Capitalismo y socialismo en la crisis climática

“…a cada paso se nos recuerda (…) que, con carne, sangre y cerebro, pertenecemos a la naturaleza, existimos en su medio, y que todo nuestro dominio sobre ella consiste en que tenemos la ventaja, sobre las demás criaturas, de ser capaces de aprender sus leyes y aplicarlas”

Friedrich Engels, El papel de trabajo en la transformación del mono en hombre

El año 2020 será recordado por la posteridad como el de la pandemia de coronavirus. Pero se proyecta también como el año en que se han registrado las mayores temperaturas medias desde que se comenzó la medición de la Organización Meteorológica Mundial. La Antártida y el Ártico marcaron récords en los veranos austral y boreal, respectivamente, y el nivel de hielos mínimos fue el más reducido que la Nasa haya monitoreado. Existe de hecho una vinculación directa entre la pandemia y la crisis climática, al punto que la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) debió reconocer que la tendencia al surgimiento de nuevas enfermedades emergentes es un resultado de la intensificación de la depredación ambiental.

A su vez, la relación entre el calentamiento global y la sociedad capitalista es hoy evidente para quien quiera verlo. Las mediciones acerca del aumento de temperatura se realizan en referencia a la era preindustrial -es decir en comparación con la situación previa a la consolidación del capital como relación social dominante a escala mundial. No solo los activistas que se movilizan -en ocasiones de a millones en todo el planeta simultáneamente- apuntan por lo general sus críticas hacia la depredación de la producción capitalista, sino que hasta el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (patrocinado por la ONU) adjudica a cien grandes empresas la principal responsabilidad por la emisión de los gases que generan el efecto invernadero.

Las consecuencias de la crisis climática son variadas y, atendiendo los estudios científicos, se avizoran ciertamente catastróficas. La suba del nivel de los mares por el derretimiento de glaciares y capas de hielo -amenazando a las grandes ciudades y emplazamientos costeros-, la acidificación de los océanos (que absorben casi la cuarta parte de las emisiones contaminantes), sequías y desertificación en algunas zonas, aumento de las precipitaciones y consecuentes inundaciones en otras, agudización de las violentas olas de calor y de frío. Ello, con obvias consecuencias desastrosas para la biodiversidad.

La razón por la que el capitalismo ha roto todo equilibrio natural a nivel global es ciertamente inherente a su propio desarrollo, en lo que tiene de particular frente a los modos de producción y las sociedades que le precedieron. No se trata de que exclusivamente bajo la producción social capitalista la humanidad entable una relación depredadora con la naturaleza, sino de cambios cuantitativos y cualitativos en esa explotación. La revolución industrial liberó a las fuerzas productivas de los límites de la energía humana, precisamente gracias al empleo de combustibles como fuerza motriz del proceso productivo (primero carbón mineral, luego petróleo)[1]. A partir de entonces, la base de las relaciones sociales de producción se asienta justamente en revolucionar incesantemente la tecnología y la organización productiva.

Las implicancias de ello exceden lo meramente técnico, e incluso lo estrictamente económico. Se aceleró de un modo sin precedentes la concentración urbana, surgieron las ciudades industriales insalubres no solo por el humo de las fábricas sino además por las paupérrimas condiciones habitacionales de las masas de familias obreras que trabajan en ellas, y cuya completa ausencia de normas sanitarias -hacinamiento, acumulación de residuos y de sustancias contaminantes- fue tan detalladamente descrita por Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra ya en 1845.

También se rompieron las barreras que hasta entonces actuaban, limitando dentro de ciertos marcos el crecimiento poblacional. Hoy, el mundo tiene diez veces más habitantes de los que tenía en 1750. Fueron franqueados los muros “naturales” que obturaban el desarrollo demográfico una vez alcanzado determinado estadio; en primerísimo lugar, la dependencia de tierras disponibles para producir en función de alimentar a una mayor población. La carencia de ella, o su baja productividad, no solo originaba terribles hambrunas y pestes que arrasaban con una porción considerable de la sociedad, sino que incluso se manifestaba en mecanismos sociales regulatorios como el control de la natalidad y el aumento en la edad de los casamientos[2]. Por otra parte, el capital, en aras de mantener siempre alistado un “ejército de reserva” que presione hacia abajo el nivel de vida de las familias trabajadoras, genera sistemáticamente una sobrepoblación relativa.

Los historiadores acostumbran a definir este salto como take-off o “despegue”, porque por primera vez la humanidad dejó de oscilar en función de los ciclos de crisis agrícolas (sequías, agotamiento de los suelos, etc.) para ingresar en una etapa de “crecimiento autosostenido”. En adelante ya no primarían las crisis de subproducción, sino que irrumpirían por primera vez en la historia las crisis de sobreproducción, los ciclos de auge y recesión que son característicos de la economía capitalista. La agricultura está hoy más pendiente de los precios internacionales que del clima.

Ahora bien, si la tendencia del capital a revolucionar incesantemente las fuerzas productivas y a incrementar el dominio sobre la naturaleza ocasionó, llegado cierto grado de desarrollo, un impacto tan grande sobre el ambiente que ya no se reduce a ciudades insalubres o zonas afectadas de manera irreversible -pongamos, con un ejemplo típico, por la deforestación- sino que compromete el equilibrio del planeta entero, ¿no podría permitir ese mismo impulso revolucionar de tal manera la producción de volverla sustentable?

Green New Deal

Hace 30 años que las más diversas fuerzas políticas se han trazado ese objetivo. Anualmente se llevan adelante cumbres internacionales oficiales para fijar pautas de sustentabilidad y metas para revertir la tendencia al cambio climático. Entre ellas, ocupa el primer lugar la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero, principalmente por la utilización de combustibles fósiles en la generación de energía. Sin embargo, desde que se realizara la Conferencia de la ONU, llamada Cumbre de la Tierra, en Río de Janeiro en 1992, para “alcanzar acuerdos internacionales en los que se proteja la integridad del sistema ambiental”, se duplicó la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera. El Protocolo de Kyoto venció sin haber satisfecho ninguno de sus objetivos. Desde que se firmó el Acuerdo de París, en 2015, el cual para evitar drásticas consecuencias estableció como meta la reducción del 45% de las emisiones para 2030, la producción mundial de carbono aumentó un 4%.

Sin mediar balance alguno del fracaso de esta experiencia, en la actualidad se han reforzado las promesas de distintos Estados y redoblados los compromisos de grandes empresas en pos de alcanzar objetivos de mitigación que reviertan la tendencia presente a elevar la temperatura entre 2°C y 3°C (sobre la era preindustrial) para 2050, de manera que no sobrepase el 1,5°. El Green New Deal, propuesto por los partidos verdes europeos y por el ala izquierda del Partido Demócrata yanqui, es hoy hasta cierto punto una posición oficial de la Unión Europea y de la candidatura de Joe Biden a la Casa Blanca. Veamos entonces en qué punto estamos.

La Comisión Europea ha anunciado ya la puesta en marcha de un Pacto Verde, cuyo eje es una “transición justa” hacia las energías limpias. Se ha prometido pomposamente la “inversión verde” de un billón de euros en la próxima década para alcanzar el objetivo de reducir las emisiones de carbono en un 55% hacia 2030 (aunque solo la mitad correspondería al presupuesto de la Unión Europea, el resto a los Estados y los privados). Parece un plan ambicioso, pero no lo es.

Gran parte de esos fondos serían de políticas ya tradicionales de la Comisión Europea. Entre ellas se encuentran los subsidios agrícolas, cuando precisamente el crecimiento de la cría intensiva de ganado en el continente ha pasado a generar más emisiones anuales que todos los autos y camionetas del bloque juntos, según un estudio de Greenpeace[3]. Es, además, con todo, un monto muy pequeño cuando se lo compara con los 4,2 billones de euros utilizados para rescatar al capital desde el estallido de la crisis mundial, entre 2009 y 2019. Por lo demás, antes de nacer ya se topa con límites insalvables.

El proyectado Fondo de Transición Justa, que debería subsidiar el abandono de la explotación del carbón en los países más directamente afectados por ello (como Polonia y Alemania), fue reducido de 40.000 a 17.500 millones de euros. Incluso, gran parte de ello estaría destinada a financiar proyectos de gas. Más aún, en la lista de Proyectos de Interés Común (PCI, por sus siglas en inglés), que se encuentra en tratamiento en el Parlamento Europeo, figuran 32 proyectos de infraestructura de gas a ser respaldados con 29.000 millones de euros de los fondos públicos del bloque, lo que ha sido denunciado por los partidos verdes como una sobreinversión innecesaria. Ello responde a la necesidad de los capitalistas industriales de abaratar el abastecimiento de energía, en medio de un mercado mundial dominado por la guerra comercial -y cuando los precios internacionales de los hidrocarburos se encuentran deprimidos.

En efecto, para salvaguardar estos intereses se pretende avanzar en el establecimiento de un impuesto fronterizo al carbono, presentado por la presidenta de la Comisión Europea, la alemana Ursula Von der Leyen, como “una herramienta clave para garantizar que las empresas de la Unión Europea puedan competir en igualdad de condiciones” con países como China, que no regulan las emisiones de carbono de su industria. Por la oposición del país asiático, de Rusia y de Estados Unidos, a su turno, ello podría agudizar las tendencias a una ruptura de la Organización Mundial de Comercio (OMC).

Pero incluso la aprobación de este plan se encuentra cuestionada. La crisis desatada por el coronavirus expuso nuevamente los choques al interior de los Estados de la Unión Europea. Han fracasado hasta ahora los intentos de aprobar en el Parlamento Europeo el Presupuesto 2021-2027, que incluye en el paquete los 750.000 millones de euros del Fondo de Recuperación Económica tras la recesión agravada por el Covid-19. Ello, por los desacuerdos para fijar compromisos jurídicamente vinculantes sobre la introducción de nuevos gravámenes nacionales que financien dicho fondo. Se suma a este empantanamiento el lobby de los pulpos petroleros y de la Asociación Europea de Fabricantes de Automóviles (Acea), que pidieron que se retrase la implementación de las nuevas regulaciones de carbono, alegando que la pandemia afectó sus “planes de cumplimiento”. A la par, consideremos que la mayor parte de los rescates a privados -tanto en la Unión Europea como en Estados Unidos y el Reino Unido- estuvieron dirigidos a las aerolíneas y a los fabricantes de automóviles y aviones.

La transición energética se convirtió en la muletilla de los principales gobiernos europeos para intentar sortear las crisis políticas que los asolan. Luego de las enormes movilizaciones de los “chalecos amarillos” y de las huelgas del transporte y, por supuesto, de la afluencia de un importante movimiento de jóvenes contra el cambio climático, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, convocó a una Convención Ciudadana por el Clima, compuesta por 150 personas electas por sorteo entre la población, que debía deliberar los fines de semana para proponer un plan de medidas a adoptar en este terreno. Entre un largo listado de propuestas que fueron allí debatidas, surgió el planteo de reducir la jornada de trabajo de 35 a 28 horas semanales sin reducción del salario -aunque esta no fue aprobada- y de financiar la transición ecológica con un impuesto del 4% a los dividendos de las empresas con patrimonios que superen los 10 millones de euros, y de 2% las de 10 millones para abajo. Esta propuesta fue excluida del plan finalmente anunciado por Macron -al día siguiente de la estrepitosa derrota de su armado oficial en las elecciones municipales, sobre todo a manos del Partido Verde-, argumentando que desalentaría la inversión. Es un testimonio de que la ganancia capitalista es el límite de la mentada transición ecológica.

Similar caracterización podemos hacer de la plataforma “verde” de la candidatura demócrata de Joe Biden en Estados Unidos. Aquí está más claro aún que la cuestión ambiental es usufructuada en el marco de la ofensiva del imperialismo yanqui en la guerra comercial. Es, de hecho, un punto de confluencia con la retórica antichina de Donald Trump. El sitio web oficial de campaña de Biden plantea, entre una larguísima lista de generalidades, la imposición de aranceles o cuotas de ajuste de carbono a los bienes importados que consumen mucho carbono en su producción, y la presión a China para que “elimine los subsidios injustificados para la exportación de carbón y otras tecnologías de altas emisiones”. El tema es efectivamente planteado como una cuestión de seguridad nacional, ya que “el deterioro de las condiciones económicas en las áreas afectadas por el clima podría aumentar la piratería y la actividad terrorista, requiriendo una respuesta militar estadounidense”; y el derretimiento de hielos abriría más el comercio marítimo en el Océano Ártico, aumentando “la influencia de Rusia y China”. Estos son los intereses detrás de la promesa de volver a incluir a los Estados Unidos en el Acuerdo de París (abandonado bajo la presidencia de Trump).

El mismo sitio oficial de campaña sostiene que “para 2030, el gobierno de Biden volverá a poner a Estados Unidos en el asiento del conductor, convirtiéndolo en el líder mundial en investigación, inversión, comercialización, fabricación y exportación de energía limpia”. Dejemos de lado la hipocresía de quien fuera vicepresidente durante el mandato de Barack Obama, en que la producción de barriles diarios de petróleo creció un 74% y de que es financiado por magnates poco amigables con el ambiente como Bill Gates y Elon Musk. Hasta el izquierdista Bernie Sanders propone valerse del liderazgo del imperialismo yanqui para “hacer que los países menos industrializados reduzcan 36% emisiones a 2030”. Analicemos el punto.

¿Imperialismo ecologista?

El Green Deal, tanto en su versión europea como estadounidense, parte de la premisa de que las potencias imperialistas deben liderar una transformación productiva. Más todavía, afirman que para que ésta tenga lugar es necesario reforzar su dominio sobre las otras regiones del globo. La base del planteo es: “si encabezamos la revolución industrial, podemos liderar una transición ecológica”. Se traza una equivalencia entre la época histórica de ascenso de la sociedad capitalista, en que se rompían las barreras que el Antiguo Régimen oponía al desarrollo de las fuerzas productivas, con la etapa histórica de descomposición del capitalismo, cuando la valorización del capital se ha convertido en un límite para ese desarrollo. La consolidación misma del imperialismo y de los monopolios es característica de esta era de descomposición del régimen social capitalista. En el clásico libro de Lenin se dedica ya un capítulo especial al parasitismo de esta fase superior del capitalismo, puesto que “todo monopolio engendra inevitablemente una tendencia al estancamiento y a la descomposición. (…) desaparecen hasta cierto punto las causas estimulantes del progreso técnico y, por consiguiente, de todo progreso, de todo movimiento hacia adelante, surgiendo así, además, la posibilidad económica de contener artificialmente el progreso técnico”[4].

La agudización de las colisiones en el mercado mundial -otra expresión típica de esta fase imperialista y monopolista del capital- es, además, el principal factor de frustración de los intentos de establecer acuerdos internacionales que fijen nuevas pautas de producción sustentables. Sigue en punto muerto el artículo 6 del Acuerdo de París, que establecía la creación de un mercado de carbono, un mecanismo de compra/venta de “resultados de mitigación” por el cual los países que reducen emisiones o cuentan con absorbentes naturales (como bosques) pueden comercializar esos resultados a otros países o incluso compañías (como las de aviación) que cumplirían así sus cuotas. Bajo el paraguas de revertir el cambio climático se buscó engendrar un fenomenal circuito financiero, pero el mecanismo no ha llegado a ver la luz. Además, mientras se debaten estas transiciones ecológicas en los países imperialistas, sus pulpos capitalistas profundizan el saqueo en las naciones semicoloniales; detrás de los choques de Macron con Bolsonaro por la devastación del Amazonas se cuelan los intereses de la francesa Total en la explotación del petróleo presal sobre el arrecife amazónico, mientras que Merkel se apresuró a reconocer al gobierno golpista de Jeanine Añez en Bolivia por los intereses de la alemana Acisa en la explotación de litio en el salar de Uyuni. Por lo demás, la propia Unión Europea atraviesa una tendencia centrífuga, que el Brexit no hizo sino sacar a la luz. En suma, lo que la guerra comercial evidencia es la contradicción -irresoluble en el régimen capitalista- entre el desarrollo de fuerzas productivas en escala mundial y el reforzamiento de las fronteras de los Estados nacionales en función de proteger a sus monopolios. Por eso acicatea las guerras propiamente dichas, con sus secuelas de destrucción ambiental y humanitaria. La unificación capitalista del mundo solo fue y es llevada adelante, contradictoriamente, con el surgimiento de Estados-nación rivales.

Lo esencial en este proceso es que la declinación del capitalismo obedece, en primer lugar, a la caída tendencial de la tasa de ganancia. El economista marxista británico Michael Roberts calculó que la tasa de ganancia mundial cayó casi un 30% desde 1950 hasta 2017[5]. Este hecho refuta la premisa fundamental del Green New Deal hasta en su versión más progresista, de Sanders y compañía, basado en incentivos financieros a empresas que reduzcan su huella de carbono y penalizaciones a quienes incumplan los compromisos. Los estudios de Roberts demuestran que la caída de la rentabilidad del capital industrial es lo que condujo a la creciente liquidez global, lo que a su vez contribuyó a la caída de las tasas de interés. Las enormes inyecciones de dinero y crédito en el sistema financiero por parte de los principales bancos centrales permitió que bancos y empresas pidan préstamos a tasas cero o negativas, con crédito garantizado por el Estado, pero eso apuntaló el apalancamiento, la compra y venta de acciones y bonos para obtener ganancias de capital, y no revirtió la baja rentabilidad en los sectores productivos de creación de valor de la economía capitalista mundial. Un parasitismo redoblado.

Así, mientras los propagandistas del capitalismo ecológico diseñan fondos de incentivo, “bonos verdes” para financiar proyectos sustentables y esquemas impositivos que premien la descarbonización, lo que tenemos es un auge del mercado financiero “flotando en un océano de crédito gratuito provisto por el financiamiento monetario estatal y los bancos centrales”, en palabras de Roberts. Esto quiere decir que el crédito no aumenta la actividad económica, y ello se debe a la caída de la rentabilidad. Siguiendo con los datos de este economista, ya antes de la pandemia en la mayoría de las principales economías y en las llamadas emergentes, el crecimiento y la inversión se habían ralentizado, mientras que las ganancias corporativas habían dejado de crecer. En Estados Unidos, en 2019, la rentabilidad general estaba un 10% por debajo del pico anterior a la Gran Recesión de 2006. Hasta la masa de ganancias cayó en la economía yanqui un 3% en 2019. En conclusión, aumentó lo que Marx llamó capital ficticio, mientras que el valor real se estancó o disminuyó; los préstamos bancarios y las deudas casi se triplicaron en relación al PBI mundial.

El capital viola entonces su propia ley del valor, lo que es expresión de una crisis terminal. Quienes pretenden ensayar una transición ecológica bajo este régimen social antes deberían plantear cómo superar la crisis capitalista.

Esto nos remite a otro aspecto a tener en cuenta, a saber, que una transición productiva con los métodos del capital puede redundar ciertamente en un desastre. Carbon Tracker[6] realiza sistemáticamente estudios para analizar la situación del mercado energético en el marco de las políticas de reducción de emisiones y alertó en uno de ellos que las principales petroleras del mundo -British Petroleum, Shell, Total, Equinor, Chevron y Exxon- destinaron en 2018 la friolera de 50.000 millones de dólares a proyectos sancionados en la industria del petróleo y el gas son contrarias a las metas del Acuerdo de París. En sus cálculos, para cumplir con un aumento de temperatura de solo el 1,5° para 2050, estos pulpos deberían reducir 86% sus inversiones de capital, lo que llevó a acuñar el planteo de que se podría generar una burbuja de carbono de 6 billones de dólares (entre reservas de carbón, gas y petróleo, así como deudas corporativas, que quedarían en el limbo). Esta “inmovilización de activos” acarrearía enormes pasivos ambientales, porque las empresas bien podrían desestimar los costos de retirar la infraestructura de explotación en los pozos después de dejar la producción. “Es posible que no solo unas pocas empresas insolventes sino toda la industria del petróleo y el gas de Estados Unidos no tenga suficientes ingresos y ahorros para satisfacer las obligaciones de cientos de miles de millones de dólares en obligaciones de retiro de activos autofinanciados a su vencimiento”[7].

Una descarbonización en estos términos implicaría cientos de miles de despidos en todo el mundo, la quiebra de Estados enteros que viven de la renta petrolera (de sus propios pulpos o en asociación con multinacionales extranjeras) y agudizaría, sin dudas, todas las tendencias hacia los enfrentamientos a nivel internacional. Para los trabajadores y para el ambiente podría ser catastrófico. Un ejemplo ya concreto de los efectos de ciertas políticas presuntamente ecológicas lo vemos en los impuestos que llevan a aumentos de los precios internos de los combustibles que consume la población, que originaron en un período muy reciente levantamientos populares en Francia, Ecuador e Irán.

El límite insalvable con que choca la transición ecológica es nada menos que la base misma de la relación social capitalista, la anarquía propia de la propiedad privada de los medios de producción, puestos a producir con el único fin de valorizar el capital. “Pues el capitalismo es, por una parte, el primer orden de la producción que, tendencialmente, penetra económicamente la sociedad entera de tal modo que, según esa tendencia, la burguesía tendría que ser capaz de una conciencia (atribuible) de la totalidad del proceso de producción. Pero, por otra parte, la posición de la clase capitalista en la producción, los intereses que determinan su acción, le impiden a pesar de todo dominar su orden de producción incluso teoréticamente (…) Esa inadecuación se exacerba por el hecho de que en la relación capitalista el principio individual y el principio social, o sea, la función del capital como propiedad privada y su función económica objetiva, se encuentran en una contradicción dialéctica ineliminable. ‘El capital -dice el Manifiesto comunista- no es una fuerza personal, es una fuerza social’. Pero es una fuerza social cuyos movimientos están dirigidos por los intereses individuales de los propietarios del capital, los cuales no dominan la función social de su actividad ni pueden preocuparse de ella, de tal modo que el principio social, la función social del capital, no puede imponerse más que por encima de ellos, imponiéndose a su voluntad, sin su conciencia”[8].

Desposesión y desregulación

Otros puntos de vista han sido elaborados por parte de quienes pusieron la lupa sobre la relación de las naciones oprimidas con el imperialismo. El reconocido David Harvey elaboró un concepto para explicar la expoliación del capital en estos países, tanto sobre el ambiente como sobre las masas explotadas: la acumulación por desposesión.

Su definición es que la incapacidad del capital de acumular a través de la reproducción ampliada sobre una base sustentable ha sido acompañada por crecientes intentos de acumular mediante la desposesión. Con el propósito de evitar la total parálisis del motor de la acumulación y resolver las crisis de sobreacumulación a la que es proclive, el capital ensaya ajustes espacio-temporales; se vale del desarrollo geográfico desigual para expandirse y desplazarse temporalmente, creando un paisaje físico a su propia imagen y semejanza en un momento, para destruirlo luego. “Esta es la historia de la destrucción creativa (con todas sus consecuencias sociales y ambientales negativas) inscripta en la evolución del paisaje físico y social del capitalismo”[9].

Harvey emparenta esta definición con el concepto del “nuevo imperialismo” y hace suya la tesis de Hannah Arendt, que sugiere que las depresiones económicas de la segunda mitad del siglo XIX “dieron el impulso inicial de una nueva forma de imperialismo en la que la burguesía tomó conciencia de que el pecado original del simple robo, que siglos antes había hecho posible ‘la acumulación originaria de capital’ y que había posibilitado toda acumulación posterior, debía repetirse una y otra vez, so pena de que el motor de la acumulación súbitamente se detuviera”. Contrapone así al concepto de Lenin, de que el imperialismo es la fase superior y última del capitalismo, la interpretación de que en realidad este imperialismo abre “la primera etapa del intento de dominio político global de la burguesía”.

Vemos en esta conceptualización un problema fundamental. La “acumulación por desposesión” unilateraliza lo que es en realidad una tendencia inherente del capital, al asociarlo a la “acumulación originaria” desarrollada por Marx. Esta última hace referencia a la prehistoria del capital, a una acumulación que no es resultado de la acumulación capitalista si no su punto de partida, y se centra en la separación del trabajador, tanto de sus medios de producción y subsistencia como de los vínculos jurídicos que los ataban al señor feudal y a su parcela de tierra. Esta desposesión es la premisa del sistema de producción basado en el salario; se trata pues de una definición histórica. Su empleo para las etapas subsiguientes difumina este contenido concreto. Esto lleva a que se pierda de vista lo específico de la crisis capitalista contemporánea, la cual no es al fin y al cabo más que el resultado de la reproducción del capital en escala cada vez más ampliada, del incremento de la composición orgánica del capital (disminuye la proporción invertida en fuerza de trabajo, que es la única que produce plusvalor, en relación a la invertida en capital fijo, o sea maquinarias e insumos). El saqueo y la coerción han sido los métodos históricos del imperialismo para dominar a continentes enteros, para incorporarlos -de manera subordinada- en el mercado mundial como abastecedores de materias primas, y la proletarización de millones de trabajadores que producían bajo otras relaciones sociales.

Los “ajustes espacio-temporales”, mediante los cuales el capital crea un “paisaje físico a su imagen y semejanza”, son expresión del carácter desigual y combinado que asume esta reproducción ampliada en las naciones semicoloniales -según formulara Trotsky-, en las que el gran capital extranjero juega un rol fundamental al crear las condiciones para la acumulación. Cuando las potencias imperialistas pasaron de exportar mercancías a exportar capitales, en forma de inversiones directas o indirectas (créditos), se apropiaron de gran parte del desarrollo de la infraestructura productiva de esos países; de manera tal, sostiene Lenin, que el imperialismo ya no explota a las naciones por medio del comercio sino por medio de “cortar el cupón” como rentista. La definición del revolucionario ruso pone de manifiesto, además, que la etapa monopolista e imperialista, resultado de la tendencia del capital a la concentración y centralización, es a la vez la negación de las premisas del mercado capitalista y el paroxismo de la competencia despiadada, y agudiza todas las contradicciones. En esta “fase superior”, parasitaria, “en su conjunto, el capitalismo crece con una rapidez incomparablemente mayor que antes, pero este crecimiento no solo es cada vez más desigual, sino que esa desigualdad se manifiesta asimismo en la descomposición de los países más fuertes en capital”[10]. El hecho de que sea su fase última refiere a que “nos hallamos ante una socialización de la producción (…); que las relaciones de economía y propiedad privadas constituyen una envoltura que no corresponde ya al contenido, que debe inevitablemente descomponerse si se aplaza artificialmente su supresión, que puede permanecer en estado de descomposición durante un período relativamente largo”[11]. Volveremos más adelante sobre la significación histórica de esta socialización de la producción. En lo que respecta a Harvey, nos queda observar que esta redefinición lo induce a concluir que “las formas de lucha de clase que esto provoca son de naturaleza radicalmente distinta a las clásicas luchas proletarias asociadas a la reproducción sobre las cuales tradicionalmente descansaba el futuro del socialismo”, y por ello propugna el impulso de alianzas entre los diferentes vectores de lucha que plantean “lineamientos de una forma de globalización enteramente diferente”. Nos remitiremos, entonces, a la cuestión fundamental del sujeto histórico que puede liderar una transformación radical de las relaciones productivas de la sociedad.

En un reciente artículo titulado “Nuestro Green New Deal”[12], Maristella Svampa y Enrique Viale plantean de manera concisa las bases de un “Gran Pacto Ecosocial y Económico”, que brega por “un plan holístico que salve al planeta y, a la vez, persiga una sociedad más justa e igualitaria”. En él llaman a “asumir las causas socioambientales de la pandemia y colocarlas en la agenda política-estatal para responder a los nuevos desafíos”. Puntualizan un programa que contempla reivindicaciones sociales como la reducción de la jornada laboral y el planteo de una “reforma tributaria progresiva” que, entre otros puntos, incluya nuevos impuestos verdes a las actividades contaminantes, y sostienen que tras la pandemia “la recuperación de la economía debería priorizar tanto el fortalecimiento de un sistema nacional de salud y de cuidados, que exige un abandono de la lógica mercantilista, clasista y concentradora, generadora de ganancias para los monopolios farmacéuticos, y un redireccionamiento de las inversiones del Estado en las tareas de cuidado, así como el equilibrio y el cuidado de la Madre Tierra”.

Lo crucial es que “la capacidad del Estado, que hoy aparece como fundamental para superar la crisis a nivel global y nacional, debe ser puesta al servicio de transformar la economía mediante un ‘Gran Pacto Ecosocial y Económico’”. El sujeto, aquí, es el Estado. Se reclama una mayor intervención estatal, caracterizando que “la concentración de la riqueza a la que asistimos en esta fase del capitalismo globalizado y neoliberal es solo comparable con aquella propia del capitalismo desregulado de fines del siglo XIX y principios del XX”. De esta formulación emerge que el problema sería la regulación económica a través de una suerte de vuelta a los estados de bienestar, y por eso la propuesta pasa por un “gran pacto”. Ello se ve con claridad cuando concluyen afirmando la necesidad de “una Transición Socioecológica, una salida ordenada y progresiva del modelo productivo netamente fosilista y extractivista (…) hacia una sociedad post-fósil basada en energías limpias y renovables”. En medio de una crisis mundial, en la que los capitalistas buscan recomponer su tasa de ganancia mediante el aumento de la tasa de explotación de la clase obrera y la eliminación de capital sobrante (mediante guerras, quiebras y fusiones), y cuando esta ofensiva incita rebeliones populares en todo el mundo (y en particular en América Latina), el planteo de un “gran pacto” y una “transición ordenada” equivale a una defensa de la conciliación de clases. Que el Estado no es un organismo social neutro se expresa precisamente cuando las crisis agudizan la lucha de clases, y este se yergue como el garante último de la “lógica mercantilista, clasista y concentradora”. Esa “lógica” no se puede regular, porque -como vimos- es la tendencia propia de la acumulación capitalista y la rapacidad su única forma de recuperar una rentabilidad en declive. En efecto, el New Deal que postuló el presidente estadounidense Franklin Roosevelt como salida a la Gran Depresión que siguió al crack de 1929 fracasó, y el “intervencionismo” de los estados de bienestar solo se consolidó tras la destrucción sin precedentes de capitales y fuerzas productivas que implicó la Segunda Guerra Mundial, y la expropiación del capital en un tercio del globo. La crisis actual no es la oportunidad para sellar acuerdos en pos de una transición armónica hacia otro tipo de sociedad[13], sino para oponer una salida estratégica a la ofensiva capitalista. El intervencionismo estatal, por otra parte, se expresa cada vez más en la tendencia al surgimiento de regímenes bonapartistas, tanto en los países imperialistas como en los oprimidos (Donald Trump, Vladimir Putin, Xi Jinping, Jair Bolsonaro, Narendra Modi).

Ecosocialismo versus socialismo científico

Desde otro ángulo, para formular una alternativa estratégica que contemple la “cuestión ecológica” Michael Löwy sostiene que los marxistas deben emprender “una profunda revisión crítica de su concepción tradicional de las ‘fuerzas productivas’, así como una ruptura radical con la ideología del progreso lineal y con el paradigma tecnológico y económico de la civilización industrial moderna”. Fundamenta así la necesidad de desarrollar una “corriente de pensamiento y de acción ecológica”, el ecosocialismo, “que hace suyos los principios fundamentales del marxismo al tiempo que los despoja de sus escorias productivistas”[14].

El eje de su revisión apunta ciertamente a las bases de la concepción marxista de la historia. Plantea que “a la primera contradicción del capitalismo, examinada por Marx, entre fuerzas productivas y relaciones de producción, conviene añadir una segunda, entre fuerzas productivas y condiciones de producción -los trabajadores, el espacio urbano y la naturaleza”. Enfatiza, además, que para desembarazarse del productivismo hay que sustituir “el esquema mecanicista de la oposición entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción que lo limitan, por la idea mucho más fecunda de que las fuerzas potencialmente productivas son, efectivamente, fuerzas destructivas”, en especial en relación con el ambiente. Esta sería la única forma de adoptar un “fundamento crítico y no apologético al desarrollo económico, tecnológico, científico”. Llega a la conclusión de que sería errónea entonces la concepción de la revolución social como “la supresión de las relaciones de producción capitalistas, convertidas en un obstáculo para el libre desarrollo de las fuerzas productivas. (…) Desde un punto de vista ecosocialista, se puede refutar esta concepción inspirándose en los comentarios de Marx sobre la Comuna de París: los trabajadores no pueden apoderarse de la máquina del Estado capitalista y hacer que funcione a su servicio. Tienen que ‘romperla’ y sustituirla por otra, de naturaleza totalmente distinta, una forma no estatal y democrática de poder político”. Postula, entonces, que “la revolución es el freno de emergencia”, retomando a Walter Benjamin.

Las bases teóricas del ecosocialismo no parten entonces solo de una revisión del marxismo, sino de una marcada falsificación. Lo que explica Marx en su conocido prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política es que “al llegar a una fase determinada de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes (…) dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social”[15]. Es decir que, para él, la necesidad histórica del capitalismo no negaba que, dialécticamente, este régimen social se convierta en su contrario, en un obstáculo, y su superación revolucionaria una necesidad histórica. Sin esta comprensión dialéctica del desarrollo histórico no puede comprenderse, entonces, en qué condiciones las fuerzas productivas se convierten en “fuerzas eficazmente destructivas”. Esa es para el marxismo la contradicción dialéctica que ha empujado al proceso histórico hacia adelante, cuando encontró una clase revolucionaria o enormes retrocesos cuando no halló una superación. No hay aquí apología alguna del desarrollo productivo del capital, sino una comprensión del carácter contradictorio que asume el desarrollo de las fuerzas productivas en toda la historia de la humanidad, precisamente porque ha estado preñado desde sus inicios de una división social del trabajo entre clases sociales antagónicas, y mediado por una relación de explotación. Profundizaremos luego en estas contradicciones del desarrollo desde los orígenes de la producción social. Ahora destaquemos que, en el mismo texto, Marx concluye precisando en qué consiste la progresividad histórica del capitalismo, afirmando que “las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de producción (…) las fuerzas productivas que se desarrollan en la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se cierra, por lo tanto, la prehistoria de la sociedad humana”. Con estos fundamentos fue formulada la famosa dicotomía “socialismo o barbarie” de Rosa Luxemburgo, quien advirtió ya en los albores del siglo XX -cuando efectivamente la concepción burguesa del progreso era adoptada por el revisionismo reformista dentro de los propios partidos obreros- sobre la necesidad histórica de superar al capitalismo para evitar la catástrofe. Pero la superación histórica de las sociedades clasistas es posible porque, como Marx sostiene en El capital, “la concentración de masas mayores de medios de producción en manos de capitalistas individuales es condición material para la cooperación de los asalariados, para el surgimiento de la fuerza colectiva del trabajo social”. Para destruir esa antítesis entre medios sociales de producción y apropiación privada es que se debe destruir al Estado burgués y erigir un Estado obrero, aquí su crítica a la Comuna de París por no avanzar sobre el Banco de Francia, a la que no obstante reivindica como la “forma al fin descubierta” del primer gobierno obrero de la historia -es decir, una definición de contenido (clase) y no de forma (“democrática”)[16].

Ello nos remite nuevamente a la cuestión del sujeto que puede liderar una reorganización social sobre nuevas bases. Löwy aún defiende que “la primera cuestión que se plantea es la del control de los medios de producción y, sobre todo, de las decisiones sobre las inversiones y la mutación tecnológica: hay que arrancarle a los bancos y a las empresas capitalistas el poder de decisión en estos ámbitos y restituírselo a la sociedad, que es la única que puede tomar en consideración el interés general”. En un plano abstracto, la afirmación parece inobjetable, pero esta alusión a “la sociedad”, cuando esta se haya desgarrada en clases sociales, no esclarece sino que vuelve más neblinoso el camino; finalmente, los bancos y las empresas capitalistas forman parte de “la sociedad”. La revisión ecosocialista del marxismo tiene su premisa fundamental en el abandono de la lucha por gobiernos de trabajadores, en el cuestionamiento de la centralidad de la clase obrera en la revolución socialista. Por eso propone “una estrategia de alianza entre los ‘rojos’ y los ‘verdes’, en el sentido amplio, es decir, entre el movimiento obrero y el movimiento ecologista”. Esta formulación funde un movimiento con una base de clase con otro por definición pluriclasista -esto con independencia de que en el seno del movimiento obrero actúen agentes de la burguesía y de su Estado. A los fines prácticos, Löwy busca equiparar el peso social revolucionario de la clase obrera con el de la pequeña burguesía. Los marxistas, en cambio, ven en el proletariado al portador de un futuro universal, precisamente porque representa el “surgimiento de la fuerza colectiva del trabajo social”, y es por lo tanto el sujeto cuyo interés particular -la expropiación del capital que la explota- coincide con el interés general de la sociedad. Esa es la diferencia fundamental que separa a la clase obrera de las clases explotadas propias de los regímenes basados en la pequeña propiedad (campesinado, artesanado) o la propiedad comunal[17]. En suma, solo los trabajadores pueden ofrecer al movimiento ecologista una perspectiva para el triunfo de sus reivindicaciones, aunque para ello es necesario que el movimiento obrero las tome como propias (finalmente, hacen a sus propias condiciones de existencia).

La encerrona de esta revisión pequeño-burguesa se manifiesta claramente cuando Löwy plantea que “contra el fetichismo de la mercancía y de la autonomización de la economía impuesta por el neoliberalismo, el futuro pende de la puesta en marcha de una ‘economía moral’, en el sentido que le daba a este término el historiador británico Edward P. Thompson, es decir, una política económica fundada en criterios no monetarios y extraeconómicos”. Detengámonos un momento. Esta “economía moral” a la que refiere era la de los explotados de la sociedad precapitalista, y fue definida por Thompson como una paradoja del siglo XVIII, en que la clase obrera estaba en formación, porque la rebeldía de la plebe era la defensa de la costumbre y de la sociedad tradicional: “la cultura conservadora de la plebe se resiste, en nombre de la costumbre, a las racionalizaciones e innovaciones económicas (tales como el cercamiento de tierras, la disciplina del trabajo, los mercados de grano ‘libres’ y no regulados) que pretenden imponer los gobernantes, los comerciantes o los patronos (…) [porque] la innovación del proceso capitalista la mayoría de las veces la plebe la experimenta bajo la forma de la explotación, o de la expropiación de derechos de usufructo acostumbrados, o la alteración violenta de las pautas de trabajo y ocio”[18]. Es decir, forma parte de la época de la acumulación originaria del capital, del período de la desposesión de los trabajadores para convertirlos en asalariados. “La Revolución Industrial y la consiguiente revolución demográfica -agrega el historiador- fueron el trasfondo de la mayor transformación de la historia, al revolucionar las ‘necesidades’ y la destruir la autoridad de las expectativas consuetudinarias. Esto es lo que más demarca el mundo ‘preindustrial’ o ‘tradicional’ del mundo moderno”[19]. No podía esta plebe oponer una salida progresiva al dominio naciente del capital, porque carecía de bases materiales para ello. Con la misma lógica de Löwy -de rechazar la noción dialéctica del progreso- podría reivindicarse el ludismo, aquel movimiento que destruía las máquinas de las primeras fábricas porque desplazaban al trabajo humano (en especial el artesanal). Finalmente, lo que el análisis de Thompson permite reflexionar es por qué la ideología del progreso es propia de la sociedad capitalista. Antes de ella, todas las luchas, las de la plebe, las de la aristocracia, la de la realeza, las del clero, se libraban en nombre de la tradición o de un pasado idílico; en cierto sentido, la burguesía abrió en la historia la visión hacia el futuro, obligada a revolucionar de manera permanente las fuerzas productivas[20]. El socialismo científico se apropia de esa superación histórica (a diferencia de los utopistas) para trazar un sendero de emancipación de la sociedad de la explotación de clases. Ese es el aporte fundamental del marxismo, en el momento mismo en que la clase obrera interviene por primera vez de manera diferenciada en la lucha de clases.

Analicemos ahora la definición de Löwy sobre la “emergencia de problema ecosocial en el sur”. “La lucha contra la mercantilización del mundo y la defensa del medio ambiente, la resistencia a la dictadura de las multinacionales y la batalla por la ecología están íntimamente ligadas en la reflexión y la práctica del movimiento mundial contra la mundialización capitalista/liberal”. Esta manera de presentar la cuestión de las naciones oprimidas por el imperialismo raya con el nacionalismo burgués, que se presenta como una vía anti-imperialista o al menos defensora de los intereses nacionales sin expropiar al capital sino mediante la intervención del Estado. El abandono de la lucha por gobiernos de trabajadores llevó al referente del ecosocialismo a entusiasmarse con los gobiernos nacionalistas como los de Evo Morales o Rafael Correa, que terminaron capitulando ante el saqueo de los pulpos imperialistas. Morales reprimió las imponentes movilizaciones indígenas que cruzaron Bolivia para impedir la construcción de la carretera que se quería trazar sobre el Tipnis (territorio indígena y reserva natural) con el fin de entregar la zona a la explotación petrolera de Total y Petrobras. Correa en Ecuador también apeló a la represión contra los indígenas de la Conaie y los sindicatos que se plantaron contra la ley que buscaba atraer a los pulpos internacionales de la megaminería a extraer minerales en zonas protegidas, en un país que carga con uno de los mayores pasivos ambientales por los sucesivos derrames que provocó la petrolera Chevron en la región amazónica del país -y por los cuales las comunidades campesinas e indígenas nunca consiguieron ser indemnizadas. Cuando era presidenta, Cristina Kirchner le dio la espalda a su par ecuatoriano en esa pulseada en pos de firmar el leonino acuerdo secreto YPF-Chevron. Hoy, la devastación del Amazonas y del Pantanal, estimulada por el gobierno derechista de Jair Bolsonaro en Brasil, no tiene nada que envidiarle al arrasamiento de los humedales del Delta del Paraná y las sierras cordobesas, el impulso furibundo a la megaminería a cielo abierto en manos de los mayores pulpos multinacionales y el intento de firmar un acuerdo con China para instalar granjas industriales de cerdos, en la Argentina gobernada por el “Estado presente” de Alberto Fernández y Cristina Kirchner -todo con el único horizonte de cumplir con el repago de la deuda usuraria a los bonistas y al Fondo Monetario Internacional. En su raquitismo, las burguesías nacionales de los países oprimidos carecen por sí mismas de la energía vital para conquistar un desarrollo independiente. Solo los trabajadores pueden oponer un programa para quebrar la inserción semicolonial de las naciones oprimidas en el mercado mundial, partiendo de la nacionalización bajo control obrero de la banca y el comercio exterior -es decir, quitando los resortes fundamentales de la economía nacional a la burguesía criolla, que actúa como socia menor de los capitales imperialistas- y repudiando ese mecanismo de expoliación que es la deuda externa.

Apuntemos, por último, que el mismo Löwy matiza su afirmación de que “Marx no tuvo suficientemente en cuenta” que “por su dinámica expansionista, el capital pone en peligro o destruye sus propias condiciones, empezando por el entorno natural”[21]. Para no extendernos, citemos que en El capital se puntualiza que, a la vez que el desarrollo de la gran industria rompe el metabolismo de la sociedad con su entorno ambiental, “todo progreso de la agricultura capitalista no es solo un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino a la vez en el arte de esquilmar el suelo; todo acrecentamiento de la fertilidad de éste durante un lapso dado, un avance en el agotamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad. (…) La producción capitalista, por consiguiente, no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción sino socavando, al mismo tiempo, los manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador[22]. La diferencia sustancial radica, de hecho, en que en Marx tenemos una comprensión de la tendencia del capital a generar su bancarrota por las propias leyes de su desarrollo, mientras que la fundamentación del ecosocialismo carece de todo análisis de la crisis capitalista como expresión de su agotamiento histórico progresivo, de la “destrucción de sus propias condiciones” en un sentido más profundo, que es la premisa de la revolución social.

La pandemia en la historia

Ahora bien, si el capitalismo rompe las condiciones del metabolismo socioambiental, los modos de producción que lo precedieron también atravesaron catastróficas consecuencias a partir del desequilibrio en la explotación de la naturaleza. Sequías, inundaciones, agotamiento de los suelos, epidemias arrasadoras, fueron expresión de ello, y en efecto actuaron como reguladores del crecimiento poblacional cuando una sociedad no podía resolver los límites productivos una vez alcanzado determinado desarrollo.

El coronavirus, al igual que otras epidemias contemporáneas -como el Sars y el Mers, o las transmitidas por mosquitos como el dengue, el chikungunya y el zika-, forman parte de un mundo insalubre y en calentamiento, con métodos rapaces, como la cría industrial de ganado -caldo de cultivo por excelencia de enfermedades infecciosas. Pero los virus han sido una parte integral desde el comienzo mismo de la agricultura y la ganadería, cuando las sociedades pasaron al sedentarismo, de economías de recolección y caza a economías de transformación de la naturaleza. “El regalo mortal del ganado”, titula ilustrativamente Jared Diamond en un capítulo de su interesante libro Armas, gérmenes y acero[23]. Este autor destaca que los gérmenes son una causa inmediata de la producción de alimentos -al igual que la escritura, la tecnología y el gobierno centralizado. Es una estimulante reflexión sobre el carácter dialéctico del desarrollo social a partir del progreso de las fuerzas productivas, porque detalla cómo gracias a la producción vinieron también las primeras formas de contabilidad, que condujeron rápidamente al surgimiento de los primeros sistemas de escritura. Este gran avance, por supuesto, vino con su opuesto; “como ha señalado el antropólogo Claude Lévi-Strauss, la función principal de la escritura antigua era ‘facilitar la esclavización de otros seres humanos’”[24]. La tesis central de Diamond asigna al hecho de que la sociedad euroasiática convivió miles de años con los microbios de cerdos y vacas, y con una mayor concentración urbana e interconexión comercial entre las distintas regiones (que esparcieron los virus), la explicación del por qué durante la conquista fueron los indígenas de América quienes sufrieron un exterminio masivo de nueve décimos de la población autóctona, sin que ningún virus cruzara el Atlántico para diezmar Europa. No hay que adherir plenamente a esta tesis para reconocer la agudeza de su caracterización general.

Lo que está fuera de duda es que en la época de la conquista de América, que es la del nacimiento del capitalismo, fue particularmente insalubre en el viejo continente, de la mano de una creciente pauperización social. Bronislaw Geremek explica la vinculación de este proceso con el declive del feudalismo y la acumulación originaria del capital[25]. La devastadora crisis del siglo XIV en que la epidemia de Peste Negra barrió con un tercio de toda la población europea fue resultado de la dinámica interna de la sociedad feudal, que generaba endémicamente una tendencia a la sobrepoblación relativa -con sus secuelas de subalimentación de grandes masas-, y que la peste expresó y acentuó una crisis social. Esta sobrepoblación tardomedieval era el producto de la escasez de la demanda de mano de obra, es decir que el régimen feudal era incapaz de absorber productivamente su excedente demográfico; para este autor, este será el impulso base para la expansión europea, como vía para canalizar el excedente poblacional. Pero la creciente pauperización social era también acicateada por la primera acumulación capitalista y el proceso de proletarización de los trabajadores, especialmente de la transformación de la estructura agraria y la expulsión en masa de los pobres del campo hacia las ciudades. Fue en el siglo XVI cuando los Estados empezaron a prestar atención al drama de los pobres (hasta entonces, asunto de la comunidad, la Iglesia o las autoridades de las ciudades), cuyas enfermedades por la subalimentación e insalubres condiciones de vida no tardaban en propagarse por toda la población; nace la preocupación estatal por la asistencia social, creando hospitales para aislar a los apestados, decretando cuarentenas y hasta cerrando la migración a las ciudades. Estos hospitales y hospicios, sin embargo, fueron parte de las instituciones tendientes a disciplinar al trabajador para integrarlo al trabajo asalariado mal remunerado, y por eso es indisociable de las casas de trabajo forzado y la persecución a pobres y mendigos propia de las famosas “leyes de pobres”, cuyo objeto era obligarlos a trabajar (con los métodos bárbaros del castigo físico y en ocasiones la pena de muerte). Los peligros sociales de la miseria (entre ellos ocupan un lugar destacado las epidemias) pasaron a convertirse en una razón de Estado, que decantó en palabras de Geremek en un “entrelazamiento de la problemática represiva con la reorganización de la asistencia social”[26]. Los inicios del sistema sanitario en los albores del capitalismo -con la consolidación de los Estados-nación centralizados- son también los del sistema penitenciario. A este punto retorna el actual abordaje represivo de los Estados capitalistas ante la pandemia de coronavirus, en una muestra de que en esta fase de descomposición el capital es incapaz de valerse del inmenso desarrollo de la ciencia y la producción para la prevención y la atención sanitaria de la población; por el contrario, se expresó con más claridad que nunca la antítesis entre “la economía” (capitalista) y “la salud y la vida” (de los trabajadores).

Agreguemos, entonces, otra conclusión acerca de la distinción entre un régimen social decadente y uno en ascenso, ya que si la Peste Negra asoló a la Europa del siglo XIV sin que el feudalismo pudiera ofrecer una salida, el extermino de las comunidades americanas no trajo para el naciente capitalismo mayor efecto que la erección del enorme sistema esclavista que unía los puertos europeos con las tribus africanas y las plantaciones y minas de América; un modo de producción ascendente encuentra la forma de superar sus obstáculos. Esta es una de las más profundas expresiones de carácter desigual y combinado del desarrollo social, que el capitalismo no hace sino exacerbar. La siguiente gran “crisis general” que incubó un desastre epidemiológico, la crisis del siglo XVII, fue también el terreno de una concentración económica que marcó la definitiva transición a la sociedad capitalista -incluyendo la primera revolución burguesa, en Inglaterra-; en adelante quedarían atrás las crisis de “tipo antiguo” para dar lugar a las crisis de sobreproducción. Ello implicó una ruptura crucial en la dinámica demográfica, como estudia en profundidad Silvia Federici[27], quien establece una conexión directa entre la caza de brujas y las leyes punitivas contra los abortos e infanticidios con el nuevo principio mercantilista de la necesidad de acrecentar la población trabajadora -en el mismo momento en que comenzaban a partir los cargamentos humanos desde los puertos de África. La crisis demográfica de fines de los siglos XVI y del XVII había hecho de la reproducción un asunto de Estado. La exclusión de las parteras en los alumbramientos y la prohibición de la medicina comunitaria que ejercían las mujeres sería un capítulo del quebrantamiento del dominio sobre métodos de anticoncepción -y del cuerpo mismo-, de la imposición de una nueva moral contra la práctica de aumentar la edad de casamientos, la esclavización de las mujeres al trabajo doméstico no pagado y la procreación como tareas de reproducción obligada de la fuerza de trabajo. Por tal motivo, esta historiadora considera que la acumulación originaria fue también una “acumulación de diferencias y divisiones dentro de la clase trabajadora”, en particular a partir del género, por la “apropiación originaria” del trabajo femenino, devaluado a la condición de no-trabajo. En el marco de la creciente pauperización social, este proceso sería la base de la generalización de la ocupación de las mujeres en el servicio doméstico y la prostitución, junto con la instauración de las obligaciones de la ama de casa -que permitió al capital “ampliar inmensamente ‘la parte no pagada del día de trabajo’”. Sin perjuicio de la agudeza del análisis, y a falta de mayor espacio aquí, remitamos que vale para las conclusiones a las que luego llega Federici el cuestionamiento que hiciéramos a Harvey, acerca de la unilateralización y ahistorización del concepto de acumulación originaria de Marx, y la desestimación del carácter dialéctico que asigna el marxismo al progreso capitalista, que objetáramos a Löwy.

Como vimos, el desarrollo de las fuerzas productivas agudizó contradictoriamente las condiciones para una pandemia devastadora como la del coronavirus, fruto de la pauperización de las masas y la producción depredadora en un mundo “globalizado”. Esta concepción dialéctica del progreso excluye toda visión de evolución lineal de la historia; precisamente por su desarrollo desigual y combinado, así como las sociedades a menudo avanzan de a saltos, también experimentan otras veces marcados retrocesos[28]. Es este otro aspecto discernible a partir de la distinción entre una era histórica de ascenso y otra de descomposición de los modos de producción.

Volvamos al origen de las epidemias como aspecto esencial del desarrollo de las sociedades sedentarias basadas en la producción de alimentos. Los virus, la deforestación de vasta zonas, la generación de plagas por el trasladado de animales que alteraron los ecosistemas, todo eso permite mostrar que los desequilibrios ambientales no son exclusivos de capitalismo, y que entonces el planteo de retroceder a regímenes no monetarios o de pequeña producción aislada no son vía de solución alguna. Hay cierta cuestión ontológica detrás de estos desequilibrios. En su escrito El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, Engels sostiene que el dominio sobre la naturaleza comenzó con el desarrollo mismo del trabajo humano (el cual a su vez creó a la mano capaz de fabricar herramientas), que le permitió descubrir continuamente propiedades nuevas en los objetos naturales. Al dejar la sociedad de depender de extraer alimentos en su forma natural, pudo entonces pasar de climas uniformemente cálidos a vivir en cualquier lugar del planeta (gracias a la vestimenta y los techos). Pero este desarrollo también hizo posible separar la planificación del trabajo de la ejecución del mismo, se abrió la era de la división social del trabajo que llevaría al surgimiento de clases sociales -y con ellas del Estado-, por lo que dialécticamente este gran salto adelante de la humanidad representó, a su vez, un enorme paso atrás de la mayor parte de la sociedad (que debió multiplicar el tiempo que dedicaba al trabajo). De esta manera, la explotación de la naturaleza cobró un carácter premeditado, modificando la flora y la fauna de continentes enteros. Sin embargo, el hecho de que el trabajo humano permita dominar a naturaleza, advierte Engels, no debe hacernos perder de vista que esta se toma revancha; “a cada paso se nos recuerda (…) que, con carne, sangre y cerebro, pertenecemos a la naturaleza, existimos en su medio, y que todo nuestro dominio sobre ella consiste en que tenemos la ventaja, sobre las demás criaturas, de ser capaces de aprender sus leyes y aplicarlas”. Su aspiración certera era que el desarrollo de la ciencia permitiera “controlar también las más remotas consecuencias naturales de nuestras actividades productivas”, para lo cual enfatiza que es necesario que los intereses de clase dominante dejen de ser el factor conductor de la producción.

El reino de la armonía

El desarrollo sin precedentes de las fuerzas productivas no solo conduce al calentamiento global, sino que además hizo posible contar hoy con un legado científico que permite un conocimiento vastísimo acerca de los efectos de la producción humana sobre la naturaleza. Fue el pasaje de la humanidad biológica a la humanidad científica[29]. Los modelos de clima en la actualidad combinan el impacto sobre los sistemas atmosféricos, oceánicos y terrestres, con lo que es posible evaluar alteraciones químicas y ambientales derivadas del cambio climático y establecer diagnósticos detallados de sus causas, discernir sus consecuencias y pronosticar los escenarios futuros[30]. Para la crisis climática actual vale más que nunca la afirmación de Marx de que “la sociedad solo se plantea los problemas que puede resolver”. No hablamos meramente del progreso técnico, sino de la fuerza social capaz de llevar adelante una transformación radical.

El capital no solo genera su propia bancarrota sino que además gesta a su propio sepulturero, el proletariado, como reza ya el Manifiesto del Partido Comunista. La clase obrera es el sujeto revolucionario (liderando a todos los oprimidos) porque como fuerza social está llamada a oponer al capital un régimen social superior[31], cuyas premisas son precisamente el enorme desarrollo productivo que hace -en la etapa monopolista- que los medios sociales de producción ya no correspondan con las relaciones de propiedad privada que los dominan. Se trata de romper las trabas a la implementación progresiva de las nuevas tecnologías en la producción, hoy empleadas para intensificar la explotación de la fuerza de trabajo y del ambiente. El socialismo es un paso adelante en términos históricos, para poder aplicar todo el progreso técnico en función de un desarrollo armónico, para la sociedad como para la naturaleza, en función de una economía planificada. De esto hablaba Marx cuando aludía a dejar atrás la “prehistoria de la humanidad”. Podríamos adosar también la perspicaz definición que hiciera Trotsky del socialismo, como “los soviets más la electrificación”.

Digámoslo en palabras de Luckács. “El ‘reino de la libertad’, el final de la ‘prehistoria de la humanidad’ significa precisamente que las relaciones cosificadas entre los hombres, la cosificación, empieza a perder su poder sobre el hombre y a entregárselo a éste. (…) Pues el ciego poder de las fuerzas motoras no procede ‘automáticamente’ hacia su objetivo, su autodisolución, más que hasta llegar el momento en que ese punto se encuentra en proximidad alcanzable. Una vez dado objetivamente el momento de la transición al ‘reino de la libertad’, la situación se manifiesta precisamente en el hecho de que las fuerzas ciegas lo son en sentido literal, y empujan hacia el abismo con energía creciente y aparentemente irresistible, mientras que sólo la voluntad consciente del proletariado puede proteger a la humanidad de una catástrofe. Dicho de otra manera: una vez inaugurada la crisis económica definitiva del capitalismo, el destino de la revolución (y, con él, el de la humanidad) depende de la madurez ideológica del proletariado, de su conciencia de clase”[32].

En la lucha por poner fin al dominio del capital, la izquierda revolucionaria debe intervenir en cada lucha contra la depredación con un programa de consignas transicionales, tanto hacia el movimiento obrero como en el movimiento ambiental, que parta de la prohibición de ciertas prácticas altamente contaminantes, del derecho a veto de las poblaciones afectadas por emprendimientos productivos, de la reducción de la jornada laboral y el control de la producción por comités de obreros y científicos; hasta plantear la expropiación sin pago de los pulpos depredadores y gravarlos por los pasivos ambientales que dejan a su paso, el empleo de los trabajadores afectados por el cierre de actividades en tareas de remediación ambiental; y, finalmente, la nacionalización de toda la industria energética, bajo control obrero, para poner las fuerzas productivas desarrolladas al servicio de una transición hacia la utilización de energías limpias -limitando la producción petrolera a las demandas de la petroquímica, la industria plástica, de fertilizantes y farmacéutica. El carácter transicional de este programa está dado por el hecho de que solo puede ser llevado a cabo por gobiernos de trabajadores, sobre la base de expropiar al capital y nacionalizar la banca y el comercio exterior para encarar una reorganización social. El socialismo es, a su vez, el único régimen que puede superar los antagonismos nacionales en pos de una planificación productiva integral que permita satisfacer las necesidades sociales sin llevarnos a una catástrofe climática.

Octubre de 2020


[1]. “La propia máquina de vapor tal como fue inventada a fines del siglo XVII (…) no provocó revolución industrial alguna. Fue, a la inversa, la creación de máquinas-herramienta lo que hizo necesaria la máquina de vapor revolucionada (…) Sólo después que las herramientas se transformaron de instrumentos del organismo humano en herramientas pertenecientes a un aparato mecánico, a la máquina-herramienta, también la máquina motriz revistió una forma autónoma, completamente emancipada de las barreras inherentes a la fuerza humana”, Marx, Karl: El capital, Tomo I, Volumen II, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2011. Págs. 456 y 460.

[2]. “Marx ha negado toda ‘ley de población’ universal y eterna, y toda ley de los ‘rendimientos decrecientes’, en el dominio de la naturaleza por el hombre, pues la originalidad de este consiste, precisamente, en superar las leyes biológicas mediante la técnica y la organización. La evolución de la sociedad industrial ha dado, en este punto, la razón a Marx frente a Malthus. Pero esto no significa que, para las sociedades preindustriales de evolución técnica lenta, los procesos de crecimiento y de decrecimiento no hayan estado más cerca de la simple relación entre expansión ‘natural’ de la demografía y límite ‘natural’ de los recursos. Inversamente, desde hace siglo y medio, la conquista de la naturaleza por el hombre se manifiesta tan firme en el ámbito de la vida humana como en el de la producción. A cada época corresponde, pues, su ‘ley de población’”. Vilar, Pierre: Crecimiento y desarrollo, Editorial Planeta-De Agostini, Madrid, 1993. Págs. 23 y 24.

[3]. The Guardian (22/9/20). https://www.theguardian.com/environment/2020/sep/22/eu-farm-animals-produce-more-emissions-than-cars-and-vans-combined-greenpeace/

[4]. “Naturalmente, bajo el capitalismo, el monopolio no puede nunca eliminar del mercado mundial de un modo completo y por un período muy prolongado la competencia (…). Desde luego, la posibilidad de disminuir los gastos de producción y de aumentar los beneficios por medio de la introducción de mejoras técnicas obra en favor de las modificaciones. Pero la tendencia al estancamiento y a la descomposición inherente al monopolio, sigue obrando a su vez, y en ciertas ramas de la industria, en ciertos países, por períodos determinados llega a imponerse. El monopolio de la posesión de las colonias (…) obra en el mismo sentido”, Lenin, Vladimir: El imperialismo, fase superior del capitalismo, Ediciones Libertador, Buenos Aires, 2008. Págs. 139 y 140.

[5]. Michael Roberts publica en su propio blog: https://thenextrecession.wordpress.com/. Aquí utilizamos las versiones traducidas de sus artículos publicadas en Sin Permiso: https://www.sinpermiso.info/textos/una-tasa-de-ganancia-mundial-un-nuevo-enfoque y https://www.sinpermiso.info/textos/la-tasa-de-ganancia-de-eeuu-antes-del-covid

[6]. Sus estudios son publicados en: https://carbontracker.org/

[7]. https://carbontracker.org/reports/its-closing-time/

[8]. Luckács, Georgy: Historia y conciencia de clase, Ediciones RyR, Buenos Aires, 2013. Págs. 164 y 165.   

[9]. Harvey, David: “El ‘nuevo’ imperialismo: acumulación por desposesión”. CLACSO, Buenos Aires, 2005.

[10]. Lenin, V., op. cit., pág. 174.

[11]. Idem, pág. 178.

[12]. http://revistaanfibia.com/ensayo/green-new-deal/

[13]. Valga otra observación de Luckács, quien en referencia a la pequeña burguesía y al campesinado sostiene que “dichas clases no intentan promover el desarrollo capitalista ni empujarle más allá de sí mismo, sino que aspiran a anularlo y retrotraerse a estadios anteriores, o por lo menos a impedir que consiga un despliegue pleno. Su interés de clase se orienta, pues, solo a síntomas del desarrollo, no al desarrollo mismo: hacia fenómenos parciales de la sociedad, no a la estructura. (…) [citando a Marx] ‘como clase de transición, en la cual se embotan simultáneamente los intereses de dos clases’ se sentirá ‘por encima de la contraposición de clases’. Consiguientemente, buscará algún camino ‘no para superar los dos extremos, el capital y el trabajo asalariado, sino para debilitar esa contraposición y transformarla en una armonía’”, Luckács, G., op. cit., págs. 160 y 161.

[14]. Todas las citas corresponden a: Löwy, Michael: Ecosocialismo. La alternativa radical a la catástrofe ecológica capitalista, Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 2012.

[15]. Marx, Karl: Contribución a la Crítica de la Economía Política, Siglo Veintiuno Editores, México, 2013. Pág. 5.

[16]. Con esta misma concepción, luego de estudiar la cuestión del Estado y la revolución, Lenin propuso en sus famosas “Tesis de Abril” (tras la Revolución de Febrero de 1917 que derrocó al zar), cambiar el nombre del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (bolchevique) por el del Partido Comunista, en alusión a la Comuna de París.

[17]. “En la teoría marxista, cada régimen de producción se caracteriza por una determinada estructura de clase, pero el régimen de pequeña producción de mercancías no es un sistema de clases; más aún, es un modo secundario de producción. Es decir, que no puede existir aislado, ni siquiera puede dominar una formación socioeconómica dada. Esta doble condición (ausencia de clases y régimen de producción secundario) es lo que lleva a sus miembros a hallarse en una condición de clase definida externamente, al tiempo que no mantienen relaciones de clase dentro del sistema”, Bartra, Roger: “Modos de producción y desequilibrios de las estructuras agrarias” en Revista Internacional de Ciencias Sociales, Vol. XXXI N° 2, Unesco, París, 1979.

[18]. Thompson, Edward Palmer: Costumbres en común, Editorial Crítica, Barcelona, 1995. Pág. 22.

[19]. Idem, pág. 27.

[20]. “Todas las grandes revoluciones han marcado a la sociedad burguesa una nueva etapa y nuevas formas de conciencia de sus clases. (…) El partido revolucionario ruso, a quien incumbió la misión de dejar estampado su sello en toda una época, no acudió a buscar la expresión de los problemas de su revolución a la Biblia, ni a esa democracia ‘pura’ que no es más que el cristianismo secularizado, sino a las condiciones materiales de las clases que integran la sociedad”, Trotsky, León: Historia de la Revolución Rusa, Ediciones RyR, Buenos Aires, 2012. Págs. 37 y 38.

[21]. “Con la preponderancia incesantemente creciente de la población urbana, acumulada en grandes centros por la producción capitalista, ésta por una parte acumula la fuerza motriz histórica de la sociedad, y por otra perturba el metabolismo entre el hombre y la tierra, esto es, el retorno al suelo de aquellos elementos constitutivos del mismo que han sido consumidos por el hombre bajo la forma de alimentos y vestimenta, retorno que es la condición natural eterna de la fertilidad permanente del suelo. Con ello destruye, al mismo tiempo, la salud física de los obreros y la vida intelectual de los trabadores rurales”, Marx, K.: El capital, op. cit, pág. 611.

[22]. Idem, págs. 612-613.

[23]. Diamond, Jared: Armas, gérmenes y acero, Editorial Debolsillo, Buenos Aires, 2016.

[24]. Idem, pág. 221.

[25]. Geremek, Bronislaw: La piedad y la horca, Alianza Universidad, Madrid, 1989.

[26]. Idem, pág. 159.

[27]. Federicci, Silvia: Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2015.

[28]. “La historia tiene sus reversiones, así como sus movimientos hacia adelante. En períodos de reacción, formas infantiles y características caducas propias de etapas primitivas de desarrollo pueden fusionarse con estructuras avanzadas para generar formaciones extremadamente regresivas e impedir el avance social”, Novack, George: La dialéctica del progreso histórico, Marxist Internet Archive, 2012.

[29]. Vilar, P.: op. cit., pág. 31.

[30]. El País (3/9/20): https://elpais.com/elpais/2020/09/01/planeta_futuro/1598957519_680938.html

[31]. “Pues que una clase está llamada a dominar significa que desde sus intereses de clase, desde su conciencia de clase, es posible organizar la totalidad de la sociedad de acuerdo con esos intereses”, Luckács, G.: op. cit., pág. 151.

[32]. Idem, pág. 173.

Bibliografía

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Luckács, Georgy: Historia y conciencia de clase, Ediciones RyR, Buenos Aires, 2013.

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Thompson, Edward Palmer: Costumbres en común, Editorial Crítica, Barcelona, 1995.

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Vilar, Pierre: Crecimiento y desarrollo, Editorial Planeta-De Agostini, Madrid, 1993.

Páginas web

CarbonTracker: https://carbontracker.org/

Roberts, Michael: https://thenextrecession.wordpress.com/

Svampa, Maristella y Viale, Enrique: http://revistaanfibia.com/ensayo/green-new-deal/

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