¿Capitalismo freelance?

Libertad y explotación en las relaciones laborales de la era digital.

Cuando se reconoce que en Argentina hace más de una década que no crece la cantidad de puestos de trabajo registrados, hay que deducir que una gran parte de la nueva generación ingresó a un mercado laboral sin acceso a empleos asalariados formales. 

Las estadísticas oficiales admiten que la mayor cantidad de puestos generados en los últimos años son o informales -bajo diversas formas de trabajo precarizado- o los considerados como cuentapropistas o trabajadores independientes. Entre estos “autónomos” muchas veces se esconde una contratación precaria, para evadir la relación de dependencia de un asalariado mediante su inscripción como monotributista; pero también hay un sector importante de profesionales o técnicos que realizan tareas calificadas mediante diversas modalidades de subcontratación, en los mejores casos para empresas del exterior. Incluso, con el ojo puesto en estas remuneraciones en dólares de los freelancers, el gobierno impulsó la creación de un “dólar tech”, identificando que son el grueso de la creciente “exportación de servicios”. 

El trabajo freelance pretende presentarse como una opción más ventajosa para los jóvenes que cuentan con formación profesional o con algún mínimo capital (buenos dispositivos tecnológicos), y no solo por el motivo nada menor de cobrar en dólares, en un país donde la desvalorización de la moneda nacional adquirió un ritmo insoportable. La posibilidad de contar con múltiples fuentes laborales de tiempo parcial, a veces administrando sus propios ritmos y horarios, se presenta como bastante más tentadora que la más estable relación asalariada a tiempo completo para una sola empresa, sobre todo cuando estamos ante niveles récord de trabajadores formales con salarios por debajo de la línea de pobreza. Hasta podemos extender este razonamiento a quienes no ven gran beneficio en que les descuenten de sus ingresos los aportes jubilatorios, en vista de la miseria dominante en los haberes de los jubilados y las dudas acerca del sistema previsional que regirá en el futuro (precisamente porque su vaciamiento es otro correlato del avance del trabajo no registrado). Pero la jubilación es el derecho a contar con un salario diferido a la edad de retiro, conquistado con décadas de lucha del movimiento obrero; e incluso sucede que los salarios freelance se terminan cobrando “en neto”, es decir que la patronal descuenta previamente el equivalente de lo que pagaría por aportes jubilatorios. 

Tanto para aquellos excluidos de derechos laborales, sometidos a mecanismos de superexplotación y trabajo a destajo, como para quienes logran acceder a puestos calificados de contratación directa freelance, los discursos acerca de una reforma laboral para adecuar las relaciones contractuales a los nuevos tiempos pueden sonar -si no deseables- al menos “razonables”. Se pretende mostrar al mundo de los convenios colectivos de trabajo y los sindicatos como cosa del pasado. Pero esto, que tanto empresarios como políticos capitalistas argumentan que es un aggiornamento, no es el resultado necesario del progreso tecnológico sino de los intereses económicos a cuyo servicio está orientado.

Un paso, ¿hacia adelante?

Las “nuevas formas de trabajo” son más rentables para las empresas no solo en el sentido obvio de evadir las conquistas laborales y la organización sindical, sino también porque ahorran gastos de capital. Los repartidores de apps deben contar con su propio teléfono y medio de movilidad (moto o bicicleta); los teletrabajadores con sus computadoras y conectividad. Proliferan así las compañías sin oficinas físicas. Incluso hay otros cambios en apariencia “más democráticos”, como lo que sucede en el servicio de transporte de pasajeros donde la sola disponibilidad de un vehículo permite trabajar vía Uber o Didi, a diferencia de las caras licencias de taxi que restringen su acceso y concentran flotas de autos manejados por peones; pero desde el punto de vista empresarial nuevamente vemos un ahorro de capital propio, que ya no es necesario amortizar ni está expuesto a desvalorizaciones. Ni hablar ya de que muchos ni siquiera brindan un seguro a sus empleados. La ausencia de un salario básico, a su vez, empuja a la autoexplotación mediante el trabajo a destajo para obtener una mayor remuneración. 

Sin duda todo esto es parte de una tendencia internacional, con el ascenso de la tercerización y la deslocalización de numerosas tareas que antes se hacían dentro de las empresas y hoy permiten emplear a trabajadores más baratos en otras latitudes. Hasta surgió toda una “industria” de plataformas de contratación de trabajo independiente de todo tipo, incluso para puestos muy calificados. Esto es paradigmático, claro, en las grandes tecnológicas: “Google ha triplicado su fuerza laboral canadiense hasta 5.000 empleados”, repasa un columnista de The Economist, observando que allí las ciudades son más baratas que en Estados Unidos si se mide por el costo de la vivienda, y agrega luego un señalamiento interesante: según estudios de la Escuela de Negocios de Harvard “los sueldos de las profesiones más propensas a la subcontratación difieren menos de país a país” (“Cómo la tecnología redibuja las fronteras de las empresas”, 9/2/23), lo que quiere decir que ello presiona hacia abajo en aquellos lugares de mayores salarios. 

Lo mismo sucede, por supuesto, fronteras adentro, en el caso de la extensión sin precedentes del trabajo precario en Argentina. Es la contracara del empobrecimiento del asalariado registrado. Detrás de esa presión sobre el mercado de trabajo se relamen las cámaras patronales con su lobby por una reforma laboral “flexibilizadora”. Claro que llevarla a cabo no es tan fácil, porque para eso tienen que encarar una ofensiva de frente contra un movimiento obrero que si bien ha sufrido reveses en el último período está lejos de una derrota semejante como la destrucción de los convenios colectivos. Recordemos que Macri ya tenía acordada con la CGT una ley a ser votada en el Congreso, pero tuvo que guardársela después de las jornadas de diciembre de 2017 contra la reforma previsional. De ahí los debates que recorren a la burguesía sobre cómo lograrlo. La flexibilización del convenio implementada en Toyota es enaltecida por el gobierno peronista como un ejemplo de su viabilización “sector por sector” y preservando la función de la burocracia sindical, pero su contenido es esencialmente el mismo: incrementar la productividad a partir de una extensión de la jornada laboral semanal y atar los salarios a una intensificación de la producción. 

El resultado de esta pulseada está abierto. Pero sin duda el hecho de que toda una porción de la generación de trabajadores jóvenes vea esta pelea clave “desde afuera” es en primera instancia un factor de debilitamiento del movimiento obrero. La derecha y en particular el supuesto libertario Milei hace de esto un verdadero principio ideológico, según el cual el problema serían todas aquellas trabas al pleno desarrollo del capitalismo, provenientes de las regulaciones estatales o de los sindicatos. Podríamos resumir: si una parte muy importante de los trabajos disponibles son contrataciones por fuera de las registradas como relación de dependencia, ¿no pasará por ahí la generación de empleo en la actualidad? ¿No estarán obsoletos los convenios colectivos para las nuevas industrias y tecnologías? ¿No son un bloqueo a nuevas inversiones? E incluso, ¿no es mucho mejor aspirar a la “libertad” de manejar los propios horarios de trabajo? ¿No es más tentador depender de uno mismo para la generación de ingresos, sea por productividad -como en el rubro del reparto- o como empresa unipersonal? Sin embargo, sucede que en verdad lo que se presenta como formas “más libres” de trabajo es un capitalismo más salvaje, que aprovecha las nuevas tecnologías solo para lograr una mayor explotación de la fuerza de trabajo. 

¿Qué hay de nuevo, viejo?

Los “libertarios” contraponen la libertad individual a la organización colectiva de los trabajadores en cuanto tales. En esto expresan esa tendencia profunda del capitalismo de las últimas décadas a la subcontratación creciente y la deslocalización. Con las modalidades freelance la tecnología informática es aplicada para generar una competencia directa en detrimento de la solidaridad entre trabajadores, en aras de quebrar las negociaciones colectivas sobre salarios y condiciones de empleo. Muchos analistas aseguran que desaparecerá el concepto de jornada laboral como se conoció en el siglo XX, y que el cambio tecnológico posibilitará volver a modalidades más parecidas a las que existían antes de la Revolución Industrial, en las familias campesinas o el taller artesanal. Incluso hay quienes hablan de un nuevo tipo de organización empresaria que sería una versión siglo XXI del “putting-out system” de la manufactura a domicilio (en la cual un empresario-comerciante proveía de materias primas y máquinas simples a hogares donde se producían mercancías, que luego volvían a él para ser vendidas), pero ahora hasta para el trabajo de los profesionales. 

Si analizamos esta dinámica tendríamos el siguiente recorrido: el capitalismo, con su inicial gran revolución técnica, primero barrió con las unidades domésticas y artesanales de la fabricación y concentró a masas de trabajadores en grandes plantas y ramas industriales, resultado de lo cual surgieron luego los sindicatos poderosos y las centrales y federaciones sindicales nacionales que permitieron al movimiento obrero obtener reivindicaciones colectivas (jornada laboral, vacaciones, jubilación); pero ahora hallaría en las nuevas tecnologías una llave para volver hacia la individualidad propia del artesano o campesino aislado, bajo formas en apariencia no asalariadas, y poner fin a la organización sindical. Sería una vuelta a formas precapitalistas, en la época del dominio de los monopolios capitalistas. 

Con todo, hay que evitar confundir los deseos con la realidad.

El mayor ejemplo del cataclismo que supuestamente se aproxima sobre la fuerza de trabajo es el de la Inteligencia Artificial generativa. Desde el lanzamiento del Chat GPT muchas voces han vuelto a vaticinar la desaparición masiva de puestos de trabajo y de profesiones enteras. Goldman Sachs publicó un informe según el cual las IAG podrían llevar a la automatización de 300 millones de empleos en las principales economías. ¿Qué hay de cierto? Si retomamos la comparación histórica que hacíamos arriba, vemos que las revoluciones tecnológicas han dado lugar a saltos en la productividad de trabajo, inconcebibles previamente, pero su resultado no fue la reducción de la cantidad de trabajadores sino su crecimiento exponencial, conforme se ampliaban también los mercados y se creaban a su vez nuevas necesidades. Es conocido que durante la Revolución Industrial hubieron motines de trabajadores que destruían las nuevas máquinas que se incorporaban a la producción, como el movimiento ludita en Gran Bretaña, pero no necesariamente porque expulsaran trabajadores (en términos absolutos) sino porque la simplificación y mayor productividad permitían emplear mano de obra menos calificada y más barata, extender las horas de trabajo e imponer ritmos más intensos controlados por el patrón. 

Es una paradoja de la historia que ahora tengamos una suerte de ludismo del siglo XXI, no por impulso de los obreros sino de los capitalistas, como ocurre en el mencionado caso de la IA. Algunos magnates del mundo empresario, como Elon Musk, impulsaron una solicitada con firmas de investigadores y personalidades para suspender por seis meses los lanzamientos y aplicaciones de IA hasta tanto se defina un marco regulatorio, ya que existe un extendido temor sobre sus implicancias en amplias áreas de las finanzas y en cuánto puede modificar las reglas de juego en gruesos negocios -tal vez se miren en el espejo de aquellos que hace no mucho perecieron por no adaptarse a los nuevos tiempos, como Kodak o BlackBerry. Estos pronósticos lúgubres son un retrato de la actual época histórica, que se distingue de aquella fase de revolución industrial en que la burguesía tenía plena confianza en el progreso. La clave de esta diferencia es la que separa a una etapa de ascenso de un régimen social, como el capitalismo del siglo XIX, de su fase de decadencia, como la que vivimos en estos momentos. Es decir, el meollo de la cuestión no radica en el avance tecnológico, sino en las relaciones sociales. La Inteligencia Artificial puede eventualmente usarse para desplazar mano de obra humana, pero ni ello es necesario ni mucho menos es el único resultado posible. Las nuevas necesidades -y por ende nuevas áreas de trabajo- que puede originar son incalculables. Curiosamente, cuando se pronostica esa desaparición masiva de puestos de trabajo, grandes empresas se encuentran desembolsando millonadas en investigación y desarrollo en el marco de una verdadera carrera internacional por explotar las IA.

Las profecías apocalípticas de los Musk y los Goldman Sachs son en realidad un reflejo del viejo anhelo de los capitalistas de prescindir de la fuerza de trabajo viva, de lo perturbador que les resulta el hecho de que, para valorizar su capital, siempre dependerán de apropiarse de la plusvalía que producen los asalariados. Incluso cuando el propio Marx elaboró su conocida ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia del capital, resultante del crecimiento de la proporción en lo invertido en medios de producción en detrimento de lo destinado a fuerza de trabajo (que es en realidad la que produce nuevo valor, plusvalor -por eso llamó capital constante a los primeros y capital variable a la segunda-), no derivaba de ello que la cantidad de asalariados se redujera en términos absolutos, sino sólo relativamente en comparación con el tamaño del capital invertido.

Del boom al crush

El hecho es que detrás de los pronósticos catastróficos y de la tendencia a barrer con los derechos laborales no hay un boom, sino una inocultable crisis capitalista mundial. Con la economía global marchando a la recesión, el trabajo freelance quedará expuesto como lo que es: no una forma más libre, sino más indefensa del trabajador ante los atropellos patronales. La ausencia de vínculos estables entre compañeros de trabajo, incluso la separación geográfica de empleados de una misma empresa, y la flexibilidad en las formas contractuales de contratación se vuelven abiertamente en contra en momentos de contracción económica. 

El mejor ejemplo lo tenemos de nuevo en los gigantes pulpos tecnológicos que sobresalieron todo el último período experimentando una expansión agresiva, basada en altos niveles de endeudamiento con la perspectiva de ganancias futuras y aprovechando créditos baratos -que terminaron con las subas de tasas de interés-. La nueva situación la retrató Mark Zuckerberg, el dueño de Meta (Facebook), cuando dijo -al anunciar en marzo 10.000 despidos más, después de los 11.000 de noviembre- que “la economía mundial cambió, las presiones competitivas crecieron y nuestro crecimiento se desaceleró considerablemente”, y que es posible que “esta nueva realidad económica continúe por muchos años” (New York Times, 14/3). La ruidosa quiebra del Silicon Valley Bank, el banco de las firmas tecnológicas con epicentro en California, vino luego de un desplome en la financiación de esas empresas en los últimos meses de 2022. Todos los grandes jugadores de la rama están contrayendo sus gastos de capital: Disney recortó en una décima parte sus planes de inversión, sumándose a los achiques de personal en Twitter (que suprimió dos tercios de su planta desde el desembarco de Musk), Amazon (anunció a comienzos de 2023 el despido de 18.000 empleados), Google (12.000 cesantías) o Spotify. “La industria ha suprimido en el último año y medio unos 300.000 puestos, la mayor cifra desde la caída de las puntocom hace dos décadas” (The Economist, 26/3). Además han impulsado reestructuraciones en perjuicio de los trabajadores, como hizo gala Musk con su llegada a la red social del pajarito, o incluso con relocalizaciones, como la que enfrentaron con huelgas y piquetes los empleados de Amazon cuando procedió a cerrar su centro logístico en el municipio catalán de Martorelles para abrir dos plantas en Zaragoza y Figueres, proponiéndoles el traslado (a cientos de kilómetros) y recontratarlos allí con salarios más bajos.

Entonces, la crisis va a exponer la necesidad de organización colectiva también a estos trabajadores que hoy están “por fuera”. Vale tener en cuenta, además, que todo el proceso de surgimiento de las industrias tecnológicas y nuevas modalidades empresarias ya dio paso a un amplio proceso de organización y sindicalización en el corazón de las naves insignias de este “nuevo” capitalismo. Es lo que en Estados Unidos ha irrumpido con la llamada Generación U, en alusión a los jóvenes que ponen en pie organizaciones sindicales en sus lugares de trabajo (sindicato se traduce al inglés como “union”). 2022 fue el año de nacimiento de las primeras agremiaciones de trabajadores en Amazon, en los depósitos de Staten Island en Nuevo York, y en Apple, en su planta de Baltimore; son casos en que las consultas convocadas a solicitud de los empleados han arrojado votaciones favorables, a pesar de los despidos y las enormes presiones patronales por impedirlo -con las cuales frustran hasta ahora intentos de sindicalización en otras localidades. El fenómeno alcanza también a Starbucks, emblema de las nuevas cadenas gastronómicas fast food, donde desde fines de 2021 se conquistó la representación sindical en decenas de sucursales. Vemos cuán relativo es considerar a los sindicatos como asunto del pasado, a la luz de estas reacciones contra los “nuevos” regímenes de superexplotación. En el caso de Amazon, este proceso tuvo como antecedente una formidable huelga internacional en julio de 2019, con el lema “somos humanos, no robots”.

Es evidente entonces que en muchos casos la implementación de adelantos tecnológicos es simplemente una coartada para una ofensiva patronal. Se ve en Argentina con claridad en un gremio particularmente expuesto, como el de los trabajadores de prensa, donde en lo que va del año tuvimos una sucesión de episodios muy elocuentes. Una lucha contra 48 despidos en Clarín cuya excusa fue una reconversión digital, algo que en realidad se aplica hace ya dos décadas, como expresaron los propios despedidos, quienes en muchos casos hace tiempo que habían pasado a desempeñarse en sectores como audiovisuales o redes sociales. Antes, en febrero, en Diario Río Negro cesantearon al 10% del personal con el pretexto de adecuarse a una nueva etapa del periodismo digital, encubriendo el real objetivo de imponer una mayor polifuncionalidad: cada uno “hará cada vez más tareas, suplantando a quienes quedaron afuera. (…) Si antes cronicaba o redactaba, pronto estará sacando fotografías, filmando videos, editando ese material, quizás también lo suba a las redes sociales”, denunció entonces el periodista y dirigente de SiTraPren, Mariano Colombo. Mientras se escriben estas líneas se desarrolla un conflicto en Página 12 y el Grupo Octubre porque los trabajadores reclaman un plus salarial por teletrabajo, ya que solo les pagan $970 para solventar gastos necesarios como internet y electricidad. Nótese que la ofensiva no responde a las particulares inclinaciones políticas de sus editoriales. Lo central es que ninguno de estos casos revela que los despidos y la flexibilización sean la consecuencia necesaria del aprovechamiento de la innovación tecnológica, sino que ésta simplemente es utilizada para aumentar las ganancias a costa de los trabajadores. El paradigma es Mercado Libre, modelo de empresa exitosa para muchos, con su bloqueo a la elección de representaciones gremiales entre sus miles de empleados en centros de distribución y tareas informáticas, y especialmente su rechazo al encuadramiento en el convenio bancario que correspondería por la similitud de funciones en la operación de su billetera virtual Mercado Pago.

Lo que expresa todo esto es la realidad histórica de que el capitalismo no progresa hacia la libertad sino hacia la ruina y la opresión. En nada colabora a esta comprensión la actitud de la burocracia que hoy conduce los sindicatos y las centrales obreras, abandonando a los precarizados y en ocasiones actuando como enemigos. Hay ejemplos variados, desde la burocracia sindical como cómplice de la tercerización laboral (tal cual mostró a flor de piel el crimen de Mariano Ferreyra por una patota de la Unión Ferroviaria ), hasta la persecución de choferes de Uber por taxistas cuando la app comenzó a funcionar, pasando la pulseada de La Bancaria con Mercado Libre por el encuadramiento de sus trabajadores con el argumento… de que era una competencia desleal para los bancos. Para atraer y organizar a esa nueva generación los sindicatos no pueden actuar como agentes de los intereses de sus patronales, sino presentarse como un respaldo y una vía para canalizar la fuerza colectiva hacia la obtención de reivindicaciones contra la superexplotación. 

Son interesantes en este punto las movilizaciones y procesos de organización de los repartidores de apps en el último período, tanto en Argentina como en diferentes países del mundo, no solo con reclamos salariales sino también por su desamparo frente a la inseguridad o los siniestros viales que se derivan de la propia modalidad de trabajo. De nuevo, la burocracia sindical les dio la espalda. La misma responsabilidad le cabe a las direcciones de los sindicatos estadounidenses en las derrotas que han sufrido numerosas consultas por la sindicalización, en medio de feroces campañas patronales -a pesar de las cuales el movimiento de esa Generación U se ha ido abriendo paso. Uno de los desafíos del sindicalismo clasista, que lucha por la expulsión de la burocracia y la recuperación de los sindicatos, es la de impulsar la organización en estos sectores hoy no agremiados para luchar por los innumerables reclamos -papel que ha jugado en las mencionadas acciones de lucha de los trabajadores de reparto. Cuenta para ello con una rica tradición de batallas contra la precarización laboral, la tercerización, y la unidad con los desocupados en el movimiento piquetero.

¡I want to break free!, o la jornada laboral

A lo que vamos es que si bien es razonable que sectores de la juventud vean al trabajo asalariado como una prisión y un límite a su progreso personal, en este contexto de retroceso de conquistas laborales (incluyendo la destrucción de las jubilaciones y el vaciamiento de las obras sociales), al mismo tiempo es lisa y llanamente falso que la solución sea “liberar” las barreras hacia un “capitalismo desregulado”. Es falsa además la equiparación que hacen los “libertarios” entre regulaciones estatales en sí -como si fueran una negación del mercado- y los derechos que fueron arrancados por el movimiento obrero a fuerza de duras batallas justamente contra el Estado y las patronales. Pongamos como ejemplo clásico el de la jornada laboral de ocho horas y los mártires de Chicago: los líderes de aquellas huelgas fueron sentenciados a pena de muerte porque buscaban poner un límite al tiempo que pasaban trabajando para otros. Es una ilustrativa refutación a los que dicen que el capitalismo es el reino de la libertad y a la vez piden a gritos terminar con el derecho a huelga (la acción colectiva por excelencia), porque muestra que -cuando la necesidad económica de satisfacer las necesidades vitales no alcanza para obligar a los trabajadores a seguir vendiendo su fuerza de trabajo en condiciones que no les cierran- los capitalistas y sus Estados llegan hasta el asesinato para impedir que los laburantes ejerzan la simple libertad de abstenerse de trabajar. En la represión a las huelgas obreras y el ataque a la organización sindical sale a la luz el carácter real del empleo en la sociedad capitalista como trabajo forzado. 

La conclusión es que, por más que se disfrace de freelance -o sea tras relaciones no salariales de contratación-, la libertad es incompatible con el trabajo bajo el capitalismo, con el trabajo para la valorización del capital. La lucha por reducir la jornada laboral es una pelea por la libertad en toda su pureza, siendo que para todo aquel que trabaja para otro la libertad empieza cuando termina el horario de laburo, a partir de cuándo empieza a disponer de su tiempo. En cambio, en el capitalismo el empleo de tecnología que incrementa la productividad del trabajo no se usa para reducir el tiempo de explotación sino contradictoriamente para alargar la jornada (o superponer múltiples trabajos “independientes”) y atentar contra las conquistas laborales. El progreso técnico no aminora sino que refuerza la carga del trabajo social. Solo los socialistas defienden realmente la causa de la libertad, porque únicamente cuando estén cubiertas las cuestiones vitales elementales y quede un resto de tiempo al finalizar el día laboral, las personas podrán dedicarse a desarrollarse personal y socialmente, a desenvolver plenamente su individualidad en el marco de la socialización de las tareas necesarias. 

Como reflexiona Marx en el tomo III de El Capital, “el reino de la libertad sólo empieza allí donde termina el trabajo impuesto por la necesidad y por la coacción de los fines externos; queda, entonces, más allá de la órbita de la producción material. (…) La libertad en este terreno sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común en vez de dejarse dominar por él como un poder ciego, y lo lleven a cabo con el menor gasto posible de fuerzas y en las condiciones más adecuadas y más dignas de su naturaleza humana. Pero, con todo ello, siempre seguirá siendo éste un reino de la necesidad. Al otro lado de sus fronteras comienza el despliegue de las fuerzas humanas que se considera como fin en sí, como el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer tomando como base aquel reino de la necesidad. La condición fundamental para ello es la reducción de la jornada de trabajo”.

No hay que leer esta conclusión como un anhelo moral, sino como el corolario del desarrollo histórico de las sociedades, de sus relaciones de producción y sus fuerzas productivas. La economía capitalista desarrolla nuevos progresos tecnológicos permanentemente, pero sin otro objetivo que maximizar las ganancias y la acumulación de capital. Por eso la era de las IA es también la de la guerra comercial, de la carrera entre gigantes de la tecnología respaldadas por choques entre Estados; es lo mismo que sucede con las presiones del imperialismo yanqui contra la china TikTok y antes Huawei, o las barreras proteccionistas para buscar disminuir la dependencia en eslabones críticos de la cadena de suministros como son los semiconductores (chips). Esto incluye los enfrentamientos bélicos propiamente dichos, como en Ucrania, y la asignación de enormes recursos al desarrollo de fuerzas destructivas. En esta fase de agotamiento histórico, de monopolios, burbujas financieras, quiebras bancarias, recesión y guerras, el capitalismo no es ya el vehículo del progreso tecnológico sino una traba. La Inteligencia Artificial como objeto de rapiña entre Google, Microsoft, Elon Musk y la china Baidu no se va a desenvolver ni más rápido ni mejor que si existiera una cooperación en su investigación y desarrollo. Y, por lo demás, es seguro que esa carrera expresa que las IAG serán aplicadas y difundidas solo en la medida que permitan una mayor apropiación de ganancias, en lugar de satisfacer necesidades sociales y culturales propiamente dichas. Para que la innovación tecnológica no vaya en detrimento de las mayorías trabajadoras hay que superar el estrecho objetivo de la mera acumulación capitalista. Caso contrario, todo adelanto productivo vendrá con más pobreza y degradación social, como en la Revolución Industrial, y todo avance científico servirá a fines ruinosos, como la física nuclear al servicio de fabricar bombas atómicas.

De todas maneras, es indudable que el capitalismo revolucionó la técnica como nunca antes, y lo hizo socializando la producción (aunque, claro, para la apropiación privada de sus productos), o sea desarrollando fuerzas productivas que solamente pueden funcionar a escala social. Esta ruptura pudo consagrarse gracias a que, en comparación con los anteriores modos de producción, los trabajadores fueron doblemente “liberados”: de las cadenas jurídicas, como sucedía en la servidumbre o la esclavitud (donde la explotación es extraeconómica); y de toda propiedad sobre los medios de producción, de manera que para sobrevivir no tiene más mercancía para vender que su fuerza de trabajo. Así se quebró la unidad productiva de la familia y la comunidad campesinas, del taller artesano y sus estrictos gremios, el capitalista dejó de ser un mero comerciante o usurero para ser el rector de la producción y se incorporó al trabajador como simple pieza en un engranaje colectivo. Esa doble condición “libre” del trabajo asalariado crea por primera vez en la historia a una clase social que “no tiene nada para perder más que sus cadenas”. Este carácter universal de la clase obrera es el motivo por el cual para los marxistas ella es el sujeto de una revolución social llamada a terminar con la explotación, porque no tiene ningún interés particular como propietaria y porque se enfrenta colectivamente ante fuerzas de producción de carácter social. Este productor universal, premisa de los saltos tecnológicos de los últimos siglos, tiene la tarea histórica de socializar los medios de producción para abrir paso a una nueva era. 

Volviendo sobre Marx, él ya apuntaba que “en la medida en que la industria se desarrolla, la creación de la riqueza real deviene menos dependiente del tiempo de trabajo y de la cantidad de trabajo utilizado que (…) del nivel general del desarrollo de la ciencia y del progreso de la tecnología, o de la aplicación de esta ciencia a la producción. (…) En esta transformación, no es ni el trabajo inmediato realizado por el hombre mismo, ni el tiempo que él trabaja, sino la apropiación de su propia fuerza productiva general (…) lo que se presenta como la gran piedra angular de la producción y de la riqueza. El robo de tiempo de trabajo ajeno, sobre el que descansa la riqueza actual, se presenta como una base miserable frente a esta base recién desarrollada, creada por la misma gran industria. Tan pronto como el trabajo en forma inmediata ha dejado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja y tiene que dejar de ser su medida y, en consecuencia, el valor de cambio tiene que dejar de ser la medida del valor de uso. El plustrabajo de la masa ha dejado de ser condición para el desarrollo de la riqueza general, así como también el no-trabajo de los pocos ha dejado de ser condición para el desarrollo de las fuerzas generales del cerebro humano. Con ello se derrumba la producción basada sobre el valor de cambio, y el proceso de producción material inmediato pierde la forma de la miseria y del antagonismo. Aquí entra entonces el desarrollo de los individuos, y por lo tanto, la reducción del tiempo de trabajo necesario, no para crear plustrabajo, sino la reducción en general del trabajo necesario de la sociedad a un mínimo, al que corresponde entonces la formación artística, científica, etc., de los individuos gracias al tiempo devenido libre y a los instrumentos creados para todos ellos. El capital es la contradicción en movimiento, porque tiende a reducir el tiempo de trabajo necesario a un mínimo, mientras que por otra parte pone al tiempo de trabajo como la única medida y fuente de la riqueza (…) pone, por lo tanto, el trabajo superfluo como condición del trabajo necesario. (…) Las fuerzas productivas y las relaciones sociales son para el capital exclusivamente medios para producir sobre su base limitada. Pero en realidad ellas son las condiciones materiales para hacer saltar por los aires esta base limitada”.

En definitiva, sólo los socialistas luchamos realmente por terminar con la prisión del trabajo asalariado, y por un trabajo realmente libre.


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