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1492-1992: El capitalismo festeja su senilidad (2a parte)

La Independencia de los Estados Unidos de América


"Los americanos son un pueblo débil que debe ser protegido por una potencia naval durante varios siglos todavía” (Declaración del gobierno inglés frente a la revuelta de sus colonias en América del Norte).


 


“Existen espíritus especulativos que llevan su imaginación más allá de lo posible, y que gustarían de hacernos creer que América (del Norte) será algún día una potencia temible. Pero su Constitución excluye toda coalición con otros países. Además de ello pasarán muchos años, tal vez siglos, antes de que los "nuevos ingleses ocupen todos sus territorios vírgenes” (Vergennes, ministro de Luis XVI, justificando el apoyo francés a los americanos en la guerra de independencia contra Inglaterra).


 


Los hombres difícilmente son contempóraneos de su tiempo. La independencia norteamericana fue inicialmente considerada, por sus actores principales, como un simple incidente político de proyecciones limitadas. Para Inglaterra se trataba de una rebelión más en su Imperio colonial. Para Francia, cuyo apoyo militar a los rebeldes fue decisivo, de una carta más en el juego de la política europea, en su disputa con Inglaterra. Para los colonos, que comenzaron a protestar contra los impuestos crecientes de la Corona y contra sus prohibiciones (Ley de Sello, monopolio del comercio y de ciertas manufacturas), de la reivindicación de una consideración mayor de parte de la Corona, del bienestar económico de las colonias. El “incidente sin embargo, iría a liberar fuerzas sociales que cambiarían la faz del planeta.


 


Está claro que esas fuerzas sociales preexistían al incidente. Las colonias del Norte constituían en América el único caso de conformación de una economía no volcada a la exportación de productos primarios. Para esa sociedad de granjeros y artesanos, precozmente industrial, la lucha por la independencia era una lucha por la supervivencia, esto es, por la expansión. Pero el monopolio colonial afectaba a todas las colonias y a todas las capas sociales. La diversidad de estas fuerzas se expresó en la constitución de dos partidos que, formalmente, reproducían los ya existentes en Inglaterra: los tories (legalistas, partidarios de un entendimiento con la Corona) y los whigs (liberales o radicales, independentistas).


 


Bajo la dirección de estos últimos, "los nuevos ingleses" irían mucho más lejos de lo que el mundo pensaba y, para comenzar, dejarían de ser ingleses. La disputa económica en torno de los impuestos se transformó en disputa política, en la cual las colonias reclamaban (1765) la aplicación de un principio democrático vigente desde hace mucho en Inglaterra: “No taxation without representation” (nada de impuestos sin Parlamento), que es el propio principio de la revolución democrática burguesa. La cuestión étnica tuvo importancia en el conflicto desencadenado, pues “si los ingleses se habían negado a pagar impuestos a un autócrata real, sus descendientes de América podían ahora usar los mismos argumentos y discutir el precepto de que el comercio colonial debía beneficiar solamente a Inglaterra. Tal actitud prevaleció en la India hasta mediados del siglo XX, pero también en colonias pobladas por personas de origen inglés, que no se sentían en nada inferiores a sus gobernantes británicos, y sólo iría a generar un gran conflicto” (1).


 


El trazo político decisivo de la independencia de los EE.UU. se debe, entonces, al hecho excepcional de que las colonias inglesas del Norte fueran *colonias de poblamiento”. La reivindicación de los colonos fue rechazada por la Corona, la cual, además de sus necesidades financieras, estaba exasperada por el hecho de que las colonias habían comerciado activamente con Francia en plena guerra de ésta contra Inglaterra (concluida en 1763). Pero eso mostraba el abismo ya existente entre los intereses de las colonias y los de la metrópoli.


 


Siguió la represión contra los colonos (Boston, 1770). La reacción inglesa hizo prevalecer, en las colonias, las tesis de los “radicales”, partidarios de la independencia. La guerra contra la metrópoli explotó en 1775, cuando el Congreso Continental, con representación de doce de las trece colonias, llamó a tomar las armas. Pero el enfrentamiento entre radicales y tories encubría, en verdad, una lucha social, pues los tories estaban dirigidos por buena parte de los hacendados acomodados. Sus tesis conciliadoras en la guerra significaban una alianza con los ingleses. Fue así que la lucha por la independencia fue en la práctica una lucha simultánea contra los ejércitos metropolitanos y contra los grandes propietarios, en la cual, en nombre de la democracia, se apeló a la más dura dictadura sobre los contrarrevolucionarios. Fue gracias a eso que la población se sumó masivamente a la lucha, y ése fue el factor del sostenimiento de los ejércitos libertadores liderados por George Washington. “El éxito de la Revolución hubiera sido imposible sin un gobierno revolucionario capaz de cumplir sus determinaciones. La lucha de los patriotas contra los legalistas era una lucha por la supervivencia: el ejército de Washington mantenía una existencia precaria frente a las tropas británicas, en efecto, si el gobierno civil fracasaba en la retaguardia, no habría quedado nada”, dice Richard Haskett (Juzgando la Revolución).


 


La democracia directa del pueblo revolucionario era la única forma en que éste podía ejercer su dictadura contra los opresores: en los nacientes EE.UU. se prefiguró así la Convención de la Revolución Francesa, que sería para Marx y Engels el antecedente inmediato de la dictadura proletaria, la forma específica de ejercicio del poder por los oprimidos.


 


“Las bases originales de la campaña contra los tories vinieron de la toma del poder por los comités y convenciones que se esparcían por todo el continente. En la recomendación bajada por el Congreso Continental (octubre 1775) se establece que los Comités de Seguridad ‘tomen en custodia a todas las personas que puedan con sus opiniones poner en riesgo la seguridad de las colonias o la libertad de América En noviembre de 1777, el Congreso recomendó a los Estados que confiscasen las propiedades de todos los tories. Hubo crueldad en la Revolución Americana, sin embargo ese aspecto fue oscurecido. La naturaleza limitada del programa revolucionario, en términos de la población nativa y de su economía, y el auxilio aplastante dado a la Revolución, sirvieron para suavizar el aspecto civil de la guerra en la lucha” (2).


 


Las grandes propiedades de los tories, confiscadas, fueron vendidas en pequeñas parcelas, pues así se entendía cerrar el camino para la formación de una nueva clase de “traidores” Buena parte de los propietarios sudistas, sin embargo, adhirió a la lucha por la Independencia (el propio Washington era uno de ellos). La disputa continuó en el campo norteamericano. La declaración de la Independencia de los EE.UU. (1776), que definió el alcance de la revolución en marcha, significó un compromiso entre radicales y grandes propietarios: el proyecto inicial contenía duras críticas a la esclavitud que fueron eliminadas del texto final. Las colonias, no obstante, gozaban de gran autonomía entre ellas, lo que permitió a las del Norte y del Centro aprobar legislaciones antiesclavistas, antilatifundistas y anti-monopolistas, al mismo tiempo que los líderes radicales no dejaban de señalar en plena guerra el contenido social de la revolución y de anunciar sus planes para el desarrollo de la nación independiente. La constitución revolucionaria de Maryland denunció los monopolios como “odiosos” y contrarios a los principios del gobierno libre y del comercio.


 


“La posesión de inmensas propiedades por parte de unos pocos individuos es peligrosa para los derechos y perjudicial para la felicidad común de la humanidad y por eso cada Estado libre tiene el deber de desaprobar la posesión de tales propiedades” (Carta de Derechos de la Constitución de Pennsylvania, 1776). “Patrones de libertad como jamás fueron vistos en el mundo prevalecerán en América. Aquel orgullo excesivo que resultó en una dominación insolente de unas pocas, muy pocas, familias insolentes y monopolizadoras de riquezas, será llevado en muy poco tiempo a los confines de la razón y la moderación de una manera que ni siquiera se puede imaginar” (John Adams, 1777).


 


Al mismo tiempo, los Estados del Sur intensificaron durante la Revolución su maquinaria de control esclavista. En Carolina del Sur (1780) fue sancionada una ley concediendo un esclavo joven a los voluntarios al servicio de la independencia. Los gérmenes de un futuro conflicto crecían…


 


Con el apoyo de Francia a los rebeldes, el conflicto norteamericano ganó proyección mundial, además de tornarse definitivamente desfavorable a Inglaterra. En 1781 las tropas inglesas se rindieron y la Paz de Versalles (1783) concedió la independencia a los Estados Unidos. Pero la Revolución no se detuvo. El movimiento democrático en los estados del Norte pretendía imponer su hegemonía al Sur latifundista, y para eso necesitaba afectar las bases económicas de su poder.


 


“Es muy temprano en nuestro país para decir que los hombres que no pueden encontrar empleo, pero que pueden encontrar tierra para trabajarla, tienen toda la libertad para cultivarla, mediante el pago de una pequeña renta, sin embargo no es demasiado temprano para tomar las providencias, por todos los medios disponibles, para que el menor número de personas quede sin su pedazo de tierra. Las pequeñas propiedades son la parcela más preciosa del Estado” (Thomas Jefferson, carta a Madison, octubre de 1785).


 


En el terreno político el conflicto se trabó en torno de la definición de la Constitución. El movimiento democrático se expresa a través del partido nacionalista o “antifederalista” (Jefferson) que procuraba un fuerte poder central para imponer limitaciones crecientes al poder de los grandes propietarios. Los “federalistas” (Hamilton), por el contrario, buscaban preservar las autonomías y con ellas los privilegios de los hacendados, haciendo de las trece ex colonias países casi independientes, vinculados formalmente, para lo cual llegaron a proponer un régimen semimonárquico (presidente y Senado vitalicios): “Gran proporción de América es propiedad de los latifundistas; ellos monopolizan la tierra y no la cultivan, no están dispuestos a hacer ningún gasto en dinero ni servicio personal para defenderla y, manteniendo altos los precios a través del monopolio, impiden la colonización y el cultivo del país” (Robert Morris, en el Congreso Continental de los EE.UU. en 1782).


 


Antes de resolverse en el foro constitucional, el conflicto fue dirimiéndose en la práctica. El impulso revolucionario fue barriendo todos los trazos del antiguo régimen colonial, quebrando las resistencias de los reaccionarios.


“Sólo después de la guerra, el problema de la unidad nacional norteamericana se solucionó y el movimiento democrático, bastante fortalecido en los estados norteños, pudo destruir las características feudales que habían sido impuestas por Inglaterra. Los privilegios reales desaparecieron o se transfirieron a las asambleas locales. La propiedad de los tories fue confiscada y dividida en pequeñas parcelas, anulándose los derechos de primogenitura y manos muertas. Se efectuó un ataque contra las iglesias localizadas en las colonias. En cinco de ellas, la Iglesia Anglicana perdió los privilegios concedidos anteriormente. En diez años, los norteamericanos destruyeron hasta los vestigios de las prácticas feudales existentes. La nueva fuerza del nacionalismo, unida a las necesidades esenciales de la comunidad propietaria, consiguió establecer un verdadero gobierno civil… o sea, un gobierno fundado en una sociedad libre, compuesta de comerciantes y de latifundistas volcados al gozo de su riquezas y de sus caprichos” (3).


 


En el plano social nació otro movimiento. La guerra arruinó a muchos granjeros, dejando una gran deuda pública, que el gobierno descargó sobre ellos, aumentando los impuestos. Los granjeros y los pobres de las ciudades, principalmente artesanos del Norte, se rebelaron, encabezados por Daniel Shays (1786), que había participado de la Guerra de la Independencia. Costó mucho trabajo a las tropas derrotarlos. La potencialidad de ese tipo de revueltas obligó a la burguesía del Norte y a los dueños de las plantaciones y de esclavos del Sur a unirse. Pero no sólo eso: posibilitó el compromiso de la Constitución de 1787.


 


Una violenta depresión económica tuvo lugar en 1785-86. La causa inmediata fue la excesiva emisión monetaria (cada Estado podía emitir moneda) lo que acabó desvalorizando el circulante y dificultando los intercambios. Así se manifestó el carácter anacrónico del proyecto semiseparatista de los federalistas: los Estados Unidos tendían a constituir un mercado nacional único (incompatible con la separación de cada Estado) gracias al desarrollo económico alcanzado en época colonial, sobre todo en el Norte.


 


La “democracia oligárquica” resultante de la Constitución reconoció importantes puntos al proyecto federalista: quedaron sin derecho al voto las mujeres, los negros (esclavos) y los trabajadores manuales (porque no poseían la renta suficiente para ejercerlo). El Senado no reconoció la representación proporcional: cada Estado posee un número igual de representantes, independientemente de su población (característica existente hasta hoy). Los nacionalistas (futuros republicanos) por su parte, obtuvieron la representación proporcional en la cámara de diputados, medida en relación con la totalidad de la población (inclusive los esclavos) y un fuerte poder presidencial, de mandato limitado.


 


Escribía en 1834 un observador francés: “Entre los elementos nuevos que durante mi estancia en los Estados Unidos atrajeron mi atención, ninguno me impresionó más vivamente que la igualdad de condiciones. No me costó percibir la influencia prodigiosa que esa realidad primaria ejerce sobre la marcha de la sociedad: da a la opinión pública una orientación definida, una tendencia cierta a las leyes, máximas nuevas para los gobiernos y hábitos peculiares a los gobernados. Luego reconocí que ese mismo hecho extiende su influencia mucho más allá de las costumbres políticas y las leyes, y que tiene tanta influencia sobre la sociedad civil como sobre el gobierno: crea opiniones, hace nacer sentimientos, sugiere prácticas y modifica todo aquello que ella no produce. A medida que estudiaba la sociedad norteamericana, veía cada vez más, en la igualdad de condiciones, el hecho esencial, del cual parecía descender cada hecho particular” (4).


 


En verdad, las relaciones democráticas en la sociedad civil, creadas por la Revolución, servían de base a las prácticas políticas democráticas. Es por esto que la Constitución tuvo, hasta cierto punto, una elasticidad capaz de adaptarla a los cambios sociales (extensión del derecho de voto). Como toda verdadera Revolución, la americana creó un cuerpo propio de ideas. En el plano institucional, su originalidad consistía en la independencia y el equilibrio entre los tres poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y en la combinación del poder central con el federalismo de los Estados. “Por primera vez en la historia, un grupo de hombres se enfrentó a la tarea de construir de nuevo el órgano central de la autoridad coercitiva, procurando resguardar al mismo tiempo la relativa independencia de las autoridades locales existentes, que eran las asambleas estatales. La Constitución debía ser el producto del talento del hombre, conquistando la aprobación de Estados independientes y libres (5). Al mismo tiempo no se debe olvidar que demasiado democrática a los ojos de los poseedores, la constitución no lo es suficientemente para el gusto popular. Los notables, entretanto, van a pedir al pueblo que la respete, mientras ellos mismos le harán sufrir graves distorsiones: tal es el precio del triunfo del proyecto capitalista” (6).


 


La victoria del proyecto capitalista se apoyó (como en la Revolución Francesa) en la derrota de la fracción democrática revolucionaria que lideró la Revolución Norteamericana, y de su proyecto de una sociedad basada en un océano de pequeños propietarios (única base social posible para una democracia real combinada con la propiedad privada), la ideología de la pequeña producción mercantil derrotada por el avance de la burguesía capitalista que se alió a los propietarios esclavistas del Sur: “En los EE.UU., de hecho, no hubo ningún Termidor. El partido Republicano no fue derrotado por ninguna (contra)revolución: gobernó el Estado aún después de 1815 y ganó las elecciones; así y todo, fue corroído impiadosamente por el espíritu burgués capitalista de su época. Su lucha, iniciada con muchas ilusiones en 1793, perdió completamente sus ideales 25 años después. Robespierre cayó en combate en el campo de batalla de la revolución y la contrarrevolución. Jefferson murió como un pacífico anciano y padre de la patria, pero que en sus últimos años difícilmente podría ocultar el fracaso de su obra. Vivió aun mucho tiempo para ver las dimensiones que había adquirido el problema de la esclavitud y de que forma esto ponía en crisis la existencia de la Unión” (7).


 


Un equilibrio inestable se mantendría durante tres cuartos de siglo gracias a los ejes de desarrollo del nuevo país: a) la expansión en dirección a los territorios vírgenes del Oeste; b)la expansión en dirección de posesiones ajenas; c) el rápido y profundo desarrollo industrial.


 


La dinámica del equilibrio favorecía en definitiva a la burguesía industrial norteña: “La nueva nación intentó, antes que nada, dotarse de una economía autosuficiente, la mejora de las comunicaciones, a través de empresas tales como la construcción del canal de Ene entre 1817 y 1825, implicaba un importante paso en la integración al permitir una drástica reducción de los precios pagados en el Norte por los productos agrícolas del Oeste. Tuvo también importantes consecuencias políticas: el incremento de las relaciones entre el Norte y el Oeste en detrimento del Sur” (8).


 


El estatuto del Noroeste (1787) estableció que ningún Estado podría fijar colonias en el Oeste, considerado territorio federal (tierras… del Estado) hasta alcanzar cierto número de electores, cuando serían admitidos en los EE. UU. La legendaria “Conquista del Oeste” —contra los indios, cuyos derechos fueron mil veces establecidos y mil y una veces violentados— fue favorecida por una serie de circunstancias: 1) completar la ocupación territorial, anticipándose al mismo tiempo a ocupaciones de otros países (Inglaterra reivindicaba Oregon); 2) asentar el enorme contingente inmigratorio, cuya permanencia, sin empleo y sin posesiones, en las ciudades del Este, avivaba el fantasma de la revuelta social, ya visto en otras ocasiones; 3) procurar, a través de la creación de una vasta capa de pequeños propietarios, un mercado consumidor para las industrias en rápido desarrollo. Todos los gobiernos favorecieron ese proceso, llegando a donar 65 hectáreas a cada pionero. Los EE.UU. extendieron su dominio del Atlántico hasta el Pacífico, y la población aumentó de 4 millones en 1790 a 10 millones en 1820.


 


Al mismo tiempo se desenvuelven las instituciones de crédito (para financiar la colonización), de las cuales los pequeños agricultores acaban tornándose dependientes, y que favorecerían una fantástica expansión de los negocios capitalistas.


 


El “Homestead Act” (1862) consolidó el proceso, donando tierras a todos los que las deseasen. Así se absorbió la masa inmigratoria (sólo de 1820 a 1870, más de 5 millones de personas).


 


La ocupación de territorios ajenos siguió las líneas ya trazadas por el colonialismo inglés en detrimento de los decadentes imperios coloniales de España y de Francia. Por el dinero o por la fuerza —el primero complementando la segunda—fueron ocupados Florida de los españoles, Louisiana y la cuenca del Mississippi de los franceses, Oregon y parte de Canadá (de los ingleses), Alaska de los rusos, y nada menos que la mitad del territorio de la antigua colonia española —ya independiente— de México (los actuales Estados de Texas, Nuevo México, California y Arizona). El descubrimiento del oro —tardío para ironía del destino y para remordimiento de ingleses y españoles— en California (1849) favoreció la corrida en dirección de los nuevos territorios, y aumentó enormemente la masa inmigratoria de casi todos los países europeos.


 


La continua expansión territorial favoreció el compromiso social y político, pues si bien era ejecutada por una imposición del Estado hacia el exterior, minimizaba el poder estatal en el interior, volviendo relativamente menos importantes los conflictos por la hegemonía. Dos pensadores contradictorios y complementarios explican ese proceso.


 


“Para que un Estado adquiera las condiciones de existencia de un verdadero Estado es preciso que no se vea obligado a una emigración constante y que la clase agricultora, imposibilitada de expandirse hacia el exterior, tenga que concentrarse en ciudades e industrias urbanas. Sólo así se puede producir un sistema civil y ésta es la condición para que exista un Estado organizado” (9).


 


“(La) fuerza pública existe en todo Estado, está formada no sólo de hombres armados sino, también de medios materiales, las cárceles y las instituciones coercitivas de todo tipo. Puede ser poco importante y hasta casi nula en las sociedades en las que todavía no se desarrollaron los antagonismos de clase o en lugares distantes, como sucedió en ciertas regiones y en ciertas épocas en los Estados Unidos de América. Pero se fortalece en la medida en que se exacerban los antagonismos de clase dentro del Estado, en la medida en que los Estados contiguos crecen y aumentan su población (10).


 


Y si la expansión tendía a agotarse, los antagonismos de clase tendían a crecer con el desarrollo agrícola e industrial. Desde 1820 a 1860, el capital invertido en la industria pasa de 50 a 1000 millones de dólares. Bajo el efecto de la mecanización, la agricultura progresa rápidamente: en la época de Washington, los plantadores del Sur producían 2 millones de libras de algodón, mientras que en 1860, producían 1000 veces más. Al mismo tiempo, a pesar de la contribución de las máquinas, aumentaron su “ganado” de 700.000 esclavos a 4 millones. Eso significa entre una séptima y una octava parte de la población total —y una proporción mucho mayor de la fuerza de trabajo— fuera de los mercados de trabajo libre y de consumo. Al mismo tiempo, se planteaba la cuestión de qué tipo de sociedad se asentaría con la ocupación definitiva del Oeste, si la esclavista del Sur o la fundada en el trabajo libre del Norte. Estaban ahí las bases de un conflicto preparado por el desarrollo del capitalismo, que mostraría que las fuerzas liberadas por la Revolución continuaban en acción.


 


La frustración de la revolución campesina en la América Española


 


En la misma época de la Independencia de los EE.UU., un vasto movimiento social sacudió la principal región de colonización española. Por su extensión (desde Cuzco, en Perú, hasta Jujuy, en la Argentina) y sobre todo por su profundidad, se puede decir que la importancia y la amplitud social que abarca este movimiento fue, en la época, por lo menos equivalente a la de la independencia norteamericana.


 


“En 1602, cuando los 102 puritanos ingleses desembarcaban del ‘Mayflower’ en una tierra sin ninguna otra población que no fueran pequeños poblados detenidos en el estadio de la recolección y la caza, los soberanos españoles que, en esa época, eran también los de Portugal, reinaban ya desde hacía un siglo sobre un imperio de más de 20 millones de kilómetros cuadrados y habían sometido a su dominio a millones de indígenas de alta civilización a quienes explotaban su trabajo y confiscaban sus riquezas (…). Es verosímil que la población de América Latina a fines del siglo XVIII fuese cuatro veces más numerosa que la de las trece colonias inglesas que se acababan de unir en América del Norte y sólo tenían aún poco menos de 4 millones de habitantes en el primer censo realizado en 1790” (11).


 


La sociedad colonial española presentaba una división interna marcada, donde el origen étnico no ocultaba el hecho de tratarse de una división social —en clases sociales— en que cada sector tenía una relación específica y distinta con el proceso de producción.


 


a) Los españoles miembros de la administración colonial (chapetones), virreyes, gobernadores, jefes militares y religiosos, “oidores” de los Tribunales, etc. ocupaban el tope de la pirámide social.


 


b) La clase propietaria de las tierras y de las minas, los grandes comerciantes, estaba compuesta de blancos nacidos en América (criollos): aunque poseedora de riquezas, ocupaba una posición social y política inferior.


 


c) La plebe de las ciudades, pequeños comerciantes y propietarios, artesanos, estaba compuesta mayoritariamente por mestizos, y también por blancos.


 


d) Sobre los indígenas (indios) descansaba todo el edificio colonial: ellos proveían la mano de obra de las minas, fundiciones y propiedades agrarias, a través de las obligaciones impuestas a sus comunidades (ayllus, en Perú).


La aristocracia indígena (caciques o curacas) ocupaba, como intermediaria entre las autoridades y las comunidades, una posición privilegiada en relación con sus hermanos de raza. Por otro lado, en la periferia de las principales ciudades (Lima, Potosí) muchos indios se habían establecido fuera de sus comunidades, una vez cumplidas sus obligaciones de trabajo forzado, o para huir de ellas: eran llamados “indios forasteros”.


 


Las reformas de los Borbones implicaron modificaciones en la administración, en el sentido de volverla más eficiente. “El propósito de modernizar la burocracia implicó una amenaza para los grupos locales poderosos de cada región. Los propietarios de minas y los comerciantes debían ahora pagar impuestos” (Oscar Cornblit). Varios de estos sectores se hallaban en situación difícil, debido a los altos intereses cobrados por los prestamistas.


Según Cornblit (“Levantamiento de masas en Perú y Bolivia”), “para resisitir la presión del gobierno central, las clases dominantes locales no tenían otro recurso que movilizar a los sectores más bajos de la población. Fue lo que ocurrió en la mayoría de las revueltas iniciadas en 1780”. El primer sector movilizado fue el de los “indios forasteros”. Pero rápidamente los indios le imprimieron su propia dinámica al movimiento: el propietario minero Jacinto Rodríguez, que tomó el gobierno de la ciudad de Oruro, fue obligado a vestir ropas indígenas. Si los indios apoyaron las reivindicaciones de los criollos (contra los impuestos, los nuevos aranceles y gabelas), luego dirigieron su odio contra los corregidores, funcionarios coloniales encargados de los “repartos” de indígenas, que actuaban de manera arbitraria y despótica.


 


Así estalló una serie de rebeliones en las que las comunidades indígenas se movilizaron de modo independiente: la dirigida por Tomás Katari, en febrero de 1781, en Chuquisaca, Cuzco y Potosí; la de la región de La Paz, dirigida por Julián Apaza (Túpac Katari), y la más célebre comenzada en la región Tinta que se extendió desde Cuzco hasta las márgenes del lago Titicaca, liderada por Túpac Amaru (José Gabriel Condorcanqui). En la conmoción vivida entonces por la sociedad colonial, las revueltas tuvieron al principio cierto apoyo de las clases dominantes criollas (sobre todo en Cuzco). Adoptaron una consigna moderada: “¡Viva el Rey de España y abajo el mal gobierno (colonial)!” Pero los criollos vieron rápidamente la masiva movilización indígena escapar de su control y reivindicar la posesión de la tierra (en manos de los criollos). Túpac Amaru se vio solo y se dirigió a “todos los oprimidos de América”. “El hecho de haber conquistado un apoyo formidable de las masas le brindaba la posibilidad de formar una coalición con los sectores urbanos que habían manifestado una disposición para apoyar una revuelta colectiva contra los perjuicios de la administración central” (Cornblit). La convocatoria de Túpac Amaru no cayó en el vacío, si tenemos en cuenta que durante dos años (1780-82) la inmensa región comprendida entre Nueva Granada (Colombia) y el norte argentino se vio sacudida por rebeliones campesinas protagonizadas por los indígenas.


El hecho militar más importante fue el sitio de La Paz (marzo-octubre de 1781), dirigido por Túpac Katari, en el que fueron muertas 6.000 personas, la mayoría soldados españoles. Varios ejércitos reales de otras regiones fueron enviados, y las rebeliones, poco coordinadas entre sí, fueron aniquiladas. La represión contra los rebeldes (los indios y la plebe de las ciudades) fue violentísima, dejando más de cien mil muertos. Del lado español, cuarenta mil murieron en las revueltas y en los combates; en total, el 7 % de la población del Perú y Bolivia (la región más populosa de la América española). Túpac Amaru fue capturado el 5 de abril de 1781 y muerto de manera atroz el 18 de mayo. En su defensa declaró: “Los indios nada ganarán con el amor y las providencias de Sus Majestades ni con el amor de los ministros del Señor. La razón es que después de haber cumplido con las mitas y sufrido en los obrajes, arrendados como esclavos, o quedando sumamente desamparados por los Corregidores… los Padres los dejan librados a su suerte, donde la muerte los encuentra en muy mal estado”.


 


“La causa de la derrota del gran levantamiento liderado por Túpac Amaru y los Katari fue la incapacidad de la clase revolucionaria de las ciudades de encabezarlo… No se consumó la alianza entre la ciudad y el campo, de la única manera entonces posible: el levantamiento campesino dirigido por los criollos. Ese fenómeno no se consumó porque los campesinos no se presentaban como sector social, dispuestos a arrastrar las otras clases sociales, y por lo tanto los objetivos básicos de los criollos desaparecían dejados de lado. Se dice que la causa del fracaso fue que los indios no poseyeran armas o no supieran usarlas. Las fallas en este aspecto fueron superadas con el material bélico del propio ejército real, y con la ayuda de algunos mestizos y criollos que servían en la artillería de los insurgentes. (…) No es que los mestizos se enfrentaran violentamente con los criollos; se limitaban al saqueo de sus riquezas. La plebe no se formulaba la idea de constituirse en clase gobernante. Marchaban junto a los campesinos contra los chapetones o los criollos. No tenían razones para oponerse a la reconquista de la tierra por sus ex dueños, pero no luchaban por la dirección política y cuando los levantamientos campesino-indígenas ganaron en belicosidad, presentándose con un carácter independiente, los mestizos se pasaron al lado délos criollos. (…) La victoria del movimiento de Túpac Amaru habría destruido los grandes latifundios, fortaleciendo las comunidades, generando una amplia capa de pequeños propietarios. El desarrollo posterior del capitalismo habría partido de la expropiación de estos últimos, que así se habrían transformado bajo las nuevas condiciones, en fuer-za de trabajo dispuesta a proletarizarse. La derrota de Túpac Amaru cerró la perspectiva de un desarrollo capitalista pleno” (12).


Según la definición de Guillermo Lora, las revueltas campesinas del siglo XVIII fueron el “ensayo general” de los movimientos de independencia comenzados en 1809. Sus frustraciones se deben al hecho de no existir una clase social urbana dispuesta a luchar no sólo en contra del dominio colonial, sino también contra los latifundistas criollos. Esto también confirma que la revolución campesina es el anuncio, o el telón de fondo, de la revolución burguesa, pero no tiene identidad propia, pues no es capaz de plantar por sí sola la creación de una nueva sociedad.


Por eso mismo, no podemos seguir al autor citado cuando afirma que los criollos “de alguna manera encarnaban las tendencias progresistas de la sociedad; tenían la posibilidad de transformar sus propios intereses en intereses nacionales, y de tomar en sus manos la solución (positiva o negativa) de los grandes problemas de otros sectores… (era) la clase social capacitada para abrir la perspectiva de la estructuración de una nueva sociedad… Los españoles americanos eran los iónicos que demostraban tener capacidad histórica (lo que significaba que emergía del propio desarrollo de la sociedad) para plantear las tareas democráticas, y se puede decir que eso ocurrió a escala continental”. Lo que no se arregla afirmando que esas tareas no fueron “totalmente” cumplidas, o que “esa clase revolucionaria estaba ausente por lo menos en gran parte” (13). La imprecisión y el eclecticismo de ese planteo tuvieron proyección actual en la afirmación de Lora de que la burguesía latinoamericana contemporánea es capaz de “plantear las tareas de la revolución democrática” (no de resolverlas), lo que supone atribuirle la capacidad de desencadenar movimientos revolucionarios (14). La revolución campesina del siglo XVIII no encontró una dirección jacobina (o “jeffersoniana”) en las ciudades, por ausencia de la clase de origen de esa dirección, la burguesía capitalista (actuando a través de la pequeño burguesía revolucionaria): “La mayor parte de los operadores económicos más activos de América son españoles, no criollos, más fieles a España que al país en el que viven más o menos provisoriamente. Pocos pueden ser definidos como burgueses: aun practicando actividades de comercio internacional, los bienes de exportación que comercializan son producidos por otros grupos sociales, a través de modos y relaciones de producción que pueden ser definidos como esclavistas, feudales, serviles, pero no precisamente capitalistas. Los famosos grupos de comerciantes internacionales apresuradamente definidos como “burgueses” no están de ninguna manera interesados en modificar una situación que a nivel de producción les proporciona ganancias colosales en los mercados internacionales” (15).


 


No se trata de medir la progresividad de los criollos en relación con la administración colonial (históricamente anacrónica a fines del siglo XVIII), sino su capacidad de ser la cabeza de un movimiento revolucionario capaz de abrir la vía para el desarrollo capitalista autocentrado (como en los EE.UU., a partir de la burguesía norteña) y para, consecuentemente, estructurar verdaderos Estados nacionales (pues no significa otra cosa “tener intereses nacionales”).


 


 


La revolución de los “criollos”


 


“Lima, donde la parte no ilustrada de la sociedad es tan numerosa (en especial esclavos y negros) es al mismo tiempo, tan formidable… Las clases bajas han obtenido un predominio indebido y están comenzando a manifestar una predisposición revolucionaria peligrosa” (José de San Martín).


 


“El Perú no está en condiciones de ser gobernado por el pueblo. ¿De qué esta compuesta la población, si no de indios y negros? Las diversas clases de habitantes consideran que poseen derechos iguales (y) como la población de color excede en mucho a la blanca, la seguridad de esta última está amenazada” (Simón Bolívar).


 


Las luchas por la independencia en América española no son un movimiento homogéneo, ni siquiera coordinado. Sus antecedentes más claros son los movimientos "comuneros” del Paraguay (1640 y 1717-35); en Corrientes, Argentina (1762); en Nueva Granada (1779-82); iniciados contra las arbitrariedades de las autoridades coloniales, pero poniendo en disputa el poder político (que los “comunes” —el pueblo— llegan a asumir temporariamente). En los diversos procesos de independencia iniciados en 1809 se distingue paulatinamente el liderazgo de la clase propietaria de la sociedad colonial, los criollos.


 


“La Revolución fue obra de la aristocracia criolla con o sin apoyo de la población mestiza. Los indios fueron casi siempre testigos pasivos de los acontecimientos que los sobrepasaban, esto cuando no tomaron partido primero por España, señor distante, contra el criollo, señor inmediato. La revolución de América Latina, la región más aristocrática de la tierra, fue esencialmente un emprendimiento aristocrático… esa elite económica e intelectual, en una sociedad en que la presencia del indio y del esclavo confiere a todo hombre blanco un complejo de superioridad, sufre con la exclusión de la administración real y con la desconfianza que ésta le manifiesta. Esos españoles de raza y cultura son mantenidos al margen de los altos cargos, de las funciones honoríficas y lucrativas. Entre los sesenta virreyes de la historia colonial hubo apenas cuatro criollos y 14 entre los 602 capitanes generales. La exclusión que los aparta de la alta administración laica, también los aparta de los altos cargos eclesiásticos” (16).


Las tremendas limitaciones políticas de las direcciones de la independencia se explican por la clase social de la cual emergían, o sea, por la inexistencia de una clase (burguesa) revolucionaria (comparemos su actitud frente a indios y negros, con la actitud de los jacobinos frente a la esclavitud del campesinado iletrado). De ahí también el vacío político en que cayeran sus proyectos *continentales” (no había una clase que plantease la creación de un gran Estado moderno, condición para un amplio desenvolvimiento capitalista), y el drama, la frustración y la soledad final de sus vidas (San Martín en el exilio, Bolívar en su “laberinto”, según la expresión de García Márquez). Y de ahí también el carácter no democrático (monárquico o dictatorial) de sus proyectos políticos, que fue criticado por Marx en el caso de Bolívar (“separatista sí, demócrata no”) (17), coherente con los intereses conservadores de su clase (que se tomó independentista, en el cuadro de la crisis mundial precedentemente explicada): “Pasarán al partido de la independencia, sólo cuando se corra el riesgo de recibir de España órdenes demasiado liberales y susceptibles de traer cambios nítidos” (18). Debido al inicio de una revolución democrática en la metrópoli (las Juntas) contra la invasión napoleónica. De ahí, finalmente, el carácter conservador, tímido y hasta poco serio (pocos países comparecieron) del Congreso Continental de Panamá, que ni siquiera convocó al Paraguay o a la peligrosa “república negra” de Haití ni abordó la cuestión de la independencia de las supervivencias coloniales españolas de Cuba y Puerto Rico (19).


 


El  sentimiento criollista antiespañol preparó largamente la Independencia. Muchos de los blancos nacidos en América, y cuyos derechos eran inferiores a los de Europa, se sentían superiores a éstos y lo eran realmente desde el punto de vista cultural (pues habían estudiado en Europa). La necesidad económica y social de liberarse del colonialismo encontró el suelo abonado por ese sentimiento.


 


El primer gran movimiento independentista de México (1810) desmiente aparentemente esta línea, pues fue protagonizado por un ejército indígena y campesino dirigido primero por el sacerdote Hidalgo y luego por el igualmente sacerdote Morelos.


 


“No es la rebelión de la aristocracia local contra la metrópoli, sino la de un pueblo contra la aristocracia local. Eso explica por qué los revolucionarios prestaran mayor atención a ciertas reformas que a la misma independencia: Hidalgo decreta la abolición de la esclavitud. Morelos, el reparto de las tierras. Fue una guerra de clases y se comprendería mal su carácter si olvidáramos que, contrariamente a lo que pasó en América del Sur, nuestra independencia fue una revolución agraria en gestación” (20).


 


Pero ese movimiento acabó siendo aplacado por las tropas fíeles a la Corona. La crisis del sistema colonial persistió, agravada por la invasión francesa a España (1808-14) primero, y después por la toma del poder español por los liberales (Cortes Constituyentes). “Un brusco cambio se opera entonces; ante este nuevo peligro exterior, la alta curia, los grandes propietarios, la burocracia y los militares criollos buscarán aliarse a los insurrectos y se completa la independencia.” Se trata de un verdadero acto de prestidigitación: “La ruptura política con la metrópoli se realiza contra las clases que habían luchado por la Independencia” (21). El resultado es catastrófico para el indio.


Transformado en “ciudadano” de la misma forma jurídica que el criollo descendiente de los colonos españoles, pierde los privilegios otorgados por la Corona: dispensa de alcabala (impuesto individual) y de las obvenciones parroquiales y de los décimos. Así, la toma del poder por los criollos consolida el sistema productivo en tomo del cual giraba la economía colonial: el latifundio.


 


Por una vía diferente, el Río de la Plata (Argentina, Uruguay) llegará al mismo resultado. El poder colonial se desmoronó de hecho, con las dos invasiones inglesas (en 1806 y 1807). Inglaterra en plena crisis económica y en plena Revolución Industrial, había perdido recientemente sus colonias de América del Norte. En procura de una salida intentó apropiarse de una parte del decadente imperio colonial español. Las tropas reales del Río de la Plata fueron manifiestamente incapaces de enfrentar la agresión inglesa. La resistencia masiva de la población que derrotó las invasiones, fue organizada por los criollos que no veían ninguna ventaja en cambiar de amo manteniendo el status colonial. Sin embargo, poco tiempo permanecería el Río de la Plata como colonia española; él nuevo virrey (Cisneros) sólo consiguió asumir el gobierno en Buenos Aires, garantizando la permanencia de los regimientos creados por los criollos, y la autorización para el comercio con Inglaterra (1809). Pero la “militarización revolucionaria de Buenos Aires” (Tulio Halperín Donghi) era irreversible: al año siguiente los criollos tomaron el poder a través de los propios organismos creados por la administración colonial (Cabildo). “En mayo de 1810, la Revolución mostró la fuerza de este nuevo liderazgo y la pérdida de la función gubernamental de los representantes del poder español” (22). Buenos Aires abolió la esclavitud y fue una de las cabezas de puente de la guerra contra España en América, que incluyó la movilización militar de casi toda la población, además del éxodo de regiones enteras (Jujuy). Fue derrotado el proyecto de creación de monarquías en los nuevos países, imponiéndose el principio republicano. Los ejércitos organizados a partir de Buenos Aires y del interior de la Argentina por el general San Martín fueron decisivos para vencer a las tropas españolas en Chile, Perú y Ecuador y, además de su tarea militar movilizaron políticamente a la población contra la tentativa de imponer un colonialismo remodelado por parte de las Cortes Constituyentes de España.


 


“América no puede contemplar la Constitución de las Cortes sino como un medio fraudulento de mantener el sistema colonial, que es imposible conservar por más tiempo por la fuerza. Si no hubiese sido éste el objetivo de los españoles, habrían establecido el derecho representativo de América sobre las mismas bases que el de la Península, y por lo menos sería igual el número de diputados que aquélla nominase, cuando no mayor, como lo exige la masa de su población comparada con la de España. Pero qué beneficio podemos esperar de un Código elaborado a dos mil leguas de distancia, sin la intervención de nuestros representantes y bajo el influjo del espíritu del partido que dominaba en las cortes de la Isla de León? Nadie ignora que la Independencia de América ocurrió entonces, y será siempre el pensamiento que preocupe a los mismos jefes del partido liberal de España. Aun suponiendo que la Constitución nos diese una parte igual en el poder legislativo, jamás podríamos influir en el destino de América, porque nuestra distancia del centro de impulsión, y las inmediatas relaciones de España con los jefes del departamento ejecutivo, darían al gobierno un carácter parcial que anularía nuestros derechos” (El general en jefe del Ejército Libertador, José de San Martín, a los habitantes de Perú, 1820).


 


Fue una revolución política con limitaciones que corrían paralelas a las formas de propiedad sobre las cuales los criollos asentaban su poderío económico. Estas formas se debían tanto al pasado colonial como a la división internacional del trabajo, generada por el naciente mercado mundial creado por el capitalismo, especialmente inglés.


 


“La base material de la revolución fue, a diferencia de la revolución norteamericana, el latifundio. Era la única manera de producir para un mercado mundial desarrollado, donde no existía otra producción que pudiese competir con los productos elaborados por las potencias como Gran Bretaña. La única forma de conseguir un desarrollo burgués era a través de exportaciones de cueros y otros derivados de la cría de ganado (carnes saladas). Para que eso fuera rentable debía ser realizado sobre grandes extensiones, que era la forma en que se había constituido la estructura productiva del Río de la Plata, por lo menos aquella capaz de ingresar al mercado mundial” (Juan Lamarca, Sobre la Revolución de Mayo, en Prensa Obrera).


 


Si en la Argentina el latifundio sería decisivamente impulsado por la Independencia, en otros países latinoamericanos, con un grado mayor de ocupación territorial durante la colonia, éste sería simplemente preservado. Este es el elemento de continuidad con el pasado colonial que marca a la sociedad que surge de la Independencia: “Dos tareas se superponen en la constitución del Estado en América Latina: la conquista de la unidad territorial y la integración de la comunidad social. Las dos son abordadas contiguamente al orden colonial: respeto por la antigua división administrativa de las regiones y por la estructura jerárquica de las formaciones sociales. La independencia no es una lucha “antifeudal” contra un orden social basado en privilegios. No se trata de establecer relaciones capitalistas de producción, sino de restablecer el orden y la propiedad rural sobre la forma política de la república. Entre tanto, lo que los protagonistas realizan como una restauración encubre un cambio radical. La coacción extraeconómica del Pacto Colonial es sustituida en el comercio externo por un intercambio entre partes libres e iguales… en el mismo momento en que se consolida el modo de producción capitalista en Europa. La “restauración” del orden social tradicional se realiza dentro de los precarios límites de la nueva división internacional del trabajo provocada por la Revolución Industrial” (Norbert Lechner).


 


La transformación de las ex colonias en sociedades independientes, modifica su relación con el mercado mundial. Pero también modifica las relaciones internas entre las clases pues la clase poseedora, la aristocracia criolla, se transforma en clase dominante, usufructuando ahora plenamente el poder estatal y pudiendo utilizarlo plenamente en sus relaciones con las clases subalternas” (explotadas).


 


Ya hemos mencionado dos de los tres núcleos principales de las guerras de la independencia: México, cuya influencia se extendió sobre buena parte de América Central; y Buenos Aires que influirá directamente, además del Virreynato del Río de la Plata, a Bolivia, Chile y Perú. El tercero es Venezuela, que será el eje de la independencia de la Gran Colombia (Venezuela, Colombia, Panamá y Santo Domingo). Desde 1806, Francisco Miranda, patriota venezolano participante de la Revolución Francesa y de la guerra de la independencia de los EE.UU., organiza acciones militares contra el dominio español. Masón, como su lugarteniente Bolívar, es impulsado por Inglaterra, que quiere perjudicar a España, aliada de Francia desde 1795 (Tratado de Basilea). Fracasadas las primeras tentativas, Bolívar rompe con Miranda desde 1812, cuando este último fue derrotado por las tropas españolas, y deja que sea detenido y enviado a España, donde Miranda muere en 1816. Liberal y dueño de un fuerte carácter, Bolívar encabeza los ejércitos que libertaron primero a Venezuela y luego establecieron la Gran Colombia en 1820, después de una larga lucha militar. Con la influencia de los ejércitos de San Martín en el sur, y los de Bolívar en el norte, el bastión español se concentra en Perú. Es para allí que se destinan los esfuezos combinados de San Martín y Bolívar después de que se entrevistaron en 1822. Queda superado de esto modo el período (1814-17) en que la monarquía española, recuperada en la metrópoli, había recuperado la iniciativa en América (salvo el centro revolucionario de Buenos Aires). “Era fácil a los españoles, señores del mar, luchar contra rebeldes desprovistos de marina, mover a sus ejércitos regulares, liberados por la paz en Europa, y les era fácil aplastar sucesivamente los distintos puntos de resistencia”. La recuperación de la iniciativa patriótica, las victorias de Bolívar y las de San Martín en Chile y el sur peruano, no fueron ajenas a la ayuda de Inglaterra, por ejemplo, la flota comandada por Lord Cochrane.


 


“En su simpatía interesada por las jóvenes repúblicas, Inglaterra, única capaz de actuar, ya no se sentía estorbada por la preocupación de no herir las susceptibilidades de España, su antigua aliada contra Francia, y no cesaba de defender el inmenso mercado que le ofrecía “América Libre”. Inglaterra, que había iniciado su revolución industrial 50 años antes que el resto de Europa, no podía dejar escapar esa ocasión única de abrir nuevos mercados para sus jóvenes manufacturas. En el momento decisivo habría de levantar obstáculos a cualquier ayuda efectiva de la Metrópoli contra los insurrectos. La simpatía inglesa fue una simpatía activa; gracias a ella no faltaron armas ni capitales a los rebeldes criollos. Medio tímido al principio, más decisivo en el momento crítico, se fue revelando el auxilio de la joven República Norteamericana”.


(23). La ayuda inglesa y la de los EE.UU. no era gratuita.


 


Los ejércitos libertadores cercaron el bastión español con determinación. La proclamación de la independencia de Perú por San Martín (1821), fue seguida por la toma de Quito (Ecuador) por Sucre, lugarteniente de Bolívar. Finalmente, en 1824 los españoles son vencidos en el Alto Perú (Bolivia, que así se llama en honor de Simón Bolívar), por Sucre en la batalla de Ayacucho. Consumada la liberación de América Central, toda la América española, salvo las islas de Cuba y Puerto Rico, quedó en manos de los criollos. En los últimos episodios de la guerra de la independencia se produce una casi fusión entre ellos y la administración colonial. “España se desembarazó de la Capitanía General de Guatemala en uno de los ciclos económicos más críticos de la región. El tránsito de la colonia a la república se hizo pacífica y sorprendentemente, a través de una virtual declaración formal, que deja “intacta, inclusive, en la persona física del último capitán general y primer jefe de Estado, la estructura administrativo, de la colonia” (Edelberto Torres Rivas).


 


La única revolución de independencia en que las clases explotadas tuvieron un papel de primer plano, y no como fuerza de apoyo de los explotadores “nacionales", fue la de Haití (1791-1804). En la lucha de los negros y mulatos contra los blancos colonizadores, se dio una combinación única en América Latina: la lucha contra la esclavitud, por la tierra y por la independencia. Se trató de un caso excepcional, ya que Haití era la última colonia francesa importante en América Latina. Sufrió directamente la influencia de la Revolución Francesa en la metrópoli y fue el primer país latinoamericano en proclamar su independencia, después de una guerra contra los franceses, ingleses y españoles. Sin embargo, el inédito igualitarismo de la “República Negra” fue quebrantado bajo la dis puta entre los mulatos y negros libres contra los ex esclavos.


 


Su aislamiento geográfico, y sobre todo social, no le permitió romper el esquema de monocultivo exportador heredado de la colonia: el ideal democrático y republicano que la animara fue degenerando en crueles dictaduras con las cuales se fue consolidando una reducida casta de explotadores, una especie de criollos “no blancosHaití terminó siendo uno de los países más pobres de América, pagando el precio del aislamiento de su revolución. Sin embargo, el impulso de su revolución fue importante para el continente; la primera expedición de Bolívar fue financiada y apoyada por el presidente haitiano Alexandre Pation bajo la promesa de aquél de abolir la esclavitud. El apoyo haitiano a Bolívar salvó la lucha por la independencia de la Gran Colombia cuando España había recuperado la iniciativa.


 


Podemos aceptar con Manfred Kossok (24) que “con la adopción de las ideas de la Ilustración y su elaboración, la revolución de la independencia ingresó en el plano político-intelectual, en la época histórica marcada por la burguesía revolucionaria”. Pero este abordaje del historiador de la ex RDAes unilateral, y, por lo tanto, idealista, pues en el plano social la aristocracia criolla limitó drásticamente el alcance de la revolución. La abolición de la esclavitud fue realizada “de manera de no herir los intereses de los propietarios” (L. Galda-mes). La situación del campesinado indígena dependiente no mejoró y frecuentemente empeoró.


 


Nacía una nueva sociedad políticamente independiente, pero su clase dirigente tendió a estructurarla como una economía primario-exportadora, función heredada de la época colonial, en un mercado mundial, donde a pesar de reinar la igualdad jurídica, no reinaba la igualdad económica. La nacionalización de la renta —el fin de la explotación colonial— favorece el desarrollo de una sociedad independiente pero no impide la dependencia económica. “Bajo muchos aspectos Inglaterra es la heredera de España y disfruta de una situación de monopolio, defendida más por medios económicos que jurídicos, pero que se efectúa muy fácilmente en la práctica para obtener el mayor lucro de un tráfico marítimo mantenido a nivel relativamente estable. La América española de 1825 no es igual a aquella anterior a 1810; la expansión del comercio ultramarino promovía el consumo, y la industria exterior infligió graves golpes al artesanado local” (25). De la dependencia económica a la política hay sólo un paso; para evitarlo América Latina entera debía haber seguido el camino de Paraguay: aislamiento económico, prioridad al desarrollo interno, represión contra los propietarios de tierras que perdían así fabulosos negocios con el capital inglés. Pero el Paraguay del Dr. Francia quedó aislado y hostilizado en todas las formas posibles por los Estados vecinos.


 


 


(continuará)


 


 

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