El hilo y la trama

Una reconstrucción histórica de los debates en torno del trabajo de las mujeres en el capitalismo.

Una de las primeras lecciones sacadas por nuestra especie fue la de que necesitamos cuidarnos les unes a les otres para lograr sobrevivir. Las tareas de reproducción social, es decir, aquellas vinculadas a la producción, socialización, cuidado y reproducción física y psíquica de las personas, han sido tan necesarias a lo largo de la historia de la humanidad que no sería necesario escribir este artículo si no fuera porque, en el capitalismo, fueron degradadas socialmente para transformarlas en el eje de la servidumbre femenina. El trabajo reproductivo, realizado tanto dentro como fuera del hogar, al ser visto como parte de la naturaleza femenina, ocultó e invisibilizó su valor social. 

En los últimos tiempos el ascenso del movimiento feminista de la cuarta ola ha recuperado y revitalizado muchos de los viejos debates en torno de la naturaleza del trabajo de reproducción sostenido fundamentalmente por mujeres. “Trabajos de reproducción social”, “trabajo doméstico” y “trabajos de cuidados” son algunas de las categorías que circulan actualmente para referir a la especificidad de las mujeres en el orden capitalista: nuestra doble ubicación en la esfera productiva y reproductiva, herencia de la ideología de la división sexual del trabajo, que explica por qué seguimos trabajando más que los varones. Las marxistas tenemos mucho para aportar a estos debates, en especial, cuando el feminismo burgués plantea que la situación de las mujeres puede corregirse con programas sociales o con “presupuestos con perspectiva de género” (D´Alessandro, 2016). 

En este artículo buscamos debatir con esa posición y postulamos que la superación de la desigualdad que todavía arrastramos las mujeres requiere de la socialización de los trabajos de reproducción social. Esto significa fundamentalmente desprivatizar los servicios de cuidado mediante una reorganización social general que implica una lucha en todos los frentes: más escuelas, más hospitales, más espacios verdes, viviendas con espacios de usos colectivos, mejores convenios colectivos de trabajo, jerarquización de les profesionales del cuidado1Esta propuesta permite reflexionar sobre cómo encarar un programa de lucha para las trabajadoras de casas particulares. La exigencia al Estado permite superar el antagonismo entre trabajadoras que deben tercerizar los cuidados para salir a trabajar y trabajadoras que deben descuidar a los suyos para cuidar a otres a cambio de un salario mínimo. pero, también, la instalación de lavanderías y restaurantes colectivos, entre otros. En rigor, muchos de estos espacios de socialización ya existen, pero como están privatizados solo son accesibles para los sectores de ingresos medios y altos que pueden pagar lavaderos, pedir comida por delivery, comer afuera de vez en cuando y, por supuesto, pagar niñera y empleada que realice los trabajos de limpieza. También entre los sectores más pobres la socialización recae en sus manos cuando afrontan comunitariamente la planificación de los menús en los comedores o cuando les niñes circulan entre casas de diferentes vecines. Argentina tiene una larga experiencia en construir redes de ayuda mutua que funcionan como paliativo a la crisis de los cuidados. Sin embargo, estas redes son libradas a su propia suerte por parte de un Estado que se desentiende, cada vez más, de la responsabilidad de velar por la reproducción social de su población. 

En lo que sigue del artículo trataremos de realizar un recorrido histórico en torno de los debates teóricos sobre la naturaleza de los trabajos de reproducción social tal como se han desarrollado desde los años 1970. Luego, vamos a reconstruir cómo circularon en Argentina. Uno de los objetivos fundamentales es mostrar que la perspectiva que sostiene la idea de que el trabajo doméstico que hacen las amas de casa debe ser remunerado ha sido utilizado y explotado por el capitalismo, tanto para desmantelar derechos sociales heredados del modelo de “salario familiar”, como para la implementación de los programas de universalización de la pobreza. El capitalismo y el neoliberalismo, como expresión específica de una forma de acumulación, han mostrado una gran flexibilidad para adaptarse a muchos de los planteos del feminismo y transformarlos en lo contrario. En efecto, si todo lo que toca el capitalismo lo destruye, hasta las ideas más nobles pueden ser usadas en contra de quienes pelean por su emancipación. Por esa razón, afirmamos que la emancipación femenina solo es posible en el marco de un programa con banderas socialistas. Esto significa plantear que a la lucha de clases, entendida como el terreno de enfrentamiento entre el capital y el trabajo, debemos desarrollarla considerando a la esfera productiva y reproductiva como una unidad y no como territorios escindidos. Nuestra experiencia política en el movimiento piquetero, con el desarrollo del Polo Obrero y el innegable protagonismo femenino en él, son el ejemplo más cabal de que si el capital nos ataca en el conjunto de nuestras condiciones de vida, nuestra respuesta, por tanto, no puede limitarse a luchar por el salario, debemos librarla en todos los frentes. En definitiva, un programa feminista con banderas socialistas significa demostrar que una verdadera política de cuidados que vele por una vida que merezca ser vivida, es incompatible con el capitalismo. 

El trabajo de las mujeres en el capitalismo

Ya en los clásicos del marxismo encontramos algunas pistas que permiten entender la posición subordinada de las mujeres como una derivación de la división sexual del trabajo. Para decirlo resumidamente: si en las primeras etapas de la revolución industrial el capital se valió del trabajo asalariado de adultes y niñes, varones y mujeres, esta situación no podía sostenerse a lo largo del tiempo sin afectar la esfera de la reproducción social, es decir, todo aquello que se necesita para producir, socializar y reproducir diariamente la fuerza de trabajo. El riguroso trabajo de Engels sobre las condiciones de vida de la clase obrera en Inglaterra pone de manifiesto con dramatismo esta situación. Sin el trabajo de las mujeres, la familia, como espacio de supervivencia se derrumbó2Durante la Revolución Industrial la clase obrera no podía reproducirse porque trabajaba entre 14 y 16 horas al día alcanzando una expectativa de vida que no superaba los 40 años.. Por esa razón y en ese contexto comenzaron a surgir voces que reclamaron la restauración de la división sexual del trabajo y la posibilidad de las que las mujeres se quedaran en los hogares con el cometido de velar por la crianza de los hijos, la limpieza de los hogares y la reproducción diaria de los maridos, incluidos los favores sexuales. Este proceso fue acompañado de la creciente intervención del Estado en el establecimiento ideológico y jurídico para la separación entre la esfera pública y privada. Esta separación regresaba a las mujeres a los hogares y minaba el relativo espacio de autonomía personal, paradójicamente, conquistado en periodos de hiper-explotación. Esta cesura entre “público” y “privado” y esfera productiva y doméstica constituyó también la jerarquización simbólica de una sobre la otra. El salario fue la intermediación que terminó de consolidar la dependencia de las mujeres y el predominio del marido sobre la familia.

A grandes rasgos, puede afirmarse que esta situación se prolongó sin demasiados cuestionamientos hasta la década de 1970. Las luchas feministas en su etapa sufragista se concentraron en los derechos políticos y civiles, mientras que los derechos laborales fueron enunciados en un tono paternalista. Incluso las lecturas marxistas solían reducir la “cuestión de la mujer”, como se la denominaba entonces, a la lucha por el ingreso al mercado de trabajo remunerado, con su involuntaria virtud de socavar las fronteras entre lo público y lo privado. En esta visión se creía que la entrada de las mujeres a las fábricas iniciaría un proceso de cooperación entre los géneros que permitiría una mayor igualdad (Zetkin, 1889; Engels, 1884)3https://www.marxists.org/espanol/m-e/1880s/origen/el_origen_de_la_familia.pdf. Esta lectura tuvo consecuencias sobre las corrientes políticas de izquierda y condujo, entre otras cosas, 1) al desprecio por la organización específica de las mujeres aun dentro de los partidos revolucionarios; 2) a la sobreestimación de las luchas por el salario en el ámbito sindical sin visualizar completamente la unidad entre la esfera productiva y reproductiva, es decir, que es la carencia de los medios de vida lo que lleva a la clase trabajadora a perseguir constantemente mejores condiciones salariales y 3) a subestimar la capacidad de la división sexual del trabajo para moldear subjetividades domésticas4El estatus de ama de casa fue acompañado de otras nociones sobre la respetabilidad femenina. Así, la separación entre amas de casa y trabajadoras marcaba una frontera de clase entre las mujeres que podían cumplir su verdadera misión y aquellas que debían hacer un poco más. Esa brecha entre mujeres era aún mayor entre las amas de casa y las prostitutas. La inhibición sexual también se transformó en un atributo de respetabilidad para las amas de casa, madres y buenas esposas.. Si los idearios del ama de casa exclusiva no lograron nunca excluir completamente a las mujeres del mercado del trabajo, no es menos cierto que continuaron siendo ellas las responsables de garantizar todo lo relativo a la reproducción, imponiendo en los hechos la doble jornada. De igual modo, la variante izquierdista que reclamaba exclusivamente por leyes protectoras del trabajo femenino, tendencialmente, también contribuyó a naturalizar la división sexual del trabajo, limitando la jornada laboral en nombre de que las mujeres puedan cumplir con las misiones de domesticidad.  

En Argentina, a su modo, este proceso también tuvo su réplica y se tradujo en la temprana intervención estatal para sancionar la inferioridad civil de las mujeres, su exclusión política y regular su participación en el mercado de trabajo. Toda esta legislación vino acompañada de nuevas nociones de domesticidad que se tradujeron en contenidos diferenciales para las mujeres en el ámbito educativo (Rodriguez, 2021), en el mercado del entretenimiento (Pite, 2016) y la publicidad. Sin embargo, como ha demostrado la historiadora Graciela Queirolo (2019), en Argentina, a diferencia de lo que ocurría en los países centrales, el ideario del ama de casa que trabajaba exclusivamente en el hogar funcionó más a nivel de las representaciones que en la realidad concreta5De acuerdo con Graciela Queirolo, entre 1910 y 1960 la presencia femenina en el mercado laboral se consolidó en cantidades y se diversificó en actividades. Según la autora, la hipótesis que afirma la disminución de las mujeres en el mercado de trabajo derivó de una infravaloración de sus aportes económicos en los registros censales.. El modelo de salario familiar que se consolidó sobre todo con la expansión de la clase media durante el peronismo no consiguió que las mujeres se retiraran completamente del ámbito laboral. En general continuaron trabajando en actividades consideradas complementarias del salario del marido. En el ámbito político, de izquierda a derecha, las luchas de las mujeres por conquistar derechos civiles y políticos tampoco condujeron al cuestionamiento de la división sexual del trabajo y primó una forma de participación mujeril moldeada por el “maternalismo político” (Nari, 1999). Las mujeres participaban en el ámbito público en cuanto mujeres, madres, esposas y custodias del hogar. En los barrios obreros, en los sindicatos, en los movimientos de amas de casa las mujeres participaban en nombre de su diferencia sexual y de su misión como protectoras de sus familias.

En los años 60 los procesos de modernización social permitieron cuestionar los idearios domésticos. Cada vez más mujeres, sobre todo entre las jóvenes de clase media, decidieron salir a trabajar por elección, estudiar carreras universitarias o incorporarse a la militancia revolucionaria. Pese a ello, fueron pocas las que lograron trabajar fuera de casa y al mismo tiempo acordar nuevos tratos domésticos con sus parejas (Cosse, 2010). Las redes de ayuda a las que apelaban las madres de niñes pequeñes generalmente involucraban a otras mujeres: madres, abuelas y vecinas todavía en acuerdo a un modelo de vivienda que mantenía a la familia extendida en las cercanías (Pérez, 2012). Para las mujeres de clase media o de los sectores más acomodados, la contratación de personal doméstico pago, generalmente precarizado y en negro, también constituyó una opción. 

En las organizaciones revolucionarias que comenzaron a surgir en aquellos años, tanto en sus expresiones armadas como no armadas, predominaba la idea de que la liberación de las mujeres vendría de la mano de su incorporación al mercado de trabajo. Esta apreciación devenía tanto de la lectura de los clásicos del marxismo, especialmente los escritos de Federico Engels, como de la aspiración real a que las mujeres se incorporasen a la vida pública ya fuera como estudiantes o trabajadoras. Las mujeres que se incorporaban a los proyectos revolucionarios generalmente eran jóvenes y experimentaban la militancia como una forma de ruptura con los idearios domésticos de sus madres y abuelas (Vasallo, 2009). Además, la proletarización en fábricas no fue una práctica excepcional dado que en la visión de la época no alcanzaba con defender a la clase obrera; para ganarse el respeto y elevar la comprensión política había que ser parte de ella y sentir la explotación en el propio cuerpo. De tal manera, que las izquierdas de los años 60 y 70 dedicaron poca reflexión al lugar del trabajo reproductivo en el capitalismo. En el mejor de los casos existieron cuestionamientos a la moral burguesa en la familia, sin llegar a destronar en la práctica los idearios correspondientes a la división sexual del trabajo.

Un último aspecto a considerar es la derivación en el mercado laboral de la naturalización de los roles domésticos como inherentes a lo femenino. Las mujeres, se fueron imponiendo en ramas laborales a partir de cualidades identificadas como propias de su sexo. Fundamentalmente, se incorporaron en trabajos de socialización, cuidado y organización. La abrumadora presencia femenina en el ámbito educativo como maestras y como enfermeras en el ámbito de la salud son algunos ejemplos de ese fenómeno. En las oficinas fueron secretarias y en la rama textil se incorporaron como costureras. También fueron muchas las cocineras sin llegar nunca a transformarse en chef. Cualquiera fuera el ámbito, rara vez las mujeres podían aspirar a los mejores puestos y romper con lo que, actualmente, llamamos el “techo de cristal”. Todos estos trabajos fueron peores pagos en comparación con las ramas donde existía predominio masculino. 

Un caso específico lo configura el trabajo doméstico remunerado tanto en tareas de cuidados de niñes, personas enfermas y ancianes, como en tareas de limpieza y elaboración de alimentos. La histórica precariedad salarial y contractual de esta rama es el ejemplo más representativo de cómo clase, género y raza funcionan integralmente como marcaciones sociales diferenciales. En este caso, la precariedad de las trabajadoras domésticas derivaba tanto de su condición de mujeres, como de la racialización de la pobreza, exacerbada en el caso de las migrantes (Gorbian y Tizziani, 2018). Si hacia finales del siglo XIX los trabajos de sirvientes y sirvientas, mucamas y mucamos, cocineras y cocineros eran ocupaciones compartidas por varones y mujeres, ya en la segunda década del siglo XX comenzó a disminuir la participación masculina (Lobato, 2007). Junto con la creciente feminización se produjo una simplificación de las tareas y una transformación en el modo habitacional que fue progresivamente desplazando al modelo de servidumbre con cama adentro, por otro, donde la cantidad de horas y la relación contractual se resolvía entre empleadas y empleadoras. En este proceso tampoco puede soslayarse el efecto que tuvo la expansión de la incorporación femenina de los sectores medios en el mercado de trabajo. La presencia masiva de mujeres en empleos remunerados produjo una redistribución de tareas, empujando a un sector nada despreciable a necesitar contratar empleadas que se ocuparan en su ausencia de las tareas de reproducción. Esta situación, consolidó la contratación precaria, en negro y por horas, pero compatible con las posibilidades económicas de muchas trabajadoras que carecían de redes de ayuda familiar o vecinal. 

La campaña por salario para el trabajo doméstico y los debates en el feminismo marxista 

Desde finales de los años 1960, en pleno desarrollo del feminismo de la segunda ola, en varios países como Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Francia e Italia las feministas marxistas comenzaron a repensar el lugar del trabajo doméstico en el capitalismo. Fundamentalmente se referían al trabajo no remunerado realizado por las amas de casa. Consideraban importante revisar los escritos de Marx y Engels para profundizar la teorización sobre el trabajo doméstico, entendido como la contribución gratuita al capital que las mujeres hacen para la reproducción de la fuerza de trabajo. Los ensayos que desencadenaron el debate fueron los de las canadienses Margaret Benston (1969) y Peggy Morton (1970) que definían al ámbito privado como un sitio de producción y a las tareas domésticas como procesos de trabajo. Para Morton las tareas de la familia consistían “en mantener las fuerzas de trabajo y proveer a la próxima generación de trabajadores de las capacidades y valores para convertirse en una fuerza de trabajo productiva” (AA.VV; 2022:129[215]). 

En 1972 en Italia y Estados Unidos apareció un artículo de Mariarosa Dalla Costa que amplió considerablemente el debate. Dalla Costa sostenía que el trabajo doméstico no solo produce valores de uso para el consumo inmediato, sino y fundamentalmente, la mercancía fuerza de trabajo, decisiva para la producción. De esta manera las amas de casa debían ser consideradas “trabajadoras productivas”, es decir, productoras de plusvalor. La apropiación de ese plusvalor se realizaba a través del pago del salario al marido transformándolo en herramienta de su explotación. En palabras de Silvia Federici, “esta dependencia del salario del marido define lo que he llamado patriarcado del salario; a través del salario el varón tiene el poder, se convierte en supervisor del trabajo no pagado de la mujer y tiene también el poder de disciplinar”. (Federici, 2018, p.13) De esta visión se desprendía que las amas de casa debían pelear por la remuneración y para ello podían apelar a la huelga. El trabajo de Dalla Costa fue seguido de los aportes de la recién citada Silvia Federici, Leopoldina Fortunati en Italia y María Mies en Alemania. Esta línea de reflexión logró una gran influencia en ambos lados del Atlántico en cuanto vinculaban la teoría a una praxis política específica que dio lugar al inicio de la Campaña Internacional por el Salario Doméstico. En varios países el debate continuó buscando dirimir si el trabajo doméstico es o no creador de valor de cambio. 

Una segunda línea dentro del feminismo marxista quedó inaugurada en 1983 con las investigaciones de Lise Vogel que intentaron pensar el trabajo doméstico como un segundo componente, hasta entonces oculto, del trabajo socialmente necesario. En su visión, aunque no es creador de valor, es indispensable para la apropiación del plusvalor y la reproducción capitalista. En aquel momento su trabajo no suscitó gran impacto, sin embargo, fue retomado recientemente por el feminismo marxista que se reactualizó en la llamada Teoría de la Reproducción Social (TRS)6Para una síntesis de la misma véase, Varela, 2019.. La importancia que tiene esta teoría es que permite identificar el trabajo de producción y reproducción como una unidad y postular un programa de lucha socialista que no escinde las luchas por el salario respecto de las condiciones de vida en su conjunto. En esta visión dirimir si el trabajo doméstico produce el valor mercancía fuerza de trabajo, o no, es secundario. Lo que importa es resaltar cómo en la actualidad el capitalismo ataca las condiciones de reproducción social (en las viviendas, en las escuelas, los hospitales y todos los espacios de socialización), provocando una crisis de los cuidados que se vive con mayor intensidad entre las mujeres, dado que siguen siendo las que se ocupan en mayor proporción de tales tareas dentro y fuera del hogar (Batacharia, 2018; Fraser, 2019). Un mérito de esta corriente fue mostrar cómo en su etapa neoliberal, el capitalismo utilizó el legítimo deseo de las mujeres de incorporarse plenamente al mercado de trabajo para avanzar en los programas de flexibilización laboral y desmantelamiento de los derechos conquistados bajo el Estado de bienestar. En esta visión, por tanto, la emancipación de las mujeres no puede corregirse con el pedido de salario para el trabajo doméstico, sino con su socialización. Para esta línea de reflexión, socialización significa plantear la responsabilidad del Estado en la construcción de comedores y cocinas colectivas, lavanderías, escuelas de doble jornada y la ampliación de los dispositivos necesarios para acompañar las necesidades de las personas en todas las etapas de la vida. En la actualidad ambas líneas de reflexión fueron reactualizadas y son tomadas como marco teórico en el feminismo local.

Los debates en Argentina. Salario o socialización. 

En Argentina el ingreso de los debates teóricos sobre el trabajo doméstico se produjo a través de las agrupaciones feministas de los años 70, como la Unión Feminista Argentina (UFA) y el Movimiento Feminista de Liberación (MFL). A pesar de que conformaron agrupaciones pequeñas, las mujeres feministas fueron críticas de la división sexual del trabajo y de la naturalización de los roles domésticos como inherentes a la condición femenina. Sus reflexiones se valieron de marcos teóricos diferentes que iban construyendo a medida que accedían a las novedades editoriales que se producían en otras latitudes, especialmente, Estados Unidos, Francia e Italia. El aspecto diferencial del análisis feminista era que ponía el énfasis en la subordinación de las mujeres respecto de los varones. En este sentido, el análisis sobre el trabajo de las amas de casa se sostenía tanto en demostrar la contribución gratuita que estas hacían al capital, en consonancia con las marxistas, como también en marcar el interés masculino en perpetuar la desigualdad. Por tanto, rechazaban la propuesta de salarización y proponían la socialización de las tareas domésticas como vía de superación del rol de ama de casa. Sin embargo, socialización en esta versión, estaba asociada más a la idea de revolución en los hogares y menos a la reorganización de las relaciones sociales. Las feministas consideraban que las tareas domésticas eran alienantes y su peso debía ser repartido entre todos los miembros de la familia.

En aquellos años es poca la literatura local referida a la opresión femenina y en particular al trabajo de reproducción social. Se trata de un momento caracterizado más por la recepción de teoría y la circulación de textos que por la producción propia y adaptada a la realidad local. Algunas excepciones las encontramos en el libro Las mujeres dicen Basta, publicado en 1972, con textos de Mirta Henault e Isabel Larguía y la traducción de un trabajo de Peggy Morton. Este último, expresa la necesidad de encontrar referencias a partir de las cuales construir anclajes propios.

Este momento quedó relativamente obturado y luego cancelado por la última dictadura militar que articuló un discurso familiarista que enaltecía los roles sociales tradicionales. Para la dictadura, la expansión de la “subversión” era una consecuencia de la modernización social que había conducido a un trastrocamiento de roles y al debilitamiento de la autoridad paternal y de la familia. Sin embargo, el proyecto social de la dictadura no fue monolítico. En el plano internacional, las Naciones Unidas habían declarado en 1975 el Año Internacional de la Mujer y el inicio del decenio de la mujer. En 1980, la Junta Militar, en el contexto del crecimiento de las denuncias internacionales por violaciones a los derechos humanos, percibió la posibilidad de mejorar su imagen internacional haciendo un uso político de ciertas problemáticas. En esa clave puede pensarse la firma en julio de 1980 de adhesión a la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, CEDAW. Aunque se trató de una acción para mejorar la imagen del régimen militar, las feministas aprovecharon esos resquicios para promover algunos planteos y dar inicio a la campaña por la Reforma de la Patria Potestad (Grammático, 2019). De igual modo, los medios de comunicación continuaron reflejando y ampliando el espacio para el debate sobre los cambios en la sociedad y en los roles asumidos por las mujeres. Para entonces, se reconocía como un hecho que las mujeres trabajaban por elección y asumían, cada vez más, nuevos roles antes impensados. Sin embargo, el reconocimiento enunciado en forma positiva solía seguirse con la enunciación y enumeración de los posibles efectos negativos en la vida familiar, en las parejas y en la crianza de les hijes. Aunque hicieran lo que quisieran se seguía demandando que las mujeres fueran dignas doñas del hogar, repensaran o asumieran las consecuencias de sus decisiones.

Fue a partir de 1984 que estos debates se revitalizaron con el resurgimiento y expansión del movimiento de mujeres y del feminismo. La democracia prometía resolver múltiples demandas sociales, reestablecer y crear nuevos derechos. En 1984 quedó conformada la Multisectorial de mujeres de la cual participaron diversos partidos políticos y sindicatos. También surgieron agrupaciones feministas, tales como la Asociación de Trabajo y Estudios sobre la Mujer 25 de Noviembre (ATEM) y Lugar de Mujer, que se nutrieron de una militancia heterogénea (Tarducci, 2019). Desde 1986 ese resurgir comenzó a expresar una voluntad de coordinación en la realización anual de los Encuentros Nacionales de Mujeres (ENM), los cuales, con el paso del tiempo, devinieron en una instancia fundamental de deliberación. En ellos participan mujeres de todo el arco político con las tensiones y conflictos que conlleva. A pesar de que los ENM no son resolutivos, lo cual resta fuerza para establecer una agenda de lucha, han tenido la enorme virtud de potenciar la organización de las mujeres, incluso, dentro de organizaciones que se mostraban reacias a hacerlo. 

Respecto del trabajo doméstico, dentro del movimiento de mujeres no existía una única posición. Como hemos dicho, las feministas eran críticas de la división sexual del trabajo y sus militancias se orientaron a bregar por un reparto equitativo del trabajo al interior de las familias y, en algunos casos, también a promover acciones tendientes a la socialización de las tareas reproductivas, lo cual involucraba al Estado haciéndolo responsable por la construcción de comedores, guarderías, jardines y escuelas de doble jornada. Con mucha dificultad, también las izquierdas fueron renovando sus agendas de lucha relacionadas con el movimiento de mujeres para incluir nuevas y variadas demandas. La mayor actividad se concentró en el reclamo de organización de comisiones de mujeres en los sindicatos y en un programa de reformas tendientes a proteger a las madres trabajadoras. Sin embargo, no existió una reflexión profunda relacionada con la división sexual del trabajo, el valor social de los trabajos de reproducción y la importancia de hacer de lo “personal” lo “político”. Por lo tanto, las luchas libradas en los barrios donde había mayor presencia femenina, y las del movimiento obrero, tendieron a permanecer escindidas. Fue en los años 1990 cuando la irrupción del movimiento de desocupados modificó el mapa de los conflictos y permitió unir espacios que nunca debieron quedar por separado. La creación del Plenario de Trabajadoras (PdT) en marzo de 1998 y del Polo Obrero en mayo del 2000 son expresiones de ese proceso que posibilitó permear en los barrios con un planteo clasista, de independencia de los partidos patronales y del Estado. Resta investigar con mayor profundidad la relación dialéctica entre la línea del partido y su propia transformación interna como organización, al calor de una lucha novedosa cuyos desafíos eran (y siguen siendo) múltiples y cambiantes. 

Una tercera variante surgió con la creación del Sindicato de Amas de Casa de la República Argentina (SACRA) en marzo de 1983. Inicialmente, las mujeres del SACRA habían estado nucleadas en el Frente de Izquierda Popular (FIP) y tenían una línea de reflexión feminista. Sin embargo, al poco tiempo fueron abandonando esa ubicación para desplazarse por entero al espacio del peronismo que terminó de consolidarse con el apoyo irrestricto a la candidatura y al gobierno de Carlos Menem. El eje de la actividad desde el inicio consistió en luchar para el reconocimiento del valor social de las labores domésticas y la necesidad de obtener salario, jubilación y obra social. Sin embargo, sus planteos poco tenían que ver con los debates de las feministas marxistas que habían organizado la Campaña por el Salario Doméstico. En su caso, el planteo de salario y jubilación empalmaba con antiguos proyectos de ley nunca concretados. En Argentina, el modelo de salario familiar extendido durante el peronismo presuponía la existencia de una familia nuclear, heterosexual y unida en el matrimonio considerado como una unidad económica. Sin embargo, la desigualdad de esta situación fue frecuentemente percibida y, por tanto, fueron varios los proyectos que proponían compensar económicamente el trabajo de las mujeres en los hogares, y especialmente, crear mecanismos que les permitiera jubilarse, en caso de fallecimiento del marido, despido o informalidad laboral. De manera que los planteos del SACRA no eran nuevos, pero ingresaban por la puerta grande, disputando espacio dentro de un movimiento obrero que se pensaba universalmente masculino.

Fue mérito del SACRA la implementación de los primeros estudios de uso de tiempo y la visibilización amplia del trabajo de las amas de casa. Sin embargo, sus planteos no solo chocaban con el feminismo en la medida que reforzaba la naturalización de la división sexual del trabajo y del trabajo doméstico como propios de mujeres. También fueron funcionales al proceso de desmantelamiento de derechos laborales y sociales que profundizó el menemismo. En 1993 obtuvieron la personería legal a través de un Decreto presidencial, el 673/93. En este caso, el decreto permitió eludir el rol del Ministerio de Trabajo como responsable del registro de nuevos sindicatos. Aunque la personería social que obtuvieron aún no alcanzaba el estatus sindical, el decreto permitía específicamente la habilitación de organizaciones de amas de casa para administrar los sistemas privados de pensiones y obras sociales en consonancia con los proyectos de privatización del sistema de jubilaciones y del sistema de salud. La línea de intervención inaugurada por el SACRA se fortaleció en los años siguientes y durante los gobiernos kirchneristas empalmó con las políticas de subsidios como la Asignación Universal por Hijos (AUH) postuladas como “histórico reconocimiento del trabajo de las amas de casa”7Memoria de la Asamblea Nacional de Delegadas Congresales, San Miguel de Tucumán, 2013. Archivo histórico del SACRA. que condujo a la legitimación de los llamados procesos de feminización de la pobreza. 

En los últimos años esta línea fue rebasada por una nueva generación de mujeres que se reconocen en la cuarta ola del feminismo. Se trata de espacios académicos y activistas como economía feminista que vienen produciendo desde los años 90 en centros académicos de países centrales, que cuentan con el respaldado de organismos internaciones como ONU Mujeres y que en la última década han tenido gran impacto en América Latina8Valeria Esquivel (coord.): La economía feminista desde América Latina: una hoja de ruta sobre los debates actuales en la región, gem-lac / onu Mujeres, Santo Domingo, 2012. V. tb. los sitios www.iaffe.org y www.gemlac.org. y en Argentina. Resumidamente, la revitalización y recuperación de los viejos debates sobre “trabajo doméstico” dio lugar a la promoción del concepto de “economía del cuidado” con el objetivo de visibilizar el rol sistémico del trabajo de cuidado en la dinámica económica en el marco de sociedades capitalistas, y el rol de las mujeres en ella (Rodríguez Enríquez, 2010). La economía feminista realizó una contribución al estudio de la participación económica de las mujeres, revelando los mecanismos de discriminación en el mercado laboral y también ha producido evidencia empírica que permite constatar la persistencia de procesos de feminización de la pobreza. Sin embargo, la crítica que la economía feminista formula a la “organización social de los cuidados”, no es incompatible con el capitalismo, y es allí donde deja abierta la puerta a su propia cooptación. El concepto “diamante de cuidado” es presentado como la descripción de los actores que intervienen en la organización social del cuidado: las familias, el Estado, el mercado y las organizaciones comunitarias. La propuesta de este sector comprende desarrollar políticas públicas que amplíen las posibilidades de las personas de elegir el modo de organizar el cuidado, incluyendo regulaciones laborales, ampliación de licencias paternales y parentales y la extensión de servicios públicos de cuidado, tal como ocurre en los países escandinavos. 

En Argentina, este sector del movimiento feminista, afín al kirchnerismo, fue incorporado por parte del gobierno a través del Ministerio de Mujeres y Diversidades, lo cual propició su cooptación política y la consecuente desmovilización callejera y pérdida de autonomía y combatividad, luego de la aprobación de la Ley de Aborto. Sin embargo, el principal problema de este sector se vincula con la incompatibilidad entre sus propuestas y su práctica concreta. En el contexto de la crisis económica, el ajuste presupuestario, el crecimiento de las cifras de desocupación, del hambre y el endeudamiento, sus planteos se tornan una verdadera manifestación de fe sin lazos con la realidad. En la actualidad todas las facciones capitalistas, tanto en el gobierno como en la oposición, están embarcadas en el ajuste, los recortes presupuestarios a la salud y la educación, la profundización de los planes de reconversión laboral o “uberización” del trabajo y la aceleración de los proyectos extractivistas con el costo social y medioambiental de destrucción de comunidades. ¿Cómo podría ser compatible una política pública de cuidados como la que plantean las economistas feministas con este régimen social? Entre las referentes más conocidas de nuestro país se encuentra Mercedes D´Alesandro, cuyo planteo para “cerrar la brecha de género” desde el Ministerio de Hacienda es promover presupuestos “con perspectiva de género”, lo que implica arañar migajas en un contexto cuyos recortes en áreas esenciales para el cuidado son catastróficas. La transacción política de este sector que conoce bien sus propias limitaciones es repetir y repetirse a sí mismas el mantra de que esto es “lo que hay”, esto es “lo posible”. 

Llegades a este punto, nosotres decimos que lo imposible es seguir viviendo de este modo. Planteamos que sigue siendo imprescindible denunciar la incompatibilidad de una verdadera política de cuidado escindida de un programa socialista. La lucha por condiciones adecuadas para la reproducción de la vida no puede plantearse como un aspecto separado del conjunto de la organización social bajo el capitalismo. En este sentido, bregamos por recuperar las viejas, pero vigentes consignas de socialización de las tareas reproductivas bajo la responsabilidad del Estado. Este planteo no debiera ser comprendido como hostil a las experiencias de organización autónomas que se producen en algunas organizaciones sociales y comunitarias. De conjunto, nuestra perspectiva apunta a desprivatizar el problema de los cuidados, relegados a la familia o a lo que una comunidad pueda hacer para gestionar su propia pobreza. Debemos forzar a que el capital pague por la reproducción y ubicar al Estado como responsable. Luchar por más escuelas, más hospitales, más espacios verdes, por una planificación urbana al servicio de los cuidados colectivos, mejores convenios colectivos y la jerarquización de les profesionales del cuidado. Como puede verse es una lucha que comprende todos los frentes, si pensamos que producción y reproducción no son esferas separadas sino una unidad que se adapta constantemente a las necesidades del capitalismo para la extracción de la plusvalía. Este planteo, también impactaría de lleno en el desarrollo del programa del Sindicato de Trabajadoras de Casas Particulares en la medida que no enfrentaría a una trabajadora (la que paga niñera para salir a trabajar) contra la otra (la que deja a sus hijos para cuidar los de otra). Implicaría la posibilidad de su profesionalización, jerarquización y registro, en oposición a lo que ocurre en la actualidad.


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