Trotskismo y “Tanguedia”

Acerca de una “farsa” de Horacio Tarcus


En un artículo reciente (1), H. Tarcus analiza la obra y trayectoria de dos pensadores marxistas argentinos. Silvio Frondizi y Milcíades Peña constituirían una vertiente “olvidada” de dicha doctrina en nuestro país, caracterizada por un rasgo común a ambos: ser los representantes de “la visión trágica en el pensamiento marxista argentino”. Aunque el autor afirma que se trata de una introducción a un trabajo más amplio, el artículo es lo suficientemente extenso como para poner en evidencia los objetivos (y los métodos) políticos e intelectuales de H. Tarcus. El principal de esos objetivos sería el “intento de constituir una tradición de marxistas críticos en nuestra cultura”. Veamos pues.


Para Tarcus, la intelectualidad marxista argentina habría vivido un drama histórico: “La relación de los intelectuales marxistas argentinos con las direcciones políticas fue siempre tensa, y colocaba a los primeros en un dilema costoso: quedarse en las filas del partido para ilustrar teóricamente la línea oficial bajo la tutela de la dirección, o alejarse y producir en libertad al precio de un aislamiento gravoso… los intelectuales marxistas argentinos de esta época liberan sus potencialidades creativas cuando, no sin dificultades ni sin costos graves, logran romper con las estructuras políticas que los constriñen”. El que crea que estas palabras se ajustan como anillo al dedo a la relación entre el stalinismo y la intelectualidad de izquierda, se llevará una gran desilusión (dígase de paso que, si así fuera, esto no constituiría ninguna peculiaridad argentina), pues Tarcus se refiere al conjunto de los partidos de izquierda, “desde el viejo Partido Socialista hasta la más pequeña organización trotskista, pasando, desde luego, por el entonces poderoso Partido Comunista” (sic). Se prescinde, pues, de la diversa base de clase, y de los diferentes (y, a veces, diametralmente opuestos) objetivos políticos e históricos de dichos partidos, para caracterizarlos en común como enemigos iguales de la actividad intelectual “en libertad”, y esto vale tanto para los que defendían los campos de concentración stalinistas y rompían huelgas en la Argentina, como para los que luchaban contra esos campos y desarrollaban una actividad clasista en el movimiento obrero.


 


El enemigo de la inteligencia de izquierda argentina habría sido, de este modo, el “Partido” en general. Si esto fuera realmente así, no sólo Peña y Frondizi habrían sido puestos frente a una alternativa trágica, sino el conjunto de la intelectualidad de izquierda argentina: someterse a un ente que, cualquiera que fuese su cuño político, existiría para impedirles pensar, o romper con el “Partido” (o sea, con toda actividad política organizada), dejando, en este caso, de ser marxistas (por lo menos, si entendemos la teoría revolucionaria como la entendía el propio Marx, como unidad de teoría y práctica, o como una “guía para la acción”). Tarcus (que, líneas más adelante, nos acusará de “falta de perspectiva historiográfica”: de te fabula narratur) ni se da al trabajo de enunciar las causas (históricas, historiográficas, o lo que sea) de esta peculiaridad del marxismo, o de los partidos de izquierda, en el Cono Sur, pese a lo cual no vacila en transformarla en el axioma de toda su demostración posterior. Si Tarcus se hubiese detenido a pensar en el asunto, habría comprendido (tal vez) que semejante impasse ontológico “argentino” en las relaciones intelectualidad/partido, significaba no sólo la esterilidad de la intelectualidad de izquierda, sino el propio certificado de defunción del (o de los) “partidos”, pues éstos quedarían imposibilitados de formular un programa histórico de revolución social —programa que, por lo menos en la primera etapa de organización de los núcleos de la vanguardia revolucionaria, sólo puede ser formulado por representantes de la intelectualidad. Pero éstos serían los problemas que un marxista se formularía frente a una constatación como la de Tarcus: veremos ahora que la pretensión de Tarcus de considerarse marxista (crítico o no) es, por lo menos, absurda, y hasta cierto punto, curiosa.


 


Sentada su premisa, Tarcus procede a clasificar pedantemente a los intelectuales de izquierda argentinos en las diversas comentes políticas (socialistas, comunistas, trotskistas, peronistas, nacionalistas, etc.), relatando de paso las vicisitudes que todos tuvieron con sus “Partidos”. De más está decir que esa clasificación socio-museológica es perfectamente inútil, porque está desligada de la base histórica y social de las diversas opciones políticas, la cual sería la única capaz de tornar inteligible, no sólo las divisiones de la intelectualidad argentina, sino principalmente su dinámica (su historia), además de constituir el único abordaje marxista posible del problema. El membrete “intelectual” adherido a cada uno se sobrepone a sus opciones políticas y a la base de clase de ellas: los intelectuales, sin embargo, no constituyen una clase social (no sabemos si Tarcus opina lo contrario, porque siquiera roza la cuestión) sino una capa o camada que se distribuye entre las diversas clases y sus expresiones políticas, no de manera arbitraria, sino como consecuencia del desarrollo de la lucha de clases en cada País y mundialmente. Tarcus se propone analizar a Peña y a Frondizi, pero comienza no comprendiendo lo más elemental, lo que constituye el mérito histórico básico de ambas figuras: que al abrazar la causa del trotskismo se vinculaban históricamente al proletariado nacional e internacional y a sus intereses históricos, a diferencia de aquéllos que, a través del peronismo o del stalinismo, unieron sus destinos a los de la burguesía o la burocracia rusa (a veces a ambas, como ilustra la trayectoria de Rodolfo Puiggrós, Juan José Real y otros) con todas las prebendas consecuentes. La problemática gramsciana del “intelectual orgánico”, sin referirse a la clase social a la que se vincula esa organicidad, es un embuste pseudo-intelectual (del cual Gramsci no es responsable, pues él sí se refería a ella).


 


El enfoque abstracto y a-clasista, metodológicamente hablando, de la intelectualidad, lleva a barbaridades en la apreciación histórica de los personajes: Tarcus, que distribuye elogios entre todos los "intelectuales” por su condición de tales, llega a vislumbrar “audacia política” en la trayectoria de un Jorge Abelardo Ramos. El ex plumífero de Perón y del Estado en el diario “Democracia”, que concluyó como embajador de Menem en México, pasando por el apoyo a Onganía y a Galtieri, y hasta al presidente norteamericano Eisenhower, seguramente sonreiría por el honor inesperado que le otorga este “izquierdista”. Digamos de paso que este “audaz intelectual”, supuestamente liberado de la presión constreñidora del “partido” (pero no de la presión “dulce” del Estado), se caracterizó también por construir pequeños “partidos”, al servicio de sus mala-barismos políticos, en los que reinaba como sátrapa “ilustrado” (y ahí sí que no valía la “libertad de creación”), “partidos” que probablemente hayan sido las entidades políticas argentinas que mejor respondieron al calificativo de “sectas” (pues se estructuraban en tomo a la adoración del déspota), calificativo que Tarcus reserva exclusivamente para el trotskismo, lo cual es perfectamente lógico en su enfoque y en su ignorancia.


 


Pues Tarcus, que poco tiene para decir sobre la naturaleza de clase de la intelectualidad vinculada al peronismo, al stalinismo o a la social democracia, descubre en el trotskismo todos los defectos posibles: “El trotskismo orgánico, partidario, nunca dio muestras de orientar una política intelectual destinada al estudio de la historia argentina, la estructura de clases de su sociedad, o sus tradiciones políticas… el desencuentro entre la tradición trotskista y la historia es un fenómeno no sólo local, sino mundial… Se concentró en los grandes debates ideológicos internacionales antes que en el estudio de la realidad argentina… su fe (de Peña y Frondizi) en el socialismo no era dogmática, y en esto se diferenciaron del trotskismo vernáculo”, etc. La artillería de Tarcus tiene un blanco preciso. Pero es una artillería leve: no consigue sino repetir el cliché histórico del nacionalismo contra el internacionalismo marxista (preocupación con la lucha de clases mundial, en detrimento del conocimiento de la realidad y tradiciones nacionales, que el nacionalismo separa metafísicamente de las internacionales), que fue también el pretexto de todos los marxistas pasados con armas y bagajes al nacionalismo o al peronismo. En cuanto al análisis de la realidad social e histórica argentinas, realizada no sólo por “autores de extracción trotskista”, sino por organizaciones trotskistas, no sólo está lejos de ser despreciable (quien esto escribe publicó tres volúmenes para tratar de demostrarlo, los números 91,133 y 135 de la “Biblioteca Política Argentina”, del Centro Editor de América Latina) sino que, en varios casos, se sitúa entre lo mejor de la producción intelectual argentina a secas (como lo reconoce, por ejemplo, el nacionalista Juan José Hernández Arregui en La Formación de la Conciencia Nacional). Lógicamente, contiene también enormes debilidades, que sólo pueden ser evaluadas en función de su objetivo: formularlas bases para un programa revolucionario en Argentina, pero es difícil discutir esto con quien comete el error primario de contraponer abstractamente las realidades nacional e internacional.


 


Para H. Tarcus, lo importante no es que Peña y Frondizi hayan sido trotskistas (a pesar de que este hecho constituyó la carta de identidad política de ambos: no partir de ese hecho es simplemente una aberración historiográfica), sino que hayan pertenecido a la amplia cofradía de los “intelectuales”, ocupando dentro de ella la posición de “marxistas (o intelectuales) trágicos”, condición ésta al parecer más importante que la de marxistas o trotskistas. Parece ser que a Tarcus le interesa el hecho de que ambos hayan fracasado como dirigentes trotskistas (hecho que para Tarcus sería una virtud, pues revelaría la sacrosanta rebeldía del intelectual contra el gran malhechor, el “partido”), y la posibilidad, a partir de ahí, de utilizarlos como argumentos contra el trotskismo. Peña concluyó rompiendo con la corriente política que ayudó a formar (el morenismo) y Frondizi fue testigo del fracaso de la organización política que tentó afanosamente construir (Praxis). Pero no existe la menor posibilidad de utilizarlos de esa manera: Peña, el más dotado intelectualmente de los dirigentes morenistas, pasó parte de su tiempo en esa comente dedicado a ilustrar intelectualmente las piruetas políticas de aquél a quien J. E. Spilimbergo llamó “su increíble maestro” (afirmar, como lo hace Tarcus, que en su posterior revista Fichas Peña “sostendrá la crítica más despiadada de las estrategias entristas” —en el peronismo— es deformar la realidad para adaptarla a objetivos preconcebidos: las escasas referencias en Fichas al “entrismo” morenista son justificativas, cuando no elogiosas). Y presentar a Frondizi como un modelo de antidogmatismo y antiburocratismo, cuando los mejores esfuerzos de su vida fueron consagrados a construir una organización a su imagen y semejanza (sus miembros eran llamados “discípulos”) es, en la mejor de las hipótesis, una broma. Lo único que Peña dijo de nuevo en Fichas, una vez fuera del “partido”, fue su descubrimiento del “quietismo y conservadurismo” de la clase obrera argentina, teoría que precisó apoyarse en un esquema anticientífico y antimarxista (2), y que en realidad fue una justificación ex post-facto de la (fracasada) táctica llevada adelante por Moreno y su grupo durante diez años, que Peña justamente había teorizado, sin llegar a romper nunca con su concepción, sino apenas con la organización que la llevó adelante, y éste fue justamente el talón de Aquiles de Peña como trotskista. Justificar a posteriori las limitaciones teórico-políticas de Peña, atribuyéndolas a una especie de gen trágico de su existencia, está lejos de ser un homenaje a ese importante militante y teórico, no siendo, en el mejor caso, más que malabarismo intelectual.


 


Peña y Frondizi, “intelectuales (o marxistas) trágicos”: ¿de dónde viene esa idea? El mentor ideológico de Tarcus es, obviamente, el teórico franco-brasileño Michael Lowy, de quien Tarcus tomó prestado, no solamente (ni principalmente) la idea, sino el propio título de sus obras (marxismo olvidado”, “para una sociología de los intelectuales revolucionarios”… en Argentina, “marxismo trágico”). No reprocharemos aquí a Tarcus su falta de originalidad, inclusive hasta el plagio. Ni es el lugar aquí para discutir el trabajo de Michael Lowy, bastante amplio, en quien el interés inicial por la obra de marxistas “sui generis” (como G. Lukács, E. Bloch, W. Benjamín) del período de entre-guerras, se fue desdoblando cada vez más en el descubrimiento de elementos “revolucionarios” en el cristianismo (Teología de la Liberación), en el mesianismo judío, en el anarquismo mesiánico, etc., acompañado del descubrimiento de defectos cada vez más numerosos en el marxismo, cuya “ruptura con el patrón productivista del capitalismo y con las bases de la moderna civilización burguesa no fue suficientemente revolucionaria. Marx y los marxistas han seguido a menudo la huella de la ideología del progreso característica de los siglos XVIII y XIX… Marx no siempre superó el modelo burgués-positivista, basado en la arbitraria extensión del paradigma epistemológico de las ciencias naturales a la esfera de la historia” (3). Ni tampoco vamos a ocuparnos del hecho de que Lowy no ha conseguido, hasta ahora, justificar afirmaciones tan perentorias, ni de los vínculos entre su evolución ideológica y la descomposición de la corriente política a la cual pertenece (el Secretariado Unificado de la IV Internacional).


 


Digamos, sin embargo, que Lowy parte, para analizar la “visión trágica” de Lukács del hecho de que “se inserta en el marco general de la crisis ideológica de la intelligentzia centroeuropea, en la que participaba directamente, a través de los círculos intelectuales alemanes y húngaros” (4), o sea, parte de un proceso ideológico-cultural que tuvo una base social (Lowy hace una caracterización de la intelectualidad como capa social) e histórica (Lowy caracteriza a la crisis de la intelligentzia centroeuropea como parte de la crisis social de estos países). Nada de esto se encuentra en Tarcus, para quien el contexto histórico y social se reduce a una clasificación pedante de personas, partidos y textos, agrupados de modo más o menos arbitrario, donde la “tragedia” de Frondizi y Peña se vincula a avatares de su vida personal.


 


En el caso de Frondizi, la “tragedia” habría nacido en su ruptura con el liberalismo original, con una aguda conciencia de los impasses y contradicciones de éste. Ahora bien, el pasaje del liberalismo al marxismo fue un proceso bastante común, en Argentina y en el mundo entero, y hasta donde se sabe, no existe ninguna “visión trágica” a ser pagada como precio por tal operación: por el contrario, en los ejemplos más conocidos, los que efectuaron tal pasaje parecen haberse tornado más optimistas (vide Franz Mehring) y hasta más saludables. En cuanto a vincular la muerte trágica de Silvio Frondizi (asesinado por la Triple A en 1974) con su “visión trágica", esto porque amigos le habrían recomendado abandonar el país poco antes, ello significa: a) Presentar el asesinato de Frondizi como una especie de suicidio “sui generis” (la decisión sensata hubiera sido rajarse); b) despreciarla decisión consciente de Frondizi (esto es, no determinada por un “super-ego” trágico) de continuar en la lucha en su país a pesar de las amenazas, decisión tomada en la misma época por centenas de militantes, intelectuales, sindicalistas, etc. (¿“trágicos” ellos también?), en momentos en que el proletariado argentino evidenciaba el vigor clasista originado en el “cordobazo”, que tendría su mayor manifestación en la huelga general de junio-julio de 1975, condiciones en las cuales ningún militante podría pensar en una victoria ineluctable de la derecha asesina. En suma, sería un insulto, si no supiéramos que se trata sólo de un lugar común de la charlatanería pequeño-burguesa actual, a la cual Tarcus se afilia afirmando que felizmente, en la Argentina de hoy, “ya no hay espacio para la euforia militante” (sic). ¡Qué vergüenza!


 


En Peña, la “tragedia” consistiría en su visión de los impasses de la historia argentina, que Peña, como marxista, atribuía a la incapacidad histórica de la burguesía argentina (o de sus sustitutos militares o pequeño-burgueses) en realizarla revolución democrática, y que Tarcus atribuye a la “visión trágica” de Peña, con lo que se desprecia todo el valor de su obra historio-gráfica (que Tarcus, por razones misteriosas, saluda con entusiasmo). En cuanto al impasse histórico de la clase obrera detectado por Peña, ya dijimos que se vincula a su defectuosa asimilación de su propia trayectoria política. Ya vincular el suicidio de Peña, a los 33 años de edad, con su “visión trágica” de la historia es cosa de imbéciles, por no decir algo peor. Y poner este suicidio en el mismo plano “trágico” que el asesinato de Frondizi por la Triple A prohijada y organizada por el mismo gobierno peronista que era apoyado a rajatablas por otros miembros de la “cofradía” intelectual (incluyendo al titular de la lista electoral por la que Frondizi fue candidato a senador en 1973, el ya nombrado Jorge A. Ramos), lo que revela que tal cofradía sólo existe en los sueños tontitos de la cabecita de Tarcus; poner el suicidio de un ex militante en el mismo plano "trágico” que el asesinato de un militante (con el mayor respeto por la decisión suicida de Peña, cuyas razones últimas nadie puede pretender conocer) significa mezclar cosas de diverso orden hasta revelar que lo único "trágico” en pauta es la pluma del analista, que en su empeño en buscar un marxismo trágico en Argentina, acabó sólo descubriendo el antimarxismo cómico.


 


Tarcus, generoso y afirmativo con todos los autores que cita (y son muchos), cualquiera que sea su cuño político e ideológico, sólo reserva palabras duras para mis trabajos sobre la historia del trotskismo argentino, publicados hace casi diez años (5): “falta de perspectiva historiográfica”, “enfoque cerradamente partidario”, “corte apocalíptico en 1964: antes y después de la aparición de Política Obrera… la Verdad se abre camino y se encama mágicamente en un puñado de hombres casi ajenos a la historia anterior… hasta 1964… es una sucesión ininterrumpida de errores, malentendidos, claudicaciones y corrupción”, etc. El único mérito sería, al parecer, el “encomiable esfuerzo de documentación”.


 


Se trata de un punto secundario, inclusive porque el crítico carece hasta de ese último mérito de la documentación. Digamos simplemente que: 1) Tarcus condena totalmente una obra publicada en tres volúmenes sin citar una sola línea de la misma en su apoyo. Decir que ese procedimiento (en un articulito donde lo que no faltan son citas) es poco serio, es elogiarlo; 2) Publiqué tales trabajos como militante de Política Obrera (actual Partido Obrero), o sea, como militante de la única corriente política argentina que es capaz de plantear abiertamente un balance histórico de la izquierda, del trotskismo y de sí misma; 3) El carácter pionero de la obra invitó a la crítica y la profundización. Pierre Broué, en los Cahiers Léon Trotsky elogió la reconstitución histórica, criticando la ausencia de un cierto “carácter nacional argentino”, que condenaría a los trotskistas argentinos a la esterilidad (!). Julio N. Magri, dirigente del Partido Obrero, también criticó ciertos aspectos del trabajo, proponiendo enfoques y formulaciones superadores (en Política Obrera N° 336, y en los números ya publicados de En Defensa del Marxismo)', 4) La fundación de PO es analizada en el último capítulo del segundo volumen, o sea, ya transcurridos más de dos tercios de la obra. La visión de Tarcus de esos dos tercios previos es antojadiza (el esfuerzo de todos los trotskistas surgidos a partir de 1929 es rescatado, reivindicado y reconstituido) y ni vale la pena referirse a ella. No hay “antes y después (PO o 1964)”: cuando los PCs realizaban esa operación antihistórica, el "antes” se reducía a un simple prólogo; 5) El surgimiento de PO es situado históricamente, mencionándose: la crítica de Silvio Frondizi y del grupo Praxis al oportunismo y las concepciones morenistas, las críticas de El Proletario (Lima), las críticas de Peña a Frondizi, los debates sobre foquismo y maoísmo de la época, las vacilaciones del núcleo inicial de PO, etc. Además del contexto histórico de crisis de la burocracia peronista y de las tentativas izquierdistas de una alianza con ella, y de las causas de ambas crisis en el desarrollo de la lucha de clases. Es, sin embargo, insuficiente (futuras obras corregirán y mejorarán lo hecho), pero es mucho más que descubrir un “marxismo trágico" situado en el aire (o en la cabeza de un imitador); 6) Como marxista, reivindico la continuidad de casi tres décadas de política revolucionaria, contra el pantano del oportunismo de la izquierda argentina, inclusive "trotskista” (que llevó, por ejemplo, al reciente desastre del Mas), y contra la represión y los asesinatos: lógicamente, reivindico a la organización que sustentó esa continuidad; 7)Last but not least, mis trabajos no fueron objeto de censura previa "partidaria”, sino alentados (los primeros capítulos fueron publicados en la revista Internacionalismo, publicada a inicios de los años 80 por PO y la Tendencia Cuarta Intemacionalista, abriendo inclusive un debate partidario).


 


Argumento supremo de Tarcus: no respondo a la pregunta: “¿Por qué una organización con posiciones siempre justas sigue reducida, a casi 30 años de su creación, a una mínima expresión y no logró constituirse en una corriente expresiva significativa del pueblo argentino?”. En casi tres décadas PO creció de un puñado de militantes iniciales hasta una fuerte organización, estructurada en los centros neurálgicos de la lucha de clases, con creciente influencia política, participó en los grandes debates nacionales y en todas las grandes movilizaciones, mantuvo una permanente lucha teórica por el marxismo, presenció el hundimiento de la mayoría de las organizaciones de izquierda surgidas en ese período, ganó una reconocida autoridad política internacional participando en los debates centrales en la lucha por la IV Internacional, preservó su organización y su intervención en la lucha de clases en las condiciones de una dictadura asesina de 8 años, así como en circunstancias políticamente desfavorables (retomo de Perón en 1973, marea democratizante alfonsinista, por ejemplo) y hoy, frente al desbarranque de la izquierda frentepopulista y democratizante, fruto de décadas de oportunismo y de la crisis del capitalismo argentino, es el único punto de reagrupamiento clasista posible para la vanguardia obrera y para la izquierda que pretende actuar con consecuencia política.


 


Esta es la base elemental para una apreciación histórica del papel del PO, y no la exigencia cretina apuntada. Y es también lo que permite al PO incorporar la mejor herencia del marxismo argentino, incluidos Peña y Frondizi (quién si no PO publicó, en América India, la crítica de Peña a Ramos —ese hombre dotado de "enorme (sic) audacia política”, según Tarcus— cuando Peña estaba, sí, bien "olvidado”) como aspecto de la elaboración del programa marxista para nuestro país por parte de la vanguardia obrera revolucionaria y de la intelectualidad asimilada a ella en el transcurso de la lucha de clases.


 


 


 


Notas: 


 


1. Horacio Tarcus, "La visión trágica en el pensamiento Cielo por Asalto N° 5, Buenos Aires, otoño 1993. Marxista argentino: Silvio Frondizi y Milcíades Peña", El


2. Osvaldo Coggiola, El trotskismo en Argentina 1960/1985, vol. 1, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1986, pp.8-24.


3. Michael Lowy, “Ha muerto el comunismo”, in E. Lucita (org.), La liberación de Marx, Buenos Aires, Tierra del Fuego, 1992, pp. 50-51.


4. Michael Lowy, Para una sociología de los intelectuales revolucionarios, La evolución política de Lukács 1909-1929, México, Siglo XXI, 1978, p. 96.


5. Osvaldo Coggiola, Historia del trotskismo argentino Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 2 volúmenes, (1929-1960), Buenos Aires, Centro Editor de América, 1986.


Latina, 1985; y El trotskismo en Argentina (1960-1985),


 

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