Con este libro, el primero de una serie anunciada de cinco, Raúl Alfonsín pretende explicar la necesidad “histórica" del Pacto de Olivos y defender la reforma constitucional surgida de este Pacto desde el punto de vista de la construcción de un “Estado de bienestar", que el autor enarbola en oposición al “neo conservadurismo" que encarnaría el gobierno actual.
La preocupación del ex presidente, al escribir este texto, no es académica. Quiere zanjar a su favor la profunda crisis abierta en la UCR con el Pacto de Olivos, que, como él mismo reconoce, no “cesó jamás": "… aunque hice lo imposible por explicar (el Pacto) muchos sectores quedaron convencidos de que se había producido un quiebre de la coherencia radical y también una ruptura del compromiso asumido con la ciudadanía. Ese argumento, en buena medida, ha dado motivo a este libro” (pág. 319).
Para convencer sobre la justeza del Pacto y de la reforma constitucional, Alfonsín llega incluso a presentar al “consenso" como motor del progreso social a lo largo de la historia. “… (La) propia naturaleza (del consenso) lo conduce hacia el progresismo” y es incluso "un camino hacia el socialismo democrático al definir su rumbo por el consenso acerca de reglas que aseguren la convivencia” (pág. 32).
La “teoría” es una creación artificial sin ningún asidero histórico. Para Alfonsín, el consenso “provocó impensados avances sociales” en "Suecia o en Europa" luego de la segunda guerra mundial, “olvidando” que el “consenso" sobrevino a la mayor masacre en la historia de la humanidad, provocada por la guerra interímperialísta, y que las “democracias sociales” nacieron del pacto entre los imperialismos victoriosos y la burocracia stalinista para ahogar la situación revolucionaria abierta en la posguerra (lo que incluyó el asesinato en masa de las poblaciones de Alemania y Japón, o la masacre de la resistencia antinazi en varios países).
“En Atenas, donde se persuadía con el discurso, el fin de la política era la búsqueda del consenso" (pág. 32), pero sólo entre los ciudadanos “libres", jamás con los esclavos, sobre cuyas espaldas se sostenía la sociedad.
“La violencia… es muda", dice Alfonsín, elevándola a la categoría de mal absoluto. Pero la violencia juega también un papel revolucionario en la historia, y es, según la frase de Marx, la partera de toda vieja sociedad preñada de otra nueva, el instrumento que permite al movimiento social abrirse paso y romper formas políticas muertas.
La teoría del consenso le permite a Alfonsín justificar todos los pactos político militares que armaron la transición entre las dictaduras y las “democracias", y que preservaron la casta militar, los jueces, la legislación y la deuda externa. “En América Latina, el inicio de muchos procesos democráticos ha tenido lugar a través de acuerdos entre los detentadores del poder autoritario y sectores democráticos. Así funcionan los gobiernos en Brasil o Chile, por ejemplo. En Bolivia se puede hablar de la permanencia de una democracia pactada o consensual desde 1989" (pág. 39). Los ejemplos hablan por sí solos.
Para Alfonsín, "el pueblo no tomó la Bastilla" en 1983 y no debe tomarla nunca. El “Estado legítimo” es un régimen en el cual "el consenso previo ha eliminado las contradicciones fundamentales… (y sólo) admite el disenso propio del pluralismo… negado por los extremismos de izquierda o de derecha". ¿Por qué la necesidad de un "Estado legítimo", de un “consenso” previo y no de la democracia burguesa clásica? Porque “ante la espontaneidad de los movimientos reivindicativos, hay que acudir a la idea del pacto democrático capaz de articular… procedimientos que garantizan la paz social” (pág. 39).
El “Estado legítimo" es un cheque en blanco "teórico" para avalar a todos los regímenes democratizantes y los pactos político-militares que les dieron origen. Desde el "estado de derecho" de la obediencia debida y el indulto en la Argentina, al régimen cuasi dictatorial chileno; es decir, todos los Estados que bajo el velo de los ideales democráticos han impuesto la dictadura de la banca internacional.
El "Estado legítimo" alfonsiniano no está sometido a principio alguno, es oportunismo puro —“de qué manera puede el político cerciorarse si realmente está cumpliendo…— con la voluntad del pueblo. Puede haber circunstancias en que no pueda saberlo cabalmente. Es el resultado de su experiencia y la consecuencia de una intuición política (pág. 37). Lo único que diferenciaría a una dictadura del “Estado legítimo” son las elecciones, lo que delata a una tendencia política reaccionaria. “El sufragio universal no ha servido para asegurar, en las condiciones del Estado burgués en la Argentina, la soberanía popular frente al imperialismo… (que) acabó imponiendo sus exigencias políticas y diplomáticas a todos los regímenes burgueses surgidos del sufragio. La sujeción del Estado por parte de la burguesía se da, no a través del sufragio, sino de la deuda pública, así como de todo el conjunto de relaciones económicas que ata el Estado a la sociedad” (Jorge Altamira, Informe…, 18/5/85).
La tendencia histórica mundial de la burguesía, en la etapa de descomposición del capitalismo, va en el sentido del bonapartismo, no de la democracia (tesis de Marx en el El 18 Brumarío…). El rumbo de Alfonsín confirma a los clásicos.
Neoconservadurismo
Democracia y Consenso dedica largas páginas al “auge del neoconservadurismo”, creador de un “Estado desertor, propio de una sociedad insolidaria” en oposición al Estado de bienestar, y que "pone en riesgo las libertades individuales, así como la gestión democrática". No explica el origen de esta ola, “un esfuerzo inteligente, sistemático y coherente para dar una respuesta reaccionaria al hombre actual” (pág. 272) que, en su variante alemana, “(llega) a la política para sostener que no se necesita la democracia porque la suple el desarrollo técnico científico".
El llamado a enfrentar el neoconservadurismo es, en el mejor de los casos, un planteo vacío de contenido. Hasta ahora no se ha demostrado que sea posible derrotar a la "plutocracia” (o al imperialismo) por otra vía que no sea la conquista del poder por los trabajadores. Alfonsín llama a hacer causa común con la burguesía y el propio imperialismo “liberal" contra los sectores del “Estado desertor". Esto permitiría bloquear la política del neoconservadurismo, que “ha incidido decisivamente en (las condiciones) de los organismos internacionales de crédito…de muy dudosa aplicabilidad o conveniencia en nuestros países" (pág. 277). El planteo, repetido y estéril, tiene una única función: dar testimonio de que el radicalismo no tiene antagonismo alguno con el imperialismo ni con la patria “privatista", y que su única “política” es ser peón en la “interna" del Estado yanqui y de los organismos internacionales.
Como puede suponerse, Alfonsín concibe el “desarrollo” o la “solidaridad social” sin desconocer la deuda externa y sin plantearla renacionalización de las empresas privatizadas, lo que convierte a ese “desarrollo" en una fórmula absolutamente vacía.
El Pacto de Olivos fue escrito hace 10 años
El lector de Prensa Obrera o En Defensa del Marxismo sabe que el antecedente del Pacto de Olivos fue el dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia, creado a instancias de Alfonsín a fines de 1985 para elaborar la reforma a la Constitución. Uno y otro texto son casi idénticos, y su simple lectura desmiente que haya existido, en 1986 o en 1993, la intención de "atenuar el presidencialismo". El dictamen original del Consejo… planteó habilitaren la Constitución el dictado de los “decretos de necesidad y urgencia", la promulgación de leyes en forma parcial por el Ejecutivo, la renovación legislativa cada cuatro años, la elección de un ministro coordinador para “preservar al presidente y consecuentemente al sistema" (Alfonsín), la formación de un Consejo Constitucional, elegido por partes entre la burocracia del Poder judicial, la corporación de los estudios de abogados, el Ejecutivo y el Parlamento, capaz de descalificar las leyes que aprueba el Congreso y debilitar aún más la única institución representativa del Estado. Pero el dictamen del Consejo radical fue aún más lejos que los reformadores menemistas: planteó la “aprobación ficta de proyectos", por la cual proyectos del Ejecutivo quedan convertidos en ley pasado cierto tiempo sin tratamiento, “delegación en las comisiones (del Parlamento) para la aprobación de ciertos proyectos" (leyes que no pasan por la votación de las cámaras) y “reducción del quórum para sesionar". Por otra parte, el Consejo "consideraba conveniente que los ex presidentes de la Nación se constituyeran en senadores vitalicios, con voz pero sin voto" (pág.185).
La esencia de la reforma constitucional alfonsiniana (en la que fueron activos protagonistas Menem y Cafiero) era establecer un régimen de "unidad nacional” que permitiera aplicar los planes capitalistas contra los trabajadores y desplegar a fondo las "privatizaciones", una tendencia que venía de antiguo (recordar la incorporación de Alderete al gabinete radical). Esta reforma se cancela en 1988, frente a la descomposición del gobierno radical, pero sus líneas maestras siguen planteadas. En 1993, con Menem, el Pacto se propuso resolver un problema adicional: habilitar la reelección de la camarilla que actúa como representante de los intereses privatizadores y garantía del cumplimiento de los acuerdos internacionales, y concentrar aún más los poderes del Estado en el Ejecutivo para hacer frente al derrumbe del 'plan' económico y la rebelión popular.
Alfonsín planteó varias veces, sin que nadie le respondiera, que “la reforma constitucional se habría hecho igual" sin el radicalismo y aun en términos más graves para "el estado de derecho". En realidad, sin el concurso del radicalismo no habría habido reforma, porque el régimen de los “privatizadores" quedaba expuesto al colapso. Esto, de todos modos, estaba descartado. No solo ni fundamentalmente porque la cúpula radical fuera autora intelectual de la reforma sino por sus vínculos con la gran patronal nativa y extranjera, volcada mayoritaria- mente a la reelección y al bonapartismo.
Al momento de explicar la firma del Pacto, Alfonsín crea la ficción de una cruzada radical contra la "ola neoconservadora” encarnada por el menemismo, que puso "límites al presidencialismo”. En las cuestiones básicas de la reforma, radicales y justicialistas (y no sólo ellos) fueron un único partido, el debate fue sobre las prebendas (senadores, autonomía de la Capital, términos de la reelección) y la hojarasca (derechos sociales, ecológicos, etc.).
Alfonsín hace un esfuerzo muy grande por demostrar que existía en el país una cuestión constitucional pendiente, la incorporación de los derechos sociales, ignorados en su momento por la corriente que representó Alberdi. No hay tal cuestión pendiente. Los derechos sociales fueron incorporados en la reforma del ‘49 y luego en la del ‘57, sin que la mención a la “jubilación digna", el “derecho al trabajo", o el “salario mínimo vital y móvil" en la “Carta Magna”, permitiera torcer un milímetro el arrasamiento de estas conquistas por la burguesía. No existió problema constitucional, desde el momento que no se planteó un cambio de régimen social o político, sino un reforzamiento de las características despóticas del ya vigente.
Un acierto de Alfonsín
Como se sabe, la reforma constitucional tomó la forma de una clara conspiración contra el pueblo. El Pacto de Olivos previo, en su parte final, que las reformas antidemocráticas fueran votadas obligatoriamente y en bloque. La Convención quedó así, convertida en mera oficina de registro de ese acuerdo y de la votación en el Congreso.
Frente a la posición de Norberto Laporta y otros convencionales (Frepaso), mocionando la votación punto por punto, Alfonsín responde: "si hubiera sido cierto que el Congreso se había extralimitado, que la Convención Constituyente no podía sesionar con estas reglas, la única solución posible sería declarar que no había Convención Constituyente" (pág. 358).
Y revela, elogiándolos, la conducta de los hombres del Frepaso. Por referencia a lo que Alfonsín llama el “ala derecha" de la Constituyente, “particularmente dura con el Pacto de Olivos", los expositores del Frepaso "tuvieron interés en diferenciarse de esa posición". "El convencional Carlos Alvarez se preocupó por señalar que no demonizaban el pacto… que si se lograba una justicia independiente, controles al poder y una Constitución de mejores y más derechos, eso se iba a reflejar en una sociedad… más justa. No podía abortarse el constitucionalismo social…" (pág. 340).
Pero, finalmente, como plantea Alfonsín, "el juramento unánime de los convencionales al nuevo texto de la Constitución Nacional simboliza, desde el punto de vista político, que la controversia resultó abstracta” (pág. 360). Todos votaron, la ‘oposición’ radical y los representantes de Alianza Sur (hoy Alianza de Izquierda Popular) incluidos.