El crecimiento económico brasileño en las tres décadas que siguen a la finalización de la segunda guerra mundial es habitualmente considerado como excepcional. El producto bruto del país creció a una tasa media anual del 7 por ciento, cifra superior a la registrada por el conjunto de los países desarrollados y el continente latinoamericano como un todo. El crecimiento del sector industrial también fue muy elevado, del orden del 8,5 por ciento anual entre 1950 y 1980, lo que en la actualidad coloca a la economía brasileña en el séptimo lugar entre las naciones capitalistas, si se les ordena según el producto de sus industrias, (luego de EE.UU., Japón y los cuatro grandes países europeos -Alemania, Francia, Italia, Reino Unido).
Menos habitual, sin embargo, es la constatación de que este desarrollo tiene como punto de partida el excepcional atraso que caracterizó a la economía brasileña hasta prácticamente la mitad del siglo XX. El primitivismo del Brasil en las primeras décadas de 1900 puede verificarse en el hecho de que, todavía en 1920, apenas el 31 por ciento de su población era alfabetizada mientras que sólo un 15 por ciento residía en ciudades con más de 20.000 habitantes. En 1949, el producto por habitante de Brasil era el más bajo de los 12 principales países latinoamericanos, tan bajo que aún después de tres décadas de tasas de crecimiento como las apuntadas todavía el país se encontraba en 8vo lugar entre 19 naciones del continente listadas por la Cepal. Es un indicador muy general, pero que nos muestra el carácter todavía atrasado del desenvolvimiento nacional, ya que el reducido producto por habitante evidencia a "grosso modo” la baja productividad del trabajo.
Lo que ponen de relieve, por lo tanto, las altas tasas de crecimiento señaladas al comienzo es el desarrollo capitalista que tomó como base las enormes reservas para la acumulación del capital que ofrecía el país. Fundamentalmente un enorme ejército de reserva potencial dado el predominio absoluto de una masa agraria miserable y una frontera agrícola inexplotada de vastas dimensiones. Esto se verifica en el hecho de que aunque la población rural disminuyó violentamente en todo este período aún hoy constituye la porción más significativa de los trabajadores brasileños. Entre 1950 y 1980 la población urbana se multiplicó más de 3 veces lo que significa un crecimiento anual promedio del 5 por ciento y cuya razón fundamental es la inmigración del campo a la ciudad. En estos 30 años la proporción de la población rural en relación al campo cayó a la mitad, del 64 por ciento al 32 por ciento, siendo también un indicador del atraso del país (en los países desarrollados los habitantes que residen en el campo oscilan entre el 5 y el 10 por ciento del total.)
Por otro lado, la extensión de tierra cultivada también creció sistemáticamente en este último periodo, ocupando la inmensa área inexplotada preexistente. Entre 1950 y superficie de los establecimientos agrícolas registrados en los censos agropecuarios creció un 40 por ciento, pasando para 324 millones de hectáreas. Esto es casi un millón de kilómetros cuadrados, más de una tercera parte de todo el territorio continental argentino. La superficie de suelos efectivamente cultivados creció en poco más de 10 años, desde fines de la década del 60, en 10 millones de hectáreas, o sea, igual a diez veces la superficie del Líbano.
El contenido del crecimiento económico reciente es entonces el propio de un estadio del desarrollo capitalista en el cual se presentan en un agudo contraste la implantación de formas modernas y avanzadas de la producción industrial sobre la base de un amplio proceso de colonización agraria y de acumulación primitiva: conquista de nuevas tierras, expulsión de colonos y campesinos, pauperización de la masa rural, brutal crecimiento de la población urbana marginal excluida del sector productivo, etc… Dos meses atrás fue creado el Ministerio de la Tierra, directamente controlado por el (SNI), Servicio de Informaciones, con el objeto de reglar "manu militari” el explosivo cuadro social que caracteriza al campo brasileño. En el umbral del año 2.000 el país asiste a un proceso de captura de tierras, de enfrentamientos entre latifundistas y grandes capitalistas rurales y los desheredados del campo, de “cercamiento” por la fuerza de áreas agrícolas, que se asemeja más al escenario de la aurora de la revolución burguesa que al capitalismo moderno con el cual se identifica superficialmente el Brasil a partir de la interpretación unilateral de sus “excepcionales” tasas de crecimiento.
Otro elemento decisivo del crecimiento económico de la posguerra fue el capital extranjero. En este período el ingreso en masa de inversiones extranjeras se da fundamentalmente durante el gobierno de Juscelino Kubitstchek. La diversificación de la industria brasileña hacia bienes de consumo duradero y ciertos sectores de máquinas y equipos está directamente asociada a la penetración externa. En la industria, el capital extranjero ocupó una posición monopólica central como lo revela el hecho de que en 1974 entre las 650 empresas industriales más importantes del país -por volumen de ventas- apenas el 12 por ciento eran extranjeras, pero detentaban el 50 por ciento del facturamiento y el 43 por ciento del stock de capital. En el sector manufacturero la empresa extranjera se concentra en los subsectores más dinámicos. Según un estudio de una agencia estatal, sobre más de mil establecimientos "líderes” en el sector industrial, las denominadas “empresas multinacionales” dominaban la producción de bienes de consumo duradero —85 por ciento de las ventas—, y de bienes de capital —57 por ciento. Inclusive en otros dos subsectores -bienes de consumo no durables e intermediarios— su participación era decisiva (43 y 37 por ciento respectivamente).
De esta manera, la característica distintiva del desempeño de la economía brasileña es el predominio, tanto en el sector industrial como en el agrario del monopolio. El capitalismo monopólico se desarrolló como resultado de la integración del país en la economía mundial, eje que constituye el factor determinante de la conformación del país desde su origen como colonia portuguesa, instrumento de la acumulación originaria sobre la cual surgiría el moderno capitalismo europeo. Por esta misma razón el desarrollo del capital en el Brasil no siguió el camino clásico de pasaje de la economía artesanal a la gran industria sobre la base de la maduración interna de su sistema productivo, de la constitución de un poderoso mercado interno y de la evolución histórica de una burguesía nativa estructurada en el contexto de la libre competencia y de la unidad económica de la nación. El monopolio es un resultado particular del pasado histórico colonial y semicolonial forjado en torno al gran latifundio exportador y de la presencia de la gran corporación capitalista, que emerge como fruto del desarrollo económico del capitalismo avanzado. Desde un inicio la industria en Brasil produce con máquinas importadas, con un desarrollo técnico que no resulta de la acumulación endógena y es sometido al capital monopolista sin haber pasado por la etapa histórica del capitalismo competitivo.
El monopolio de la tierra fue y es un factor decisivo en el desarrollo raquítico del mercado interno en relación a las dimensiones continentales del país y a su enorme masa agraria. El crecimiento del área agrícola reciente reforzó además esta tendencia. En 1950 las explotaciones de menos de 10 ha correspondían al 34 por ciento del total; en 1975 la proporción había subido a 52 por ciento pero representaban apenas el 2,7 del área total. En estos 25 años la superficie media de estos minifundios pasó de 4,5 ha para 3,4. Más del 80 por ciento de la fuerza de trabajo ocupada en la agricultura en 1970 correspondía a la categoría de “responsables y miembros de la familia no remunerados". Esto equivalía a más de 13 millones de personas sobreviviendo en miserables espacios de tierra, marginados de todo tipo de consumo moderno, y viviendo por debajo de niveles mínimos de subsistencia. En contrapartida las grandes explotaciones agropecuarias superiores a 1.000 ha., que representaban el 1,8 por ciento de los inmuebles catastrados en 1978, ocupaban el 57 por ciento del área total. Una revelación todavía más fantástica es la siguiente; la expansión del área total catastrada por organismos oficiales entre 1967 y 1978 fue de 47,7 millones de ha. y en ese mismo período la tierra apropiada por explotaciones gigantes (más de 10.000 hectáreas) aumentó 45 millones de ha -95 por ciento del área de expansión de la frontera agrícola en los años 1967/78. En menos de diez años el “superlatifundio” incorporó tierras equivalentes a cinco Cubas juntas, y así 3.200 propiedades gigantes reunían por sí solas 102 millones de hectáreas: tres veces más que el área total de más de dos millones de minifundios brasileños, una superficie semejante a la de Bolivia, Perú o Colombia.
A su turno, el alto grado de monopolización de la industria en torno a grandes unidades modernas de capital impone límites tremendamente estrechos al mercado nacional. En primer lugar, porque la absorción de la mano de obra del segmento monopolizado es muy pequeña. Mientras el grado de concentración de la industria podía compararse al de los países capitalistas desarrollados ya en la década del 60, la proporción de trabajadores ocupados en el sector manufacturero apenas superaba el 8 por ciento del total. En segundo lugar, porque la industrialización se dio bajo la forma de verdaderos “ghetos” de modernidad en el cuadro nacional del atraso y la miseria no superadas. San Pablo y Río de Janeiro, que representan apenas un 3,5 por ciento del territorio nacional reunían casi el 70 por ciento del producto industrial del país, siendo que sólo. San Pablo reúne una proporción superior al 56 por ciento. El crecimiento reciente de la industria agravó las desigualdades regionales propias a este desenvolvimiento: la participación de la región nordestina en la industria nacional cayó de 9,7 Por ciento en 1949 a 7,5 por ciento en 1959 y apenas 5,8 por ciento en 1970. El propio mercado capitalista constituye un gheto inclusive en las zonas más adelantadas del país donde la brutal distancia que supera la riqueza de la burguesía y, en parte, de13 alta clase media, de las masas desposeídas no sólo es de las más altas del mundo sino que creció sin cesar en los últimos años. El 50 por ciento más pobre de la población económicamente activa, que recibía el 17,4 por ciento del ingreso nacional e 1960 redujo su participación a apenas 12,6 por ciento en 1980 mientras que el 10 por ciento más rico pasó del 39,6 ciento al 50,9 por ciento en el mismo período. En los polos de esta pirámide encontramos al 1 por ciento superior que detentaba el 16,9 por ciento del ingreso en 1980 (11,9 P°. ciento en 1960) y al 20 por ciento de miserables que sobrevivía con apenas el 2,8 por ciento (3,9 por ciento veinte años atras). En el campo este proceso ha sido verdaderamente brutal como lo revela el hecho de que en los últimos diez años el 5 por ciento más rico aumentó su participación en la renta del 27,7 por ciento al 42,2 por ciento -aquí están las cinco Cubas de los latifundios “gigantes”, un proceso de expropiación de las masas empobrecidas sin precedentes.
Este cuadro, que los teóricos burgueses denominan como modelo “excluyente” de crecimiento, es la manifestad del carácter agudísimo que toma el desarrollo desigual y combinado del capitalismo en Brasil, en el cual junto a los rascacielos americanoides en el centro moderno de San Pablo, se desenvuelve una nación en la cual el 83 por ciento de la población infantil sufre de desnutrición crónica, 45 menores de un año mueren por hora y el 40 por ciento de las familias vive por debajo de la llamada línea de la pobreza absoluta. Lo que caracteriza al desarrollo desigual de un país atrasado como Brasil es precisamente esta superposición formidable de contrastes económicos y sociales que evidencian la mezcla particular de estadios diversos de desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción. Su unidad está determinada por la incorporación histórica del país al mercado mundial en el cual siempre ocupó una posición subordinada al desarrollo del capital en los países avanzados, como colonia primero, como semicolonia más tarde. La industrialización tardía del país está determinada decisivamente por el carácter de la división inter-nacional del trabajo propia de la época imperialista y de ahí deriva el papel clave del monopolio y del capital externo en su desarrollo. No hubo en el país el proceso histórico propio de la formación de una burguesía industrial nacional poderosa, capaz de forjar la unidad económica de la nación, barriendo al pasado precapitalista y revolucionando el campo, base indispensable para la constitución de un amplio mercado interno capitalista y para darle a la industrialización nacional una proyección independiente en el mercado mundial. Esto es lo que le da al desarrollo capitalista reciente su carácter específico, con algunas “islas” de modernidad en un mar de miseria y marginalidad en las grandes ciudades del Sur, con un agravamiento profundo de las disparidades regionales y con una agricultura de bajísima productividad, en la cual se mantiene el predominio indiscutible del gran latifundio. Es en este cuadro que la crisis actual debe ser considerada para captar lo esencial de su dimensión y alcance.
Origen de la crisis actual
La primera crisis generalizada de la economía brasileña en la posguerra se produjo en los primeros años de la década del 60. Entre 1962 y 1967 -los dos últimos años del gobierno Goulart y los tres primeros del actual régimen militar— la industria tuvo un crecimiento medio anual de 2,6 por ciento, cuatro veces inferior a los tres lustros precedentes y similar a la tasa de crecimiento demográfico, lo que significa que el producto industrial por habitante se mantuvo estancado durante todo este largo periodo. La referencia importa porque sería unilateral considerar la expansión económica del período inmediatamente posterior (67/73), conocido como el del “milagro brasileño” sin tomar en cuenta que una de sus bases fundamentales fue el amplio estancamiento previo. Este último resultó, a su vez, de la sobreacumulación de capital producida en la última mitad de los años 50 y que estuvo decisivamente determinada por la masiva penetración de capital externo. En realidad lo que entonces se denominó “inversión extranjera” fue un negocio fantástico para el capital imperialista al cual el gobierno Kubistchek permitió importar máquinas y equipamientos sin cobertura cambiaría, es decir, sin gastos de divisas. Los inversores foráneos, además, por la maquinaria ingresada en estas condiciones, podían ser reembolsados a través de la participación de capital en las empresas a las cuales aquéllas se destinaban. Por este procedimiento la gran corporación imperialista instaló en el país un enorme volumen de “bienes de capital” ya amortizados en sus países, fuente por lo tanto, de super- lucros extraordinarios en su nuevo destino. Este verdadero regalo al capital externo, que en la “ficción contable” aparece como inversión, provocó un “boom” de capacidad instalada improductiva que era generalizada a principios de los años 60. Entonces se calculaba que la capacidad ociosa de la industria automovilística era del 60 por ciento. Fue justamente esta capacidad* ociosa uno de los factores claves para permitir el “milagro posterior”.
De esta manera, en la base de la expansión del ciclo eco- nómico más reciente se encuentra un elemento de parasismo fundamental, que consiste justamente en la valorización ficticia de la “inversión externa” instalada en el país en la posguerra y que dio lugar a una prolongada recesión. No sólo el capital extranjero se instaló en buena medida gratuitamente sino que, además, dada la superioridad tecnológica de su maquinaria obsoleta en relación al enorme atraso del parque industrial nativo, llevó a la quiebra de empresas y ramas enteras de la producción previamente existente. Esto sucedió particularmente en la industria farmacéutica y en numerosos sectores de la industria textil y de alimentos, lo que debe integrarse como otro componente importante de la amplia recesión previa al “milagro”. El factor parasitario de la penetración del capital externo se revela en otro dato fundamental: un informe sobre la instalación de las filiales de empresas americanas en el país revela que de las instaladas entre 1946 y 1950 apenas un 9 por ciento lo hicieron mediante la compra de activos nacionales pero que la proporción sube a 22 por ciento para las establecidas entre 1951 y 1955 y alcanza al 66 por ciento en el período 73/75. El golpe militar del 64 vino a reforzar esta tendencia a la profunda integración con el imperialismo, y por esto comenzó con un “plan de estabilización” bajo el control del Fondo Monetario Internacional, que profundizó la crisis en los primeros años del régimen dictatorial. La recuperación posterior se apoyó, de esta manera, en la desvalorización del capital producido en el período precedente y fue estimulada, tanto por la expansión del comercio internacional, que va desde el final de los 60 hasta 1974, como por el crecimiento del propio financiamiento externo al cual el régimen militar otorga todas las garantías y prebendas necesarias. Las exportaciones, cuyo valor se mantenía estancado desde la década del 40, se duplicaron en los años que van de 1967 a 1973, mientras que mayor aún fue la aceleración de los préstamos externos, que en el mismo lapso se cuadruplicaron. Ya en 1973 Brasil era el primer deudor mundial, con un endeudamiento externo de 12.550 millones de dólares.
El “boom" económico contenía, por lo tanto, decisivos elementos de sometimiento de la economía nacional al gran capital financiero internacional, reflejo de la tremenda debilidad del capital nativo y de las bases de su acumulación. En realidad el amplio financiamiento externo fue la contrapartida del absoluto fracaso de la reforma financiera del gobierno militar, cuyo objetivo declarado fue establecer un mercado de capitales capaces de financiar la acumulación de largo plazo en el país. El sistema bancario fue totalmente reformulado después de 1964, cuando se planteó que a los bancos comerciales correspondía financiar el capital de giro de las empresas, a las financieras el crédito de consumo y a los bancos de inversión canalizar las aplicaciones de largo plazo capaces de sostener préstamos aptos para la inversión industrial y de capital fijo para proyectos de grandes dimensiones. Esto último jamás funcionó y de ahí el amplio recurso al financiamiento externo que evidencia toda la incapacidad para dar vuelo a un circuito de acumulación interna y su aguda dependencia de la dinámica del capital imperialista. El hecho de que en este período el ingreso de capital externo se haya hecho bajo la forma de préstamos y no de inversión directa -que fue insignificante- testimonia también los límites del ciclo expansivo. Las obligaciones con la banca que aparecen en la contabilidad de la deuda, constituyen un instrumento ideal para dar fluidez a la movilidad del capital imperialista, que por esta vía puede remitir hacia el exterior una parte fundamental de la plusvalía .obtenida internamente y que no asume la forma directa de lucro. Para la gran corporación que diversifica sus inversiones a escala planetaria, el Brasil representa una “oportunidad” de valorización del capital, sujeta al desarrollo desigual de los más diversos mercados, a los cuales puede desviar una masa mayor o menor de recursos en función de la rentabilidad esperada. Por esto, la deuda creciente es un síntoma de los mecanismos totalmente precarios e inestables de la acumulación interna, sujeta al movimiento propio del capital imperialista. En el “milagro”, por lo tanto, estaba planteada ya toda la base endeble y frágil de la expansión económica, y la posibilidad latente de una bancarrota por la extrema sumisión al capital financiero, que se tomó en un poderoso acreedor de la nación.
Al indicar los elementos que estimularon las altas tasas de crecimiento del milagro —durante el cual el producto bruto se elevó a una tasa anual promedio superior al 11 por ciento- es necesario incluir también al propio financiamiento y gasto estatales, que creció significativamente. La base del desarrollo de los fondos públicos fue, de un lado, la propia financiación externa ya mencionada, que fue utilizada en buena medida para el desarrollo de ciertos proyectos de infraestructura, sobre todo en el área energética (represas, hidroeléctricas) y del otro lado, el propio proceso de expropiación al que fue sometida la clase trabajadora. Una de las medidas fundamentales en este sentido fue la abolición de toda la legislación previa sobre estabilidad en el empleo y la creación de un fondo de desempleo que abarca a millones de trabajadores. Estos fondos no son controlados por los sindicatos sino por el Estado, a través del Banco Nacional Hipotecario, y constituyeron el resorte fundamental de estímulo al sector de la construcción civil en la época del milagro. El 8 por ciento que los patrones ‘‘aportan" al fondo es bien inferior a la caída del salario real registrada en los años inmediatamente posteriores al golpe del 64, por lo que la base directa del gran negocio de la construcción civil fue la lisa y llana expropiación de los trabajadores. En contrapartida, la acumulación de riquezas en la capa más rica de la clase media y la burguesía constituyó el mercado que absorbió la expansión de construcciones residenciales y de modernos apartamentos en los grandes centros metropolitanos del país. En el polo más miserable de la sociedad crecían, mientras tanto… las favelas y las condiciones de vivienda más miserables.
Se calcula que, en la actualidad, más de la tercera parte de la población de Rio es "favelada", mientras que de las tres cuartas partes de los domicilios a nivel nacional -los que en 1976 no superaban un ingreso total de 5 salarios mínimos-, más del 70 por ciento carecían de instalaciones sanitarias y servicio de agua adecuado. Es la otra cara de la moneda del “boom” de la construcción civil, factor decisivo en la gran expansión de principios de la década pasada.
Ahora bien, si el comienzo del denominado ‘‘milagro económico brasileño" empalma con un período de auge del comercio internacional, su conclusión coincide con la crisis de la economía y el comercio mundial que estalla en 1974. La industria, cuyo desempeño entre 1967-73 se evidencia en una tasa de crecimiento del 12,5 por ciento anual, reduce rápidamente su ritmo de actividad, cayendo a un aumento de su producto del 7,8 por ciento en 1974 y de apenas 3,8 por ciento en 1975. Luego de una recuperación en 1976, en 1977 el crecimiento industrial se reduce a un nivel puramente vegetativo, 2,3 por ciento, el índice más bajo previo a la depresión actual.
En los factores que determinan esta curva descendente, las repercusiones de la crisis mundial se combinan con una serie de desequilibrios propios de la fase expansiva precedente. En primer lugar, la producción agrícola para el mercado interno se retrasa sistemáticamente en relación al crecimiento de la industria y de la masa salarial. El crecimiento de la agricultura en la época del "milagro" quedó muy por debajo del correspondiente a la industria —menos del 5 por ciento en promedio anual. Además, como consecuencia de la mayor integración de la economía brasileña a la mundial, mayores áreas fueron destinadas a la agricultura de exportación, reduciendo relativamente la oferta de alimentos interna. Mientras en el bienio 66/67 las exportaciones representaban apenas 11,9 por ciento de la producción agrícola total, en 1973 este volumen alcanzaba al 18,6 por ciento. Como la exportación es protagonizada por los establecimientos más grandes y/o modernos, el significado de este proceso es doble, porque al mismo tiempo que restringe el mercado interno de alimentos, pauperiza al pequeño productor que lo abastece. El primer fenómeno puede observarse en el hecho de que mientras en la década del 70 el crecimiento de la población urbana fue del orden del 4,5 por ciento anual, la tasa de crecimiento también anual de productos esenciales en la mesa de la población brasileña fue siempre menor: papas 3 por ciento, maíz 2,5 por ciento, arroz 2 por ciento, mandioca 1,3 por ciento, feijao 1,5 por ciento. El segundo fenómeno se revela en la distribución del crédito rural, con el que el financiamiento estatal permitió una fantástica acumulación de los sectores latifundistas y de la gran burguesía en el campo. Téngase en cuenta que el crédito rural llegó a alcanzar un monto similar al valor del total de la producción agraria y que el 80 por ciento de los propietarios rurales (4.000.000) estuvieron sistemáticamente excluidos de los beneficios crediticios. Entre el millón restante con acceso a los financiamientos, la desigualdad de repartición es simplemente fabulosa: el 50 por ciento de “abajo” recibía sólo 7,4 por ciento del total del crédito rural en 1969, proporción que cayó al 5,2 por ciento en 1979, mientras que el 1 por ciento de "arriba" acaparó el 25,7 por ciento en 1969 y el 38,5 en 1979. Es evidente que esta monstruosa concentración está directamente vinculada a la dimensión alcanzada por el desenvolvimiento de la gran propiedad y a la desigualdad sin precedentes -indicada en el capítulo anterior- en la distribución del ingreso en el campo. En lo que respecta al ciclo económico propi3' mente dicho, el atraso en la producción alimenticia llevó a un encarecimiento de los productos esenciales, que acabaron por deprimir todavía más los salarios urbanos. En este sentido, se registra una clara caída en el salario real en 1973, cuando la inflación alcanzó el 26 por ciento, mientras los índices oficia* les -a través de los cuales se indexaban los salarios- fueron manipulados para no superar el 15 por ciento. La consecuente caída del poder adquisitivo de la gran masa urbana fue uno de los factores fundamentales en la rápida quiebra del ritmo de crecimiento industrial, particularmente en la rama de productos no duraderos, que se observa desde 1974.
Un segundo elemento importante en las desproporciones propias de la fase expansiva 68/73, fue el atraso de los sectores productores de máquinas, equipamientos e insumos industri3' les en relación a los de productos de consumo final. En medida en que los primeros no pudieron acompañar el crecimiento de los segundos, aumentó significativamente la importación de los denominados “bienes de capital", proceso que estimulado por las mayores facilidades de financiamiento de exterior e inclusive por subsidios gubernamentales. Esto llevo rápidamente a desequilibrios en el comercio exterior, y ya en 1971 la balanza comercial brasileña era deficitaria, estimulando tanto una serie de medidas de contención de las importaciones, generalizadas desde 1975, con repercusiones inflacionarias como una mayor atadura al mercado financiero internación. La inflación resultante del atraso en este sector colaboró por tanto, también, en la restricción al consumo, que alimentó caída de las tasas de crecimiento desde 1973. La desproporcionalidad en el crecimiento de los sectores tiende, además, provocar desajustes entre los diversos ramos productivos con sobreacumulación de capital en partes del parque producto0 carencia de productos en otros segmentos, lo que afecta al esquema de reproducción en su conjunto. Esto conduce a una serie de estrangulamientos en la economía que, naturalmente luego de una etapa de auge, conducen a la inflexión en la curva de crecimiento. O sea, es el propio carácter anárquico de economía capitalista el que se manifiesta como un componerlo fundamental del agotamiento del ciclo expansivo evidenciado en Brasil a partir del 73 y agravado por su combinación con impactos propios de la crisis mundial.
Desde entonces, a partir de mediados de la década del se plantearon una serie de mecanismos destinados a contornear una caída más profunda de los niveles de actividad económica, mecanismos que implican una serie de contradicciones que son justamente las que, en definitiva, abrirán paso a la profunda crisis actual. Una de las formas por las cuales el régimen militar buscó una salida a las tendencias a la desaceleración del crecimiento económico desde 1974 fue la inversión estatal, que desde entonces ocupa un lugar destacado en la composición de la demanda global. La construcción de Itaipú, los gastos en prospección de petróleo y en proyectos relativos a material de transporte y siderúrgicos, implicaron la elevación del gasto público, que actuó, en primera instancia, como barrera a una desaceleración más aguda del desenvolvimiento de la economía. Pero las bases de esta “válvula de escape” fueron tremendamente contradictorias. Primero, porque se apoyaron en un aumento sin precedentes del endeudamiento externo, las tres cuartas partes del cual, en la actualidad, pertenece a las empresas públicas. Segundo, porque el efecto estimulante de la inversión estatal se encuentra sometido a las propias leyes del mercado capitalista que, en la misma medida en que no se expande, tiende a convertir al activo inmovilizado por el Estado en un peso muerto para la valorización del capital privado en su conjunto. En realidad, no es la intervención estatal, canalizando los flujos de la inversión, la que somete a un principio de racionalidad a la inversión capitalista en su conjunto sino que, al revés, es el gasto estatal el que se ve sometido a la anarquía y a los vaivenes propios del ciclo del capital. Esto se verifica en que una serie de proyectos implantados por el gobierno se encuentran en la actualidad con altísima capacidad ociosa porque no encuentran demanda que los absorba. En esta situación se encuentra el sector de energía eléctrica en manos del Estado, compañías siderúrgicas en al área del acero y aluminio, y la compañía nacional productora de material ferroviario.
Al margen de su intervención directa en el sostenimiento de un determinado nivel de inversión, el Estado en los últimos años desarrolló un amplio programa de subsidios, dirigido a mantener la lucratividad de una serie de sectores económicos agrarios, industriales y comerciales. Es difícil cuantificar el volumen de estos subsidios embutidos en el crédito, en incentivos tributarios y en las propias tarifas de empresas y servicios públicos, pero lo cierto es que condujeron a un estrangulamiento fiscal de enormes proporciones: la deuda pública federal alcanzó en 1981 un valor aproximado de 30.000 millones de dólares.
Hacia el final de la década pasada las "válvulas de escape” utilizadas para atenuar la marcha hacia la crisis se encontraban claramente agotadas. La inflación en 1980 superó el 100 por ciento anual, síntoma de una desorganización profunda de la economía. El crecimiento de los precios refleja, de un lado, la violenta pugna de diversos sectores por elevar su rentabilidad decreciente frente a los explotados .en su conjunto y frente a la competencia de otros sectores capitalistas. Cuando la inflación es tan alta, la tasa "promedio” oculta en realidad una reacomodación generalizada de las diversas empresas, grupos y ramos, que pretenden salvarse o mantener sus lucros a costa de los demás y cuya capacidad para remarcar los precios depende de la conformación del propio mercado y del grado de monopolización del sector al que pertenecen. Por otro lado, la inflación también es un síntoma del endeudamiento global del capital, que permite "estirar” el ajuste de cuentas en función del crecimiento de una masa de capital ficticio, o sea que mantiene transitoriamente la valorización de los activos sin contrapartida en un aumento análogo de la producción real. Los subsidios -la deuda interna- y el endeudamiento externo creciendo vertiginosamente son la expresión justamente de este fenómeno.
El agotamiento de los mecanismos que permitieron contrabalancear las contradicciones resultantes del período del "milagro” y de la recesión mundial 74/75, junto a una nueva fase de esta crisis mundial, llevaron a una situación de depresión profunda, que estalló en 1981.
La más grave recesión desde 1930.
Todavía en 1980 la economía brasileña registró un desempeño "fuera de lo común”, con su producción bruta interna creciendo a 8 por ciento. Era, sin embargo, el último acto previo a la crisis y se reflejó en que tuvo un carácter fundamentalmente especulativo. A fines de 1979, Delfím Netto, el "zar” del milagro, reemplazó a Mario Henrique Simonsen en la conducción de la política económica oficial y prometió evitar la crisis repitiendo la performance de su gestión durante los gobiernos de Costa e Silva y Medici. Desvalorizó la moneda frente al dólar para fomentar las exportaciones, planteó que la inflación se reduciría al nivel del 50 por ciento y que este parámetro marcaría los límites a las tases de interés y a la indexación de los presupuestos oficiales; al mismo tiempo planteó elevar las tarifas públicas para "sanear” las finanzas del Estado y reducir la creciente masa de subsidios a la actividad privada. El tiro, en realidad, salió por la culata: bajo la presión, tanto de la crisis mundial -cierre del mercado, aumento de los precios del petróleo, encarecimiento de las importaciones y caída de los precios de los productos exportados- como de la propia inflación provocada por el aumento de los precios estatales y la desvalorización cambiaría, lo que hubo en realidad fue un "boom” de la especulación. En primer lugar, un aumento notable de los stocks de materias importadas y de insumos financiados con el dólar y las tasas de interés “baratas” -dado el control oficial fijando el costo de ambas a un nivel muy por debajo de la inflación real-. En segundo lugar, un aumento del endeudamiento familiar -por la misma razón- y del consumo, provocado por la caída brutal de la remuneración de los depósitos a plazo fijo, hacia el cual canalizan fondos los pequeños y medios ahorristas. En tercer lugar, un déficit comercial en las transacciones internacionales, en parte estimulado por el abaratamiento de importaciones y en parte por la difícil colocación de las exportaciones en un mercado mundial en crisis. El resultado es que a fines del 80 los stocks se acumulaban en todos los sectores de la economía, el estímulo al consumo provocado por el vaciamiento de las libretas de ahorro se encontraba agotado, la masa de subsidios subía vertiginosamente por la diferencia entre los costos presupuestados a una tasa de inflación muy superior, y la deuda externa superaba los 60.000 millones de dólares.
Para evitar la bancarrota Delfím, a comienzos de 1981, pegó un viraje completo: liberó las tasas de interés y limitó el crédito, anunció cortes drásticos en los gastos estatales, desvalorizó el dólar para importaciones, en aproximadamente 25 por ciento con un impuesto especial (Impuesto de Operaciones Financieras -IOF), y redujo los aumentos salariales -fijados por decreto- de las franjas más altas -entre 10 y 20 salarios mínimos. El detonante de esta modificación de rumbos fue la situación límite alcanzada por la deuda externa y la presión de la gran banca internacional. Todos los órganos de prensa del país coincidieron en apuntar que el cambio en la política eco- nómina se dio luego del viaje de Delfím -a fines de 1980— cuando recorrió las principales plazas financieras acreedoras de Brasil, que reclamaron un plan de "austeridad”, para continuar abriendo las canillas de crédito para el país. En este sentido, las medidas restrictivas de orden crediticio, salarial y fiscal constituyeron un plan de salvataje de los acreedores externos, ya que al final de 1980 las divisas de Brasil se habían reducido a un mínimo y la amenaza de una quiebra formal comenzó a plantearse abiertamente.
En 1981 la economía brasileña entró en una fase de profunda recesión. Los números del retroceso son elocuentes: caída del producto bruto superior al 3 por ciento; caída de la producción industrial próxima al 10 por ciento, con depresión profunda en algunos sectores -que son justamente los que lideraron la expansión en el período anterior. Es el caso de la industria automotriz, cuya producción en 1981 fue un 30 por ciento inferior a la del año anterior. Estas cifras no encuentran paralelo en los últimos cincuenta años de economía brasileña. Mientras se utiliza en la actualidad apenas algo más del 70 por ciento de la capacidad instalada del aparato productivo, el desempleo y subempleo entre la población económicamente activa oscila entre el 25 y el 30 por ciento de la masa trabajadora. La perspectiva de una quiebra generalizada se evidencia en el crecimiento sistemático de convocatorias y pedidos de quiebra que afectan a grandes empresas: una de las principales fábricas siderúrgicas de Minas Gerais (Cimetal); grandes empresas de material de transporte (Ciferal en Río y Coferraz en San Pablo); la mayor empresa de ingeniería para obras públicas paulista (Servitec), apenas para mencionar algunos ejemplos.
En contrapartida, el negocio de los bancos fue fabuloso a lo largo de 1981. El lucro medio de los bancos subió en términos reales en casi un 100 por ciento, y en algunos casos llegó al 400 por ciento, como resultado de la brutal distancia que separa las tasas pasivas (a las cuales los bancos toman los préstamos) y las activas (a las cuales prestan), elevadas sobre la base a la restricción cuantitativa al monto total de créditos, determinada por el gobierno. Esta diferencia entre la sideral ganancia bancaria y las declinantes tasas de lucratividad industrial es en sí misma un síntoma de la crisis y el preanuncio de una fase todavía más aguda de la misma. Esto porque es el endeudamiento impagable lo que comienza a arrastrar las empresas a la crisis, y lo que, a su turno, puede involucrar a los bancos cuando el volumen de créditos incobrable se torne una fuente de pérdidas netas. En este sentido, las altas tasas de interés, más que una de las “causas” de la recesión son el reflejo del riesgo creciente al cual está sometida la actividad bancaria en una época de crisis. Cuando se plantea que la “culpa” de esta última es de los banqueros y sus altas tasas de interés se declara de hecho la “inocencia” del capitalismo como tal, como si la crisis fuese un fenómeno exterior al propio capital y al modo de producción que le corresponde.
Si en 1981 el desempeño económico fue el peor que registra Brasil en medio siglo, los pronósticos indican una situación de estancamiento para el presente año y una profunda depresión para 1983, en función de las recientes medidas económicas aprobadas por el gobierno y publicadas a fines de octubre en un documento titulado “Programación del sector externo para 1983”. El “objetivo fundamental de la política económica en 1983” —afirma el documento— es el de “viabilizar la continuidad del proceso de endeudamiento externo”, para lo cual se plantea un corte drástico en las importaciones con el objeto de generar un superávit de 6 mil millones de dólares, destinados a cubrir el pago de intereses y amortizaciones de la deuda. Esto último, por sí sólo, alcanzará en 1983 a un monto de 16.000 millones de dólares, sólo en lo que se refiere a la deuda de medio y largo plazo. El propio gobierno -que esconde sistemáticamente la cifra de la deuda de corto plazo que sería del orden de más de 15.000 millones de dólares- admite que es imposible obtener nuevos créditos para reciclar esta deuda y de ahí la necesidad de obtener un saldo positivo en el intercambio comercial para cubrir el “agujero”: “tratase de conciliar el volumen disponible de préstamo… de los bancos internacionales para el Brasil, determinándose así el superávit mínimo necesario de la balanza comercial" -se dice en la referida “Programación". Un articulista de un importante diario paulista caracterizó el documento como “una carta de satisfacción a los banqueros internacionales… un acta de rendición incondicional”. Es que alcanzar un superávit de la magnitud indicada, que no tiene precedentes en el país, a través del corte de importaciones, significaría una parálisis del aparato productivo por la vía de la falta de insumos esenciales, agravado por la retracción mayor prometida en términos de gasto público y crédito.
En realidad, todo el objetivo actual del gobierno es evitar una declaración formal de quiebra, toda vez que las reservas de divisas se encuentran agotadas (considerada información ' estratégica", el monto de las mismas dejó de ser publicado dos meses atrás) y el país se encuentra de hecho insolvente. La posibilidad práctica de alcanzar el superávit comercial indicado carece aquí de importancia, porque no se trata de ver la viabilidad técnica del objetivo: lo fundamental es que en la misma medida en que se plantea “viabilizar” el pago a los acreedores, no existe otra salida que someterse a los avatares de la crisis mundial y de la presión del capital financiero imperialista. Para un sector del gobierno representado por los ex ministros Octavio Bulhoes y Roberto Campos, se trata de orientar la actual crisis en el sentido de “reestructurar” la economía en función de una aún mayor integración del Brasil con la economía mundial, para lo cual plantean eliminar la masa de subsidios todavía existentes y dejar que la depresión actual “limpie” a los sectores más ineficientes, dejando en pie a los grupos más competitivos en el mercado mundial, particularmente aquellos vinculados a ciertos productos agropecuarios y explotación mineral, área en la cual el país dispone de abundantes recursos. De ahí que surjan una serie de planteos sobre la “obsolesencia" del parque industrial y de críticas al “déficit” público, que apuntan justamente a fundamentar la política de ajuste a la crisis en favor de una nueva onda de concentración y centralización del capital, que beneficiará a los grandes pulpos extranjeros y a sectores del gran capital nacional. Es este el sentido fundamental de la política actual del gobierno, lo que marca una tendencia a la profundización de la actual recesión.
Crisis económica y opresión nacional.
Según un informe reciente del bien informado “Wall Street Journal”, Brasil es el más grande deudor del mundo, seguido por México: al final del corriente año, el endeudamiento del primero alcanzaría los 87.000 millones de dólares, contra 81.000 del segundo. Las cifras se encuentran subestimadas, porque no incluyen los intereses de la deuda. Este año, por ejemplo, Brasil pagó, sólo en concepto de intereses (lo que no altera en nada el monto global de la obligación con los acreedores externos) 11.000 millones de dólares, más del 50 por ciento del total de sus exportaciones. Se calcula, además, que el pago de los intereses y amortización cada tres años equivale a un monto aproximado a toda la producción industrial de un año; esto en la octava economía del mundo por volumen de producción industrial. Este problema se ha convertido en uno de los puntos clave de la actual crisis brasileña, poniendo de relieve el carácter atrasado y semicolonial del país. La enorme deuda, en definitiva es una expresión del carácter de nación oprimida por el imperialismo, que es propio de Brasil como del conjunto de países incorporados tardíamente al mercado mundial a partir de la expansión del capitalismo metropolitano y de la división internacional del trabajo resultante.
En el mercado mundial los países atrasados ocupan una posición similar a la de una pequeña o media empresa frente al gran monopolio: en la distribución de la plusvalía producida este último consigue lucros extraordinarios a partir de su posición dominante en la órbita productiva. El monopolio -característica distintiva de la actual etapa capitalista- es la negación de la libre competencia. El monopolio tiende a negar la ley del valor, apropiándose, a través del control del progreso técnico y del intercambio desigual de la plusvalía producida en los segmentos no monopolizados. O sea que, en relación a estos últimos se encuentra en condiciones de obtener siempre tasas superiores de ganancia en relación a la media existente. Esto se aplica también a la relación entre los países semicoloniales y los imperialistas en la economía mundial. En la cadena del mercado mundial los primeros sirvieron históricamente como fuente de superlucros extraordinarios para el imperialismo. En la última década, la masa de lucros obtenida con el capital financiero por sus aplicaciones en los países atrasados se .convirtió en una fuente esencial de sus ganancias.
El origen del endeudamiento reciente de Brasil y de una serie de países periféricos de las economías avanzadas está directamente vinculado a la crisis de la economía capitalista mundial que se plantea desde inicios de los años 70, al agotarse el ciclo expansivo que se montó sobre la base de la colosal destrucción de fuerzas productivas resultante de la Segunda Guerra Mundial. La crisis es la manifestación de una sobre-acumulación de capital, que no encuentra oportunidades para la inversión productiva, y la razón última del fantástico crecimiento de los mercados financieros internacionales en la última década y ‘media, particularmente del llamado euromercado, donde se concentra la banca acreedora que recicló los fondos excedentes ociosos hacia los países que hoy se encuentran al borde de la bancarrota y hacia los sectores capitalistas en dificultades de los propios países avanzados, que también están en situación de quiebra en la actualidad. Esta banca, que movilizaba depósitos del orden de 15.000 millones de dólares en 1964, maneja en la actualidad fondos que giran alrededor de 1 billón de dólares. Es decir, un crecimiento de 60 veces en el lapso de quince años, evidencia del monumental parasitismo de la economía capitalista mundial.
Las altísimas tasas de interés que Brasil paga por los préstamos recibidos —y la caída de los precios de sus productos de exportación- fueron los medios a través de los cuales se produjo una transferencia de recursos sin precedentes hacia los acreedores imperialistas. Un cálculo publicado recientemente en prensa muestra que sin el aumento de las tasas de interés internacionales que se produjo a partir de 1978 -y en el caso de que los precios de sus productos importados y exportados se hubieran mantenido en una relación análoga a la de aquél mismo año, la deuda externa del país sería 50.000 millones de dólares menor que la actual. Apenas por el aumento de los intereses, sobre el nivel de cuatro años atrás Brasil pagó un plus de 15.000 millones de dólares. De este modo la deuda es un instrumento de descapitalización del país, descapitalización que se toma en una colosal expropiación de la economía nacional cuando la crisis llega a su auge y toma la forma de fuga de capitales. Por ejemplo, la evasión de divisas de México y Argentina, que según los datos más modestos superan los20.000 millones de dólares en el primer caso y una cifra mayor en el segundo, aparecen en la contabilidad como “deuda” de los países hacia el exterior. En Brasil, este fenómeno ya estaría en pleno funcionamiento y según una reciente denuncia de la prensa entre 600 y 800 millones de dólares por mes estarían siendo contrabandeados hacia el exterior. Este fenómeno de especulación contra el cruzeiro nos revela toda la fragilidad del Estado semicolonial, que permite el fraude y el contrabando de divisas en la misma medida en que no toca al gran capital, que especula y obtiene lucros increíbles a través de la propia crisis -por medio del contrabando, del juego con las diversas tasas de cambio y con los subsidios estatales a la captación de más dólares para recomponer la capacidad de pago.
El hecho de que ningún sector de la oposición burguesa plantee la ruptura de los mecanismos de exacción imperialista, por la vía del desconocimiento de la deuda, revela la incapacidad congénita de la burguesía nacional de los países atrasados para asumir una política antiimperialista consecuente. El PMDB, hacia el cual se han volcado sectores del capital nativo que procuran escapar a la quiebra generalizada que está planteada, ha evitado hasta el momento formular cualquier medida de ruptura con la gran finanza internacional, a la cual acusa de “administrar al país”, por la vía de la enorme hipoteca que significa el endeudamiento. El planteo más audaz es el de algunos sectores de la oposición —como es el caso del renombrado economista Celso Furtado— que propugnan una renegociación gubernamental de la deuda entre Brasil y otros países deudores- y los gobiernos de los países acreedores. Como cualquier tipo de reescalonamiento de los pagos dejaría a los bancos acreedores con problemas de solvencia frente a sus depositantes, lo que se plantea es un operativo de rescate común de la banca: los gobiernos de los países capitalistas metropolitanos pagarían las deudas de los propios bancos a cambio de algún tipo de título público que el banco pagaría a plazos, en contrapartida por la reestructuración de pagos de sus propios deudores. Por esto es que se habla de una negociación de gobierno a gobierno. De cualquier modo se trata de un planteo de salvataje de la banca y no de combate por abolir la relación de explotación propia del capital imperialista.
Otra serie de economistas de nota del PMDB plantean que la política recesiva del gobierno es “incompetente” porque la depresión económica no resuelve los problemas económicos que dice querer superar, fundamentalmente la crisis fiscal y la del sector externo. Al revés -afirman- la recesión al reducir la producción reduce también la masa tributaria a recaudar y no alivia el estrangulamiento de las cuentas estatales. Además, sólo una política de reactivación con utilización plena y eficiente de los recursos permitiría elevar a la competitividad de las exportaciones y permitiría obtener superávits en el comercio internacional, de manera de aliviar la carga del endeudamiento. Esta presentación del problema procura transformar la crisis en una cuestión técnica, de “competencia” de la política económica, omitiendo el hecho de que la crisis es inherente al modo de producción capitalista porque solamente así se produce, la desvalorización de los elementos del capital que permiten re-componer su rentabilidad decreciente, base de toda depresión capitalista. Desvalorizar el capital constante y el capital variable significa crear las condiciones para tal recomposición de la tasa de ganancia y esta desvalorización se da a través de las quiebras, de nuevas formas de centralización y concentración, de la depreciación del salario (superexplótación, etc….). La política económica puede retardar o acelerar este proceso y, eventualmente, orientar en determinado sentido la inevitable expropiación que significa la propia crisis en relación a una u otra fracción del capital. Cuando Delfím Neto afirma que todos los males brasileños son de responsabilidad exclusiva de la crisis mundial, lo que está ocultando es que su propia política materializa la presión del gran capital financiero e imperialista, que lleva a la expropiación, no apenas de los sectores menos resistentes del capital nativo, sino, fundamentalmente, de los trabajadores y explotados del país.
Desde el punto de vista capitalista la bancarrota de un país atrasado como el Brasil plantea la posibilidad de una alternativa nacionalista, para lo cual el país podría aprovechar las ventajas comparativas que resultan de su propio atraso: mano de obra barata, recursos naturales, frontera agrícola, etc. . .. Esto sería posible atacando al gran capital, que por su naturaleza monopolista tiende a bloquear la industrialización nacional y un amplio desarrollo del mercado interno. Esto sería progresivo desde el punto de vista del desarrollo de las fuerzas productivas nacionales, pero la burguesía nacional es incapaz de llevar adelante semejante empresa porque esto significaría poner en pie de guerra a la nación contra el imperialismo. El antiimperialismo consecuente conduce al socialismo y no a un desenvolvimiento pujante del capitalismo nacional. Por su voluntad de no escapar a los límites políticos de la burguesía nacional, los economistas de la oposición formulan una política alternativa que omite cualquier medida real de ataque al imperialismo (confiscación de los grandes “trusts", estatización de los bancos, desconocimiento de la deuda externa, etc….) y se limitan a plantear modificaciones instrumentales de política económica que carecen de cualquier perspectiva, tales como reducción de las tasas de interés, tasas múltiples de cambio, etc. Un planteo alternativo semejante a la "alternativa" de Cavallo a Martínez de Hoz. Igual que el primero el programa alternativo del PMDB es claramente antiobrero, una vez que se opone a cualquier elevación masiva del salario real y a la implantación del salario desempleo. Esto después de una década y media de salarios supercontrolados, con la mitad de las familias brasileñas viviendo abajo de los niveles de subsistencia y con un desempleo equivalente a un cuarto del conjunto de los trabajadores del país.
Lamentablemente el PT que también acaba de lanzar un "programa económico” para el "corto plazo”, ha sido incapaz de superar las propuestas de la oposición burguesa. Sólo en algunas reivindicaciones de tipo sindical -escala móvil de salarios y de horas de trabajo, salario desempleo- existe una diferencia observable. En lo demás, y en un escrupuloso respeto por el "cortoplacismo” no se formula consigna antiimperialista ni anticapitalista de ningún orden. No se contempla ninguna medida confiscatoria ni de control obrero contra la propiedad privada. El programa fue elaborado por economistas emigrados del PMDB y en un reciente debate público, un líder de este último no tuvo problemas en declarar que, en lo fundamental, coincidía totalmente con el documento petista.
Lo que también se omite en el programa del PT es lo esencial: la crisis actual, porque es una crisis del capital no puede resolverse sino a través de un proceso de expropiación, y la cuestión clave en este caso es: ¿quién expropia a quién?, ¿el gran capital expropia a los hambrientos y explotados, a la clase obrera y a los pequeños propietarios de la ciudad y del campo, o la mayoría nacional expropia al imperialismo y al gran monopolio capitalista, raíz de la miseria y la desigualdad de la nación oprimida? Formulado en estos términos, la alternativa surge claramente, es decir: contra la expoliación del imperialismo y la crisis que revierte en miseria, superexplotación y carestía para las más amplias masas, lo que se plantea es confiscar al gran capital, nacionalizar la tierra y expropiar al gran latifundio, estatizar la banca y el comercio exterior, romper todos los pactos con el imperialismo y plantear la investigación y moratoria unilateral de la deuda externa, etc. En la misma medida en que la crisis toma un carácter generalizado, las consignas que superan la mera reivindicación defensiva y profesional de los explotados, se imponen como un resultado de la propia experiencia de las masas y de la generalización de su lucha y resistencia. La crisis es un hecho, lo que se trata de determinar es si la salida a la misma será una salida capitalista, basada en el deterioro todavía más profundo de las ya miserables condiciones de vida de la población o si, por el contrario, se la plantea en términos de ataque a la anarquía y el parasitismo que corresponden al gran capital monopolista.