Durante el pasado año 2021, varias publicaciones realizadas por las entidades vinculadas a las grandes patronales agrarias hacían un balance al cumplirse el 25° aniversario de la introducción del primer evento de cultivo transgénico en la República Argentina: la soja RR (Roundup-Ready) de la multinacional Monsanto, cuya característica principal es su resistencia al herbicida glifosato. En ese sentido, un informe de la Bolsa de Cereales de Buenos Aires celebra que “los cultivos genéticamente modificados reportan beneficios económicos, simplifican procesos y reducen el uso de agroquímicos”. Sin embargo, los estudios científicos y las denuncias de las comunidades afectadas por las fumigaciones y la contaminación de los suelos y aguas con agrotóxicos son abrumadoras. Refutan, contundentemente, el “relato” del agronegocio, señalando no solo sus perjuicios desde el plano ambiental, sino también en lo económico y social.
Como parte de un fenómeno mundial y con un camino allanado previamente, toda esta historia comienza en marzo de 1996, durante la presidencia “neoliberal” del peronista Carlos Saúl Menem que, a través de una simple resolución de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación a cargo de Felipe Solá, daba el puntapié en nuestro país para la experimentación y liberación de la semilla de soja transgénica o genéticamente modificada (GM).
El presente trabajo, tendrá como objetivo realizar una caracterización a un cuarto de siglo de la implementación de los cultivos transgénicos en Argentina, señalando sus antecedentes internacionales, las políticas implementadas por los diversos gobiernos para favorecerlo, los cambios en las formas de producción en el campo y sus implicancias socioeconómicas y en el ambiente y, por supuesto, con una conclusión sobre cuál debe ser la salida en función de las necesidades de los trabajadores, sin omitir los debates sobre la cuestión de la agroecología.
De la “Revolución verde” a la “Revolución biotecnológica”
La Segunda Guerra Mundial, había producido una devastación de las fuerzas productivas en Europa y en la URSS. Una sequía, en 1946, redujo todavía más las cosechas dando lugar a una terrible hambruna. Otra causal fue el reclutamiento masivo de agricultores para alistarse en los ejércitos en disputa, lo que generó que miles de hectáreas de cultivos quedaran en el abandono y sin que nadie las trabaje. Es por ello por lo que la agricultura fue uno de los asuntos en los que las potencias occidentales han puesto la mira para la reconstrucción de capitales y tasas de ganancia: esto a partir de destinar inversiones para una mayor tecnificación y obtener mejores rindes e incrementar la producción. En ese contexto, se establece la creación de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y Alimentación (FAO) en 1945, una institución especializada bajo el nuevo orden internacional de la posguerra, un directorio mundial con el pretexto de establecer la distribución alimentaria de los excedentes a las regiones con hambrunas. En realidad, un factor de contención social.
Además, debemos recordar que estábamos en los inicios de la llamada “Guerra Fría” entre los EEUU y la Unión Soviética. Por lo que, en todos los planos incluido el agrícola, las iniciativas tomadas por los norteamericanos apuntaban a contrarrestar la “influencia o amenaza comunista” en los países del tercer mundo. En tanto, era una época en la que comenzaban a aflorar importantes movimientos de liberación nacional en África, Asia y América Latina para sacarse de encima el peso de siglos de colonialismo inglés y francés. A su vez, en estas naciones donde se desarrollaban procesos revolucionarios, el campesinado tenía un fuerte peso por lo que el núcleo de la lucha de las “guerrillas” se libraba en el medio rural. Debemos tener en cuenta que los alimentos provienen principalmente de la agricultura. Por tanto, el control de esta actividad económica era clave para evitar que las hambrunas fueran el caldo de cultivo de revueltas sociales para una población que había crecido de manera exponencial.
En función de esto, el pivote para poner en marcha las intenciones de las potencias bajo la batuta estadounidense fue el “Plan Marshall”. El secretario de Estado norteamericano de aquella época, George Marshall, propuso en 1947 un vasto programa de ayuda, en especial alimentaria, para la recuperación de Europa. La decisión y sus consecuencias cimentaron el dominio agrícola y económico en general de los Estados Unidos en los siguientes 25 años. La política del gobierno norteamericano fue construyendo su primacía antes incluso del Plan Marshall mediante los tratados de Bretton Woods (1944), que involucraron a 44 países y establecieron el esquema financiero internacional: Banco Internacional para la Reconstrucción y Desarrollo y Fondo Monetario Internacional. Esto proporcionó a los países en dificultades préstamos tanto para financiar grandes proyectos como para resolver urgencias. En 1948, una veintena de potencias firmaron el GATT, Tratado General de Comercio y Tarifas Aduaneras, para el libre comercio, salvo para materias primas agrícolas. Con estos instrumentos, los yanquis se abrían paso en la posibilidad de “intervenir” políticamente en numerosas naciones.
Complementariamente, el programa de ayudas agroalimentarias de los Estados Unidos (con excepción a la URSS y países del bloque comunista) permitió que el gobierno se olvidara de los problemas ocasionados por la superproducción en su país. En 1954, el plan Marshall se convirtió en una Ley para el Comercio Agrícola, el desarrollo y la asistencia, y luego en un programa de “Paz por Alimentos”, que proveyó más de cien toneladas de ayuda alimentaria a 135 países a bajos precios.
Sobre esta base, los Estados Unidos fueron la punta de lanza, ya con ensayos previos en la década del 40, de la denominada “Revolución verde” (RV). La misma, fue una etapa de transformación agrícola en las décadas de 1960 y 1970. Esta se caracterizó por un fuerte incremento de la producción de alimentos, a través del cruce selectivo de especies y del uso de fertilizantes, plaguicidas, técnicas de riego y mecanización. La novedad consistió en aumentar la producción del campo sin necesidad (o muy mínima) de expandir los suelos cultivados y estimulando el rendimiento de los terrenos ya explotados. Los alimentos claves fueron los cereales, particularmente el arroz, el maíz y el trigo. Los cruces permitieron el desarrollo de cepas más rendidoras. Los países “modelos” que funcionaron como un laboratorio para la RV fueron principalmente México, India y Filipinas, logrando incrementar la producción de sus plantaciones.
El exponente máximo de esta revolución fue el agrónomo estadounidense Norman Ernest Borlaug, apalancado por un fuerte apoyo estatal y del gran empresariado como por ejemplo la Fundación Rockefeller. Como yapa, Norman Borlaug fue galardonado con el premio Nobel de la Paz en 1970 por sus aportes a la productividad agrícola y alimentaria, evitando el hambre de millones de personas. En 1943, Borlaug desarrolló investigaciones agrícolas en México. Los progresos en estos trabajos despertaron la atención de otros países, por lo que fue convocado como asesor para encarar las problemáticas en la producción rural. Desde luego, pegado a Borlaug venían los “apoyos” de las corporaciones norteamericanas y de paso se les abrían nuevos negocios.
Un logro interesante de Borlaug fue que México alcanzara la autosuficiencia en trigo en 1956, con la obtención de las variedades enanas trigueras resistentes a enfermedades. Por su parte, en 1961, la India vivía una situación crítica. Borlaug fue invitado por el gobierno de ese país, que con activa participación de la Fundación Ford había iniciado la importación de las semillas de trigo. También incorporó una variedad de arroz semienana, que había sido desarrollada en Filipinas, cuya difusión fue considerada un éxito en Asia. En 1967, India importó 18.000 toneladas de semillas de las variedades de trigo mejoradas y a los pocos años duplicó su producción triguera.
Una paradoja perversa del periodo es que mientras presentaban los insumos para lograr una agricultura más eficiente y así, supuestamente, ir reduciendo el hambre en el mundo, en plena guerra de Vietnam (1955-1975), los EEUU rociaban desde aviones los pesticidas promocionados del agro (fundamentalmente el ultra tóxico 2,4-D) en las tupidas selvas para buscar “secar” su cobertura y detectar el desplazamiento de las milicias del Viet Cong que eran casi inhallables por los satélites.
Respecto al saldo dejado por la RV, aunque el problema de la hambruna fue en parte mitigado, esto se llevó adelante con nuevas variantes de cereales (si bien rendidoras) de menor calidad nutricional. A esto hay que agregarle los impactos como consecuencia del uso de tractores a base de combustibles, la construcción de presas y sistemas de irrigación, el alto consumo energético y el uso de productos químicos contaminantes, etc. Por caso, en los propios Estados Unidos se originaron los primeros movimientos de reclamos ambientales para denunciar la contaminación de los suelos, agua y aire por el exceso de plaguicidas, en especial del 2,4-D. También, a pesar de los controles de superficie sembrada, el fuerte apoyo a los precios y los subsidios a la exportación, millones de agricultores norteamericanos abandonaron sus tierras en las décadas que siguieron a la guerra. De siete millones en 1940 bajaron a dos a finales del siglo XX. Los productores de algodón de los estados sureños orientales no pudieron aguantar la competencia de algodón más barato procedente de California y otros estados occidentales, y a pesar de la mecanización que desplazó a millones de peones a las ciudades, se arruinaron, y la economía agraria norteamericana se volvió uniforme, ya no hubo un norte y un sur, un este y un oeste.
Así, el término “Revolución verde”, utilizado por primera vez por William Gaud (director de la USAID: agencia yanqui de ayuda exterior) en 1968, tenía objetivos políticos de fondo que resume en la frase a continuación: “estos y otros desarrollos en el campo de la agricultura contienen los elementos de una nueva revolución. No es una revolución roja violenta como la de los soviéticos, ni es una revolución blanca como la del Sha de Irán. Sino más bien, lo que llamo una revolución verde basada en la aplicación de la ciencia y la tecnología” (W. G.).
Como toda etapa, esta llegó a su límite y abrió paso a otra: la Revolución biotecnológica (RB). A partir de la década de 1970 y en medio del cisma mundial con la crisis del petróleo (cuyos precios repercuten en el mercado agrícola), se registró una oleada de fusiones y de adquisiciones debido a la emergencia de las corporaciones que aglutinaron negocios de la química, la agroquímica, la producción de semillas, el desarrollo de biotecnología y la industria farmacéutica, pasando a ocupar un lugar dominante en el rubro de insumos agropecuarios. O sea, una fuerte concentración que implicó la formación de bloques de poderosas empresas que aplastaron a sus competidores a través del menor precio relativo de sus productos y del valor de las materias primas. Muchas de las empresas de biotecnología moderna que fueron inicialmente pequeñas y ligadas a universidades e institutos de investigación de las principales potencias, pudieron confluir intereses económicos y científicos y con sus activos ingresar a la bolsa de valores para captar fondos de inversión. De este modo, el capital financiero comenzó a intervenir en la dinámica del desarrollo científico y tecnológico de agroquímicos y semillas, en la que cada estallido bursátil ha permitido reducir el número de firmas participantes y aglomerar cada vez más el negocio del sector.
Por caso, estos datos dan cuenta de la magnitud de la concentración agro-biotecnológica: en un estudio del año 2003 las seis principales compañías agroquímicas del planeta (Bayer, Syngenta, Dupont, Monsanto, BASF y Dow) facturaron un total de 31 mil millones de dólares en insumos, o sea un 51% del mercado global. Ya para 2011, las mismas empresas contabilizaban el 76% y su facturación alcanzaba los 54 mil millones. También hay que añadir a los capitales chinos y rusos. Por ejemplo, las seis empresas mencionadas en el párrafo anterior más la empresa China Nacional Agrochemical Company y otras corporaciones asiáticas, controlan en los últimos años prácticamente el 98% del mercado internacional de protección de cultivos. A su vez, la empresa rusa Uralkali comparte el control del 41% del mercado mundial de fertilizantes junto a una decena de firmas norteamericanas y europeas.
De hecho, en la presente guerra en Ucrania, se manifiestan las consecuencias de esta concentración. Ocurre que el conflicto bélico ha incidido en el encarecimiento de los precios de las materias primas y los alimentos. Las sanciones de la OTAN a Rusia han restringido el envío de gas al resto de Europa, gas del que a su vez depende la fabricación de fertilizantes, insumo clave para la producción de trigo. Rusia y Ucrania componen el lote de los mayores productores mundiales del cereal. La contienda ha obligado a estos países a reservar la producción al consumo interno y disminuir la oferta en el mercado internacional. En el caso de los fertilizantes, Rusia, que es el mayor productor mundial de un tipo de ellos (los potásicos), prohibió transitoriamente las exportaciones, lo cual afecto severamente a Brasil, para su producción agraria. Esta situación, ha levantado la advertencia del portal internacional The Economist que en mayo del 2022 alertó sobre probabilidad de una enorme crisis alimentaria.
A diferencia de las transformaciones genéticas de las semillas en la Revolución verde, las aplicaciones actuales tienen la particularidad de que mediante técnicas de la biotecnología se les introduce un gen de otro organismo vivo para transferirles una determinada característica. En cambio, las semillas de aquel entonces eran intervenidas mediante técnicas de la ingeniería genética, modificando su estructura para generar cambios en los cultivos. La selección y el cruzamiento de variedades para potenciar los rendimientos es una práctica milenaria que realizan los agricultores. Sin embargo, estas semillas fueron modificadas genéticamente para lograr rendimientos aplicables a diversos ambientes y para ser utilizadas junto a un paquete de insumos: riego intensivo, fertilizantes, herbicidas. Una agricultura que empezó a demandar altas inversiones, ya que al no contar con alguno de estos elementos se ponía en riesgo la cosecha.
La “Revolución biotecnológica” galvanizó la dependencia en la aplicación de los tres grupos de insumos básicos de la cadena agrícola: los fertilizantes (nutrientes para los suelos), las semillas (híbridas y transgénicas) y los fitosanitarios (herbicidas, fungicidas, insecticidas, entre otros). Estos, han incidido en la modificación del perfil tecnológico agrario internacional, incrementando la producción y los rindes de cultivos a escalas siderales. Esto sumado a las maquinarias, laboratorios de innovaciones genéticas, métodos de siembra y cosecha, el transporte, acopio y la comercialización, consolidaron el dominio del capital financiero en toda la cadena agropecuaria. Por supuesto, a costa de comprometer la viabilidad de los suelos y la disponibilidad del agua y reforzando la subordinación de los productores rurales (también cada vez más concentrados) respecto a las grandes empresas proveedoras de semillas y paquetes tecnológicos.
Las “políticas de Estado” para favorecer al agronegocio
El desarrollo de este proceso no hubiera sido posible sin la activa “intervención” del Estado argentino al servicio del capital agrario y su férrea concentración. El establecimiento de diferentes decretos y reglamentaciones daban cuenta de ello. Por caso, en 1993 se ordenó el texto de la Ley de inversiones extranjeras sancionada por la dictadura. De esta manera, las condiciones al capital internacional resultaron aun más ventajosas: por ejemplo, se consideraba las relaciones entre las casas matrices y las subsidiarias locales como actos entre partes independientes y se eliminaban los requisitos y los plazos para la remisión de dividendos y la repatriación de capitales, dando vía libre oficial a la fuga de estos. Esto, desde luego, favorece tremendamente a las principales corporaciones productoras de insumos agropecuarios y biotecnológicos.
Años antes y aún con normativas “reguladoras” que en verdad ocultan un absoluto incumplimiento, en octubre de 1988 se instituyó el “Manual de Procedimiento para el Registro de Fertilizantes y Plaguicidas Agrícolas” dispuesto por Resolución N°895 de la Secretaría de Agricultura de la Nación (SAGyP), estableciendo que los nuevos productos deben pasar por un registro experimental aportando las empresas datos toxicológicos sobre los mismos, aunque ya hayan sido registrados en otros países. Aparte, mediante el Decreto 2.121/90, la SAGyP de la Argentina prohibió algunos insumos argumentando que la presencia de residuos contaminantes de alto riesgo toxicológico podía comprometer seriamente las exportaciones de productos agrícolas. Por supuesto, no los motivaba ningún problema ambiental y de salud de la población.
En 1995 se creó la Comisión Nacional de Alimentos (Conal) con el supuesto objetivo de asegurar el cumplimiento del Código Alimentario Argentino. La Conal está compuesta por representantes del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca, la Secretaría de Comercio Interior, el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA), la Secretaría de Políticas de Regulación e Institutos, el Instituto Nacional de Alimentos, y representantes de los gobiernos provinciales y de la Ciudad de Buenos Aires. Aquí, la participación y el control de colectivos vecinales o ambientales, bien gracias. Sin embargo, durante la década de 1990, más allá de estas prohibiciones, se establecieron medidas contrapuestas como las autorizaciones para la liquidación de stocks remanentes de las firmas que habían adquirido estos productos. A lo que hay que sumar que, hasta la actualidad, en la Red de Laboratorios inscriptos en el SENASA participan entidades radicadas en el país y en el exterior visiblemente ligadas a las empresas que los producen y comercializan, transformándose las compañías en evaluadores toxicológicos de sus mismos productos agroquímicos. De esta manera, los intereses de las empresas conseguirían imponerse por sobre las disposiciones sanitarias, más aun por sobre los cuidados del ambiente y la salud pública.
Las últimas dos décadas tuvieron un fuerte comienzo con los llamados años de “crecimiento a tasas chinas”, durante los gobiernos kirchneristas, por los altos precios internacionales de la soja que generaron conflictos con los ruralistas por las ganancias extraordinarias de la actividad en esa época. En cuanto al gobierno derechista de Mauricio Macri, este avanzó en profundizar los beneficios económicos al “campo” mediante exenciones impositivas y recorte de retenciones, aunque esto último tuvo que luego echarse para atrás por las exigencias del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, a sabiendas de que el sector rural es una apetecible fuente de divisas para cumplir los pagos de vencimientos con el organismo financiero multilateral. En cuanto al actual gobierno peronista de Alberto Fernández, el agronegocio progresó a pasos agigantados con la expectativa del ingreso de dólares para el pago de la deuda externa. Encima, con la demagogia de tener un Ministerio de Ambiente y hasta una dirección de agroecología (cuyo titular, Eduardo Cerdá, es un referente respetado en la materia), que han oficiado de cortinas de humo para seguir favoreciendo los intereses del gran capital del agro con más desmontes, incendios, la pretensión el pago por las semillas, reforzando así la dependencia de los productores con los monopolios biotecnológicos, etc. Una novedad interesante del gobierno nacional del Frente de Todos es la aprobación para la libre comercialización del trigo transgénico HB4, resistente al glufosinato de amonio, un herbicida que se estima quince veces más tóxico que el glifosato. Además, el trigo HB4 tiene la característica de ser resistente al estrés hídrico, en un contexto de mayores sequías en el continente debido al cambio climático. La implantación de estas tecnologías agrava aun más los efectos nocivos de los cultivos transgénicos sobre los suelos y el agua. Y lo peor es que a diferencia de la soja (que principalmente se exporta para el consumo del ganado en China), el cereal es la base alimentaria de las mesas de las familias trabajadoras argentinas.
Las políticas de Estado fueron también puntales en la llamada propiedad intelectual, la mercantilización de las semillas y la novedad del trigo transgénico. Organismos como el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, 1956); la CONABIA (Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria, 1991); el INASE (Instituto Nacional de Semillas, 1992), CONICET y muchas universidades nacionales, más que trabajar en un desarrollo científico y tecnológico al servicio de las necesidades alimentarias de las mayorías populares de este país, fueron verdaderas consultorías o asesorías de las corporaciones del agronegocio.
Desde hace varios años, la industria semillera viene ejerciendo presión contra la libre utilización por parte de los agricultores de semillas reservadas de su cosecha para una nueva siembra. El argumento es que su utilización libre violaría los Derechos de Propiedad Intelectual, lo que provocaría un incontrolable mercado ilegal de semillas conocido como “bolsas blancas”. En este sentido, los últimos gobiernos vienen impulsando una serie de iniciativas tendientes a la modificación de la ley de semillas. Por un lado, esto se expresa en las tentativas de adherir a UPOV (Unión Internacional de Protección de Obtentores Vegetales) para lo cual deberían modificar la ley de semillas para ser adaptada al nuevo marco internacional. Por el otro, es la relación existente entre los precios crecientes de las semillas y la protección intelectual en la agricultura. Cabe destacar que, en el ejercicio del monopolio por los derechos de propiedad intelectual, las empresas semilleras tienden a explotar el mercado cobrando precios más elevados.
En muchos casos, a los agricultores se les exige hasta un 25% de la cosecha en pago por el empleo que hacen de las semillas a la vez que se les impone el uso del herbicida producido por la misma firma. Paradójicamente, en el caso de la soja RR, Monsanto nunca la patentó ni registró la semilla bajo derecho de obtentor, por lo que quedó en dominio público y se vendió masivamente el herbicida glifosato al que la semilla de soja es resistente.
Desde 1999, en tanto, la empresa ejerce intimidaciones a los productores por el supuesto uso ilegal de las semillas, amenazando con salirse del mercado argentino y cobrando regalías en los puertos de destino de exportación de la soja de aquellos países donde sí tienen la patente. Cabe aclarar que estos reclamos son infundados ya que la famosa “bolsa blanca” la generan en verdad las propias corporaciones semilleras de la que todos los productores dependen para comprarla y poder desarrollar luego la siembra y cosecha. Lo que pretenden es limitar la libertad de los agricultores de reservar una porción de semillas para las próximas siembras.
Asimismo, y contemporáneamente a los reclamos de Monsanto y a la discusión de los mencionados proyectos para reformular las leyes actuales, el debate sobre las regalías tomó varios matices. Por un lado, la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos (SAGPyA) presentó una propuesta de elaboración de pagos de regalías para las simientes que se adquieren y “proteger” la propiedad de las creaciones fitogenéticas. Esa ley fue promulgada por primera vez en 1973 y reglamentada con posteriores modificaciones. O sea, toda aquella semilla que se comercialice tiene que estar debidamente rotulada. Se establecen dos clases de semillas. Por un lado, las “identificadas” que son aquellas que deben estar rotuladas pero que no tienen propiedad privada y son de uso público. Por el otro, las “fiscalizadas” que, además, se encuentran sometidas a control oficial durante las etapas de su ciclo de producción y son propiedad de quienes las registren como propias en el Registro Nacional de Cultivares. Se eliminó la semilla “común” que, al no tener exigencia de rotulación, se consideraba que no brindaba suficientes garantías de calidad. Con relación al contexto internacional, ya el país en 1994 adhirió a UPOV, razón por la cual los productores, a excepción de su venta comercial, aún conservan el derecho a producir libremente sus semillas, pudiendo utilizar el producto de la cosecha obtenido por el cultivo en su propia finca.
En conclusión, la actual ley de semillas garantiza los derechos de creaciones vegetales, lo que se pretende es una vuelta de tuerca para reforzar el poder de los monopolios biotecnológicos-semilleros sobre los productores. Por ejemplo, el ex ministro de agricultura Julián Domínguez a principios de 2022 pretendió avanzar con la resolución del pago de un canon a las semilleras por parte de los agricultores por la supuesta “autoría genética” de las semillas que ya compran.
Los cambios en la producción del agro argentino
La aprobación de la soja transgénica, inédita en el mundo, fue concretada en un plazo récord de 81 días, con el solo aporte de documentos en inglés de la propia empresa Monsanto (actualmente fusionada a Bayer). Creada y patentada en Estados Unidos y luego introducida en Argentina, esta variedad es sembrada mediante la técnica denominada “siembra directa” o “labranza cero” que consiste en la implantación de cultivos sin labranzas previas (remover la tierra). El requisito primario es su asociación con el herbicida glifosato, que es usado antes para la eliminación previa de lo implantado y después para controlar malezas. También se complementa con el uso de fertilizantes. Con una sola máquina, la sembradora directa, se siembra abriendo un surco de tamaño mínimo donde se introducen y cubren las semillas. Este sistema supone un proceso productivo estandarizado: poca supervisión, adaptable a diversas geografías y la posibilidad de varios ciclos de siembra y cosecha al año o año y medio, reducida mano de obra y maximización de las ganancias.
La simplificación del proceso productivo homogeneizó el entorno natural y social: la “sojización” supuso la uniformización de los paisajes, relegando la agricultura familiar y campesina. La soja avanzó sobre la ganadería, los tambos, los bosques nativos y otros cultivos. Entre 1996 y 2011, el área sembrada con soja RR pasó de 5 a 19 millones de hectáreas y la producción aumentó de 10 a 40 millones de toneladas. Un modelo agrícola que haría un monocultivo sojero en expansión y convertiría a amplios territorios del país en un “desierto verde”. Si bien en la actualidad se cultivan varias especies vegetales GM (por ejemplo maíz, algodón, papa, etc.), la inmensa mayoría de la superficie sembrada corresponde a la soja. De acuerdo con datos del Consejo Argentino para la Información y Desarrollo de la Biotecnología, la campaña 2020/21 totaliza unas 37 millones de hectáreas cultivadas, las cuales 24 millones corresponden a los transgénicos; siendo la Argentina, detrás de Brasil y los Estados Unidos, la tercera nación del mundo con mayor extensión de cultivos modificados genéticamente (13% del área global). En tanto, la adopción de esta tecnología representa ya en nuestro país un 100% para la soja y el algodón y un 98% del maíz. Y, adentrándonos en detalles, se indica que en la campaña agrícola 2019/20 las hectáreas sembradas con cultivos transgénicos eran principalmente unas 17,1 millones de soja; 6,4 millones de maíz y 0,45 millones de algodón. En números generales, la soja comprende el 45% del total de los suelos cultivados y el 70% de las plantaciones transgénicas.
El paquete tecnológico que componen la siembra directa, los cultivos modificados genéticamente y los agroquímicos (herbicidas, fertilizantes) a los que son tolerantes implicó el brutal incremento en la utilización de estas sustancias. En la década de 1990 se usaban casi 2 litros/kg de este compuesto por hectárea cultivada, mientras que en la campaña 2011-12 se utilizaron alrededor de 9 litros/kg más de formulado por hectárea, una cifra mucho mayor a la de la década anterior y superior al promedio mundial. Para peor, el Estado recaba los datos brindados por las entidades empresariales, por lo que probablemente las aplicaciones sean mucho mayores. A fines de los años noventa se utilizaban 127 millones de litros de agroquímicos, para 2018 la cifra se elevó a 500 millones. Desde la primera aprobación de un cultivo transgénico a la última (que fue la primera variedad de trigo transgénico del mundo aprobada en 2020) se autorizaron sesenta y dos variedades de cultivos transgénicos en Argentina. Cincuenta de ellos fueron diseñados para ser tolerantes a pesticidas. La aprobación de la abrumadora mayoría de todos los transgénicos fue solicitada por nueve corporaciones transnacionales. En el caso Monsanto-Bayer, esta es responsable de veinticinco especies GM.
Concentración de la tierra, éxodo rural, mayor precarización laboral
A esta etapa de la agricultura argentina, que trasciende a la soja transgénica, la mayoría de los analistas la denomina agronegocio: un sistema en el que se destacan las figuras de los pooles de siembra (fondos de inversión) y los contratistas (prestadores de servicios agrícolas) para desarrollar la actividad, con escasa cantidad de trabajadores
Hablamos de una forma de organización de la producción agrícola basada en un intenso ritmo de innovación tecnológica, en un alta inversión de capitales (protagonismo del capital financiero) y en la reorganización del trabajo productivo. Este entramado ha traído aparejadas una fuerte resistencia y adaptación por parte de las comunidades, que incluye éxodos rurales y cambios laborales que acarrean una mayor precarización de la masa asalariada del campo (un sector en el que ya históricamente abunda la informalidad). Muchos de estos trabajadores se han visto obligados a desplazarse a los conurbanos de las grandes ciudades del interior o al área metropolitana de Buenos Aires en busca de oportunidades que se les escapan permaneciendo en los pueblos agrarios.
El acaparamiento de transnacionales y empresarios locales agrarios expresa una matriz de creciente concentración de la propiedad y del uso de la tierra, aunque no uniforme en el país. La región pampeana fue la zona en donde más avanzó la desaparición de explotaciones con escasa extensión de tierra y en menor medida en el NOA. El acaparamiento mediante la compra de tierras se hace también mediante otros mecanismos como el arrendamiento y la agricultura de contrato (menores riesgos). La expansión sojera también impactó en forma sostenida en cultivos tradicionales y aun en agricultores integrados a otras cadenas de valor regionales como los cereales, la fruticultura, el tabaco y el té.
Como datos escalofriantes, en los últimos treinta años desaparecieron el 41% de las explotaciones agropecuarias y se acentuó la concentración de tierras en pocas manos: el 1% de las explotaciones controla el 36% de la tierra, mientras que el 55% de las chacras (pequeñas) apenas posee el 2%, según el Censo Nacional Agropecuario 2018 (CNA). Es claro que la desaparición de las pequeñas explotaciones y la expulsión de familias del campo tiene directa relación con el agronegocio, modelo dominado por grandes empresas que prioriza la exportación y deja de lado a los pequeños productores y a la producción de alimentos. El CNA 2018 relevó datos sobre las características de las explotaciones agropecuarias y del productor. Se relevaron 206 millones de hectáreas y se censaron 250.881 establecimientos. Entre 2002 y 2018 desaparecieron el 25% de las explotaciones agropecuarias.
Fumigaciones, desmontes, repercusiones en el ambiente
El ambiente y la población se ven afectados por el desplazamiento de otros alimentos, el deterioro de los suelos y la utilización de agroquímicos para mejorar la productividad. El uso intensivo del suelo, usualmente sin rotar, lo lleva a perder los nutrientes necesarios para producir una tonelada de grano. La pérdida y no reposición ulterior de estos nutrientes son causas directas del detrimento de la alta fertilidad que caracteriza al territorio nacional, muy preocupante para los productores y la economía por la tendencia a la pérdida de productividad. De allí la necesidad de reforzar aun más con fertilizantes que abonen la tierra desmejorada. Ahora bien, muchas veces el desconocimiento sobre el nivel de nutrientes que posee el suelo lleva a la utilización desmedida de fertilizantes, cuyo exceso es por igual perjudicial.
Agreguemos, también, la desmesurada implementación de herbicidas. Entre ellos, el tan nocivo y utilizado glifosato. Profesionales independientes ya han dado a conocer las consecuencias en el medio natural, así como en la salud humana. Informes recientes afirman que existe un impacto destructor sobre los organismos del suelo y los alimentos, importantísimos para nuestra nutrición. Esto causa, por ejemplo, que el glifosato aun diluido a solo 0,2% sea altamente tóxico para las personas, produciendo graves daños en el ADN a partir de la “inhibición” del desarrollo de la célula. Esto fue incluso denunciado por la Organización Mundial de la Salud. Sobre la realidad poblacional, existen informes acerca de las repercusiones negativas del uso de glifosato y están las graves denuncias de casos de aumento de cáncer, malformaciones al nacer, abortos espontáneos, lupus eritematoso, alergias, insuficiencia renal, enfermedades respiratorias y hepáticas, entre otras patologías. Lo notable es que a nivel nacional prácticamente no existe relevamiento de datos cuantitativos de este tipo. Las estadísticas alarmantes se obtienen con testimonios periodísticos de personas enfermas o familiares e informes de médicos de zonas afectadas.
Otro punto preocupante, es la expansión de la frontera agropecuaria. Ocurre que, en los suelos de las pampas, muchos de ellos previamente dedicados a la ganadería y lechería, fueron reemplazados por cultivos de soja (debido al menor mantenimiento y el acceso a ganancias más rápidas). Esto “obliga” a las actividades como la ganadera a desplazarse a otras regiones del país, fundamentalmente el NOA y NEA, lo que requiere de imparables desmontes en densas zonas boscosas, humedales y que albergan una enorme biodiversidad. La Argentina, en especial el “Gran Chaco”, a pesar de la ley de Bosques sancionada en 2007, ha batido récords de deforestación en los últimos veinte años, a razón de 300 mil hectáreas anuales en promedio. Esta calamidad, amparada por los diferentes gobiernos de turno nacionales y provinciales es un condimento más en el agravamiento del cambio climático, con sus sequías e incendios que contradictoriamente ponen en riesgo la viabilidad productiva. Los bosques, también son reguladores de las precipitaciones extraordinarias y su carencia priva del rol de “esponja” a los suelos arrasando el agua con los cultivos.
Primarización, comercio exterior, suba de precios de los alimentos
Con la soja, lo que fue ocurriendo en los últimos años producto de las políticas de los diversos gobiernos (sean nacionales y populares o derechistas), es la profundización de la orientación de los cultivos al mercado internacional, relegando aun más la producción para consumo interno.
El control absoluto por parte de las compañías transnacionales sobre la producción y distribución agrarias llevó a que las mercancías se destinaran a la exportación tanto para el consumo directo como para el uso de insumos para la agroindustria. Reforzando así el rol de Argentina como productora de alimentos y materias primas para el mercado mundial y profundizando el esquema de la división mundial del trabajo, garantizando un intercambio desigual. Si bien históricamente la Argentina se insertó en el mercado mundial como país agroexportador, había una producción bastante diversificada que le permitía ser un poco menos vulnerable a las fluctuaciones mundiales de los precios de materias primas y a la vez que satisfacía la variada demanda del mercado interno.
Por caso, esto se refleja en el complejo agroexportador, una decena de empresas cerealeras y semilleras dominan el sector: podemos nombrar a Cargill, Dreyfus, Cofco (China), AGD, Bunge, Molinos, etc. Las mismas controlan el 90% de las cargas y embarques que salen de los puertos del país.
El predominio del cultivo de soja en la economía agropecuaria argentina está vinculado a un proceso de reprimarización del sector exportador, que pone en riesgo el desarrollo del agro e incide sobre los precios de los alimentos básicos. La reducción de la producción de los tradicionales alimentos de consumo popular incidió tanto a nivel global como a nivel de la finca agropecuaria: en el primer caso se tiende a la especialización y al monocultivo; en el segundo, se pierde la diversidad tanto biológica como productiva, y desaparecen las posibilidades para el autoconsumo, que siempre fue importante a nivel de fincas individuales. La inflación que padecemos en nuestros días tiene en parte que ver con estos procesos.
Respecto a la distribución final de alimentos también se dio un proceso de concentración a través del supermercadismo. La instauración de los hipermercados implicó mayores márgenes de comercialización y en definitiva una menor participación de lo recibido por el productor agropecuario en el precio final de venta. La consolidación de estos gigantes comerciales como poderosos clientes de las industrias de la alimentación, cambió las reglas de negociación, imponiendo sus criterios. En el transcurso de la década del 90 aumentaron los precios de los alimentos más que el nivel general de precios. Es un fenómeno que subordinó la producción agraria a la dinámica del gran capital.
Varios portales de información sobre el agro se ufanaban de que el “campo” le generó divisas al país en estas últimas dos décadas por más de 760 mil millones de dólares. Si nos pusiéramos a analizar ese número y si en la realidad gran parte de esos recursos se hubiesen volcado a un real desarrollo productivo del país, otro sería el cantar en un territorio con un 40% de pobreza y el 50% de los niños viviendo en condiciones de miseria. Teniendo presente que el comercio exterior de la república Argentina es un “agujero negro” en manos de las corporaciones agroindustriales que aportan escaso valor agregado a las manufacturas locales y que ni siquiera cuenta con una flota de barcos cargueros nacionales (con astilleros desmantelados).
Debates por la agroecología, planteos de salida
El modelo del agronegocio, a más de 25 años de su implementación y como se ha demostrado en este artículo, solo ha traído primarización económica, un comercio exterior en poder de las corporaciones internacionales, mayor concentración de la tierra en pocas manos, desastres en la flora y fauna y en la salud.
Centenares de colectivos vecinales y activistas cotidianamente luchan contra esta catástrofe y es muy común que se ofrezca como alternativa de superación a la agroecología. Cuando en mayo del 2022, en la Universidad Nacional de Córdoba se realizó el debate en Juan Grabois -líder de la organización social oficialista CTEP- y Gustavo Grobocopatel (titular del monopolio agro biotecnológico “Los Grobo”) quedó de manifestó la intención de las partes de establecer una especie de alianza entre el capital del agro y los pequeños productores. Desde varios artículos de Prensa Obrera fuimos muy críticos de esa perspectiva, que es totalmente inviable, toda vez que la lógica del agronegocio es arrasar cualquier obstáculo con el solo propósito de asegurar sus ganancias extraordinarias, lo cual no da a lugar a ningún “rinconcito” de producciones agroecológicas o sustentables.
La producción agroecológica, entendida como amigable con el ambiente y con el sustento de numerosas familias, no puede estar por fuera de una salida de fondo, o sea tratándose solo de multiplicar producciones aisladas. Solo un gobierno de los trabajadores con un programa de transformación puede establecer medidas como la nacionalización del comercio exterior, de los bancos, de la gran propiedad agraria. Un intercambio con los demás países debe ser para adquirir una mayor tecnología y dotar de valor agregado a las materias primas y controlar los ingresos de divisas y volcarlas para una planificación agraria que destierre la concentración en pocas manos y libere todas las potencialidades productivas para asegurar la alimentación de las mayorías trabajadoras. Por otro lado, poner las universidades e institutos de investigaciones al servicio de asegurar una producción agroalimentaria en armonía con la naturaleza. En el mientras tanto, es clave unir a todos los movimientos de lucha por las reivindicaciones transitorias: ordenanzas que establezcan regulaciones y distancias considerables de fumigaciones, el resarcimiento a las familias afectadas en su salud por el agronegocio, estudios de suelos y cursos de agua contaminados y exigir que las grandes patronales paguen la remediación, incentivos a las producciones agroecológicas, etc.
Bibliografía e informes consultados:
-Censo Nacional Agropecuario 2018, informe del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC).
-Gárgano, Cecilia: El campo como alternativa infernal. Pasado y presente de una matriz productiva ¿sin escapatoria?, EdicionesImago Mundi. Buenos Aires, 2022.
-Maya Ambía, Carlos Javier: Agro imperialismo y globalización: formas de dominio a través de los regímenes alimentarios. Ciencia Económica, UNAM. México, 2014.
-Romero, Gabriel Fernando: Los agroquímicos: concentración y dependencia en la Argentina. Revista Interdisciplinaria de Estudios Agrarios. Buenos Aires, 2014.
-Stedile, Joao Pedro: La ofensiva de las empresas transnacionales sobre la agricultura: Texto para la V Conferencia Internacional de la Vía Campesina en Maputo, 20 a 24 de octubre de 2008. Dosier, Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra. Brasil, 2008.
-Tejeda Rodríguez, Rossi, Jorge, Trigo: 25 años de cultivos genéticamente modificados en la agricultura argentina. Bolsa de Cereales, Buenos Aires, 2021.
Páginas web:
Diario Clarín: www.clarin.com
Diario Pagina 12: www.pagina12.com.ar
Portal ArgenBio: www.argenbio.org/cultivos-transgenicos
Portal Agroicultura: www.agroicultura.com
Portal Infocampo: www.infocampo.com.ar
Prensa Obrera: www.prensaobrera.com/ambiente