La lucha del movimiento de mujeres en los últimos años, en particular en Argentina a partir del NiUnaMenos y luego la Ola verde, puso en el centro de la escena política el lugar que ocupa la mujer en este régimen social. Las estadísticas y los testimonios sobre la violencia recibida por las mujeres, que se multiplicaron en las redes y en las calles, pusieron de relieve que su opresión tenía un origen social y no era, como falsamente se vivenciaba, algo ocasional y circunscripto al mundo de lo privado. Esto reabrió un debate al interior del movimiento sobre las causas de la opresión de la mujer. ¿Qué lugar ocupa en el sistema capitalista? ¿Cuál es la causa de su continuidad luego de un siglo de conquistas civiles?
Desde diferentes vertientes, el feminismo de izquierda sostiene que la opresión de la mujer sería producto del “patriarcado”, un sistema autónomo y preexistente al capitalismo del que éste podría emanciparse, si quisiera; cual si fuera una vieja mochila que arrastra irracionalmente y sostiene solo porque le es útil. Esta idea se popularizó en las filas del movimiento de mujeres y diversidades en los últimos años en la Argentina con la consigna de que el patriarcado se puede “caer” en el marco de una lucha meramente feminista, que puede “vencer” y emancipar a la mujer, sin necesidad de una lucha política contra el régimen social capitalista.
En este artículo veremos de dónde nacen estas ideas y discutiremos en particular con los argumentos teóricos desarrollados por el llamado feminismo materialista de los ’70 en torno de la existencia de un sistema de opresión donde el hombre explotaría a la mujer, a nivel laboral, sexual y reproductivo, beneficiándose de la apropiación de su fuerza de trabajo. Para eso presentaremos un debate central: ¿cuál es la relación entre el desarrollo capitalista y la opresión de la mujer? ¿Es el patriarcado un régimen de dominación entre géneros que pueda ser superado en los marcos del capitalismo?
La opresión específica que padecen las trabajadoras por ser mujeres en el capitalismo no puede pensarse como algo que emana de un sistema independiente del capitalismo, pudiendo desaparecer uno y perdurar otro por canales de lucha diferentes. La doble opresión es la forma específica que adquiere la opresión de las mujeres trabajadoras en el capitalismo. La existencia de formas de opresión específicas dentro del capitalismo no supone la yuxtaposición de sistemas diferentes. Defendemos una tesis unitaria sobre la cuestión de la mujer. El capitalismo es un orden social complejo, que contiene en su seno diferentes relaciones de explotación, dominación y alienación, no sólo la asalariada. Pero es esta última relación, la asalariada, la fuente de producción de plusvalor para la acumulación capitalista, de la que todas las demás relaciones son subsidiarias. La burguesía se aprovecha del trabajo no remunerado de la esposa del obrero para no cubrir la totalidad de los costos de la reproducción de la fuerza de trabajo. Los obreros varones tienden culturalmente a no ocuparse de esas tareas, pero de ello se benefician los capitalistas, que buscan disponer libremente del obrero para explotarlo sin que tenga que ocuparse de su propia reproducción. La brecha salarial de las mujeres puede explicarse también en este sentido, producto de ser una mercancía, fuerza de trabajo menos ventajosa de comprar que el hombre. Si sucediera una socialización de las tareas domésticas, el hombre trabajador no perdería nada en términos económicos, porque él no es el que se apropia de un excedente. En términos estructurales no hay intereses antagónicos irreconciliables de género, como plantean las que proclaman la existencia de un patriarcado como sistema autónomo. Que no existan antagonismos irreconciliables, no quiere decir que no pueda haber en las filas de los trabajadores resistencias, incluso violentas, a la emancipación de la mujer, producto de su integración a una cultura dominante machista, que exalta la sumisión femenina al narcisismo masculino. El machismo y la misoginia funcionan como recursos ideológicos de legitimación de la doble opresión, a la vez cumplen una función fundamental bajo el capitalismo de dividir a la clase obrera. La superación de la opresión de la mujer trabajadora está indisolublemente ligada a la lucha de clases y a la necesidad de una salida política de conjunto de la mano de la construcción de partidos obreros revolucionarios, que unan la lucha por la liberación de la mujer a la conquista del poder por la clase trabajadora.
Este debate, que se presenta como novedoso para muchas activistas jóvenes, tiene en realidad larga data de las filas del activismo de mujeres. Los límites de la forma en que dominantemente se presentó el debate se encuentran, como veremos, marcados por la misma crisis de dirección que atraviesa al movimiento obrero internacional.
Los orígenes del debate sobre el patriarcado
Los debates actuales reeditan aquellos que se abrieron durante la llamada Segunda Ola, un período de ascenso en la lucha del movimiento de mujeres que tuvo su epicentro en los países imperialistas, principalmente en Europa y Estados Unidos desde finales de la década del ’60 y sobre todo durante los ’70. Este ascenso se dio en un contexto revolucionario de alzamientos a nivel internacional que conmovieron a toda una nueva generación (en Estados Unidos, la lucha por los derechos civiles y contra la Guerra de Vietnam; en Europa, el Mayo del ’68 en Francia y la Primavera de Praga, y hasta el Cordobazo en Argentina, por poner algunos ejemplos emblemáticos) y de enormes transformaciones en las condiciones de vida de las mujeres trabajadoras. Las protestas de la Segunda Ola ponían en jaque el esquema de vuelta al hogar que se había fomentado desde la posguerra. Los avances científicos en materia de anticoncepción hormonal permitían la separación efectiva del placer sexual y la reproducción familiar. Las transformaciones en las prácticas y perspectivas sobre la sexualidad devinieron en un asunto de debate público de la mano de la lucha por el derecho al aborto.
Las características que adquirieron muchos de los debates en la Segunda Ola pueden desprenderse de los propios límites políticos que había tenido Primera Ola. La igualdad civil de las mujeres, que pregonaban las sufragistas a comienzos del siglo XX, se había conquistado casi plenamente, pero eso no se había traducido en una superación real de la opresión de la mujer. La lucha contra los mandatos familiares, la igualdad salarial y el aborto legal en los ’70 volvieron a poner en escena lo que habían cuestionado ya las socialistas de principios del siglo XX, incluso quizá sin que muchas de las feministas de la Segunda Ola lo supieran: la necesidad de una transformación social mucho más profunda que emancipe a la mujer, liberándola del trabajo doméstico y de todas las tareas de reproducción de la fuerza de trabajo. Las direcciones del feminismo de la igualdad dentro del movimiento sufragista de la Primera Ola habían mostrado su carácter burgués, porque pretendieron reducir la lucha de las mujeres a la conquista de los mismos privilegios de los hombres de su clase. Las feministas de la Segunda Ola confirmaron en los hechos los límites de la pretendida “igualdad” capitalista que ya las socialistas de principios del siglo XX habían marcado e intentado superar con el programa revolucionario para las trabajadoras de la poderosa socialdemocracia alemana y, luego de la Tercera Internacional, a partir de la experiencia bolchevique como un faro de la revolución mundial.[1]
Los principales debates que atravesó la izquierda de la Segunda Ola también se vieron condicionados por un distanciamiento de las expectativas que se habían colocado en los Estados obreros, para la década del ’70 ya burocratizados. La potente experiencia de la Revolución de Octubre, con sus enormes iniciativas políticas en materia de la mujer, había sufrido los límites que le impuso el aislamiento de la revolución. Con el proceso de burocratización estalinista se habían reedificado la familia y la opresión hacia la mujer como instrumentos de disciplinamiento social. El estalinismo sostenía que liberarse de la explotación capitalista generaba automáticamente la liberación de las mujeres y el final de los roles sexuales. En nombre de un esquema mecanicista económico y del rechazo a la fragmentación de la clase, la burocracia de PC desconocía que existiera una opresión particular hacia las mujeres trabajadoras; que existieran relaciones opresivas que demandaran reivindicaciones y luchas específicas en las que fueran protagonistas y pudieran confluir como parte de un programa común de la clase obrera. Con esta política, los PC del mundo subordinaban la lucha de la mujer, así como la lucha de clases de conjunto, para garantizar una convivencia pacífica con el capitalismo mundial. Para la década del ’70 era evidente que, en los Estados en los cuales se había expropiado al capital por métodos revolucionarios, no se había liberado ni a la mujer ni a la clase obrera. La Primavera de Praga mostró al mundo, y al movimiento de mujeres también, cómo la clase obrera del otro lado de la cortina de hierro se levantaba contra las burocracias totalitarias que dirigían esos Estados obreros en su propio beneficio.
En este contexto de ascenso de la lucha de las mujeres en los ’70, el feminismo materialista francés, originado por sectores de izquierda que rompieron con el PC, se convirtió en una referencia teórica importante. Tempranamente se había destacado Simone de Beauvoir, quie se había convertido ya en un ícono y, con ella, la emergencia del Movimiento de Liberación Femenina en Francia y la creación de la Liga de los Derechos de la Mujer, presidida por ella. Ya desde los años ’30, el PC francés había asumido posiciones declaradamente antiabortistas y de defensa de la familia. Cuando en 1949 aparece El segundo sexo, de Simone de Beauvoir -libro considerado fundacional para el feminismo de la Segunda Ola por desarrollar la idea de la mujer como construcción social-, el PC francés reaccionó declarando que se trataba de un escándalo y Jean Kanapa, uno de los intelectuales más destacados del partido, tildó la obra “de inmundicia”.
El surgimiento de los movimientos de liberación de la mujer puso el acento en particular en que, de uno y otro lado del muro, la opresión se perpetuaba. Sostenían que las causas estaban en la persistencia de un sistema de opresión del hombre sobre la mujer, que era previo al capitalismo y que continuaba existiendo en lo que se conocía como el “socialismo real”, por razones asociadas a la forma de construcción de lo que llamaban la “izquierda tradicional”. Estas ideas fueron sostenidas por la “Nueva Izquierda”, integrada por sectores intelectuales de Estados Unidos y Europa, que fueron la principal referencia del feminismo de izquierda durante la Segunda Ola. Asumieron un compromiso con el “cambio social”, pero reduciéndolo a luchas parciales: la lucha de las mujeres era como la lucha antirracial, la lucha contra la guerra nuclear, contra el colonialismo; todas luchas parciales que eran fundamentalmente dirigidas por la pequeña burguesía democratizante.
Es importante polemizar con esa crítica a la “izquierda tradicional”, porque muchos de estos supuestos perduran en el sentido común del movimiento de mujeres hasta el presente. Aunque es verdad que las revoluciones dan saltos contradictorios e intentan gestar un futuro con personas del pasado, con las conciencias y bagajes culturales que llevan a cuestas, el problema de la experiencia soviética no había residido meramente en el machismo de los revolucionarios y su falta de voluntad, como pretendieron esgrimir algunas feministas de los ’70. El problema principal fue que las condiciones materiales que perpetuaban la opresión de la mujer no estaban en condiciones de ser superadas. La experiencia revolucionaria de Octubre quedó aislada con el fracaso de la Revolución Alemana y enfrentando una guerra civil. La emancipación de la mujer, así como la del conjunto de la clase obrera, se volvió imposible cuando lo que primó no fue la abundancia, mediante desarrollo de las fuerzas productivas del mundo al servicio de la libertad, sino que lo que se perpetuó fue el reino de la necesidad y la miseria. Esto se encuentra detallado en el capítulo de “El termidor en el hogar”, de La Revolución Traicionada, donde Trotsky advierte que “la verdadera emancipación de la mujer es imposible en el terreno de la miseria socializada”.[2] Pero él también advierte, en 1936, mucho antes de que fuese evidente para el mundo, que aunque las causas del retroceso están en las imposibilidades materiales a las que fue condenada la revolución en el aislamiento, el desarrollo de una burocracia en el poder dio un giro en la orientación inicial de los bolcheviques en materia de la mujer y profundizó esta tendencia con claros intereses disciplinadores:
“Los poetas, académicos y otros “amigos” de la URSS tienen ojos para no ver nada. La legislación del matrimonio y la familia instituidas por la Revolución de Octubre, que en su tiempo fue el objeto de legítimo orgullo para ellos, está siendo transformada y desfigurada por amplios préstamos tomados del tesoro legislativo de los países burgueses. Y, como si se tratara de estampar la burla a la traición, los mismos argumentos que antes sirvieron para defender la libertad incondicional del divorcio y del aborto -“la emancipación de la mujer”, “la defensa de los derechos de la persona”, “la protección de la maternidad”-, se repiten ahora a favor de su limitación y completa prohibición. El retroceso no solo reviste formas de una hipocresía repugnante, sino que también está yendo mucho más lejos de lo que exige la férrea necesidad económica. A las causas objetivas del regreso a las normas burguesas, tales como el pago de pensiones alimenticias, se agrega el interés social de los estratos dirigentes en enraizar el derecho burgués. El motivo más imperioso del culto actual de la familia es, sin duda alguna, la necesidad que tiene la burguesía de una jerarquía estable de las relaciones sociales, y de una juventud disciplinada por medio de 4.000.000 hogares que sirven de apoyo a la autoridad y el poder.”[3]
Trotsky se ocupó detalladamente en ese libro de refutar la tesis de que en la URSS existía un socialismo y luchó hasta sus últimos días por la revolución permanente mundial, denunciando que circunscribir la revolución a las fronteras soviéticas estaba llevando a su degeneración con una dirección burocrática que se enfrentaba a las tareas de administrar la miseria. En ese proceso histórico se pasó del liderazgo bolchevique de Octubre, planteando la necesidad de abolir la familia como unidad económica, a la política de Stalin enfocada en reestablecer la familia como órgano de disciplinamiento de la clase obrera. La red de guarderías y jardines de infantes estaba menos desarrollada que los campos de concentración. La burocracia estalinista, para perpetuarse, sostenía como uno de sus ejes fundamentales la negación progresiva pero sostenida de todos los derechos de las mujeres, de la socialización de las tareas domésticas y de las libertades sexuales conquistadas durante los primeros años de la revolución.[4]
Esta deriva de la Revolución de Octubre tuvo consecuencias muy graves en el seno de los PC de todo el mundo, formados en la disciplina de la III Internacional. Por eso es positiva la respuesta mayoritaria del sector de izquierda dentro del movimiento de mujeres de romper con el PC cuando se hizo evidente que la dirección burocrática no sólo le daba la espalda al problema de la opresión de la mujer, sino que incluso llevaba adelante, como vimos, una política de retroceso de las conquistas revolucionarias en materia de socialización de las tareas domésticas. Pero el proceso fue contradictorio. El contexto de ascenso de luchas revolucionarias en todo el mundo y de alzamientos en los Estados obreros burocratizados acercó como nunca antes a estos nuevos feminismos con las ideas de izquierda. Pero, paradójicamente, esto vino acompañado de una orientación de la “Nueva Izquierda”, que tendió a escindir el movimiento de mujeres del movimiento obrero y, en mayor medida, a abandonar la construcción de partidos obreros revolucionarios. Esta orientación llevó a que los sectores de izquierda que intervenían al interior del movimiento de mujeres se identificaran con el feminismo, como nunca antes. Con el abandono del principal método de lucha revolucionaria de la clase obrera, en general en nombre de una lucha específica contra el patriarcado, la izquierda del movimiento de mujeres abandonó la posibilidad de una lucha unitaria y política por la conquista del poder y el gobierno de los trabajadores, confluyendo las mujeres de la clase en un programa común.
Fue este el contexto histórico propicio para que se populariza en las filas de izquierda dentro del movimiento de mujeres la noción de patriarcado, como un sistema de valores que funda la opresión del hombre sobre la mujer; que se debatieran las características de su existencia, así como su relación relativamente independiente o no con el capitalismo y la lucha de clases. El uso del concepto de patriarcado para el período capitalista no era original de la izquierda, sino que había sido incorporado por la influencia más general de los desarrollos de teóricas, como Kate Millet, quien en 1970 había presentado su famoso libro Política sexual. Para esta referente del feminismo radical, la raíz de todas las desigualdades sociales en la historia de la humanidad, incluso las de clase, eran producto del patriarcado, un sistema fundado en la opresión del hombre sobre la mujer por su papel reproductivo en la sociedad. Fue ella quien introdujo la célebre expresión de “lo personal es político”, con el interés de defender la idea de que era el hombre el que dominaba políticamente a la mujer en todas las esferas de la vida, no solo las privadas, y que sería ese sistema de dominación sexual básico sobre el que luego se levantarían otras formas de dominación secundarias, como la clase o la raza.[5] También es esta orientación la que dio inicio a un enfoque que, hasta el día de hoy en los Encuentros Nacionales, reduce la intervención política de las mujeres a participar de “grupos de autoconciencia”, donde se espera que el cambio cultural se produzca a través del relato de experiencias personales.
El llamado feminismo materialista de la Segunda Ola, con posiciones diferentes y matices, se encontró evidentemente influenciado por estas ideas y se volcó en mayor medida a apoyar la existencia del patriarcado como sistema de relaciones, tanto materiales como culturales, de dominación y explotación de las mujeres por los hombres; un sistema con su propia lógica, pero permeable al cambio histórico y en relación continua con el capitalismo. La filósofa italiana Cynzia Arruzza, referente activista del movimiento Internacional Women’s Strike, desarrolla una crítica a algunas de las principales líneas teóricas que atravesaron los debates de izquierda de la Segunda Ola en torno de los problemas de la mujer. Sostiene que la respuesta que mayoritariamente tuvo el feminismo de izquierda frente a política del estalinismo de “reducir el género a la clase” fue otro gran error político, el de “reducir la clase al género”. Principalmente consistió en pensar que la opresión de género era la variable determinante en los problemas que sufrían las mujeres trabajadoras y que la causa principal debía localizarse en el patriarcado, como sistema autónomo al capitalismo. Es así cómo este concepto calzó perfecto con una orientación que buscaba separar la lucha de las mujeres como un movimiento de liberación específico y escindido de la construcción de partido obreros revolucionarios. Usando como puntapié las críticas realizadas por Arruzza, desarrollaremos a continuación una delimitación con dos de las principales ideas del feminismo materialista que han perdurado hasta el presente, con el fin de defender una mirada marxista sobre el problema de la opresión de la mujer en el capitalismo, que supere los dos reduccionismos enunciados por ella.[6]
Primera teoría: La ilusión de las múltiples opresiones particulares
Los orígenes del feminismo materialista se dan fundamentalmente a comienzos de los ’70 en Francia con Christine Delphy, quien elabora la teoría del modo de producción patriarcal, colocando a las amas de casa como una clase explotada por el hombre, el “enemigo principal”. La autora más reconocida de esa época fue Heidi Hartmann, con su famosa “Teoría de los sistemas duales”, que presentaba dos sistemas autónomos, el de clase y el de género, que se combinaban en un proceso de interacción recíproca. Las relaciones de género conformaban, para Hartmann, un sistema de relaciones culturales e ideológicas patriarcales originadas en modos de producción precapitalistas, que intervendrían condicionando las relaciones capitalistas, dándoles una dimensión de género, por ejemplo, con las jerárquicas en la división del trabajo. En 1990, Sylvia Walby, en “Teorizando el patriarcado”, reformuló la teoría de los sistemas, añadiendo un tercero, el racial, y con esto abrió todo un desarrollo que será conocido luego como interseccionalidad.
Veamos cuáles son los principales problemas de considerar la existencia de un patriarcado como sistema autónomo, dual al capitalismo. En primer lugar, la sola existencia de relaciones opresivas para con la mujer no supone necesariamente un sistema autónomo del capitalismo y menos aún considerar esas relaciones como relaciones de explotación entre clases sexuales, como suponía Delphy. Desde el punto de vista de las relaciones de clase, la explotación se define como un proceso de expropiación de un excedente producido por una clase en beneficio de otra, y en el capitalismo en particular por la conformación de relaciones asalariadas de explotación en las que se busca una apropiación de un plustrabajo. Si se intenta aplicar la noción de explotación capitalista para sostener que las tareas domésticas son trabajo no pago, el único expropiador de trabajo sería el capital, que abarataría parte de la reproducción de la fuerza de trabajo que no estaría pagando plenamente. Si es el capital el que organizaría esa explotación, entonces el patriarcado no podría ser nunca un sistema de explotación autónomo al capitalismo sino, por el contrario, la opresión de la mujer, una arista más de la dominación burguesa. Aunque es verdad que no suele usarse ya la idea de las “clases sexuales”, perduran en el presente los planteos de que el hombre usufructúa y se beneficia del trabajo gratuito de la mujer en el hogar. La consecuencia negativa de este planteo, que uniría los intereses de todas las mujeres en sororidad contra los hombres como enemigos comunes, es una política de conciliación de clase y una división al interior de la clase obrera.
El problema de fondo reside en pensar que la opresión de la mujer es un hecho transhistórico y que se originaría en una pulsión natural masculina por poseer a la mujer. La idea que la opresión es inherente a la humanidad ya había sido refutada por Engels a mediados del siglos XIX, con los límites de la escasa evidencia científica para la época, y luego reafirmado y profundizado por muchas investigaciones arqueológicas y antropológicas. En la historia de la humanidad se vivió en sociedades donde la división sexual del trabajo no supuso relaciones opresivas para la mujer; no por las cualidades bondadosas ancestrales de míticos matriarcados, sino meramente porque no estaban dadas las condiciones materiales para esa opresión. Más allá de la existencia de variadas divisiones sexuales del trabajo en el paleolítico, la opresión de la mujer como tal sólo aparece en sociedades donde el desarrollo de las fuerzas productivas, mediante la domesticación de animales y plantas, generó las condiciones materiales para la apropiación privada de un excedente y de los medios para producirlo. Con ellas se desarrollaron las posibilidades de que un sector de la población, que se fue conformando como clase dominante sobre la base de explotar trabajo ajeno, buscara controlar el cuerpo de la mujer para garantizar de forma estable la reproducción y explotación de la fuerza de trabajo, organizando las relaciones de producción a través de las relaciones de parentesco. De esta manera se produjo una correspondencia entre la apropiación de la fuerza de trabajo y el acceso privilegiado y controlado de la función reproductiva de la mujer. Poseer mujeres equivalía a apropiarse de mayor cantidad de fuerza de trabajo y, por lo tanto, mayor excedente. El pasaje de la matrilocalidad a la patrilocalidad vino acompañado de la tendencia a formas de vínculos heterosexuales estables y exclusivos, en función de los intereses de clase. El Estado, con el monopolio de la violencia y el andamiaje jurídico y religioso, fortaleció todos los recursos represivos e ideológicos para el disciplinamiento social de las mayorías desposeídas. Es importante aclarar que esto de ninguna manera puede suponer un modelo de sistema único y común patriarcal a todas las sociedades precapitalistas de clase. El derecho paterno, entendido como un andamiaje superestructural jurídico y cultural, se expresó de variadas maneras en función de los diferentes modos en que se organizó la producción y reproducción de la vida social en las diferentes sociedades precapitalistas de clase.
La vigencia de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels, reside sobre todo en la vigencia del método de análisis del materialismo histórico, incluso con los límites que le impuso disciplinas, como la paleoantropología, que no se había conformado como ciencia aún para realizar un análisis riguroso de la datación de fósiles. A diferencia de este método, la tesis de la existencia de un sistema patriarcal de opresión autónomo supone que no hay condiciones materiales concretas que motiven su existencia, su perdurabilidad en el tiempo y la formas diferentes que adquiere esa opresión, de forma independiente a los intereses de clase. Un sistema de valores dominantes de una sociedad -es decir un sistema ideológico- no puede explicar su existencia por ser un motor de producción de sentidos, es una tautología. Tiene que existir una relación entre esa ideología dominante y las condiciones sociales de existencia que le dan sentido para garantizar su reproducción; no mecánica ni automática, pero alguna relación que la explique y que la condicione. Si no se convierte en una concepción fetichista y ahistórica de la ideología, o incluso de la psicología humana. Claramente es más difícil de ver esto cuando las relaciones patriarcales no juegan un papel directo en la organización de las relaciones productivas, como sí sucede en una sociedad agraria precapitalista. En el capitalismo, la familia es por primera vez relegada a una esfera totalmente privada de la reproducción, separada de las relaciones mercantiles. Arruzza identifica muy bien que para tratar de explicar la existencia de las relaciones opresivas de género o raciales, las teóricas del sistema dual se quedan intuitivamente con lo que aparece, con la apariencia de los fenómenos.
La concepción del patriarcado como un sistema independiente dentro de la sociedad capitalista es la más extendida, no sólo entre las teóricas feministas sino también entre las activistas, porque se trata, al fin y al cabo, de la interpretación más intuitiva e inmediata de los fenómenos de opresión basados en el género por la experiencia cotidiana. En otras palabras, se trata de una interpretación que registra la realidad tal y como esta se manifiesta: las relaciones opresivas se perciben en la experiencia con una lógica parcializada e independiente, separada del capital. Es decir que se nos presentan de forma fragmentaria, lo que hace suponer la existencia de múltiples sujetos opresivos que se enfrentan cada uno de forma particular a sus propias luchas parciales, algo comúnmente desarrollado por la teoría de la interseccionalidad hoy. Si existieran múltiples opresiones que corren por canales paralelos, la lucha de las mujeres, entonces, debería reducirse a una lucha contra el patriarcado, en la que algunos sectores feministas llegan a sostener que los hombres no sólo están excluidos, sino que se convierten en el principal enemigo. En ese sentido, la propia lucha obrera sería reducida también a una lucha meramente sindical, limitando las potencialidades de la clase obrera como productora y reproductora de manera integral del mundo. Cada lucha parcial correría por canales paralelos y relativamente autónomos, un fenómeno del movimientismo, que se reedita hoy en algunos sectores del movimiento de mujeres.
Segunda teoría: La ilusión de un capitalismo sin opresión de género
Esta teoría presenta un matiz respecto de la anterior, ya que saca la conclusión de que si el patriarcado es un sistema independiente, porque su existencia es previa al capitalismo, entonces el capitalismo podría funcionar sin necesidad de su existencia. Según esta idea, habría perdurado como un remanente de los anteriores modos de producción y formaciones sociales, donde el patriarcado organizaba directamente la producción, por razones meramente oportunistas pero no estructurales. La perpetuación o disolución de estas relaciones sería una decisión instrumental: el capital reforzaría el patriarcado allí donde suponga que podría serle útil (sobre todo, en las colonias y semicolonias) y tendería a desaparecer allí donde constituiría un obstáculo para las relaciones capitalistas (metrópolis). De esta tesis se desprende, como conclusión, que el capitalismo no sería un obstáculo estructural para la liberación de la mujer y que, por lo tanto, esa lucha no sería revolucionaria necesariamente, ya que el desarrollo pleno del capitalismo permitiría la superación de toda opresión de la mujer. Esto es lo que sustenta las expectativas populares de que el patriarcado “se va a caer” por la sola transformación cultural del feminismo, sin necesidad de una revolución que tire abajo a todo el régimen social capitalista. En este caso también, la conclusión es que la lucha tendría características de un frente policlasista en contra de arcaicos privilegios masculinos.[7]
Arruzza cita el ejemplo de Ellen Meiksins Wood, en su artículo “El capitalismo y la Emancipación Humana: Raza, Género y Democracia” (1995). Allí sostiene que el capitalismo, en su búsqueda de extracción de plusvalía mediante relaciones entre individuos formalmente libres e iguales, sería contrario a la perpetuación de identidades particulares y desiguales extraeconómicas, políticas o jurídicas. El capitalismo no tendría una disposición estructural a crear desigualdades de género, por el contrario, tendría incluso una tendencia natural a poner en tela de juicio tales diferencias y diluir las identidades raciales y de género. Arruzza ensaya una respuesta a Wood colocando el peso de la lucha de las mujeres en las conquistas civiles obtenidas:
“Decir que las mujeres obtienen las libertades formales y los derechos políticos, hecho hasta entonces inimaginable, sólo bajo el capitalismo, ya que este sistema había creado las condiciones sociales que permiten este proceso de emancipación, es un argumento de validez cuestionable. Se podría, de hecho, decir exactamente lo mismo para el conjunto de la clase obrera: es un hecho único dentro del capitalismo las condiciones conquistadas por los estratos subalternos en términos de emancipación política y el hecho de que esta clase se convirtiera en un sujeto capaz de alcanzar importantes victorias democráticas. ¿Entonces, qué? ¿Sería esto una demostración de que el capitalismo podría funcionar fácilmente sin la explotación de la clase obrera? No lo creo. Es mejor abandonar la referencia a lo que las mujeres tienen o no han obtenido: si las mujeres han obtenido algo, es a la vez porque han luchado por ello, y porque con el capitalismo, las condiciones sociales han sido favorables para el nacimiento de los movimientos sociales de masas y la política moderna. Pero esto también es aplicable y cierto para la clase obrera.”[8]
Otra vez aquí el principal problema de Wood está también en quedarse en cómo las cosas se presentan y no como realmente son. El capitalismo se presenta como un régimen social en el que todo tiende a organizarse mediante relaciones de intercambio en el mercado entre individuos libres e iguales. Pero, en realidad, en su experiencia histórica concreta, tiende a perpetuar relaciones de opresión de género, incluso aquellas que no se originaron en el capitalismo. Esto sucede porque, en su funcionamiento concreto, se vuelven una consecuencia necesaria y para nada prescindible para el régimen social; sobre todo en esta etapa histórica de decadencia y descomposición, donde tiende a apoyarse en estos instrumentos como garantes de su perpetuidad. La clave está en que la forma en que se mantiene la opresión hacia la mujer no es meramente mediante características precapitalistas sino a partir una naturaleza nueva, específicamente determinada por el régimen social capitalista en bancarrota. La familia obrera no es la misma que la familia campesina de las sociedades agrarias precapitalistas, pero tampoco es la misma familia obrera de mediados del siglo XIX.
En el pasaje del feudalismo al capitalismo se vivieron profundas transformaciones y tendieron a desintegrarse las relaciones de parentesco como relaciones productivas. Esto se dio como consecuencia de un proceso, diferente en cada lugar, de expropiación de los medios de producción y el éxodo de las masas de trabajadores desposeídas hacia las grandes ciudades, abriéndose un proceso de proletarización. Las relaciones de parentesco patriarcales existentes en algunas (aunque no en todas) las sociedades precapitalistas fueron subsumidas al capital, dejando de organizar la vida productiva y pasando a ocuparse de la reproducción en un ámbito privado, separado del mundo político y productivo. El vínculo mismo entre la producción y la reproducción en un sentido amplio, no solo biológico sino profundamente social, sufrió un cambio al subsumirse la satisfacción de todas nuestras necesidades a la posibilidad de la realización de la ganancia en el mercado. En ese sentido, las relaciones de parentesco patriarcales dejaron de jugar un rol ordenador -como el que jugaban en la vida campesina, por ejemplo-, dejaron de ser un sistema independiente de organización de la producción y reproducción de la vida social. Pero este proceso tendió a darse más plenamente en los países industrializados, mientras que en los países oprimidos por el imperialismo se perpetuaron algunas formas de subsunción informal al capital, propias de un proceso de proletarización relativamente limitado en función de la obtención de ganancias extraordinarias. Las formas de producción domésticas -de alimentos, por ejemplo, que tendieron a cubrirse en los marcos comunitarios de relaciones de parentesco- se integraron y perpetúan hasta la actualidad, en el marco de la opresión imperialista, por la propia ventaja de reducir parte de los costos de reproducción de la fuerza de trabajo. Las formas que adquirieron esas relaciones de parentesco al perpetuarse ya no eran las mismas que en su etapa precapitalista, pero tampoco estrictamente las mismas que en las metrópolis capitalistas.[9] De nuevo, el principio determinante ordenador de todas ellas es, en última instancia, la lógica de acumulación capitalista y los intentos de compensar la caída de la tasa de ganancia como tendencia histórica de este régimen social.
Pero, quizá, la principal crítica a hacer a esta teoría es la excesiva vitalidad y fortaleza que deposita en un capitalismo en descomposición. Se hace evidente que, a pesar de todos los derechos civiles y políticas conquistados, la opresión de la mujer se expresa actualmente de forma agudizada. Solo hace falta, por ejemplo, mirar los datos alarmantes de femicidios y la trata de personas, en la que las mujeres representan cerca del 70% de las víctimas, para constatar que este régimen social en descomposición no tiene más que ofrecer que miseria y violencia en escalas inéditas a las mujeres. Si para Wood, el capitalismo utiliza de forma oportunista la opresión de género para sus propios fines pero podría prescindir de ella, es difícil imaginar cómo el capitalismo sería capaz de sobrevivir bien hoy bajo alguna circunstancia siquiera. Incluso sobre la base de una expoliación inédita de las masas, y en particular de las mujeres trabajadoras, no deja de enfrentarse una y otra vez a crisis cada vez más agudas en este período histórico de decadencia, acompañado de crisis, choques y revoluciones.
El capitalismo como totalidad
Como vimos, todas estas teorías han abrevado en que hoy las llamadas feministas marxistas suelan presentar la “doble opresión” de la mujer trabajadora en términos duales de una opresión patriarcal y a otra capitalista. Pero si, como popularmente se considera, el patriarcado se utiliza para describir una sociedad que es estructuralmente machista, violenta y opresiva para con las mujeres en todos los ámbitos de la vida social, ese machismo se estructura dentro de los marcos del capitalismo. Veremos a continuación que el principal error que comparten todas estas teorías que se referencian en el feminismo materialista es que, al compartimentar patriarcado (género) y capitalismo (clase) como sistemas paralelos autónomos, comparten una mirada reduccionista de la teoría marxista sobre el capitalismo. Suponen, en primer lugar, que el capitalismo simplemente contempla procesos estrictamente económicos del ámbito productivo, asociado a la extracción de plusvalía.
Rechazar la existencia de un sistema autónomo que rija las relaciones de poder entre los géneros, independientemente de las clases, no tiene necesariamente un correlato en suponer que estas relaciones serían meros reflejos mecánicos y automáticos de esos procesos económicos. Esto no solo es contrario a cómo los procesos se dan en el capitalismo, sino que es contrario a los propios desarrollos teóricos de Marx. El capitalismo es una totalidad contradictoria y dinámica que, junto con las relaciones de explotación, posee un abanico de relaciones de opresión y de alineación sometidas a constantes transformaciones. Las leyes que rigen su funcionamiento, la acumulación capitalista, no se traducen en respuestas automáticas y mecánicas, incluso en el ámbito productivo. Marx explica en el Tomo III de El capital cómo la propia ley del valor se expresa de forma contradictoria en el mercado a través de los precios, sin por eso decir que el mercado se desprendería como un sistema autónomo y dejaría en última instancia de encontrarse determinado como tendencia por la ley del valor. Siguiendo a Arruzza:
“El capitalismo no es un Moloch, un dios oculto, un titiritero o una máquina: es una totalidad viviente de las relaciones sociales, en el que las líneas que trazan las relaciones de clase demarcan e imponen restricciones que afectan a todas las demás formas de relaciones. Entre ellas, encontramos también las relaciones de poder relacionadas con el género, la orientación sexual, la raza, la nacionalidad y la religión, y todas ellas se ponen al servicio de la acumulación de capital y su reproducción, pero a menudo en modalidades variables, impredecibles, y bajo formas contradictorias.”[10]
Los Grundrisse pueden servirnos para comprender cómo abordar metodológicamente la comprensión del lugar que ocupa la opresión de la mujer en el capitalismo. En estas notas preliminares, que Marx elabora para luego escribir El capital, sostiene que es importante no quedarse con lo que se nos presenta en la experiencia mediante representaciones caóticas. Describe que hay que desarrollar un movimiento que parta desde allí para, primero, elevarse a lo abstracto, hacia las determinaciones más simples y, luego, reemprenda el viaje de vuelta a lo concreto, “pero esta vez no tendría una representación caótica de un conjunto, sino una rica totalidad con múltiples determinaciones y relaciones”.[11] En ese sentido, categorías como familia o trabajo, que tienen un origen históricamente previo al capitalismo, se nos aparecen como categorías simples, previas dentro de una organización más desarrollada y posterior. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con el Estado, la monarquía, la Iglesia católica o hasta con la propiedad privada (rentística) del suelo. Sin embargo, en su forma concreta más desarrollada en el capitalismo, estas categorías se conservan en realidad como “relaciones subordinadas”. Las relaciones patriarcales no podrían entenderse como independientes del capitalismo, sino que incluso solo pudieron perdurar convirtiéndose en una categoría nueva, como parte de esa totalidad. Poniendo el ejemplo de la familia en el capitalismo, Marx sostiene que, aunque haya tenido una existencia precapitalista, “en su pleno desarrollo intensivo y extensivo, ella puede pertenecer sólo a la forma social compleja”[12]. Las relaciones patriarcales en el presente, independientemente de sus manifestaciones previas, son eminentemente capitalistas y no pueden ser pensadas ni explicadas como transhistóricas:
“La sociedad burguesa es la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción. Las categorías que expresan sus condiciones y la comprensión de su organización permite al mismo tiempo comprender la organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, sobre sus ruinas y elementos ella fue edificada y cuyos vestigios, aún no superados, continúa arrastrando, a la vez que meros indicios previos han desarrollado en ella su significación plena.”[13]
Como dijimos, el capitalismo tiende a utilizar opresiones preexistentes, heredadas de las sociedades anteriores, pero no simplemente de ellas sino que las reconfigura en sus propios términos. La opresión hacia la mujer en el capitalismo no es lo mismo que las formas precapitalistas que pudieron existir en otros regímenes de clase. De la misma forma que el trabajo asalariado no es igual a otras formas de remuneración laboral que pudieron existir en el pasado. La opresión de la mujer es previa, así como también lo es la de la clase. El régimen social capitalista subordina todas las relaciones sociales a los intereses de la clase dominante, configurando un modo de producción y reproducción de la vida específica, por lo tanto, las relaciones opresivas de género son imposibles de categorizarse como transhistóricas, autónomas o independientes de él, y de la necesidad de su superación mediante un proceso revolucionario emancipatorio general.
Arruzza desarrolla numerosos ejemplos al respecto, describe, por ejemplo, cómo el capitalismo ha introducido relaciones de género opresivas, incluso en lugares donde antes no existían, a través de sus conquistas imperialistas y las ha modificado enormemente allí donde ya existían:
“El proceso de acumulación capitalista fue acompañado por la expropiación ingente de diferentes formas de propiedad a las que las mujeres tenían acceso, y la expulsión de profesiones que habían sido capaces de mantener a lo largo de la Alta Edad Media; la alternancia de procesos de la feminización y desfeminización del trabajo contribuyó a la reconfiguración continua de las relaciones familiares y a la creación de nuevas formas de opresión por razón de género. El advenimiento de la reificación de la identidad de género a partir de finales del siglo XIX ha contribuido al fortalecimiento de una matriz heteronormativa que tuvo consecuencias opresivas para las mujeres, pero no sólo para ellas.”[14]
Si como sostiene ella, el capitalismo ha edificado de la mano de la familia moderna una relación directa, que tiende a presentarse indisoluble, entre género, identidad y orientación sexual, la rebeldía ante los roles sociales de género dominantes ha presentado choques, aunque no necesariamente una ruptura con el régimen social que los impone. El capitalismo ha sabido adaptarse y deglutir en sus propios términos estos cambios, no como un plan consciente sino en el propio devenir de las crisis capitalistas, como sucede, por ejemplo, con el llamado matrimonio igualitario o el turismo queer.
A diferencia de las corrientes que Arruzza llama del “giro lingüístico en la teoría feminista”, las relaciones de dominación y alienación no se encuentran entonces tampoco independientes de unas supuestas “leyes económicas puras”. La autora retoma a Marx para sostener que el trabajador, en la experiencia misma de producir y reproducirse como cuerpo vivo y pensante, produce y reproduce también las relaciones de dominación que garantizan la explotación capitalista:
“el proceso productivo ‘produce’ el trabajador en la misma medida que se reproduce la relación trabajo-capitalista. Dado que cada proceso de producción es siempre concreto -es decir, que se caracteriza por aspectos que lo determinan histórica y geográficamente-, es posible concebir cada proceso productivo vinculado a un proceso disciplinario, que construye parcialmente el tipo de sujeto, el trabajador se convierte.”[15]
En este sentido, producción y reproducción, aunque se nos presentan como ámbitos compartimentados, son necesariamente combinados en el marco de una totalidad articulada. Esto no supone ninguna relación mecánica de reflejo automático entre producción y reproducción, propio de un materialismo vulgar o economicista que reduce el género a la clase. Nada más vital que la lucha de clases como ejemplo de cómo pueden condicionarse políticamente y atenuarse las formas de explotación. El ámbito de la reproducción social cumple un factor condicionante fundamental en la formación de la subjetividad y, por lo tanto, también en las relaciones de explotación, dominación y alienación. Cualquier intento de comprender los desafíos de la clase obrera para conformarse como clase para sí, atravesada y condicionada por derrotas y triunfos, no pueden perder de vista también el retraso político y cultural al que tiende a estar condenada la mitad de la clase obrera doblemente oprimida, perdiendo capacidad de organización y participación activa en la sociedad por tener que cubrir una cantidad de tareas no pagas solo por el hecho de ser mujer. El problema de la emancipación de la mujer está atado a la superación del capitalismo, tanto como la emancipación de la clase obrera depende de abrazar la lucha por la liberación de la mujer. El estadío más alto de la conciencia de la clase trabajadora, en su lucha por reorganizar la sociedad sobre otras bases, es cuando incorpora a esa lucha a la mujer trabajadora, derribando las barreras que la distancian de la lucha política y la colocan bajo el tutelaje de la familia, las iglesias y el Estado.
Un canto se ha popularizado en las grandes movilizaciones de mujeres, sobre todo en España: “Patriarcado y capital: alianza criminal”. Es positivo que tome masividad una consigna que denuncia al capital, pero no queremos dejar de advertir que no se debe reducir el rol del capitalismo al de un aliado cómplice del patriarcado en la opresión de la mujer. Una interpretación en ese sentido solo generaría falsas expectativas en este régimen social, cual si fuera posible que éste rompiera esa alianza y se separara de esas opresiones de género producidas por el propio capitalismo, independientemente de sus expresiones previas. Quienes nos acusan de reduccionismo por sostener que el problema de la opresión de la mujer es el capitalismo son, en verdad, las que reducen el problema de género a una abstracción, negando su carácter concreto, la forma que asume como expresión de un régimen social de clase determinado. La doble opresión de mujer trabajadora, como veremos a continuación, es uno de los factores directos a través de los cuales el capitalismo no solo refuerza su dominación ideológica, sino que también organiza la explotación y reproducción del trabajo. La crítica marxista a las relaciones de opresión tiene que ser considerada como una crítica a su expresión concreta histórica, el capitalismo como totalidad articulada y contradictoria de esas relaciones.
La doble opresión de la mujer trabajadora
La forma característica que ha adquirido en el capitalismo la opresión de la mujer trabajadora, con sus matices circunstanciales, es la llamada doble opresión, pero no en términos de patriarcado/capitalismo como sistemas autónomos duales. El Estado burgués y el capital oprimen a las masas trabajadoras en todos los terrenos, no solamente dentro del ámbito productivo donde se produce valor y extrae la plusvalía. Para las mujeres trabajadoras esto adquiere características particulares: las mujeres de la clase obrera, venda o no su fuerza de trabajo en el mercado, tienden a realizar además un trabajo no pago de sostén de la familia. Este es trabajo que explota el capital en su beneficio porque es una parte de la reproducción de la fuerza de trabajo que no está contemplada en el salario, pero si justificada con diferentes instrumentos ideológicos que asocian esas tareas al amor romántico y al amor maternal.La construcción de la feminidad es orientada al culto a la belleza como objeto de deseo, junto con el mandato de la maternidad y el sacrificio incondicional por las tareas del cuidado a familiares. En línea con esto, la mujer que se incorpora al mercado laboral tiende a hacerlo mediante salarios menores y trabajos precarizados, que solo son vistos como complementos de las tareas domésticas, lo que beneficia al capitalista con una reducción de los costos laborales.[16] Las tareas de la mujer en su hogar familiar, para ciertos sectores sociales, pueden ser reemplazadas, aunque parcialmente, por empleadas domésticas. Pero decimos que solo parcialmente, porque el rol de la maternidad y la crianza se encuentra en el capitalismo indisociablemente asociado a la rol maternal individual de cada mujer en el ámbito privado. Esto explica el rechazo enorme a la legalización del aborto, que no solamente perpetúa un negocio clandestino, sino también un disciplinamiento social mediante el tutelaje sobre el cuerpo de la mujer, negándole el derecho a decidir si continuar o no un embarazo de forma independiente del mandato de la maternidad y de las condiciones materiales que la constriñen en las posibilidades de decidir.
En el capitalismo, la familia obrera como unidad económica se circunscribe al ámbito doméstico y cumple dos funciones primordiales, como complemento de la explotación económica de clase. Por un lado, cumple la función de reproducción de la fuerza de trabajo, estableciendo una neta separación entre la esfera de la reproducción y el de la producción, y en simultáneo cumple la función de la reproducción del capitalismo en tanto órgano de disciplinamiento social del conjunto de la clase obrera, por ser una de las instituciones fundamentales de socialización primaria. El machismo y la misoginia funcionan como recursos ideológicos de división al interior de la clase obrera. El Estado, a través de la policía, la Justicia y la escuela, refuerza esta doble opresión y utiliza a las iglesias también como garantes ideológicos. El capital utilizó la introducción de la mujer en el mercado de trabajo como un ariete contra los salarios. Como resultado de todo esto, la doble opresión le permite al capital aumentar la tasa de explotación: en forma directa, porque devalúa el trabajo asalariado de la mujer y del conjunto de la clase obrera, y en forma indirecta, al cargar los costos de reproducción de la fuerza de trabajo sobre la clase obrera y en particular sobre la mujer.
El beneficio capitalista en la continuidad del trabajo doméstico de forma familiar se observa incluso cuando se ha desarrollado parcialmente la tecnología para superarlo: producción industrial de alimentos, lavaderos automáticos, robots programados para limpiar pisos y otros. La opresión de la mujer trabajadora tiene particular importancia porque, en una sociedad capitalista, la ausencia de una socialización plena de las tareas de reproducción de la fuerza de trabajo (biológica, generacional y social) determina la carga de trabajo que debe mantenerse fuera del mercado, al interior de la esfera privada de la familia obrera. Las relaciones de opresión y dominación de género tienden a condicionar el modo y la escala en la que esta carga de trabajo se distribuye al interior de la familia, dando paso a una división desigual en las tareas de reproducción y producción, es decir, dentro y fuera del hogar; tendiendo las mujeres a trabajar más y más precarizada que los hombres. Esto no se da simplemente por una cultura machista, que puede estar naturalizada al interior de cada familia, sucede también porque el capital y el Estado tienden a forzar una distribución en este sentido. Por ejemplo, las licencias para tareas de cuidado de hijos tienden estar mayormente destinadas a mujeres. En el capitalismo, la doble opresión se encuentra indisolublemente ligada a la reproducción de una fuerza de trabajo obrera que, por definición, debe ser “libre” de encontrarse disponible para venderse, en los términos que le impone el capital.
Las relaciones de clase determinan cómo impacta la doble opresión en las familias ya que algunas podrán cubrir esas tareas contratando fuerza de trabajo, mientras que otras familias deberán distribuir la carga al interior del hogar. Pero incluso allí se observa la feminización de la tarea, cuando la inmensa mayoría, sino la totalidad, de las empleadas domésticas son mujeres. La mujer y su estatus social permiten al régimen avanzar en un uso determinado de su fuerza social, precarizarla como fuerza de trabajo, imponerle remuneraciones asistenciales e incluso fundar negocios sobre la base del sometimiento sexual. La brecha salarial es un indicador no solamente de los obstáculos que encuentra la mujer para ascender en los escalafones sino que, fundamentalmente, es una diferencia construida sobre la base del acceso discriminatorio a trabajos precarizados fundados en la vulnerabilidad social de la mujer. La “debilidad” femenina es un atributo cultural del cual el capital se vale para explotar a las trabajadoras de forma más efectiva para sus intereses. El machismo y la misoginia son estructuras ideológicas al servicio de ese sistema de explotación.
La opresión de género en el capitalismo se ha valido de formas precapitalistas para reproducir una jerarquización en la división del trabajo. Al igual que otras clasificaciones sociales que reproducen relaciones de opresión, el género se ha construido socialmente sobre la base de una exaltación de ciertas características biológicas que pueden tener algunos seres humanos (por ejemplo, la capacidad potencial de gestar y lactar) sobre un abanico rico y diverso de otras características que se desvalorizan o incluso invisibilizan al jerarquizar solo esas; al igual que sucede con los rasgos fenotípicos de color de piel, en el caso de las clasificaciones raciales. Esas cualidades biológicas potenciales que se exaltan son asociadas de forma arbitraria a ciertos roles sociales (prácticas, emociones, gustos, etc.) que deben cumplirse en función de lo que este régimen social espera de cada género. La identidad de la mujer en el capitalismo se construye de forma social e indisolublemente asociada a ciertas actividades sociales, como son las tareas domésticas de reproducción de la fuerza de trabajo. La opresión hacia la mujer, a diferencia de otras opresiones, tiene la capacidad de asociar esas cualidades biológicas potenciales a relaciones y valores afectivos socialmente construidos, como el amor romántico y el maternal lo que, según Arruzza, las hace efectivas y por eso han tendido a universalizarse en el capitalismo.[17]
Como vimos, la familia obrera, como institución basada en relaciones de opresión hacia la mujer, es en última instancia un engranaje para la extracción de plusvalía y el abaratamiento de la fuerza de trabajo. Sin embargo, esto no puede suponer una concepción que reduzca de forma lineal las relaciones de opresión en el plano de la reproducción a meros reflejos automáticos directo de las condiciones de explotación y extracción de plusvalía. Esta concepción, considerada por Arruzza como “tradición operaria u obrerista”, no permite comprender cómo la dinámica de acumulación capitalista produce, reproduce, transforma, renueva y mantiene las relaciones opresivas de dominación. Esto supone un análisis histórico concreto de un proceso que no se expresa en términos económicos de forma mecánica y automáticas, y en donde la reproducción social cumple un papel destacado. Entendiendo la reproducción social como la forma particular en que se organizar socialmente el trabajo físico, emocional y mental necesario para la producción de la población. Esta concepción incluye al trabajo doméstico, dentro de un conjunto de actividades sociales que pueden estar, dependiendo del momento histórico particular, más o menos cubiertas por el mercado, el Estado o las relaciones de parentesco o familiares. Las formas particulares que adquiere la reproducción social responden a una relación intrínseca con la forma en que la sociedad organiza su producción y reproducción en su totalidad, determinada fundamentalmente por las relaciones de clase -es decir, por los límites objetivos que le impone la acumulación capitalista en el marco de la lucha de clases. Estado y capital han tendido, presionados por la crisis mundial, a reducir sus costos, retrocediendo en conquistas de socialización de las tareas de cuidados (hogares adecuados para mayores, centros vecinales, atención en salud adecuada, jardines desde los 45 días en barrios y lugares de trabajo, centros deportivos, clubes de barrio para los chicos y jóvenes, centros artísticos, etc.), reforzando las tareas de la reproducción de forma gratuita sobre la familia obrera. Esto ha impactado inevitablemente en un empobrecimiento de las familias obreras, así como en una tendencia al confinamiento de las mujeres trabajadoras en el ámbito doméstico.
El Estado es responsable
La conformación histórica del Estado moderno burgués, en todo el mundo capitalista, implicó, donde existía, la disolución de relaciones patriarcales que regulaban la vida económica y política. Sin embargo, eso no supuso, en un comienzo, que las mujeres se incorporaran a la vida política activa. El capitalismo fue restrictivo políticamente, no solo con las mujeres sino con el conjunto de las masas. Los derechos políticos para la clase obrera, así como para la mujer, fueron conquistados sólo a través de enormes luchas. El marxismo ha sido desde sus orígenes crítico del falso universalismo de la “igualdad” y la “libertad”, proclamada por el pensamiento burgués en torno de la idea del “contrato social”. Pero esta crítica no supone lo que Carole Paterman llamó el “Contrato sexual” (1988), es decir la existencia de una subordinación y dominación política del género masculino sobre el femenino. Desenmascarar la falsa igualdad en el capitalismo y desentrañar las múltiples formas de opresión que se desarrollan en función de los intereses de clase debe venir acompañada de una denuncia profunda al rol del Estado burgués, el aparato de dominación más complejamente desarrollado para la perpetuación de un régimen social de explotación.
La función primaria del Estado es ser guardián de la acumulación capitalista, perpetuando desigualdades y opresiones. Su núcleo fundamental son las fuerzas armadas, recurso último contra las masas en momentos de crisis y rebeliones populares. A diferencia de la falsa dicotomía entre Estado “presente” o “ausente”, el capitalismo es un régimen de despojo y violencia sistemática de las masas por el capital y su Estado. Para imponer el beneficio de una clase minoritaria sobre una población laboriosa mayoritaria, el capital cuenta con enormes recursos para reproducir pautas de sometimiento. La sociedad capitalista, fundada en la explotación de clase, traslada esa violencia dominante y primaria a todas las relaciones sociales. Una sociedad dividida en clases de forma opresiva tiende a vincularse con esa misma violencia de forma dominante en todos sus niveles, incluso en las relaciones interpersonales. Por eso, a la llamada violencia machista la llamamos cultura burguesa de la violencia. El principal agente de violencia machista en el capitalismo es el Estado y, sin embargo, es la violencia más invisibilizada y legalizada.
Decimos que el Estado es responsable porque es el eslabón fundamental de actividades enteras que contribuyen a perpetuar la opresión de la mujer. Esto se observa en múltiples ejemplos. El Estado mantiene una legislación que tutela el cuerpo de la mujer cuando la criminaliza por la interrupción de un embarazo. Es el que aporta la infraestructura indispensable para el funcionamiento de las redes de trata para explotación sexual y laboral. También legaliza y perpetúa la precarización y el cobro de salarios en un 27% inferiores, así como monopoliza la crianza en las madres, al tender a otorgar licencias insignificantes a los padres. El Estado es responsable también por brindar no sólo las condiciones materiales sino también culturales para la opresión hacia la mujer, cuando le cede la educación pública a la Iglesia, como sucede en la mayor parte de América Latina. La Iglesia católica en particular es financiada por el Estado para promover como un deber moral un modelo familiar opresivo y violento, pero “ordenado”, y cualquier cosa que rompa ese esquema es algo que debe ser considerado desviado, vergonzante y repudiable. Esta es la forma en que se expresa la violencia en el capitalismo, como mecanismo de disciplinamiento permanente. El capital y el Estado, con ayuda de sus instituciones y recursos ideológicos, son los responsables de educar y promover la permanente opresión y menosprecio hacia la mujer, que cimenta las condiciones culturales para la violencia doméstica. Para el capitalismo es funcional que un obrero descargue las múltiples frustraciones de una vida de opresión y penurias sobre su compañera y no organizándose contra la patronal y el poder que lo llevan a esa situación. Este régimen social, que nos impide relacionarnos sobre la base de principios de libertad, igualdad y solidaridad, fue forjado sobre principios de sometimiento y explotación, que se nos imponen muchas veces de formas silenciosas y hasta internalizadas. Es el Estado quien sostiene las condiciones para perpetuar la doble opresión y no ofrece una salida real para las mujeres trabajadoras, que tienen que enfrentar el peligro de la violencia en sus casas, en sus trabajos o en las calles, atravesadas por la pobreza y la precarización.
“El Estado es responsable” es nuestro planteo estratégico porque, en medio de la creciente descomposición social, coloca la responsabilidad política en aquellos que nos gobiernan, porque tienen todos los resortes políticos para transformar esta situación. El problema es, entonces, la burguesía, la clase social que dirige el Estado y que lo hace en función de sus intereses. Los partidos patronales pretenden decirnos que tenemos que tener paciencia y comprender que la sociedad no está preparada para cambiar pero, en realidad, la descomposición es cada día mayor. Luchando, las mujeres hemos conquistado muchos derechos que en los orígenes del capitalismo no existían pero, sin embargo, la violencia y la precarización hacia la mujer se incrementa en las estadísticas año tras año.
En una de las escasas líneas dedicadas al Estado, Arruzza reivindica a Marx en El capital: “la coerción, la intervención activa del Estado, y la lucha de clases son de hecho los componentes constitutivos de una relación de explotación que no está determinada por leyes puramente económicas o mecánicas”.[18] Sin embargo, la referente del movimiento “International Women’s Strike” en Estados Unidos no vuelve sobre el tema y deja ausente en su análisis el problema del Estado, porque no saca la conclusión política más importante: que la lucha por la emancipación de las mujeres trabajadoras es una lucha eminentemente política, es decir es una lucha por el poder político y que, por lo tanto, es fundamental poner en pie un partido que introduzca la agitación política obrera y socialista de un programa de salida de conjunto, que reagrupe a todas las luchas contra el Estado. Al igual que el resto de las corrientes que critica en términos teóricos, Arruza misma termina en la práctica con los mismos límites políticos. Su aporte no permite sacar conclusiones concretas que superen las luchas particulares y la mera reivindicación metodológica de la huelga como instrumento de lucha. Para las socialistas, las movilizaciones de masas son un terreno de agitación y organización en función de un planteo de lucha por el poder. Por eso es importante desarrollar una delimitación con la pequeña burguesía democratizante, que con un discurso movimientista antipartido y de particularismo del patriarcado, deja en el campo de la burguesía las expectativas políticas de un movimiento de masas.
La lucha por terminar con el tutelaje del Estado sobre el conjunto de la clase obrera, y en particular sobre la mujer, implica necesariamente una lucha contra el Estado. La conquista del poder político por la clase obrera y su partido es la condición necesaria para destruir los mecanismos de dominación de la burguesía y su Estado. Para luchar por un gobierno de la clase obrera, que permita reeducar a generaciones enteras bajo nuevos principios sociales y reorganizar sobre otras bases esta sociedad. La lucha contra la opresión de la mujer no debe ser leída como un beneficio para una parte de la sociedad. La socialización de las tareas domésticas y la plena inclusión de la mujer en la vida política, social y cultural, le abrirá un nuevo horizonte de desarrollo al conjunto de la humanidad.
Conclusión
En este artículo hemos desarrollado la defensa de una “teoría unitaria” del problema de la doble opresión en particular y de la producción y la reproducción social en el capitalismo. Con sus límites, retomamos los aportes de Arruzza en torno de una crítica hacia todo un abanico de teorías feministas, muchas veces llamadas “anticapitalistas” que, en nombre de una especificidad, compartimentan a la clase obrera en diferentes movimientos de lucha que pretenden desenvolver por canales diferentes y autónomos (género, sindicales, ambientales, raciales, etc.). En la práctica, las mujeres se enfrentan a relaciones opresivas específicas, que la fuerzan a organizarse y salir a las calles para protagonizar choques contra el Estado en busca de superar esas opresiones. Pero esas experiencias son limitadas sino confluyen en una organización mayor, que nuclee todas esas luchas en una lucha más general contra el Estado, responsable de garantizar esas múltiples opresiones en función, en última instancia, de la acumulación de capital.
El feminismo de izquierda sigue, sesenta años después de la Segunda Ola, tendiendo a reducir su intervención a una lucha escindida de la construcción de una salida política revolucionaria que supere las condiciones materiales que determinan la continuidad de las opresiones de género. Reconocemos que este retroceso político se debe, fundamentalmente, al rol contrarrevolucionario que ha jugado, primero, la burocratización y, luego, la restauración capitalista de los Estados obreros, junto con la enorme institucionalización y cooptación del feminismo por el imperialismo, sobre todo a partir de los años ’80. A 25 años de la IV Conferencia Mundial de la Mujer, en Beijing en 1995, donde el feminismo volvió a discutir una plataforma común de “progreso, desarrollo e igualdad de oportunidades para las mujeres” y la doble opresión se convirtió en “planes para el desarrollo con perspectiva de género”, el balance es profundamente negativo, y las mujeres volvieron a volcarse masivamente en las calles. Pero se hace cada día más urgente superar esta crisis de dirección de la clase obrera internacional y poner en pie una salida política revolucionaria y socialista de la mano de la construcción de partidos obreros. Las tendencias al colapso del capitalismo generan crisis cada vez más agudas y estas eclosionan en todas las esferas de la vida social, también en la familia. De forma contradictoria se vive una tendencia a la disolución y descomposición de la vida familiar, de la institución que es el ADN de la reproducción capitalista. Esto se expresa en la violencia hacia la mujer (con un aumento de los femicidios) y niños (incluso por las propias madres), en la postergación de la maternidad deseada, etc.
Frente a esto, el movimiento de mujeres, y en particular las socialistas, hemos colocado una crítica profunda a las iglesias y todos los recursos ideológicos con los que cuenta el capital para colocar la culpa y la responsabilidad de esa descomposición de forma individual en las y los trabajadores; denunciamos el carácter distraccionista que tiene el punitivismo, que coloca el enemigo en el hombre; levantamos la consigna de “el Estado es responsable” al marcar la impotencia política que este régimen social tiene para superar esta descomposición capitalista y, finalmente, colocamos la necesidad cada vez más urgente de una salida política obrera y socialista, que reorganice la vida sobre otras bases, que liberen las ataduras para superar todas las formas de opresión. Las mujeres trabajadoras no necesitan diluirse en un movimiento policlasista para luchar por los derechos de todas las mujeres. La agitación de un programa socialista lleva inherentemente a la defensa de la superación de todas las formas de opresión que atraviesan al conjunto de la humanidad. La lucha contra la opresión de la mujer es una lucha contra el régimen social capitalista y, por eso, es una pelea también al interior de las filas de la clase obrera, para que se distancien de todas las ideologías del régimen, entre ellas el machismo, y avancen en un frente único de clase contra el capital y su Estado.
Solo un gobierno de trabajadores puede ponerle freno, con la expropiación de los expropiadores y la socialización plena de la producción y la reproducción al servicio de las necesidades sociales. Solo un gobierno de trabajadores puede, superando estas relaciones sociales, liberar a la humanidad de todas las formas de opresión, desarrollando las fuerzas productivas a niveles inéditos para abrir paso al reino de la libertad y ya no de la necesidad. Solo la refundación de la IV Internacional puede poner en pie las organizaciones políticas obreras que marquen la perspectiva urgente de una revolución mundial, para poner fin a la descomposición capitalista, que no solo se lleva la vida de las mujeres trabajadoras -en el creciente flagelo de la trata, los femicidios, la precarización laboral y la miseria generalizada- sino que, en su afán de perpetuarse frente a los crecientes límites de valorización del capital, pone en riesgo la continuidad del planeta mismo, en el que la humanidad toda puede proyectar la vida.
[1] Entre las medidas de carácter democrático destinadas a impulsar la liberación de la mujer se cuentan los decretos sobre el matrimonio civil y el divorcio en 1917, el Código de Leyes sobre el estado civil y las relaciones domésticas, el matrimonio, la familia y la tutela en 1918 que, entre otras cosas, vuelve legítimos a los hijos extramatrimoniales y generaliza pensiones a viudas y niños. El decreto sobre la legalización del aborto en 1920, consagra este derecho por primera vez en el mundo. A pesar de su carácter revolucionario, estas medidas eran vistas por las bolcheviques sólo como un primer paso transicional en la búsqueda de emancipar a las mujeres y de transformar las relaciones sexuales para que estuvieran basadas solo en el afecto mutuo y no en la propiedad privada y la supervivencia económica. Para esto se tomaron los lineamientos votados por las propias mujeres trabajadoras revolucionarias de la Internacional de Mujeres Socialistas en una Conferencia panrusa de obreras y campesinas en 1918. El cambio cultural debía venir de la mano de medidas políticas concretas de transformaciones materiales que lo permitieran: abolir la esclavitud doméstica mediante la socialización del trabajo doméstico y del cuidado de los niños. El gobierno obrero dictó medidas concretas para esto, como la creación de lavanderías y comedores públicos, escuelas desde los primeros meses de vida y otros. También se votó una comisión en particular para la lucha contra la prostitución, que votó la prohibición de cualquier tipo de criminalización de las mujeres que estuvieran en esa situación, muy generalizada en Rusia, junto con el hambre y la muerte por la guerra. Se impulsó también la organización de delegadas trabajadoras en las fábricas. Como la mayoría de las mujeres trabajadoras no eran parte del partido, las bolcheviques propusieron que sean las organizaciones de mujeres las encargadas de vigilar que las medidas que se tomarán se aplicaran efectivamente en todos los ámbitos de trabajo. Se tendió a incluirlas en el gobierno obrero siendo participes de las transformaciones en materia de educación social, la alimentación social, la protección de la maternidad y todas las tareas soviéticas que contribuían directamente a la emancipación económica de las trabajadoras.Sobre la homosexualidad no se votaron formalmente medidas, pero se conocen muchísimos ejemplos de casamientos entre personas del mismo género y las pocas denuncias realizadas sobre el tema fueron todas desestimadas, dándose la práctica de hecho en los primeros años de la revolución.
[2] Trotsky, L. [1936]: La revolución traicionada y otros escritos, Ediciones IPS, Buenos Aires, 2014, pp. 136.
[3] Ibídem, pp. 140-141.
[4] Una breve cronología permite medir el alcance de la regresión para el conjunto de la sociedad soviética que el ascenso de la casta burocrática representó. En 1926 se vuelve a instituir el matrimonio civil como única unión legal y para 1934 no respetar a la familia es catalogado como conducta burguesa o izquierdista. En 1933 se vuelve a instaurar el delito de homosexualidad. En 1935 suprime la sección femenina del Comité Central del PCUS. En 1936 se suprime el derecho a abortar durante el primer embarazo. En 1941 se introduce una tasa sobre el celibato y se aumentan los gastos del divorcio. En 1944, el aborto legal queda totalmente abolido. En ese mismo año aumentan las asignaciones familiares en busca de reforzar la crianza parental, se crea la orden de la “Gloria Maternal” para la mujer que tuviera entre siete y nueve hijos y el título de “Madre Heroica” para la que tuviera más de diez. Los hijos ilegítimos vuelven a perder todos los derechos adquiridos en la revolución y el divorcio es bloqueado a través de diferentes impuestos costosos y trabas burocráticas. Para 1953, finalmente, la legislación sobre derechos de la madre y el niño proclama que “los intereses de la mujer como madre -bien sea con hijos o futura madre- están tanto mejor asegurados cuanto más sólidas y constantes sean las relaciones entre los esposos. Garantiza, ante todo, tal solidez en las relaciones la existencia de la familia. Precisamente, la familia asegura las condiciones normales para el nacimiento y la educación de los hijos, crea las premisas más favorables para que la mujer cumpla con su noble y alto deber social de madre”.
[5] A lo largo de todos estos años, el feminismo radical ha desarrollado diferentes posiciones a su interior, pero es importante marcar que la ya errónea esencialización de una cultura femenina en oposición a una cultura dominante masculina ha derivado -incluso, en algunos casos, aunque por suerte no mayoritarios- en un planteo de esencialización biologicista del género con connotaciones violentas, incluso para con la población trans y travesti.
[6] Tomamos como referencia de Cinzia Arruzza en particular el artículo “Reflexiones degeneradas: patriarcado y capitalismo”, en Marxismo crítico (2016), pero para profundizar en sus ideas véase también su libro Las amistades peligrosas. Los matrimonios y divorcios del marxismo y el feminismo, Merlin Press (2013). La autora es afín al actual Secretariado Unificado, publicando numerosos artículos en sus periódicos, y se ha hecho conocida por el libro Feminismo para el 99%. Un manifiesto, escrito junto a Nancy Fraser y Tithi Bhattacharya, las tres figuras intelectuales destacadas del llamado feminismo marxista. Ese libro, editado en Argentina en 2019, es el resultado de un documento inicial escrito junto a otras activistas y publicado en 2017 en el Viewpoint Magazine (véase Biasi V.: “Feminismo anticapitalista, ¡Que así sea!”, Prensa Obrera N° 1.446, 9/2/17). El manifiesto tiene el valor de desarrollar una posición de izquierda sobre la opresión de la mujer sin ser cooptadas por los partidos del régimen, haciendo una crítica aguda, incluso a la izquierda del Partido Demócrata. Arruzza busca, en su intervención dentro del movimiento International Women’s Strike, imprimirle al Paro Internacional de las Mujeres una orientación anticapitalista e independiente. Para esto se delimitó de cualquier conciliación con el “feminismo corporativo”; tanto de las ex funcionarias del Partido Demócrata, que buscaban dirigir la movilización, como del “feminismo estatal” que buscaba cooptar y contener la irrupción callejera. Para esto sostienen haberse inspirado en el NiUnaMenos de Argentina para reivindicar la defensa de los intereses de las trabajadoras, el método de la huelga y la responsabilidad del Estado y del régimen capitalista, consignas que han sido particularmente batalladas por el Plenario de Trabajadoras al interior del movimiento de mujeres en Argentina. Pero es importante advertir que el postulado anticapitalista de las feministas del 99% no va acompañado por el postulado de la lucha revolucionaria. No le dedican una sola línea a la lucha contra el Estado ni al socialismo, por lo que caen en un planteo académico reformista. Esto va en línea con el discurso abiertamente redistribucionista de, la falsamente autoproclamada marxista, Nancy Fraser.
[7] Es importante aclarar que no fue solo la izquierda la que desarrolló la noción de patriarcado como resabio del pasado al interior del movimiento de mujeres. En este período, al igual que hoy, intervendrá con fuerza dentro del movimiento de mujeres un sector de claro contenido burgués, que Arruzza llama “feminismo corporativo liberal”. Consideraban y consideran que el sistema de valores opresivos hacia la mujer se mantiene como el último estandarte que queda de un patriarcado preexistente, que impide una posible igualdad de oportunidades en el presente. De esta manera, desconocen la profunda explotación de clase que atraviesa este régimen social, que produce y reproduce una cantidad enorme de diferentes opresiones en función de esos intereses de clase. Este sector tomará fuerza particularmente a partir de los ’80, de la mano del imperialismo, con el objetivo de integrar y cooptar un movimiento que tiende a declinar e institucionalizarlo a partir de ese período.
[8] Arruzza, C.: “Reflexiones degeneradas: Patriarcado y capitalismo”, en Marxismo crítico (2016), pp. 14.
[9] Un antropólogo que ha analizado en detalle cómo se expresó esto en ejemplos históricos fue Claude Meillassoux en sus libros Mujeres, graneros y capitales, Siglo XXI (1975) y Doncellas, comida y dinero: el capitalismo y la comunidad doméstica, Cambridge University Press (1981).
[10] Ibídem, pp.12.
[11] Marx, K. (1971): Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse), 1857-1858, Tomo I, Siglo XXI, México, pp. 21.
[12] Ibídem, pp. 24.
[13] Ibídem, pp. 26.
[14] Arruzza, C., ibídem, pp. 14.
[15] Ibídem, pp. 17.
[16] Aunque idealmente, en los orígenes del capitalismo, las mujeres fueron consideradas infantes de por vida y en ese sentido se las pretendía excluidas del mundo productivo y social, en la práctica rápidamente fueron introducidas al mercado laboral con salarios menores con el argumento de su “debilidad” (Marx, El capital, tomo I, Cap. XIII).
[17] Arruzza sostiene provocadoramente que si todas las tareas asociadas a las mujeres, incluso la gestación, pudieran ser mecanizadas y automatizadas, no vería fácilmente probable su reemplazo como mecanismo de disciplinamiento social, porque ninguna otra relación de opresión se presenta tan natural y arraigada en nuestra psiquis al gestarse desde que nacemos por lazos de parentesco.
[18] Arruzza, ibídem, pp. 17.