Bancos de inversión y crisis capitalista

Comentarios sobre un pronóstico de Paul Sweezy

Paul Sweezy -reconocido autor marxista norteamericano que se destacó por sus agudos análisis y múltiples trabajos sobre la realidad económica y social contemporánea- escribió un texto, en 1941, que se titulaba “La declinación de los bancos de inversión”, que daba por concluido un ciclo de desregulación bancaria dominado por los bancos de inversión, y que daba preeminencia a la intervención estatal. Sweezy ligaba esa afirmación a las transformaciones operadas en el régimen capitalista, como consecuencia del rol excepcional que había jugado el New Deal de Roosevelt, y luego al ingreso de Estados Unidos en la guerra. A partir de 1930, desparecieron virtualmente las nuevas emisiones en gran escala de capital y las fusiones, que siempre fueron la fuente de beneficio y poder de los bancos de inversión. Del mismo modo, se contrajo la operatoria en nuevos títulos y obligaciones. Sweezy destaca que el 75 por ciento de las operaciones en esos años representaba apenas una renovación de los títulos ya existentes, operaciones de rutina. Este achicamiento del negocio provocó un redimensionamiento de los bancos. El gobierno de Roosevelt sancionó, en 1934, una ley (Glass Steagall Act) que separó a la banca comercial y la de inversión. El divorcio entre una clase de bancos y otros debía permitir que en el futuro no se repitiera un escenario de crisis. Una gran parte de los bancos optaron por continuar como bancos comerciales, otros apelaron a fusionarse. El más importante de todos ellos, el J.P. Morgan, prefirió mantenerse como banca comercial. Una nueva firma, Morgan Stanley & Co, fue fundada para llevar adelante los negocios propios de un banco de inversión.

Sweezy bucea en las causas que explicarían estos cambios institucionales. Al respecto, destaca: 1) una declinación en el ritmo de la expansión económica y de creación de nuevas industrias; 2) la tendencia de las grandes corporaciones a la autofinanciación; 3) el rápido crecimiento de inversiones institucionales (léase fondos públicos); y, por último, el lugar cada vez más importante del gobierno federal, particularmente a través de la “Corporación Financiera de Reconstrucción”, uno de los flamantes organismos creados bajo el New Deal, que empieza a cumplir funciones que antes le estaban reservadas a los bancos de inversión. La inversión en Defensa, que pasa a tener un peso clave en medio de la Segunda Guerra Mundial, es financiada y acaparada por el Estado.

Sweezy toma nota de estos cambios para concluir que asistimos a una nueva fase. Utilizando sus palabras, “nos estamos moviendo en la dirección de un capitalismo de Estado, que es enteramente capitalista en su estructura de clase, pero que es un nivel más alto en la centralización del poder económico”. Sweezy aclara que “si bien no debe confundirse con una tendencia hacia el socialismo, innegablemente, la misma prepara el camino al socialismo en ciertas cuestiones importantes”. Sus reflexiones van incluso más lejos, pues Sweezy revisa el rol, la función y el lugar histórico que ocupa el capital financiero. Para él, pasa a ser un estadio pasajero que ha empezado a desaparecer y a desintegrarse.

Balance

Al momento actual, el final de la película, a la vista, ya sabemos que el pronóstico de Sweezy fue erróneo. Los bancos de inversión, cual ave fénix, volvieron a resurgir de sus cenizas y a ocupar el centro de la escena. El pronóstico atrevido de Sweezy proyecta una tendencia que nace como un recurso extremo para salvaguardar la integridad del sistema capitalista. A su modo, aunque desde la vereda opuesta, Sweezy cayó en el error simétrico de los apologistas del capitalismo, que durante la década que arranca en 1920, embriagados por la expansión febril y persistente de los negocios bursátiles, y el lugar conquistado por los bancos, auguraron un ciclo ascendente que descartó la emergencia de una crisis. En oposición a los que descontaron un auge interrumpido a los bancos de inversión, Sweezy declaró su defunción.

La resurrección de los bancos de inversión -que estaba fuera de los cálculos y del radar del autor- no se puede disociar de la dinámica capitalista de conjunto. Las enormes crisis fiscales generadas por el “ciclo keynessiano”, la inflación; y, por sobre todo, la caída de la tendencia media de ganancia, en circunstancias en que la inversión del Estado compite con la privada y absorbe los excedentes para acumular capital, desataron una rápida crisis (entre fines de los ’60 y fines de los ’70), que mutaron el escenario capitalista y revirtieron el pronóstico de Sweezy. El capitalismo decreta, en 1971, la inconvertibilidad de la moneda.

El capital financiero

A partir de esta crisis, el excedente de las grandes corporaciones sale de la esfera industrial a la financiera. “El conjunto empresario se transforma en una sociedad madre (llamada generalmente holding del grupo) y las sociedades filiales ubicadas bajo su control. La sociedad madre es, entonces, antes que ninguna otra, un centro de decisión financiero, mientras que las sociedades ubicadas bajo su control son, la mayoría de las veces, sociedades productoras. De esta manera, el papel esencial de una sociedad madre es el arbitraje permanente de las participaciones financieras que posee en función de la rentabilidad de los capitales involucrados.

Es la función del arbitraje de la sociedad madre la que confiere al grupo su carácter financiero (Morin, 1974, pág. 19). Los grandes grupos industriales no sólo utilizan fondos propios para abrir nuevas oportunidades de inversión lucrativa fuera de la esfera productiva, sino que se endeudan para ampliar ese horizonte. El apalancamiento está al servicio de reforzar este tipo de operatoria financiera, cuya ampliación ha sido proporcional a la incapacidad para lograr una colocación redituable en el campo productivo.

The Economist estimaba en 2008 que las “ganancias” financieras representaba el 27% de las ganancias de 500 sociedades del índice Standard & Poor. Y al detenernos, a su vez, en ese tipo de ganancias, se verifica claramente que estamos frente a ganancias virtuales resultantes de esta inflación de activos financieros.

La enorme suba de la tasa de ganancia (para las corporaciones de los Estados Unidos), entre 2001 y 2006, es en gran parte financiera, conectada a la creciente sobrevaluación de los activos hogareños y financieros. La baja tasa de interés llevó a la sobrevaluación de los activos y la suba en su “valor” fue confundido con un aumento de la riqueza social.

En este marco, fueron desapareciendo las fronteras entre los bancos comerciales y de inversión. Más aún, cuando el negocio tradicional de intermediación empezó a decaer como consecuencia de la competencia de la inflación financiera. Las grandes empresas comenzaron a endeudarse en forma directa emitiendo títulos. Este cambio también tuvo su traducción en el campo jurídico cuando, en el año 1999, una nueva ley, Financial Service Modernization Act, más conocida como Gramm-Leach Billey Act, reemplazó la ley Glass-Steagall Act. A imagen y semejanza de las corporaciones industriales, la nueva legislación facilitó la creación de holdings con capacidad para actuar tanto como bancos comerciales como bancos de inversión. El Citibank se transformó en el Citi Group. Desde ese momento, los bancos comerciales yanquis pudieron tomar más riesgos, y apalancarse y competir en mejores condiciones con los mayores del mundo que eran europeos y japoneses.

La aparición en escena de lo que Sweezy identifica como fondos institucionales consolidó la hegemonía del capital financiero. El negocio financiero llega a su perfección, pues lleva a cero el riesgo empresario. La administración de estos fondos está fuera del control de sus aportantes. Así como los fondos pasan a ser accionistas de las empresas y bancos, del mismo modo, los grupos industriales y bancarios desembarcan en los fondos, en calidad de socios y haciéndose cargo o compartiendo el gerenciamiento de los mismos.

Dinero, crédito y capital ficticio

El empapelamiento al que hicimos referencia no se podía sostener indefinidamente y como era de esperar, estalló y desembocó en la inconvertibilidad del dólar dispuesta por Nixon en el año 1971. Con la inconvertibilidad, en 1971, se busca desligar formalmente a la moneda, de la ley del valor. En este cuadro, ingresamos en una nueva recesión en los años ’74 y ’75, pero a diferencia del pasado acompañada con inflación en lugar de la caída tradicional de los precios, conocida popularmente como stagflation” (estancamiento con inflación). Este escenario refuerza aún más la “ficción monetaria”, que le asigna al dinero una capacidad de generar beneficios en forma autónoma.

Entre las múltiples funciones del dinero, una de ellas consiste en funcionar como capital ficticio. Marx dirigió su atención, en primer lugar, al capital bancario.

Aparece como la fórmula más pura del capital porque se presenta como dinero que produce dinero. Esto crea la ilusión de que la riqueza puede autorreproducirse, al margen del proceso de producción, cuando, en realidad, el interés que reciben los bancos es una detracción del beneficio industrial que se deriva de la explotación de los trabajadores. Esto crea una segunda ilusión de que el interés es resultado de un capital original, en pie de igualdad con el invertido en la producción. El mismo fenómeno se constata en la sociedad por acciones en el que, a la par del capital productivo, comienzan a circular títulos representativos del mismo. El capital accionario pasa a ser un duplicado de capital original, hasta el punto tal que pasa a moverse con gran autonomía. Hasta extremos tales, que pasa ser moneda corriente que el valor de una acción en la bolsa no guarde relación con los resultados económicos de la empresa (las acciones pueden subir aunque la firma comercial está arrojando pérdidas). En resumen, el capital ficticio constituye instrumentos secundarios del sistema de crédito (y como tal necesarios y útiles porque permite ensanchar las transacciones y agilizar el proceso de acumulación), del mismo modo que al lado de la mercancía circula, contradictoriamente, el dinero.

El capital ficticio no es un hecho nuevo; lo que sí distingue al período que arranca con la crisis del ’30 es la magnitud de su crecimiento. En la actualidad, se calcula que esos activos financieros representan diez veces el PBI del planeta; es decir, una cifra cercana a los 500 billones de dólares (el llamado mercado de “derivados”).

Pero esos capitales, nacidos al margen de proceso de producción, no generan mayor valor ni, por lo tanto, plusvalor. Reclaman su tajada de la torta, pero no han contribuido a acrecentarla. Son un capital para quienes lo poseen y administran, pero no desde el punto de vista del movimiento de acumulación de capital en su conjunto. No puede sorprender, a la luz de lo expuesto, que los bancos de inversión hayan vuelto a brillar en el firmamento.

La economía de producción y la economía de especulación, lejos de ser términos opuestos, son complementarias. Se necesitan como hermanos siameses. Esta expansión ofició, durante mucho tiempo, como factor contrarrestante de la caída de la tasa de ganancia, en la medida en que sirvió para ejercer una enorme presión para racionalizar (ajuste) el proceso de trabajo, y de la tendencia a la sobreproducción, por medio del crédito en gran escala, en especial al consumo personal. En consecuencia: la inversión productiva en Estados Unidos se duplicó entre 1991 y 1999. Contra los que aún hoy siguen planteando que la crisis se funda en la “exuberancia irracional” que adquirió el esfera financiera en oposición a la productiva, es útil tener presente que en el período nombrado se ha desarrollado una gran masa de inversiones en el ámbito de la economía real -como, por ejemplo, la instalación de las redes de telecomunicaciones de fibra óptica que nunca fueron rentables, lo que llevó al Financial Times a calificarla en términos catastróficos como la “hoguera del billón de dólares de riqueza”.

Panorama actual

En la actualidad, ya no quedan bancos de inversión en Estados Unidos, pero tampoco han sido sustituidos por un nuevo keynesianismo o New Deal. En la superficie, se podría afirmar que el pronóstico de Sweezy volvió de sus cenizas. La realidad es que el sector financiero ha cobrado aun mayor autonomía, como el que se mueve “a la sombra” de los bancos comerciales o los fondos de cobertura”. La banca estatal de China, debido a este mecanismo paralelo, opera más como una banca de inversión que como un competidor de los privados. No es exagerado afirmar que gran parte del sector financiero está quebrado. De allí, el calificativo de “bancos zombis”, como los reconoce la prensa. Esto vale no sólo para la banca norteamericana, sino también y en especial, para la europea. Así tenemos a grandes grupos de inversión en Estados Unidos que están ahora llenos de dinero (más de 2 billones de dólares en el último recuento), pero les resulta más difícil para invertir (G: Tett, Financial Times, 17/5). La paradoja actual consiste en el exceso de liquidez, por un lado, y la insolvencia, por el otro.

Este panorama de quebranto empuja a los bancos a buscar negocios más arriesgados. En lugar de salir de los activos tóxicos, son más prisioneros de ellos. El J.P. Morgan anunció pérdidas por 2.000 millones de dólares a raíz de la venta de seguros de crédito de más de 100.000 millones de dólares. Al encarecerse el costo de dichos seguros, el tiro le salió por la culata. La inflación del valor de las acciones de Facebook que entraron a cotizar en la bolsa (cuyas acciones se derrumban sin fin y cuyos inversores ya han perdido más de un tercio de su capital; lo mismo ocurrió con la reciente venta de acciones de Groupon) o los fraudes como el que se acaba de destapar con la manipulación de la tasa Libor en la que aparecen comprometidos 15 de los principales bancos del mundo.

Esta seguidilla de episodios ha acentuado los pedidos de regulaciones más estrictas. Pero eso no pasa de una expresión de deseos. El nuevo tratado bancario, Basilea III, aprobado por los bancos centrales de los principales países, establece mayores requisitos de capital básico y de liquidez para enfrentar situaciones de riesgo, pero ya han salido al cruce numerosos instituciones bancarias, advirtiendo que no están en condiciones de cumplirlos. Las normas en vigencia no impidieron la creación de instrumentos para burlarlas como sucedió con los pergeñados por el Citi y que no estaban registrados en sus balances. Pero más importante aún es que no hay regulación que pueda revertir el estado de falencia de los bancos y devolverle su solvencia. No van a tener más remedio que pasar por el purgatorio. El porvenir de los bancos está atado enteramente al desenlace más general de la crisis capitalista en su conjunto.

Conclusión y perspectivas

La quiebra del Lehman Brothers obligó a establecer un cordón sanitario para impedir la repetición de episodios similares. Pero el rescate del Estado interfiere en el proceso de limpieza y depuración del capital sobrante, que impide restablecer la tasa de ganancia. El intervencionismo amortigua los efectos de la crisis, pero al precio de prolongar en el tiempo y ampliar sus efectos.

Los gobiernos neoliberales intentaron, a su modo, hacer esa limpieza. Las absorciones y fusiones que tuvieron lugar en los ochenta y noventa constituyen una forma disfrazada de sancionar la quiebra de un conjunto de capitales sobrantes, obsoletos y rezagados en el marco de la competencia. La reducción de costos industriales llevada adelante en la producción -empezando por los costos laborales dirigidos a aumentar los márgenes de rentabilidad- fue el reverso de la misma moneda. Pero aún este proceso tortuoso tropezó con la resistencia y los límites impuestos por los trabajadores y las propias contradicciones del capital. Esta tendencia nunca pudo ser llevada hasta el final y continúa como una asignatura pendiente y una hipoteca para la clase capitalista.

En síntesis, Sweezy avizoró una marcha atrás del capital financiero en sintonía con un avance del capitalismo de Estado. Estamos frente a una caracterización impresionista del keynesianismo en boga en esos momentos y de sus posibilidades y capacidad transformadora. El dirigismo estatal que pregonaba el economista inglés mostró tempranamente sus límites insalvables. Lejos de ir a contramano del capital financiero, el keynesianismo fue funcional a su rescate y luego su consolidación. Ni hablar de que el fracaso de las políticas y los remedios keynesianos son los que condujeron y prepararon la crisis actual. Esto tiene importancia cuando se pretende nuevamente reflotar sus recetas y se bate el parche de la “regulación estatal”. Ese intervencionismo no es progresivo. La actual bancarrota capitalista, que ha entrado en su sexto año, pone a la orden del día dos alternativas bien definidas. O una reorganización (catastrófica) de las manos del capital que aspira a sobrevivir a expensas de sacrificios y privaciones sin precedentes de la población o una reorganización integral, sobre nuevas bases sociales, y acaudillada por los trabajadores. No hay punto intermedio. Ellos o nosotros. Socialismo o barbarie.

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