Orígenes del movimiento obrero y del socialismo en Brasil

Es común afirmar que el movimiento obrero brasileño tiene un carácter “tardío” (incluso considerado en el marco histórico latino-americano, tan tardío como el propio capitalismo en el país. Tanto el movimiento obrero brasileño como las manifestaciones ideológicas modernas de los oprimidos, socialistas o anarquistas, comenzaron cuando aún estaba vigente la esclavitud en el país (fue abolida en la última década del siglo XIX). En contraste con eso, en la Argentina, por ejemplo, en 1857 nació la “Sociedad Tipográfica Bonaerense”. En Chile, la “Sociedad de Artesanos” fue fundada en 1858, en Valparaíso. En Brasil, las primeras noticias de luchas obreras se remontan a 1858, cuando los tipógrafos de Río de Janeiro entraron en huelga reclamando aumento de salarios, lo cual invalidaría la percepción apuntada al comienzo. Esas luchas tuvieron por protagonistas a trabajadores extranjeros recientemente emigrados al país.

En la misma época, también se registraron en el Brasil experiencias “comunitarias” socialistas impulsadas por inmigrantes e inspiradas en el socialismo utópico europeo. Una de ellas se produjo en los márgenes de Bahía de Babitonga, puerto de la ciudad histórica de San Francisco do Sul. En 1842, Benoit Jules Mure, inspirado en las teorías del socialista utópico francés Charles Fourier, instaló el Falansterio de Saí o Colonia Industrial de Saí, que reunió a colonos llegados de Francia a Río de Janeiro en 1841. Hubo disidencias entre aquellos colonos; un grupo, al frente del cual estaba Michel Derrion, organizó otra colonia a algunas leguas de Saí, en un sitio llamado Palmital: fue la denominada “Colonia de Palmital”. Benoit Jules Mure consiguió el apoyo del coronel Oliveira Camacho y del presidente de la provincia de Santa Catarina, Antero Ferreira de Brito. Esos respaldos fueron fundamentales para, posteriormente, conseguir ayuda financiera del gobierno imperial de Brasil para aquel proyecto.

No fue una experiencia única, pues el gobierno imperial persistió en esa política hasta su derrocamiento. Durante el Imperio, como parte de su política migratoria, Pedro II y los poderes estatales estimularon la instalación de colonias y de núcleos de inmigrantes, incluso de anarquistas y socialistas, a los que auxiliaron con recursos financieros y materiales para la formación de comunidades. Se llegó al punto en que todas las deudas de los colonos fueron transferidas al Estado, en Paraná, por la ley 3.396 del 24 de noviembre de 1888. En 1889, el anarquista italiano Giovanni Rossi intentó fundar en Palmeirca, en el interior de Paraná, una comunidad de trabajo en la que se negaba reconocimiento civil y religioso al matrimonio, denominada Colonia Cecilia.(1) Aquella experiencia tuvo, relativamente, corta duración.

“Modernización” y revuelta social

El proceso económico brasileño en las últimas décadas del Imperio se caracterizaron por la paulatina penetración de las relaciones capitalistas de producción, las cuales, no obstante, no quebraban el marco de las actividades tradicionales (producción primaria y gran agricultura con vistas a la exportación): “En la segunda mitad del siglo XX los emprendimientos empresariales serían mejor vistos, a medida que los propios estancieros se convirtieran, en ciertas áreas, en una especie de empresarios al introducir mejoramientos en sus haciendas e intentando sustituir al esclavo por el trabajador libre, perfeccionando sus modos de obtener beneficios al asociarse con empresas industriales, con inversiones en ferrocarriles y organizaciones bancarias y asumiendo actitudes progresistas en materia política, viendo con simpatía las ideas emancipadoras y adhiriendo a las ideas republicanas” (Viotti da Costa, 1979).

Ese proceso acabó por generar un espacio económico crecientemente incompatible con el sistema social (oligárquico y esclavista) y político (monárquico) vigente. En lo inmediato, sus efectos fueron el crecimiento de las ciudades y una progresiva disolución de las viejas relaciones agrarias patriarcales, y el surgimiento de una clase media urbana. Los sectores medios urbanos, según la autora citada, no “llegaron a asumir una posición autónoma o fundamentalmente renovadora, a pesar de que sus aspiraciones, vagas y contradictorias, divergieran a veces de la visión del mundo característica de las oligarquías. Sus representantes ocupaban cargos burocráticos o de servicios dentro de un régimen clientelar. De esa forma asimilaban los valores de los grupos dominantes, más progresistas, que actuaban frecuentemente, en los centros urbanos más importantes, como soporte de las demandas en favor de la abolición, de la República, de la reforma educacional, de la separación de la Iglesia del Estado y otras medidas progresistas”.

El clientelismo y el paternalismo, que eran la base del sistema político vigente, no hacían sino acentuar sus características antidemocráticas, que en sus instituciones “representativas” se basaba en el “voto censitario”(2) y en organismos políticos vitalicios. Ellos hacían también que las grandes mayorías de la población agraria (esto es, la gran mayoría de la población del país), sin contar a los esclavos, se encontraran marginadas políticamente, sin canales de expresión y de presión, incluso sobre las decisiones políticas que les preocupaban. El poder fáctico ejercido por los jefes locales en la mayor parte de las regiones del país contribuía, aparentemente, a mantener el equilibrio social, pero en coyunturas de crisis y cambios sociales se veía superado por la actuación del poder central, dejando a las poblaciones sin representación política y sometidas por completo al arbitrio gubernamental.

En esas condiciones, la reacción de los afectados y excluidos por el sistema político no podía sino adoptar trazos de explosión y violencia social. Fue lo que sucedió en ocasión de dos revueltas: la de los “quebra quilos” (comenzada en Borborema, Alagoas, se extendió a gran parte del Nordeste del país) en 1874; y la de los “muckers” en Río Grande do Sul (entre 1868 y 1874). Existen puntos de semejanza entre ambas revueltas. Los “quebra quilos”, un movimiento acerca del cual se coincide en señalar su carácter popular y espontaneo, fue dirigido contra una serie de medidas del poder central de la Nación: imposición de tasas e impuestos, de listas de reclutamiento para el Ejército y la uniformidad del sistema de medidas(3).

La identificación del estamento gobernante o dominante como el enemigo a ser derrotado -fue la llamada “revuelta de los matutos (aldeanos del Nordeste) contra los doctores”- derivó en la adopción, por parte de los rebeldes, de la consigna “abajo los masones”, en referencia a una organización, la masonería, identificada con los graduados en distintas disciplinas que ejercían las principales responsabilidades gubernamentales (ministros, diputados, senadores). Las medidas gubernamentales estaban determinadas por necesidades derivadas del proceso económico: aumentar los recursos financieros del Estado para modernizar la infraestructura nacional (puertos, ferrocarriles, correos), unificar el mercado interno (para lo cual era necesaria la unificación del sistema de pesos y medidas), reclutar soldados para el Ejército nacional (necesario para la Guerra de la Triple Alianza -Brasil, Uruguay, Argentina- contra el Paraguay, la cual, por ser muy impopular, agravaba el carácter arbitrario con que esas medidas eran recibidas por la población agraria.

El gobierno central, al ser principalmente una representación indirecta de los propietarios de tierras, no podía dejar de hacer recaer los costos de las transformaciones necesarias sobre los sectores subalternos, sin representación ni fuerza política. Las medidas, por otro lado, servían para expandir la gran propiedad agraria. La unidad entre ambos procesos no dejó de ser advertida por los revoltosos, que destruían los documentos oficiales de registro inmobiliario:

“La destrucción de actas notariales tocaba un punto de conflicto central entre los grandes propietarios y los campesinos, la cuestión de los títulos legales de posesión de la tierra” (Barman, 1977).

En varios de los movimientos llamados “mesiánicos”, tradicionalmente considerados como arcaicos o “pre-políticos”, encontramos elementos de conflicto social vinculados con el pasaje de Brasil a la llamada “modernidad capitalista”. En la revuelta “mesiánica” de los muckers, en Santa Catarina, tanto o más violenta que los “quebra quilos”, intervino un proceso de valorización de las tierras (vinculado con la expansión económica), ligado a la extensión y el profundización de las funciones políticas del Estado. La región de San Leopoldo, base geográfica de la revuelta, había sido municipalizada en 1831. El grupo religioso que se rebeló, del cual participaba, sobre todo, un sector de la población de origen inmigrante más o menos reciente, arruinado crecientemente por la expansión de las relaciones mercantiles, fue constituido a partir de 1840. Las formas que asumió el movimiento dependieron en buena parte de las tradiciones culturales de la comunidad de origen alemán que le dio origen, tradiciones que tenían fuertes raíces debido al aislamiento político y social en fuera mantenida durante muchos años. La resistencia de los muckers contó con el concurso de colonos veteranos de la Guerra del Paraguay. Ellos ocuparon Ferrabraz, en el centro del triángulo marcado por Nueva Hamburgo, Tacuara y Gramado, poblado por inmigrantes alemanes agricultores. Entre los colonos alemanes sin asistencia médica ni educacional despuntaron los liderazgos de Johann Maurer, un curandero a quien los colonos le confiaban su salud. Su esposa, Jacobina, a falta de curas y pastores, se encargó de interpretar la Biblia y disfrutó de gran credibilidad, que aumentó con sus ataques epilépticos, tenidos por encuentros con Dios. Los colonos llegados para poblar la región eran originarios de la región de Hunsrück, en el sudoeste de Alemania, donde en esa época había una gran miseria.

Después de varios enfrentamientos con la policía y las tropas, el 2 de agosto de 1874, transcurridos 35 días desde el comienzo de las operaciones militares contra los muckers, el capitán Santiago Dantas atacó el último reducto de los rebeldes y mató a 17 de ellos, 13 hombres y 4 mujeres ¿Era solo una revuelta de “religiosos fanáticos, como insiste en decir cierta historiografía? (Petry, 1957). El rechazo al uso del dinero por parte de los muckers reflejaba la repulsión que los sectores afectados experimentaban frente a la creciente mercantilización de las relaciones de producción, que hacía que la riqueza de algunos significara la expropiación, y la consecuente explotación, de los otros. El punto en común de los muckers con los “quebra quilos” fue el rechazo a la presencia dirigente del Estado en las relaciones sociales, destinada a reglamentar, en desfavor de los sectores subalternos, la creciente mercantilización de las actividades productivas. Ese rechazo se manifestó como una repulsa a la ruptura, por parte del Estado, de rituales sociales tradicionales que, para la clase dirigente del país, debían ser desterrados por la fuerza bajo pena de ver comprometido el proceso de valorización de las tierras y de unificación del mercado interno. Otro punto en común es la represión violenta e impiadosa de que fueron objeto esos movimientos, que llegó a sorprender a los contemporáneos de aquellos hechos.

El periodista y juez Geraldo Joffily, por ejemplo, criticó la “innecesaria actuación de las tropas de línea” y la “crueldad de los métodos empleados” contra los “quebra quilos”, puesto que la revuelta no constituía “una amenaza grave para el orden social”. No relacionó la violencia represiva con la marginación política a la cual el propio sistema sometía a los revoltosos, efectivos o potenciales (Joffily, 1976). La represión estatal, por otro lado, era ejecutada sin mucho costo político, en la medida en que no afectaba a ningún sector con representación política, y beneficiaba a los sectores políticamente representados (los propietarios) en su conjunto.

Diferente naturaleza política, aunque tuviese cierta semejanza social con las mencionadas antes, tuvo la “Revuelta del Vintén”, en la ciudad más populosa de Brasil, Rio de Janeiro. Desencadenada en 1880 contra una nueva forma de impuesto sobre la población desposeída (el “vintén” exigido para el uso de los tranvías), dio lugar a una protesta dirigida al emperador. La intransigencia de Pedro dio motivo a la convocatoria de grandes manifestaciones populares, las primeras de esa naturaleza en una gran concentración urbana. El cobro de un tributo de veinte reis en el pasaje de los tranvías, instituido por el ministro de Hacienda, Alfonso Celso de Assis Figueiredo, futuro vizconde de Ouro Preto, produjo esa primera protesta social urbana. Al grito de “¡fuera el vintén”! la multitud enfrentó a los conductores, apuñaló a los burros, dio vuelta tranvías y arrancó los carriles a lo largo de la avenida Uruguaiana. El valor aproximado del tributo podría haber estado en torno del costo de 140 gramos de azúcar o 30 gramos de manteca de cerdo, relevante si se considera que los usuarios del transporte público eran personas de bajos ingresos. La estadística de heridos y muertos no es precisa, pero se estima que hubo no menos de tres muertos. Desgastado, el ministro cayó y el nuevo ministerio revocó el tributo: “Las demostraciones afectaron profundamente la vida política de la ciudad y del Imperio, redefiniendo los actores, la audiencia y el palco de la cultura política” (Lauderdale Graham, 1980).

La intransigencia gubernamental y la represión policial dieron motivo a dos concentraciones populares, con cinco y cuatro mil participantes, la última de las cuales derivó en enfrentamientos violentos con la policía, el uso de armas de fuego y roturas generalizadas en la ciudad. Cinco días después de comenzada, la revuelta había terminado. Para la autora mencionada, el “Vintén” significó “un nuevo estilo político”, “nuevas formas de participación”. Las roturas (“quebra-quebras”, sin embargo, solo podrían haber sido novedosas en Río de Janeiro, puesto que ya habían sucedido en otras ciudades. La “novedad”, en la “Revuelta del Vintén”, fue el elemento social participante: “Personas de ingresos modestos pero regulares, burócratas asalariados y vendedores”. El aumento de tarifas perjudicaba, sobre todo, a los trabajadores libres y, por lo tanto, también a sus empleadores. El papel dirigente en la revuelta le correspondió a sectores con representación política, y corresponde dudar de que esas franjas (republicanos y abolicionistas) no establecieran, como sostiene Graham, una relación entre esa participación y su agitación política.

La negativa del dirigente de la revuelta Lopes Trováo de comparecer en una audiencia con el emperador, concedida por éste para tratar de resolver el conflicto, fue una clara actitud política de ruptura con el sistema vigente. Lopes Trováo se declaraba “socialista” desde mucho antes. Varimeh Chacon identifica un “ala republicana radical de Silva Jardim, Lopes Trovao, Benjamin Constant, Floriano Peixoto, Raul Pompeia” (Chacon, 1981). Fueron las autoridades de la época las que se empeñaron en calificar de “no política” la revuelta. Pero la actitud del emperador antes de la represión fue distinta, más conciliadora, que la que adoptara en ocasión de las revueltas agrarias mencionadas antes.

Abolicionismo

La campaña por la abolición contrastó, por su continuidad y organización, con las revueltas agrarias, esporádicas, localizadas y sin continuidad clara o explícita. Llevada adelante al principio por medios legales (parlamentarios), no tardó en ir a vías de hecho -movilizaciones callejeras, organización de fugas de esclavos, enfrentamientos físicos con los capitanes de la tierra, protección a las revueltas agrarias y urbanas que significaban una ruptura con el sistema político imperial. Políticamente se constituyó un “ala abolicionista radical”, que rompió con el sistema del mecenazgo, aunque algunos tenían su origen en ese mismo sistema. Los mítines abolicionistas reunían miles de personas en las calles e incorporaban a la lucha a los sectores más humildes de los trabajadores libres (mozos de café, lecheros, camareros y otros). La lucha contra la esclavitud, por tanto, se combinó con las primeras manifestaciones de lucha originadas por la introducción de las relaciones capitalistas de producción.

Un hecho importante: las incipientes organizaciones feministas se involucraron activamente en la campaña abolicionista. En esa misma época, en la Argentina, grupos feministas se preparaban para ser uno de los cimientos de las primeras agrupaciones socialistas y del Partido Socialista de la Argentina, fundado en 1892 (o en 1896, según el signo cronológico de cada autor). La campaña popular por la abolición comenzó alrededor de 1880, después de dos décadas de acciones abolicionistas, sobre todo parlamentarias. El “Club de Cupim”, en Recife, estimulaba y organizaba fugas de esclavos, y protegía a los escapados. En Sao Paulo, los caifases pusieron al servicio de la causa abolicionista una organización digna de un partido clandestino: “Que los abolicionistas vayan siempre armados, vade in pace, porque están siempre en riesgo de vida”, decía La Redención, periódico de los caifases, el 2 de enero de 1887.

En pos de su objetivo, no vacilaron en hacer las apelaciones más extremas: “La libertad debe conseguirse incluso con una revolución”. La campaña de los caifases fue particularmente importante por producirse en la región donde se radicaban los sectores propietarios más dinámicos de la época (los cafeteros paulistas). Encontraban respaldo en franjas urbanas nuevas, profesionales liberales no comprometidos con el sistema esclavista. La participación de sectores urbanos fue determinante en la naturaleza del abolicionismo: “La aceleración del proceso urbano explica el abolicionismo en Santos, que alcanzó todas las formas del radicalismo emancipador” (Barros de Aguiar Fontes, 1976). Era el propio desarrollo capitalista promovido dentro del sistema esclavista el elemento que generaba paulatinamente las bases para su destrucción. La irracionalidad económica de la producción cafetera esclavista, que intentó imponer durante un periodo la convivencia de la mano de obra esclava al lado de la fuerza de trabajo libre, y la paulatina transformación del hacendado en empresario, concluirían por minar el orden esclavista. La actividad de los caifases tendió no solo a promover la fuga de negros (por medio de su “concientización” y de la preparación de la fuga propiamente dicha), sino también su inserción en el mercado de trabajo asalariado.

Para eso, combatieron también los prejuicios raciales de los empleadores (con cierto éxito). A diferencia de los antiguos esclavos liberados por el Club de Cupim, en Recife, los huidos de Jabaquara, por ejemplo, respaldados por los caifases, no tuvieron poder de decisión sobre sus vidas, pues fueron empujados al trabajo asalariado.

Los caifases imaginaban que ese tipo de trabajo era portador de todas las virtudes de la redención social: “El trabajo libre produce prosperidad y bienestar en las sociedades donde es instaurado”, escribía La Redención el 1° de setiembre de 1887. Después de la Ley Áurea, los caifases, y principalmente su jefe, Antonio Bento de Souza e Castro, fueron gradualmente considerados como héroes. Ellos continuaron la publicación de su periódico durante cierto tiempo, temerosos de un retroceso de la República en la abolición de la esclavitud. La campaña abolicionista fue exitosa porque convergió con exigencias urgentes del desarrollo económico y social. Puede decirse que la cuestión de la abolición dominaba casi totalmente las luchas sociales; por eso, en su etapa final, se discutía cada vez menos su validez para debatir en cambio la manera en que sería ejecutada: “A medida que la acción de los caifases progresaba, el abolicionismo legal se intensificaba como una forma de oposición a ellos. La campaña abolicionista apareció como reflejo de otras cuestiones prioritarias, la de la mano de obra para dar continuidad y organización a una producción en crecimiento” (ídem).

Así, al convergir con las necesidades de los sectores más dinámicos de las clases dominantes, la campaña abolicionista fue una de las vanguardias de la transformación capitalista de Brasil: “Con la organización del trabajo asalariado de los fugitivos, con el patrocinio de los caifases, estos acabaron por probar que la emancipación era viable y practicable” (ídem). Distinta fue la suerte de la lucha de las clases trabajadoras en el Imperio. Las revueltas sociales, urbanas y agrarias que mencionamos inicialmente, no traían bajo el brazo una transformación radical del sistema político y de las prácticas sociales vigentes: si bien sus protagonistas fueron clases sociales políticamente marginales (o semimarginales), estaban de algún modo integradas en las prácticas sociales propias del clientelismo dominante.

Puede decirse que eran clases sociales ligadas a formas pre o semi- capitalistas de producción, no interesadas, por tanto, en una transformación capitalista de la sociedad, incapaces de superar el nivel local y, por eso, de presentar sus intereses como nacionales, como sí era el caso de los abolicionistas. Eso era debido al hecho de que eran las fuerzas productivas capitalistas las determinantes en la dinámica del mercado mundial y, en consecuencia, también las impulsoras de transformaciones sociales en un país cada vez más integrado en ese mercado. La abolición y la instauración de la República no resolvieron los conflictos entre las diversas formas de producción social ni la ausencia de integración política de los sectores pobres, como lo demuestran las revueltas de cuño semejante (Canudos), producidas después de aquellas transformaciones políticas.

Pero, ¿qué se puede decir de las camadas sociales nacidas de las nuevas fuerzas productivas, basadas en el trabajo libre (asalariado)? Edgar Carone (1975) indicó la cifra de 54.164 obreros en 1889. En esa época, la población brasileña era de 14 millones de personas, lo que significa que el asalariado moderno era apenas una minoría social ínfima. En contraste con ese número exiguo, el número de esclavos en 1885 era de 153.864.

La concentración social del proletariado era, sin duda, también muy baja. La “clase obrera” era, pues, no solo una franja de escaso peso social relativo; también era una fracción minoritaria de la fuerza de trabajo. Solo en 1910 llegaría, según Carone, a la cifra de 159.600 personas, aunque otros autores presentan cifras bastante superiores; de cualquier modo: “Su insignificancia numérica y estructural en el cuadro general de la nación, y de los obstáculos antepuestos a su organización, como la dificultad de obtener apoyo en otros sectores de la población, redujeron las expresiones de movimientos de trabajadores esencialmente urbanos. A los ojos de la elite, la cuestión obrera era un asunto policial, no de política, al ser el movimiento industrial poco significativo y circunscripto a ciertas áreas, el movimiento obrero, inorgánico y poco expresivo, no llegaba a representar una fuerza política de renovación, encontrando escasa repercusión en las demás franjas de la población” (Viotti da Costa, 1979).

Industrialismo

A pesar de los obstáculos hubo, en la etapa final del Imperio, un importante desenvolvimiento industrial. Después de la construcción del primer ferrocarril brasileño, otros se desarrollaron rápidamente, acompañando siempre la saga del café. La construcción de 57 caminos de hierro hasta 1885; el progreso de los transportes terrestres, aliado al gran desarrollo que registró la navegación a vapor, concurrieron a la mejora y al abaratamiento de la distribución de los productos en el mercado interno y, por consiguiente, al establecimiento de bases para el advenimiento de la industria nacional. A partir de 1850, considerables recursos provenientes de la exportación fueron movilizados como capitales para emprendimientos en la industria y el comercio. Entre 1850 y 1865 se fundaron 180 sociedades comerciales e industriales en el Brasil. La organización del crédito acompañó la evolución del movimiento financiero y, en 1854, se instaló el Banco de Brasil (Villana, 1967).

Ese movimiento se aceleró en la última década del siglo XIX; antes de 1880 había apenas 200 establecimientos fabriles en el país; en el último año del Imperio su número llegaba a 636. El sector industrial de Brasil pasó de esas 636 fábricas con un total de 54.169 operarios en 1889, a 3.250 fábricas con un total de 150.841 obreros en 1907. Ya se usaban bastante el vapor y la electricidad, además de la energía hidráulica. Según datos de ese año, el 30 por ciento de la producción industrial estaba situado en Rio de Janeiro, el 16 por ciento en Sáo Paulo, el 7 por ciento en Rio Grande do Sul y el 4 por ciento en Minas Gerais. La hegemonía paulista tuvo que esperar el brote industrial de la I Guerra Mundial.

Al analizar el brote industrial de 1880-1895, Maurício Vinhas de Queirós concluye que más de la cuarta parte de los capitales invertidos en Brasil en actividades industriales (exactamente el 26,2 por ciento) lo fueron en el periodo comprendido entre 1880 y 1894; antes de esas fechas, desde el periodo de la Colonia y pasando por todo el Imperio, solo se había invertido el 6,4 por ciento de ese total (Vinhas de Queirós, 1975). El ritmo del desenvolvimiento industrial, sin embargo, no acompañó la velocidad de la disolución de las viejas relaciones precapitalistas, lo que informa de la naturaleza de la clase obrera en ese periodo. Estadísticas de 1882 muestran que en seis de las mayores provincias del país, justamente aquellas que más estaban desarrollando actividades manufactureras -Río de Janeiro, Minas Gerais, Sao Paulo, Bahía, Pernambuco y Ceará- más del 50 por ciento de la población de entre 13 y 45 años de edad estaba compuesto por desocupados. Ese porcentaje aumentó después de la abolición, cuando el esclavo quedó a la deriva en el mercado laboral.

Se vivían tiempos de “gran depresión” en la economía mundial, con la desaceleración del ritmo de crecimiento y del volumen del comercio mundial (que había alcanzado su auge en la década de 1860) en el último tercio del siglo XIX. En 1888, la población esclava de Brasil (compuesta por 600 mil personas) constituía el 4 por ciento de la población total del país, mientras que, en 1840, medio siglo antes, 2 millones de esclavos componían el 40 por ciento del total de los habitantes. La masa de libertos, mayoritariamente desempleados, aumentó con los 2 millones de campesinos nordestinos desplazados por la gran sequía de 1877-1880. Por otro lado, 200 mil inmigrantes extranjeros llegaron al Brasil en el decenio comprendido entre 1880 y 1889. El desempleo imperante permitía pagar salarios mucho más bajos, al tiempo que se formaba un enorme ejército industrial de reserva.

Ciertas estadísticas indican, hacia 1872, la presencia de 282 mil personas empleadas en “actividades industriales”. La mayoría, sin embargo, debía tener ocupaciones artesanales, incluso permanentes, como lo demuestra el hecho de que existieran en Sao Paulo (uno de los dos polos del desenvolvimiento industrial), en la última década del siglo XIX, solo 52 establecimientos industriales. Aunque, en relación con Sao Paulo, “ya en la década de 1870, el kilometraje de ferrovías abiertas al tráfico pasó de casi 150 a cerca de 1.200, y subió a 2.239 en la década siguiente y a 3.507 en 1889 (…) Entre 1873 y 1890, la cantidad de talleres subió, por lo menos, de 94 a 184; y el de talleres, sin especificación del número de personal ocupado, se elevó de 13 a 164. Entre 1871 y 1875 se instalaron con éxito las cinco primeras fábricas de tejidos de algodón, número que subió a 13 en 1887. Las estadísticas de 1872 y otras de fin de siglo no son utilizables por ser incompletas. Se consideró entonces instalada una fábrica de tejidos solo si tenía al menos 100 operarios, lo que justifica esos reparos. Lo que importa destacar es el hecho de que ya en el último tercio del siglo pasado un proletariado urbano comenzaba a diferenciarse en el cuadro de la economía regional” (Simáo, 1966).

La importancia de la inmigración en la formación del proletariado brasileño no es desechable. Leoncio Martins Rodrigues calcula que, hacia 1920, los inmigrantes constituían el 95 por ciento de los trabajadores llegados al estado de Sáo Paulo. La inmigración fue importante antes de la proclamación de la República, y no fueron pocos los inmigrantes italianos que llegaron a trabajar en las haciendas de café paulistas al lado de trabajadores negros esclavizados. Un viajero llegado a Sáo Paulo en 1900 después de 30 años de ausencia (Alfredo Moreira Pinto, en su escrito “La ciudad de Sáo Paulo en 1900”), exclamaba: “Era entonces una ciudad puramente paulista, ahora es una ciudad italiana”.

Se ha destacado la importancia de la inmigración en la disolución de las viejas relaciones de trabajo: “Sin ella, habría sido imposible poner fin a la esclavitud negra, como finalmente sucedió” (José de Souza Martins, 1981). En la medida en que la inmigración quebraba las viejas relaciones sociales de trabajo, pero no se producía una quiebra simultánea de la vieja estructura de propiedad (el desenvolvimiento industrial coexistía con ella), contribuyó mucho menos al movimiento industrial propiamente dicho por medio de una ampliación significativa del mercado interno (como ocurrió, por ejemplo, en los Estados Unidos) y creando, por consiguiente, una mayor necesidad de mano de obra industrial.

En 1850 fue promulgada una ley imperial, conocida como “Ley de Tierras”, que prohibía toda forma de acceso a la tierra, incluso de tierras no reclamadas, que no fuese por medio de la compra con dinero. Era un paso decisivo en la dirección de la mercantilización (valorización) de todo el territorio brasileño. Y también de consolidación de una estructura latifundaria de propiedad y posesión de la tierra, originada en las antiguas sesmarias (concesiones de tierras; nota del traductor) coloniales. Así se instalaban los criterios de asimilación del trabajador extranjero por la sociedad brasileña; si era inmigrante pobre, debía trabajar primero para los hacendados y así obtener su peculio para, después, comprar la tierra que anhelaba si quería transformarse en trabajador autónomo, que era la razón que lo había traído desde regiones tan remotas. En cierto modo, para volverse campesino libre, el inmigrante debía brindar, durante determinado tiempo, al gran propietario de tierras, como una especie de tributo, su trabajo y el de su familia.

Cuando fue proclamada la República funcionaban en Brasil 600 establecimientos industriales. El desenvolvimiento del capitalismo trajo consigo el surgimiento de la clase obrera. En 1907 el primer censo industrial realizado en Brasil señalaba la existencia de 3.258 empresas en las que trabajaban 150.841 operarios, con un alto grado de concentración incluso para los parámetros internacionales de la época. En 222 fábricas de tejidos se encontraban 52.656 operarios, más de un tercio de los obreros industriales. En cuanto a la localización del parque industrial, el 33 por ciento se situaba en Río de Janeiro, el 16 por ciento en Sao Paulo y el 15 por ciento en Río Grande do Sul. El estado de Río de Janeiro aparecía con el 7 por ciento de la producción industrial. El crecimiento industrial se aceleró con el transcurso de la Gran Guerra entre 1914 y 1918, que redujo drásticamente las posibilidades de importación y, consecuentemente, el mercado interno insatisfecho determinó la aceleración del ritmo de industrialización. El censo de 1920 indicó la existencia de 13.336 establecimientos industriales en los que trabajaban 275.512 operarios.

En la medida en que el trabajador extranjero era preferido al nativo, en especial al negro liberto, para los empleos industriales -en condiciones en que el desenvolvimiento industrial no cubría la oferta de fuerza de trabajo liberada por la quiebra de las viejas relaciones esclavistas y patriarcales- se creaba un elemento fundamental de la formación de la clase obrera brasileña. La inmigración corría paralela a los primeros brotes industriales. Se presentaba entonces el problema de la “nacionalización” de la clase obrera, pues la condición de extranjero de la mayoría del proletariado se apoyaba en la exclusión de los potenciales trabajadores industriales nativos, intensificando, de manera suplementaria, la competencia por el empleo industrial, debilitando a la clase obrera como un todo.

Industrialistas

La industrialización hizo surgir en Brasil un nuevo perfil social con el surgimiento del obrero fabril. Las condiciones de vida de los trabajadores extranjeros estaban lejos de ser envidiables. Un informe (de 1891) del cónsul italiano sobre las condiciones de trabajo de sus compatriotas inmigrantes en el medio rural, hace constar que “el colono que vive en las haciendas generalmente se encuentra en malas condiciones higiénicas en lo que concierne a habitación. No se libra de los métodos usados durante siglos con los negros. Los hacendados no dan ninguna importancia a las previsiones educacionales, higiénicas y humanitarias. Gastos como los derivados de atención médica o remedios, fantásticamente incrementados en el interior, están todos a cargo del colono. Encontré colonos que tuvieron que pagar la visita de un médico hasta 50 mil reis, equivalentes a lo que gana en un año con el tratamiento de mil pies de café. En muchas haciendas hay un cura, en pocas una escuela. El cura, pagado por el hacendado para dar misa, recibe también del colono una tasa especial y arbitraria por cada acto de su ministerio ejercido de modo particular”.

Y continuaba: “Una causa principal de penuria continua para el colono frecuentemente está dado por el sistema, seguido casi siempre, de comprar, como si fuera un tributo obligatorio, en los almacenes que en general son una especulación personal del propio hacendado, en las cuales los géneros son vendidos al doble y hasta al triple de los precios de las ciudades o del pueblo más próximo. Cuántas veces tuve que ocuparme de los reclamos de los colonos que, en el momento de la cosecha de cereales, se veían expulsados de la hacienda con algún pretexto fútil, sin derecho al fruto directo de su trabajo. Les era impedida la cosecha, que era de su propiedad, y quedaban privados de los animales que ellos habían criado… Los contratos entre el hacendado y el colono, o la costumbre o el arbitrio a falta de contratos, imponen al colono numerosas multas, que a veces llegan a la mitad de la ganancia bruta del colono”.

La mano de obra era abundante para una capacidad productiva restringida. En las industrias, el 79 por ciento de la fuerza de trabajo ocupada en las manufacturas de Sáo Paulo (en 1893), y el 39 por ciento en Río de Janeiro, estaba compuesta por extranjeros. Las ganancias en esas industrias semiartesanales se sustentaban en la intensificación de la explotación de la fuerza de trabajo (producción de plusvalía absoluta). Al estar la producción agrícola orientada a la exportación, era difícil introducir un abaratamiento de la reproducción de la fuerza de trabajo. Si las inversiones en maquinarias (que aumentarían la productividad del trabajo) eran pocas, las ganancias provenían principalmente de la reducción del salario real, de la explotación de mujeres y niños, de la intensificación del ritmo de trabajo y de la extensión de la jornada laboral.

El nivel de la acumulación de capital estaba determinado también por las relaciones de fuerza existentes entre patrones y operarios. Estos tuvieron, en los primeros estadios de la industrialización brasileña, la desventaja dada por el gran número de desempleados o subempleados y, además, por la política estatal. Si el estado de Sao Paulo no intervenía para proteger la simple reproducción de la fuerza de trabajo (ausencia de salarios mínimos legales y de francos remunerados, pésimas condiciones de trabajo en general), su policía sí intervenía cada vez que un movimiento huelguístico “perturbaba el orden público”. Latifundio agrario, capitalismo (industrial) tardío y Estado oligárquico (monárquico o republicano) cerraban el círculo de las condiciones dentro de las que se formaba la clase obrera brasileña. Un círculo dentro del cual irían a vaciarse las esperanzas de los abolicionistas radicales de “redención por medio del trabajo libre”. En ese atraso general, la política migratoria era un aspecto orgánico, enlaces de una corriente.

Industriales y operarios se posicionaban ante la situación económica del Imperio. En 1881, la Asociación Industrial, presidida por Antonio Felício dos Santos, dio a conocer un “Manifiesto”, en el cual, además de denunciar la situación en que se encontraban las primeras tentativas industriales en Brasil, enfrentaba con rara claridad los problemas históricos de la estructura política y económica del país en relación con su transformación industrial. El eje del Manifiesto era la demanda de protección aduanera para las industrias brasileñas, contra la política librecambista practicada por el gobierno: “Se llaman librecambistas los que se han mostrado realmente proteccionistas. de lo extranjero”: esa frase del Manifiesto resumía las protestas de los industriales.

En otro tramo, el Manifiesto decía: “Como todos los factores de riqueza pública, sin embargo mucho más que cualquier otro, también la industria se desenvolvió casi absolutamente sin el auxilio directo del centro gobernante, casi ignorada y a veces ridiculizada por los hombres políticos. Solo se manifiesta la acción de gobierno en las pesadas contribuciones y en los impuestos para socorrer las dispensas públicas distribuidas exclusivamente entre las otras clases sociales. De tiempo en tiempo un acto desastroso de los altos poderes del Estado, con la finalidad de obtener de súbito algunas migajas para el Tesoro, ven herir, tal vez de muerte, a esta o aquella industria que prosperaba”.

Pero ¿por qué los hombres políticos actuaban de ese modo? El “Manifiesto de los industriales” ensayaba una explicación: “Los hombres involucrados hace 50 años en la gestión de los negocios públicos en Brasil se han ocupado de una política partidaria, estrecha, agotando las fuerzas intelectuales de esta generación en discusiones estériles, en exclusivismos personales sin objetivos ni ideales en nombre de resultados positivos de progreso. En ello se consume la actividad nacional que debería empeñarse en competir con las industrias de otros países, creando las condiciones más adecuadas para la satisfacción de las necesidades y aspiraciones de la humanidad en el presente siglo (. ) Tamaño error proviene en línea recta de una educación viciosa, absorbida en las academias por quienes dirigen el país, teóricos puros sin conocimientos positivos, más literatos que hombres de ciencia”.

El “Manifiesto” criticaba el que las clases latifundistas fueran bene- ficiarias de la política gubernamental; el gobierno, sin embargo, no era criticado como expresión de esas clases sino como un gobierno incapaz, de “bachilleres” falsamente cultos, que actuaban de ese modo debido a su condición intelectual y a su formación académica. Se señalaba que el monocultivo y la ausencia de una inmigración masiva tenían las mismas causas: “El Brasil, a pesar de tantas ventajas naturales y tantos recursos para el desenvolvimiento progresivo de un gran pueblo, ve tristemente huir de esas plagas a oleadas de hombres laboriosos, emigrados continuamente a Europa. Por otro lado la ausencia, la emigración de capitales, actuando como una corriente esterilizadora que lava el humus del suelo y prepara una consumición lenta, cuyos efectos se dejarán sentir en todo el organismo social a la menor perturbación económica. Basta una baja en el valor de la producción de nuestro casi único rubro de exportación, para determinar una crisis de consecuencias incalculables”. Se comparaba esa situación con el proteccionismo adoptado por Inglaterra en las primeras etapas de su desenvolvimiento industrial, y con el rumbo tomado por los Estados Unidos: “Se considera atrasados en civilización a los Estados Unidos de América del Norte, que afirman su riqueza en un régimen protector, recorriendo el camino de su antigua metrópoli, y por eso atraen a su seno una perenne inmigración de operarios y pequeños capitalistas (…) Allí los productos industriales ya exceden largamente a los otros rubros de exportación”.

La situación en Brasil era muy diferente de la de los dos modelos mundiales de industrialización: “¿No es el Brasil una simple factoría comercial y una colonia explotada por los traficantes europeos, que con raras excepciones no se identifican sino con sus propios intereses? Solo un Parlamento como el de Brasil, sin representantes de las clases productoras, podría adoptar sin examen una Ley de Presupuesto como la del año pasado, que mandó reformar las tarifas aduaneras alterando los valores oficiales de los objetos importados, prohibiendo en todo caso el aumento (pero no la disminución) de los porcentajes de los derechos fiscales (… ) En un país joven no puede prosperar la industria sin el aliento de los altos poderes del Estado. Todos los gobiernos civilizados comenzaron así, favoreciendo el desenvolvimiento de la organización industrial, cuyos elementos las grandes ciudades, principalmente, encierran en su seno. La moralización de las clases pobres por el trabajo es, cuando más no sea, una cuestión de alta política. La producción para el consumo, al menos, es una noción de economía elemental”.

Se pedía, en consecuencia, una política industrial nacionalista, al mismo tiempo que los pobres eran calificados de “inmorales”, aunque “moralizables” por la explotación fabril. Las aspiraciones industrialistas, por otro lado, se limitaban a una industria de consumo bienes-salario. El “Manifiesto” agregaba que la ausencia de desarrollo industrial comprometía no solo la soberanía económica sino también la soberanía nacional pura y simple. Ponía de ejemplo la falta de un servicio nacional de cabotaje, de una “escuela de marina mercante”, lo que dejaba a Brasil, en caso de guerra o desastre naval, con el único “triste y peligroso recurso de los mercenarios extranjeros”.

Primeras manifestaciones obreras y socialistas

En esa época, la escasa y raquítica representación obrera, todavía transitando el camino desde la fase corporativista a la fase de organización sindical, se posicionaba ante las grandes opciones de la política económica del país en términos semejantes a los de las asociaciones industriales patronales, estableciendo con ellas una especie de “frente único por la industrialización del país”, lo que indicaba una escasa diferenciación social y una nula independencia política. Así, en la misma época del movimiento industrialista, algunas de las primeras organizaciones obreras se colocan en la perspectiva de los industriales.

En 1877, un “Manifiesto de los obreros sombrereros”, dirigido a las autoridades imperiales, decía: “Los abajo firmantes, artesanos sombrereros, siempre incansables en el trabajo para el engrandecimiento del país, promoviendo y auxiliando los diversos ramos de la industria nacional, se toman la libertad de exponeros la decadencia de esta industria (que) no proviene de la imperfección con que por ventura el sombrero fuera acabado, sino por los insignificantes derechos a que está sujeto el mercader que importa del extranjero (…) Los pelos, las drogas para tintas, la goma laca, las planchas y cintas tanto de lana como de seda, todo aún lo recibimos del extranjero, sujetos a derechos más o menos pesados, que junto con la mano de obra y muchas otros gastos que demanda una fábrica en Brasil, hace que el fabricante no pueda terminar el sombrero, por su precio, de modo de competir ventajosamente con el extranjero (…) Protegida de este modo la fabricación nacional, no será irrazonable esperar que esta industria genere otras, como sería la crianza de liebres, conejos, carneros y otros animales que nos provean pelo, y esto, por cierto, traerá consigo resultados muy benéficos para el país. La fabricación de sombreros es por ahora diminuta, pero es de esperar que aumente, luego que cese de venir lo extranjero”.

El “Manifiesto del Cuerpo Colectivo Unión Operaria”, de 1885, se dirigía a Pedro II con el título de “V.M. Imperial, protector de la clase obrera” (los industriales empleaban un tono semejante para dirigirse al emperador), y pedía la provisión de una serie de artículos para obtener los fines siguientes: “Centralización de los trabajos de manufacturas para el Estado en el país; auxilio al desenvolvimiento general de manufacturas ahora importadas desde puertos extranjeros; auxilio al desarrollo general de manufacturas en el Imperio (…) Banca Auxiliar de la Industria en el Imperio de Brasil (…) Estadística profesional”.

Las reivindicaciones propias de la clase obrera estaban situadas en segundo plano en aquellas peticiones. La situación de la industria en el Imperio y la debilidad de la organización obrera, contribuían a abrir la perspectiva de una posición de unidad de los empresarios industriales con los operarios en torno de un programa de nacionalismo económico y político, con lo cual se inauguraba una de las dos vertientes de la política brasileña en el siglo XX. Ni la difusión de ideas prevalecientes en proletariado europeo, de donde provenía buena parte de la clase obrera brasileña, ni la propia situación de la clase trabajadora en el país, hacían colocar la necesidad de una organización y de una política independientes del movimiento obrero.

Esa necesidad se expresó en las ideologías de pequeñas organizaciones que se declaraban “socialistas” y “laboristas”. Las primeras expresiones socialistas en el Brasil datan de la década de 1840, y corresponden al socialismo filantrópico de intelectuales ilustrados, que tenían una influencia importante en Europa. En el libro El socialismo, de Abreu de Lima, el autor definía al socialismo como “un designio de la Providencia”. En 1845, Eugene Tardonnet (discípulo del conde de Saint Simon, temporariamente radicado en Brasil) fundaba en Río de Janeiro la Revista Socialista. M.G. de S. Rego comenzó a publicar ese mismo año El Socialista de Río de Janeiro, trisemanario que salió hasta 1847. En él se decía: “El vocablo ‘socialista’, denominación con la cual sale a la luz nuestra hoja, define con exuberancia el objeto principal con que ella es publicada: la conservación y el mejoramiento de lo poco de bueno que existe entre nosotros; la extirpación de abscesos y vicios provenientes de la ignorancia, de la falsa educación y la imitación sin criterio; la introducción de novedades del progreso universal (…) El Socialista tratará de agronomía práctica, de economía social, didáctica, política preventiva y medicina doméstica y, sobre todo, del socialismo, ciencia recientemente explorada, de la cual baste decir que su fin es el de enseñar a los hombres a amarse unos a otros”.

Poco después, sin embargo, otro tipo de expresión de los trabajadores, surgido de ellos mismos, hacía su estreno. El Jornal de los Tipógrafos fue fundado en 1858, en el mismo año en que los operarios de ese ramo se organizaban en una entidad propia y declaraban una huelga en Río de Janeiro. La huelga de 1858 unió a los tipógrafos de los diarios Correio Mercantil, Jornal do Comércio y Diário do Rio de Janeiro, quienes, insatisfechos con los míseros salarios que recibían, declararon la huelga exigiendo un aumento de 10 peniques diarios. Esa huelga duró varios días. Los tipógrafos editaron su propio jornal, para lo cual, como contribución, una de las primeras organizaciones obreras surgidas en Brasil, la Imperial Asociación Tipográfica Fluminense, donó 11 centavos de reis por cada uno de sus socios. La huelga fue victoriosa. Tuvo la solidaridad de los tipógrafos de la Imprenta Nacional, que se negaron a romper la huelga como les exigía el gobierno. Los tipógrafos, desde entonces, fueron la vanguardia, no solo de las luchas sino de la organización de la clase obrera de Brasil.

El movimiento obrero brasileño se manifestó inicialmente, por lo tanto, en la misma época que el argentino o el chileno; otra cosa es que sus manifestaciones independientes fuesen ulteriormente apagadas, en el escenario general del país, por la fuerza y la cobertura que tuvo la campaña abolicionista, un hecho único en América Latina en la segunda mitad del siglo XIX. En el número 14 del Jornal de los Tipógrafos podía leerse: “Ya es tiempo de acabar con la opresión de toda casta; ya es tiempo de guerrear por los medios legales a la explotación del hombre por el hombre”. Nacía un movimiento obrero claramente clasista.

Las primeras tentativas de organizar un partido socialista como expresión política de los intereses independientes del proletariado, debieron, entretanto, aguardar hasta la década de 1880. En general, se trató de tentativas frágiles, temporarias y localizadas, que no tuvieron alcance nacional, pero debe señalarse que lo mismo sucedía con los partidos políticos en general, incluso con los representativos de las clases dominantes. Aun así, un Partido Obrero (de Brasil) se dirigió en 1890 a la Internacional Socialista, mostrando la intención de vincular al proletariado brasileño con el proceso que recorría entonces al movimiento obrero europeo:

“Innumerables dificultades impedirán la construcción de un partido obrero a nivel nacional. Además, las clases dominantes tampoco conseguirán dar vida real sino a partidos republicanos estaduales (…) Tener en cuenta el minúsculo peso social especifico del proletariado en relación con el conjunto de la sociedad es fundamental para entender la situación concreta vivida por nuestros primeros socialistas. La estructura y la composición étnica del proletariado de la época, compuesto por trabajadores de las más variadas nacionalidades y razas, que hablaban diferentes idiomas, crearon dificultades suplementarias. Sin hablar aún del factor geográfico, que impidió el contacto frecuente, debido a las grandes distancias que separaban a los pequeños núcleos, dispersos y fragmentados en un territorio inmenso. Agréguese el hecho de que la industria en general estaba poco desarrollada, con un número reducido de grandes fábricas y muchos pequeños talleres, tanto en Río de Janeiro como en Sáo Paulo. En los demás Estados la industria era aún más raquítica, y el movimiento sindical y obrero no pasaba de una vida molecular” (Foot y Leonardi, 1982).

En la medida en que los “partidos socialistas” se proponían progresar en el plano electoral como vía para su implantación, no podían superar por sí solos la fragmentación geográfica de la vida política brasileña. El establecimiento de la República, con su énfasis en el federalismo, agravó este problema en vez de aliviarlo. De cualquier modo, las tentativas de crear un partido socialista aumentaron en los primeros años de la República. En el marco de la República oligárquica, los socialistas se presentaban menos como los portadores de intereses de clase y más como los defensores de la modernidad y la moralidad públicas, lo que evidencia la diferente función que un partido socialista debía llenar, en Brasil y en el mundo periférico en relación con sus pares de Europa. En Brasil sobrevivía la hegemonía de un sector latifundista, ahora principalmente en el sudeste del país. Jurídicamente, la inexistencia de Justicia Electoral, el voto abierto y la falta de mecanismos eficaces de control aseguraban la más completa impunidad para la dominación política de los latifundistas, jefes invariablemente de la política local.

El jurista Evaristo de Moraes, miembro de la generación de socialistas de las primeras décadas del siglo XX, escribía: “Contribuiría sin duda a la realización de este propósito (la organización política del proletariado) una posibilidad única de edificación de nuestra supuesta democracia, hasta ahora entregada a la dominación absoluta e interesada de politiqueros profesionales, sin programa y sin ideas. Solo han prosperado, hasta el presente, con el nombre de ‘partidos’, las agremiaciones de intereses electorales y de apetitos individuales que, en torno de un hombre más o menos enérgico y mañero, aprendieron a apoderarse de los presidentes y aprendieron a ponerlos a su servicio (…) De ideas, de principios, nunca se han preguntado seriamente. Todo siempre fue cuestión de personas, de arreglos, de maniobras o de exhibiciones de despotismo para inutilizar adversarios o convencer a vacilantes” (De Moraes Filho, 1978)(4).

¿Exotismo socialista?

El socialista ítalo-brasileño Antonio Piccarollo apuntó una diferencia y una dificultad suplementaria: “La razón de estos fracasos para el socialismo, y para la organización operaria, se debe buscar en la naturaleza y el carácter anacrónico que se le quería imponer. Olvidando que vivían en Brasil, país que hacía poco había salido de la esclavitud, propagandistas y organizadores quisieron crear un socialismo y una organización basados en los moldes de los países económicamente más adelantados. Los socialistas, en su mayoría italianos, en su congreso aprobaron un magnifico programa de socialismo italiano. Las organizaciones obreras, bajo la influencia de elementos generosos pero con la cabeza en las nubes, dirigían sus proas a Francia, imitando a los sindicalistas y traduciendo obras de Sorel y de otros revolucionarios. Los hechos, entretanto, en su divina austeridad, se vengaron del desprecio al que eran sometidos, condenando al fracaso al socialismo y a la organización operaria”.(5)

La tesis del exotismo de la ideología socialista “europea” en la fase inicial de la formación de la clase obrera brasileña (y latinoamericana) fue retomada, después, por historiografías de las más diversas tendencias. Insistiendo en el carácter “europeo” o “europeizante” del viejo socialismo, se pretendió explicar su fracaso incluso por parte de analistas marxistas: “El problema no es tanto el origen europeo de los precursores (alemanes, italianos, españoles, sino el espejismo, la asimilación mimética de la experiencia europea de los primeros dirigentes socialistas autóctonos, que no advirtieron las particularidades propias de las formaciones sociales del continente en cuanto países dependientes, explotados y dominados por el imperialismo (…) Fue muy comprensible que, con excepción de la Argentina, el país más ‘europeo’ de América latina, ese tipo de corriente socialdemócrata haya tenido poca penetración al sur del Río Grande, donde muy temprano la reivindicación nacional, en su dimensión antiimperialista, ha sido un eje esencial en las luchas populares” (Lowy, 1980).

Distinta es la opinión de Evaristo de Moraes Filho: “No acordamos con los que dicen que la visión de futuro de nuestros programas, manifiestos socialistas y reivindicaciones eran extrañas a la realidad brasileña, como si fueran meras traducciones o ecos de las exigencias extranjeras. Aunque inspirados, con mayor o menor énfasis, en las doctrinas y las teorías que se habían formado en los países europeos, jamás dejaron esos partidos de tener en cuenta las necesidades del trabajador nacional. Sumidos hasta el pescuezo en la vida miserable que llevaba el obrero brasileño, habían sido portavoces de sus angustias y anhelos. Reformistas en su mayoría, a la espera de que la conquista del poder se produjera indirectamente, por la conquista del Congreso, por el voto, por la ley, por los cambios institucionales y por la presión popular; no por eso dejaban otros de llegar a las apelaciones revolucionarias o a la propia acción directa, por la huelga y demás instrumentos de hecho conexos” (De Moraes Filho, 1981).

No es de extrañar que la insistencia en el carácter europeo y no adaptado a la “realidad nacional” del socialismo de la Segunda Internacional, la Internacional Socialista, sea mayor en el caso de Brasil. En este país, la base migratoria del proletariado se extendió más tiempo que en otros de América latina, lo que se refleja en el hecho de que la prensa obrera en lengua extranjera abarca un período de tiempo mayor. Pero esa prensa, e incluso las organizaciones obreras basadas en las minorías nacionales, cumplían una función necesaria: la de unir y defender una comunidad que sufría una doble opresión (la “normal” del trabajo asalariado y la exclusión de los derechos políticos y sociales debido a su condición de extranjeros -una legislación específicamente discriminatoria contra los extranjeros fue usada a comienzos de siglo contra socialistas y anarquistas, principalmente en la Argentina y en Brasil). En cualquier caso, la diversidad “cultural” y de lengua al interior del proletariado fueron una dificultad suplementaria para la organización política de la clase obrera, en la medida en que esa organización implica la elevación a una concepción del mundo de tipo universal y un programa de alcance nacional, dirigido a toda la población, perteneciente a las clases más diversas.

Dentro de los diversos grupos del socialismo “reformista” de Brasil, el Centro Socialista de Santos, fundado en 1895, fue uno de los primeros. A Questao Social, su órgano de divulgación, era dirigido a la clase obrera. En la práctica, sin embargo, parecía orientada hacia una platea bien diferente, interesada solamente en las cuestiones intelectuales y “prolijas” del socialismo. Su primer número divulgó los objetivos del Centro: promover la creación de cooperativas, organizar un partido obrero y divulgar las ideas socialistas. Para Silverio Fontes,(6) intelectual más importante de la organización, adhirió a un modelo marxista despojado de intenciones revolucionarias, según el cual el proletariado debía evitar la violencia. El Centro Socialista creó el Partido Obrero Socialista en 1986, proyectado, según sus fundadores, no para “provocar el odio entre los individuos”, sino para cambiar las instituciones por medio de reformas: “Los círculos operarios y centros socialistas creados durante la primera década republicana en varias ciudades del país, principalmente en la región centro-sur, el que más se destacó, por su organización y orientación fue, sin duda, el Centro Socialista de Santos, fundado en 1895 por Silverio Fontes y sus compañeros de círculo de 1889” (Pereira, 1962).

El partido consiguió poca influencia junto a la fuerza de trabajo inmigrante de Santos. Tuvo vida corta, pero sus fundadores continuaron activos. El propio Silverio Fontes fue uno de los líderes del Congreso Socialista realizado en Sáo Paulo del 28 de mayo al 19 de junio de 1902. El “Manifiesto del Partido Socialista” de 1902 tiene una fecha discutible. Atrojildo Pereira supone que el texto original data del año de la proclamación de la República (1889), “con una segunda redacción en 1895 y la redacción final de 1902”. Al Congreso Socialista asistieron 44 delegados que supuestamente representaban a diversos grupos esparcidos por Brasil. En verdad, la gran mayoría venía de Sao Paulo, la capital federal no fue representada, aunque Mariano García, editor de la Gazeta Operária, se había aprovechado de los principios establecidos por el Congreso para tratar de crear un partido semejante, con el mismo nombre, en Rio de Janeiro.

Aquel Congreso creó el Partido Socialista Brasileño, diseñado sobre las bases del Partido Socialista Italiano (la mayoría de los delegados pau- lista estaba compuesta por italianos). Su programa inicial se preocupaba particularmente de la acción de los sindicatos. Convocaba a sus miembros a estimular la creación de Ligas de Resistencia para apoyar huelgas y conseguir el apoyo de grupos externos al partido, y los convocaba a involucrarse directamente en la lucha por la mejoría de las condiciones de trabajo. Durante el único año de vida del partido muchos de sus organizadores (como Valentín Diego, gráfico nacido en España) continuaban participando en la dirección del movimiento obrero en Sao Paulo. Las metas del partido eran divulgadas en el periódico socialista Avanti, fundado en 1900 y publicado en lengua italiana. Todas esas tentativas socialistas tuvieron un carácter local y efímero.

Colaboración de clases

Otra vertiente, la tentativa más exitosa, o por lo menos la más espectacular, de apoyarse en el naciente proletariado brasileño como base para una acción política, fue la que Boris Fausto llamó “laborismo”. En 1890, el Centro Artístico de Rio de Janeiro se transformó en Partido Obrero, bajo la presidencia del teniente de marina José Augusto Vinhaes. Su acción “obrerista” obtuvo (gracias a las buenas relaciones de Vihaes con el general Deodoro da Fonseca, primer presidente de la República) un cambio en las disposiciones del Código Penal de 1890, que consideraban un crimen la paralización del trabajo. Pero también combatió las tentativas de los obreros de poner en pie una organización creada por ellos mismos, boicoteando, por ejemplo, el Congreso Obrero de 1892. “El teniente diputado trató de vincularse con las luchas obreras nacientes, al tiempo que buscaba colocarlas al servicio de determinadas facciones políticas, en disputa durante los primeros e inciertos años de la República (. ) (el Partido Obrero) expresó embrionariamente dos fenómenos significativos: la existencia dentro del movimiento obrero de un núcleo dispuesto a la colaboración de clases y a aceitar la dependencia respecto del Estado; y la presencia de sectores sociales propensos a algún tipo de alianza con la clase obrera. Por frágil que fuese el proletariado, por contaminado que estuviese por las ideologías revolucionarias, era siempre posible intentar algún tipo de alianza “hacia abajo”, en busca de introducir brechas en el sistema (…) La heterogeneidad de los grupos en los que Vinhaes se apoyaba y la reducida importancia de la clase obrera impedirían que su política llegase a fructificar” (Fausto, 1979).

Las tentativas de usar la organización obrera para una política de colaboración de clases y, al mismo tiempo, para oponerla al sector más clerical y reaccionario de la clase dominante, habrían de continuar. El gobierno del Distrito Federal mantenía relaciones estrechas, y tal vez hasta contribuía financieramente, con O Operario (El Obrero), periódico anticlerical que en 1909 declaradamente apoyaba a los candidatos del Partido Republicano y defendía la candidatura de Hermes da Fonseca para la presidencia de la República. El noviazgo con el proletariado se basaba en el hecho de que los trabajadores carecían de musculatura política propia. Aunque fuera el primer candidato a la presidencia de Brasil que incluyó el trabajo urbano en su plataforma, la consideración de Hermes da Fonseca hacia el proletariado era vaga y genérica. Apenas reconocía la existencia de sus problemas, pero no ofrecía propuestas concretas para solucionarlos. Llegó a impulsar un proyecto de construcción de viviendas de bajo costo para los trabajadores durante su administración, pero apenas algunas decenas fueron efectivamente terminadas. Los presidentes que lo sucedieron descuidaron la continuación del proyecto y, a la vuelta del año 1921, la Villa Obrera iniciada por Hermes languidecía y el gobierno de la época ya pensaba en venderla.

En 1912, el gobierno patrocinó una Liga de los Trabajadores en el Distrito Federal y apoyó los preparativos del Cuarto Congreso Obrero. Aunque el gobierno se dispusiera a pagar los gastos de los delegados, solo algunos sindicatos grandes enviaron sus representantes a ese Congreso, realizado en noviembre de 1912. Solo algunos sindicatos menores de Río de Janeiro comparecieron allí. La única organización importante que mandó delegados fue la Federación Obrera de Rio Grande do Sul, que luego se retiró alegando que se trataba de mera política. Los sindicatos de Santos no fueron; para ellos, el Congreso no pasaba de una maniobra política.

En esa convención, los delegados acordaron formar una Confederación

Brasileña del Trabajo, cuyo programa incluía la constitución de un partido obrero con asiento en Río de Janeiro y representaciones locales esparcidas por el país, la naturalización de inmigrantes, la jornada de trabajo de ocho horas diarias, la obligatoriedad de la instrucción primaria, la elaboración de leyes para mejorar las condiciones de trabajo en la industria y beneficios jubilatorios para los empleados públicos. Pinto Machado fue nombrado secretario general de la nueva organización; Mario da Fonseca, hijo del presidente de la República y patrocinador del congreso, fue presidente honorario. Al cerrarse las deliberaciones, los delegados realizaron un desfile en honor de Mario Hermes da Fonseca. Como ninguno de los dos homenajeados concedió lo que la recién creada central obrera necesitaba para empezar su funcionamiento, la Confederación murió apenas nacida.

Otro Partido Obrero (aquel que se dirigió a la Internacional Socialista) combatió al grupo colaboracionista de Vinhaes y a otros semejantes: “El Partido Obrero no deja de combatir esa astucia y de orientar a los trabajadores para salir de ese callejón sin salida, sinuoso, y mostrar el horizonte puro, el socialismo liberador de los oprimidos” (Hall y Pinheiro, 1979). Se retomaba así el camino del socialismo como expresión autónoma de la clase. Sin demasiado éxito, sin embargo, pues no conseguirían superar la dispersión geográfica y la discontinuidad política, lo que llevó a uno de los creadores del Partido Socialista de 1902, Antonio Piccarollo(7), a escribir: “Al estar el movimiento actual de la economía agrícola dirigido hacia la pequeña propiedad, los socialistas favorecen y propugnan todo lo que sirva para aumentar el número de estos trabajadores independientes (…) Observando con simpatía el desenvolvimiento industrial que lleva en sus entrañas al proletariado socialista, se esfuerza para dar a los obreros una conciencia clara y exacta de lo que será el mañana (…) Todo eso no es rigurosamente socialismo, pero es todo lo que de bueno y práctico podemos hacer aquí los socialistas, si no queremos perder tiempo en discusiones teóricas prematuras y de ningún valor”.

Nuevamente, se colocaba delante de los obreros la necesidad de una alianza de hecho con el sector industrial. Lo que era más dudoso es que ese sector estuviera dispuesto, como aparentemente pensaba Piccarollo, a favorecer el advenimiento de la pequeña propiedad agraria (o sea, a afectar la gran propiedad). El Manifiesto del Partido Socialista Brasileño, de 1902, se situaba en esa línea: “El Consejo General del Partido hace un llamado a las diferentes clases, a los poseedores y a los desposeídos, en que la población de este país se halla dividida como en todas partes, para que se compenetren de la urgente e indeclinable necesidad de atender a lo que ocurre en otros países civilizados en referencia a la cuestión social (…) A los dirigentes, a los que componen la clase poseedora y opresora, en este país, le corresponde no cerrar los ojos a la miseria, que aparece por todas partes, ni cerrar los oídos al clamor que por todas partes se levanta”.

Más de una década después de proclamada la República, no quedaba aparentemente otro recurso a los socialistas que el de apelar al buen sentido de la clase dirigente. Si la República no había resuelto la “cuestión social”, los socialistas, por su parte, no parecían poder elevarse por encima de la fragilidad social de la clase que pretendían representar, ni estructurarse como expresión política estable. Piccarollo acertaba con su diagnóstico: la debilidad de los socialistas echaba sus raíces en el atraso social y político del país. El movimiento obrero y socialista brasileño experimentaba, por lo tanto, a comienzos del siglo XX, grandes dificultades para superar, social, sindical o políticamente, el plano de la política de colaboración de clases. El movimiento ya tenía un buen camino recorrido al final del siglo XIX, pero fue con la industrialización acelerada de comienzos del siglo XX que se transformó en una de las principales fuerzas sociales y políticas de su época. Solo pasó a ser considerado en cuanto tal, en la historiografía corriente, a partir de 1888 o 1889 (fechas de la abolición de la esclavitud y de proclamación de la República, respectivamente), lo que constituye un error. Para Theotonio Junior, por ejemplo, la primera fase del movimiento obrero en Brasil se extiende de 1900 a 1930 (Júnior, 1962). Hay, sin embargo, como acabamos de ver, movimientos sociales de trabajadores asalariados en la etapa final del Imperio. Las aspiraciones republicanas, por su parte, eran llevadas adelante por su soporte, por así decir, “natural”: las clases medias urbanas. El clientelismo y el “mecenazgo” vigentes excluían de la participación política a la inmensa mayoría de los trabajadores, no solo de los esclavos.

Una industrialización compulsiva

El primer paso hacia la industrialización brasileña fue dado con la sustitución de la pequeña producción artesanal por unidades industriales mayores. Eso comenzó a suceder hacia el final de la década de 1870, cuando la abolición de la esclavitud se encontraba en el orden del día y la solución por la inmigración comenzó a ser considerada como alternativa. A partir de la abolición de la esclavitud, en 1888, el desenvolvimiento económico de Brasil siguió un estándar marcadamente capitalista, tanto en el segmento agrícola (el café) como en el urbano (industrialización). Por debajo de ese proceso se alteró también la estructura del mercado, con la gradual eliminación del “comisionado” como intermediario del comercio exportador/importador: los exportadores (extranjeros) pasaron a vincularse directamente con los productores, y los importadores enviaban representantes al interior del país. Hasta fines del siglo XIX la economía brasileña era esencialmente agraria y exportadora. En la región amazónica se producía y se exportaba caucho. En el Norte y el Nordeste predominaban el azúcar, el algodón, el tabaco y el cacao. En Rio de Janeiro, Minas Gerais, Espirito Santo y Sao Paulo, el café ocupaba el primer lugar. En Rio Grande do Sul se producían cueros, pieles o yerba mate, y se exportaba charque a otras regiones de Brasil.

Hacia el final del siglo XIX ese cuadro, dominado por la economía agroexportadora, comenzó a transformarse. Entre 1886 y 1894, la industrialización ganó impulso, aunque su origen fuese anterior a 1880. El surgimiento y desenvolvimiento de las industrias estuvieron íntimamente relacionados con el desempeño de la economía primaria exportadora, por lo menos hasta la crisis de 1929. La industrialización no se produjo en todo el país con la misma intensidad. Su polo dinámico se situaba en el sudeste, particularmente en Sao Paulo, donde se localizaba la más poderosa economía exportadora: el café. La economía cafetera paulista, desenvolviéndose en el contexto de la transición del trabajo esclavo al trabajo libre, y con amplias posibilidades de expansión hacia las tierras fértiles del Oeste, se convirtió en la más próspera de las economías agroexportadoras: fue allí donde la industrialización se desarrolló más rápidamente. Desde su inicio, la industrialización paulista era parte de la economía cafetera, o del “complejo cafetero”, pues la producción y exportación del café dependían de una compleja organización de factores. Además de su producción propiamente dicha, ese complejo incluía aún su procesamiento, un sistema de transporte (ferrovías), comercio de importación y exportación, bancos y, por fin, industrias.

Se trataba de una industrialización “a saltos”, fuertemente condicionada por el mercado internacional. El proceso de industrialización acompañó el ritmo del conjunto del sector exportador, no solo del cafetero. En momentos de expansión, las inversiones industriales aumentaban, o se contraían en momentos de retracción del mercado mundial. Al resumir sus conclusiones acerca de la industrialización brasileña anterior a la crisis de 1929, Wilson Suzigan anota que, en el período anterior a 1914, y en menor grado hasta 1929, el desenvolvimiento de la industria brasileña de transformación puede ser considerarse inducido por la expansión del sector exportador, y hace una clara distinción entre el crecimiento industrial anterior a la I Guerra Mundial y el que se registra a partir de ésta.

El periodo anterior a la I Guerra, particularmente en el siglo XIX, puede ser explicado, según Suzigan, en términos de la “teoría del crecimiento económico inducido por productos básicos”. La expansión del sector exportador impulsó inversiones no solo en las industrias de bienes de consumo, sino también en las productoras de insumos, incluidas maquinarias e implementos para el sector exportador; el procesamiento ulterior de productos de exportación (por ejemplo, el del café y la refinación de azúcar), y otras actividades económicas complementarias o subsidiarias, tales como el transporte (principalmente ferrocarriles y navegación), bancos, comercio de exportación e importación, comercio interno, etc. (Suzigan, 1986).

Además de eso, y con recursos derivados indirectamente de las exportaciones de productos básicos, el gobierno brasileño financió inversiones (o dio garantías sobre ellas) en infraestructura (ferrovías, puertos, líneas de navegación, mejoramientos urbanos, etc), en la modernización de la industria del azúcar, la promoción de la inmigración, etc. El capitalismo imperialista provocó, mediante la exportación de capitales, el desarrollo del comercio y de las fuerzas productivas en varios países periféricos, incluidos Brasil (o, más específicamente, Sáo Paulo y Rio de Janeiro) y Argentina (o, más específicamente, Buenos Aires), y su “europeización” económica y cultural. En Brasil, las primeras inversiones inglesas en servicios urbanos datan de comienzos de la década de 1860, con la instalación de compañías de iluminación pública a gas, de transporte urbano y de agua y alcantarillas. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la capital de Brasil se consolidó como centro financiero, comercial y portuario, con la mayor concentración obrera del país -fue superada por Sao Paulo recién en la década de 1920- pues en ella se radicaba el 57 por ciento del capital industrial brasileño, con las mayores inversiones en transporte, ferrovías y en el sector manufacturero. A comienzos del siglo XX, sin embargo, la participación mayor en el mercado brasileño era, en primer lugar, de productos norteamericanos, seguidos de productos ingleses, italianos y franceses. Ciudades como Rio de Janeiro y Buenos Aires era “cosmopolitas”: consumían las últimas modas de París y convivían en ellas numerosas empresas de capital extranjero, que controlaban casi todas las compañías proveedoras de servicios públicos (transporte, energía, agua potable).

Brasil entró en la era de los ferrocarriles en los años 1850, con fuerte presencia del Estado. Los políticos imperiales preferían, para construirlos, movilizar capitales privados extranjeros garantizando retornos del 7 por ciento anual sobre el capital invertido. En 1893, todas las empresas extranjeras con garantía de lucro, a excepción de la próspera Sao Paulo Railroad, obtuvieron una rentabilidad media de apenas el 0,3 por ciento antes del subsidio. La mayoría de las empresas no podía depender de su propia rentabilidad, pues ella provenía exclusivamente de las garantías de pago de tasas fijas. En 1898, el peso de las garantías de rentabilidad comprometió un tercio del presupuesto de la Unión, motivo por el cual, en 1901, el gobierno de Campos Salles, a disgusto, expropió doce compañías. Las adquisiciones de ferrocarriles extranjeros en dificultades crecieron. En 1898, el gobierno tenía la posesión directa del 34 por ciento de los ferrocarriles, e indirectamente sostenía su rentabilidad: la estatización estaba vinculada con la salvación del patrimonio privado. La conquista financiera del Estado brasileño continuó a todo vapor, al igual que en otros países de la región. Eso se acentuó a partir de 1893, con la crisis mundial de sobreproducción de café y las manifestaciones sucesivas de los límites de la política de devaluación monetaria seguida hasta entonces, que llevó a Brasil a contraer empréstitos externos cada vez más voluminosos para atender a sus necesidades financieras.

Así, “la industria nació de las contradicciones del desenvolvimiento capitalista cuyo centro era la expansión cafetalera (. ) La reproducción del capital cafetalero y las formas de subordinación de la economía brasileña llevaron al nacimiento y desarrollo de la industria que, por su parte, estaba en contradicción con la reproducción del capital cafetalero y con las formas de subordinación de la economía brasileña (…) Ni el sometimiento de Brasil a la economía mundial y al capital cafetalero excluyen la industrialización, ni la industrialización implica la destrucción de los lazos que unen a Brasil con la economía mundial” (Silva, 1976: 110-113).

En un estadio posterior, durante las décadas de 1900 y 1910, la inversión en la industria fue inducida por las necesidades de insumos para la incipiente industria de transformación. Algunas industrias nuevas comenzaron a instalarse para la fabricación de esos insumos, tales como sacos de algodón para la harina de trigo y el azúcar refinado, garrafas de vidrio para cerveza u otras bebidas, latas para envasar fósforos, cigarros y alimentos, maquinaria industrial simple como tornos, equipamiento textil, pequeños motores, etc. A partir de la I Guerra Mundial, aunque la inversión en la industria de transformación todavía era, en gran parte, impulsada por la expansión del sector exportador, el patrón del desenvolvimiento industrial se volvió más complejo.

Ese fenómeno se explica por el hecho de que, durante la guerra, la escasez de materias primas e insumos básicos, incluidos maquinaria y equipamiento, dejó en claro que la producción industrial interna debía ser diversificada para incluir esos productos. En ese sentido, la guerra estimuló una mayor diversificación al crecimiento industrial impulsado por la expansión del sector exportador. Esa diversificación, aunque se intentó incluso durante la guerra, comenzó realmente en la década de 1920. Hasta ese año, la industria textil (con el 27 por ciento del valor total producido) y la industria alimentaria (con el 33 por ciento), con las industrias de bienes de consumo, concentraban las inversiones (casi el 68 por ciento, según la siguiente tabla), mientras la metalurgia y la mecánica solo producían, respectivamente, el 3,4 y el 0,1 por ciento del valor total de la producción. Veamos otras características de los comienzos del desenvolvimiento industrial brasileño, para darnos una idea más clara de las bases económicas del nuevo movimiento social (obrero) que la industria hacía nacer.

Las inversiones industriales se expandieron a la producción de cemento, acero, papel y celulosa, productos de caucho, productos químicos, maquinaria y equipos, seda y rayón. Inversiones adicionales se hicieron también para el procesamiento ulterior de “nuevos” productos de exportación, como aceite de algodón, carne refrigerada y derivados cárneos, y para la modernización y expansión de la capacidad de producción de algunas de las industrial tradiciones, como textiles de algodón y de lana, azúcar, calzados, molienda de trigo y cervecerías. El desarrollo industrial brasileño se presentó, así, de modo convulsivo, como una especie de “saltos” impulsados más por presiones externas, originadas en las sucesivas coyunturas del mercado mundial, que por factores internos (crecimiento sistemático de la demanda interna de bienes de consumo y bienes de capital).

La concentración industrial era fuerte en los cuatro Estados del sudeste (con excepción de Minas Gerais, Pernambuco y Bahía, notándose también el crecimiento vertiginoso de la industria paulista, transformada en solo una década (la de 1910) en la mayor del país. En lo que hace a la composición de la producción, la industria textil, primera fase del nuevo proceso industrial, fue decreciendo en cuanto base de la industrialización, cediendo su lugar a la industria alimentaria según avanzaba la urbanización del país. La producción industrial, por otro lado, tendía a concentrarse en algunos centros, principalmente Rio de Janeiro y Sao Paulo. Con el tiempo, Sao Paulo se transformó en el centro industrial de Brasil y del movimiento obrero. Respecto de la concentración industrial paulista, Wilson Cano apunta que

“la economía cafetalera en Sao Paulo exigió tempranamente la institución del régimen de trabajo libre, a fin de que la acumulación del sector pudiera tener continuidad. La solución de ese problema por la inmigración no eliminaba solamente aquel freno a la expansión de los cafetales: hacía mucho más que eso, creando un mercado amplio para alimentos y productos industriales de consumo corriente, abriendo de esa forma excelentes oportunidades de inversión, tanto para el desenvolvimiento de una agricultura mercantil como para la industria (…)

“Esa inmigración, al ofrecer una superabundante oferta de fuerza de trabajo, permitió, además, la formación de un mercado de trabajo libre, que funcionó con bajas y flexibles tasas de salarios, resolviendo, muy temprano, el problema del suministro de fuerza de trabajo a la economía urbana que se desenvuelve a partir de la década de 1880. Por lo tanto, la naciente industria paulista, aunque subordinada por el capital cafetalero, se beneficiaba doblemente: recibía un mercado creado por el café y, al mismo tiempo, disponía de fuerza de trabajo barata y abundante. Café, agricultura, transporte, industria, comercio y finanzas crecían, así, dinámica e integradamente, ampliando de manera considerable el potencial de acumulación del complejo paulista. De esa forma, la economía paulista contó con amplias condiciones para su desarrollo, al contrario de lo que ocurría en el resto del país”.(8)

Huelgas, anarquismo y socialismo

En los centros industriales, el anarquismo ganó fuerza por la gran inmigración de trabajadores europeos entre fines del siglo XIX y principios del XX. Sin embargo, entre los activistas anarquistas más importantes se debe citar a José Oiticica (1882-1957); María Lacerda de Moura (1887-1945), anarquista y feminista; Domingos Passos; Florentino de Carvalho (1889-1947) y Edgard Leuenroth (18881968), todos ellos brasileños. Mediante la organización de sindicatos, los anarquistas buscaban obtener el control del mercado de trabajo. Si todos los miembros de una categoría profesional dada estuvieran asociados a un sindicato, los patrones no tendrían más alternativa que dirigirse a ese sindicato para negociar la contratación de trabajadores.

En el pasaje del siglo XIX al siglo XX, el movimiento obrero brasileño conoció una importante etapa de luchas. En 1886 se produjo la huelga de los empleados de comercio, en Río, para que se suprimiera el trabajo nocturno y el de los domingos. En 1891 se registró una huelga de los ferroviarios del Central, que paralizó todo el tráfico. En 1900 hubo una huelga de estibadores, en Rio, por aumento de salarios, organizada y dirigida por el Gremio Popular de los Estibadores. En ese año también fueron a la huelga por mayores salarios los zapateros, y duró dos meses. En 1901 se desencadenó la huelga de los trabajadores de la fábrica Tabacow, en Sao Paulo, por los atrasos en los pagos: “Esa huelga comenzó magníficamente pero acabó mal, por la actitud poco enérgica de nuestros compañeros en esa fábrica y por la falta de solidaridad entre ellos” (Linhares, 1977). En 1901 pararon los obreros de la fábrica Diodatto Leume & Cía, en Sao Paulo, por la regularización del pago de salarios. Los trabajadores de las canteras organizaron la huelga para que la jornada de trabajo se redujera de 12 a 10 horas.

En 1903 estalló, en Rio de Janeiro, la mayor huelga realizada hasta entonces en el país: 25 mil trabajadores textiles se declararon en huelga y durante veinte días permanecieron parados, exigiendo que la jornada de trabajo se redujera a 9 horas y media. Esa huelga fue derrotada. En ese año hubo una nueva huelga que abarcó a toda la corporación textil de Rio y adyacencias, y culminó con una victoria de los trabajadores, que consiguieron bajar a 9 horas y media la duración de la jornada de trabajo. También en 1903 hubo huelga de zapateros, en Rio, y una serie de movimientos huelguísticos en otros Estados, como el de los gráficos en Sao Paulo. En 1905 fue declarada la huelga de los ferroviarios de la Compañía Paulista, que contó con la solidaridad de los estudiantes de la capital. Durante esa huelga se produjeron manifestaciones callejeras y hubo varios choques con la policía. Ese mismo año, en Rio, entraron en huelga trabajadores de tranvías, los sombrereros, los zapateros, los textiles y los trabajadores de las canteras.

En 1906 se produjo, en Porto Alegre, la primera huelga general. Estuvieron a la vanguardia de esa lucha los marmolistas, y adhirieron los textiles, los de las canteras, los carpinteros, los pintores, los sastres, los carreros, los ebanistas y otros sectores obreros. La huelga duró 12 días. Los patrones fueron obligados a reducir la jornada de trabajo a 9 horas. En 1907 declararon en huelga, en Sao Paulo, los trabajadores de las canteras y los gráficos, y conquistaron la jornada de 8 horas de trabajo, al igual que en las canteras de Santos. También los metalúrgicos de la fábrica Ipiranga consiguieron reducir la jornada, en su caso a 9 horas. Desde entonces, el movimiento huelguístico fue creciendo constantemente.

El socialismo brasileño, como vimos, reconoce un desarrollo todavía anterior. El general de ejército Abreu e Lima, influido por los utopistas europeos, en especial por Gastón Leroux, publicó el libro El socialismo ya en 1845.(9) El naciente estamento militar estaba fuertemente influido por las doctrinas positivistas, incluidas sus variantes “sociales”. La historia del movimiento socialista en Brasil comenzó, por tanto, en la primera mitad del siglo XIX, cuando la economía nacional se basaba en el sector primario y el desarrollo de las ideas socialistas seguía aún más los principios liberales de la Revolución Francesa. El movimiento dio grandes pasos a partir de la proclamación de la República, justamente con el comienzo del desarrollo industrial en Brasil. Al final del siglo XIX surgieron los primeros partidos obreros, que tuvieron vida breve en medio de una fuerte represión. En esos años, Tobías Barreto fue el primer autor brasileño en hacer referencia, en artículos periodísticos, a la obra y la actividad de Karl Marx (la Asociación Internacional de Trabajadores, la AIT).(10) Décadas después, en 1902, 1909, 1912 y 1925 fueron creados, en diversos Estados de la Unión, partidos socialistas regionales, cuyos programas reflejaban una mixtura doctrinaria, alternando contenidos marxistas y humanitarismo.

A comienzos del siglo XX, sin embargo, el anarquismo y el anarcosindicalismo “antiautoritarios” eran las tendencias mayoritarias entre los obreros brasileños, y tuvieron su punto culminante con las grandes huelgas de 1917 en Sao Paulo, y las de 1918-1919 en Rio de Janeiro. Durante el mismo período, “escuelas modernas” se abrieron en varias ciudades, muchas de ellas por iniciativa de las agremiaciones obreras anarquistas. Los periódicos anarquistas y anarcosindicalistas trataron de sustentarse solo con contribuciones, pero sus militantes eran pocos y no tenían muchos recursos económicos. Pocos fueron los medios anarquistas que lograron publicar más de cinco números. A Terra Livre (La tierra libre), el periódico anarquista de mayor éxito antes de la I Guerra Mundial, publicó 75 números en cinco años.

En el proceso de formación de la clase obrera brasileña fue significativo el papel de los inmigrantes italianos y españoles (llamados “artesanos”), que traían de sus países de origen su experiencia sindical. Muchas publicaciones obreras de comienzos del siglo XX fueron escritas en italiano o en español, y contribuyeron, entre otras cosas, a valorizar la palabra “trabajador”, que tenía, en Brasil, un sentido despreciativo. Los trabajadores inmigrantes organizaban clubes, círculos, uniones y asociaciones con el objetivo de unir a los obreros. El gobierno promulgó la ley Adolfo Gordo, en 1906, que disponía la expulsión de cualquier obrero extranjero que se viera involucrado en las luchas de su clase (en 1904 se había aprobado en la Argentina la llamada “Ley de Residencia”, exactamente con los mismos objetivos). Desde el año 1891 se hicieron huelgas que, aunque no tenían proporciones “amenazadoras”, fueron duramente reprimidas.

El anarquismo, y el movimiento obrero en general, fueron mucho peor tratados por el Estado advenido con la República oligárquica que en el período precedente. Desde 1889 a 1919 la República fue expresión exclusiva del gobierno de los grandes hacendados de café y del predominio de los dos Estados más poderosos de la Federación: Sao Paulo y Minas. La “política del café con leche” se mantuvo prácticamente inquebrantable, incluso durante la presidencia del mariscal Hermes da Fonseca (1910-1914), cuando predominó políticamente la figura de Pinheiro Machado, presidente del Senado y representante de la oligarquía gaúcha. El PRP y el PRM (partidos republicanos paulista y mineiro, respectivamente) se alternaban en el poder sin grandes trastornos.

El proceso de industrialización, que crecía con la expansión de las exportaciones, tomó una nueva dirección a partir de la I Guerra. El primer efecto del conflicto bélico fue una drástica reducción de las inversiones industriales. La producción todavía se expandió en 1915/1916 con la utilización plena de la capacidad instalada, pero comenzó a declinar en 1917 y su crecimiento se tornó negativo al año siguiente, por la falta de materias primas, máquinas y equipamientos importados. La crisis económica provocada por la Gran Guerra acentuó la miseria. Con la eclosión bélica (1914-1918), el Brasil, cuya economía estaba volcada hacia el mercado externo, sufrió inmediatamente sus consecuencias. No solo porque, a partir de 1917, participó directamente del conflicto sino, sobre todo, porque la guerra desorganizó el mercado internacional y trajo nuevas dificultades para la exportación del café, cuyo precio declinó.

El viraje de 1917

Los nuevos movimientos sociales, inspirados por ideologías llegadas de Europa, coexistían con movimientos autóctonos, en sitios más lejanos a la industrialización. La crisis social y económica que sacudió al país era mucho más sentida en las regiones más pobres de la nación. En el sertão nordestino en particular, con sus sequías, sus coroneles con sus latifundios, siempre estuvo marcado por la tensión social. La disminución de las acciones “fisiológicas” del Estado, provocada por la disminución de sus recursos financieros, se reflejó en la bolsa de los “coroneles”, los jefes locales. El desempleo se acentuó mucho. Tanto los campesinos como los capangas perdían sus empleos. Fue en ese ambiente de extrema pobreza y violencia que se produjeron innumerables cangagos(11). Durante la década de 1920, los cangacos se desarrollaron por todo el interior del Nordeste. El poder público fue incapaz de contenerlos, lo que contribuyó significativamente a la crisis de la República oligárquica (o “República vieja”).

Esa crisis se manifestó paulatinamente y condujo a un cambio en la orientación del movimiento obrero y de los movimientos sociales en general. El origen de la crisis radicaba en la creciente insatisfacción del Ejército y de las clases medias urbanas, al tiempo que surgían tensiones en el propio seno de la clase dominante. Los militares, que se habían apartado de la vida política después del gobierno de Floriano Peixoto, reaparecieron en la campaña presidencial de 1909. En esa campaña, la cúpula militar se alió con la oligarquía gaúcha. Se manifestaban los primeros sacudones de la política del “café con leche” hasta entonces dominante. El Ejército reaparecía en el escenario de las disputas políticas en 1910, entonces subordinado a las poderosas oligarquías de Minas y Rio Grande do Sul. Apoyado por esas fuerzas, el mariscal Hermes da Fonseca fue lanzado a la candidatura presidencial. Rui Barbosa, su opositor, tenía el respaldo de Sao Paulo y Bahía, y basó toda su campaña en la idea “civilista” contra el ascenso militar, identificando a da Fonseca con el militarismo. Rui Barbosa fue derrotado, mientras da Fonseca, después de electo, se lanzó a la “política de las salvaciones”, consistente en la intervención federal a los Estados “indisciplinados”.

A pesar de la elección de Hermes da Fonseca y del papel destacado ejercido por Pinheiro Macado, presidente del Senado y jefe de la oligarquía gaúcha, después sostuvo su mandato en la antigua política, en el eje Minas-Sao Paulo. La crisis política reapareció en 1922,(12) en las elecciones para la sucesión de Epitácio Pessoa, cuando Minas Gerais y Sao Paulo resolvieron la cuestión nominando a Artur Bernardes (político mineiro) para la presidencia.

A diferencia de las experiencias comunitarias “toleradas” en el Imperio, en relación con el movimiento obrero urbano, el Estado, en este periodo, solo aparecía para reprimir huelgas: la cuestión social era “una cuestión de policía”, según las célebres palabras de Washington Luis. El orden establecido no reconocía ningún derecho en relación con el trabajo. Diputados y senadores, indiferentes a los problemas sociales, rechazaron proyectos de protección a los trabajadores, solicitados por sus representantes. Como los nuevos trabajadores eran en su mayoría extranjeros, no tenían derecho a asistir a las escuelas públicas ni acceder a la salud pública o a servicios sanitarios básicos. La Iglesia católica de la época era extremadamente conservadora y reproducía el discurso de las clases dominantes: el nacimiento de la fábrica, en Brasil, estuvo acompañado de bajos salarios y miseria social bajo todas sus formas.

En las primeras décadas del siglo XX, el movimiento obrero brasileño no hizo sino crecer. Según Edgar Carone: “Social y políticamente, el proletariado es una fuerza que se manifestó de modo lento. De origen agrario, luego se expande con la inmigración y desenvuelve una conciencia de tradición europea. Son anarcosindicalistas, socialistas, anticlericales, usando tácticas políticas de los movimientos italianos y españoles, donde Bakunin predominaba sobre Marx. Las primeras organizaciones, como el Partido Socialista Brasileño (1902) y la Confederación Obrera Brasileña (1908), reflejan esas concepciones. Los primeros diez años del siglo XX, además de mostrar cierta madurez organizativa en el proletariado de las grandes ciudades (sindicatos, partidos y periódicos), levantaron las exigencias de la clase contra los bajos salarios” (Carone, 1979).

Finalmente, la huelga general de 1917, en Sao Paulo, seguida por las huelgas de 1918 en Rio de Janeiro y Rio Grande do Sul, marcaron un momento en que la fuerza del movimiento obrero se manifestó con un impacto muy grande.

Esa irrupción había sido preparada por un crescendo importante del movimiento obrero: 111 huelgas se produjeron en Brasil entre 1900 y 1910; y 258 en el periodo 1910-1920, excluyendo la coyuntura 19171918. Boris Fausto, indagando en los años de 1917 a 1920, con datos restringidos a Sao Paulo y Rio de Janeiro, registra más de 200 huelgas obreras, con la participación directa de cerca de 300 mil trabajadores (Fausto, 1979).

Con el comienzo de la I Guerra Mundial, el Brasil se convirtió en exportador de productos alimenticios a los países de la “Triple Entente”; esas exportaciones se aceleraron a partir de 1915, y redujeron la oferta de alimentos disponibles para el consumo interno y provocaron alzas en sus precios. Entre 1914 y 1923 el salario subió un 71 por ciento, mientras el costo de vida había aumentado en ese periodo un 189 por ciento: eso representaba una caída de dos tercios en el poder de compra de los salarios. El salario medio de un trabajador era de cerca de 100 mil reis, mientras el consumo básico de una familia con dos hijos demandaba 207 mil reis. El trabajo infantil era generalizado.

El 9 de julio de 1917, una carga de caballería contra los trabajadores que protestaban a las puertas de la fábrica Mariangela, en Brás, derivó en la muerte del joven anarquista español José Martínez. Su funeral reunió una multitud que atravesó la ciudad acompañando el féretro hasta el cementerio de Ara^á, donde fue sepultado. Indignados y ya preparados, los operarios de la textil Cotonifício Crespi, con planta en Mooca, entraron en huelga y luego fueron seguidos por otras fábricas y barrios obreros. Almacenes fueron saqueados, tranvías y otros vehículos fueron incendiados y se levantaron barricadas en las calles. La paralización de 1917, comenzada en el sector fabril, se propagó rápidamente y afectó el área portuaria y el interior, involucrando a cerca de 50 mil trabajadores. Las principales reivindicaciones eran el aumento de salarios, la prohibición del trabajo infantil, jornada de 8 horas, garantía de empleo y derecho de asociación. El gobierno reprimió el movimiento con todos los recursos de que disponía: movilizó policía, tropas militares y hasta la Marina de Guerra.

Las demandas de la huelga, publicadas en A Plebe (La plebe) el 21 de julio de ese año, incluían: “Que sean puestos en libertad todos los detenidos con motivo de la huelga; que sea respetado del modo más absoluto el derecho de asociación de los trabajadores; que ningún trabajador sea despedido por haber participado activa y ostensiblemente en el movimiento huelguístico; que sea abolida de hecho la explotación del trabajo de menores de 14 años en fábricas, oficinas, etc.; que sea abolido el trabajo nocturno de las mujeres; aumento del 35 por ciento para los salarios inferiores a 5.000 pesos y del 25 por ciento para los más elevados; que el salario sea pagado puntualmente cada 15 días o, a más tardar, cinco días después del vencimiento; que les sea garantizado a los obreros trabajo permanente; jornada de 8 horas y semana inglesa (o sea, de 40 horas)”.

El grito de guerra de “huelga general” se esparce por todas las esquinas. Durante la I Guerra Mundial la economía brasileña, que atendía apenas el 5 por ciento de las necesidades de consumo del país, enfrentó una escasez y carestía inéditas: la presión de la carestía de la vida, de los bajos salarios, crearon un escenario explosivo. Los trabajadores textiles, en especial las mujeres, fueron los protagonistas principales de las huelgas. Frente al endurecimiento de la política patronal, iniciaron un proceso de lucha; el locaut patronal y la represión policial fueron enfrentados en las calles por los trabajadores organizados. La Liga Obrera de Mooca, que participaba de la organización de los textiles, respondió negativamente, en mayo de 1917, en vísperas de la huelga general, a un llamado de un centro socialista que pretendía “hacerse cargo de cuestiones organizativas de la acción obrera, con el objetivo, si es necesario, de preparar una huelga general”.

La expresión política de las reivindicaciones de los trabajadores fue hecha por medio del Comité de Defensa Proletaria, liderado por figuras del anarcosindicalismo como Edgard Leuenroth y Gigi Damiani, y con la participación de socialistas partidarios del movimiento, como el periódico Avanti!, editado en italiano. Afirmaba el Comité -en el periódico A Plebe del 21 de julio de 1917- que “en otras partes, en otros países, lo que pide el Comité de Defensa Obrera -un comité que se considera subversivo- habría sido propuesto por las propias clases conservadoras como medida de defensa de sus propios intereses”.

En ese sentido, “la burguesía industrial paulista, el sector más astuto de las clases dominantes, advirtió que la pura represión no acabaría con el conflicto. Se formó entonces una Comisión de Jornaleros (todos de grandes empresas) que serviría de mediadora entre operarios y patronos. Los grandes empresarios aceptaron una serie de reivindicaciones. El presidente del Estado y el prefecto de Sao Paulo prometieron, por parte del gobierno, fiscalizar las condiciones de trabajo de mujeres y menores, el precio y la calidad de los productos alimenticios y liberar a los obreros presos. Los empresarios concederían un 20 por ciento de aumento salarial y prometieron no despedir huelguistas. El 15 de julio, en grandes mítines obreros en Brás, Lapa e Ipiranga, la masa huelguista aceptó el compromiso de la patronal, a partir de la propuesta de regreso al trabajo llevada por el Comité de Defensa Proletaria” (Leonardi y Foot Hardman, 1982).

Unos 70 mil trabajadores se habían adherido al movimiento. El líder del Comité de Defensa Proletaria, Edgard Leuenroth(13), escribió: “La situación se volvía cada vez más grave con los choques entre la policía y los trabajadores. El Comité de Defensa Proletaria, solo venciendo toda suerte de dificultades conseguía hacer apresuradas reuniones en diversos puntos de la ciudad, a veces bajo la impresión del ruido de tiroteos en las inmediaciones. Se hacía indispensable un encuentro de los trabajadores para tomar una resolución decisiva. Surgió, entonces, la sugerencia de convocar a una asamblea general ¿Cómo y dónde? ¿Cómo vencer los cercos de la policía? Pero la situación, que se desarrollaba con la misma gravedad, exigía su realización. El peligro de que los trabajadores quedaran expuestos se estaba transformando en una sangrienta realidad por los ataques de la policía en todos los barrios de la ciudad, y varios trabajadores ya habían sido víctimas de esa reacción, por el único crimen de reclamar su derecho a la sobrevivencia…

“El mitin fue hecho. El Brás, el barrio donde había empezado el movimiento, fue el punto de encuentro más indicado, y tuvo por local el vasto recinto del antiguo Hipódromo de Mooca. Fue indescriptible el espectáculo al que asistió entonces la población de Sao Paulo, preocupada por la gravedad de la situación. De todos los puntos de la ciudad, como verdaderos caudales humanos, caminaban las multitudes en busca de ese local que, durante mucho tiempo, había servido de pasarela para la ostentación de dispendiosas vanidades, justamente en ese rincón de la ciudad habitualmente nublado por el humo de las fábricas, en aquel instante vacías de trabajadores que se reunían allí para reclamar su derecho indiscutible a un más alto nivel de vida. No corresponde describir aquí cómo se desarrolló aquel mitin, considerado una de las mayores manifestaciones que registra la historia del proletariado brasileño. Baste decir que la inmensa multitud decidió que el movimiento solamente cesaría cuando sus reivindicaciones, sintetizadas en el memorial del Comité de Defensa Proletaria, fueran atendidas”.

En un editorial de la época de O Estado de Sao Paulo se lee: “La torre de los privilegios se derrumbaba. La hacía temblar en sus cimientos seculares la teoría socialista, la equivalencia, no reconocida pero ya victoriosa, del capital y el trabajo. Los capitalistas bien aconsejados no ignoran, y los gobiernos cautos lo han notado suficientemente, que ambos grupos se armonizan y colaboran en procura de una solución sin conflictos violentos con una fuerza que se presenta revestida de una pujanza invencible”.

El balance del movimiento de 1917-1918 que hace Astrojildo Pereira, activista anarcosindicalista y futuro fundador del PCB (1922), publicado en A Plebe del 4 de junio de 1921, dice: “La organización por oficios, localista y federalista, forma una verdadera polvareda de núcleos dispersos, donde las energías, al revés de lo que ocurre cuando se concentran en un bloque homogéneo, se desperdician infructuosamente y, lo que es más grave, se empequeñecen en un estrecho espíritu corporativista. Hemos visto los resultados de tal sistema: la fragilidad de cada sindicato, la fragilidad general de las federaciones ante la fuerza compacta y agresiva del enemigo. Los ataques de fracción de las masas dispersas del proletariado contra ese bloque solo sirven para el aniquilamiento fraccional, aunque gradual y constante, del proletariado”.

Aunque limitada a las regiones industrializadas, la huelga, en las localidades en que se hizo efectiva, tuvo un grado de adhesión impresionante. La respuesta del Estado también fue impresionante. La legislación trataba como a un crimen toda acción anarquista. Extranjeros involucrados con esa ideología eran extraditados. Los anarquistas brasileños eran detenidos y humillados en público. Durante el gobierno de Artur Bernardes la represión general se hizo abierta. Censura a la prensa, torturas y asesinatos se volvieron frecuentes. La realidad social y política del país, sin embargo, cambiaba para siempre. Los patrones dieron un aumento inmediato de salarios y prometieron estudiar las demás exigencias. La gran victoria fue el reconocimiento del movimiento obrero como una instancia legítima, obligando a los patrones a negociar los proletarios y a tenerlos en cuenta en sus decisiones. En 1918, la Cámara de Diputados creó una Comisión de Legislación Social, encargada de elaborar leyes específicas de protección a los trabajadores. Entre esas leyes se incluyó la de accidentes de trabajo y los feriados remunerados. Los patrones se resistieron aún a la idea de esas leyes, pero de todos modos fueron aprobadas. El “fantasma de la revolución” apareció en 19171918 en Sao Paulo y Rio de Janeiro,(14) sin olvidar la Revolución Rusa en octubre de ese mismo año y su impacto internacional (Bandeira, 2004).

Conclusión

Se ha dicho durante largo tiempo que la decadencia del movimiento anarquista se debió al fortalecimiento de las corrientes del socialismo marxista, con la creación del Partido Comunista Brasileño (PCB) en 1922. En esa fundación tomaron parte ex integrantes del movimiento anarquista que, influidos por el éxito de la Revolución Rusa, decidieron fundar un partido semejante al bolchevique. Las investigaciones indican, por el contrario, que la influencia anarquista en el movimiento obrero creció después de 1922: solo la represión del gobierno de Artur Bernardes hizo disminuir la influencia de las ideas anarquistas en el movimiento obrero. El presidente Bernardes fue responsable por campos de concentración y centros de tortura, en los cuales murieron militantes libertarios (uno de ellos fue el de Clevelandia, en Oiapoque, en el extremo norte del país, la abrasadora región ecuatorial. Pero fue durante el gobierno de Getulio Vargas que el movimiento anarcosindicalista recibió el golpe político fatal, debido al surgimiento de los sindicatos controlados por el Estado y por las nuevas persecuciones políticas. Hasta la primera mitad de la década de 1930, el anarquismo permaneció como una ideología influyente entre los trabajadores brasileños.

Entre mediados del siglo XIX y la crisis de 1929-1930, es decir durante tres cuartos de siglo, se desenvolvió en Brasil un movimiento obrero inicialmente aislado pero cada vez más fuerte y dinámico, que contuvo corrientes socialistas y anarquistas (además de grupos nacionalistas). Su particularidad, en el marco latinoamericano y mundial, fue actuar en un cuadro histórico que colocaba, como problemas inminentes, la cuestión de la democracia (durante la monarquía y durante la República oligárquica y censataria), la cuestión de la unidad nacional y, sobre todo, la cuestión de la abolición de la esclavitud, cuestiones que tenderían a subordinar la “cuestión social”. Sus dirigentes, sus teóricos y corrientes políticas, no dejaron de ubicar los problemas de la orientación política del movimiento obrero en las condiciones peculiares, excepcionales del escenario mundial.

Al mismo tiempo, el movimiento obrero y socialista fue extremadamente activo, y creó tradiciones políticas y organizativas que obligaron a sucesivas transformaciones de la política estatal ante la llamada “cuestión social”. El desenvolvimiento histórico ulterior del país, el desarrollo del propio movimiento obrero, son incomprensibles sino a la luz de la actividad de los trabajadores, así como de la actividad socialista y anarquista en la segunda mitad del siglo XIX y en el primer cuarto del siglo XX. Los problemas que presentaron en ese período para el proletariado militante, no dejaron de hacerse presentes, en nuevas condiciones pero conservando una profunda identidad, en las décadas posteriores, y llegan hasta los días actuales. Su estudio no es, por lo tanto, un pasatiempo reservado a historiadores, sino una fuente de reflexiones y lecciones que conservan su vigencia hasta el presente.

Osvaldo Coggiola es militante del Partido Obrero y activista del sindicalismo universitario de Brasil. Historiador y profesor de la Universidad de San Pablo; es autor, entre otros libros, de Historia del trotskismo argentino y latinoamericano, El capital contra la historia (génesis y estructura de la crisis contemporánea) y La revolución china.

NOTAS

1. El 20 de febrero de 1890 zarparon de Génova cerca de 150 anarquistas italianos. Llegados a la meseta de Campos Gerais, instalaron el que sería el núcleo “Cecilia” en abril de 1890. Los anarquistas italianos se concentraron en una gran agricultura regional, otros fueron contratados por el gobierno para la construcción del camino real de Serrinha Santa Bárbara y con los salarios semanales que recibían auxiliaban a sus compañeros de la Colonia. Construyeron una barraca colectiva para instalar a las familias provisoriamente, y enseguida cada una empezó a levantar su propia casa. Era un contingente de casi trescientas personas. La agricultura y la ganadería no producían lo suficiente para el sustento de los colonos; además, buena parte de ellos era de origen obrero, sin conocimientos agropecuarios para conseguir una producción en mayor escala. A los artesanos se les asignaron tareas semejantes a las que habían realizado en el pasado. Aquellos colonos labraron más de 80 acres de tierra, en el área que les fuera cedida por el emperador Pedro II poco antes de la proclamación de la República, y construyeron más de 10 kilómetros de carretera. En 1892, siete familias decidieron regresar a Italia; esa primera desagregación fue seguida por otras, hasta que la colonia quedó reducida a apenas veinte personas al final de ese mismo año. Los colonos comenzaron a emigrar a Curitiba: eran médicos, ingenieros, profesores, intelectuales y obreros, además de campesinos. Nuevos colonos llegaron y dieron comienzo a la vitivinicultura y a la fabricación de zapatos y barriles. Fue en ese periodo que zapateros oriundos de la colonia cumplieron un papel destacado en los comienzos del movimiento obrero en el Estado. El experimento de la colonia terminó por varios motivos. El principal fue la pobreza material, que llegó a condiciones de miseria. Hubo también hostilidad contra ellos de la vecina comunidad polaca, fuertemente católica. El clero y las autoridades locales promovieron el aislamiento de los anarquistas. Hubo también enfermedades vinculadas con la desnutrición y la falta de condiciones sanitarias adecuadas. Además, había una gran demanda de mano de obra en las ciudades vecinas, especialmente en Palmeira, Puerto Amazonas, Punta Grossa, además de la capital paranaense, que atrajo a los miembros de Colonia. Otras familias llegaron a la Colonia, atraídas por la propaganda que difundía la prensa socialista europea, pero eso no fue suficiente para sostenerla. Colonia Cecilia se extinguió finamente en 1893 (Gosi, 1977).

2. El “voto censitario”, establecido por la Constitución brasileña de 1824, solo otorgaba derecho de voto a quienes cumplieran ciertos requisitos económicos. Fue abolido recién por la Constitución de 1891, de modo que estuvo vigente durante todo el periodo monárquico (nota del traductor).

3. “Quilo” es kilogramo en portugués. Nota del traductor.

4. Antônio Evaristo de Morais (1871-1939) fue picapleitos, abogado criminalista e historiador brasileño. En 1890 participó de la construcción del Partido Obrero, primer agrupamiento partidario de carácter clasista y socialista de la historia de Brasil. Hizo su estreno jurídico en 1894, trabajando en el estudio Silva Nunes e Ferreira do Faro. Después de 23 años de práctica forense, a los 45 años de edad, se graduó finalmente en Derecho. Fue cofundador de la Asociación Brasileña de Prensa en 1908. En la década de 1910 trabajó en la defensa de los marineros rebelados en la Revuelta de Chibata. Se hizo célebre la campaña por la amnistía de los presos, que solo suspendieron la revuelta con la promesa, jamás cumplida, del gobierno de no tomar represalias contra los rebeldes. Fue abogado defensor de João Cândido Felisberto, el marinero conocido como “Almirante Negro” por su formidable visión estratégica en la conducción de la rebelión de los marinos. En 1902, participó de la fundación del Partido Socialista, y fue el principal responsable de su participación en la Internacional Socialista. Evaristo se hizo notable en la defensa de la tesis de que los intelectuales de izquierda tenían la obligación revolucionaria de aliarse con la clase obrera para ayudarla a intervenir en la vida política. Se especializó en la defensa legal de los trabajadores. Gracias a su histórica defensa de los derechos laborales integró el Ministerio de Trabajo, innovación creada por Getulio Vargas, y colaboró en la redacción de la Consolidación de las Leyes del Trabajo (CLT).

5. Víctor Alba, intentando establecer una “teoría general” del conjunto de la historia del movimiento obrero latinoamericano, distinguió cuatro etapas en la formación de las “ideologías obreras” en nuestro continente: a) la importación (socialistas utópicos); b) la inmigración (exiliados de revoluciones europeas); c) la naturalización (“las distintas organizaciones obreras, aunque emplean la retórica importada por los exiliados europeos aprendida en las obras de algunos liberales, adoptan esas ideas, en sus programas y en su acción, para utilizarlas en la realidad latinoamericana”; d) la formación de una doctrina propia (“surge la necesidad de una interpretación propia de la realidad latinoamericana” (Alba, 1964). La teoría del “exotismo” del pensamiento socialista en la realidad latinoamericana solo puede tener una validez limitada en el periodo en el cual la difusión de las ideas no traspasaba el estrecho círculo de los inmigrantes europeos.

6. Silverio Martins Fontes (1858-1928). Nacido en San Cristóbal, entonces capital de Sergipe, ingresó en la Facultad de Medicina de Bahía; terminó de cursar en la Facultad de Medicina de Río de Janeiro y defendió una tesis sobre infecciones hospitalarias muy avanzada para su tiempo. Se mudó en 1881 a Santos, donde comenzó a ejercer su profesión, al tiempo que se convertía en un gran líder social. Trabajó en el Hospital de Caridad, donde permaneció hasta 1901. Presidió la Santa Casa de Santos y colaboró en el Asilo de Huérfanos. Además de médico y periodista, fue un intelectual y sociólogo que reunía en su residencia a hombres cultos, republicanos y abolicionistas. Fundó el Centro Socialista de Santos y el periódico A Questão Social, divulgador del socialismo en el Brasil. Escribió también el Manifiesto Socialista, de repercusión nacional. Su hijo, José Martins Fortes, fue uno de los mayores poetas de su generación y fundó una editorial paulista existente hasta hoy.

7. Antonio Piccarollo, militante y fundador del Partido Socialista Italiano en 1892, fue uno de sus intelectuales prominentes y dirigió periódicos y sindicatos vinculados con el partido. En 1904 fue invitado por el Partido Socialista Italiano, sección de São Paulo, a dirigir el periódico Avanti!, publicado en lengua italiana en una ciudad brasileña. Ya en Brasil, en 1908, publicó El socialismo en Brasil, libro en el que intentaba adaptar el marxismo al país y defendía la inmigración italiana como la más adecuada para el desarrollo económico y social brasileño. Dirigió diversos órganos de comunicación: Il Secolo (1906-1910), La Rivista Coloniale (1910-1924), La Difesa (1923-1926) y Il Risorgimento (1928). Fue también colaborador de O Estado de São Paulo. En los años 20 lideró la oposición antifascista de los italianos de São Paulo. Fundó la Facultad Paulista de Letras y Filosofía en 1931 y fue uno de los primeros profesores de la Escuela Libre de Sociología y Política, donde trabajó hasta 1946. Parte de la documentación recopilada por él como periodista y profesor se encuentra en el Archivo Edgard Leuenroth desde 1974. El Instituto Cultural Ítalo-Brasileño, de São Paulo, institución de la que también fue uno de los fundadores, mantiene igualmente un Archivo Antonio Piccarollo. Murió en su casa del barrio de Santo Amaro, en São Paulo, en 1947, dejando más de cuatro decenas de libros publicados (De Moraes Hecker, 1996).

8. Cano apunta, como ejemplos, a la amazonia, con su típica “economía de dispensas”; al Nordeste, por sus precarias relaciones capitalistas de producción y por su concentrada estructura de propiedad y de renta; el extremo Sur, por la forma de producción de la economía campesina, que fragmentaba el excedente generado por una industria constituida, también, por la pequeña y mediana empresa; la región de Rio de Janeiro, por la decadencia cafetalera y la precariedad de su agricultura; Minas Gerais, por su industria dispersa y desconcentrada que, aunque protegida por los costos del transporte, sufría las limitaciones de su propio mercado (Cano, 1977).

9. José Inacio Abreu e Lima (1794-1869) fue militar, político, periodista y escritor. Aunque brasileño de nacimiento, tuvo participación destacada en las guerras de independencia de la América española. Debido a eso, es conocido como “general Abreu e Lima”, por haber sido uno de los generales de Simón Bolívar, líder de la independencia de la América hispana. Abreu e Lima salió de Brasil en 1818, después de la ejecución de su padre, el padre Roma (ex sacerdote que abandonó los hábitos para casarse) en 1817, debido a su participación en la Revolución Pernambucana. En aquellos tiempos, las ordenanzas del reino no limitaban sus castigos a los reos de crímenes de lesa majestad: también imputaban a sus familiares hasta la segunda generación. Joven militar, la ejecución de su padre en aquellas condiciones sepultaba su carrera en Brasil, se incorporó así al ejército de Bolívar con grado de capitán, y participó en las batallas decisivas de la lucha por la liberación de Venezuela y Colombia. Abreu e Lima es considerado uno de los héroes de la independencia de Venezuela, y tiene mayor reconocimiento en ese país que en Brasil. Con la muerte de Bolívar, y sin reconocimiento de su grado por parte del gobierno de Santander, que lo sucedió, abandonó Colombia. Estuvo en los Estados Unidos, en Europa y, enseguida, retornó a Brasil y fijó su residencia en Rio de Janeiro. En 1844 retornó a Pernambuco. Fue apresado bajo acusación de haber participado en la Revuelta Praieira, en 1848. En cuanto a ese episodio, existen divergencias sobre su actuación. Algunas fuentes aseguran que él no participó efectivamente en esa revuelta, pero fue involucrado por la actuación de sus hermanos, que sí participaron. Por esa razón, después fue declarado inocente de aquella acusación. Otras fuentes afirman que se involucró en esos hechos y luego fue amnistiado por el gobierno imperial.

10. Tobías Barreto de Meneses (1839-1889) fue filósofo, poeta, crítico y jurista brasileño, vinculado con la Escuela de Recife, un movimiento filosófico calcado del monismo y el evolucionismo europero. Influido por el espiritualismo francés, pasó después al naturalismo de Haeckel y Noiré. En 1870 defendió el germanismo contra el predominio de la cultura francesa en Brasil. Fundó el periódico Deutscher Kämpfer (Luchador alemán), de poca repercusión. Escribió también Estudios alemanes, para la difusión de la germanística, e inició un movimiento denominado “condoreirismo hugoano” en la poesía brasileña.

11. Se llamó así a los levantamientos agrarios en el Nordeste, de campesinos sin tierra expulsados por las sequías y el hambre, que se sublevaban contra el poder de los “coroneles” (latifundistas) nordestinos. Esas insurrecciones comenzaron a fines del siglo XIX y se extendieron hasta la década de 1940 (nota del traductor).

12. El descontento ante la oligarquía dominante alcanzó su auge con las revueltas “tenientistas”, que tuvieron sus focos principales en Río Grande do Sul (1923) y San Pablo (1924). En Río Grande do Sul, la revuelta tenientista tuvo el apoyo inmediato de la disidencia oligárquica de la Alianza Libertadora y se expandió hacie el norte, a Santa Catarina y Paraná. En San Pablo, la revuelta se desencadenó bajo la jefatura del general Isidoro Dias Lopes, que no pudiendo soportar las presiones de las tropas legalistas, marchó al sur y se encontró con las tropas gaúchas lideradas por Luis Carlos Prestes y Mario Fagundes Vareala. Los principales nombres de ese movimiento fueron Juarez Távora, Miguel Costa, Siqueira Campos, Cordeiro de Farias y Luis Carlos Prestes. Este último, más tarde, se desvinculó del movimiento para ingresar en el Partido Comunista de Brasil, y se convirtió en su principal dirigente. Se formó así, en 1925, la célebre Columna Prestes, que durante dos años recorrió cerca de 24.000 kilómetros y obtuvo varias victorias ante las fuerzas legalistas. Inútilmente trató de sublevar las poblaciones del interior contra Bernardes y la oligarquía dominante. Con el fin del mandato de Artur Bernardes, en 1926, la Columna entró en Bolivia y, finalmente, se disolvió.

13. Edgard Frederico Leuenroth (1881-1968) fue tipógrafo, periodista, archivista y propagandista, y uno de los más notables activistas anarquistas del periodo de la Primera República brasileña. Fundó diversos periódicos y colaboró en otros, en diferentes funciones. Estuvo involucrado con la publicación de los periódicos O Boi (El buey), O Alfa, Folha do Braz (Hoja de Brás), O Trabalhador Gráfico (El trabajador gráfico), Portugal Moderno, A Terra Livre (La tierra libre), A Luta Proletária (La lucha proletaria), A Folha do Povo (La hoja del pueblo), A Lanterna (La linterna), A Guerra Social, O Combate, A Capital, Eclectica, Spartacus, A Plebe, Romance Jornal, Jornal dos Jornaes (Periódico de los periódicos), A Noite (La noche), Ação Libertaria (Acción libertaria) y Ação Direta (Acción directa). Fue también fundador de diversas entidades vinculadas con la prensa, entre ellas el Centro Tipográfico de San Pablo, la Unión de Trabajadores Gráficos, la Asociación Paulista de Prensa y la Federación Nacional de Prensa. En 1917 fue juzgado y condenado como uno de los organizadores de la huelga general. Fue responsable de la constitución de uno de los mejores archivos existentes sobre la memoria de los movimientos obrero y anarquista, hoy bajo los cuidados de la Universidad de Campinas, que lleva su nombre. El autor de este trabajo tuvo el honor de ser uno de los constructores de ese archivo en su periodo inicial.

14. “Habremos de demostrar que la revolución social no es una utopía”, dice Carlos Dias, miembro de la Unión Gráfica, en su discurso durante un acto público el 1° de Mayo de 1918.

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Traducción: Alejandro Guerrero

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