Previo al surgimiento del capitalismo siempre existieron personas con limitaciones motoras, sensoriales y cognitivas, pero el lugar que ocuparon a lo largo de la historia, es decir, en los distintos modos en que las sociedades organizaron sus sistemas de producción, fue variando. A continuación, esbozaremos el lugar que ocuparon en el feudalismo, bajo la esclavitud en las Américas, y en la actualidad. Nuestra hipótesis central es que la discapacidad es una categoría inherente al capitalismo.
¿Qué pasaba en la esclavitud en la antigua Grecia?
En el modo de producción esclavista (y los esclavos lo eran por derrotas militares o por haber sido comprados como tales), los esclavos, propiedad de sus amos, trabajaban sanos, enfermos o lesionados, hasta morir. Y luego eran reemplazados. Literalmente, eran material descartable. Las tareas eran manuales, sencillas, de esfuerzo físico. El trato hacia ellos variaba según su procedencia (conquista militar o compra) y la facilidad con que se los podía reemplazar.
Solemos pensar en la antigua Grecia como la cuna de la civilización occidental y de la democracia participativa. Sin embargo, suele obviarse que la economía griega se basaba en la esclavitud y que era una sociedad patriarcal, jerárquica y violenta. Así como los griegos afirmaron los derechos ciudadanos y la dignidad del individuo, esto sólo valía para los hombres griegos.
Tanto las mujeres como los no-griegos eran consideradas inferiores, concepto que sirvió para justificar su opresión y explotación. El servicio militar era obligatorio para los griegos y la guerra era su manera de valerse de esclavos.
Para los griegos, las habilidades físicas y mentales eran muy valoradas, y en este contexto no había lugar para las imperfecciones. Esta obsesión se remonta a 700-675 AC, en la prescripción de infanticidio para niños con evidentes imperfecciones, así como en la educación, el gimnasio, y los deportes competitivos. Según Garland,
“Si el niño era fuerte y saludable, los ancianos le ordenaban al padre que lo criara; pero si por el contrario determinaban que había nacido enfermo o deforme, tenía que exponerlo en un lugar parecido a un abismo (…)”
La racionalización para dicho infanticidio tenía que ver con la utilidad social esperada de quien luego debiera crecer para ser soldado. Pero también radicaba en la idealización de la belleza, vinculado con lo divino. Según Garland,
“En la antigüedad clásica… la respuesta social hacia los discapacitados estaba en parte determinada por la religión, ya que la belleza y la completud eran vistas como marcas de favor divino, mientras que la fealdad y la deformidad eran interpretadas como signos de lo opuesto.”
El uso del término “discapacitado” por parte de Garland es cuestionable ya que dicho concepto aún no había surgido en la antigüedad, y como veremos ni en el período feudal.
¿Qué pasaba en el feudalismo?
En el modo de producción feudal, los siervos trabajaban para su subsistencia y entregaban al señor feudal una parte importante de su producción. Quienes tuvieran alguna limitación física, sensorial o mental contribuían en lo que podían a la economía familiar. Algunos hasta podían desplegar habilidades artesanales. Y los que no, o bien eran atendidos dentro las posibilidades de manutención del hogar o bien abandonados o dejados de lado (Oliver).
La unidad de producción era la familia, en una sociedad eminentemente agrícola. Los sordos y ciegos que nacían y se criaban en comunidades rurales, es probable que pudieran ser más fácilmente integrados al trabajo y a la vida de esas sociedades. En el trabajo agrícola, la sordera no debía representar un problema mayor, ya que el aprendizaje de las tareas se hacía a través de la observación, y no existía la institución escolar como instancia educativa y formativa para el trabajo. La ceguera constituía, tal vez, un riesgo menor en entornos rurales y familiares, y era posible aprender tareas rutinarias basadas en la repetición de habilidades táctiles, sin tener que mediar una capacitación especial.
No es que estas personas vivieran en un mundo idealizado, ni que tuvieran sus necesidades satisfechas. Pero en un mundo de pocos y lentos cambios, donde aún no imperaba la idea del individuo y del progreso (al menos no para las grandes masas de campesinos), las expectativas que se pudieran tener con relación a personas enfermas o con algún defecto o deficiencia, eran restringidas (Russell 2000).
Para la iglesia, los deficientes o defectuosos eran prueba viviente de la existencia de Satanás y de su poder sobre los seres humanos. Los niños deficientes eran vistos como los sustitutos infantiles del diablo. El Malleus Maleficarum de 1487 declaró que esos niños eran el producto de madres involucradas en brujerías y magia. El líder de la reforma protestante, Martín Lutero (1485 – 1546), proclamó ver al diablo en un niño deficiente y recomendó que se lo matara.
Estas creencias se reflejaron en la literatura y en el arte del medioevo. Por dar un ejemplo, en el Siglo XVI, Shakespeare muestra a Ricardo III como de cuerpo y mente retorcida. No puede realizarse como hombre, como amante, y por tanto se ve obligado a comportarse como un villano. A lo largo de toda la edad media los deficientes eran también motivo de entretenimiento y ridículo.
La esclavitud en América – ¿Qué pasaba en el continente americano y sus islas?
A partir de la conquista y colonización de América, la esclavitud jugó un papel importantísimo tanto para las economías coloniales como para las europeas. Fue una esclavitud de nuevo tipo, muy diferente a la griega, coexistente con la etapa en que surgió el capitalismo en Europa. Según Eric Williams, la esclavitud de los negros respondió a una estricta conveniencia económica, que luego gestó al racismo. Era cuestión de obtener la mano de obra requerida por las grandes plantaciones algodoneras en las colonias británicas en el siglo XVII. La explotación de dicha mano de obra permitió acumular el capital que dio vida, a partir del siglo XVIII, a la revolución industrial, especialmente en Bristol, Liverpool y Glasgow. La posterior abolición de la esclavitud no fue por razones humanitarias sino porque la economía esclavista había entrado en declive hacia fines del siglo XVIII.
La tesis de Williams bien puede enriquecerse y redondearse remitiendo a la acumulación primitiva u originaria de capital, condición previa y necesaria al surgimiento del capitalismo. Al respecto, Marx ya señalaba en 1867:
“Con los progresos de la producción capitalista durante el período manufacturero, la opinión pública de Europa perdió los últimos vestigios de pudor y de conciencia que aún la quedaban. Los diversos países se jactaban cínicamente de todas las infamias que podían servir de medios de acumulación de capital. (…) Inglaterra obtuvo el privilegio de suministrar a la América española, hasta 1743, 4.800 negros al año [Tratado de Utrecht]. Este comercio servía a la vez, de pabellón oficial para cubrir el contrabando británico. Liverpool se engrandeció gracias al comercio de esclavos. Este comercio era su método de acumulación originaria. (…) A la par que implantaba en Inglaterra la esclavitud infantil, la industria algodonera servía de acicate para convertir al régimen más o menos patriarcal de esclavitud de los Estados Unidos en un sistema comercial de explotación. En general, la esclavitud encubierta de los obreros asalariados en Europa exigía, como pedestal, la esclavitud ‘sans phrase’ [como tal] en el Nuevo Mundo”.
Según Andrés-Gallego, entre 1492 y 1870 ingresaron 2.064.000 esclavos negros a la América británica; 1.600.200 a la francesa; 500.000 a la holandesa; 28.000 a la danesa; y 3.646.800 a la portuguesa. En igual período, ingresaron 1.552.100 esclavos negros a la América española, de los cuales 606.000 ingresaron en el siglo XIX principalmente para nutrir al sistema de plantaciones azucareras (Cuba y Puerto Rico).
De los 1.552.000 esclavos importados a Hispanoamérica, la inmensa mayoría fue a Cuba (702.000), seguidos de México (200.000) y Ecuador-Panamá-Colombia (200.000), Venezuela (121.000), Bolivia-Río de la Plata (100.000), Perú (95.000), Puerto Rico (77.000), Santo Domingo (30.000), Centroamérica (21.000) y Chile (6.000).
La importación de esclavos negros en Hispanoamérica fue para reemplazar a la población indígena:
“… en 1511, cuando se vio que los indígenas no resistían el trabajo que pretendían colonos y mineros españoles, algunos religiosos aconsejaron que se introdujeran negros bozales de la Guinea (que era el nombre que recibía toda la costa africana subsahariana) y, así, el que había sido hasta entonces un flujo puramente doméstico – de señores con sus criados – se empezó a convertir en un verdadero comercio, en el que iban a competir negreros portugueses, ingleses, franceses y holandeses principalmente durante más de trescientos años”.
En lo que atañe a nuestra temática, cabe destacar que:
“…los esclavos eran objetos de mercado y como tal se valoraban. Los precios evolucionaron a lo largo de los casi cuatrocientos años que duró la esclavitud en la Indias hispanas.” (…) “Claro está que valían menos si estaban enfermos y más si tenían oficio. Y más aún si se encontraban en edad de plenitud de facultades y menos si eran niños o viejos; de modo que la edad marcaba un ‘in crescendo’ al comienzo y un descenso paulatino al final. La plenitud solía situarse entre los veinte y cuarenta años…”
O sea, el precio que se pagaba por un esclavo podía variar según su edad y estado físico, pero lo que queda claro es que independientemente de dicha edad y estado físico, el esclavo era comprado y obligado a trabajar “de sol a sol”.
En la esclavitud no había surgido aún la discriminación entre quienes eran considerados aptos o capaces para trabajar e ineptos o incapaces para hacerlo. Para el trabajo físico, de extracción de minerales o de cultivo en plantaciones, alcanzaba con estar vivo y poder desplazarse. Quienes tuvieran alguna dificultad para desplazarse u otra deficiencia, pero sí manejaban algún oficio, también eran explotados como esclavos.
¿Qué pasó al surgir el capitalismo?
Con el advenimiento de la industria y de la manufactura, que demandó una división técnica del trabajo y que sentó las bases para el modo de producción capitalista, surgió el empleo de la fuerza de trabajo a cambio de un salario en una relación en la cual los propietarios de los medios de producción, los empresarios, procuraron contratar sólo a quienes consideraban capaces de realizar tareas repetitivas, durante largas horas de trabajo, en condiciones laborales que en un principio demostraron ser infrahumanas (hoy vuelven a serlo).
Al respecto, cabe citar a Friederich Engels en uno de los primeros trabajos serios sobre las condiciones de vida de la clase obrera de la época:
“Los Comisionarios mencionan una multitud de lisiados que se hacen presentes ante ellos que cuyas distorsiones claramente responden a las largas horas de trabajo a que han estado expuestos”.
“Médicos que se refieren a malformaciones y deformidades vinculándolos a prácticas laborales: aspectos fisiológicos del sistema fabril”.
“Rara vez he cruzado Manchester sin toparme con 3 o 4 de ellos, sufriendo de las mismas distorsiones de la columna espinal y con piernas así descritas… Es evidente, a la vista, de donde provienen las distorsiones de estos lisiados; todos se ven igual”.
“Un estado de cosas que permite tantas deformidades y mutilaciones para el beneficio de una sola clase, y zambulle a tantos trabajadores industriosos en la miseria y el hambre debido a lesiones adquiridas en el servicio y por culpa de la burguesía”.
“En todas las direcciones, donde sea que miremos, encontramos miseria y enfermedades permanentes o temporarias… lentas pero que ciertamente socavan y finalmente destruyen al ser humano físicamente así como mentalmente”.
Fue en este contexto, en los inicios de la industria y del modo de producción capitalista, que surgió el concepto de discapacidad por primera vez, como incapacidad para el trabajo, como incapacidad sospechada para ser explotados, para generarle ganancias a los empresarios (Russell 2000).1Russell (2002) comenta: “Los requerimientos del capitalismo industrial (…) segregaron a los “aptos” de los “no-aptos”, reduciendo la capacidad de las personas con discapacidad de funcionar como miembros productivos de sus comunidades. Las nuevas dinámicas de producción devaluaron aún más los cuerpos discapacitados. Los capitalistas valoraban a los trabajadores sin discapacidad porque los podían empujar a producir a ritmos cada vez mayores lo cual permitió incrementar las ganancias para la clase propietaria. Pero a medida que el trabajo se fue compartimentando cada vez más, requiriendo movimientos mecánicos precisos por parte del cuerpo, en sucesión cada vez más rápida, las personas con discapacidad eran vistas como menos “aptas” para realizar las tareas entonces requeridas de la clase obrera”.
Hacia fines de 1890 la población británica era cada vez más urbana y el empleo era cada vez más industrial y no rural. El entorno de la sociedad industrial era muy diferente al de la sociedad agrícola. Los cambios en la manera de organizar el trabajo, de un sistema familiar donde los individuos contribuían lo que podían al proceso productivo, a una sociedad urbana y fabril estructurada en base al trabajo asalariado, tuvo consecuencias enormes.
Las personas que empezaron a ser consideradas como discapacitadas, al igual que los pobres en general, comenzaron a ser vistas como un problema social y educativo y fueron progresivamente segregadas en instituciones de todo tipo, como ser workhouses (hogares para pobres donde se ven obligadas a trabajar), asilos, colonias y escuelas especiales, y por ende sacados de circulación de la sociedad “normal” (Oliver).
Según los edictos y leyes de vagancia y mendicidad, otra institución destinataria para quienes no trabajaban fueron las cárceles. Cabe señalar que en la población carcelaria hoy día hay una desproporción extraordinariamente alta de personas con discapacidad, especialmente mental, y que las cárceles son a su vez generadoras de discapacidad (Russell & Stewart).
El desarrollo de las instituciones de control, tal como las concibe Foucault (2006) y Althusser (1988), adquiere su mayor sentido con el advenimiento del capitalismo, combinándose tanto el control físico del cuerpo como el control ideológico de la mente. Las instituciones ocuparon el lugar de ordenadores ideológico-sociales para encarrilar a quienes no encajaban en sociedad, ya fuera porque no podían o no querían. Y aunque no todas las personas con discapacidad fueron institucionalizadas, la mera existencia de estas instituciones fue marcando con claridad en la conciencia colectiva el destino para ellas.
El sentido que fueron adquiriendo estas instituciones también respondió a las tensiones que fue generando la separación entre hogar y trabajo. Con el debilitamiento de la producción hogareña, artesanal y el trabajo agrícola, se fue tornando cada vez más difícil atender a quienes tuvieran alguna enfermedad o limitación, o sencillamente ingresaran en la ancianidad.
El concepto y la realidad de la segregación fueron instalándose dentro de los hogares en paralelo a su instalación en la sociedad más amplia (Barnes).
La exclusión de este sector social se codificó luego, en las colonias de ultramar de Norteamérica, en la prohibición de su ingreso como inmigrantes, prohibición que perdura hasta nuestros días.2En 1700, el gobierno colonial de Massachusetts prohibió la inmigración de “personas cojas/ lisiadas, impotentes, o enfermizas/ débiles, o los incapaces de sostenerse económicamente por sí mismos“. Esto lo reafirmó el gobierno de Massachusetts en 1837. En 1882 se incorpora la exclusión de locos e idiotas en la ley inmigratoria de los EEUU. En 1921 se aprueba la ley de emergencia de cuotas inmigratorias en EEUU. A partir de 1965 se admitió el ingreso de personas con discapacidad mental como integrantes de un grupo familiar al cual se le otorgaba la radicación. Seguramente encontraremos edictos y leyes paralelas en las colonias españolas de América, que al igual que en el norte mantuvieron su vigencia hasta la fecha.3Hasta el 2004, la ley migratoria Argentina prohibía la radicación permanente de personas con discapacidad de origen extranjero, según el decreto reglamentario 1023/94 en sus artículos 21, 22 y 23.
Los economistas de hoy día, ¿cómo piensan a la discapacidad?
Volviendo ahora al planteo central de que la discapacidad como tal surge con el desarrollo del capitalismo, para diferenciar a quienes se considera aptos o capaces para trabajar (y ser por ende explotados) y quienes no, vale detenernos en cómo los economistas piensan la discapacidad.
En la literatura contemporánea, según Haveman & Wolf, “las características definitorias de discapacidad conciernen características mentales y físicas que o bien limitan las actividades cotidianas normales o producen una reducción sustancial en productividad laboral.” El criterio habitual concierne la habilidad de realizar las tareas de una ocupación común y corriente, es decir, la habilidad de realizar suficiente trabajo como para “ganarse la vida”. El criterio que rige es el de desempeño (performance), vinculado a las características del individuo.
En las Encuestas Permanentes de Población de EEUU, desde 1981 se define a personas con discapacidad como quienes:
“…reportan una enfermedad o discapacidad que les impide trabajar o limita la cantidad de trabajo que pueden realizar”. O sea que “…el ingrediente clave de discapacidad es la incapacidad de realizar o una limitación en el desempeño de roles y tareas socialmente esperadas. El trabajo en el mercado es un rol socialmente esperado. Por lo tanto, quienes no pueden desempeñarse o se encuentran limitados en su capacidad laboral se consideran discapacitados”.
Aquí importa la “desviación de la norma”, es decir de lo esperado.
Volviendo al enfoque histórico, vale citar a Foucault (1980) cuando dice, refiriéndose a los siglos XVIII y XIX y al surgimiento del capitalismo:
“Dentro de este conjunto de problemas, el “cuerpo” – el cuerpo de los individuos y el cuerpo de las poblaciones — aparecen como los portadores de nuevas variables, no meramente entre los escasos y numerosos, los sumisos y rebeldes, los ricos y los pobres, los sanos y enfermos, los fuertes y débiles, sino también entre los más o menos utilizables, los más o menos disponibles para inversión redituable, los con mayores o menores perspectivas de sobrevivir, de morir o enfermarse, y con los más o menos capaces de ser útilmente capacitados/ entrenados”.
Este enfoque económico de la discapacidad “enfatiza las interacciones de las limitaciones físicas y mentales de una persona con un conjunto de características no-medicas de las personas, tales como edad, ocupación y experiencia laboral. El foco es en la habilidad de las personas con limitaciones físicas o mentales de ajustarse (adecuarse) al entorno laboral” (Haveman & Wolfe).
Notablemente, no aparece la noción de que el entorno debe adecuarse a quienes vayan a trabajar, sino todo lo contrario: los trabajadores potenciales deben adecuarse al entorno laboral, con lo cual se desprende: si no pueden adecuarse, no pueden trabajar. La equiparación de oportunidades pasaría por brindar la oportunidad de empleo (equal opportunity employment), pero sin crear las condiciones laborales para que la persona concreta pueda realizar la tarea que dicho empleo implica. O sea, el incumplimiento laboral termina siendo del trabajador potencial y no del empleador. Vale señalar que, en este sistema de producción capitalista, el trabajador sólo puede ofrecer su trabajo, mientras que el empleador le ofrece, para que trabaje, los necesarios medios de producción, lo cual debiera incluir las condiciones de producción necesarias para los trabajadores, incluidos aquellas requeridas por trabajadores con discapacidad.
En este contexto, cabe preguntarse cómo y quién determina si las limitaciones físicas y mentales de una persona la habilitan o no para adecuarse al entorno laboral y los requisitos de trabajos concretos. Y aquí cobra relevancia el rol de la institución médica como clasificadora de la capacidad productiva de las personas.
¿Cómo ejerce la institución médica su rol de clasificadora de la capacidad productiva de las personas?
Los médicos son quienes determinan cuanta discapacidad tiene una persona, adjudicándole un valor en menos según el grado de compromiso físico o mental medido. Así, el Certificado de Discapacidad, que históricamente emitió el Ministerio de Salud Pública de Argentina, habla de porcentajes de incapacidad, pensado esto en función de la capacidad o no de la persona de desplegar una actividad productiva… una manera más elegante para decir cuánto podría llegar a rendir esa persona, o más crudamente, si es o no explotable como trabajador asalariado.
Por tanto, a la discapacidad en sí se la define con relación al mercado de trabajo capitalista. Por ejemplo, el cuerpo de un trabajador es calificado por sus partes funcionales. Recibe la más alta calificación si tiene todos sus dedos, brazos, piernas, ojos, oídos, etc., pero este valor baja significativamente si alguna de las partes no “funciona” según estándares de producción capitalista. (Interesante manera de resignificar bajo el capitalismo el precio que podía tener un esclavo negro llevado a América, según su edad y constitución física.) Este criterio se verifica en las pólizas de seguro de vida y de salud, en los criterios que se emplean para asignar una jubilación por invalidez, y en la resistencia a reconocer pre-existencias por parte de las empresas de medicina pre-pagas y obras sociales.
La medicalización de la discapacidad, entonces, define cuales cuerpos son “normales” y deseables, y por tanto aceptables. Pensar y tratar a la discapacidad como un problema médico es la manera en que las relaciones de explotación capitalista se imponen desde un supuesto saber científico inapelable. Si lo dice un médico, y más aún una Junta Médica, por algo será.
Así, los trabajadores con discapacidad y las personas con discapacidad en edad laboral se suman o bien a la gran masa de desocupados crónicos o bien a la gran masa de excluidos del sistema productivo. O como veremos más adelante, a la gran masa de superpoblación relativa, también conocida como ejército industrial de reserva.
Así entendida, la discapacidad es una categoría que se deriva de las relaciones de trabajo en el sistema de producción capitalista, que crea (y luego oprime) el cuerpo supuestamente ‘discapacitado’ como una de las condiciones que le permite acumular riquezas.
Decir que crea discapacidades, remite a las “desviaciones” de lo normalmente esperable, tanto en lo corporal como mental, pero en gran medida evitables si se garantizara una adecuada nutrición fetal e infantil, vacunas, atención temprana, seguridad e higiene en el trabajo, entre otros.
Aquí vale señalar el deterioro de las condiciones que se vienen generando en el entorno físico laboral, estimuladas por una legislación de accidentes laborales que desprotege al trabajador y hace que resulte más económico indemnizarlo por discapacidad laboral, o a su familiar en caso de muerte, que tomar medidas de prevención. A modo ilustrativo, una nota de 1998 en Pagina 12 (Vilela) denunció que operarias jóvenes en línea de producción fabril sufrían daños irreparables en sus manos en cuestión de meses a partir de lo cual quedaban cesantes. Al evidenciarse los primeros síntomas, el personal médico o de enfermería vinculado a la empresa les inyectaban antinflamatorios y calmantes para que pudieran seguir trabajando, sin reparar en el daño que se iba cronificando en una discapacidad laboral irreversible. El costo de capacitación era tan bajo y la disponibilidad de mano de obra tan grande, sumado al insignificante aporte a las ART (Aseguradoras de Riesgo de Trabajo), que a la empresa le resultaba ignorar las patologías ocupacionales que generaba.
¿Qué beneficio económico se saca del cuerpo no-explotable de la persona con discapacidad?
Del cuerpo no-explotable en la producción, el capitalista también saca beneficio: lo aprovecha como objeto de la mercantilización de la salud, pretendiendo curarlo, borrarle la discapacidad, rehabilitarlo para una supuesta integración social, preferentemente laboral, que luego le niega por su propia discapacidad. En este sentido – desde una lógica empresaria –, los médicos son convocados a negar el propio sentido de su profesión y a ejercer una práctica frustrante y alienante tanto para sí como profesionales como para el “paciente”, ya que casi nunca se alcanzan los objetivos supuestos.
Sin embargo, para la lógica empresaria el objetivo sí se alcanza: la salud es un gran negocio, para los laboratorios farmacéuticos, para los centros privados de rehabilitación e internación, para los fabricantes de sillas de ruedas y audífonos, para las grandes ortopedias, etc. (Albrecht).
El negocio de la discapacidad ni es una producción autónoma del capital ni se limita al mercado de la salud. En su desarrollo, el Estado aparece como factor de traslación de recursos para la generación de nuevas formas de acumulación de capital, facilitando y promoviendo la privatización de servicios de salud y del sistema educativo, tal como se evidenciaron muy especialmente a partir de los años 90. Con relación a discapacidad, el Estado asigna fondos a programas de capacitación laboral (para empleos que nunca aparecen), y terceriza la prestación de atención médica a través de programas de rehabilitación y asistencia manejados por instituciones privadas – algunas bajo el manto de ONGs supuestamente sin fines de lucro, muchas de las cuales operan con lazos muy estrechos con la iglesia o bajo su órbita. Una y otra vez se comprueba que se asignan partidas presupuestarias pensadas más en función del rédito económico para los empresarios o profesionales intervinientes que en función de satisfacer las necesidades de los destinatarios finales.
¿Qué pasa cuando las personas con discapacidad, excepcionalmente, consiguen trabajo?
Cuando excepcionalmente las personas con discapacidad consiguen trabajo, la remuneración es significativamente inferior a la que perciben personas que no tienen discapacidad, y las condiciones laborales son peores. Según Haveman & Wolf, comentando la situación en los EEUU:
“…el vínculo de las personas con discapacidad al mercado laboral es más débil que para las personas sin discapacidad”
“…la tasa de pobreza de personas con discapacidad en edad laboral en los EEUU (30% a inicios de los 90) es tres veces mayor a la de personas en edad laboral sin discapacidad”
“Entre 1972 y 1987 los ingresos promedio de discapacitados hombres bajó de [US dólares] $19.000 a poco más de $11.000, y de unas tres cuartas partes de los ingresos de los no-discapacitados a la mitad”.
Esta realidad se agudizó aún más entre hombres negros comparándolos a hombres blancos.
Según Houtenville, de 1980 al 2000, la tasa comparativa de empleo de personas con discapacidad bajó dramáticamente de 43% a 38,6% en los EEUU, y en el mismo período, la tasa comparativa de ingresos bajó de 53,7% a 50,9% deduciéndose de ello que las persona con discapacidad se ven más afectadas que otros en períodos de alto desempleo.4La tasa comparativa de empleo (o de ingresos) es el empleo (o ingresos) de personas con discapacidad como porcentaje del empleo (o ingresos) de quienes no tienen discapacidad.
Según datos de la OIT (Organización Internacional del Trabajo):
“Las personas con discapacidad experimentan formas comunes de discriminación, como un alto nivel de desempleo, prejuicios en cuanto a su productividad o incluso la exclusión del mercado laboral. Se enfrentan asimismo a la discriminación en el momento de la contratación. En una encuesta realizada en Francia se constata que menos de un 2% de aquellos que han hecho mención de una discapacidad en el CV han sido convocados para una entrevista. Las personas con discapacidad son contratadas principalmente a través de agencias de trabajo temporal, para de esa forma minimizar los riesgos de los empleadores.
La discriminación empeora con la edad. Las mujeres tienen menos posibilidades que los hombres de encontrar trabajo y más probabilidades de sufrir violencia física y abuso sexual”.
La OIT aporta las siguientes “Cifras claves” al respecto:
• Más de un 60 por ciento de las personas con discapacidad están en edad de trabajar, y sin embargo experimentan un índice de desempleo de entre 80 y 100 por ciento superior al de los trabajadores sin discapacidad.
• En Europa, el 52 por ciento de las personas gravemente discapacitadas no forma parte de la fuerza de trabajo.
• En el Reino Unido, los discapacitados de 26 años tienen cuatro veces más probabilidades de estar sin empleo que aquellos que no cuentan con discapacidad alguna.
• En 2005, el índice de empleo de las personas con discapacidad en edad de trabajar era sólo de 38 por ciento, respecto al 78 por ciento del resto. Dos tercios de los discapacitados que estaban desempleados declaró desear trabajar, pero no encontrar puesto de trabajo.
• La diferencia de salario de las mujeres con discapacidad en Australia es superior en un 44 por ciento al de aquellas que carecen de ella. En el caso de los hombres, dicho porcentaje es del 49 por ciento, además de que la discapacidad tiene una influencia directa en el bajo nivel de los salarios.
Dada la bajísima participación de las personas con discapacidad en el mercado laboral, corresponde preguntarse si a las personas con discapacidad les cabe la categorización de desempleados, o sencillamente de excluidos del mundo laboral, es decir, de ni ser pensados como trabajadores potenciales.
El no-derecho a ganarse la vida
La discapacidad puede, o bien anteceder al ingreso potencial al mercado laboral, o bien derivar en la expulsión del mismo cuando el trabajador se discapacita, con lo cual al trabajador discapacitado se le niega el derecho a seguir ganándose la vida.
Detengámonos un momento en esta “negación del derecho a seguir ganándose la vida mediante el trabajo”. Si uno no se puede ganar la vida, ¿cómo hace para sobrevivir? ¿cómo hace para no morirse? Citando a Alfredo Grande, médico psiquiatra y psicoanalista, “El miedo al desempleo es justamente pánico a la muerte, porque el desempleo es muerte”. Con lo cual, las personas con discapacidad, como desempleados crónicos, como exentos del trabajo y expulsados del mismo, serían como muertos en vida, que sólo sobreviven gracias a la caridad, a la limosna (Ferrante & Joly). Y romper con este mandato no es fácil.
Hay quienes intentan generar espacios laborales para trabajadores con discapacidad destacando sus cualidades laborales (empeño, dedicación, profesionalismo) y hasta los beneficios económicos secundarios de contratarlos (descuentos en aportes sociales para la patronal), pero ni lo primero ni lo segundo logra convencer a los empresarios para contratarlos. ¿Qué opera aquí? Tal vez su imagen previa, prejuiciada, acerca de la discapacidad: temor al contagio, temor al rechazo por parte de otros trabajadores, temor al rechazo por parte de clientes, temor a una baja productividad, temor a ausencias por enfermedad… o además, temor a tener que hacer ajustes en su esquema laboral o en la infraestructura para acomodar a dicha persona… o tal vez porque su imagen de las personas con discapacidad no le permite pensarlas desde ningún lugar productivo.
Para ser contratado, entonces, ¿qué tiene que demostrar la persona con discapacidad?
Para ser contratado, la persona con discapacidad tiene que demostrar de alguna manera que no lo es, que de hecho lo que prima en él o ella es otra condición, tal vez profesional, pero en la cual debe demostrar un nivel de destaque tan elevado, superlativo, que permita al otro “olvidar” o dejar de lado la idea de la discapacidad. El discapacitado es aceptado cuando demuestra cualidades sobrehumanas, de superación, de genialidad, cuando se ubica en el lugar heroico que permita al otro admirarlo por haber podido “superar” su condición de discapacitado. Tal el caso de un hombre que luego de accidentarse, pasó por varios años de rehabilitación intensiva y a continuación se propuso buscar trabajo nuevamente. Nuevamente, porque al accidentarse ya trabajaba. Para retomar la actividad, se armó del siguiente discurso: “Como verá, tuve un accidente que me dejó parapléjico. Pero con esfuerzo y dedicación pude volver a caminar (con ortesis bilaterales y bastones canadienses). Si pude sobreponerme a eso, ¿qué no podré hacer por ustedes?”. Discurso que apunta al corazón del problema: a demostrar que contaba con sobrada capacidad para que ganaran plata con él, con el fruto de su trabajo. Intentaba que dejaran de lado su evidente limitación física y apostaran a su potencial rol productivo para lo cual daba en evidencia una inigualable fuerza de voluntad. Fue convincente y consiguió un trabajo. Otro caso es el de Stephen Hawkins, que no era pensado como alguien con esclerosis lateral amiotrófica, sino como un genio de la astrofísica… O en todo caso, se reconocía su patología pero se destacaba su genialidad compensatoria y hasta envidiable. De no poder demostrar esto, la persona con discapacidad no encuentra cabida, lo cual conlleva la ausencia de derechos.
¿Cómo hace entonces una persona común y corriente con discapacidad para demostrar que tiene potencial productivo? ¿Cómo hace un trabajador que se lesiona o enferma para conservar su empleo y no ser jubilado por discapacidad?
De hecho, cuando un trabajador se discapacita el empleador trata de “sacárselo de encima” induciéndolo a jubilarse por invalidez. Pretende que el Estado se haga cargo de quien ha perdido sus plenas facultades productivas. El empleador sospecha que con su trabajo no podrá generar ni el valor de su salario ni el beneficio que espera de él (su ganancia), ni el aporte que ambos deben hacer al Estado en materia de impuestos y cargas sociales. Esta expulsión del mercado laboral, esta negación del derecho a seguir ganándose la vida mediante el trabajo abrocha con claridad el sentido de la discapacidad y permite explicarse por qué las personas con discapacidad en edad económicamente activa no consiguen trabajo, a pesar de las leyes de cupo laboral y de los “estímulos” económicos para empleadores.
Con el desarrollo del capitalismo, entonces, surge un sector social en el que desde sus inicios confluyen la pobreza y la discapacidad. A dicho sector fluyen no sólo quienes no pueden ingresar a la fuerza de trabajo como asalariados, sino también quienes producto de lesiones y enfermedades laborales son expulsados de la fuerza de trabajo, y también quienes sufren lesiones y enfermedades producto de condiciones de vida paupérrimas, de hacinamiento, de desnutrición, en la más abyecta pobreza.
Este doble movimiento de exclusión y expulsión de la fuerza de trabajo ubica a la discapacidad como condición de no-explotación o, en “el mejor de los casos”, de superexplotación.
Discapacidad como desempleo crónico
Para comprender aún mejor el lugar que ocupan las personas con discapacidad en el sistema de producción capitalista que conocemos, sirve remitirnos a la obra de quien con mayor lucidez analizara este proceso de producción, es decir, a El Capital: Crítica de la economía política, de Carlos Marx, cuando se refiere a la necesaria y constante generación de un sector de trabajadores desempleados, en respuesta a los ciclos de producción, expansión y retracción. Marx se refiere a esta masa de desempleados o desocupados como superpoblación relativa.
“Constituye un ejército industrial de reserva, un contingente disponible, que pertenece al capital de un modo tan absoluto como si se criase y mantuviese a sus expensas. Le brinda el material humano, dispuesto siempre a ser explotado a medida que lo reclamen sus necesidades variables de explotación e independiente, además, de los límites que pueda oponer el aumento real de población”.
Y esta superpoblación relativa crece con el desarrollo técnico de las condiciones de producción, que por una parte expulsa mano de obra reemplazada por maquinaria cada vez más avanzada, y por otra, ocupa durante más tiempo la mano de obra empleada.
“… la formación de una superpoblación relativa o la desmovilización de obreros avanza todavía con mayor rapidez que la transformación técnica del proceso de producción, acelerada ya de suyo con los progresos de la acumulación y el correspondiente descenso proporcional del capital variable respecto al constante. (…) El exceso de trabajo de los obreros en activo engrosa las filas de su reserva, al paso que la presión reforzada que esta ejerce sobre aquellos, por el peso de la concurrencia, obliga a los obreros que trabajan a trabajar todavía más y a someterse a las imposiciones de capital. La existencia de un sector de la clase obrera condenado a la ociosidad forzosa por el exceso de trabajo impuesto a la otra parte, se convierte en fuente de riqueza del capitalista individual y acelera al mismo tiempo la formación del ejercito industrial de reserva, en una escala proporcionada a los progresos de la acumulación social”.
Esta superpoblación relativa asume diversas modalidades, y todo obrero pertenece a ella ya sea cuando está desocupado, ya sea cuando trabaja a tiempo parcial. Sin embargo, hay un sector que queda tan marginado del ejercicio activo del trabajo, que termina en condiciones de vida paupérrimas. Según Marx, nuevamente, esta capa social, en condiciones de vida paupérrima, está formada por tres sectores: “personas capacitadas para el trabajo” (su masa aumenta con las crisis y disminuye cuando los negocios se reaniman), “huérfanos e hijos de pobres” (candidatos al ejército industrial de reserva y enrolados como trabajadores activos en épocas de gran actividad), y “degradados, despojos, incapaces para el trabajo”. Respecto a estos últimos, es decir, a quienes les cabría la denominación de “discapacitados”, Marx señala:
“Se trata de seres condenados a perecer por la inmovilidad a que les condena la división del trabajo, de los obreros que sobreviven a la edad normal de su clase y, finalmente, de las víctimas de la industria, cuyo número crece con las máquinas peligrosas, las minas, las fábricas químicas, etc., de los mutilados, los enfermos, las viudas, etc. El pauperismo es el asilo de inválidos del ejército de obreros en activo y el peso muerto del ejército industrial de reserva. Su existencia va implícita en la existencia de la superpoblación relativa, su necesidad en su necesidad, y con ella constituye una de las condiciones de vida de la producción capitalista y del desarrollo de la riqueza. Figura entre los ‘faux frais’ [gastos imprevistos] de la producción capitalista, aunque el capital se las arregle, en gran parte, para sacudirlos de sus hombros y echarlos sobre las espaldas de la clase obrera y de la pequeña clase media”.
Según Marx, el rápido desarrollo del capitalismo, de los medios de producción y de la productividad del trabajo, y de la población productiva se convierte en su contrario, en que la población obrera crece más rápido que la necesidad de explotación del capital, y por ende genera esta superpoblación relativa. De ahí que Marx vincula la acumulación de riqueza, por parte del capitalista, con la acumulación de miseria, por parte de la clase trabajadora. Es decir, la riqueza de unos pocos se construye sobre la miseria de las mayorías, y dentro de estas mayorías, la mayor de las miserias recae sobre aquellos integrantes de la superpoblación relativa que el mismo sistema de producción convierte en “degradados, despojos, incapaces para el trabajo”.
Pareciera, entonces, que las personas con discapacidad no reunieran las condiciones esperables para insertarse en el proceso de producción y distribución de bienes y servicios, en el proceso de producción de valor (económico fundamentalmente) y de realización de valor (en el intercambio).
Profundicemos ahora un poco en esta realidad tal como se expresa en la actualidad.
¿Con qué preparación laboral ingresan jóvenes con discapacidad a la población activa?
Con el desarrollo del capitalismo, con los enormes avances en conocimientos y aplicaciones científicas y tecnológicas, cada vez se torna más imprescindible llegar a edad laboral con una sólida formación desde la escolaridad primaria y secundaria, ni que hablar de la terciaria o universitaria. Nunca ha sido más cierto que la educación es la llave de entrada al mercado laboral. Sin embargo, ¿qué porcentaje de las personas con discapacidad ha sido escolarizada? ¿con qué nivel de formación llegan jóvenes con discapacidad a dicho mercado? ¿qué formación han tenido que los prepare para la disciplina, el rigor y las exigencias horarias y de responsabilidades en el trabajo?
Según datos de la ENDI (Encuesta Nacional de Discapacidad del 2005), la asistencia en el sistema educativo alcanzaba al 13,8% de las personas con discapacidad mayores de 3 años, mientras que alcanzaba al 33% para el total de la población. Más aún, “una de cada 3 personas con discapacidad no ha accedido al umbral mínimo de educación” versus una de cada 10 para la población total. Sólo el 17,8% de las personas con discapacidad terminaron sus estudios secundarios versus el 37,1% para la población total. Si vamos al extremo de medir analfabetismo, el 9% de las personas con discapacidad no saben leer o escribir versus el 2% para la población total. Sin embargo, el porcentaje de analfabetismo es particularmente alto entre quienes pudieran ingresar al mercado laboral: 20,9% entre 15 y 29 años versus 0,8% para la población total.
Esta realidad no es exclusiva para Argentina. Según datos de EEUU, más del 40% de las personas con discapacidad abandonaron la secundaria versus el 15% de los adultos en la población en su conjunto (Haveman & Wolfe).
Un estudio sobre educación inclusiva y accesibilidad en Argentina analizó las dificultades que enfrentan padres para inscribir a sus hijos con discapacidad motriz en escuelas comunes. Los recorridos Kafkianos que llevan a callejones sin salida y la prevalente derivación a escuelas especiales conllevan el mensaje implícito de desinterés por educarlos en serio para una inserción laboral a futuro (Coriat).
Todo esto conlleva a que…
“la persona con discapacidad habitualmente llega a su primera experiencia laboral sin una cultura de trabajo, sin una formación previa en la que se le haya inculcado lo que se espera de ella como trabajadora, razón por lo cual o bien suele entrar en pánico ante la oportunidad que se le abre, o llega tarde o falta al trabajo sin avisar siquiera, porque asume que su discapacidad es de por sí explicación suficiente”.
…y a que…
“el empleador vive a la persona con discapacidad con extrañeza, le sorprende e inquieta su desconocimiento de las reglas básicas de cómo comportarse en un ámbito laboral, interpreta su comportamiento como un “querer sacar ventaja” por la discapacidad, y no sabe cómo dirigirse a la persona para plantearle sus incumplimientos y lo que se espera de ella; sin embargo, también puede suceder que la persona con discapacidad llegue culturalmente formada para el trabajo, y con las competencias necesarias, pero que estás últimas no sean reconocidas y se le asignen tareas que desmerezcan su preparación previa”. (Joly 2007)
Resumiendo, las personas con discapacidad llegan a su edad laboral sin contar con los recursos necesarios para ser considerados como trabajadores, para conservar un trabajo, o crecer en él cuando excepcionalmente se les ofrece la oportunidad.
¿Qué ha pasado a partir de la flexibilización laboral?
Desde hace ya varios años prevalecen más horas de trabajo diarias sin pago, o al valor de la hora normal. Ya no se habla de trabajo full-time [jornada completa], sino de trabajo full-life [vida completa], sin límites de horario en el día ni posibilidad de descanso programado semanal, cual si hubiéramos ingresado a una nueva etapa de esclavitud, solo que el empleador no se hace cargo ni del pan ni del techo. En el caso de personas con discapacidad, se exige el cumplimiento de jornadas de 8 horas o más, sin hacer los ajustes correspondientes al ritmo posible y a las necesidades de descanso que algunas discapacidades imponen. Para trabajar se exige competir en igualdad de condiciones, pero sin considerar una necesaria equiparación de oportunidades.
Tomemos el ejemplo de un trabajador con esclerosis múltiple, técnicamente capacitado para la tarea. Habitualmente, los médicos aconsejan que trabaje part-time [tiempo parcial], y se tome descansos periódicos durante la jornada. Ambas modalidades no tienen cabida en el mercado laboral contemporáneo, estructurándose desde ya su exclusión del mismo o alto riesgo de mayor deterioro físico de intentar cumplir con la jornada laboral requerida.
Tomemos el caso de un parapléjico o cuadripléjico que seguramente requiera ir al baño cada 3 a 4 horas para lo cual insume unos 30 minutos por vez. Si está obligado a cumplir con 8 horas de trabajo (que implica normalmente 9 horas de presencia), o su equivalente en tarea cumplida, su jornada normal de por sí se verá extendida por 2 horas diarias, para un total de 10 a 11 horas por día. Y esto, suponiendo que el lugar de trabajo cuente con un baño accesible.
En estas condiciones laborales, ¿en qué momento del día podrá dedicarse a recuperar y mantener su salud? Y además, ¿cómo hace para llegar al trabajo si no cuenta con transporte público accesible? ¿Qué proporción de su sueldo gasta en transporte privado alterno, ya sea por taxi, remis o en su auto particular? ¿Cuánto le queda para satisfacer sus demás necesidades cotidianas? Agobiado física y mentalmente, descubre también que su sueldo le rinde muy poco en función del enorme esfuerzo por equiparar la oportunidad que le ofrece al empresario para que lo explote. ¡Qué paradoja!
¿Qué pasa con los contratos part-time?
También están los contratos de trabajo de menor duración sin garantía de continuidad ni de indemnización por despido. Esto genera enorme ansiedad y preocupación en todo trabajador, y lo ubica en una situación de desamparo gremial ante la patronal, dependiendo de la buena voluntad del empleador y por ende de una autocensura en efectuar cualquier reclamo laboral. En el caso de la persona con discapacidad refuerza aspectos ideológicos de agradecimiento y estructura una relación cargada de connotaciones de servidumbre y dependencia.
¿Qué pasa con la tercerización o outsourcing?
Por otra parte está la tercerización o outsourcing de trabajo a destajo o de cuenta-propismo desde el hogar. Es una modalidad de contratación extramuros que permite a las empresas evitar el pago de aportes previsionales y de horas extras, ahorrar en gastos fijos, y trasladar todo el riesgo de la actividad al trabajador, mediante la contratación de mano de obra muy barata que se requiere esté en total disponibilidad horaria.
En esta modalidad, la ideología del trabajo full-life (vida completa) asume su verdadera dimensión, invadiendo la vida familiar y generando situaciones laborales de alto riesgo para la salud física y emocional del trabajador supuestamente independiente, producto del stress, la falta de descanso y de una rutina de trabajo que permita estructurar el día o la semana.
El telemarketing es un buen ejemplo de esto, recluyendo al trabajador al espacio físico de su hogar, sin que pueda establecer relaciones sociales con compañeros de trabajo, y liberando, de hecho, a las empresas de efectuar adecuaciones arquitectónicas, ergonómicas o funcionales.
¿Qué rol cumplen las leyes previsionales para desincentivar el trabajo?
La flexibilización y precarización laboral liberan a las empresas, y al mismo Estado que asume estas formas de contratación, de la responsabilidad de efectuar aportes previsionales o les permiten imponer a los mismos trabajadores asumir toda la carga previsional. Esto último es bastante frecuente en pequeñas y medianas empresas para personal contratado en blanco o en negro.
En el caso de personas con discapacidad, las normativas de aportes previsionales han variado según los funcionarios de turno. Durante años, primó el criterio de que una persona con discapacidad, y especialmente jubilada o pensionada por discapacidad, no podía trabajar, caso contrario debía renunciar a su derecho adquirido. Desde un punto de vista estrictamente económico, para que tuviera sentido trabajar, la remuneración tendría que superar el ingreso jubilatorio o por pensión, y la obra social debería reconocer la preexistencia para contar con cobertura médica. Pero, como además, jamás hubo garantía de poder recuperar de manera automática o ágil el derecho a percibir la jubilación o pensión si se quedaba cesante, estas inseguridades funcionaron como fuerte mecanismos de exclusión para trabajar, y pasar de pasivo a activo.
En 1998 se introdujo una normativa que permite trabajar y seguir percibiendo la jubilación o pensión, siempre y cuando (y cito casi textualmente la Resolución 426/98 del Ministerio de Trabajo) uno se halle en condiciones de desempeñar actividades relativamente simples, de menor responsabilidad, con escasas posibilidades de movilidad y ascenso, con una reducida jornada horaria, o con remuneraciones que no constituyen un medio ponderable de vida. Es decir, el reconocimiento del derecho a trabajar teniendo una discapacidad sólo es admisible si el empleo es mal pago, sin posibilidades de progresar y de tiempo parcial.
Además, esta Resolución ignora que para trabajar, una persona con discapacidad seguramente precise utilizar medios de transporte caros (taxis, remises, o autos particulares) ante la ausencia de transporte público accesible, siga requiriendo de asistentes para vestirse e higienizarse (según la discapacidad), siga precisando elementos de ayuda para la vida diaria (sean bastones, silla de ruedas, audífonos, u otros), siga con medicamentos o requiera de prestaciones kinésicas o de otras especialidades, y de apoyo psicológico. Y todo ello cuesta y mucho y son gastos que no están cubiertos adecuadamente ni por seguro médico ni por obra social alguna. Por ende, podemos afirmar que nuestro sistema previsional también se erige en un mecanismo de exclusión para trabajar ya que no contribuye a garantizar un nivel de ingreso que justifique el esfuerzo por trasladarse y trabajar.
Al respecto, la política de estado ha sufrido cambios a lo largo de los años, sin resolver los problemas de fondo planteados (Joly 2023).
El ejercicio de un derecho, ¿satisface las necesidades que conlleva?
En febrero de 2020, el gobierno actual (Fernández-Fernández de Kirchner) compatibilizó contar con una PNC y tener un empleo si los ingresos mensuales de este último no superasen cuatro jubilaciones mínimas ($200.496, a saber un 37% por encima del nivel de pobreza fijado en $146.000).
En enero de 2021, el gobierno dio marcha atrás, prohibiendo que personas en situación de discapacidad pudieran suplementar con una PNC los magros ingresos que suelen percibir cuando consiguen empleo.
En enero de 2023, la prohibición se reforzó con un decreto que explicitó que para contar con una PNC la persona en situación de discapacidad no podría poseer un vínculo laboral formal o ser monotributista o autónomo, aplicando así el criterio menemista.
Dos semanas después, se reintrodujo la compatibilidad entre contar con un empleo y percibir una PNC. Sin embargo, a la luz de los compromisos asumidos por el gobierno nacional con el FMI (reducción del déficit fiscal y pago de la deuda externa), no sorprendería que se vuelva a reafirmar la incompatibilidad entre cobrar una PNC y tener ingresos laborales.
Sin embargo, y aun contando con empleo estatal por cupo laboral de discapacidad, ¿alcanza para llegar a fin de mes? Según un relevamiento de trabajadores estatales en situación de discapacidad consultadas: más de la mitad se encuentran bajo el nivel de la pobreza ($146.000 en diciembre 2022). De percibir una PNC, dicha proporción se reduciría a un 20%. En cambio, quienes sólo perciben una PNC (de $35.087, equivalente a un 70% de una jubilación mínima) seguirán en la más absoluta indigencia, con ingresos equivalentes a menos de un tercio de lo que marca el nivel de pobreza.
Según este estudio:
“Si el gobierno nacional se propusiera resolver las condiciones de indigencia y pobreza que caracteriza a la amplia mayoría de las familias donde anida la discapacidad, debería tomar en cuenta las propuestas históricas que animaron las luchas del colectivo a lo largo de los últimos veinte a veinticinco años. Entre estas, vale destacar el garantizar el cumplimiento del cupo laboral en el sector público y su ampliación efectiva al sector privado, prohibir el despido o jubilación forzada por enfermedad o lesión asociados a la discapacidad, asegurar salarios no inferiores a la canasta familiar, y aumentar de inmediato y de manera no escalonada las pensiones y jubilaciones a nivel de la canasta familiar. El no hacerlo perpetuará condiciones de vida miserables para al menos la mitad de quienes, teniendo una discapacidad, han logrado contar con un empleo público, y dejará en la indigencia a la amplia mayoría de personas en situación de discapacidad” (Joly 2023).
La disparidad entre lo que cobran empleados públicos en situación de discapacidad y lo que debieran cobrar para no seguir viviendo en condiciones de pobreza revela que el cumplimiento de derechos (en este caso, un empleo por cupo labora) no alcanza para satisfacer necesidades básicas.
A modo de conclusión
El enfoque principal ha sido analizar el concepto de discapacidad como íntimamente relacionado al surgimiento del sistema de producción capitalista. Sin embargo, hay estudios que revelan la existencia de prejuicios culturales referidos a personas con deficiencias y/o deformidades (y digo deficiencias y/o deformidades y no discapacidad) en occidente aún mucho antes de la emergencia del capitalismo. Hay ejemplos de ello en la cultura griega, en las religiones judeocristianas, así como en expresiones artísticas mucho antes del renacimiento. Muchas de estas ideas perduran hasta hoy día, y conviven con las que surgieron con el capitalismo. Es una característica del imperio de las ideologías, que sobreviven las épocas en que salieron a luz.
La tesis de que la discapacidad, como categoría analítica y social, sirve para discriminar entre quienes se consideran aptos o capaces para trabajar productivamente y quienes no, lleva paradójicamente a que la lucha de las personas con discapacidad sea por el derecho a ser “explotados” (Joly 2008), conscientes muchos de que en verdad la realización como personas sólo se logrará en la lucha por una sociedad construida sobre nuevas bases sociales. El horizonte debiera ser la lucha por una sociedad donde se reconozca como socialmente valioso el aporte que cada cual pueda brindar desde sus propias potencialidades y capacidades, y que a cambio cada cual reciba lo necesario para satisfacer sus necesidades básicas y vitales, necesidades que indefectiblemente cambian a lo largo del tiempo. Este es el horizonte del socialismo, bien entendido. O lo asumimos como propio, o nos condenamos a vivir y morir en la barbarie del capitalismo.
Eduardo Joly, sociólogo, usuario de silla de ruedas. Cofundador de REDI (Red por los Derechos de las Personas con Discapacidad, Argentina). Integra el Comité Editorial de la revista Disability in the Global South (Discapacidad en el Sur Global). Catedrático Schomberg, Ramapo College, New Jersey, USA.
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1 comentario en «La discapacidad: una categoría inherente al capitalismo»
los anglos son especialistas en presentar politicas fascistas como si fueran de izquierdas y muchos izquierdistas..se las compran
En beneficio de todos, no olviden su Historia
EL ORIGEN DE LOS DOS APELLIDOS (Memoria Histórica) https://anunnakibot.blogspot.com/2023/03/06-48-anunnakibot-el-origen-de-los-dos.html