La dramática afirmación formulada por Walter Benjamin en sus Theses on the Concept of History (Tesis sobre el concepto de la historia) de 1940, durante las horas más oscuras del siglo XX, es ahora, luego del 11/9, más actual que nunca: el “Estado de emergencia” -la suspensión temporaria de la ley dentro del propio orden judicial- se ha hecho más la regla que la excepción, una emergencia.
Como la “guerra contra el terrorismo” lanzada por el gobierno de Bush y su “Coalición de voluntarios” no conoce límites en el tiempo ni en el espacio y se vuelve permanente, lo mismo ocurre con la dimensión interna de esa guerra: las medidas de seguridad de emergencia toman la forma de una paranoia permanente del Estado y una pesadilla permanente para sus ciudadanos y viajeros en los propios Estados Unidos y en la Unión Europea. Este ataque sistemático contra los derechos civiles y contra los derechos democráticos es incesante y creciente: La Ley Patriótica II sigue a la Ley Patriótica I en los EE.UU.; la nueva legislación antiterrorista más draconiana sigue a la anterior en Gran Bretaña y en todos los países de la UE; la UE ha firmado en junio de 2003 un tratado de extradición con los EE.UU. -donde está vigente la pena de muerte, en contraste con Europa- de todos los sospechosos, juzgados, sentenciados o aun encontrados inocentes por delitos contra los intereses de los EE.UU.; en Grecia (…) (en) el juicio por un tribunal especial, bajo una ley de emergencia, de los acusados de ser “terroristas” del grupo “17 de Noviembre” (…) La presidenta del juzgado, Brilli, ha dicho (provocando un alboroto y el retiro en masa de todos los abogados de la defensa) que “la ley contra el terrorismo puede ir más allá de los límites de la Constitución” -¡la ley suprema de la nación!-. El fiscal Lambrou formuló un planteo similar: “Debido a la situación de emergencia, la brigada antiterrorista y la policía pueden actuar más allá de los límites de la ley”.
Esta es la definición exacta del estado de emergencia ofrecida por Carl Schmitt, el filósofo jurídico conservador de la contrarrevolución católica y más tarde del nazismo: la suspensión de la ley por la ley.
El campo de concentración y centro de torturas de Guantánamo es emblemático para el estado de emergencia de nuevo estilo que emerge en la primera parte del siglo XXI como modo permanente de gobierno en los principales países capitalistas. Como se reconoce abiertamente, Guantánamo es realmente un “agujero negro” legal, una zona de anomía, un área fuera de la ley y fuera de la jurisdicción de los tribunales de los EE.UU. (o de la ley internacional), donde no se cumple ninguna disposición legal del sistema jurídico y del orden constitucional norteamericano y los “detenidos” no son considerados ni como prisioneros de guerra ni siquiera como criminales comunes; están encarcelados indefinidamente, interrogados diariamente, torturados indefinidamente. (…)
¿Quién decide el estado de emergencia? Según el planteo famoso de Schmitt, el soberano lo decide. Hoy esto significa, ante todo, la soberanía imperial de los Estados Unidos de América. (…) Aparentemente la santidad e inviolabilidad de los principios de la soberanía nacional no se aplican a los otros Estados-nación, particularmente en las naciones oprimidas, si “están involucrados los intereses vitales de los EE.UU.”. William Cohen, ex secretario de Defensa del gobierno de Clinton, había presentado una lista con los intereses vitales que podían hacer necesaria la intervención de los EE.UU. en el extranjero: “Garantizar acceso irrestricto a los mercados, suministros de energía y recursos estratégicos clave” y todo lo que se determine como de interés vital “según jurisdicción doméstica”. (…)
En general, una nueva sub-categoría de Estados-nación ha sido descubierta por los gobiernos norteamericanos: los Estados fuera de la ley, o Estados rebeldes, o Estados parias, cuya soberanía es irrelevante. Y ¿cuáles son los Estados rebeldes? Robert S. Litwak, del Centro Woodrow Wilson y ex miembro del Consejo de Seguridad Nacional de Clinton, dio una definición precisa: “Un Estado rebelde es aquél que es señalado como tal por los Estados Unidoá’ (R.S. Litwak, Rogue States and U.S. Foreign Policy, John Hopkins University Press, 2000).
Esto es el eco de la definición de soberanía de Schmitt con relación al estado de emergencia. No expresa solamente la arbitrariedad de un Estado nacional imperialista (…) es el principio de soberanía nacional como tal el que está en crisis. El jefe del Comando Central de los EE.UU., general John Abizaid, luego de la experiencia de Irak, consciente o inconscientemente ha reconocido que “la amenaza terrorista no conoce fronteras, y cuando nosotros operamos solamente en base al Estado-nación no seremos capaces de llegar al corazón del problema terrorista, que es trasnacional’ (Stratfor, Geopolitical Diary, 17/2).
2 El ‘estado de emergencia’ permanente conectado con la ‘guerra contra el terrorismo’ no es una interrupción temporaria de las condiciones normales ni un conjunto de medidas de seguridad vinculadas a los riesgos conjeturados de seguridad que enfrenta el Estado-nación, particularmente en Occidente; es una manifestación de la época de declinación histórica del Estado-nación y del propio sistema capitalista.
Responsable por eso no es ni lo que actualmente está de moda llamar “globalización” ni el “Imperio” pos-imperialista de Tony Negri, que proclama que el Estado-nación ya ha desaparecido. La internacionalización de la vida económica bajo el capitalismo tiene una larga historia, y una primera fase de globalización se completó a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando se originó la crisis del Estado-nación.
Es digno de atención que debates ideológicos cruciales, después del colapso de la Unión Soviética y del fin de la Guerra Fría -sobre la globalización y el Estado-nación, sobre democracia y derechos humanos, sobre el estado de emergencia- surgieron por primera vez con la Primera Guerra Mundial y la Revolución de Octubre de 1917 y la erupción violenta de una época de guerras, revoluciones y contrarrevoluciones que englobaron a Europa -Alemania en particular-, y al mundo entero.
Lenin había subrayado que el imperialismo no era simplemente una política brutal de expansión, anexiones y colonización, sino una época histórica específica del desarrollo económico social, “el estadio superior y último del capitalismo”, según su famosa definición; la época de la declinación capitalista y la transición mundial al comunismo. Trotsky basó su reelaboración de la teoría de la revolución permanente precisamente en el cambio de la naturaleza histórica de la época, en el establecimiento del carácter mundial de la división del trabajo, de las fuerzas productivas modernas, en la aparición de una economía y mercado mundiales y, consecuentemente, de la política y cultura mundiales, chocando ahora con el marco demasiado estrecho del Estado-nación, que inicialmente había dado un impulso poderoso al desarrollo del capitalismo. “El imperialismo”, dice el Manifiesto del Segundo Congreso de la Internacional Comunista, escrito por Trotsky, “consiste en la superación de los marcos nacionales, aun los de los principales Estados”.
El Estado-nación no fue abolido entonces ni tampoco en la segunda fase de la globalización, con la expansión de capital durante el auge prolongado posterior a la Segunda Guerra Mundial, ni durante la globalización del capital financiero de las últimas dos décadas del siglo XX, una tercera fase en la misma época de declinación capitalista, que ha surgido del colapso de la expansión de posguerra y la erupción de la crisis mundial de sobreproducción de capital desde comienzos de los años ‘70 en adelante. Pero definitivamente, la crisis del Estado-nación se ha profundizado inconmensurablemente. (…) El Estado-nación está conectado insolublemente con el capital y no puede ser abolido sin la abolición del capitalismo a escala mundial.
Marx, analizando las compañías por acciones y las formas emergentes del capital financiero, en el tomo III de El Capital, habla sobre “la abolición de la propiedad capitalista dentro del sistema de la propiedad capitalista”. De la misma manera, podemos decir que bajo la globalización existe una abolición del Estado-nación dentro del sistema de los Estado-nación burgueses. Cuanto más aguda se torna esta contradicción, más profunda se vuelve también la declinación del sistema y con ello la decadencia de la democracia parlamentaria burguesa, atada desde sus comienzos al marco nacional (…)
3 El primer enfrentamiento teórico importante sobre la cuestión del estado de emergencia en nuestra época tuvo lugar precisamente en el período de la primera posguerra y de las secuelas de la Revolución de Octubre, durante la agitación social en Alemania. Es el enfrentamiento entre dos de los representantes más conscientes de los campos opuestos de la revolución y de la contrarrevolución: Walter Benjamin y el contrarrevolucionario Carl Schmitt, quien se convirtió más tarde en el filósofo jurídico del régimen nazi. Giorgio Agamben, en un perspicaz libro de reciente publicación(2), demostró la vigencia de la “batalla de gigantes sobre la Esencia”, como la llama utilizando la expresión de Platón en el Sofista, sobre la batalla entre el materialismo y el idealismo.
Tanto Benjamin como Schmitt entienden el estado de emergencia como la suspensión de la ley por la ley, la emergencia de una zona más allá de la ley dentro del orden jurídico. Las diferencias, a partir de este punto, son irreconciliables. Schmitt intenta asegurar la conexión entre la violencia de esta anomía y el orden jurídico, fortaleciendo el poder del Estado soberano, mientras Benjamin se esfuerza para romperla para ir más allá de la ley, a través de la violencia revolucionaria “pura”, hasta llegar a un reino de justicia, donde el propio poder del Estado será abolido(3).
Para Schmitt, el soberano es el poder que decide el estado de emergencia. Para Benjamin, existe una fractura interna entre la decisión y su realización en la propia instancia de la soberanía, que produce una crisis. Para Schmitt la conexión entre el orden jurídico y el área de su suspensión en un estado de emergencia está claramente definida por la ley y conduce a una restauración milagrosa del sistema a su situación previa a la crisis. Para Benjamin, existe una falta de determinación creciente entre la ley y el estado anómalo, que sumerge al sistema entero en una catástrofe histórica. Para Schmitt, un estado de emergencia no puede ser otra cosa que transitorio. Para Benjamin, en nuestra época se convierte en la regla.
Agamben ha demostrado en su libro cómo el estado de emergencia se ha desarrollado histórica y legalmente desde el período posterior a la Revolución Francesa hasta el siglo XX, y desde las experiencias trágicas de Alemania bajo la Constitución democrática de Weimar, el nazismo y Auschwitz, hasta los Estados Unidos de George W. Bush, la Ley Patriótica y Guantánamo. La transición del estado de emergencia tal como fue definido inicialmente en la Francia posrevolucionaria -una suspensión provisoria de la ley para enfrentar un enemigo interno o externo- hasta su uso en la época imperialista y particularmente hoy como un modo permanente de gobierno, la transición de una excepción a una regla, como lo expresaba Benjamin, marca la transición de un capitalismo ascendente a un capitalismo en declinación.
Sólo una clase dominante en decadencia puede estar en un estado de emergencia permanente, en alerta contra la amenaza permanente de su ruina. Para citar a Benjamín: “La noción de guerra de clases puede ser engañosa. No se refiere a una prueba de fuerza para decidir ‘¿quién ganará, quién será derrotado?’. O a una lucha cuyo desenlace es bueno para el vencedor y malo para el vencido. Pensar de esta manera es romantizar y ocultar los hechos. Por más que la burguesía gane o pierda la lucha, sigue condenada debido a las contradicciones internas que en el curso del desarrollo se tornarán fatales. La única pregunta es si su caída se dará por sí misma o a través del proletariado. La continuidad o el fin de tres mil años de desarrollo cultural será decidida por esta respuesta”4).
La comprensión del estado de emergencia como regla en nuestra época puede conducir, ciertamente, a otro concepto no lineal de la Historia, lejos del gradualismo del reformismo en bancarrota y del fetichismo del llamado ‘proceso democrático’ -un fetichismo que se vuelve más fuerte y más engañoso en la medida en que la propia democracia parlamentaria degenera y declina-.
4 La decadencia de la democracia burguesa se ha profundizado desde la Primera Guerra Mundial en adelante.
Hannah Arendt, en un capítulo de su libro sobre el Imperialismo con el pertinente título “La declinación del Estado-nación y el fin de los derechos humanos”, demuestra claramente la conexión entre esta decadencia del Estado-nación y la crisis radical del concepto de los derechos humanos, con la emergencia, en las secuelas de la guerra imperialista, del nuevo fenómeno masivo de los refugiados, de los expatriados y de poblaciones brutalmente desplazadas.
Carlos Marx, bastante tempranamente, había lanzado una crítica devastadora de la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen de la Revolución Francesa, con la separación alienadora y alienante entre un ser humano abstracto y el “ciudadano”, el individuo privado burgués. Arendt confirma esta crítica al hacer la afirmación precisa y crucial en su análisis de las olas masivas de refugiados en la época imperialista: “La concepción de los derechos humanos basada en la supuesta existencia de un ser humano en sí fue diezmada cuando los que la proclamaban estuvieron enfrentados por primera vez con seres humanos que realmente habían perdido toda otra calidad y relación específica, aparte del puro hecho de ser humanos”.
La separación violenta entre nacionalidad y ciudadanía en la era imperialista, la aparición de masas de gente desposeída, radicada en los países metropolitanos como poblaciones sin derechos ciudadanos, reveló al ser humano de la Declaration como una abstracción vaciada de todas las potencialidades que constituyen el ser humano como ser especie (Gattungswesen, en el sentido del concepto que Marx desarrolló de Feuerbach). La transición de la Revolución Francesa al imperialismo marca el ascenso y caída de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
El escándalo y la crisis de los principios fundamentales de la democracia burguesa en las secuelas de la Primera Guerra Mundial no evitó pero puso de relieve el contenido de la paradoja de la Carta de la ONU posterior a la Segunda Guerra Mundial, que ahora se llama ‘Declaración Universal de los Derechos del Hombre’; después de la revelación del ser humano como una abstracción vacía, ahora, aparentemente, también ha desaparecido el ciudadano, probablemente en el proverbial basurero de la Historia…
La ONU, de hecho, fue establecida como un instrumento de las relaciones internacionales de las grandes potencias que emergieron victoriosas de la guerra, para vigilar la aplicación de los Acuerdos de Yalta entre Washington, Londres y el Kremlin, para la división del mundo que evitara la proliferación de rebeliones y revoluciones sociales, particularmente en los estratégicos neurálgicos centros metropolitanos del capital en Europa occidental y América del Norte. El Acuerdo de Bretton Woods, sobre el cual se basó la reconstrucción de la posguerra y la expansión del capitalismo, y los Acuerdos de Yalta entre Occidente y la Unión Soviética quedaron como los dos pilares de la re-estabilización de la posguerra, “la contención de la amenaza comunista a los países occidentales” y la Guerra Fría.
La Carta de la ONU sobre los derechos humanos universales representó el consenso de los vencedores tras la derrota del fascismo. Al mismo tiempo, fue la expresión de la nueva relación de fuerzas de clase en la Europa y América de la posguerra, con la emergencia de una clase obrera que exigía y ganaba conquistas sociales sustanciales, así como una parte ideológica en el aparato de control social. Ningún retorno al fascismo de los ‘30 podía ser posible, y el control del capital tenía que basarse en todas las ficciones de la democracia formal, incluyendo los derechos universales ficticios de seres humanos abstractos. El anticomunismo, la explotación cínica de los crímenes de Stalin y la Guerra Fría constituyeron la materia prima básica para esta construcción ideológica de control.
Con el colapso del marco de Breton Woods en 1971 y la trasformación de la expansión prolongada de la posguerra en una crisis mundial prolongada de sobreacumulación de capital, y, además, con el colapso en 1989-91 del segundo pilar del orden social de la posguerra, de la división de Europa y del mundo establecida en Yalta, del fin de la Guerra Fría, el colapso del estalinismo y la implosión de la Unión Soviética, la Carta de la ONU de los derechos humanos sufrió un destino peor que el de la Declaración de 1789: se convirtió en la bandera manchada de sangre en las intervenciones imperialistas y las guerras, en los ‘90, en los Balcanes y el Medio Oriente. (…)
5(…) EE.UU., como había pronosticado Trotsky en los ‘20, no puede regular sus contradicciones internas sin la mediación del equilibrio mundial. Así acumula en sus cimientos el poder explosivo de las contradicciones mundiales. El equilibrio mundial de la segunda posguerra, cuando EE.UU. emergió como el elemento hegemónico indisputable de Occidente, ha colapsado irrevocablemente y la globalización financiera no sólo no produjo ningún equilibrio nuevo sino que ha globalizado todas las contradicciones a un punto de explosión. Los déficit sin fondo de la economía de EE.UU. manifiestan su gigantesca existencia parasitaria sobre una economía mundial en agonía, conduciéndola al abismo.
La reorganización de un mundo radicalmente modificado sobre las antiguas bases sociales de un sistema social decadente con su centro en una potencia imperial declinante, con signos crecientes de una crisis de sobre-expansión, es la distópica tarea ultrareaccionaria que los neoconservadores al mando en Washington colocan sobre los hombros de los Estados Unidos para el nuevo siglo.
Pero la soberanía imperial tiene que enfrentar tanto el antagonismo de la competencia de los centros imperialistas, la UE y Japón, y los desafíos de las rebeliones de sus víctimas, las masas oprimidas en todo el mundo; como también desafíos en casa. Para expresarlo en el lenguaje de Benjamin, la soberanía imperial está fracturada internamente, y esa fractura abre una brecha entre decisión y realización. Esta fractura interna no es ni originaria ni primordialmente la bien conocida escisión entre las élites que compiten en los círculos dominantes y que manifiestan divisiones dentro de la clase capitalista y la existencia de distintos lobbies de grupos de intereses capitalistas que compiten entre sí. Estas brechas existen por cierto, y se profundizan, pero no en el vacío; las determinan las relaciones antagónicas entre trabajo y capital.
A pesar de varios reveses, la clase obrera y otros estratos explotados no han vuelto a las condiciones de derrotas aplastantes como en los años ‘30. El ascenso de la ultraderecha en algunos países europeos está vinculado definitivamente a las reacciones nacionalistas y racistas contra los inmigrantes, frente a la crisis y los efectos de la globalización del capital, y es un indicio de la decadencia del sistema parlamentario burgués existente; pero no es capaz de hacer resurgir las condiciones sociales y materiales de los ‘30, la masiva base pequeño-burguesa de los movimientos fascistas y el retorno al Estado-nación como fortaleza que lo proteja de la crisis global. La clase dominante está obligada, por ahora, a organizar sus ataques tanto en el extranjero como en su casa, en nombre de la democracia.
La reorganización del mundo en la pos Guerra Fría, que incluye la tremenda tarea de completar la restauración capitalista y la reintegración del ex bloque soviético y de China en el mercado mundial capitalista, requiere de la transformación radical de las relaciones políticas y sociales en los principales países capitalistas. La creciente tensión entre esta necesidad y la referencia aún obligatoria al marco democrático alcanza su clímax, produciendo “agujeros negros”, zonas de ausencia de normas dentro del orden jurídico-democrático existente, una especie de implosión de la democracia parlamentaria burguesa llamada ‘estado de emergencia’.
El estado de emergencia intenta garantizar la conexión entre la violencia institucional y extra-institucional con el orden democrático constitucional contra la rebelión de las masas desposeídas y su violencia revolucionaria, lo que un neo-conservador como Robert Kaplan llama “la próxima anarquía”.
No es accidental que en América Latina, tanto la rebelión de 2001 en Argentina -el Argentinazo-, como los acontecimientos revolucionarios de octubre de 2003 en Bolivia, surgieran para enfrentar un estado de emergencia declarado, mientras la principal línea contrarrevolucionaria de la clase dominante y del imperialismo para rechazar una revolución social fue el llamado a asegurar la continuidad del orden democrático constitucional. De una forma específica, condensada, puede extraerse de aquí un modelo más universal.
La decadente democracia contemporánea, para utilizar la precisa definición dada por un antiguo aristócrata pero profundo dialéctico como Platón en Menexenus, se revela como la regla por parte de una élite autoritaria aprobada por una multitud -más exactamente, en nuestros días, por una multitud desmovilizada, atomizada-. Bajo un estado de emergencia permanente, la conexión y la línea divisoria entre esta democracia y la ausencia de normas se desdibuja cada vez, mientras todo el sistema, como lo había previsto Benjamin, se sumerge en una catástrofe histórica.
La única salida es la movilización de las masas desposeídas con el proletariado a la cabeza como una clase universal para sí, para romper esa conexión junto con la sacrosanta ‘continuidad del orden democrático constitucional’ y establecer lo que Marx llamó en forma apropiada la dictadura del proletariado: la toma del poder por la clase obrera, el hacer pedazos al Estado y la tras-formación revolucionaria de todas las relaciones, iniciando la transición al comunismo, al reino de la libertad, de una justicia global que va más allá de la ley, aboliendo la ley que impone y preserva la violencia “mítica” de la prehistoria humana, de la sociedad dividida en clases.
La alternativa entre socialismo y barbarie hoy se transformó en la barbarie de un Estado de emergencia permanente declarado por el imperialismo y el Estado capitalista, o la dictadura del proletariado y la revolución permanente.
Atenas, 24 de febrero de 2004
Trabajo presentando a la Conferencia “Crítica” 2004, London School of Economics, 28 febrero de 2004
Notas
1.Ver The First Five Years of the Communist International (Los Primeros Cinco Años de la Internacional Comunista), New Park Publications (1973, p. 133).
2.Stato di Eccezione, Bollati Boring-hieri, 2003.
3.Ver Walter Benjamin, Zur Kritik der Gewalt.
4.One Way Street, Pág. 80.