La lucha por el socialismo en el siglo XXI

Ya hemos entrado en la tercera década del nuevo milenio y la pregunta que surge es si el socialismo sigue vigente como causa y perspectiva en el siglo XXI. Es muy común que los defensores y apologistas del sistema capitalista respondan a quienes lo impugnan desde el campo de la izquierda que el socialismo no tiene nada mejor que ofrecer a cambio. Frente al cuestionamiento del régimen social capitalista, retrucan que quienes se reclaman socialistas digan en qué país o lugar se vienen aplicando sus ideas o su modelo. A la acusación sobre el fracaso del capitalismo, que se evidencia en la severa crisis y en las señales de barbarie y descomposición a las que asistimos, se le opone el fracaso del socialismo. El socialismo como idea habría sucumbido, según sus detractores, ante el llamado “socialismo real”. En otras palabras, no habría podido pasar por la prueba de los acontecimientos, de la realidad y, por lo tanto, quedaría definitivamente relegado a la categoría de utopía, o sea, se trataría de una concepción de imposible realización.

Antes que nada, para hacer un juicio al respecto no podemos obviar la dimensión temporal. Recién ha pasado un siglo desde el triunfo de la Revolución rusa. A escala de la vida humana, representa a lo sumo tres generaciones, pero a escala histórica es algo ínfimo si tenemos en cuenta que las transiciones entre un modo de producción y otro han demandado varios siglos. La transición desde el feudalismo hasta el definitivo afianzamiento del capitalismo consumió quinientos años. Cien años después del nacimiento de Jesús, el cristianismo no pasaba de ser una religión perseguida y estaba muy lejos de competir por la primacía que gozaban los credos politeístas. Si nos atuviéramos a este marco temporal estrecho, se concluiría que el cristianismo era un fracaso. Sabemos ahora que tres siglos después terminó convirtiéndose en la religión oficial en Occidente, transformándose en una potencia ideológica y material que perdura hasta el día de hoy.

Las transiciones históricas, por otra parte, nunca siguieron un progreso lineal, sino que fueron convulsivas y accidentadas, con marchas y contramarchas, flujos y reflujos. La Revolución francesa (sin dudas el exponente más emblemático de la revolución burguesa) pasó de una radicalización extrema encarnada por el jacobinismo a la reacción termidoriana. Dos décadas después de haber caído la monarquía, ya instaurada la República, se retornó al sistema monárquico. Los ideales democráticos y republicanos fueron arriados por la propia burguesía que los había proclamado. Si nos guiáramos superficialmente por estos hechos, podríamos concluir que la Revolución francesa concluyó en un fracaso sin reparar que el contenido de clase de esta restauración conservadora no tenía nada que ver con el pasado sino que era el vehículo y el soporte del nuevo modo de producción capitalista que se estaba abriendo paso.

Podrá aducirse que los ritmos en los pasajes de un modo de producción a otro no necesariamente se repiten ni tienen por qué ser un calco. Es cierto, pero tengamos presente que esta transición tiene un carácter distintivo respecto de todas las demás pues no solo se trata de la sustitución de una clase dominante por otra sino de la abolición de todas las clases sociales. En este marco, la confrontación entre las clases antagónicas adquiere un carácter aun más encarnizado y, agreguemos, universal como nunca antes en la historia. El capitalismo ha creado un mercado mundial e integrado a los rincones más recónditos del planeta. El mundo fragmentado en feudos del Medioevo que enfrentó la burguesía no tiene nada que ver política ni económicamente con el que debe enfrentar la clase obrera. El sistema capitalista funciona, sin ningún precedente que se le asemeje, como un sistema mundial, interconectado, donde la clase capitalista ha perfeccionado la maquinaria opresiva y represiva del Estado y los mecanismos de dominación y disciplina sociales. En su época cuando la burguesía conquistó el poder político tuvo que enfrentar a la reacción interna y al hostigamiento de la reacción internacional encarnado por el absolutismo, el clero y la nobleza, pero nada comparable con la capacidad de intervención política, económica, diplomática y militar que debe enfrentar cualquier nación en la actualidad contra el orden social establecido. En la época capitalista contemporánea la lucha de clases se desarrolla en el campo nacional pero tiene un contenido internacional.

El sistema capitalista funciona, como un sistema mundial, donde la clase capitalista ha perfeccionado la maquinaria opresiva y represiva del Estado.

La dimensión internacional no puede perderse de vista porque el socialismo solo es concebible a escala mundial. El abordaje marxista siempre ha partido de esta premisa. Marx y Engels concibieron al socialismo como heredero del capitalismo. El socialismo tendría como punto de partida el punto de llegada del capitalismo, el punto más alto alcanzado por la organización social que le precedió, apropiándose y haciendo suyo el legado que en todos los planos (tanto en el desarrollo de las fuerzas materiales como espirituales) se desarrolló bajo el capitalismo y, de un modo más general, que la humanidad fue creando a lo largo de su historia.

La paradoja fue que la revolución no comenzó en los países avanzados como sostenía la hipótesis manejada por los fundadores del socialismo científico. Importa señalar que era una hipótesis fundada, era razonable que la revolución social se abriera paso primero en las naciones en donde el capitalismo se desarrollaba más pujantemente. No estaban tan errados porque el primer gobierno obrero, la Comuna de París, se instauró en Francia en 1871. Y la revolución alemana destituyó al Kaiser un año después de la Revolución rusa de 1917 y planteó la instauración de una república roja. Esto hubiera cambiado totalmente el panorama de la revolución socialista en Europa y el mundo. Al igual que la derrota de la Comuna de París, la contención violenta de la revolución en Alemania fueron confirmaciones y antecedentes de la justeza del análisis marxista. Igualmente, Marx y Engels fueron vislumbrando ya en vida que la revolución social podría estallar en países que no encabezaban el pelotón del desarrollo capitalista. Advirtieron que Rusia habría pasado de ser el bastión de la reacción mundial a una nación con potencial revolucionario.

Paradoja histórica

La primera revolución socialista triunfante tuvo lugar en un país atrasado, con fuertes resabios semifeudales. Lejos de ser heredera del punto más alto del capitalismo, tuvo que cargar con la hipoteca de la insuficiencia de su desarrollo. Además, se trataba de un país destruido por la guerra que luego tuvo que enfrentar 4 años más de guerra civil. Los dirigentes de la Revolución de Octubre fueron conscientes de entrada de esta paradoja. Jamás estuvo en sus cabezas la posibilidad del socialismo en un solo país sino que concebían a la Revolución rusa como el primer episodio de la revolución mundial. Uno de los rasgos distintivos del capitalismo y fuente de su pujanza reside precisamente en su carácter universal, que le permite tener la hegemonía y el control del mercado mundial y adueñarse de todos los recursos y posibilidades que ofrece el planeta. Es inconcebible el socialismo como un sistema autárquico, retraído dentro fronteras nacionales.

En nombre del carácter atrasado de Rusia, hay quienes dentro del propio campo del marxismo impugnan la Revolución rusa considerándola un salto al vacío y tildándola de ser una tentativa prematura. Plantean que la revolución no debería haber traspasado las fronteras democrático-burguesas. La tesis incluso ha ido más lejos planteando que el socialismo solo puede encararse en los países que culminaron con su desarrollo capitalista, so pena de un fracaso o de una deformación totalitaria. Pero la historia no puede ser forzada a un itinerario que surja de nuestra cabeza sino que se abre paso de la forma que puede (la cadena del sistema mundial de dominación capitalista se rompió en su eslabón más débil, que resultó ser Rusia), valiéndose y apoyándose en los recursos y los medios con los que cuenta y sorteando los obstáculos con los que tropieza. La experiencia histórica ha revelado que solo los trabajadores en el poder han sido capaces de abordar y empezar a dar una salida satisfactoria a los problemas ancestrales derivados del atraso y de la opresión imperialista y que se venían arrastrando bajo todas las forma de dominación política de la burguesía. Renunciar a dar ese paso sería resignarse y a lo sumo, si prevalece esta óptica, habría que darse por satisfechos si logran amortiguar o suavizar los efectos de la dominación imperialista. Es claro que esta lógica termina siendo funcional al gran capital que es el que alienta y usufructúa de este estado de situación. 

 Toda la historia del siglo XX y de las dos décadas del presente siglo se ha caracterizado por la existencia de gigantescas y recurrentes crisis nacionales e internacionales, guerras, revoluciones que lograron triunfar en países de la periferia, por supuesto de enorme gravitación, como lo fueron las revoluciones china o yugoslava, pero no pudieron abrirse paso en el corazón del capitalismo. Los países que iniciaron el camino de la expropiación del capital fueron enfrentando cada vez en forma más dramática y acuciante el siguiente dilema: o la revolución socialista se extendía hacia las metrópolis, a los centros de poder, lo que les hubiera dado el oxígeno económico y político necesario a las naciones más rezagadas, o de lo contrario, la presión dislocante y asfixiante del imperialismo las condenaría a una degeneración y a una restauración el capitalismo. Esta disyuntiva fue formulada tempranamente por León Trotsky, cuando percibió el proceso de burocratización estalinista.

Este proceso no ha sido lineal y menos aun sereno y fue atravesado por tendencias contrapuestas. Las tendencias de la restauración capitalista coexistieron con tendencias muy fuertes a la revolución política como la Primavera de Praga o el alzamiento de los obreros polacos encabezados por Solidaridad que levantaron cabeza al calor de los vientos favorables que fueron soplando en el escenario internacional de la lucha de clases. Hoy ya sabemos para donde se inclinó la balanza, aunque el proceso está lejos de haber concluido. Lo que ha quedado probado es la inviabilidad del socialismo en un solo país, pero no del socialismo. La revolución socialista quedó trunca y no pudieron ponerse a prueba los atributos del socialismo. El capitalismo se desarrolló integralmente a partir de sus propias premisas que pudieron desenvolverse plenamente y puede ser juzgado a partir de esta circunstancia. No ocurre lo mismo con el socialismo, cuyas premisas no han tenido la oportunidad de desplegarse. Las experiencias revolucionarias, en el breve lapso en el que lograron desarrollarse, dan cuenta del potencial que contiene una transformación integral sobre nuevas bases sociales. Una planificación y un uso racional de los recursos al servicio de las necesidades sociales han revelado su ventaja y superioridad respecto de una organización social gobernada por el lucro y la anarquía capitalistas y ha permitido saltos prodigiosos en el desarrollo de las fuerzas productivas como ocurrió en la primera década de la Rusia Soviética o progresos notables en materia de alfabetización y educación y salud de la población, como ocurrió en Cuba, en los primeros años de la revolución. La Revolución china de 1949, a su turno, logró preservar la integridad nacional del gigante asiático contra las tendencias a un desmembramiento y balcanización presentes al interior del país (los señores de la guerra) y potenciadas por la presión del imperialismo, en primer lugar, de Japón. 

Las experiencias revolucionarias dan cuenta del potencial que contiene una transformación integral sobre nuevas bases sociales

La burguesía pudo ir ascendiendo económicamente en los intersticios de la sociedad feudal, logró ir concentrando en sus manos una parte creciente de la riqueza social e ir afianzándose económicamente, aunque todavía no había accedido al poder político. Por supuesto, esta contradicción no podía mantenerse indefinidamente y estalló abriendo el paso a las revoluciones burguesas que conocemos. El proletariado, en cambio, está obligado a un recorrido inverso, desde la política hacia la economía. Recién, cuando asume las ruedas del Estado, el proletariado está en condiciones de poder empezar a manejar los resortes y las palancas de la economía. La construcción de una nueva organización sobre bases socialistas, que como vimos asume un carácter global, no puede desenvolverse a la sombra del régimen capitalista y de la dominación política de la burguesía, sino que tiene que acabar con ella. Esto asume especial relevancia porque el estalinismo abrigó la expectativa de una superación del capitalismo a través de una competencia económica y en el marco de un modus vivendi y coexistencia pacífica con las grandes potencias imperialistas.

Crisis mundial 

Los obstáculos que se constatan en la transición histórica entre capitalismo y socialismo no tienen nada que ver con la supuesta vitalidad del capitalismo. Transcurridas más de tres décadas de la disolución de la URSS y de que los apologistas del capitalismo proclamaran el fin de la historia y salieran al ruedo a plantear su supremacía y afirmación del orden social vigente en contraposición al ocaso y supuesto fin del comunismo, el capitalismo está atravesando una crisis mundial, solo comparable con la del 29 e, incluso, en muchos aspectos superior a ella. La restauración capitalista, a la cual la burguesía apostó eufóricamente para revitalizar al capitalismo, terminó siendo un factor de agravamiento de la crisis. Lo que inicialmente permitió una apertura de nuevos espacios para la acumulación, nuevos puntos para colocar sus productos y fuentes de aprovisionamiento devino en una saturación de los mercados y una aceleración de una crisis de sobreproducción. China, cuyo auge fue alentado por EE.UU. y Occidente se ha ido convirtiendo progresivamente en una competencia de las corporaciones imperialistas y una amenaza a la hegemonía de EE.UU. 

La bancarrota capitalista está en la base de los crecientes choques y enfrentamientos entre las clases y los Estados. La guerra está nuevamente presente en territorio europeo, rememorando el escenario vivido con las guerras mundiales cuando se las daba por superadas a partir de la globalización y la creación de la Unión Europea, que corre el riesgo de desintegrarse. La guerra es una manifestación del extremo al que ha llegado el impasse del orden social vigente que no puede resolverse por los medios económicos y diplomáticos habituales y que plantea salidas violentas y el uso de la fuerza. La guerra de Ucrania no es una réplica de la guerra anterior. El involucramiento de actores principales del escenario político mundial es mucho más directo. Si a eso unimos la escalada bélica imperialista en el Pacífico, las crecientes tensiones con China en torno a Taiwán y el rearme que se está viendo en todas las naciones, incluidos Alemania y Japón, la amenaza de una conflagración generalizada y de una guerra nuclear está más cerca que nunca. Hay que remontarse a la crisis de los misiles de los 60 en Cuba para asistir a un escenario tan crítico como el actual. La guerra, por otra parte, al llevar los precios de los alimentos y la energía a la nubes, ha creado una catástrofe alimentaria y energética, haciendo estragos en la población trabajadora y en los hogares de menores recursos en todo el planeta, incluidos los propios países industrializados, que vienen sufriendo sensiblemente el impacto de la inflación. Antes de que estallara la guerra, enfrentamos la pandemia cuyo surgimiento de ningún modo puede atribuirse a algo fortuito como la caída de un meteorito sino que está en conexión directa con la organización social capitalista. La voracidad capitalista no se ha detenido a la hora de avanzar en la depredación del medio ambiente y la naturaleza en todos los planos, incluidas la flora y la fauna, creando el terreno ideal para que se desarrollen y se propaguen todo tipo de plagas, brotes y consecuencias funestas para la vida humana. Sin solución de continuidad atravesamos una catástrofe ambiental y sanitaria, y ahora la catástrofe de la guerra y migratoria y una catástrofe humanitaria provocada por la actual estampida inflacionaria que está lejos de cerrarse. Que en el presente se agrava además por con la entrada en recesión de la economía mundial, que augura un escenario de quiebras, bancarrotas y defaults con nuevas privaciones y penurias para las masas, incluida una gran pérdida de puestos de trabajo.

La tasa de pobreza, medida por el número de personas que viven con menos de 3.65 dólares por día, ha aumentado durante el trienio 2020-23 en otros 165 millones de personas.

Según el nuevo informe de políticas del PNU (organismo de las Naciones Unidas), se espera que para 2023 el 10% más pobre de la población mundial sea el único grupo que no haya recuperado su ingreso per cápita anterior a la pandemia en términos reales. Dentro de los países de bajos ingresos, esta sería la realidad de la mitad inferior de la población.

Además de la reducción de los ingresos monetarios revelada por los datos del PNUD, se ha producido una disminución impactante en el Índice de Desarrollo Humano (IDH) global, que mide el progreso promedio en tres dimensiones básicas: una vida larga y saludable, educación y un nivel de vida decente. Ha disminuido durante dos años consecutivos, por primera vez en la historia.

Según la encuesta de 2023 del PNUD de 110 de los 195 países del mundo para los que hay datos disponibles sobre su índice de pobreza multidimensional (IPM), 1.100 millones de 6.100 millones de personas (un poco más del 18%) viven en pobreza multidimensional aguda. Los más afectados son la generación joven, con niños menores de 18 años que representan la asombrosa mitad de las personas pobres del IPM (566 millones). Alrededor del 27,7% de los niños y el 13,4% de los adultos son pobres. La pobreza afecta predominantemente a las zonas rurales de todas las regiones del mundo en las que vive el 84% de los pobres del mundo.

Las implicaciones a largo plazo son asombrosas. Significa que toda una generación de niños desnutridos sufre enfermedades crónicas, tiene un bajo rendimiento escolar y se enfrenta a bajos ingresos y escasez de oportunidades. Agravando aun más la crisis, como explica el PNUD, está el nivel de deuda pública, en aumento en todo el mundo en las últimas décadas. La deuda pública mundial, incluidas la deuda interna y externa, se ha quintuplicado con creces desde el año 2000 hasta alcanzar los 92 billones de dólares, en comparación con el PIB mundial que se ha triplicado en el mismo período hasta alcanzar los 101 billones de dólares. Los países en desarrollo deben casi el 30% del total, del cual alrededor del 70% es atribuible a China, India y Brasil.

Si bien las tasas de interés fueron muy bajas en 2020-2021, ya que los bancos centrales inyectaron billones de dólares para apuntalar el sistema financiero después del inicio de la pandemia, en 2022 los bancos centrales comenzaron a subirlas al ritmo más rápido en cuatro décadas, en un intento de inducir a una recesión y frenar las demandas de la clase trabajadora de aumentos salariales para hacer frente al creciente coste de vida. Esto condujo a un aumento en el valor del dólar estadounidense al que están vinculados muchos productos comercializados internacionalmente, y a un aumento correspondiente de la inflación y del costo de la deuda pública. Todo lo cual afectó particularmente a los países más pobres cuyas monedas estaban vinculadas al dólar, como Sri Lanka, Líbano y Egipto.

El servicio de la deuda está reemplazando las ya escasas cantidades gastadas en salud, educación y protección social, suponiendo un gran esfuerzo mitigar la pérdida de ingresos, el desempleo y la pobreza y llevando a muchos a la indigencia. Las cifras ponen al descubierto la despiadada expropiación del valor creado por las personas más pobres del mundo por la elite financiera global (cifras publicadas en el informe de 2023 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, extraído de SWS, edición en español del 7-08)

¿Este panorama, acaso, no es suficiente para poner en evidencia el agotamiento del régimen capitalista, no es un indicador de la degradación de la actual organización social y de la necesidad imperiosa de desembarazarse de ella y abrir el paso a una reorganización integral de la sociedad sobre nuevas bases sociales? El catastrofismo en el que está enrolado el Partido Obrero vilipendiado por la izquierda se ha revelado como la única visión realista. Incluso habría que señalar que nos quedamos cortos. Recién con los hechos consumados, la literatura de la izquierda, incluida la trotskista, ha descubierto la guerra y se ha dignado a incorporarla en la centralidad de su análisis. 

China 

Un capítulo especial que no puede obviarse es China. Es incuestionable el enorme crecimiento del gigante asiático. Los abanderados del orden social vigente le atribuyen el mérito al capitalismo que habría sacado a China del pantano en que se encontraba bajo el régimen comunista. Eso sería una prueba concluyente de la superioridad del capitalismo, según sus abanderados, que abrió las puertas a un crecimiento vertiginoso cuando el estado obrero chino previo a la apertura venía condenando a China al atraso. Lo que se omite es que esa orientación del capital ha ido de la mano de una acentuación de la desigualdad y los antagonismos sociales. La prosperidad capitalista ha llegado a una capa de la población ubicada en el escalón más elevado de la sociedad, integrada por millonarios y también sectores medios adinerados que han visto aumentar sus niveles de ingresos, situación que convive con una población asalariada en condiciones semiesclavas. Una parte de ella la componen los asalariados migrantes, que residen en las ciudades en condiciones extremadamente precarias empezando por la vivienda y que ni siquiera tienen un permiso de residencia permanente. 

La mayoría de estos trabajadores están empleados en sectores con bajos salarios, a menudo peligrosos, como la construcción, la minería y las cadenas de montaje, ninguno de los cuales ofrece un empleo seguro.

Los trabajadores se ven obligados a cambiar frecuentemente de empleo, según las vicisitudes de la oferta y la demanda; tras la crisis de 2008, 2 millones de trabajadores migrantes perdieron sus empleos y regresaron al campo. Solo una pequeña minoría está cubierta por programas de asistencia urbana: menos del 20% tiene seguro de pensiones, o seguro médico y escasamente el 30% tenía seguro de accidentes laborales. Estas bajas tasas de cobertura se deben en parte al hecho de que la mayoría de los trabajadores migrantes no tienen derecho a un hukou urbano (el permiso de residencia al que nos hemos referido). Pero habría que agregar que las reformas neoliberales han eliminado o privatizado incluso los beneficios sociales que gozaban los residentes urbanos, sustituyéndolos por contribuciones personales de las que deben hacerse cargo los propios trabajadores. Mientras tanto, la reforma de las empresas de propiedad pública provocó el despido de millones de trabajadores urbanos. Los trabajadores urbanos peor pagados no están mucho mejor que los trabajadores migrantes, ya que solamente tienen un seguro básico de pensión y asistencia sanitaria. En consecuencia, pocos trabajadores migrantes están dispuestos a cambiar su estatus de hukou cuando tienen la oportunidad, especialmente si ello supone renunciar a su tierra rural que todavía sigue desempeñando un papel en su sustento económico y un sitio donde refugiarse frente a las vicisitudes de su existencia en las ciudades. 

El nivel de empleo precario en China va de la mano de la incapacidad de la restauración capitalista de proporcionar suficientes empleos para su enorme población. El asombroso crecimiento del país se ha ralentizado en los últimos años, amplificando seriamente este fenómeno. 

Los contrastes sociales son brutales y eso se agudiza en el campo. Aunque hay una parte que ha migrado, la población campesina sigue teniendo un peso gravitante. La economía rural, incluyendo a los sectores no afectados directamente en la producción, representa aproximadamente a 350 millones de trabajadores, más del 45% de la mano de obra total de China.

A pesar del gran salto experimentado en la producción del campo, la brecha entre los ingresos de los hogares urbanos y rurales ha permanecido amplia y es casi de 3 a 1. No es ocioso agregar que las desigualdades de ingresos también se producen dentro de las áreas metropolitanas: el 20% de la población urbana con menores ingresos gana aproximadamente lo mismo que el habitante medio de las zonas rurales. La introducción de principios de mercado en el agro chino (de compraventa) ha servido para promover un proceso de concentración de la tierra, al servicio de grandes explotaciones privadas y de agronegocios y de una creciente especulación inmobiliaria, con el concurso, el aliento y la complicidad de los gobiernos locales. La contracara de ello es la desposesión forzada y expulsión de la masa campesina de las tierras que venían ocupando. El panorama, por lo tanto, es explosivo porque la población rural que se desplace a las ciudades estará llamada a engrosar una creciente clase de pobres condenados a la marginalidad, precariedad y desocupación, en tanto que la población rural que queda estará sometida a la pobreza y al despojo y voracidad del capital. 

En este contexto, es fácil advertir una creciente polarización social: una reducida elite formada por agricultores con grandes explotaciones generosamente subvencionadas por el Estado, directivos de empresas agroindustriales y funcionarios rurales; por debajo, pequeños agricultores contratados y trabajadores empleados por explotaciones grandes o corporativas y, en el escalón más bajo, los pobres sin tierra, incapaces de encontrar un empleo seguro ni en las áreas rurales ni en las urbanas. Está a la vista que las asimetrías entre la ciudad y el campo siguen siendo marcadas con lo cual la economía china, en este aspecto, reproduce los rasgos de cualquier país atrasado y pone de relieve el contraste que hay entre los países capitalistas avanzados y el gigante asiático. Ni que hablar de que este abismo se reproduce en los salarios donde la distancia es sideral y la relación es de 5 o 6 a 1. 

El milagro chino no ha sido inmune a la crisis capitalista mundial. Esto se verifica en una desaceleración económica hasta el punto de que hay quienes señalan que podría precipitarse un aterrizaje brusco. Una advertencia la tenemos en la crisis inmobiliaria que se ha llevado puesta a una corporación gigante como Evergrande que no es más que la punta del iceberg, como lo revela el incumplimiento en el que han entrado recientemente otras empresas inmobiliarias. La economía china está sentada en una montaña de deudas que triplica su PBI. Lejos de sacar a la economía mundial de la crisis, China ha sido arrastrada por ella y se ha convertido en un factor de su agravamiento. 

Quienes se han apresurado a proclamar que la restauración capitalista está concluida, no advierten que la bancarrota capitalista condiciona la restauración y es la fuente de tensiones crecientes entre China y el imperialismo. Los choques crecientes en todos los planos (económico, diplomático y en especial el militar) estimulados en primer lugar por EE.UU. revelan que la restauración capitalista no puede ser ni será pacífica.

La burguesía mundial está pugnando por una apertura de la economía china, pero en su propio provecho, lo que supone confinar a China a la condición de una semicolonia. Derrotar esta pretensión probablemente exceda la capacidad de la burguesía y del Estado chino pero lo que sí es seguro es que se abran grietas a partir de las cuales se cuele la clase obrera, lo cual crearía el terreno para la recreación de tendencias revolucionarias (o sea, las bases para una revolución social y política) retomando el rico legado que poseen los explotados chinos en su historia. El destino de China está inscripto como nunca en la dinámica revolución-contrarrevolución en un escenario de creciente polarización no solo a escala de China sino a nivel mundial.

El fracaso del modelo escandinavo

Ante el ocaso y caducidad ostensibles del régimen capitalista, desde algunos círculos intelectuales que se tildan de progresistas y de izquierda, se enarbola como alternativa el socialismo escandinavo el cual es exhibido como una suerte de punto equidistante entre el socialismo en clave marxista y el capitalismo, una salida intermedia que tomaría los supuestos méritos de ambos regímenes y dejaría de lado sus defectos. Viene al caso señalar que es una moneda devaluada pues el mentor y arquitecto de este modelo, la socialdemocracia, fue desplazada del poder político y tuvo que ceder el paso a la derecha y a sectores conservadores. 

De la mano de estas fuerzas políticas, se produjo un desmantelamiento del estado de bienestar con recortes de los servicios suministrados por el Estado -uno de los aspectos más reivindicados por los abanderados del modelo escandinavo- abriendo paso a un proceso de privatizaciones. Esto ha estado unido a una derechización y descomposición en el plano político, con el crecimiento del negocio narco y la discriminación hacia los migrantes. Recién ahora, luego del impacto negativo dejado por la ofensiva neoliberal, la socialdemocracia ha vuelto al gobierno, aunque es imposible el retorno al estadio previo en el que emergió y se desenvolvió el “modelo nórdico” con más razón con la crisis mundial en curso que ha roto todos los equilibrios de la etapa precedente. En definitiva, tampoco el socialismo escandinavo, el cual como vimos ya ni siquiera merece ese nombre, ha podido escapar a las contradicciones cada vez más explosivas de la bancarrota capitalista. En este contexto, no nos debe sorprender que la resurrección que se constata de la socialdemocracia culmine en una experiencia efímera. Un aviso es el regreso de la derecha en Finlandia y Suecia, aunque también hay que reconocer que la misma no ha quedado inmune a la crisis y está sufriendo un deterioro político con inusitada rapidez.

Lucha de clases

Partiendo de este panorama, está a la vista que los obstáculos para un tránsito al socialismo no residen en que las condiciones objetivas hayan entrado sobradamente en un estado de putrefacción. La respuesta a este interrogante hay que buscarla en los avatares de la lucha de clases. El hecho de que la revolución no se haya extendido a los países avanzados no fue antes ni es ahora inevitable ni fatal. En varios momentos históricos, naciones industrializadas estuvieron en los umbrales de un cambio revolucionario y tropezaron con la insuficiencia y los límites de los propios actores y protagonistas de este proceso. La madurez de las condiciones objetivas tropieza con el límite de la inmadurez de las condiciones subjetivas. El obstáculo principal residió en las propias direcciones que impidieran que el ascenso revolucionario culminara en una victoria. Esto vale para la marea revolucionaria que sacudió a Europa y en especial a Alemania a finales de la Primera Guerra Mundial, luego en la guerra civil española y en el ascenso revolucionario en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, por sobre todo, en Francia e Italia. Pero vale también para múltiples levantamientos, en los rincones más recónditos del planeta, como lo revelan la guerra de Vietnam y la Revolución cubana, la Revolución china y ni que hablar el Octubre ruso, un triunfo de las revoluciones que sacudieron el globo a lo largo del siglo XX y en lo que va del siglo XXI, hubieran permitido un giro de la situación mundial y hubieran sido un poderoso acicate para la clase obrera de las principales metrópolis capitalistas. De un modo general, la socialdemocracia y el estalinismo tuvieron un papel determinante para la contención y derrota de estos procesos.

La situación planteaba cambiar de caballo en medio del cruce del río, pero eso es difícil de improvisar y más aun cuando la fracción más aguerrida y lúcida de la clase obrera no se preparó para ese giro. 

Dicho esto, es necesario no hacer un traslado mecánico de la bancarrota económica a la política, sin verificar la mediación entre una y otra por la lucha de clases y por sobre todo por la calidad de la vanguardia obrera. En otras palabras, no hay una relación automática entre una crisis económica y social y un ascenso de las masas y entre éste y un ascenso de la izquierda. La capacidad de la izquierda para penetrar en las masas y conquistar la adhesión de los trabajadores, así como la calidad de su intervención política no puede ser esquivada. Las organizaciones revolucionarias no tienen conquistado un lugar por adelantado sino que se lo tienen que ganar venciendo los escollos que se interponen en su camino y disputando ese terreno con las fuerzas políticas rivales que actúan como agentes del capital. La burguesía, por más que encarne un régimen históricamente agotado, dispone de enormes recursos y una experiencia acumulada que hunde sus raíces en su condición de clase dirigente durante varios siglos. Las reflexiones de Trotsky sobre esta cuestión crucial pronunciadas en su discurso en el marco III Congreso de la Internacional Comunista, en el año 1921 poco tiempo después de la Revolución de Octubre -y que a posteriori fue reproducido para su divulgación bajo el nombre de “Una escuela de estrategia revolucionaria”- conservan una gran actualidad.

Estrategia de la izquierda

Si nos referimos a la calidad de la vanguardia obrera, se constata en la izquierda, incluida la que se reivindica revolucionaria, una tendencia a la adaptación al régimen capitalista y un seguidismo a los partidos de la burguesía. Lo que prevalece es una orientación electoralera y democratizarte que busca acomodarse y medrar en el marco del orden social vigente y cosechar algún escaño parlamentario y una tendencia a confluir en alianzas y combinaciones políticas cuyas fronteras de clase son difusas. La lucha estratégica por la revolución social y la dictadura del proletariado es abandonada. 

No es casual que en este marco asistamos a una reivindicación de figuras como Kautsky, dirigente socialdemócrata reconocido como eximio teórico de la II Internacional que pasó a la historia como renegado al colocarse en la vereda de enfrente de la Revolución rusa. Kautsky acusó al bolchevismo de un deriva totalitaria y violenta y opuso a ella la defensa del sufragio universal y la vigencia irrestricta de la libertades individuales, que procuró presentar como la versión supuestamente fiel al legado marxista. Bajo este enfoque liberal, sin embargo, la dictadura del proletariado queda vaciada de su contenido fundamental que es aplastar la resistencia de los explotadores. En medio de una confrontación extrema y armada con los enemigos de clase lo que está en juego es la suerte de la revolución, un gobierno de trabajadores tiene que apelar a todos los medios posibles y necesarios para defenderla. Una pretendida defensa burguesa de las libertades irrestrictas y del sufragio universal serían utilizadas como un recurso de la contrarrevolución para desplazar el poder a los trabajadores y aplastar la revolución. La bandera de la democracia es una bandera habitual utilizada por la burguesía en contra de la clase obrera y, en especial, en situaciones revolucionarias contraponiéndola al poder obrero. Estamos frente a una impostura pues detrás de la reivindicación de una “democracia pura” se disfraza la dictadura del capital o sea un gobierno de la minoría. La dictadura del proletariado, cualquiera sea la forma que adopte es infinitamente más democrática que cualquier versión de democracia burguesa, pues representa la voluntad y los intereses de la mayoría. 

La dictadura del proletariado es infinitamente más democrática que cualquier versión de democracia burguesa, pues representa la voluntad y los intereses de la mayoría.

Levantar la bandera de la democracia hoy día es un acto de hipocresía cuando vemos que esta, no solo en la periferia sino también en los países centrales, está en franca decadencia, incapaz de dar respuesta a la necesidades populares y adquiriendo un perfil más represivo tendiendo a transformarse en un Estado policial. La bancarrota capitalista socava una base de sustentación del sistema democrático y está abriendo paso a regímenes de excepción que van dominando el panorama mundial desde Rusia a Turquía pasando por Brasil y América Latina, plagada de golpes de Estado, de la que no se salva el gobierno bonapartista represivo de Macron en Francia y ni el propio EE.UU. cuando aún está fresco el asalto al Capitolio. Es imposible dar marcha atrás en la historia y devolverle vitalidad a un régimen democrático asociado históricamente a una etapa de ascenso capitalista. La inviabilidad histórica de la democracia (burguesa) no significa que la clase capitalista no se valga de ella como recurso político para oponerlo a la revolución.

Comentarios finales 

El dilema entre socialismo y barbarie capitalista está a la orden del día. Dramáticamente cuando la supervivencia de la humanidad y del planeta está en juego. 

La transición entre capitalismo y socialismo es un proceso abierto. Los principales capítulos no están para atrás sino para adelante. El siglo XXI será -y ya lo está siendo- el escenario de esta confrontación, una nueva etapa de guerras y revoluciones, con características tanto o más explosivas que las que atravesamos en el siglo XX.

En este cuadro, los desafíos de los revolucionarios son enormes. Lo que está en debate es cuál es la estrategia de la izquierda: si va a quedar confinada a actuar como grupo de presión o va a ser un canal y un instrumento para que los trabajadores irrumpan en la crisis terminal que enfrentamos y se transformen en alternativa de poder, o sea, si abrazan la lucha estratégica por el gobierno de trabajadores y el socialismo. En este contexto, la guerra, como ya ha ocurrido en el pasado, establece una divisoria de aguas entre quienes defienden el internacionalismo y aquellos que se alinean detrás de algunos de los bandos reaccionarios en pugna. A la hora de una caracterización corresponde señalar que asistimos a una guerra imperialista. Ni Occidente es un exponente de la libertad, de los derechos humanos o de los intereses nacionales (el gobierno de Zelensky es un brazo de la OTAN) ni Rusia encarna una causa antimperialista. Los pueblos de la región son carne de cañón de los intereses de rapiña de las fuerzas y actores en conflicto. El alineamiento con uno u otro bando es lo que explica la débil y escasa movilización popular frente a la guerra, muy por detrás de la reacción ocurrida en otras experiencias en el pasado. Esta circunstancia no puede pasar inadvertida y nos da una medida del grado de adaptación de la izquierda a la presión ejercida por la burguesía, en primer lugar, en los grandes centros imperialistas. 

Todos estos factores deben ser tenidos sumamente en cuenta a la hora de abordar la cuestión de la organización de la clase obrera. Las características que asuma la organización están directamente asociadas, como no podría ser de otra forma, a la estrategia que sostiene. Si la perspectiva es prepararse para las rebeliones populares y situaciones revolucionarias, lo que se impone es la construcción de partidos revolucionarios, de combate, militantes, que formen y capaciten a los cuadros obreros, de la juventud para transformarse en tribunos socialistas y desarrollar un trabajo sistemático e implacable de agitación, propaganda y organización de los trabajadores. Cuando la perspectiva es ajena a ese objetivo es probable, casi inevitable, que se terminen poniendo en pie aparatos electorales u organizaciones amorfas o partidos amplios que son el caldo de cultivo para un rumbo oportunista. Lo dicho hasta aquí nos remite a la organización internacional de la clase obrera que asume un carácter estratégico pues la suerte de la revolución socialista va a jugarse en la arena mundial. El internacionalismo no es meramente una cuestión de solidaridad entre los pueblos, sino que es determinante, decisivo para llevar el socialismo a la victoria. La lucha por la construcción de partidos revolucionarios debe ser un peldaño en la puesta en pie de una internacional obrera, revolucionaria, que para el Partido Obrero es la refundación del IV Internacional.


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