Gramsci: Una lectura crítica de su legado teórico y político

La contribución teórica fundamental de Gramsci es la que él elaboró en su Cuadernos de la cárcel, escritos en los años que pasó en prisión bajo el régimen fascista de Benito Mussolini (1883-1945). Las primeras notas son de 1929, casi tres años después de su detención y un año después de su condena. Desde entonces y hasta 1935, cuando sus precarias condiciones de salud le impidieron definitivamente trabajar, Gramsci escribe 29 cuadernos escolares y otros cuatro con ejercicio de traducción… La redacción de estos textos se hizo bajo las difíciles condiciones de su cautiverio, lo cual explica que, después de una primera redacción, el revolucionario italiano se haya tomado el trabajo de rehacer y agrupar temáticamente la primera de sus elaboraciones en sus llamados “Cuadernos especiales”. Gramsci tenía plena conciencia del carácter circunstancial de la obra que había compuesto hasta el momento, que de un modo general se integraba con artículos breves, informes políticos y notas periodísticas. Apenas llegado a prisión les escribió a sus familiares y les comunicó su propósito de desarrollar un trabajo más sistemático, que no pudo concluir: así, su obra conserva un carácter fragmentario pero, aun con esas limitaciones, se pruebe observar en ella, con claridad, el lineamiento fundamental de su cuerpo teórico.

Su obra permaneció durante varias décadas relativamente en el olvido. Su redescubrimiento coincidió con el auge del llamado “eurocomunismo” a mediados de los años ’70. Los grandes partidos comunistas de Occidente pretendieron encontrar en la obra de Gramsci un respaldo teórico a sus propias posiciones, que se abrían paso en el marco de la crisis del estalinismo y de las poderosas tendencias centrífugas que se desarrollaban en el movimiento comunista internacional. El hecho de que el revolucionario italiano hubiera sido uno de los fundadores y dirigentes del principal PC de Occidente fue un acicate adicional para tomarlo de punto de referencia, tratando de reivindicar “raíces autóctonas” en el movimiento eurocomunista.

El interés por Gramsci, de todos modos, no se circunscribió al campo estalinista. Otras vertientes, como la que tuvo su principal asiento en Inglaterra, se empeñaron por interpretar la obra de Gramsci con otras lentes. Hay textos valiosos en ese terreno, que dan cuenta de sus ambigüedades y contradicciones y que contribuyeron a una crítica a sus premisas políticas y teóricas.

A partir de ese momento, el cuerpo de ideas gramsciano fue recogido y reivindicado por corrientes disímiles y contradictorias, desde tendencias democratizantes hasta corrientes nacionalistas y autonomistas. La identificación con Gramsci ha llegado hasta la izquierda radical: actualmente hay corrientes que se declararan trotskistas y ensalzan los aportes de Gramsci, y destacan los puntos de contacto y la convergencia del pensamiento de Gramsci con el de Trotsky y Lenin.

 

El planteamiento de Gramsci

Gramsci se interroga sobre la derrota de la Revolución en Occidente (los estallidos revolucionarios que conmovieron a Europa habían terminado en frustraciones). El dirigente italiano sostuvo que ese desenlace tenía que ver con la ausencia de una comprensión de por parte de los partidos revolucionarios de la solidez con que la burguesía había logrado afirmar y consagrar su hegemonía en las sociedades capitalistas desarrolladas. Esta circunstancia imponía la necesidad de un cambio en la estrategia de la Internacional Comunista. La guerra de maniobras -que identifica con el asalto final al poder en Rusia era, según Gramsci, inapropiada para las naciones avanzadas (Occidente) y debía ser reemplazada por una guerra de posiciones. Una batalla escalonada y de más largo aliento para ocupar espacios “progresivamente”, idea que intentaba guardar alguna analogía con el arte militar: la guerra de maniobra o de movimiento equivale a un ofensiva expeditiva y directa para someter el adversario, mientras que la de posiciones está asociada con la lucha de trincheras, que fue el escenario que prevaleció en las batallas que enfrentaron a las potencias en pugna durante la Primera Guerra Mundial.

En los Estados avanzados -señala el autor de los Cuadernos…– “la ‘sociedad civil’ se ha convertido en una estructura muy compleja y que resiste las ‘incursiones’ catastróficas del elemento económico inmediato (crisis, depresiones, etc.). Las superestructuras de la sociedad civil son como el sistema de trincheras de la guerra moderna. En la guerra puede tener lugar, a veces, un feroz ataque de artillería que parece haber destruido todo el sistema de defensa enemigo y sólo ha destruido de hecho la superficie externa del mismo; y, en el momento de su avance y ataque, los asaltantes se encuentran frente a una línea de defensa todavía efectiva. Lo mismo ocurre en política durante las grandes crisis económicas. Una crisis no puede dar a las fuerzas atacantes la capacidad de organizarse con fulgurante rapidez, en el tiempo y el espacio; aún menos puede dotarlas de espíritu de lucha. Similarmente, los defensores no están desmoralizados ni abandonan sus posiciones, ni siquiera entre escombros, ni pierden la fe en sus propias fuerzas o en su futuro. Las cosas, por supuesto, no permanecen como estaban; pero desde luego que no se encontrará el elemento de rapidez, de ritmo acelerado, de definitiva marcha hacia delante (…). El último acontecimiento de este tipo en la historia de la política fueron los acontecimientos de 1917. Estos marcaron un punto de inflexión en la historia del arte y la ciencia de la política”.1

Al seguir esa línea de razonamiento, Gramsci hace una distinción en las formas de dominación entre Oriente y Occidente. El revolucionario italiano le da un nuevo alcance a la categoría hegemonía, que hasta ese entonces había sido usada para identificar las relaciones entre la clase obrera y el campesinado, y que Gramsci va a extender a las relaciones entre la clase dirigente y dominante y la clase explotada y sometida. Mientras que la hegemonía es establecida a través de la coerción encarnada en el Estado, en las metrópolis occidentales lo que predomina es el consentimiento, asociado con la sociedad civil, su aparato e instituciones. El contraste en el peso del Estado y la sociedad civil en uno y otro fue sintetizado por Gramsci en su célebre sentencia en que subraya que en Oriente “el Estado es todo”, en tanto en Occidente lo que prevalece sería la sociedad civil.

Esta lectura que hace el autor de los Cuadernos… es errónea. Aquí vale traer a la memoria las reflexiones de Amadeo Bordiga, otro de los dirigentes del PC italiano, quien, en este punto (se debe tener en cuenta, entre otras cosas, la propia experiencia de Italia que asistía al advenimiento del fascismo), tuvo una visión más lúcida que la de Gramsci.

Bordiga capta el doble carácter esencial del Estado capitalista: era más fuerte que el Estado zarista porque descansaba no sólo en el consenso de las masas; también en un aparato represivo superior. “El aparato represivo de cualquier Estado capitalista moderno es superior al del zarismo por dos razones. En primer lugar, porque las formaciones sociales de Occidente están mucho más avanzadas industrialmente, y esta tecnología se refleja en el mismo aparato de violencia. En segundo lugar, porque las masas consienten típicamente este Estado con la creencia de que ellas lo gobiernan. Posee, por lo tanto, una legitimidad popular y un carácter mucho más fiable para el ejercicio de la represión que el del zarismo en su decadencia, reflejado en la mayor lealtad y disciplina de sus tropas y policía, servidores jurídicamente no de un autócrata irresponsable sino de una asamblea elegida. Las claves para el poder del Estado capitalista en Occidente se basan en esta superioridad conjunta”.

 

Economía y política 

Las reflexiones de Gramsci no pueden disociarse de las vicisitudes que vivía el movimiento comunista internacional. Gramsci reacciona contra la política del “tercer período” llevada adelante por la III Internacional. Impugna el ultraizquierdismo inspirado en la caracterización de que era la hora de la “ofensiva revolucionaria”, que condujo a los partidos comunistas al aventurerismo y una política irresponsable.

En contraposición a esa orientación, Gramsci advertía sobre la capacidad de resistencia del poder burgués en el capitalismo avanzado, apoyado en una poderosa superestructura ideológica. De este hecho, el dirigente italiano hacía hincapié en la necesidad de conquistar el apoyo de los trabajadores e impulsaba el frente único, como herramienta para obtener la adhesión de las masas.

Eso es válido cien por ciento. En este punto Gramsci se inspira y reproduce los planteos que ya había hecho el propio Lenin tempranamente, en 1921. El dirigente bolchevique sacó un balance de la oleada revolucionaria que había sido abortada e impulsaba la táctica de frente único, para lo cual convocaba a la unidad de clase a las direcciones socialdemócratas, que seguían gozando de la confianza de los trabajadores, para enfrentar a la burguesía.

Pero Gramsci, en su arremetida contra el ultraizquierdismo, termina por negar las tendencias al derrumbe del capitalismo. El líder italiano polemiza contra el “catastrofismo”, considerado por él como una desviación “economicista”. Ya en 1926, antes de su encarcelamiento, Gramsci observaba: “En los países de capitalismo avanzado, la clase dominante posee reservas políticas y organizativas que no poseía, por ejemplo, en Rusia. Es significativo que ni siquiera las gravísimas crisis económicas tienen repercusiones inmediatas en el campo político”.

Con esa línea de razonamiento, Gramsci tira el agua sucia con el bebé adentro. La tesis de ofensiva final y la “revolución a la vuelta de la esquina” es identificada por él con la teoría del derrumbe capitalista. Aunque Gramsci nunca negó que la base económica, en última instancia, gobernaba el metabolismo social y los procesos políticos, sus reflexiones van en sentido contrario, al colocar el acento unilateralmente en la superestructura política. “No se puede comparar -dice Gramsci- el papel determinante de los fenómenos económicos en una formación carente de sociedad civil (…) Con ese papel en una formación con una rica sociedad civil”.3

Con el argumento de combatir el economicismo, su análisis es incapaz de apreciar la centralidad y el carácter explosivo de las crisis capitalistas.

Al romperse la relación dialéctica entre economía y política, las crisis como tales pierden su potencial revolucionario. Se habla de la capacidad de atenuación de las contradicciones económicas por parte de la superestructura, olvidando el hecho que el proceso económico y político es una avenida con varios carriles y que no se puede dejar de tener presente el factor dislocador que proviene de la base económica capitalista y sus tendencias a la disolución de las relaciones sociales que se difunden a todo el cuerpo social y hacen su trabajo implacable de topo, provocando la erosión y el hundimiento de los regímenes políticos y transformándose en caldo de cultivo para la creación de situaciones revolucionarias.

El capitalismo en su fase decadente tiende a socavar las conquistas de la clase obrera logradas en su etapa ascendente, lo cual priva al reformismo de su base material que, en esa medida, ve agotarse sus posibilidades y su viabilidad en términos históricos. Incluso las concesiones surgidas en las metrópolis en los países imperialistas no son duraderas y procuran ser suprimidas por la burguesía, que pretende sobrevivir y sortear los obstáculos creados por el impasse económico mediante un ataque en regla a los trabajadores. Intentan restablecer la tasa de ganancia con una reducción de grandes proporciones de los llamados “costos laborales”. Esto lo vemos claramente en la actualidad, tanto en Europa como en Estados Unidos, donde se asiste, en el marco de la bancarrota capitalista actual, a un avance del trabajo precario, al recorte de los salarios y la pérdida de puestos laborales. Esto va de la mano con un cercenamiento del salario indirecto, con recortes en el gasto social, cobertura de salud y en materia jubilatoria. La bancarrota capitalista ocupa un lugar clave en todo el andamiaje del consenso, pues socava sus bases materiales, sus cimientos. La crisis económica mundial es una pata central de este fenómeno y, en cuanto tal, es uno de los factores dinámicos que promueve el estallido del sistema social en su conjunto. Esa dimensión del problema está ausente en el abordaje de Gramsci aunque en su tiempo el mundo estaba sacudido por la crisis de 1929-30, que habría de desembocar en la II Guerra mundial: todo eso va de la mano de la recreación de tendencias revolucionarias. Se reproducía un escenario de “guerras y revoluciones”, como había ocurrido en la I Guerra Mundial.

La noción de “crisis orgánica”, acuñada por Gramsci, ilustra estas inconsistencias. Se trata de situaciones en las que “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”, una fórmula anodina que más bien se remite a una crisis que se prolonga indefinidamente y no a una crisis terminal. Si el fenómeno económico reconocido como “determinante” puede ser neutralizado y piloteado por la acción de la superestructura política, no está en juego la cuestión del poder. La expresión “crisis orgánica” habría que dejarla a un lado, porque las crisis son orgánicas o no son crisis ¿De quién va a ser la crisis? Del organismo. Descartado el catastrofismo por “economicista”, la crisis capitalista queda reducida a una crisis crónica sin consecuencias revolucionarias.

Quienes actualmente reivindican la noción de “crisis orgánica” tienden a hablar de una crisis en todos los planos y van más lejos, incluso, que el teórico italiano. De todos modos, meter todos los ingredientes en el plato no asegura una comida deliciosa; más aún, esa acción presenta el peligro de transformarla en indigerible. Amontonar la crisis económica, social y política no esclarece una situación, más bien la termina de confundir ¿Cuál es el alcance y la naturaleza de la crisis económica? ¿Cómo se articula con la crisis en el plano político y social? Si la tendencia al colapso es neutralizada, eso pone un límite a la crisis política y social, pues el capital podría reconstruirse o, al menos, sobrevivir, quizá con muletas pero sobrevivir al fin. Tenemos reproducida, en clave gramsciana, la tesis sostenida por representantes conspicuos de la burguesía: el capitalismo habría entrado en un estancamiento de largo aliento. El establishment denomina “estancamiento secular” a este fenómeno, que presentaría la perspectiva de una declinación del capitalismo más serena que un derrumbe.

 

Objetividad y subjetividad

El autor de Cuadernos en la Cárcel recoge el punto de vista de los fundadores del socialismo y, más próximos a sus contemporáneos, los de Lenin y el teórico marxista húngaro Georg Lukács (1885-1971), quienes destacaron el papel activo del sujeto. La historia la hacen los hombres, aunque no en forma arbitraria sino de acuerdo con las condiciones materiales que heredan y en las cuales les toca actuar. El rescate de la subjetividad no se hace en detrimento ni a expensas de la objetividad. Sin embargo, a diferencia del equilibrio que tienen otros exponentes del marxismo, en este punto Gramsci se desbarranca.

Si bien rechaza, con razón, cualquier interpretación mecánica y determinista que niegue el papel del sujeto, termina por negar él mismo, en la práctica, un tipo específico de conocimiento: el conocimiento científico, cuya tarea esencial consiste en reflejar la realidad y sus alternativas del modo más objetivo posible.

El materialismo vulgar termina por suprimir el papel activo del sujeto en general en la construcción de la vida social, al sostener que el hombre se limita a reflejar y registrar una realidad que se procesa independientemente de su voluntad… Pero Gramsci -y la corriente “historicista” de la que él forma parte y que tiene sus mejores exponentes en el joven Lukács y en el alemán Karl Korsch (1886-1961)- tienden a caer en una unilateralidad opuesta: terminan por identificar conocimiento en general con ideología, y niegan así representación objetiva (científica) de lo real.

No hay, sin embargo, oposición entre objetividad y praxis ni entre ciencia e ideología. “El hecho de que los resultados teóricos obtenidos por Marx se conviertan posteriormente en ideología, en concepción del mundo, que asumen un rol determinante de la praxis de millones de hombres, este hecho no anula de modo alguno el carácter objetivo y científico de tales resultados y, por el otro, cuanto más científico y objetivo sea un conocimiento, tanto más amplia, universal y eficiente será la praxis social por él iluminada”.4

Según Gramsci, en definitiva, toda objetividad puede ser identificada (sin mediaciones) con la subjetividad humana. Su rechazo al positivismo materialista adquiere así un sesgo idealista.

Al no distinguir entre ciencia e ideología, entre conocimiento y falsa conciencia, Gramsci entra en colisión con los conceptos de verdad absoluta y de verdad relativa: todo conocimiento tiene una dimensión histórica relativa porque está condicionado por el contexto histórico en el que se desenvuelve, pero tiene también una dosis de verdad objetiva en la medida en que reproduce una realidad independiente de la conciencia del sujeto que conoce.

Aunque no se le ha asignado la relevancia que merece ni una conexión con el resto de su obra, esta concepción filosófica deja su marca en el cuerpo teórico gramsciano. Gramsci reacciona contra el economicismo vulgar y subraya el papel activo del sujeto. Pero en nombre ello se llega al efecto inverso. El proceso económico queda subsumido y relegado detrás del proceso político. Sin embargo, la ley decreciente de la tasa de ganancia y las tendencias al colapso del capitalismo constituyen realidades objetivas independientes del sujeto. Estamos frente a leyes que operan como un fenómeno objetivo del mismo modo que las leyes naturales, como la ley de gravedad. La subjetividad revolucionaría consiste en la asimilación de esas leyes y en la capacidad de transformarlas en programa y en línea de acción.

 

Sociedad civil y Estado

Gramsci establece, como ya hemos visto, dos dimensiones del poder de la clase dirigente: la coerción (dominación) y el consenso (hegemonía). La primera de ellas se ejerce a través del Estado, mientras que la segunda se implementa, principalmente, a través de la sociedad civil.

Las relaciones entre ambos términos fueron variando en sus escritos. En un primer momento, Gramsci plantea la preponderancia de la sociedad civil sobre el Estado en Occidente; en otras palabras, prevalece el consenso sobre la coerción.

En la medida en que la sociedad civil tiene preeminencia sobre el Estado, es la ascendencia cultural e ideológica de la clase dominante la que garantiza esencialmente la estabilidad del orden capitalista.

Esta concepción tiene un punto de contacto íntimo con la socialdemocracia y la izquierda democratizante. Los partidarios de Gramsci consideran que el Estado en Occidente no es una maquinaria violenta de represión, como lo fue la Rusia zarista: las masas pueden elegir a sus representantes, dice, y escoger a los candidatos y al gobierno que estimen más apropiado. La experiencia desmiente esa expectativa y demuestra que el Estado no es neutro en ninguna parte sino un traje a medida de la burguesía. No es posible reformarlo: hay que destruirlo. Esa fue la enseñanza de la Comuna de París, confirmada, en escala ampliada, por la revolución soviética.

Gramsci sostuvo a lo largo de su vida la necesidad de la destrucción del Estado burgués. Pero su aproximación teórica al problema del poder va en una dirección contraria, y por eso sus tesis le vinieron como anillo al dedo al reformismo y al oportunismo que proponen una transformación social sin faltarle el respeto al orden social imperante: léase “socialismo con democracia y justicia social”.

Gramsci mismo advirtió ese peligro y eso lo impulsó a reformular su abordaje original. En una segunda versión, ya no atribuye a la sociedad civil una preponderancia sobre el Estado ni una localización unilateral de la hegemonía. “Por el contrario, la sociedad civil se presenta como contrapesada o equilibrada con el Estado, y la hegemonía se reparte entre el Estado -o ‘sociedad política’- y la sociedad civil, al mismo tiempo que ésta se vuelve a definir para combinar coerción y consenso”.5

En esta formulación, bajo el rótulo de “sociedad civil”, engloba un espectro muy grande de instituciones, incluidos aparatos privados como la Iglesia, los sindicatos y la escuela. La atención de Gramsci se concentra en estas últimas instituciones, a las que reserva un lugar preponderante en el aparato de la hegemonía política y cultural cuando, en una escala, ocupan un lugar subordinado al rol central que juega el poder público y, en especial, el aparato político del Estado (Parlamento, Poder Ejecutivo). Un defecto de este enfoque es que omite el hecho de que una parte sustancial de la función ideológica es ejercida desde el propio Estado y no desde de la llamada sociedad civil. Bajo el Estado representativo y la democracia burguesa se crea la ficción de la soberanía popular -es decir, de que la población decide su destino, ocultando el hecho de que es una maquinaria de dominación clasista. Cuando el trabajador emite un voto, el poder pasa a ser ejercido por sus representantes. El sufragio se convierte en un acto de confiscación. Tras la igualdad formal se encierra una profunda desigualdad económica y social, que se traslada a la competencia electoral y a la capacidad de esa maquinaria de dominación para influir en el quehacer político, económico y social. La división de poderes que separa las funciones ejecutivas de las legislativas, o la existencia de una burocracia estatal no electiva y fuera del control popular, son otros de los tantos elementos típicos del Estado burgués, aun del más democrático, y permanecen encubiertos en la vida cotidiana. El Estado burgués “representa” por definición a la totalidad de la población, abstraída de su distribución en clases sociales, como si se tratara de ciudadanos individuales e iguales. En otras palabras, presenta las posiciones desiguales de hombres y mujeres en la sociedad civil como si fuesen iguales en el Estado.

En esta búsqueda suya de clarificar conceptos, Gramsci termina en algunos casos por confundirlos aún más. Al hablar de la coerción, la localiza tanto en el Estado como en la sociedad civil, cuando dicha función es privativa del primero. El uso de la fuerza y la represión es un monopolio legal del Estado capitalista. Por eso Engels y Marx, a la hora de caracterizar al Estado en forma sintética lo presentan como un “destacamento de hombres armados”.

Gramsci vuelve sobre sus reflexiones previas y en una última formulación elimina directamente las fronteras que separan la sociedad política y de la civil. El Estado, ahora, incluye ambos términos. En lugar de una distribución de la hegemonía -que, como vimos, era redefinida como una síntesis de coerción y consenso- el Estado y la sociedad civil mismos se confunden en una única entidad.

El concepto de sociedad civil como entidad diferente desaparece. “La sociedad civil es también parte del ‘Estado’, en realidad es el Estado mismo”. Pero esta definición, lejos de de clarificar el problema, lo enturbia más. Al borrar las fronteras, el Estado termina por ser una nebulosa sin contornos claros, lo cual compromete la posibilidad de determinar su naturaleza y atributos específicos.

El teórico francés de origen argelino Louis Althusser (1918-1990) llevó la fórmula final de Gramsci hasta el extremo. El resultado fue la tesis de que “las iglesias, los partidos, los sindicatos, las familias, las escuelas, los periódicos, las empresas culturales” constituían de hecho “los aparatos ideológicos del Estado”. Al explicar esa noción, Althusser declara: “Carece de importancia el que las instituciones en las cuales se realizan (las ideologías) sean ‘públicas’ o ‘privadas’, porque todas ellas forman indiferentemente sectores de un único Estado dominador, lo cual es ‘la condición previa para cualquier distinción entre lo público y lo privado”.8

Su tendencia a disolver las fronteras del Estado tiene una fuente de inspiración en la obra filosófica del historiador y filósofo liberal italiano Benedetto Croce (1866-1952). “Croce llega a afirmar que el verdadero ‘Estado’, que es la fuerza dirigente en el proceso histórico, puede hallarse a veces no donde realmente se cree que debe estar, en el Estado jurídicamente definido sino, con frecuencia, en las fuerzas ‘privadas’ y, algunas veces, en las llamadas revolucionarias”. Esta proposición de Croce es muy importante para comprender su concepción de la Historia y de la política”.9

Si el Estado está en todos lados, la conquista del poder pierde sentido en cuanto tarea y acción específica. Es necesario tener presente que cualquiera sea la versión que se escoja en lo que se refiere a la interrelación entre el Estado y la sociedad civil, todas ellas tienen como común denominador la necesidad de librar una “guerra de posición”, dirigida a minar las fortalezas que protegen y, en definitiva, sostienen el poder de la burguesía occidental.

A partir de esta premisa, la labor de los revolucionarios debía consistir, prioritariamente, en torno de una batalla cultural e ideológica contra el poder dominante. Si bien Gramsci, como vimos, hablaba de una combinación entre fuerza y consenso, sus formulaciones resultan vidriosas y hasta contradictorias. Sugiere a veces que el consentimiento pertenece principalmente a la sociedad civil, y la sociedad civil posee la primacía sobre el Estado, lo cual permite concluir que el poder de clase burgués resulta, ante todo, consensual. No es ocioso señalar que la batalla cultural debe ser tomada con pinzas, puesto que la clase obrera, bajo el capitalismo, no puede ser la clase culturalmente dominante, porque su existencia apenas le permite alcanzar la subsistencia y la lucha por subsistir la priva de la posibilidad de un acceso apropiado a la educación y la cultura -en contraste con la burguesía del Siglo de las Luces (se llamó así al siglo XVII, cuando alcanzó su cumbre el movimiento intelectual de la Ilustración), que podía generar su propia cultura dentro del marco del antiguo mundo medieval. Y no sólo esto, sino que incluso el fenómeno se extiende hasta después de la conquista del poder político por el proletariado, puesto que el primer escalón de la clase obrera es asimilar la cultura acumulada, heredada del régimen social capitalista. Esto es lo que explica el énfasis que pone el dirigente italiano en las ideas de Croce referidas al papel de la cultura. Gramsci llegó a comparar a Croce con Lenin, como autores conjuntos de la noción de hegemonía: “Contemporáneamente con Croce, el más grande teórico moderno del marxismo ha revalorizado, en el terreno de la organización política y de la lucha, y en la terminología política -en oposición a diversas tendencias ‘economistas’- la doctrina de la hegemonía como el complemento a la teoría del Estado como coerción”.10

 

Conclusiones

Gramsci nunca dejó de reivindicar la necesidad del derrocamiento de la burguesía y una toma violenta del poder del Estado, pero su construcción teórica y sus planteamientos centrales marcharon en sentido contrario. La estrategia revolucionaria se convierte en él en una prolongada guerra de trincheras en la que los dos campos en pugna libran una batalla cultural e ideológica por la hegemonía. La insurrección, que se expresa en la toma del poder y la destrucción del aparato estatal, queda relegada a un lugar subordinado. Es una revisión y a una quiebra de las premisas estratégicas del marxismo.

En ningún momento Gramsci concibe la “guerra de posiciones” como un peldaño preparatorio de la guerra de movimiento. Más bien, sus escritos van a contramano de ello: “Existe el Estado que es meramente ‘el foso exterior’ y la sociedad civil que es el ‘poderoso sistema de fortificaciones y terraplenes’ que yace tras él. En otras palabras: es la sociedad civil del capitalismo -descrita repetidamente como el terreno del consentimiento- la que se convierte en la última barrera para la victoria del movimiento socialista”.11

 

Gramsci relegó expresamente la “guerra de movimiento” a un papel simplemente preliminar o subsidiario en Occidente y elevó la “guerra de posición” a un lugar concluyente y decisivo en la lucha entre trabajo y capital: “Hemos entrado en una fase culminante de la situación histórico-política, ya que en política la ‘guerra de posición’, una vez ganada, es definitivamente decisiva. En otras palabras, en política, la guerra de maniobra subsiste en tanto que se trate de una cuestión de conquistar posiciones no decisivas”.12

Las inconsistencias de la tesis de una “guerra de posición” tenían una clara relación con las ambigüedades de su análisis del poder de clase burgués. La estructura del poder capitalista en Occidente descansaba esencialmente en la cultura y el consenso; así, la idea de una guerra de posición tendía a implicar que la labor revolucionaria de un partido marxista era esencialmente la de conversión ideológica de la clase obrera. En este caso, el papel de la coerción -represión por el Estado burgués, insurrección por la clase obrera- tiende a desaparecer.

Como destacan algunos autores, esa discusión tenía un antecedente, aunque Gramsci lo desconociera, en el debate entre Karl Kautsky y Rosa Luxemburgo, entre “guerra de desgaste” y “derrocamiento”. El meollo de la estrategia de desgaste fueron sucesivas campañas electorales que, según Kautsky, debían dar al PSD una mayoría numérica en el Reichstag. Al negar que las huelgas agresivas de masas tuvieran alguna relevancia en la coyuntura alemana del momento, Kautsky avanzó en la idea de una separación geopolítica entre Oriente y Occidente. “En la Rusia zarista -escribió Kautsky- no había sufragio universal ni derechos legales de reunión ni libertad de prensa. En 1906, el gobierno estaba aislado en el interior, el ejército derrotado en el extranjero y el campesinado sublevado por todo el vasto y disperso territorio imperial. En estas circunstancias todavía era posible una estrategia de derrocamiento (…) Las condiciones -sostenía- para una huelga en Europa occidental, y especialmente en Alemania, son, sin embargo, ‘muy distintas de las de la Rusia prerrevolucionaria y revolucionaria”.13

Rosa Luxemburgo denunció “toda la teoría de las dos estrategias” y su “crudo contraste entre la Rusia revolucionaria y la Europa occidental parlamentaria”, como una racionalización del rechazo de Kautsky de las huelgas de masas y su capitulación ante el electoralismo.14

No se puede obviar que Gramsci atacó la teoría de la revolución permanente, a la que identificó con el asalto final al poder, lo cual resulta paradójico pues era Trotsky el que enfrentaba la política criminal del “tercer período” proclamado por el estalinismo y pregonaba el frente único. Hay quienes atribuyen esa confusión al hecho de que el revolucionario italiano estaba confinado en la cárcel y carecía de información sobre las luchas en curso dentro del movimiento comunista. Pero con independencia de la interpretación del hecho, lo cierto es que Gramsci se coloca en la vereda opuesta a la de la revolución permanente. No se trata de un hecho menor, eso define un horizonte estratégico.

Si se pretende rescatar alguna faceta del legado de Gramsci, debería destacarse la importancia que él le asignaba a la necesidad de conquistar el favor popular y la hegemonía política, algo que otros revolucionarios ya habían señalado antes e incluso con más claridad por los dirigentes de la Revolución de Octubre, y quedó plasmado en los documentos de la III Internacional. En lo que pueda tener de genuina la distinción entre “guerra de posición” y de “movimiento”, la cuestión ya había sido resuelta por Lenin, quien señaló que la guerra de posición (de “desgaste”, para usar un concepto de Kautsky) debe ser tomada como preparatoria de la guerra de movimiento. Es decir: ganar a las masas es el paso preparatorio e ineludible de la toma del poder. En ese mismo sentido se refería Trotsky al tema, incluso en el plano de la táctica militar.

En ese punto, Gramsci no aporta nada original; en cambio, agrega confusión, pues varias de sus reflexiones válidas quedan integradas a un corpus teórico confuso y ambiguo; en definitiva, antirrevolucionario. “Formular una estrategia proletaria esencialmente como una guerra de posición es olvidar el carácter necesariamente repentino y volcánico de las situaciones revolucionarias, que por la naturaleza de estas formaciones sociales no se pueden estabilizar por largo tiempo y precisan, por lo tanto, de la mayor rapidez y movilidad en el ataque si no se quiere perder la oportunidad de conquistar el poder. La insurrección, como siempre enfatizaron Marx y Engels, depende del arte de la audacia”.15

Las nociones teóricas del marxista italiano, sus inconsistencias, sus fórmulas vagas y contradictorias, su confusión, podrían tener el atenuante -como lo destacan algunos autores- de su reclusión en la cárcel, pero en el caso de la izquierda actual que se identifica y reivindica sus premisas, es una señal de un desbarranque político y estratégico.

 

 

 

 

Pablo Heller es economista, docente en las carreras de Historia y Sociología de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Instituto Gino Germani. Dirigente del Partido Obrero, fue asesor en numerosos colectivos de trabajadores, como Sasetru Gestión Obrera, Hospital Francés, Parmalat y Transporte del Oeste-Ecotrans. Es autor de Fábricas Ocupadas (Argentina 2000-2004) y Capitalismo Zombi, y coautor de otros libros tales como Contra la cultura del trabajo y Un mundo maravilloso (capitalismo y socialismo en la escena contemporánea). Sus artículos aparecen regularmente en Prensa Obrera y En defensa del marxismo.

 

 

NOTAS

1. Gramsci: Notas sobre Maquiavelo, sobre política y estado moderno. E. Juan Pablo México, pp. 93-94.

2. Gramsci: Un examen de la situación italiana, pág. 212.

3. Carlo N. Coutinho: Introducción a Gramsci. Editorial Era, pág. 96.

4. Carlo N. Coutinho, obra citada, pág. 100.

5. Perry Anderson: Antinomias de Gramsci. Editorial Fontamara, 1981.

6. Gramsci: “Cuadernos de la cárcel”, tomo 3, pág. 164.

7. Althusser: Lenin, filosofía y otros ensayos. Londres, Edic. 1971, pág. 136/7.

8. Althusser, obra citada, pág. 138.

9. Gramsci, obra citada, tomo 3, pág. 1.302.

10. Gramsci, obra citada, tomo 2, pág. 1.235.

11. Gramsci, obra citada, tomo 2, pág. 973.

12. Gramsci, obra citada, tomo 2, pág. 802.

13. Perry Anderson: Antinomia de Gramsci. Editorial Era. Cuadernos Políticos, julio-septiembre 1977, pág. 70-71.

14. Perry Anderson, obra citada, págs. 74-75.

15. Perry Anderson, obra citada, págs. 87-88.

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