienzo de la recesión en 2009, en contra de las expectativas normales de una recuperación cíclica rápida. En el documento se eliminan los “efectos cíclicos” de la Gran Recesión y se concluye que ya había una tendencia marcada a la desaceleración en el crecimiento subyacente antes de la crisis financiera global en 2008.
Los economistas de la FED consideran que el lento crecimiento se ha debido a una desaceleración de la productividad del trabajo que, a su vez, ha sido causada por una reducción de la inversión en innovación y nuevas tecnologías. Encuentran que el crecimiento de la productividad se redujo significativamente, incluso antes de la bancarrota de 2008. También descartan la idea común reinante en el mundillo académico y de los negocios de que “el aumento de las cargas regulatorias han reducido el dinamismo de la economía”. No encuentran ninguna relación entre cambios normativos y el crecimiento de la producción.
Lo que los economistas de la FED no explican es por qué la economía de Estados Unidos ha desacelerado el crecimiento de la productividad y la innovación desde el año 2000. Como lo muestra la caída de las inversiones a nivel mundial, hay una tendencia declinante de la tasa de ganancia del capital invertido. La rentabilidad es el motor de la inversión en el capitalismo. La rentabilidad del capital estadounidense y las nuevas inversiones alcanzaron su punto máximo alrededor de 1997 y luego cayeron. Fue esta caída de rentabilidad la que finalmente provocó el colapso de la burbuja dot.com en 2000. La posterior recuperación de la rentabilidad no logró superar los niveles de 1997 y, de hecho, el crecimiento de los beneficios de las empresas se ha limitado principalmente al sector financiero y cada vez más a un pequeño sector de grandes compañías. El crecimiento de las ganancias fue principalmente ficticio (‘’ganancias de capital” en los mercados de bienes raíces, bonos y acciones) y alimentado por bajas tasas de interés y crédito fácil. Esta ingeniería se derrumbó con el colapso de 2007/8.
La pretensión de superar estos límites mediante una valorización ficticia y un rescate estatal, que cada vez es más insostenible, preparan el terreno para una ampliación de la crisis siguiente. La crisis mundial expresa la contradicción insalvable entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción imperantes.
Si los recursos de rescate de los episodios anteriores se verifican agotados, los Estados capitalistas deberán recurrir a nacionalizaciones provisionales y a una confrontación económica y política mayor. El ‘desacople’ Estados Unidos-China -cuya dependencia recíproca determinó el auge de la economía mundial enseguida después de la crisis del sudeste asiático-, es el eje disruptivo de una nueva ronda de crisis financieras ‘globales’.
Es necesario que los trabajadores tengamos una clara conciencia de la envergadura de la crisis internacional y sus consecuencias en Argentina, en America Latina y a escala mundial, para que actuemos a la altura de las circunstancias.
Las crisis, los colapsos y las guerras han sido las madres de todas las revoluciones. La izquierda, de un modo ampliamente generalizado, ha recurrido al pretexto de que ningún régimen social ni político cae en forma automática para desarrollar un planteo puramente empírico ante la crisis mundial y rechazar convertirla en el punto de partida granítico de cualquier estrategia revolucionaria en el período presente.
20 de diciembre de 2018
Pablo Heller es economista, docente en las carreras de Historia y Sociología de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Instituto Gino Germani. Dirigente del Partido Obrero, fue asesor en numerosos colectivos de trabajadores, como Sasetru Gestión Obrera, Hospital Francés, Parmalat y Transporte del Oeste-Ecotrans. Es autor de Fábricas Ocupadas (Argentina 2000-2004) y Capitalismo Zombi, y coautor de otros libros tales como Contra la cultura del trabajo y Un mundo maravilloso (capitalismo y socialismo en la escena contemporánea). Sus artículos aparecen regularmente en Prensa Obrera y En defensa del marxismo.